Está en la página 1de 9

Cuando la reivindicación en la palabra se convierte en dictadura

En Venezuela nos ha tocado la peor parte con la neolengua chavista, pero el


lenguaje no solo se deforma para la dominación política. Aunque parezca
justo, imponer palabras desde las ideologías no lleva a ningún lado

Ramsés Ulises Siverio


Hablamos. Esa es la piedra angular de nuestro desarrollo como especie.

Tenemos esa capacidad innata para desarrollar un instrumento que nos


permitió ponernos de acuerdo y construir una comunidad. Una comunidad que
también es la de la lengua que compartimos y la de sus significaciones. Pero,
¿cómo lo logramos? ¿Cómo es posible que una palabra diga más o menos lo
mismo para muchos? La tesis que prevalece es que fue el uso y costumbre, la
convencionalidad, lo que lo hizo posible. Y que en ese proceso no solo se
moldeó la lengua sino también las personas: sus formas de vida, de
comunicación y de convivencia. La lengua es siempre un indicador de cómo
percibimos la realidad, es el límite de nuestro mundo.

La neolengua como forma de dominación


En 1984, la novela distópica de George Orwell, se cuenta de ciertas
deformaciones idiomáticas usadas por un régimen opresor para ejercer su
dominio sobre los ciudadanos. La newspeak o neolengua se impone desde el
poder, las palabras adquieren nuevos significados y el régimen crea nuevos
términos que favorecen la manera en que es percibido.
Para nosotros no es necesario leer 1984 para entender qué es la neolengua: nos
basta con analizar la narrativa creada por el chavismo en 21 años.
Por ejemplo: la denominación “Cuarta República” rebaja el período
democrático más importante de nuestra historia republicana a un pasado
acabado y cuya superación es necesaria. El Día de la Resistencia Indígena
sustituye al Día del encuentro entre dos mundos, creando una falsa identidad
nacional basada en la raza. El Día de la dignidad blanquea y vuelve heroica la
intentona golpista del 4 de febrero de 1992. La gestión de gobierno se
militariza con términos como “misiones” y “ofensiva”. Con “rodilla en tierra”
se habla de lealtad en el mismo código marcial. Y luego aparecen los
eufemismos para disimular el horror: como “colectivos” para nombrar a
grupos paramilitares. O las injurias usadas como epítetos para referirse a los
enemigos, que no adversarios: escuálidos, sifrinitos, pelucones, hijos de
papá…
De esa forma, con una narrativa infame pero coherente, el régimen intenta
resignificar la realidad y usar la palabra para doblegar a la población. Justo
como lo hizo el régimen cubano instaurando términos como “diversionismo
ideológico” para referirse a toda doctrina contraria al castrismo, o “terrorismo
mediático”, copiado por el chavismo, como excusa para socavar la libertad de
prensa. Pero el procedimiento también se hace en otros polos del espectro
político. La dictadura de Videla llamó “Proceso de Reorganización Nacional”
al terrorismo de Estado que instauró en Argentina entre 1976 y 1983. Con un
cinismo increíble se refirió a las desapariciones forzadas como
“autodesapariciones” y prohibió términos como “revolución”. En nuestros
días, el actual presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, llama
“cuarta transformación” a lo que debería ser una mera gestión de gobierno
para conferirle ribetes patrióticos de movimiento independentista y
revolucionario.
La lengua como ampliación del ámbito social y político
Pero la resignificación de las palabras no siempre tiene este fin. El
reconocimiento de los derechos sociales y políticos de ciertos grupos
discriminados tiene un correlato de justicia en la lengua. La prohibición de la
palabra “negro” para referirse a personas afrodescendientes en Estados
Unidos, las denominaciones LGBTIQ para reconocer a la comunidad
sexodiversa, y hasta el término “feminicidio” son más que la creación de
nuevas palabras. Son formas de visibilizar estos grupos y las injusticias que
han padecido. Son una forma de darles voz, reconocimiento y promover sus
derechos. Resignificar también es una forma de construir una sociedad más
justa, al hacer entrar en el campo de la lengua la realidad de los excluidos o
ignorados.
El lenguaje puede ser entonces instrumento de reivindicaciones sociales,
ciertamente, ¿pero qué pasa cuando se abusa de esta posibilidad?
¿Qué sucede si grupos o instituciones intentan crear un feudo lingüístico en el
que ciertos elementos de la realidad solo pueden llamarse de una determinada
manera porque lo contrario sería desconsiderado o inmoral?
¿Es ofensivo llamar a alguien “persona con Down”? ¿No es condescendiente
llamarla “persona especial”? ¿Qué sentido tiene el eufemismo “persona de
escasos recursos” para referirse al pobre? ¿Por qué intentar obligar al uso de
términos como “niñe”, “persone” o “amigxs”?
“Si una cosa no puede usarse para mentir, en este caso tampoco sirve para
decir la verdad”, apuntaba el semiólogo Umberto Eco en su Tratado de
Semiótica General. Por tanto, dotar a las palabras de nuevas connotaciones y
significados no es solo y necesariamente un acto de justicia o de verdad. El
debate sobre su pertinencia debe llevar al análisis de la realidad que motiva la
aparición de estos nuevos significados.
La Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con
Discapacidad —aceptada de modo unánime por los Estados miembros de
Naciones Unidas— propone ejemplos de lenguaje justo hacia personas con
discapacidad que evitan otras connotaciones también excluyentes. Una
persona con síndrome de Down, o con autismo, es eso: una “persona con
Down” o una “persona con autismo”. El uso del término “persona con”
seguida del nombre de la discapacidad se recomienda siempre. Pero no el uso
de eufemismos como “personas especiales” ni “personas con habilidades
diferentes”, que crean otro tipo de discriminación. Una discapacidad es una
discapacidad y no una habilidad diferente. Si la intención de la resignificación
es un trato respetuoso, no hay necesidad de ir hasta un punto ridículo de
negación de la realidad.
Lo mismo sucede con la pobreza. La expresión “persona de escasos recursos”
desconoce la dimensión de este fenómeno (hay quienes ni siquiera tienen
“escasos recursos”, simplemente no tienen nada) y eufemiza un problema que
difícilmente podrá tratarse si no se mira con claridad. Y esa claridad comienza
por saber qué es y cómo se llama.
Pero cuando las nuevas comunidades que irrumpen en la escena pública
asumen posturas militantes e intentan imponer a la fuerza y de forma arbitraria
el uso de determinados términos o lenguaje, generan rechazo y controversias
no siempre favorables a sus causas.

