Lo positivo de lo negativo1
José María Franco Vicario
Resumen
El autor trata de hacer un recorrido teórico-
clínico por las que se han venido a llamar
negativizaciones defensivas (A. Green), que
implican al yo, al objeto, o a ambos a la vez.
Las experiencias negativas vividas no son
necesariamente malignas, al contrario, pueden ser
estructurantes. La realización alucinatoria de la
experiencia de satisfacción, primer acto psíquico,
está determinada por la falta, la ausencia del
objeto. Esta sería la solución creativa de lo
negativo. Muy diferente de la solución negativa,
donde se confiere a la ausencia del objeto todos los
atributos de lo malo. Aquí estaríamos en la
representación de la ausencia de representación
(A. Green), lo que para el preconsciente es un
absurdo. Freud, al final de su vida, ya nos hablaba
de este doble destino de lo traumático (Moisés y la
religión monoteísta, 1939).
Los pacientes que nos piden ayuda, porque
solos no pueden, se encuentran en esta vía de la
solución negativa, primer tiempo del traumatismo
de Freud. Nuestra tarea consistirá en ayudarles a
salir de esa negatividad destructora y pasar así a
formar parte de la comunidad humana.
CAPÍTULO I
Prólogo
La representación psíquica del mundo es un
proceso incomprensible y complejo, irrepresentable,
para el pensamiento lógico. La realidad psíquica
está atravesada de parte a parte por la noción de la
pérdida del objeto y por la realización alucinatoria
de la experiencia de satisfacción, primer acto
psíquico. Así, los cimientos de nuestro ser están
compuestos tanto por el polo perceptivo
(alucinatorio), como por el polo representacional
(representación de cosa, representación de palabra).
Existe un lazo profundo entre estas dos dimensiones
psíquicas que son el resultado del trabajo mental
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generado por la ausencia del objeto real (en el caso
de la representación), y por la pérdida del objeto de
la satisfacción (en el caso de la percepción).
Ausencia y pérdida pues, es decir, lo negativo, la
falta, están en el origen de la simetría
representación/percepción (César y Sara Botella).2
Esta simetría va a dirigir el funcionamiento de la
vida psíquica diurna entendida como un todo
inestable que se hace y se deshace sin cesar
(homeostasia).
Todo acontecimiento real, sea cual fuere, es
causa de una excitación psíquica, siempre que tenga
la suficiente intensidad (fuerza traumática) como
para trastocar la homeostasia del aparato psíquico
(principio de nirvana).
Hay un vínculo profundo entre la organización
de la psicopatología infantil y la simetría
percepción/representación. Por defecto o por exceso
de estimulación (distorsión perceptiva) al principio
o, más tarde, por conflicto (distorsión
representacional), se producen situaciones donde la
excitación interna producida por el hecho
traumático queda totalmente desligada de la
representación (angustia difusa, no ligada, del
primer tiempo traumático de Freud).
Ello va a provocar una ruptura en la simetría
percepción/representación, creando un desequilibrio
del pensamiento que se inclinará sea hacia el polo
perceptivo, alucinatorio, sea hacia el polo
representacional, mediante la repetición compulsiva
de representaciones totalmente desvitalizadas,
desafectadas, al estar desligadas de sus fuentes
inconscientes y anímicas (pensamiento concreto,
lógico, operatorio).
La mayor parte de los pacientes que vienen a
pedirnos ayuda, porque solos no pueden, se
encuentran en ese primer tiempo del traumatismo,
especie de neurosis traumática, donde lo que
domina es el destino negativo de lo traumático,
expresión de las funciones de muerte
(personalmente, prefiero hablar de función más que
de pulsión que tiene una connotación lineal,
causalista, y no tanto circular, sistémica, como la
función).
 El concepto de «función desobjetalizante» de
André Green, como representante de la pulsión de
muerte, es una aproximación metapsicológica muy
sugerente y creativa sobre lo que realmente es
destructivo, desorganizador y desmantelador del
psiquismo.
Si la mayoría de las veces lo que presenciamos
es el funcionamiento concurrente del binomio
indisoluble pulsión de vida/pulsión de muerte, la
expresión propia de la destructividad de la pulsión
de muerte es la desinvestidura a través de los
mecanismos de desligazón que afectan tanto al yo
como al objeto. En este sentido, la acción
destructiva de la identificación proyectiva tendría
más que ver con la desvinculación que con el
vaciado de las partes proyectadas. De esta manera,
una desinvestidura desobjetalizante exitosa se
manifiesta, sobre todo, por una extinción de la
actividad proyectiva que se traduce por el
sentimiento de muerte psíquica (alucinación
negativa del yo) que suele preceder a la amenaza de
pérdida de la realidad externa e interna. En este
caso, la extinción de la identificación proyectiva
impide el desarrollo de la función objetalizante de la
misma, al detenerse los procesos de
identificación/diferenciación.
Para un buen funcionamiento mental
necesitamos que la pulsión de muerte esté ligada
y que sea, precisamente, la libido (amor, Eros,
vida, etc.) la que la ligue. La desligazón pulsional
coloca la libido delante de un objeto no
estructurado, no diferenciado, en el interior
del sí mismo; un objeto que solamente puede
ser investido libidinalmente bajo la ley del todo o
nada y del ahora mismo. Esta investidura puede
ser tan masiva que el sujeto se confunde con el
objeto o se siente investido e invadido por él,
viviendo una excitación de una intensidad tal,
que resulta insoportable y traumática.
(Beno Rosenberg).
Nuestra tarea, como analistas, consistirá, entre
otras cosas, en recuperar la homeostasia pulsional,
al poder decir no al exceso de pulsión y así poder
pasar a formar parte de la comunidad humana
(principio de realidad), es decir, poder acceder a la
castración simbólica.
Pero, ¿por qué ese no se convierte para
algunos en un rechazo a vivir humanamente y,
sin embargo, viven bajo el yugo de una negatividad
destructora?
Valga este trabajo como homenaje a los orígenes
de mi formación psicoanalítica.
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CAPÍTULO II
Los protagonistas
Jesús
Empezó su análisis a los 19 años; cinco sesiones
por semana. Llegó después de una crisis psicótica
ocurrida en el transcurso de un tratamiento
psicoterapéutico. Estaba entonces en el primer año
de una carrera técnica.
Fue un bebé perfecto —decía su madre en la primera
entrevista— No me enteré de que tenía bebé, dormía
todo el tiempo, había que despertarlo para que
comiera, no lloraba ni cuando se hacía pipi o caca.
Este bebé perfecto, porque no existía, empezó a
manifestar, al cabo de un año, un comportamiento
de agitación extrema: banging, autoacunado, etc.
A los 7 años fue enviado a una terapia de desfogue
corporal porque las palizas, hasta hacerle sangrar,
que le propinaban sus padres no eran suficientes
para calmar a este niño hiperquinético.
Jesús hacía honor a su nombre, presentándose
ante mí como «el mejor paciente del mundo, un
diamante en bruto», según sus propias palabras, que
exigía, a su vez, el mejor analista del mundo. Es
evidente que yo nunca pude corresponder a la
demanda inmensurable de su self grandioso.
A nadie se le oculta que el análisis de un
paciente así es una extraordinaria aventura donde la
balanza de los beneficios está, muchas veces, más
inclinada del lado del analista novel que del propio
enfermo.
A Jesús el análisis le permitió un cierto nivel de
diferenciación entre su mundo interno y lo real,
entre lo de dentro y lo de fuera, así como el
estancamiento de un proceso deteriorante ya en
marcha. Para alguien que podía entrar en el circuito
de la cronicidad psiquiátrica, el psicoanálisis era
todo un reto. Hoy día Jesús está a punto de casarse,
tiene ya su piso, su coche, su trabajo; nada que lo
diferencie, en lo externo, de cualquier ciudadano
medio. Sin embargo, el paciente juega locamente a
ser un adulto (Ruth Riesenberg, comunicación
personal).
Al psicoanalista, la dramatización permanente
que el paciente hacía en la transferencia de las
situaciones internas que vivía conmigo, hicieron que
me preguntara, más que con ningún otro tipo de
paciente, ¿quién era yo en el cúmulo de personajes
que estaban actuando en cada momento? ¿Cómo
seleccionar el hecho para poder interpretar? ¿Qué
tipo de lenguaje utilizar en un paciente tan dividido,
con núcleos autísticos tan importantes, sin caer en lo
excesivamente representacional incomprensible, por
otro lado, para el paciente?
En todo caso, aprendí muchísimo de la
microscopía de una patología tan arcaica; desde
luego mucho más que el propio paciente de sí
mismo.
Pedro
Cuando vino a verme por vez primera, su esposa
lo había echado de casa al descubrir que tenía otra
mujer desde hacía años. Era un hombre exitoso
desde el punto de vista profesional, sin embargo
vivía como un nómada, de casa en casa de los
amigos que acababan por ponerlo en la calle
a la que descubrían su tendencia a instalarse.
No entendía nada de lo que le pasaba, se sentía una
víctima de un mundo exterior a él que le rechazaba.
Iba de víctima y, lo que es peor, le gustaba esta
posición que le permitía proyectar su sadismo en
un mundo cruel y despiadado; él que era todo
bondad y hacía tanto por los demás. Toda su vida
estaba montada en torno al trabajo, donde se creía
autosuficiente y generoso hacia sus empleados.
En el fondo, era un hombre aterrado por la idea
de que pudieran dejar de quererlo, con una
hiperactividad compensatoria que le permitía no
estar ni un segundo consigo mismo; tampoco
demasiado con los demás a los que tenía «atados y
bien atados», según su expresión. Había organizado
una estructura de trabajo tal, que todo debía pasar
por él, lo que le hacía indispensable, a costa de crear
una gran servidumbre en sus empleados; así, los
necesitados y dependientes eran ellos.
Pedro era como un tanque: bajito, redondete,
macizo. Esta coraza dura que le hacía de
andamiaje, reflejaba serias deficiencias internas
donde todo hacía aguas. Hijo mayor de una familia
muy numerosa, aprendió enseguida que su madre
era alguien muy poco disponible para él. Recuerda
el desespero tan terrible que le entró cuando a los
cuatro años lo llevaron por vez primera a
la guardería, o cuando lo enviaron a un internado
a los once años; estaba aterrorizado, se pasó tres
meses llorando, inconsolable. A los ocho años
vivió una pesadilla al atrapar la solitaria.
Temiendo tener una enfermedad grave, no quería
contar nada a su madre para no disgustarla pero,
al mismo tiempo, sus compañeros de colegio se
reían de él cuando los trozos de tenia se le caían
por la entrepierna.
