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ROMANO GUARDINI
LA REALIDAD
HUMANA
DEL SEÑOR
APORTACIÓN A UNA PSICOLOGÍA DE JESÚS
Madrid
1956
1
Publicó este libro con el titulo
DIE MENSCHLICHE WIRKLICHKEIT DES HERRN
Werkbund-Verlag, de Würzburg, 1958
Lo tradujo del alemán
JOSÉ MARIA VALVERDE
2
ÍNDICE
Prólogo..........................................................................................................................6
LO HISTÓRICO-BIOGRÁFICO.................................................................................19
1...................................................................................................................................20
Situación histórica.......................................................................................................20
2...................................................................................................................................23
Forma de vida..............................................................................................................23
3...................................................................................................................................31
Estructura de fondo......................................................................................................31
EL PROBLEMA DE LA ESTRUCTURA.....................................................................64
1...................................................................................................................................65
Generalidades..............................................................................................................65
2...................................................................................................................................67
Estructuras del devenir................................................................................................67
3...................................................................................................................................76
Estructuras de la disposición y el comportamiento.....................................................76
4...................................................................................................................................79
3
La unicidad de la figura de Jesús.................................................................................79
4
PRÓLOGO
5
I
7
II
8
sólidamente se fijó la unidad ya indisoluble de las dos naturalezas en la
Persona del Logos, una unidad que fundamenta la historicidad cristiana;
más aún —si es lícito hablar así—, que crea Historia para Dios mismo; si
bien esto último significaba algo completamente diferente que el proceso
panteísta del Absoluto. Estas verdades quedaron así en una forma que era
tan alta cuanto rica, tan verdadera cuanto misteriosa: eran dogma.
Así empezó el espíritu a preguntar más, y precisamente, cómo estaba
en la Historia el Hijo de Dios hecho hombre. Ello llevó a intentos de
disolver la singular historicidad de Jesús en la historicidad general de la
vida humana, y surgieron todas esas representaciones de Cristo que
hacían de Él un mero hombre, aunque extraordinario; o, de otro modo,
una idea, un mito, un contenido de vivencia.
Está claro que estos caminos son falsos. Animada por la toma de
posición de la Iglesia, la conciencia teológica tiene bastante seguridad
como para rechazar todo intento de esa especie. Pero el rechazo, si no me
equivoco, no ha dejado de ser negativo en lo esencial: ha dicho lo que no
es. Ahora debe comenzar la labor positiva. Se ha visto que la existencia de
(insto se basa en un acontecimiento que se opone a toda disolución en
conceptos de genericidad histórica. Se ha visto también que el núcleo de
Su personalidad no puede ser atravesado por la mirada; y ello no sólo de
hecho, porque falten todavía los medios para tal penetración iluminadora,
sino por principio. Pues para ello habría que poner en un común
denominador la realidad absoluta de la naturaleza divina y la realidad
relativa de la naturaleza humana, y ello es imposible.
En cambio, es posible algo diferente: Se puede uno dar cuenta del
hecho de que la existencia de Jesús fue un existir realmente terrenal, fue
historia real cumpliéndose en su integridad: la experiencia interior y
exterior, el encuentro con hombres y cosas, la decisión y actuación en
cada momento, y así sucesivamente. Todo ello se cumple en estructuras de
ser y de acontecer, pero eso quiere decir que puede entenderse. Pueden
plantearse y responderse las preguntas del “qué”, el “cómo”, el “por
qué” y el “para qué”, el “desde dónde” y el “hacia dónde”, y también,
por consiguiente, las preguntas psicológicas; todas ellas, ciertamente, en
el ámbito de sentido de un hecho concreto, que prescribe la actitud y ma-
nera de proceder, a saber, esa mencionada incomprensibilidad del punto
de partida y del núcleo.
Con ello se produce una psicología de índole ungular. Si la palabra
“psicología” significa esa disolución de personalidad y totalidad de
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destino que por regla general se entiende que es, entonces no hay
psicología de Jesús. La eterna resolución de hacerse hombre, así como la
existencia del Logos en cuanto hecho hombre, no entran en ningún
concepto psicológico; igual que tampoco en ningún concepto histórico.
Por otra parle, la voluntad del Logos de hacerse hombre incluye todo lo
que pertenece esencialmente al ser hombre, y por ende, también la
posibilidad de ser comprendido. Todas esas conjunciones que determinan
la existencia humana —corporal, anímica, espiritual, social— llegan a su
plenitud en el ser y vida de Jesús. A partir de ellas es posible una
comprensión, y eso significa una psicología, de cuya esencia forma parte,
sin embargo, el fracasar precisamente en todas y cada una de estas líneas
de conjunción. Y ello, insistimos, no por un defecto en el material, por una
torpeza de la mirada, por una insuficiencia del método, sino por la
naturaleza del objeto. Cuanto mis completo el material, más aguda la
mirada, más adecuado el método, el fracaso específico se hace más claro
y decisivo; esto es, queda claro que el proceso de que se trata, desemboca
en la incomprensibilidad del ser humano de Dios.
