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Nuevo diccionario político argentino

Presidenta o presidente?
Todos; Todas y todos o Todes?
Casta o corpo?

Con el paso del tiempo, en ese gran mercado que es el lenguaje popular,
vamos observando como algunas palabras son sustituidas del consumo
frecuente y reemplazadas por otras, más modernas, más específicas o bien,
nuevas palabras que responden a la realidad del momento. No hay un
organismo que lo haga, ni se hacen audiencias públicas o asambleas donde se
vota quitar o agregar una palabra al uso cotidiano, justamente lo increíble de
esto es que se da por consenso tácito colectivo.

Quien sabe que día del siglo pasado murió el último hombre que le decía
“chambon” a sus amigos, lo que si sabemos que desde ese día esa palabra se
dejó de utilizar y pasó a ocupar un lugar en el museo de las palabras,
probablemente al lado de “piringundín” y de “sotreta”. Otras palabras puede
que no desaparezcan sin embargo cambian de sentido, mutan y se
redireccionan hacia otro lugar, por ejemplo “siniestra” podemos decir hoy que
hace referencia a una persona oscura y malvada, sin embargo, en su
denominación de origen hace referencia a la mano izquierda (diestra y
siniestra).

Usted dirá: ¿Qué tiene que ver esto con la política? Muchísimo.

Michel Foucault, en su obra "Las palabras y las cosas", aborda cómo el


lenguaje no solo refleja la realidad, sino que también la moldea activamente.
Foucault argumenta que el lenguaje no es un mero reflejo de la realidad
objetiva, sino que es una herramienta poderosa que influye en cómo
percibimos el mundo y en cómo se ejerce el poder.

Por lo tanto, según Foucault, el lenguaje no solo modifica la realidad al


reflejarla, sino que también la moldea activamente al establecer categorías de
pensamiento y formas de entender el mundo. Vamos al ejemplo del mal
llamado “lenguaje inclusivo”, que no es lenguaje y mucho menos inclusivo. El
mismo se nos presenta por imposición y a diferencia del orgánico, fue “creado”,
alguien decidió a dedo, que en determinadas palabras se suplanta la “o” por la
“e” y que era necesario inventar nuevas palabras como “sororidad”.

Lo sospechoso es que todos sabemos que nadie (ni siquiera ellos lo utilizan en
el cotidiano) sin embargo llego al punto hasta de tener obligatoriedad en los
comunicados oficiales. Curioso para
El objetivo supuesto de esta “jerga” es evitar o combatir la “discriminación”
residual que genera el lenguaje ordinario. Lo curioso es que se le asigna a la
palabra “discriminación” también una connotación negativa, siendo que es una
función natural y esencial para la vida. Discriminar es seleccionar excluyendo y
es lo que hacemos todo el tiempo cuando elegimos con quien formar una
amistad, con quien trabajar o con quien acostarnos.

De hecho, su propio colectivo discrimina a los hombres heterosexuales siendo


que se dice inclusivo y que busca la igualdad. También discrimina a algunas
mujeres, cuando justamente selecciona excluyendo que causas de violencia
apoya y cuales no, haciendo la vista gorda cada vez que una mujer policía es
asesinada por un chorro o cuando el hombre señalado por violento forma parte
de su “colectivo” político.

Y he aquí la cuestión de por qué esta jerga genera tanto rechazo en una parte
de la sociedad, ya que no es por el infantilismo semántico de cambiar una letra
por la otra. El verdadero motivo es porque se hace más que evidente que sus
objetivos son políticos y no la defensa efectiva de los derechos de la mujer.
Indigna el cinismo con el que sistemáticamente vacían de sentido las causas
legítimas y las utilizan como trincheras políticas. Como decía Foucault,
cambian la palabras para imponer su realidad.

Es curioso observar, cómo con el paso de los años la política ha manipulado el


lenguaje para alterar la realidad, por ejemplo antes, “los trabajadores” era
justamente una forma de referirse a obreros, jornaleros y laburantes hoy, en
cambio refieren a movimientos sociales de personas que no trabajan.
En nombre de “la justicia social”, que fue un pilar del peronismo en la búsqueda
de políticas que mejoren las condiciones de vida de los sectores más
vulnerables, dejaron medio país en situación de pobreza e indigencia.

La devaluación no solo afecto a la economía sino también al riquísimo lenguaje


que ostentábamos los argentinos, vaciándolo sistemáticamente no solo en
cantidad de palabras sino también en calidad. Cuando se agotó políticamente y
vaciaron de sentido la palabra “pueblo” desempolvaron la vieja y mancillada
“patria”. ÉL, en la Biblia, Dios. En la exégesis cristiniana, Néstor. Y en el ámbito
local MiguEL.

Conocimos la Inflación como el aumento general de los precios de los bienes y


servicios existentes en el mercado durante un determinado período de tiempo.
Cuando los genios del mal descubrieron que la rana se iba a acostumbrando al
agua caliente la redefinieron como un instrumento impositivo encubierto y de
financiamiento del gasto público.

Gente que vivió la dictadura militar y todo su aparato represivo contempla


estupefacto como un puñado de adolescentes cantan livianamente que Macri o
Milei son la “dictadura” vaciando completamente de sentido uno de los periodos
más oscuros de nuestra historia. Lo mismo sucede con el concepto de
“derechos humanos”, que fue tal el despilfarro de corrupción que hicieron en su
nombre que hoy gran parte de la población tiene aversión a escuchar esa
sentencia.

Desde el uso de eufemismos para encubrir la verdad hasta la creación de


narrativas distorsionadas para justificar políticas controvertidas, el lenguaje se
ha convertido en un campo de batalla en el que la verdad y la transparencia
son a menudo sacrificadas en aras del poder y la conveniencia política.

Cuando las palabras pierden su significado original y se convierten en


herramientas de propaganda y manipulación, la realidad misma se ve
distorsionada y la confianza en las instituciones democráticas se erosiona. La
sociedad se divide, la verdad se convierte en una mercancía negociable y la
posibilidad de un diálogo honesto y constructivo se desvanece.

Es por eso que aquellos que trabajamos con las palabras y que hacemos del
lenguaje un santuario, tenemos el deber de ser la guardia pretoriana que lo
custodie para desenterrar el hacha de guerra de aquí en adelante cada vez
que, por ejemplo decidan resignificar la palabra “procer” y poner al inefable de
Carlos Menem junto a San Martin y Belgrano.

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