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A sus 35 años aún sigue mirando debajo de la
cama por si hay un ladrón, como hacía de pequeño.
También sigue teniendo los mismos terrores
nocturnos que en la infancia, despertándose
bruscamente.
Destinado como estaba, siendo el hereu, a seguir
con la empresa de su padre, renuncia a ello y monta
otra empresa paralela, al mismo tiempo que le odia
por no haberle dado lo que le pertenecía.
El análisis, cinco sesiones por semana, con
Pedro fue muy duro, como duro era su caparazón
caracterial de tinte obsesivo-fóbico que no hacía
sino esconder núcleos melancólicos importantes,
así como enclaves autísticos severos.
La irritación y la tendencia a provocar el
rechazo, aparece de inmediato en el analista como
contractitud ante una instalación homosexual
femenina con la madre/analista, a la vez que había
una toma de distancia fóbica y un control obsesivo
hacia su homosexualidad masculina con el
padre/analista. El objeto materno era profundamente
insatisfactorio. No podía separarse de él por ser una
relación insaturada. Al mismo tiempo que buscaba
un objeto paterno identificatorio, estructurante, que
lo ayudara a despegarse de la madre, tenía miedo a
perderse, a someterse pasivamente a él,
reproduciendo aquello de lo que huía (Paul Israel,
comunicación personal).
El temor a la dependencia, a vivir la necesidad, a
conectar con sus emociones, eran la norma como
expresión de su resistencia a la transferencia,
aunque durante mucho tiempo el paciente estuvo
dominado, sobre todo, por un pensamiento concreto,
operatorio, donde los afectos, sentimientos,
emociones, ni tan siquiera estaban representados, no
tenían nombre (Daniel Widlöcher, comunicación
personal).
Julia
Era una mujer joven, recién licenciada, que me
fue dirigida para análisis «porque le iría bien para su
profesión». Ella misma mantenía este tipo de
discurso en la primera entrevista de evaluación, a la
vez que mostraba serias dificultades en el terreno
personal por el que, según ella, «nunca hubiera
consultado».
Julia relata una infancia muy difícil en la
relación con sus dos hermanos pequeños, varones,
que le siguen de muy cerca en edad. «Mi madre
siempre prefirió a los chicos, yo nunca fui nada para
ella. A mi padre tampoco le importo demasiado.»
Más tarde, me daría cuenta que Julia vino en
realidad al análisis para demostrarme y demostrarse
que a mí, tampoco, ella me importaba nada.
Julia rechazaba a todo chico que le ofrecía
cariño e interés por ella, a fuerza de identificarse a
un objeto huraño, hosco y duro, tal como ella
pretendía mostrarse ante mí: «Si a un chico le
muestras interés estás perdida». Toda esta
insatisfacción, desespero y soledad eran
compensados con asaltos bulímicos al
frigorífico… Entre dos asaltos arremetía con sus
uñas que estaban visiblemente comidas,
prácticamente inexistentes.
Al contrario, se quedaba totalmente fascinada,
enganchada, con aquellos chicos que sólo iban a
abusar y aprovecharse de ella, de una manera que no
podía controlar. De hecho, inició el análisis en
septiembre, cinco veces por semana, con un novio
que se echó en el intervalo desde las entrevistas
preliminares y que tenía un claro cariz de actuación
frente al comienzo de nuestra relación. Este hombre,
que nunca se interesó por ella, ocupaba toda su
mente, lo llamaba ÉL cuando se refería a él (lo
pongo con mayúsculas porque representaba
realmente un objeto/amo/sádico, al que se sentía
totalmente sometida en una relación cuasi delirante
y del que no decía más que maravillas).
Mientras ÉL la maltrataba de lo lindo, pero era
su príncipe azul, yo que la recibía todos los días, en
horas que todo el mundo prefiere, con unos
honorarios más bajos de la media —para que no le
fuera oneroso y porque una parte del tratamiento
la pagaba su padre—, me convertí, desde el
principio, en esa madre que nunca se interesó por
ella. La transferencia negativa se desplegó pues,
de inmediato, con todo su esplendor.
Conectar con sus aspectos sádicos, con su
voracidad desmesurada, con el odio profundo hacia
la madre que no la hizo varón, era insoportable, al
mismo tiempo que los ataques al setting, las
descalificaciones, la burla, etc., eran permanentes.
Por detrás de esta niña arisca, que te arañaba,
mordía y desacreditaba cada vez que te acercabas,
había un ser profundamente desvalido, necesitado y
dependiente, que se defendía como podía del
derrumbe narcisista.
Julia no soportó, sin embargo, la situación
frustrante per se del setting analítico que la
reenviaba constantemente a sus serias deficiencias.
Ella que sólo había venido «porque le iría bien para
su profesión» descubría, de pronto, aspectos de ella
que no habían crecido y que necesitaban ayuda.
A la vuelta de las segundas vacaciones de Semana
Santa, al año y medio de iniciado el análisis, lo
interrumpió. No volví a saber nunca más de ella.
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En la última sesión, donde anunció que no volvería
más, me decía:
Vine aquí porque veía que en mi trabajo a las que
estaban en análisis les mandaban más pacientes, se
confiaba más en ellas, pero ahora me da igual todo
eso. Yo lo que quiero es ser feliz, tener algo más
estable, y esto del análisis es lo más inestable que he
conocido. A usted lo he vivido hasta ahora con más
cosas malas que buenas y no le he contado ni la mitad
de lo que debería contarle, porque no le tengo
ninguna confianza. Intenté analizarme y no pude, soy
una infantil, ya lo sé, pero prefiero ser una inmadura
feliz que una madura desgraciada. Esto del análisis a
mí no me va, no es para mí. No me siento nada
frustrada, me resigno, para esto no valgo.
Como a su madre, a mí no me gustaban las
niñas… A Julia tampoco, y en el análisis no
encontró ese objeto fálico/pecho/pene que colmara
su incompletud, su amputación.
Rafael
Yo no tuve padre, yo tuve un abuelo. Mi padre me
tuvo a los 60 años; se casó con mi madre, de 35, a los
55 años.
Así hablaba Rafael en la primera entrevista
cuando en un mes de julio vino a pedir un análisis
que empezó en septiembre, cinco veces por semana,
hace ya cuatro años.
Rafael era un joven que se acababa de casar y
recién debutaba en el mundo profesional. Toda su
vida esperando a hacerse mayor, porque así sería
libre y haría lo que quisiera, y cuando está en la
edad de lo que llaman un adulto, encuentra que se
siente como un niño pequeño, frágil, vulnerable,
asustadizo. Todo le da miedo; ya no se atreve ni a
coger su vespa por temor a desvanecerse y tener un
accidente.
Habla de una madre desbordada que amenazaba
con irse de casa cuando él y su hermano, cinco años
mayor, se peleaban.
Crisis de bronquitis asmatiforme hasta los siete
años. Su padre estaba prácticamente ausente por
viajes de negocios. Conflicto crónico con el
hermano mayor al que vivía como abusón,
explotador, tirano. Mientras Rafael era el niño
modelo, estudioso y formal, su hermano era el
escandaloso, vago y rebelde. Aún hoy día apenas se
hablan.
En la adolescencia de Rafael, la madre enfermó
gravemente del corazón, el padre hizo una depresión
severa que motivó el cierre de la fábrica y la ruina
familiar. El hermano mayor aprovechó, entonces,
para irse de casa y Rafael tuvo, prácticamente, que
ocuparse de los padres incapacitados. La madre
murió tres años después y el padre sobrevivió siete
años a la madre.
Estos fueron los peores años para Rafael que
tuvo que trabajar y estudiar al mismo tiempo para
atender los gastos cotidianos, pues en casa no había
un duro. Rafael había esperado, casi como una
liberación, el día en que se muriera su padre que
presentaba en los últimos años un gran deterioro.
Hacía cinco meses que había muerto el padre
cuando me vino a ver la primera vez y no se sentía
nada liberado, al contrario, vivía que, de pronto, se
había quedado sin familia: su hermano apenas sabía
donde paraba, con algún familiar que vivía en
Cataluña tampoco tenía tratos, sólo le quedaba la
familia de su mujer. Se sentía como de pequeño,
dominado por su jefe, por su mujer, sintiendo una
gran violencia interior que temía saliera fuera. Tenía
miedo de acabar como su padre, en el fracaso, en la
ruina, destruyendo lo que hasta ahora había
construido: su trabajo, su matrimonio. Una vez
explotó en casa y rompió una puerta de una patada,
se asustó mucho.
En la primera sesión de análisis, Rafael no paró
de llorar: «Llevaba tantos años esperando este
momento, que alguien se ocupara de mí, tener
alguien que me escuchara, que me cuidara. Tuve que
encargarme de mis padres, cuando yo aún
necesitaba de unos padres que me ayudaran a
arrancar en la vida…», me decía Rafael entre
sollozos.
CAPÍTULO III
Introducción. Lo negativo
Villancico
Nazca el niño negativo,
nadie, nunca, nada, no.
Si amanece la arrogancia
de la fuerza y el valor,
niño débil y cobarde,
niño noche y deserción.
Nazca el niño negativo,
nadie, nunca, nada, no.
… que el recorrido freudiano en este tema va desde la
Si en el quicio de la carne
la palabra se escindió,
niño niño, niño niña,
niño luna, niño sol.
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Nazca el niño negativo,
nadie, nunca, nada, no.
Si entre la carne y el verbo
imposible fue el amor,
niño nadie, niño nunca,
niño nada, niño no.
(Vendrán más años malos
y nos harán más ciegos.
RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO, 1972)
No es fácil explicar, incluso a los psicoanalistas,
a qué corresponde la categoría de lo negativo en
psicoanálisis y, sin embargo, nosotros somos los
más privilegiados testigos. Quizás la mayor
dificultad estriba en que el psicoanálisis, a
diferencia de la filosofía, no se sitúa únicamente en
el plano de las ideas, sino que se refiere siempre a
una experiencia que se presenta, en primer lugar,
bajo el prisma de su positividad. En un segundo
término, también hace referencia a las dificultades
que se oponen a dicha experiencia positiva.
Es difícil, pues, entender qué es lo negativo
cuando nos salimos del terreno puramente
especulativo. No obstante, el psicoanálisis ofrece la
particularidad de ser un tipo de práctica que permite
ver lo negativo más que en ningún otro campo.
Desde que Lacan introdujera el concepto de
negativo de Hegel, en la literatura psicoanalítica
francesa vienen dedicándose bastantes páginas a
este tema que, por otro lado, vuelve a estar un poco
de moda. Recientemente, A. Green publicaba su
trabajo Le travail du negatif (1993) y, sin ir más
lejos, en nuestro último congreso ibérico, el Doctor
A. Ferro (Pavía) presentaba su comunicación sobre
Mundos posibles y capacidades negativas del
analista en su trabajo, retomando el concepto de
Keats que Bion adoptó en su día.