10
III
1
En lo cual debe señalarse que la literatura religiosa, a menudo descuidada por la
teología científica, ha anticipado no pocas intuiciones en este sentido. Así,
seguramente sería útil investigar para ello las homilías de los Padres, los escritos de
orientación pastoral y las obras de los místicos.
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En conexión con esto, hay que aludir a un fenómeno en que la
investigación puede ejercitarse y quizá encontrar algunos de los
conceptos necesarios: esto es, el fenómeno del Santo y de su vida anímica.
La hagiografía ha tomado una evolución que no deja de parecerse a
la de la Cristología. La historia de su problemática muestra cómo al
principio ha elaborado una sobrenaturalidad abstracta, para luego crear
formas más específicas, pero todavía típicas, y por fin captar con la
mirada la concreción histórica: lo mismo que la imagen del Santo al
principio permanece en una generalidad de icono, y luego se va haciendo
cada vez más individual. Con ello, ciertamente, se expone al riesgo de
allanar lo suyo peculiar en forma historicista o psicologista, hasta los
intentos de entenderlo todo como fenómeno patológico, destruyéndolo así
todo.
Si el Santo es aquello por lo que le conoce la Iglesia, entonces su
figura contiene también un núcleo que se resiste a toda disolución: el
“Cristo en nosotros” de que habla la Epístola a los Gálatas. Pero ese
núcleo no está en una trascendencia separada por encima del hombre, así,
del hombre Agustín, ni tampoco enquistado como un cuerpo extraño en
una profundidad inaccesible dentro de su vida anímica, sino que ha
entrado en su humanidad real y en su historia real. Más aún: se ha
convertido en lo más propio de este hombre, de modo que la expresión de
San Pablo: “yo vivo, pero no como yo, sino que en mí vive Cristo”, puede
ser continuada en esta otra: “y sólo ahora llego a ser mi Yo más propio”.
Los cimientos de una psicología de la existencia del Santo son las ideas de
San Pablo sobre el modo de estar Cristo “en”, y del “llegar a ser el
hombre nuevo en el viejo”; pero tampoco me parece que todavía hayan
sido adecuadamente desarrolladas. Si se mira al Santo desde este punto
de vista, creo que se aprenderá mucho de él para la adecuada observación
de la realidad de Cristo.
Se puede ver a San Francisco de Asís como le vieron las biografías
de Tomás de Celano y Buenaventura. En ellas está grandiosamente
elaborado el elemento sobrenatural, pero, en el fondo, la imagen que
resulta permanece lejana a lo humano. Se le puede ver también como le ve
Sabatier en su libro. Entonces, si bien aparece una imagen de vida con-
creta, en cambio se pierde el núcleo esencial del Santo. Y ello
precisamente por haber perdido la imagen de Cristo. Pues Cristo queda
ahí, lo mismo que Sun Francisco, inserto dentro de una serte determinada
por el tipo psicológico del homo religiosus, y que en definitiva se derrite
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en los racionalismos y lirismos de Henry Thodr, Hermann Hesse y Nikos
Kazantzakis. Hoy esta planteada la tarea de abrirse paso hasta el
auténtico Francisco, que estuvo en el misterio de una semejanza con
Cristo tal como apenas se ha realizado jamás con igual exactitud
carismática, pero que precisamente dentro de ello fue una personalidad
humana caracterizada de modo tan exacto e irrepetible como no han
podido serlo muchos.
13
IV
Y por fin, una cuestión de método, pero que abarca todo lo que se ha
dicho. A saber: ante la desconcertante multiplicidad de las imágenes de
Cristo, que dan vueltas por la conciencia actual, tenemos que
preguntarnos todavía de “cuál” Jesucristo se ha de hablar aquí.
Pues si la respuesta dice: de aquél que trajo la plenitud de la
Revelación y en ella misma se hizo patente; entonces se volverá a
preguntar: ¿dónde se le puede encontrar? A eso sólo se puede contestar:
en el Nuevo Testamento. Pero en el Nuevo Testamento entero: en todas sus
escrituras, desde la primera a la última frase; y con eso nos ponemos en
medio de la problemática teológica.
La realidad de Cristo nos está transmitida mediante la palabra, o
sea, la memoria de los Apóstoles; de todos los Apóstoles, desde San
Marcos hasta San Juan, Y no ocurre que la figura de Jesús pierda en
autenticidad cuanto más tardío sea el testimonio. La distancia cronológica
desde un San Lucas a un San Marcos no significa que el teólogo tenga
ocasión para volverse desconfiado. Más bien, los años transcurridos en el
intervalo han creado una distancia que ha abierto al informador una
nueva perspectiva hacia Cristo, dando un tiempo para que se le siguiera y
se tratara con él en la oración, tiempo en el cual se ha obtenido nueva
experiencia de su realidad, de tal manera, que el manifestador de Cristo
puede entonces decir algo que antes no era posible todavía, o sea, que
estaba en el tiempo.