Nuevas formas de despotismo verbal


Es consabido el uso de los morfemas de género masculino para referirse a un
grupo heterogéneo de individuos de ambos sexos —masculino y femenino—,
es una regla que vale para el resto de los individuos, se identifiquen estos o no
con los sexos masculino y femenino. Por ejemplo: si hay un grupo
conformado por hombres y mujeres podemos referirnos al conjunto de forma
general apelando a la forma “todos”. En este caso no se intenta privilegiar al
género masculino sobre el femenino. Es simplemente que hay otro uso y
significado de la misma palabra para referirse a una situación particular.
Desde esta perspectiva, las reglas vigentes de la lengua española parecen
ofrecer viejas soluciones a nuevos problemas de denominación. Pero a veces
ellas parecen insuficientes no solo a comunidades que se sienten
invisibilizadas con estas convenciones, sino al mismo mundo literario,
precisamente, por lo que consideran son limitaciones expresivas de la
semántica tradicional ante nuevas realidades.
Una de estas voces es la del escritor Juan José Millás, quien ya ha manifestado
su incomodidad a la hora de escribir apelando a estas viejas fórmulas. “Es un
malestar que antes no existía porque la mujer no estaba visibilizada en muchas
áreas. Y ahora está visibilizada, pero yo sé que si pongo ‘el hombre de las
cavernas’ el lector ve un hombre, no una mujer. Es así. Entonces, ¿qué hago?
Me pasa todo el rato… Sé que si pongo ‘el fotógrafo’, no hay ninguna
posibilidad de que el lector vea una fotógrafa”, describe el autor de La mujer
loca.
Sobre este respecto, Millás piensa que la RAE ha dado la espalda a un síntoma
social que demanda transformaciones: el malestar creciente de varias
comunidades por sentirse excluidas en los hechos, pero también en las
palabras. El escritor alude al mandato antropológico de la lengua, según el
cual esta se crea y transforma a partir de las necesidades de sus autores y
destinatarios. Millás apela a la gente como “legislador” del habla, tal como
Platón en Cratilo. Eso aunque la RAE mantenga una postura y unos
argumentos que mantienen vivo el debate.
Pero más allá de este debate, están también quienes se aproximan al problema
del lenguaje con una vehemencia militante similar a la que critican en el
lenguaje “sexista”, por ejemplo, y ven en toda particularidad cultural una
manifestación de la herencia del “heteropatriarcado” que debe ser rechazada.
Son quienes quieren imponer términos como “personxs”, “amigues” o
“todes”. Aunque en el camino se hayan diluido los fines en función del medio.
Creo que estas irrupciones en la lengua, debido a su dificultad para alcanzar
consensos sociales, se convierten en una barrera más para comunicarse,
precisamente, con aquellos a quienes se quiere hacer ver una nueva
circunstancia. De modo que hacen más espinoso el camino hacia la
convivencia con quienes los discriminan y llevan a que su pleno
reconocimiento como seres humanos se transforme en otra quimera en el
sistema de derechos.
La razón es la misma que nos hace rechazar la neolengua y que lleve a que
esta solo pueda imponerse a la fuerza: la convencionalidad de las palabras no
es arbitraria, proviene del uso y la costumbre, y de un consenso tácito entre los
hablantes. El mandato de la reivindicación en el uso obligado de ciertos
términos impide la construcción de los consensos tan necesario en estos
tiempos donde los odios, las ofensas y los linchamientos cibernéticos han
socavado la tolerancia, la civilidad y el debate mundial.
La historia de la neolengua deja claro que imponer nunca será convencer.
Por el contrario, puede desatar aún más demonios y llevar la discusión a
pasajes sin salida.