Freud en su artículo sobre La negación
(Verneinung, 1925) se refiere fundamentalmente al
funcionamiento del yo, respecto a la actividad
pulsional, pero más desde el punto de vista lógico y
filosófico. Podríamos considerar que en la teoría de
Freud existen una serie de mecanismos de defensa
(forclusión, negación, desmentido, etc.) que tienen
por objeto común el tratamiento por un sí o por un
no de la actividad psíquica que cae bajo su
jurisdicción (Green).
Desde el punto de vista clínico, se puede decir
neurosis, como negativo de la perversión, a la
reacción terapéutica negativa.
En el psicoanálisis inglés Winnicott (Juego y
realidad, 1971), habla del aspecto negativo de las
relaciones que va más allá de lo que habitualmente
encontramos en el concepto de reacción terapéutica
negativa. Sugiere que las experiencias traumáticas,
que han puesto a prueba la capacidad de espera del
niño respecto a la anhelada respuesta materna,
conducen, si no hay respuesta de la madre, a un
estado donde únicamente lo que es negativo es real.
La huella de tales experiencias traumáticas de
ausencia invadirá todo el psiquismo y se convertirá
en una estructura autónoma, independiente de la
presencia o ausencia de la madre.
Sería la solución del negativismo ante la
ausencia prolongada del objeto primario. Muy
diferente de la solución creativa (realización
alucinatoria del deseo) que reconoce —a través de la
separación y de la angustia potencial que produce la
pérdida— y hace frente a la ausencia con la creación
de un objeto que implica tanto al yo como a la
representación objetal interna.
Al contrario, en la solución del negativismo se
confiere a la ausencia del objeto todos los atributos
de lo malo. El psiquismo acusa al objeto cargándolo
de culpa, pidiéndole que se arrepienta y que vuelva.
Después de matarlo, sin tan siquiera enterarse,
quiere que resucite en un imaginario sobrenatural,
exclusivamente afectivo, creado por la única fuerza
de la queja.
Llegamos así al negativo de lo negativo (Green),
donde la presencia de nuevo del objeto, agrava el
sufrimiento y relanza indefinidamente el proceso de
querulancia dolorosa. Todo ello tiene como
finalidad el sacar al objeto de su ausencia, pero al
elevado precio de la autoamputación del yo que da
lugar a un sentimiento de vacío y de no
representatividad.
De inspiración diferente a Winnicott, Bion
señala la necesidad de no confundir el no-thing (no-
cosa) con el nothing (nada). Propone unos modelos
de elaboración de la situación de ausencia que se
oponen a la solución positiva de M. Klein, no en el
sentido de la bondad, sino como expresión del
espacio psíquico que Klein sólo concibe como
espacio pleno.
Bion propone un paradigma donde toda la
problemática de la estructura psíquica parte de las
dos únicas salidas posibles frente a la frustración:
elaborarla o evacuarla. Al amor (A) y al odio (O),
Bion añadió un tercer término, el conocimiento (C),
para formar una tríada coherente y necesaria en la
conceptualización teórica. Para él lo contrario del
amor no es el odio y viceversa.
Bion introduce la idea de un conocimiento
negativo (–C), distinguiendo entre la incomprensión
y el malentendido. Así como el primero pone fin al
10
desarrollo del proceso de comprensión, el segundo
conlleva una ambigüedad tal que sus consecuencias,
lejos de ser siempre lamentables pueden, al
contrario, contribuir al descubrimiento sorpresivo
de un sentido distinto, tan in-esperado como in-
escuchado.
Para este autor, el conocimiento negativo (–C)
no es simplemente una insuficiencia o un déficit,
sino algo que la psiquis del paciente pone en marcha
cuando le interesa hacer del entendimiento oídos
sordos.
Esta idea bioniana de un psiquismo que
restringe sus componentes, al des-diferenciarlos, y
que se prohíbe o impide la elaboración, la
abstracción, está cerca de la idea freudiana de la
psicosis (confusión palabra/cosa, pensamiento
concreto, etc.). Sin embargo, en Bion existe un
reconocimiento de las propiedades estructurales de
lo negativo; es en este sentido que retoma el
concepto de las capacidades negativas de Keats: es
la capacidad que un hombre posee si sabe
perseverar en las incertidumbres, a través de
misterios y dudas, sin dejarse arrastrar por una
investigación agitada de hechos y razones. A ello
le llamó «ausencia de memoria, de deseo», y la
consideró como la actividad más evolucionada del
psiquismo.
Hay pues que abstenerse de atribuir a lo
negativo un sentido exclusivamente patológico.
Para que la actividad pulsional de todo ser humano
no se descargue inmediatamente de una manera
letal, dice Green, para que sea compatible con las
exigencias del principio de realidad, tiene que
sufrir toda una serie de negativizaciones
defensivas.
En Estados Unidos, Searles (El esfuerzo por
volver loco al otro, 1977; La contratransferencia,
1981) se mueve en el mismo marco descriptivo de lo
negativo que considera, no sólo en relación al otro
sino, también, desde uno mismo por sus propiedades
de cambio: para Searles los puntos ciegos del
analista, por ejemplo, que se reflejarán en la
contratransferencia por la suspensión del trabajo
elaborativo e interpretativo pueden, en cambio, dar
lugar a manifestaciones psíquicas en el analista que
serán la vía de acceso indirecta para salir del
impasse y reanudar el trabajo analítico
También todo lo relacionado con la
psicosomática es otro terreno que nos permite
observar de cerca el tema que nos ocupa.
La mayoría de las concepciones psicosomáticas
—en Francia está la importante escuela de Pierre
Marty— hacen implícitamente referencia a una
negatividad que afecta al psiquismo. Lo primero
que llama la atención en el paciente psicosomático
es su psiquismo hipernormal, carente de todo
elemento de locura normal. En su lugar
encontramos una esclerosis, una anemia psíquica
que se traduce en lo que P. Marty llamó
«pensamiento operatorio, depresión esencial»,
expresión de unos resortes mentales reducidos a un
puro esqueleto funcional.
Lo que más sorprende en el paciente
psicosomático es la relación estrecha que existe
entre este reduccionismo mental y el riesgo vital que
corre. En este tipo de pacientes la muerte no es
solamente psíquica, ni es el resultado de un
conflicto abierto, sino que aparece al final de una
desorganización interna donde las causas psíquicas,
al mismo tiempo que evidentes, son poco
delimitadas por no decir ininteligibles.
El mismo P. Marty solía decir que la enfermedad
es del orden de la estupidez, de lo incomprensible,
pero donde toda una serie de factores
predisponentes y coadyuvantes (estructura previa de
la personalidad, angustia difusa habitual, duelos,
predominio del pensamiento operatorio, factores
genéticos, ambientales, etc.), contribuyen a su
aparición, a veces de manera fulminante.
Hay pues en lo negativo una doble
potencialidad, estructurante y desestructurante, que
no es superponible al binomio pulsional freudiano
(pulsión de vida/pulsión de muerte), pero que, en
cierta manera, viene a complicar las numerosas
formas de vida y de muerte que este binomio
indisoluble puede desarrollar.
Pero, ¿cuáles serían esas negativizaciones
defensivas que tratarían de decir no al exceso de
pulsión para poder así entrar en la comunidad
humana?, y ¿por qué, al mismo tiempo, ese no se
convierte, para ciertas personas, en un rechazo a
vivir humanamente y, en cambio, viven bajo el yugo
de una negatividad destructora?
A. Green distingue las negativizaciones
defensivas que afectan al yo (las defensas
primarias), negativizando el exceso de pulsión, y las
negativizaciones que afectan al objeto mismo de la
pulsión, tratando de modificarlo, alejarlo. A todas
ellas añade la alucinación negativa como defensa
indispensable para la constitución del espacio
psíquico.
Este autor, que es uno de los más originales y
prolíficos pensadores dentro del psicoanálisis
francés, lleva años ocupándose de la difícil, y casi
imposible, tarea de establecer un puente entre la
teoría de la pulsión y la teoría de la relación de
objeto. Teórico polémico —con el que se puede o no
estar de acuerdo, pero que nunca te deja
11
indiferente—, ha permanecido fiel al modelo
pulsional freudiano en contra de algunos autores
contemporáneos.
Últimamente está de moda en los medios
psicoanalíticos —y se presenta casi como una
declaración de principios— el no creer en la pulsión
de muerte. Los menos osados dirán que la pulsión
de muerte no es más que la expresión de la
imposibilidad de desarrollo de la pulsión de vida.
Precisamente cuando el hombre no para de dar
ejemplos de destructividad, y que dentro del propio
psicoanálisis existen movimientos que tienden a
hacerlo desaparecer tanto en su práctica como en sus
teorías básicas.
Sobre este tema, Green considera las pulsiones
como primarias, fundamentales u originarias.
El objeto no crea la pulsión, sino que la evidencia.
La pulsión de muerte destruye al objeto, así como a
todos los procesos de investidura pulsional del
mismo. Le dio el nombre de «función
desobjetalizante», cuyo fin es la desvitalización
pulsional y el aniquilamiento objetal. Al contrario,
la pulsión de vida o «función objetalizante» trata de
conseguir, mediante la función sexual, libidinal, la
simbolización.
Decía más arriba que existen negativizaciones
defensivas que afectan al yo, negativizando el
exceso de pulsión, tales como: represión, supresión,
desmentido, forclusión, y las negativizaciones
defensivas que afectan al objeto: idealización,
identificación. Otras, como la sublimación, afectan,
para Green, tanto a la pulsión como al objeto. La
«alucinación negativa» sería también una
negativización defensiva fundamental para la
constitución del espacio mental. A todas ellas habría
que añadir, o quizás habría que haber empezado por
aquí, la defensa más arcaica, el último recurso frente
a la aniquilación, el dejar de ser. Son los llamados
«procedimientos autocalmantes», directamente
entroncados en lo biológico, instinto de
supervivencia.
CAPÍTULO IV
Negativizaciones que afectan al yo
— Represión (Verdrängung)
— Supresión (Unterdrückung)
— Desmentido, desestimación, renegación
(Verleugnung)
— Forclusión o rechazo (Verwerfung)
1. Represión: Lo sabía pero no me acuerdo
Freud la describió tempranamente (Estudios
sobre la histeria, 1985), dándole toda la importancia
como mecanismo de defensa neurótico frente al
sufrimiento conflictual ligado a la pulsión. Mediante
la represión se evita el conocimiento de los deseos y
conflictos ligados a ellos, al ser empujados hacia el
inconsciente mediante una contrainvestidura
efectuada desde el preconsciente. La representación
conflictual es, de esta manera, reprimida y el afecto
ligado a ella desplazado (transferido) hacia otras
representaciones.