Si la investigación retrocede desde el Evangelio de San Juan a los
Evangelios anteriores, no por eso se abre paso a estratos más genuinos de
la realidad de Cristo, sino sólo a estratos que se han ofrecido antes a la
mirada. Viceversa, si al pasar de las primeras noticias a las posteriores,
se hacen evidentes en la imagen de Jesús estratos que muestran el
carácter de una reflexión más sólida, de una profundidad metafísica
mayor, y de una más precisa delimitación frente a las dificultades de la
época, no por eso lo manifestado es menos genuino, sino que aparecen
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elementos que sólo podían ser llevados a manifestarse por la situación del
tiempo y por el desarrollo de la misión.
Si se lograra dejar a un lado todos los informes y obtener una
mirada inmediata a Jesucristo, tal como fue en la tierra, no se presentaría
al observador algo así como un “simple” Jesús histórico, sino una figura
de grandeza e incomprensibilidad estremecedoras. ha evolución en el
modo de presentar la imagen de Jesús no significa ninguna aportación de
los que dan noticia de él, sino el despliegue, paso a paso, de lo que “era
desde el principio”, dando por supuesto ciertamente —y aquí está y
consiste todo— que la voluntad de Dios, que ha llevado a revelación en
Cristo la verdad redentora de la “Palabra” eterna, también ha querido y
procurado que esta verdad llegue de algún modo a los hombres
posteriores2, y que les llegue de tal modo que pueda ser recibida en la
sencillez de la confianza creyente, sin requerir ninguna técnica crítica
especializada para extraerla de la letra de la noticia.
Decíamos que la fuente para nuestro saber sobre Jesucristo es la
memoria de los Apóstoles; de todos los Apóstoles y a través de todo el
tiempo de sus manifestaciones, hasta su muerte; esto es, desde el día de
Pentecostés hasta la muerte de San Juan. Pero ellos no son informadores
individuales, cada uno de los cuales valdría en tanto estuviera capacitado
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No se comprende en qué medida puede ser designada como teología una
investigación de los textos bíblicos que no parta de esta presuposición, sino que los
considere simplemente como fuentes históricas iguales que las demás. Ello presupone
una falta de claridad con respecto a las categorías fundamentadoras, que no debería se
posible en el ámbito científico.
Pero aquí se muestra una perversión del concepto de ciencia, que también puede
observarse en otros puntos. La ciencia es la investigación de un objeto con el método
que éste exige, pero no con un método general válido pata todo, que destruya su
carácter propio. La teología es ciencia precisamente porque no emplea los métodos de
la historia o la psicología en general, sino aquel método que esté determinado por el
carácter de su objeto en cuanto Revelación. Este carácter no es una condición
privada que ligue la subjetividad del investigador al objeto, pero que deba ser dejada
a un lado tan pronto como se haya de tratar de ciencia; sino que sólo actúa
científicamente el teólogo en cuanto asume en su método el carácter de la Revelación
como carácter decisivo.
Se comprende por sí mismo que con eso el fenómeno adquiere una complicación
peculiar, y que el procedimiento de investigación plantea peculiares exigencias a la
capacidad de identificación de la mirada y a la dialéctica de la elaboración
especulativa, Pero sólo satisfaciendo esas exigencias se realiza la teología como
ciencia.
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personalmente, sino que hablan tomo Apóstoles, lo cual significa, a su vez,
como portadores y miembros de la Iglesia, Lo que se llama “Iglesia”, esto
es, la totalidad de conjunto de la comunidad, su fe, su culto, su vida de
oración, etc., no queda al lado de ellos, de tal manera que del testimonio
prístino, auténticamente valido, se pudiera separar una “teología de la
comunidad” con importancia sólo secundaria, sino que los Apóstoles
mismos son Iglesia. Son la Iglesia en su primera fase, que habla desde la
inmediata misión de Cristo y la autoridad de la iluminación de
Pentecostés, y que insistimos— alcanza desde el autor del primer logion
hasta el Apocalipsis.
Obviamente, tiene pleno sentido la pregunta de qué carácter ha
tenido la imagen de Jesús en los diversos grados históricos de
propagación de la fe, y reviste un interés totalmente específico el pregun-
tar por la imagen que hubo en la manifestación primera. Pero la
búsqueda de estas etapas no puede estar orientada por la desconfianza
básica precisamente contra esa manifestación, que se habría hecho más
dudosa a medida que transcurriera el siglo. La intención que forme el
nervio de la pregunta no puede ser la voluntad de llegar “detrás” de lo
que manifiestan los Apóstoles, para alcanzar el más auténtico Jesús, e
independizarse así del “condicionamiento temporal” de la palabra
apostólica, sino que el autentico Jesús está dado mediante los Apóstoles,
sólo mediante ellos, pero mediante todos ellos.
Una actitud como la señalada no sería “científica”, sino incrédula.
