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UN PERIODISTA EN EL CONCILIO

Adolfo Lucas Maqueda

Se ha oído hablar mucho del Concilio Vaticano II (1962-1965). Fue un encuentro


general y mundial de la Iglesia, en concreto de la Iglesia católico-romana, donde
también participaron otras Iglesias y denominaciones del mundo protestante y ortodoxo,
para tratar temas muy diversos. Se necesitaba reformar la Iglesia, cambiar de
mentalidad, volver a los orígenes del cristianismo, a la esencia del evangelio; se
necesitaba “ponerse al día”, renovarse e introducirse en un periodo más acorde con los
tiempos y la sociedad. En una palabra, se abrieron las ventanas para que entrara un aire
nuevo y fresco al catolicismo. Así lo concibieron aquellos que vivieron dicho momento
y que quedó plasmado en centenares de escritos. Con simpatía recuerdo el libro del
periodista y sacerdote José Luis Martín Descalzo (1930-1991), titulado “Un periodista
en el Concilio” donde narraba las peripecias y vivencias acontecidas durante los tres
años que duró.

La reforma, en primer lugar y entre tantas otras cosas, se concretizó en la liturgia. Así,
el día 4 de diciembre de 1963, justo hace sesenta años, se firmó y promulgó un
documento llamado Sacrosanctum Concilium, que marcó profundamente la situación
litúrgica dentro de la Iglesia. En efecto, la aplicación de dicha reforma se vivió con
intensidad e ilusión durante los primeros años. Muchos trabajaron para la confección de
nuevos libros litúrgicos para celebrar la misa y los sacramentos, se acercó la liturgia al
pueblo, se constató una nutrida participación de los laicos en las celebraciones, se
ofrecieron escuelas de enseñanza y grupos litúrgicos para adentrarse en el Misterio de
Cristo, en definitiva, la liturgia entró en una dinámica fructuosa, viva y expresiva de fe y
vida, siendo una fuente inagotable de reflexión. Quizá uno de los aspectos más positivos
de esta reforma fue la estrechísima relación entre liturgia y Palabra de Dios. ¡Ya se
podía leer la Biblia y escuchar en misa una serie de lecturas, siendo que los fieles
mismos podían leerlas desde el ambón (aunque a las mujeres no se les permitió leer en
misa hasta 1972)! Esto propició un acercamiento de los fieles a los textos sagrados y
desde ellos a la comprensión de la celebración litúrgica. Y, un segundo aspecto positivo,
fue la revitalización del sentido de comunidad, lo cual sigue siendo hoy día de gran
ayuda para muchos. El pueblo podía cantar, acercarse a la comunión sin tener que pedir
permiso al confesor, entrar a la sacristía para organizar la misa, se podían dar la paz con
besos y abrazos; y así, una variedad de aspectos inimaginables hasta la época.

Sin embargo, toda esta efusión y novedad se ha ido empañando a lo largo de los años.
Con las luces también se dan las sombras. Aquello de hablar en la lengua del pueblo,
volverse cara a la comunidad y ser uno más dentro de la celebración, ha entrado en una
indiferencia y cansancio por parte de todos. ¿No será que la reforma se ha visibilizado
tan sólo en las formas y en el exterior, es decir, como una mano de pintura que se le da a
una casa para que no se le vean las grietas? Como observador, al estilo del recordado
periodista y sin esa euforia inicial, debo decir que actualmente algunos añoran la liturgia
preconciliar, si bien otros se alejan cada vez más de la Iglesia. En realidad, la reforma
litúrgica fue mucho más profunda, tocó la esencia de la teología, pero muy pocos
repararon en ello. El pueblo sigue sin sentirse parte integrante de la Iglesia, ni de la
liturgia, de ahí que muchos busquen alternativas dirigidas hacia otras espiritualidades y
tradiciones. No pretendo ser pesimista pero la realidad se impone ya que, además,
asistimos a una creciente fragmentación en la vida de las personas lo cual produce una
dicotomía entre la fe y la vida, a la vez que vivimos un arraigado pragmatismo que hace
perder el mordiente sacramental. Además, se detecta una marcada tendencia al
sincretismo litúrgico, a una errónea visión de lo que significa “participación”, a unas
formas vagas de espiritualidad mayormente de corte tradicionalista y a una creciente
sobrevaloración de la subjetividad que lleva a experiencias litúrgicas más “sensibles”, es
decir, se da rienda suelta a las emociones interiores, trances espirituales y sanaciones. El
secularismo de la sociedad se encarga de acrecentar más estos puntos.

Por otra parte, es preocupante la pérdida del sentido comunitario de la liturgia y el


progresivo ritualismo que surge a la hora de celebrar dando entrada a la rutina y las
formas parsimoniosas y amaneradas de ciertos celebrantes. También clama al cielo la
poca asistencia dominical por parte de los fieles, la enjundiosa falta de vocaciones, el
ridículo conocimiento que se tiene de la Sagrada Escritura, la proliferación de
celebraciones virtuales, el excesivo protagonismo por parte del clero y, por desgracia,
el auge en demasía de “ciertos tipos de liturgia” realizados por grupos que suscitan
“liturgias especiales, propias y paralelas a la oficial”.

Por último, debo mencionar con cierta amargura, porque contradice el espíritu conciliar,
la exagerada intervención de Roma en las cuestiones de liturgia en ese intento de seguir
centralizando, controlando y romanizando todas las situaciones. Esto resulta ser muy
llamativo ya que nada puede hacerse sin pasar por su filtro y beneplácito, lo cual frena y
entorpece muchas iniciativas y características propias de los diferentes países. La Iglesia
sinodal y la intervención directa de las Conferencias Episcopales siguen siendo una
meta a alcanzar, incluso un sueño que no se cumplirá al menos en un futuro a corto
plazo. ¿Cómo es posible que siga pesando más el poder de la jerarquía que la fe de los
cristianos?

Esta visión, a vuelo de pájaro, adolece de soluciones inmediatas, y si las hubiera


resultarían inútiles e inservibles. Mi pretensión, pues, con este escrito ha sido tan sólo
describir la situación. No obstante, mantengo que se debe hacer una reforma de la
reforma, con un nuevo reciclaje, un nuevo cambio de mentalidad y un proyecto común
de aplicación real de las directrices conciliares. Así pues, haciendo un balance y una
síntesis de estos sesenta años, cabría preguntarse si la liturgia se vive como fuente y
cumbre de la vida eclesial, si existe un eco positivo de la Palabra de Dios en las
celebraciones, si la liturgia ha influido en la vida concreta de los fieles, llegando incluso
a marcar el ritmo de cada comunidad, si la liturgia es un camino que conduce a Dios,
acrecentando el espíritu misionero del pueblo. Quizá de las respuestas que demos
dependerá el futuro de la liturgia.

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