En definitiva, la represión sería el resultado de
la renuncia a la destrucción, evitando así el poner en
peligro, tanto a la organización deseante (pulsional)
del sujeto, como su relación con el objeto de deseo.
Especie de sacrificio que el yo se impone para
conservar el amor que siente de parte del objeto, así
como el amor que siente hacia el objeto. En estas
condiciones el otro puede existir separado del
sujeto.
2. Supresión: Lo sé pero me da igual
También fue descrita tempranamente por Freud,
en 1895 (Neurosis, psicosis y perversión, PUF
1973), asociándola a la neurosis de angustia y a las
neurosis actuales. Sin embargo, pronto dejó de
interesarse por este mecanismo que retomó al final
de su vida.
Consiste en un trabajo a nivel del yo consciente
que trata de borrar el afecto, manteniendo la
representación neutralizada a un nivel
preconsciente. Así, cuando se hace consciente es
tratada con indiferencia. De esta manera, se produce
una ruptura de la continuidad entre excitación y
representación que trata, precisamente, de suprimir
la angustia ligada a la elevación del nivel de
excitación, cuya experiencia prototípica sería el
traumatismo de la infancia. Angustia difusa, no
ligada, que se produce automáticamente.
A lo largo de la vida, a partir de esta primera
forma, se produce una evolución hacia la angustia
de separación, de castración, de pérdida del objeto,
de culpabilidad, etc., a condición que la excitación
se encuentre ligada progresivamente a cadenas
representativas cada vez más complejas.
La supresión tendrá como consecuencia el
impedir la elaboración psíquica y el acarrear accesos
de angustia, descargas comportamentales y
accidentes somáticos por bloqueo del enlace entre la
excitación y las cadenas representativas.
12
Pierre Marty (1990) insiste mucho en distinguir
la angustia difusa, no ligada, de la angustia señal,
ligada a la representación, ya que su confusión
puede llevar a indicaciones terapéuticas
inadecuadas.
Contrariamente a lo que ocurre en la represión,
en la supresión las representaciones no pueden
hacerse inconscientes, permanecen a nivel
preconsciente. ¿Qué ocurre, entonces, con el afecto?
Para Freud el afecto tampoco puede hacerse
inconsciente; o bien se transforma en otro afecto, o
bien se inhibe. Esta parálisis del afecto (complejo
somato-psíquico) produce un aumento del nivel de
la tensión de excitación que sólo encuentra un modo
de descarga en los accesos de angustia o en la vía
somática.
Con lo tranquila que yo vivía, me decía Julia en una
sesión. Usted me está creando otras necesidades,
otros problemas. Cuando llega el fin de semana vivo
con el corazón en un puño, con unas emociones muy
intensas y dolorosas: ¿me llamará ÉL? ¿no me
llamará? Así que tengo que montármelo de alguna
manera, porque esto no es vida. Cuando estoy en este
estado, preocupada, invadida, para tranquilizarme me
digo: ¡¡BASTA!! Todo son tonterías, no es tan
dramático, no pasa nada… No siento nada, ninguna
pena. Si ÉL quiere a otra persona, en vez de a mí, me
da exactamente igual. Yo me quedo tan fría y tan
pancha…
A Pedro le interpreté en una ocasión aspectos
suyos que para mí tenían un claro matiz de envidia,
pero que para él estaban muy lejos de tener una
representación mental. El afecto estaba suprimido.
Me respondió, y con razón:
Si al menos sintiera envidia, como usted dice, sentiría
algo, pero es que yo no siento nada, me quedo mudo,
encerrado en mí mismo, incapaz de sentir nada, de
responder. Es muy difícil de explicar. Pienso en Luisa
[su amante], por ejemplo, me encanta que me quiera,
que sea cariñosa conmigo, pero soy absolutamente
incapaz de decírselo, me quedo mudo, no puedo
expresar nada ¡¡NADA!!… como un muerto, frío,
indiferente.
Pedro no exageraba nada cuando decía esto, era,
efectivamente, un muerto/viviente.
Cuando, más tarde, pudo poner nombre a lo
que sentía me dijo un día: «Lo que yo tengo es
miedo, un miedo espantoso a que me dejen, porque
me vivo por dentro tan ruin, tan odioso, tan
destructor, que temo que todo eso se transluzca y
me abandonen.»
3. Desmentido: Lo sé pero no lo quiero saber
Este término empieza a ser utilizado por Freud
en 1925 (Algunas consecuencias psíquicas de la
diferencia anatómica de sexos), refiriéndose a un
proceso que si bien es frecuente en el niño que
reniega (desmiente) la diferencia sexual, en el
adulto sería el punto de partida de la psicosis. Así
como el neurótico empieza por reprimir las
exigencias del ello, el psicótico comienza por
renegar, desmentir, la realidad exterior.
Es, sin embargo, en 1927 (El fetichismo) que
Freud elabora el concepto del desmentido. En el
fetichista coexisten dos posiciones inconciliables:
por un lado, el desmentido de la castración femenina
y, por otro, su reconocimiento: Lo sé pero no lo
quiero saber, mediante una verdadera escisión
(spaltung) del yo en dos compartimientos que se
desconocen por completo. Aquí Freud trata de
establecer un puente entre la neurosis y la psicosis
que, no obstante, no desarrollará en su artículo
inacabado de 1938 (La escisión del yo en el proceso
de defensa), privándose de reconocer el nexo íntimo
que existe entre ciertos mecanismos psíquicos de la
psicosis y de la perversión.
La noción de escisión freudiana es diferente de
la que, más tarde, dará M. Klein a partir de 1946,
cuando describió la segregación de aspectos del self
que son temidos como malos que se proyectan sobre
un objeto que tiene por resultado que el yo se divida
en un número correspondiente de trozos,
relacionados cada uno con los trozos del objeto.
Este sería el origen del miedo de aniquilación
percibido por los psicóticos.
Julia llevaba ya varios meses de análisis y no
paraba de hablar de «ÉL, el novio» que se echó justo
antes de empezar. Estaba totalmente invadida y
enganchada a este objeto sádico de una manera que
rozaba el delirio: por la calle no veía más que coches
que podrían ser el de ÉL; se pasaba horas mirando
por la ventana a ver si le veía, o junto al teléfono por
si le llamaba. En una sesión me decía: «Delirar no sé
si deliro, pero yo me monto mis películas…, unas
veces pienso: ÉL no existe, y me quedo tranquila,
otras me digo que yo soy todo para ÉL y también me
quedo tranquila. Sé que todo eso es una gran
mentira, pero no lo puedo remediar, no puedo hacer
nada para cambiarlo, así que aunque no es verdad
me lo creo.» ÉL que la maltrataba, la humillaba, la
abandonaba constantemente, era su gran amor,
mientras yo que la veía cada día, la cuidaba, no valía
nada para ella. Era la manera que Julia tenía de
defenderse frente al dolor de la diferencia, de la
impotencia, de la necesidad, de la dependencia, de
13
la evidencia de la castración, admitiéndola y
negándola a la vez.
En la sesión del día antes, Pedro había estado
haciéndome declaraciones, inhabituales en él, sobre
lo mucho que le servía el análisis y todo lo que yo
hacía por él. Al día siguiente, llega diciéndome que
no le apetecía venir ni contar nada; que ayer había
hablado demasiado. «No puedo presentarme ante
usted como un ser necesitado, eso sería reconocer
mis puntos débiles, mis fragilidades. Yo sé que le
necesito, que solo no puedo, pero no me lo quiero
creer…» El día después de esta sesión Pedro no vino
y no me avisó, desmintiendo así, con su actuación,
la necesidad tan grande que vivía en la
transferencia.
4. Forclusión o rechazo: No quiero saber nada
Hace sobre todo referencia a lo que Freud
describe ya en 1894 (Las psiconeurosis de defensa),
donde dice a propósito de la psicosis: «Hay una
defensa, mucho más enérgica y eficaz, que consiste
en que el yo rechaza, repudia, la representación
insoportable, al mismo tiempo que el afecto,
conduciéndose como si la representación no hubiera
llegado nunca al yo.»
Freud siempre estuvo preocupado en definir un
mecanismo de defensa propio de la psicosis.
Términos como «desinvestidura de la realidad,
pérdida de la realidad», etc., tratan de explicar este
mecanismo primario de separación y de rechazo
hacia el exterior de la percepción insoportable.
Lacan amplió este concepto del rechazo
introduciendo el término de forclusión que consiste
en no simbolizar lo que tenía que haber sido
simbolizado: la castración. Se trata de una
abolición simbólica. Para Lacan, lo que se ha
forcluido en lo simbólico reaparece en lo real en
forma de alucinación.
El drama de Jesús era que él dejaba de existir si
yo existía y viceversa. Sólo podíamos ser uno. Todo
lo que me representaba, me identificaba (mis cosas,
mi olor, mi estilo, mi voz, etc.) era un atentado
contra su existencia, una amenaza permanente que
convertía su vida en la ley de la jungla: o tú o yo.
Toda su lucha estaba dirigida a hacer desaparecer las
diferencias. El mecanismo del rechazo era uno de
los más utilizados; a veces se expresaba en forma de
claras alucinaciones dentro de la sesión. Ello ocurría
sobre todo en el primer año del análisis y solía ser la
respuesta a determinadas interpretaciones o
intervenciones mías que tendían a diferenciarnos…
De hecho, el mismo gesto de ir a buscarlo a la sala
de espera y darle los buenos días, le «arrancaba del
huevo», como él mismo decía.
El día anterior a esta sesión que comentaré,
Jesús no vino y me dejó el recado de que vendría al
día siguiente. La razón era que se fue a una
inspección militar para que lo declararan «inútil
total», cosa de la que no había comentado nada
hasta entonces. En la sesión me habla de ello y de
qué podría hacer como estudios en el futuro. Dice
que alegó estar en psicoanálisis para que lo
excluyeran de la mili, al mismo tiempo que me pide
mi opinión sobre orientación profesional y qué sería
lo mejor para él. Insiste mucho en que le de mi
opinión en lo real.
A mi intervención diciéndole que él no sabía si
lo mejor era ser un inútil total para mí, y así lo
tendría toda la vida en análisis, o bien ser alguien
que un día haría algo por sí mismo y, entonces, nos
tendríamos que separar, contestó: «Ahora que me
estaba hablando, he visto cómo sus palabras se
convertían en un pene que yo chupaba. He sentido
su pene dentro de mi boca.»