Con ella quedaría abolido el objeto de la teología exclusivamente tomado
en consideración, y por tanto su auténtico carácter científico. Pues el
modo como manifiesta San Pablo, a distinción de San Marcos, y a San
Juan, a distinción de San Mateo, forma un elemento de su misión apostó-
lica. El hecho de que hayan tenido ocasión y hayan sido capacitados para
ello por el momento posterior de su manifestación y las diversas
circunstancias dadas en su terreno de actuación, es obra del Pneuma de
Cristo tan exactamente como la iluminación en Pentecostés. La imagen de
Cristo transmitida por tal manifestación posterior habla tanto de la
realidad de Cristo y es igualmente objeto de la fe, cuanto el contenido de
la primitiva manifestación, y constituye igual que ésta el objeto válido de
la teología como ciencia.
La actitud descrita se cierra también metodológicamente a mirar la
plena realidad de Cristo. Para ella, esta resuelto de antemano que el
primer Jesús “histórico” ha sido el “simple”, el no-metafísico, el
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adecuado sin más a la medida humana, y que su verdadera grandeza ha
residido en su genialidad humana, en su profundidad de experiencia
religiosa y su dominio de la palabra: luego, esa primera realidad se
habría hinchado metafísicamente en el transcurso del siglo, se habría
aproximado a la categoría mítica del “Salvador”, y se habría estilizado
con miras a los objetivos religiosos de la comunidad, que habrían
requerido una figura de culto. Pero con eso está perdido de antemano
todo lo que se llama en sentido propio “Revelación” manifestación de lo
que no está condicionado por parte del hombre, sino que entra en su
terreno desde Dios, para juicio y redención de todo lo humano. E
igualmente se pierde todo lo que el transcurso del tiempo, la distancia
creciente desde el acontecimiento primero, la transformación de la
situación histórica y toda la tradición, atravesándola, representan para la
apertura del “principio”, de la realidad que cimenta la salvación y funda
la historia. Una vez más: la verdad es lo contrario de esa presuposición.
Si cupiera abrirse paso hasta el Cristo “original”, esto es, hasta el Cristo
no meditado todavía por los Apóstoles, no desarrollado todavía por la
predicación ni hecho propiedad de la comunidad mediante la vida de fe,
entonces Él resultaría más inaudito e incomprensible de lo que expresan
sobre Él las más atrevidas frases de San Pablo o de San Juan.
El Cristo que importa tanto al teólogo investigador como al cristiano
creyente es aquél que nos sale al encuentro desde la integridad de la
predicación apostólica. Y no porque aquí se trate del “Cristo de la fe” en
contraposición al “Jesús de la historia”. Tal cosa significaría que el
Cristo de la fe existiría sólo por la relación religiosa orientada hacia él,
no como ser existente y real en sí. Las noticias posteriores serían sólo,
entonces, imágenes de las diversas experiencias de Cristo; testimonios de
cómo le vieron los Apóstoles y los oyentes de éstos, en el transcurso del
siglo, y esbozos previos de cómo le iba a poder ver el creyente posterior.
El sentido va al contrario. El Cristo que importa tanto al teólogo
investigador como al cristiano creyente es aquél que nos sale al encuentro
desde la integridad de la predicación apostólica. Y no porque aquí se trate
del “Cristo de la fe” en contraposición al “Jesús de la historia”. Tal cosa
significaría que el Cristo de la fe existiría sólo por la relación religiosa
orientada hacia él, no como ser existente y real en sí. Las noticias
posteriores serían sólo, entonces, imágenes de las diversas experiencias
de Cristo; testimonios de cómo le vieron los Apóstoles y los oyentes de
éstos, en el transcurso del siglo, y esbozos previos de cómo le iba a poder
ver el creyente posterior. El sentido va al contrario.
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El Cristo a que se refiere el que cree en serio es el de la realidad
original. Pero las manifestaciones de los Apóstoles son introducciones
hacia Él y constantemente quedan rezagadas respecto a su plenitud de
Dios-hombre. Los Apóstoles nunca dicen más de lo que era el Jesús
histórico, sino siempre menos. Por eso también, el que lee adecuadamente
el Nuevo Testamento siente empezar a fulgurar detrás de cada frase una
realidad que sobrepuja a lo dicho.
Por tanto, la auténtica teología bíblica debe realizar completamente
un “giro copernicano” frente al planteamiento racionalista. Su intención
científica no puede dirigirse a extraer, de unas representaciones su-
puestamente exageradas, una primera realidad, no menos supuestamente
simple; sino en hacer evidente le que originalmente es grande, a partir de
una serie de representaciones, cada una de las cuales es válida, pero, a
pesar de un ahondamiento progresivo, debe resultar siempre insuficiente.
Eso que originalmente es grande, es por tanto también lo que ha
influido en la Historia, lo que ha construido la Iglesia, lo que ha formado
ese empuje irrefrenable de movimiento y transformación, tal como se nos
presenta desde el pasado y el presente. Es lo que “es, era y será”, y forma
la salvación de modo exclusivo.