Recrear significantes y ampliar realidades


Creo que plantear una batalla lingüística para librarse de los muchos
sambenitos que les ha tocado cargar es lo menos que necesita una comunidad
discriminada en este momento. Y especialmente es lo menos que se necesita
en Venezuela, tan castigada por los cambios arbitrarios de nombres para fines
espurios.

Concentrar los esfuerzos políticos en el reconocimiento de la denominación,


por otra parte, no necesariamente supone un cambio de conducta social hacia
los denominados con términos peyorativos. Dejar de usar la palabra nigger en
Estados Unidos no eliminó las barreras raciales ni la discriminación. ¿Por
qué? Precisamente, por la falta de un consenso en la realidad. Si no hay
consenso real en la reivindicación de derechos de una comunidad sexodiversa,
por ejemplo, ¿puede haberlo entonces en la lengua? Y en caso de haberlo en la
lengua, ¿implica esto un verdadero cambio de mentalidad? ¿De qué sirve un
signo sin significado, sin un referente en la realidad y en las formas de vida de
miles de personas?
La lógica orwelliana de 1984 diría que sí sirve (aunque no sabemos si
deseable). Sin embargo, en el mundo moderno, libre y democrático al que
aspiramos, los cambios de mentalidad obedecen más al convencimiento y a la
convivencia, a las nuevas convencionalidades, que a la coacción y el
sometimiento. La falta de claridad en esa contienda por la lengua refleja la
oscuridad de las luchas que se libran en calles, locales, parlamentos, puestos
de trabajo, tribunales y cárceles en todo el mundo por el reconocimiento de las
mujeres y las comunidades sexodiversas.
Pero la batalla no está perdida. Y si bien la quimera lingüística puede seguir su
curso con resultados disímiles, también hay otras maneras de que estas
comunidades dejen su huella en la lengua.
El significado de las palabras muta en función del uso y costumbre, como he
dicho. En función de los rasgos socioculturales que definen a cada sociedad.
¿Y si se parte de allí para vaciar de significado las palabras de la cultura
dominante, las palabras del patriarcado del que se despotrica, y se las llena de
ideas más inclusivas? Si se derrota desde dentro el código lingüístico de ese
sistema opresor para resignificarlo, ¿no alcanzamos una justicia más sublime y
poética? Me parece una idea mucho más poderosa y realista de inclusión
abocarse a esta gran Toma de la Bastilla de la lengua de García Lorca
(fusilado por homosexual por el franquismo, por cierto) y crear un nuevo
código lingüístico no determinado por la forma, sino por el significado. La
historia está llena de ejemplos de resignificación inclusiva.
La expresión people, en la era colonial estadounidense —y hasta un siglo
después de su independencia— se usaba solo para referirse a quienes no eran
esclavos. Pero en plena Guerra de Secesión, luego de la Proclamación de
Emancipación de Lincoln, denominaba a todos los hombres (y mujeres) de la
nación. La palabra “mujer”, en el Nuevo tesoro lexicográfico de la lengua
española, de 1787, tiene como primera acepción “hembra del hombre o de la
naturaleza humana” y como segunda “se llama por desprecio a un hombre
afeminado, sin fuerza, sin valor”. Hoy semejante definición indignaría a
mucha gente, y sin duda ya se hubiese propuesto otro término para eliminar
este cuyo significado es tan profundamente machista. Pero fue la evolución
real de las relaciones sociales, la cultura, el derecho e innumerables conflictos
por el reconocimiento de la mujer y de los gays los que terminaron por
resignificar la palabra.
Una verdadera inclusión pasa por la creación real de consensos. Pasa por
acercarnos con las palabras que nos unen.
Es desde allí, a través del uso y costumbre, del reconocimiento y del pleno
ejercicio de sus derechos, que se redefine efectivamente el significado de esos
términos y también del “nosotros”, con énfasis en la última o.
Entonces las palabras que antes segregaban ahora serán signo de una
verdadera inclusión. No desde el significante (palabra hablada o escrita), sino
desde lo verdaderamente importante: el significado y la idea.
Ahí, en el nuevo del significado que se alcance, uno que reconozcamos todos,
es donde seremos realmente iguales.

Texto escrito originalmente para Cinco8:


https://www.cinco8.com/perspectivas/cuando-la-reivindicacion-en-la-palabra-
se-convierte-en-dictadura/

También podría gustarte