En otras ocasiones similares respondía así:
«Cuando usted ha hablado mi cabeza se ha
convertido en una radio que ha perdido la frecuencia
de la emisora: todo ruidos extraños, pitidos, etc., o
como cuando pones la tele y todo son rayas,
puntitos. Es lo que la gente debe entender por
tormenta mental…, es como volverse loco, todo se
descontrola de repente.» La locura, a Jesús, le
defendía de la aniquilación, en la confusión
seguíamos siendo uno.
Algunos se preguntarán que por qué no he
hablado, precisamente, de la negación (Verneinung):
Nunca pensé en ello, como defensa negativizante.
Paradójicamente, es una defensa que no tiene nada
de eso. Para Freud (La negación, 1925), no hay
prueba más contundente de que se ha conseguido
descubrir el inconsciente, que cuando se ve
reaccionar al paciente negando algo de lo que acaba
de tomar conciencia. La negación es el indicio de
que los deseos inconscientes empiezan a resurgir
tanto en el tratamiento como fuera de él. Es el inicio
de la toma de conciencia de lo reprimido.
Una vez, Pedro, que siempre me idealizaba para
evitar que aparecieran afectos hostiles hacia mí
porque, al mismo tiempo, temía perderme, ante la
vivencia del conflicto que le suponía la subida anual
de honorarios, me decía: «Si por un instante se me
pasara por la cabeza que usted es un sinvergüenza,
dejaría inmediatamente de venir aquí.» Rafael, en el
mismo período, me decía también: «Yo no digo que
usted no haga lo que tiene que hacer» (subir los
honorarios). En ambos pacientes, la negación fue el
14
inicio de la toma de conciencia de sentimientos
hostiles reprimidos hacia mí, en la medida que mi
autonomía les reenviaba inmediatamente a su
dependencia y al riesgo de perderme.
Julia me hablaba de una amiga que rompió con
el novio a punto de casarse y al poco tiempo ya
estaba viviendo con otro chico:
No sé qué tiene esa mujer en la cabeza, creo que va
demasiado rápido; para mí que se ha pasado, pero
también pienso que para ella todo es más fácil,
mientras que para mí que sólo pedía salir con ÉL,
parecía que estaba pidiendo el fin del mundo. Pero,
no se crea, no me da ninguna envidia, además me da
muy mala espina porque ya pasó por una decepción
muy grande, espero que con este chico le vaya muy
bien (con rintintín).
CAPÍTULO V
Negativizaciones que afectan al objeto
— Idealización
— Identificación
1. Idealización
Trata de alejar y modificar al objeto, incluso de
idealizar la no-satisfacción misma. El ideal se
instaura, precisamente, como un modo de
satisfacción cuando la pulsión no ha sido satisfecha,
lo que provoca el efecto paradójico de que, en lugar
del displacer, frustración, cólera, rabia, impotencia,
etc., asistimos a un desmentido de estos afectos y a
la aparición de un estado de bienestar y de contento,
como si la pulsión hubiera sido entera y plenamente
satisfecha bajo un modo de perfección ideal, más
satisfactorio, incluso, que si fuera real, al haberse
liberado de su dependencia hacia el objeto.
Para M. Klein, la idealización del objeto es
sobre todo una defensa contra las pulsiones
destructivas, la agresividad que despierta la
imperfección de la respuesta del objeto, la
inadecuación pulsión/objeto.
Pedro fue enviado a los 11 años a un internado, a
más de 500 kilómetros de Barcelona. Para él fue un
desgarro terrible; se pasó tres meses llorando,
desesperado, inconsolable. «Me quedé seco, sin
lágrimas, de tanto llorar», me decía en una sesión.
Tanto sufrió, que decidió un día no sufrir más:
el internado se le convirtió en un lugar idílico.
Escribía cartas y cartas a sus padres diciéndoles lo
privilegiado que era de estar allí y lo mucho que se
perdían sus hermanos por no mandarles internos
como a él.
En el análisis, al principio, cuando llegaban las
vacaciones y teníamos que separarnos, todo eran
maravillas. En los sueños también aparecía toda una
idealización del estado de soledad: islas paradisíacas,
lagos de montaña puros, limpios y cristalinos donde
él reposaba. Lo tenía todo para no necesitarme. La
realidad, a la vuelta, era muy distinta, pero Pedro
tenía que hacer de tripas corazón para no revivir
tanto dolor frente a la separación.
Para Julia, ÉL era un objeto idealizado y
magnificado que le servía para escamotear y sentirse
autónoma de la madre/analista frustrante que nunca
se interesó por ella. Después de no saber nada de ÉL
durante semanas, éste le llamó un jueves, le dio su
número de teléfono y le dijo: «Si quieres llámame».
Julia vino a la sesión del viernes exultante:
Estoy contentísima. Ayer me llamó ¡¡al fin!! Me ha
cambiado totalmente la opinión que tenía sobre ÉL
(ayer decía pestes). Veo que es un chico correcto y
educado. Estuve hablando mucho rato y le dije todo
lo que pensaba. Me he quitado un gran peso de
encima. No creo que le llame porque tengo otros
planes para el fin de semana, pero es distinto que
antes, cuando no sabía donde localizarle. Me dijo que
no quiere perder su libertad. Por lo menos ahora se a
qué atenerme. Estoy muy tranquila y muy contenta,
no va a ser un fin de semana difícil. Además, usted el
lunes estará de vuelta…
Idealización y denigración del objeto van
siempre juntas. Jesús me decía en una sesión:
De pronto, veo una imagen que me da mucha rabia:
veo mi pene y no sé si voy a masturbarme o a
mearme encima de usted, porque le veo a usted como
si habitara un piso blanco, inmaculado, moderno,
donde todos los pensamientos circulan con toda
libertad, como una máquina perfecta. Yo me vivo
viviendo debajo, en una cochambre de piso, una
auténtica mierda donde nada funciona. Siento una
rabia tremenda, una intolerancia… ¡Dios mío! ¿De
dónde me vienen a mí estas rabias?
2. Identificación
Es uno de los elementos básicos que intervienen
en la génesis y en la estructura del aparato mental.
Grosso modo, es un proceso psicológico por el que
el sujeto asimila un aspecto, una propiedad, un
atributo del otro y se transforma, total o
parcialmente, en base a ese modelo.
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La evolución del concepto de identificación en
Freud es correlativa a la puesta en primer plano de
los efectos estructurales del complejo de Edipo, así
como al desarrollo de la segunda tópica, donde las
instancias del aparato psíquico que se forman a
partir del ello se van diferenciando mediante las
identificaciones de las que derivan.
A. Green (1993) ha desarrollado ampliamente
este concepto y encuentra en él una de las
aplicaciones más expresivas de lo que se ha venido a
llamar «trabajo de lo negativo».
En sus orígenes, la satisfacción pulsional
tiende a crear una fusión entre el objeto y el yo,
una especie de reunión, de comunión, donde
el yo queda «impregnado» del objeto. Este sería el
primer tiempo de la identificación que, para
Green, a diferencia de Freud, tiene que ver no sólo
con el objeto sino, también, con la gratificación
pulsional.
En un segundo tiempo, durante la ausencia del
objeto primario, el proceso identificatorio cambia:
la alternancia de la presencia/ausencia del objeto va
a determinar que éste se transforme en una parte del
yo, pero esta vez diferenciado del yo, que acaba
distinguiendo, por un lado, la existencia de la pareja
yo-objeto y, por otro, el objeto ausente. El yo
emprendería así el proceso de identificación a través
de la satisfacción pulsional con el objeto presente y
la idealización del objeto ausente.
En un tercer tiempo, aparece la representación
de una nueva pareja, esta vez fuera del yo, formada
por el objeto y «el otro del objeto», gracias al cual se
abren las infinitas perspectivas de la triangulación.3
Vemos, pues, que de entrada el objeto es
siempre doble, y que al vínculo inicial con la madre
en tanto que objeto sexual, se añade otro modo de
vinculación, por identificación, al padre («El otro
del objeto»).
Lo que inicialmente era una vinculación al
objeto ligada a la satisfacción pulsional, y después
vinculación por idealización consoladora al faltar el
objeto, se convierte, al final, en una vinculación por
identificación al padre, que es al mismo tiempo una
desvinculación de aquella comunión única con el
objeto primario.
En este momento de la introducción del padre, el
sujeto aún desconoce cuál es el vínculo que une al
objeto con «el otro del objeto». Lo que se produce
en este punto, para Green, es una investidura
idealizada, no conflictiva, hacia el padre, el cual no
es todavía vivido como antagonista de la
satisfacción pulsional, sino como soporte de una
identificación imaginaria donde es imposible
diferenciar si se trata de una admiración, por ser el
padre el beneficiario de las satisfacciones
dispensadas por la madre (se entiende, entonces, que
se le quiera sustituir), o bien es la proyección del yo
ideal, es decir, un objeto cuyos deseos son
automáticamente satisfechos o, simplemente no
tiene ninguna necesidad.
Personalmente, me cuesta creer en este período
aconflictual que, si lo es, no es tanto por el
desconocimiento del vínculo parental (escena
primaria), sino porque, por un lado, la idealización y
la identificación al objeto idealizado son exitosas, o
porque ha habido una buena introyección de la
función materna que se vive bien repartida (hay
para todos) entre el sujeto y «el otro del objeto» (el
padre).
Esta reunión de los tres componentes, basada en
el reconocimiento de la bondad del objeto, en la
identificación al bienestar del «otro del objeto» por
las satisfacciones dispensadas por la madre, y por la
contención que sobre ella ejerce, así como en la
vivencia de que uno también puede repartir
satisfacciones al objeto es, a mi entender, el
mecanismo íntimo del estado de «unidad originaria»
(N. Abelló, M. Pérez Sánchez, 1981), prototipo o
matriz del Edipo exitoso: no se trata de querer
sustituir al padre, sino de reconocerle un lugar, y de
reconocerse un lugar en esa relación a tres, donde
cada uno de los componentes se beneficia del otro y
beneficia, a su vez, al otro en un círculo interactivo
de vida y creatividad.
La representación de la escena primaria (vínculo
sexual de los padres), viene a potenciar las
intuiciones edípicas. El padre aparece, entonces,
como obstáculo para la realización de los deseos
incestuosos. Tras sucesivos fracasos en la rivalidad
edípica y en los deseos de separar a los padres,
interrumpiendo su mutuo placer que el niño quiere
en exclusiva para él, la identificación se presenta
como la solución para poder salirse de la conflictiva
edípica. El complejo de Edipo completo sólo se
resolverá gracias a la doble identificación como
sedimento de los imagos, lugar de encuentro de las
pulsiones y de los objetos desde la bisexualidad.