A este Jesucristo se refiere nuestro ensayo. La psicología de que se
habla aquí no consiste en el análisis de una personalidad simplemente
humana que esté en el comienzo, y que en verdad nunca ha habido. Más
bien trata de entender esa figura que, a través del primer siglo, aparece
por la predicación apostólica, y que en cada una de las fases de su ma-
nifestación remite a una primera realidad que las supera a todas.
Esa psicología sabe claramente que su empresa, para la teología que
se llama “crítica”, resulta, en objeto y método, “dogmática” en el peor
sentido; su objeto, irreal, y su proceder, no científico. En verdad, la
actitud de esta “teología” descansa en un a priori falso: a saber, que la
persona de Jesús y también su manifestación histórica hayan de tratarse
del mismo modo que todos los demás fenómenos históricos.
La auténtica teología debe darse cuenta claramente de ese extraño
hechizo que se ha hecho vigente en los tiempos modernos: una
“cientificidad”, que pretende tener validez universalmente, pero que en ri-
gor corresponde al dominio histórico y científico-natural, y que incluso
ahí ha asumido un carácter formal cuantitativo. La teología también lo ha
aceptado para sí como obligatorio, y con eso ha sufrido un daño nada
pequeño. Ya es hora de que se libere de él y encuentre su norma en su
18
propia esencia. No hay ni que decir que con eso no se menosprecia nada a
las tareas de índole filológico-histórica.
19
LO HISTÓRICO-BIOGRÁFICO
20
1
SITUACIÓN HISTÓRICA
24
2
FORMA DE VIDA
27
proscritos, porque nadie más lo hace. Pero la razón para ello no reside en
una “afinidad electiva” interior, sino en que “no tienen necesidad del
medico los sanos, sino los que sufren males” (Mat, 9, 12), y que también
son “lujos de Abraham” (Lúe., 19, 9), Lo que impulsa a Jesús es la
convicción del que se sabe enviado a todo hombre, sea lo que sea, por lo
demás... Pero una ve/ afirmado esto, también debe decirse que Jesús
muestra un calor especial por los pobres y los proscritos, que emana del
sentido orientador que determina toda su misión, trastornando las
ordenaciones de valores por parte del mundo, para manifestar al Dios
desconocido y su Reino. Los pobres, los que sufren, los proscritos, son,
con su entera existencia, lugares donde queda conmocionado lo normal.
Por lo demás, El no deja al pueblo que se le acerque demasiado, sino
que retrocede y escapa ante todas las aproximaciones impertinentes. Sabe
que los motivos religiosos del pueblo no están claros, que son
inconscientes y del orden natural, de manera que llevan a una línea falsa su
mensaje, especialmente el del Reino de Dios y la Redención (Juan, 2, 23
sig.; 6-22 sig.).
Entre los círculos dominantes, en seguida se fijan en el los fariseos,
pues, en efecto, están en más íntimo contacto con la vida pública y todas
sus manifestaciones. Y en seguida, ciertamente, muestran desconfianza y
trabajan contra El. Sienten que llega hasta lo más profundo su diferencia
en espíritu y modo de pensar, en relación con Dios y con los hombres. El
mismo también les trata abiertamente como enemigos. Ello se hace
evidente continuamente, sobre todo en las grandes invectivas (Mat., 12, 22
sig.; 15, 1 sig.; 22, 15 sig., etc.). 15 sig., etc.). Pero su lucha con ellos no es
una enemistad incondicionada. Reconoce su función (Mat., 23, 1 sig.); se
sitúa ante ellos como el Mesías, y en cuanto se muestra una comprensión,
la acepta (Juan, 3, 1 sig.).
Los saduceos, durante mucho tiempo, no se preocupan en absoluto de
él. Solo al final completamente, cuando se afila la crisis, también se
intranquilizan y se unen, por poco tiempo, en actuación común con sus
enemigos, por lo demás despreciados por ellos (Mat., 22, 23 sig.; Hechos,
4, 1; 5, 17 sig.).
De Herodes se relata que había oído hablar del nuevo Maestro y que
se interesó por su persona, lo mismo que —véase su relación con Juan el
Bautista (Marc., 6, 20)— revela en general un interés por lo religioso (Luc
9, 7 sig.). Luego se vuelve desconfiado, y a Jesús le dicen que Heredes le
quiere matar. En conexión con esto, Jesús dice por su parte unas palabras
28
de grave condenación contra “ese zorro” (Luc., 13, 31 sig.). Sólo en el
curso de su proceso contra Jesús entra en contacto personal con él, y el
encuentro es bastante malo (Luc., 23, 6 sig.).
El gobernador romano, al principio, no le observa en absoluto. El
tampoco tiene ocasión de ocuparse de Jesús hasta el proceso. Juan, que
tiene una vista especial para las cosas humanas complicadas, relata im-
presionantemente el encuentro (18, 28 sig.). ,
Queda todavía por subrayar con que peculiar simpatía mira Jesús a
los paganos. Ello se hace evidente en ocasiones como el encuentro con el
capitán roma no o la mujer sirio-fenicia (Mat., 8, 5 sig.; 15, 22 sig.); y
asimismo en las palabras sobre Tiro, Sidón y Sodonia (Mat., 11, 20 sig.).