Rafael estaba esperando su segundo hijo varón.
Con él revivía toda la conflictiva con su hermano
mayor; pensaba que su historia de lucha fraterna se
iba a repetir con sus dos hijos.
Llevaba todo el embarazo de su mujer
desinvistiendo la relación conmigo, llegando más
tarde que de costumbre, no apeteciéndole venir.
También había aumentado su actividad
masturbatoria.
Sentía muchos celos hacia la relación
privilegiada de su mujer con el niño que iba a venir;
16
lo mismo ocurría en la transferencia hacia mi
relación con los otros pacientes. Ese día llegó
quince minutos tarde, contó que había venido antes
y aparcó delante de mi portal para esperar a que el
anterior paciente saliera. Se quedó dormido y tuvo
una ensoñación en un duerme-vela: «Un forzudo, de
esos culturistas, me abrazaba con sus poderosos
músculos, yo me sentía muy protegido; al mismo
tiempo le agarraba el pene, me sentía muy atraído
hacia su pene potente.»
La identificación homosexual con el
padre/analista/potente, idealizado, evitaba a Rafael
el sufrir la envidia que le despertaba la fecundidad
de la madre/analista y los celos que vivía en mi
relación con los demás pacientes.
CAPÍTULO VI
Sublimación
Es básicamente un mecanismo por el que la
pulsión no satisfecha es desviada de su fin sexual
hacia objetos socialmente valorizados, como la
creación artística, investigación intelectual,
movimientos culturales, altruistas, etc. Freud
describió la sublimación en muchos momentos de su
vida (1905, 1910, 1923, 1930, etc.), sin embargo, la
ausencia de una teoría coherente de la sublimación
es una de las lagunas del pensamiento
psicoanalítico.
Para M. Klein, la sublimación tiene que ver con
la tendencia a reparar y a restaurar un «buen objeto»
hecho previamente pedazos por las pulsiones
destructivas. En esta autora reparación y
sublimación son casi sinónimas y es algo relativo al
objeto más que a la pulsión.
Quizás sea A. Green el que ha venido a colmar
ese vacío que existe en la teoría de la sublimación.
Para él, y también para Freud, es una defensa
negativizante que afecta tanto a la pulsión como al
objeto pero, no obstante, con características
específicas.
A partir de 1920 Freud considera la
sublimación, no sólo como un destino libidinal de
Eros sino, también, de Tánatos. En El yo y el ello
(1923), nos dice acerca del yo: «Al desexualizar o
sublimar la libido del ello, el yo va en contra de los
fines de Eros y se pone al servicio de Tánatos.»
La sublimación se encuentra, entonces para
Freud, entre las pulsiones de vida y de muerte, entre
la reparación y la destrucción. En este ir y venir
adquiere diversas formas. Algunas protegen el
narcisismo en detrimento de la relación de objeto
dando la espalda a la vida y al placer sexual, otras
tienden a la creatividad y a la apertura.
La sublimación «de vida» adquiere para Green
el estatuto de objetos que enriquece al yo. Se trata
de una actividad mental con «función objetalizante»
que es, en Green, la representante de la pulsión de
vida: «A través de la sublimación, la dialéctica
pulsional no se contenta solamente con alejarse del
fin sexual (desexualización), sino que se dirige
hacia un otro objeto, el de la cultura, la tradición,
dotado de una organización propia,» (A. Green,
1993).
Así las cosas, ¿podemos realmente llamar
sublimación a esas formas hipertrofiadas?
Cierto es que hay desexualización del exceso
de pulsión, pero también hay una retirada de la
carga de objeto que se concentra en un yo que
pretende ser superior a aquél, con el que, al mismo
tiempo, rivaliza, prometiendo el cielo, pero a
expensas de despreciar el amor terrestre donde
radica la vida. Aquí estaríamos más bien en el
registro narcisista. ¿Quién no conoce ese tipo de
personas tan cultivadas, tan refinadas, de aguda
inteligencia, muchas veces artistas, de gusto
exquisito pero, sin embargo, encerradas entre las
cuatro paredes de su egoísmo, sin ningún vínculo
vivo con un objeto real?
No obstante, Freud continúa hablando de
sublimación en esas circunstancias:
Entre las dos pulsiones, el yo no se mantiene
imparcial. Mediante la identificación y la
sublimación está ayudando a las pulsiones de muerte
del ello para controlar la libido, pero en esta tarea
corre el riesgo de ser él mismo el blanco de las
pulsiones de muerte y destruirse. Para ejercer este
fin, el propio yo ha tenido que ser investido de libido,
representando a Eros.
El superyó tiene sus raíces en el ello, pero se
extiende sobre todo el yo y se constituye gracias a la
identificación al padre de la prehistoria. Toda
identificación de este tipo tiene el carácter de una
desexualización, incluso de una sublimación. Esta
sublimación tiene como consecuencia una desligazón
pulsional y una liberación de las pulsiones agresivas
que van contra Eros exponiendo al yo al peligro de
las sevicias y de la muerte.
Si damos un paso más adelante, resexualizando
lo sublimado, entramos en el masoquismo moral.
Vemos, pues, que los límites entre sublimación
normal, creativa, pulsión de vida, y la sublimación
hipertrofiada, montada a costa del sacrificio del yo,
por no decir de su tortura, son a veces difíciles de
discernir.
17
Clásicamente se considera la sublimación como
un mecanismo que tiene que ver con el destino de la
pulsión, mientras que la idealización concierne al
objeto. Sin «embargo, lo sublimado hace referencia
a un objeto ideal. Desexualizar significa
desmaterializar, espiritualizar, es decir, crear un
modelo para un ideal» (A. Green, 1990).
Si Freud minimizaba el objeto en el mecanismo
de la sublimación, dando sobre todo valor a la
pulsión, M. Klein vino a revalorizar el objeto en el
mecanismo de la reparación, condición sine quanum
para la creación.
Mientras Freud habla de «desexualización» de
la pulsión, M. Klein habla de «reconstrucción»
reparadora del objeto sin considerar la sexualidad.
Sin embargo, M. Klein abre aquí una perspectiva
que está ausente en Freud, como es la dimensión del
duelo en el mecanismo de la reparación. ¿Estaría,
entonces, la sublimación relacionada con el duelo a
través de los mecanismos de la reparación?
La cuestión no queda clara, yo prefiero pensar
que la sublimación y la reparación son mecanismos
bien diferentes, aunque complementarios, si bien
Green trata de hacer de la sublimación el nexo de
unión entre la teoría de la pulsión y la teoría de la
relación de objeto. Este autor plantea la hipótesis de
que la función principal de la pulsión de vida o de
amor, es la de establecer vínculos con los objetos y
que, para ello, tiene que proceder a transformar en
objeto del yo, no solamente lo derivado de la
relación con los objetos primarios, sino todo aquello
que, originariamente, no pertenece a la categoría de
un objeto, por ejemplo, un proceso o una función.
De esta manera, a través de la sublimación, una
actividad puede acceder a la categoría de objeto y
ser considerada como una posesión del yo.
Con esta concepción de la sublimación como
una función que se transforma en objeto del yo,
Green cree hacer desaparecer el dilema entre
sublimación/desexualización de la pulsión y la
reparación/reconstrucción del objeto. Ahora bien, se
sigue preguntando:
¿A quién sirve la sublimación? ¿se trata de un
progreso de la vida psíquica? ¿un nuevo placer
adquirido desde la pulsión de vida? ¿o es claramente
pulsión de muerte? ¿El sacrificio exorbitante que la
sublimación, como todos los efectos de la
civilización, ejerce sobre la sexualidad, no tiene
contrapartida? y, sin embargo, todos conocemos el
placer que se obtiene de las actividades sublimadas.
Para mí, la sublimación es siempre una actividad
libidinal, de vida, y me remito al Freud de 1910,
donde muy claramente dice: «No existe ninguna
vida anímica en cuyo edificio no tenga participación
alguna el anhelar sexual en el sentido más amplio (la
libido), por más que se haya distanciado en mucho
de su meta originaria o se abstenga de su
ejecución.» (Freud, 1910). No pienso, en absoluto,
que el acceso a la cultura y a la civilización tenga
una acción atrofiante sobre la sexualidad. La
sublimación no solamente debe considerarse como
una actividad socialmente apreciada sino que,
también, es una fuente de placer novedosa, el placer
que produce la creatividad.
La otra sublimación de la que habla Green, la
torturante, la que rechaza los placeres terrestres,
materiales, la que idealiza el objeto cultural, la que
retira la carga de objeto para investirla
narcisísticamente en el yo, etc., esa no sublima nada,
al contrario, es la representante de la pulsión de
muerte, de la desobjetalización, desligando la
pulsión y desvinculando del objeto.
CAPÍTULO VII
Alucinación negativa
Este fenómeno representa desde 1967 un tema
básico para muchas de las elaboraciones teóricas de
A. Green. No es, desde luego, original puesto que el
término lo tomó Freud de Berheim (Tratamiento
psíquico, 1890), pero sí tiene el mérito de haberlo
desarrollado y ampliado (Green, 1977). Además de
Green, en Francia, otros muchos autores se han
dedicado al tema (C. Couvreur, F. Duparc, M. Fain,
J. Guillaumin, C. David, etc.). Puesto de moda por
Green en estos últimos años, el concepto de
alucinación negativa no es una noción admitida por
todo el mundo. Demasiado abstracta para algunos,
demasiado clínica para otros, se le acusa, además,
de haber sido muy poco utilizada por Freud, cosa
que no es cierta. Para muchos es un concepto que no
existe.
El término está tomado de la experiencia
hipnótica: a la percepción sin objeto (alucinación
positiva) correspondería la no percepción de un
objeto presente (alucinación negativa) o, dicho de
otro modo, el hipnotizador podía hacer ver al
hipnotizado los objetos ausentes o, al revés, volverle
ciego ante los objetos presentes.
Clínicamente podemos encontrar este fenómeno
en múltiples ocasiones. El síndrome de Cotard en la
melancolía, donde el paciente presenta una actitud
negativista, nihilista, del mundo en general, pero
sobre todo de sus órganos internos («No tengo
18
estómago, no tengo pulmones, etc.», dicen). Ello
conlleva, en contrapartida, a una megalomanía
delirante; la ausencia de órganos crea la idea de
inmortalidad («No necesito comer, no necesito
respirar, etc.») con un cuerpo sin límites que invade
todo el universo. La alexitimia de Sifneos, como
imposibilidad de reconocer los estados afectivos,
ciertas hipocondrías, manifestaciones pasionales del
carácter, etc., se producen sobre un fondo de
alucinación negativa en la esfera corporal o en la
esfera emocional. El espesor de la barrera del
preconsciente que P. Marty invoca en la génesis de
las alteraciones psicosomáticas tendría, también,
que ver con la alucinación negativa, en la medida en
que dicho espesor del preconsciente distorsiona el
sistema de percepción tanto interno (corporal o
psíquico) como externo (sensorial).