También su conducta ante Pilatos es de una inmediatez libre de todo pre-
juicio.
Algo semejante ocurre con su posición respecto a los samaritanos,
medio paganos; véase la comparación del hombre que cayó en manos de
los ladrones, y la historia de los diez leprosos (Luc., 10, 30 sig.; 17, 11
sig.). También la disuasión a los dos discípulos que quieren concitar la ira
del Cielo sobre los habitantes de Samaría, porque no les han recibido en su
caminar, revela cualquier cosa menos aversión a esos (Luc., 9, 51 sig.).
Todavía hay algo que decir sobre sus costumbres de vida.
No tiene ningún lugar fijo para enseñar, algo como un arrimo al
Templo o una escuela de rabino, sino que va de lugar en lugar. También se
ha dicho ya que esta forma de vida no es expresión de un afán errabundo
natural. Las indicaciones que da a los discípulos enviados podrían muy
bien, con ciertas limitaciones, reflejar la vida que lleva El mismo, y las
experiencias que ha tenido en ella (Mat., 10, 5 sig.). Enseña en cualquier
sitio que sea; en las sinagogas, donde, en efecto, podía hablar todo mayor
de edad (Mat., 4, 23, etc.); en los corredores y patios del Templo (Mat., 21,
12 sig.; 21, 23-22, 14); en la plaza y en la calle (Mat., 9, 9 sig.); en casa
(Marc., 7, 17); junto al pozo adonde van las que sacan agua (Juan, 4, 5
s:g.); en la orilla del mar (Marc., 3, 9); en alturas como aquella que ha
dado su nombre al Sermón de la Montaña (Mat., 5, 1); en el campo (Mat.,
12, 1); en el “desierto”, esto es, en lugar despoblado (Marc., 8, 4), y así
sucesivamente.
Si se le invita, va a comer (Juan, 2, 1 sig.); incluso a casa de los que
no le quieren bien (Luc., 7, 36 sig.). Cura a los enfermos donde quiera que
les encuentra; incluso va a verles a su casa (Marc., 1, 30 sig.).
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Pero luego vuelve a separarse de la multitud, y aun de los discípulos
y de los mejores amigos, y se retira a la soledad. La actuación pública
empieza con el largo ayuno en oración en el desierto (Mat., 4, 1 sig.).
Siempre se repite que se va a la soledad para rezar (Mat., 14, 13; 17, 1). En
especial lo hace así antes de acontecimientos importantes, como la
elección de Apóstoles (Luc., 6, 12 sig.), en la Transfiguración (Luc., 9, 18)
y en Getsemaní antes de la Pasión (Mat., 26, 36 sig.).
En lo que se refiere a uso y culto, es decir, en lo que se refiere a la
Ley, El, por lo pronto, se comporta como todos.
Pero, por otro lado, El también se pone a su vez por encima de la Ley.
Y no sólo de modo que interprete la Ley de modo más razonable e interior
que sus celadores, como ocurre por ejemplo en las diversas discusiones a
propósito del mandato del descanso festivo (Mat., 12, 9 sig., etc.), sino de
modo radical. El la considera como algo sobre lo cual tiene poder: “El Hijo
del hombre es dueño del día festivo” (Mat., 12, 8). Pero si es dueño del día
festivo, también es dueño de la Ley entera, de la cual forma el mandato del
descanso festivo una de las partes más importantes. Igualmente es señal de
ello el que anticipo un día la cena de la Preparación de Pascua. Y con más
fuerza todavía salen a la luz sus palabras en la Cena. No sólo porque en esa
sacratísima solemnidad deje fundada su “memoria”, sino que
expresamente a la vez deja abolida y asumida toda la Antigua Alianza y
anuncia “la nueva Alianza” y la nueva Cena en su memoria (Luc., 22, 20).
Aquí habría debido incluirse la cuestión del aspecto exterior y las
actitudes personales de Jesús pero es difícil de plantear.
Preguntar qué aspecto ha tenido alguien, cómo hablaba y se
presentaba, presupone una imparcialidad en que no aparece la figura de
Jesús, desde hace dos mil años. Pero cuando surge la cuestión, por
ejemplo, en las diversas tradiciones, de la verdadera imagen de su rostro,
parece, sin embargo, tener un carácter de segunda fila. Además, la cuestión
es difícil de plantear porque los relatos, cuyo interés se orienta hacia algo
completamente distinto, no dicen nada directo sobre estas cosas. De lo que
se trata en ellos es de su importancia en el orden de Dios y para la
salvación humana; es lo absoluto que hay en El, ante lo cual retrocede todo
lo relativo. Por eso la imagen de Jesús ha tenido siempre un carácter fuer-
temente estilizado. La nota personal ha procedido siempre, en cada caso,
de la persona concreta que se ocupaba de ello; de la índole especial de su
encuentro religioso, o del ideal especial de perfección humana que
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enlazara con la imagen del Redentor, según su época; pensemos, por
ejemplo, en los artistas plásticos, o en los intentos de literatura religiosa.