En algunas ocasiones podemos, también, ver
cómo el paciente no reconoce nada de lo que había
manifestado en sesiones anteriores o en la misma
sesión. Se trata generalmente de pacientes con un
registro predominantemente pregenital. Podríamos
pensar que este olvido estaría ligado a otros
fenómenos negativizantes clásicos (represión,
desmentido, rechazo, etc.), sin embargo, muchas
veces no ocurre así. Se trata de una alucinación
negativa del pensamiento: lo que los pacientes
suelen llamar estar en blanco. En este caso, se
produce una imposibilidad de expresar el
pensamiento con palabras, no por dificultades en su
emisión, sino por una alucinación negativa en la
formación de las palabras como instrumento del
pensamiento, o de la relación entre la morfología y
la semántica de las palabras.
Aquí estaríamos cerca del concepto bioniano de
un pensamiento, no sólo sin imágenes (sin
representaciones) sino, también, sin palabras para
poder percibir lo que se piensa, es decir, un
pensamiento sin pensador o, mejor dicho, un
pensamiento sin aparato para pensar. Porque el
lenguaje es, al mismo tiempo, representación y
percepción; representa las relaciones entre las cosas
y las relaciones de los pensamientos entre sí, lo que
les permite ser percibidos.
Otro lugar privilegiado donde se constata la
presencia de este fenómeno de la alucinación
negativa es, por ejemplo, cuando el paciente
encuentra a su analista fuera del marco de la sesión
y no le ve, o cuando algunas modificaciones del
encuadre no han sido constatadas por el analizando
o, al revés, el paciente descubre, de pronto, como
algo nuevo, un detalle del encuadre que siempre
estuvo allí (un objeto, una persona con la que se
cruza todos los días, etc.).
 En un trabajo clínico (Franco, 1992), describí el
llamado «complejo de la madre muerta» de Green
(1983), donde también se presenta el fenómeno de
la alucinación negativa afectiva de la madre muerta.
En un primer tiempo se produce una identificación
negativa, no con la madre muerta (madre que
desinvistió a su hijo, principalmente por un
hundimiento melancólico), sino con el agujero, con
el vacío, que dejó su desinvestidura. Cada vez que
ese vacío es rellenado por un objeto (madre viva), es
alucinado negativamente, creándose un duelo
imposible por la dificultad a representar (¿reparar?)
el objeto, algo así como una madre muerta/viviente
que no se puede ni enterrar definitivamente, ni
resucitar.
Pero, ¿qué es, en definitiva, la alucinación
negativa? Tengo que confesar que es uno de los
conceptos desarrollados por Green que me parecen
más sugestivos, con una gran proyección clínica y,
aunque no pertenezco al grupo que dice que la
alucinación negativa no existe, sí que me resulta
difícil de entender desde el punto de vista teórico.
Se podría definir la alucinación negativa como
el proceso por el que el yo puede romper o
interrumpir sus relaciones con la realidad (Green), o
como un estado afectivo de creencia en la
inquietante certidumbre de la irrepresentabilidad de
una presencia (Guillaumin).
Como toda alucinación es, fundamentalmente,
una representación inconsciente que se transforma
en una percepción por desplazamiento al mundo
externo.
La realización alucinatoria del deseo es el
primer acto del psiquismo que trata de reproducir la
experiencia de satisfacción en la ausencia del
objeto. Esta representación mental tiene la función
de construir objetos imaginarios que dependen
directamente de las huellas dejadas por la
experiencia real con el objeto real primario, es
decir, de la experiencia perceptiva originaria
(huellas mnésicas).
Green opone a la alucinación positiva de la
experiencia de satisfacción, la alucinación de la
experiencia dolorosa debida a frustración producida
por la ausencia o carencia del objeto, la cual es la
responsable de la creación de un pecho malo al que
el sujeto puede acabar por identificarse: «Yo soy el
pecho malo», lo que acarrea la destrucción de toda
representación y de toda esperanza de realización
alucinatoria del deseo satisfactoria.
Para Green, la alucinación negativa no sería
simplemente, como para Lacan, el retorno en lo real
de lo que ha sido previamente forcluido en el
inconsciente. Considera la alucinación del dedo
19
cortado del «hombre de los lobos» (Freud, 1918)
como el paradigma de la alucinación negativa. La
situación es como sigue:
A los cinco años estaba en el jardín con la criada
cortando con mi navaja la corteza de uno de los
nogales que aparecen también en mi sueño cuando,
de pronto, me di cuenta con horror que me había
cortado el dedo meñique de tal manera que sólo
colgaba por la piel. No sentí ningún dolor, solamente
mucho miedo.
Más tarde, el propio Serguei añadió a Freud una
corrección del recuerdo: «Quizás estaba cortando
directamente el árbol con mi navaja, vi como salía
sangre del tronco, fui incapaz de mirarme el dedo.»
Por un lado, dice Green, hay un corte en el dedo
sin sangre y, por otro, hay sangre sin corte en el
dedo. El miedo a ver la fantasía hecha realidad, lo
que demostraría la percepción del dedo cortado, le
lleva a renunciar a mirarlo. La alucinación negativa
ha conseguido que no vea la sangre, dicho de otra
manera, en el momento en que aparece la
alucinación, la fantasía de la sangre es negativizada.
La alucinación negativa es un procedimiento
habitual que se pone en marcha cuando las
condiciones externas reales son vividas de una
manera hostil. Su fin principal es el no
reconocimiento del temor que el sujeto tiene hacia
su propia hostilidad, así como el no reconocimiento
del placer que produciría esta hostilidad si se le
diera rienda suelta, es decir, el placer sádico. Esta
hostilidad desde fuera es percibida por el sujeto en
una atmósfera traumática totalmente real y actual.
La diferencia que existiría con el mecanismo del
rechazo (Verwerfung) es que aquí hay una
invalidación de la significación de la percepción,
pero no eliminación (abolición) como ocurre en la
alucinación negativa. Dicho de una manera más
sencilla, el rechazo es «no quiero saber nada», y la
alucinación negativa es «no hay nada».
Lo primero que a uno le viene a la mente
trabajando este tema, son las conexiones que
existirían entre el fenómeno de la alucinación
negativa y el concepto de identificación proyectiva.
Lo que más me llama la atención es que ningún
autor, ni el propio Green, hacen mención al
respecto.
M. Klein describió la identificación proyectiva
en 1946, como una «fantasía omnipotente alejada de
la conciencia», que supone una creencia en que
ciertos aspectos del self están localizados en otra
parte, con el consiguiente vaciamiento y
debilitación del sentimiento de sí mismo y de la
identidad pudiendo, incluso, llegar a la
despersonalización. Para M. Klein es el prototipo de
la relación de objeto agresiva, que representa un
ataque oral a aquél por la vía de insertarle partes del
yo con las que luego se identifica, a fin de
apoderarse de sus contenidos o de controlarlo.
Aquí ya tendríamos la primera diferencia con la
alucinación negativa, en el sentido de que ésta es
fundamentalmente una alteración de la percepción y
no de la representación interna (fantasía) la cual,
solamente en tanto que dependiente de la matriz
perceptiva (las huellas mnésicas) podría quedar
secundariamente afectada.
La identificación proyectiva no afecta la
percepción, sino la representación interna en primer
lugar; como tal es vivida desde dentro. Por ejemplo,
en presencia de un maestro culto y respetado, el
sentimiento de que los propios aportes son
imbecilidades, por vaciamiento de las capacidades
reales del yo y su recolocación en un objeto externo.
La identificación proyectiva tiene un fin común
con la alucinación negativa, que es la liberación de
un estado psíquico penoso. Pero mientras en la
primera se introduce en el objeto lo evacuado, en la
segunda se trata de suprimir, de abolir, la percepción
del objeto, como diría Green: «Trata de interponer
una pantalla blanca entre el sujeto y el mundo
externo, fuente de traumatismos.»
Hacía más de tres meses que habían empezado
las obras en mi vivienda del piso de al lado de mi
despacho; fue un gran zafarrancho: obreros, ruidos,
escombros, etc. Todos los pacientes habían
comentado algo sobre ello, pues a veces los ruidos
muy molestos llegaban hasta mi despacho. Era
imposible no darse cuenta.
Pedro llegó un día a la sesión y se percató, por
primera vez, que yo estaba de obras (llevaba ya casi
cuatro meses): «Al llegar, vi un obrero que entraba
en el piso de al lado y me fijé que ha empezado
usted a hacer obras. Pensé en que a mí me gusta
mucho todo lo que es interiorismo. También he
pensado que yo le podía haber dado ideas de haberlo
sabido, sería una manera de poder hacer algo por
usted, de devolverle lo que usted me da… pero
¡claro!, como aquí no nos damos ni la mano… Es un
pensamiento que me vino a la cabeza al ver las
obras.»
Durante todo este tiempo, Pedro había estado
alucinando negativamente la visión de las obras de
mi casa, por todo el dolor a reconocer mi autonomía,
que es lo mismo que reconocer su dependencia, su
necesidad. Finalmente, cuando ve las obras, hay un
deseo de reparar, de ayudarme, pero también hay
una defensa frente a la envidia, teniéndose que
20
situar él como el profesional entendido en
interiorismo, invirtiendo así los papeles.
En Pedro se daba, también, el fenómeno de la
alucinación negativa del pensamiento, donde se
producía un barrido, una abolición, de los
movimientos perceptivos de insight. En ningún otro
paciente he visto este tipo de fenómeno como en
Pedro. El dolor que a toda persona produce el
insight, en Pedro era insoportable; la percepción
tenía que ser eliminada: Pedro podía llegar un día a
la sesión, reconocer un montón de cosas de él, de lo
que vivía en la transferencia y diez minutos más
tarde nada de eso había existido. Pedro no era capaz
de reconocer como suyo nada de lo que acababa de
decir. Al final, parecía que el que había alucinado
los decires de Pedro era yo.
CAPÍTULO VIII
Procedimientos autocalmantes
Dije al principio de todo que, quizás, tenía que
haber empezado por aquí al describir las defensas
negativizantes frente al exceso de excitación
traumática. De hecho, se podría discutir el incluirlas
—Green mismo no lo hace—, en la medida en que
todo lo que he desarrollado hasta ahora tiene que ver
con mecanismos de funcionamiento mental, y estos
procedimientos autocalmantes (Smadja, Szwec,
1993) están más cerca de lo biológico/instintual que
de lo psíquico/pulsional.
Es sobre todo a partir de 1920 (Más allá del
principio del placer) que Freud modifica su teoría
del traumatismo para perfilarla en Inhibición,
síntoma y angustia (1926), donde el traumatismo es
ya para él claramente psíquico: la angustia señal
(angustia ligada) sería una repetición atenuada del
trauma, segundo tiempo del traumatismo que sólo se
inscribe en el inconsciente en el después
(resignificación retroactiva).
A medida que Freud va abandonando su teoría
del traumatismo externo (neurosis de guerra,
neurosis traumática), para convertirlo en
traumatismo psíquico, Rank (El traumatismo del
nacimiento, 1923) y Ferenczi (Confusión del
lenguaje entre adultos y niños, 1932) retornan al
Freud anterior a la Neurótica (1897).
Sin embargo, al final de su vida (Análisis
terminable e interminable, 1937; Moisés y la
religión monoteísta, 1939) Freud, quizás
influenciado por Ferenczi, retoma conceptos básicos
anteriores ya descritos en las neurosis traumáticas y
que tienen hoy día toda su vigencia.
 En las neurosis traumáticas, Freud ya apuntaba
que la llegada de estímulos externos o internos que
desbordan las capacidades de recepción de la
barrera de paraexcitación (antiestímulos) provoca,
por su quantum y por su efecto sorpresa, una
situación de terror o de angustia difusa, no ligada.
En una carta a E. Jones (1919) le dice: «En la
neurosis traumática no hay angustia señal protectora
contra el shock y la mente se ve desbordada por un
exceso de estímulos.»
Será en Moisés y la religión monoteísta (1939)
donde pondrá punto final a su teoría del
traumatismo, hablando del doble destino de lo
traumático: el traumatismo que estructura y
organiza permitiendo, mediante los después
sucesivos, la repetición, la rememoración y la
elaboración; y el traumatismo negativo, verdadero
enclave en el psiquismo, especie de «estado dentro
del estado», cuerpo extraño, que impide cualquier
proceso de mentalización, cumpliendo así su tarea
desorganizadora que puede llegar, incluso, a
devastar y estallar al yo.
La posición esquizo-paranaoide de M. Klein es
un funcionamiento altamente elaborado de la mente,
con unos mecanismos de defensa del yo muy
poderosos que tratan, precisamente, de evitar el
efecto devastador, aniquilador, de experiencias
traumáticas precoces que desbordan los sistemas de
paraexcitación del bebé, la madre y el padre.4
Pero cuando las cosas no van bien, cuando hay
una sobrecarga brutal de excitación incontenible, se
produce o la muerte del bebé, o un reflejo de
defensa, más orgánico que psíquico, que tiene que
ver con la supervivencia, con ese destino negativo
del traumatismo que describe Freud y que sería el
substrato de los llamados núcleos autísticos o
barreras autísticas por diversos autores (M. Mahler,
1966; D. Meltzer, 1985; F. Tustin, 1991;
J. Corominas, 1991; P. Bofill y J.L. Tizón, 1994; etc.),
a la manera de un «estado dentro del estado» (Freud).
Los procedimientos autocalmantes tienen, pues,
que ver con ese registro muy arcaico, anterior al
funcionamiento psicótico o concomitante con él,
prepulsional, que hace referencia a lo instintual, casi
pura innervación motriz entroncada en lo biológico.
El «estado de desayuda» (J. Laplanche), el
«estado primario psicosomático» (Bion), el «núcleo
del dolor primario» (J. Begoin) la «unidad álgica»
(A. Green), la «violencia fundamental»
(J. Bergeret), el «período fusional primitivo (P. Bofill,
J.L. Tizón), etc., son tantos estados equiparables.
Aquí, el traumatismo no puede ser representado
sino, al contrario, actuado, escenificado, a través de
una regresión comportamental repetitiva,
21
movimientos sin contenido fantasmático; es como el
retorno de la percepción traumática no representada,
verdadero enclave autístico.
Estos estados de regresión comportamental
repetitiva hay que distinguirlos de los llamados
«restos negativos del traumatismo (César y Sara
Botella, 1994), donde lo que hay es una ausencia de
contenido en la percepción más que una percepción
de contenido traumático, un agujero del que el
sujeto ni tan siquiera es consciente y que muchas
veces se expresará durante la sesión en forma de una
«regresión formal del pensamiento del analista»,
especie de puesta en escena cuasi alucinatoria que
da lugar a un sentimiento de inquietante extrañeza.
Momento crucial de figurabilidad por parte del
analista, de trabajo en doble, especular, que va a
permitir descubrir estos «restos negativos» del
paciente. Figurabilidad que también hay que
distinguir del concepto bioniano de rêverie (Sara
Botella, comunicación personal) y que no es mi
intención desarrollar en este trabajo de sobra ya
dilatado.
En los procedimientos autocalmantes, a través
de la búsqueda repetitiva de una excitación, incluso
del terror, mediante comportamientos motores o
sensoriales, se consigue la calma pero no la
satisfacción o la descarga.
La escuela de psicosomática de París (M. Fain,
1992; Smadja, Szwec, 1993, etc.) ha trabajado
mucho en este tema que tiene, por otro lado, una
amplia expresión clínica en la psicopatología de la
vida cotidiana del niño y del adulto. Muchas
situaciones donde, de manera compulsiva, se busca
el riesgo, el peligro extremo, el terror, tienen que ver
con este fenómeno.
Remeros solitarios, náufragos voluntarios que
atraviesan los océanos, deportistas que buscan la
extenuación, caídas al vacío (ponting, free fall, etc.),
situaciones traumatofílicas, conducción en
contrasentido (los llamados pilotos suicidas). Los
«hombres máquina» (M. Fain), que equiparan el
desfallecimiento al dejar de ser, de existir, a la
aniquilación, y tienen que exhibir unas capacidades
ejecutivas al límite de sus posibilidades (muchos
hombres de empresa, los nuevos yuppies se
autocalman así).
Gran parte de los comportamientos motores de
algunas anoréxicas, sobre todo de registro psicótico
(caminatas hasta el agotamiento, limpieza
compulsiva y mecanizada de la casa hasta que les
sangran las manos, etc.) son procedimientos
autocalmantes.
Últimamente está muy de moda en la cultura
juvenil la llamada movida del bacalao que consiste,
fundamentalmente, en pasar un máximo de tiempo
posible bajo el efecto de estímulos sensoriales
(música, luces, etc.) rítmicos, estereotipados (a la
música le llaman máquina), acompañado de
movimientos motores (danza, cambios constantes
de lugar) que recuerdan lo que Smadja y Szwec
(1993) han descrito cuando hablan de los lactantes
que se golpean rítmicamente la cabeza con
violencia, a fin de poderse dormir (banging) en un
autoacunamiento paradójicamente autocalmante.
Cuando en el bebé hay un fallo en la
representación, se instaura el autoacunado mediante
la repetición programada que es la transformación
de sí mismo en máquina automática: aparece el
bebé mecánico. Esta mecánica es suministrada por
el procedimiento autocalmante que trata de
escenificar el reencuentro corporal, en lo real —con
la ayuda de la percepción y de la motricidad— del
acunado materno que no pudo ser ni representado,
ni introyectado, fundamentalmente por un no
funcionamiento de la unidad originaria como
sistema básico de paraexcitación.
Muchas de las sesiones de Julia empezaban con
unos movimientos rítmicos y frenéticos de limpieza
de los cristales de sus gafas, o se sacaba y metía los
diversos anillos que llevaba en los dedos, o se
frotaba y acaracolaba un largo mechón de su
cabello. Estas operaciones podían durar mucho
tiempo. La imagen podía sugerir, a todas luces,
movimientos rítmicos masturbatorios, sin embargo,
se trataba de manifestaciones motoras
automatizadas sin ninguna representatividad mental.
Jesús solía pasarse, también, tiempo frotando la
columna que tenía a la derecha del diván, y en la que
acabó dejando un surco. O repetía
estereotipadamente insultos durante minutos:
«Mierda, mierda, mierda… cerdo, cerdo, cerdo…
hostia, hostia, hostia…» etc. Otro de los
mecanismos autocalmantes que utilizaba, sobre todo
en el primer año de análisis, era lo que yo llamaba
en mi argot personal «enchufar el vídeo»: llegaba
diciendo que había soñado y, acto seguido,
empezaba un relato sin pausa y sin fin que duraba
toda la sesión. La impresión era que in situ estaba
construyendo tal historia cuyo contenido era lo de
menos. No se trataba, tampoco, de un sueño típico
del niño (realización alucinatoria del deseo diurno),
sino de un flujo ininterrumpido de palabras, un
autoacunado que estaba reproduciendo el sonido de
una nana materna. Ni que decir tiene que era
absolutamente soporífero. Jesús acababa
durmiéndose y a mí me faltaba bien poco.
Cada vez que Pedro contaba las miles de cosas
que hacía desde que se levantaba a las cinco de la
22
madrugada, hasta que se acostaba a las once de la
noche, uno acababa agotado sólo de oírle. Los fines
de semana era aún peor: una carrera desenfrenada de
actividades, sin un solo minuto de reposo.
Ni dormido podía parar, sus sueños o eran
puramente operatorios, o eran persecuciones donde
corría y corría ante la amenaza de un ser
malintencionado. Tardó mucho en traer sueños más
simbolizados. Para Pedro pararse era dejar de
existir, la aniquilación.
José Mª Franco Vicario
Ravella 4, 2º 2ª
08021 Barcelona
Tel. 93 201 56 03
jmfran@telefonica.es
Nota
1. Presentado en la Sociedad Española de Psicoanálisis/
Instituto de Psicoanálisis de Barcelona, en junio de 1995.
2. El término de simetría, dinámico, es más correcto que el de
equilibrio que es estático.
3. L’autre de l’objet (A. Green), La censure de l’amante
(M. Fain), son conceptos muy próximos. La ausencia del objeto
reenvía inmediatamente a un tercero: «Hay otro, que no soy yo,
que me priva del objeto».
4. Una de las funciones de la unidad originaria es la
paraexcitación (barrera antiestímulos), es decir, la de poder
tolerar, contener, integrar, el exceso de excitación traumática, el
dolor de la bidimensionalidad, desarrollando un espacio
tridimensional, matriz del pensamiento, base para poder
elaborar los estadios precoces de la posición E-P.
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