Por eso tampoco nosotros intentamos una solución, sino que sólo
señalamos por dónde podría estar, en cierto modo.
¿Qué impresión produce, en conjunto, la presencia de Jesús, cuando
ponemos a su lado a los portadores de la Revelación en el Antiguo
Testamento, tales como un Moisés o un Elías?
Ante todo, la impresión de una gran calma y suavidad. Ahora bien,
estas palabras fácilmente hacen pensar en una cierta debilidad: ¿es débil
Jesús? ¿Tiene su figura, por ejemplo, la fragilidad de una hora tardía de la
Historia respecto a las anteriores? ¿Es el hombre posterior, sutilmente
organizado, frágil, cohibido por un exceso de saber, frente a las figuras
creadoras y luchadoras de la época primitiva? ¿Es solamente el bondadoso,
solamente el compasivo? ¿O el sufridor, el que aguanta el destino y la
vida?
Por desgracia, el arte y la literatura han trabajado a menudo en esa
dirección; pero en verdad no se puede hablar de ello.
La impresión que hizo la presencia de Jesús en sus coetáneos, fue
patentemente la de una fuerza misteriosa. En los relatos, las personas que
le ven quedan subyugadas, más aún, conmocionadas. Sus palabras se
perciben como llenas de fuerza (Mat., 7, 29; Luc., 4, 36). Sus acciones
manifiestan —prescindiendo de su influjo en el individuo— una energía de
Espíritu que escapa a todas las medidas naturales, de tal modo que, para
señalar su naturaleza, se echa mano del concepto ya preparado de
“Profeta” (Mat., 16, 14; Luc., 7, 16). Alguna vez esa energía se echa de ver
poderosamente, como en la escena con Pedro después de la pesca
milagrosa (Luc., 5, 8), en la tempestad en el mar (Mat., 8, 23 sig., etc.). No
se encuentra señal de reflexión vacilante, de retraimiento frágil, de timidez
sensible, n: de dejarse ir pasivamente más allá de sí mismo. Está lleno de
un poder que sería capaz de toda irrupción y toda violencia; pero que no
sólo está dominado, sino transformado por una mesura que viene de lo
íntimo, por una profunda bondad y suavidad, por una libertad enteramente
soberana.
Se puede expresar así lo indicado: en Jesús hay una “humanidad”
milagrosamente pura, pero no a pesar de su enorme poder de Espíritu, sino
precisamente en él.
La unidad de poder y humanidad, tomando esta palabra en toda su
pureza, es uno de los rasgos más enérgicos de la figura de Jesús, sobre
31
todo tal como aparece en los tres primeros Evangelios. La fuerza de
voluntad, la conciencia de la misión, la disposición a sacar todas las
consecuencias, el dominio del Espíritu; todo eso se ha traducido en El en
pura humanidad; tan entera y creativamente, que se podría expresar su
significación rectamente diciendo que es capaz de llevar al hombre a la
pura conciencia y a la realización de lo que se llama humanidad; aunque o
precisamente porque El es más que solamente hombre.
Aplicado todavía de otro modo, podría expresarse lo indicado
diciendo que es parte esencial de la presencia de Jesús el no ser chocante.
Hay que compararla alguna vez con otras presencias bíblicas o extra-
bíblicas para ver cómo faltan en ella las palabras gigantescas, las actitudes
violentas, las acciones trastornadoras, las situaciones fuera de lo habitual,
etc. Por extraña que pueda parecer la afirmación: aun en sus milagros falta
el carácter de lo insólito. Ciertamente, son grandes; algunos, como las
resurrecciones de muertos, o el dar de comer a millares, o el caminar sobre
el mar, se elevan a lo inaudito. Pero incluso éstos tienen algo en sí por lo
que casi se diría que se hacen “naturales”. Vuelve a aparecer esa
“humanidad” de que se hablaba.
El comportamiento de Jesús debe haber sido muy sencillo; su porte,
era de tal manera que no se observaba necesariamente. Su acción brotaba
de la situación con tranquila necesidad; fidedigna, en el más hondo
sentido. También sus palabras tienen esta falta de carácter insólito. Si se las
compara con las de un Isaías o un San Pablo, por ejemplo, dan la
impresión de una extremada mesura, más aún, de economía. Puestas junto
a las de un Buda, parecen a menudo mezquinas, casi cotidianas.
Claro está que esa impresión la dan en tanto se las entiende de modo
meramente filosófico, o estético, o religioso-contemplativo. Si se las toma
en la existencia y se las toma en serio, entonces se ve que manifiestan una
fuerza que va más allá de la “profundidad” o la “sabiduría” o la
“sublimidad”: ponen en movimiento la existencia misma.
32
3
ESTRUCTURA DE FONDO3
35
Su patria, Troya, sucumbe, y él lo siente como la mis temible
desgracia y dolor espantoso. Pero a la vez recibe la promesa de que a partir
de esa desdicha será llamado a la fundación de una nueva ciudad y el
comienzo de una gran historia. Parte, pues, y tiene que arrostrar peligros y
calamidades de toda especie. Pero no para ver el mundo y sus maravillas
como viajero, igual que Ulises, sino para encontrar el lugar donde debe
arrancar la nueva historia según lo establecido. Lleva una vida llena de
lucha; pero no para alcanzar fama por las armas, como Aquiles, sino para
abrirse paso hasta donde debe cumplirse la tarea de la ley y ponerse los
cimientos de lo venidero.
Su personalidad no tiene el carácter creativo del espíritu genial, ni el
fulgor del heroísmo que arde en claras llamas, ni tampoco la dura valentía
del hombre solo en el mundo. Es avara y estrechamente delimitada; pero
capaz de pasión, bondadosa, valiente y con fuerza inflexible para aguantar
y realizar. Lo que llena la existencia de Eneas no es ni el autodespliegue de
lo interior, ni el encuentro con la gloria del mundo que se desvela con el
descubrimiento y la acción, sino la misión divina; “destino” en el sentido
propio de la palabra. Y se le llama “piadoso”, esto es, capaz de percibir y
superar como mandato divino cuanto le acontezca. Eneas es la figura
mítica inicial de la potencia realista de la historia antigua, el Imperio
romano; su plenitud es Augusto, el primer Emperador del dominio
mundial.
A estas figuras dcl ámbito grecorromano hay que añadir finalmente
otra del ámbito indio. Una figura religiosa, quizá la mayor de todas, y la
única que en algún sentido puede ser llamada seria además de Cristo:
Buda.
Es peculiarmente impersonal. Su naturaleza no tiene ni el carácter ni
la riqueza creativa, que se despliega por sí misma, ni el de la acción
atrevida, ni el de la actuación que funda Historia; sino más bien el carácter
de una consecución inexorable. Casi se diría: es una ley del ser, asumida
en una voluntad inflexible. Prescindiendo ahora de la cuestión de la verdad
de su misión, su vida da la impresión de que en ella el mundo alcanzara
claridad. Pero no en un sentido afirmativo, de tal modo que su plenitud se
manifestara microcósmicamente en una vida humana, como ocurre en la
obra de Shakespeare, o, con otro carácter, en la vida de Goethe, sino en la
forma de un desvelamiento, mejor aún, de un desenmascaramiento. Se
hace evidente que el mundo es dolor, culpa y apariencia. Se descubre su
ley íntima para vencerlo, mejor dicho, para asumirlo y abolirlo.
36
Buda crece en el ambiente más privilegiado, como hijo de un rey. Es
educado en todo lo que hace un perfecto soberano; hace y disfruta todo lo
que significa la vida. Luego encuentra las imágenes de la incertidumbre,
de la vejez, del dolor, de la muerte, y en ellas reconoce la falta de sentido
de todo lo que ha hecho hasta entonces. Entonces rompe con todo y se
entrega a la búsqueda de lo auténtico. Recorre, probando también este
terreno del mundo, los ejercicios “yoga” de la ascética de los antiguos
indios, y ve que tampoco llevan a la libertad. Por fin se le hace patente el
conocimiento tic que todo lo existente es sólo una apariencia que brota de
la voluntad de vivir, y cree ver el camino por el cual puede abolirse la
existencia misma, lisie reconocimiento no procede de un encuentro, ni
tampoco de la gracia de lo alto, sino como última consecuencia de que el
sea como es, y haya cumplido lo que ha cumplido, con lo cual su vida
actual misma representa el resultado de incontables encarnaciones
precedentes. Así cumple Buda lo que ha comprendido; reúne discípulos en
torno suyo; les instruye de tal modo que se llagan capaces de transmitir por
su parte la doctrina, y ordena la vida de su comunidad. Y después que ha
tenido tiempo de regular todo lo exigible, muere por fin, muy avanzado en
sus días, en el círculo de los suyos, de un modo tal que su muerte consti-
tuye el puro completamiento de su vida.
Su esencia se expresa con máxima claridad en los tres nombres que
siempre se le dan en los textos: “el despierto”, “el perfecto”, “el maestro
de los dioses y los hombres”.
Las formas trazadas son muy diversas entre sí, pero tienen una cosa
en común: todas ostentan el carácter de la grandeza. En su terreno puede
salir lo terrible al paso del hombre, como a Atreo o Edipo; pero siempre su
vida está espléndidamente construida y refulge aun en el terror. Puede
experimentar algo vil, como Hércules; pero se abre paso aun en la tierra
hasta el fulgor. La forma de su vida está determinada por las medirlas de la
dignidad. No le puede ocurrir todo lo posible, sino sólo lo apropiado. Y
aun cuando, pese a todo, le pueda ocurrir, como al estoico, “todo lo
posible”, entonces el núcleo interior distingue que es inane y lo deja a un
lado. Aun en lo peor, rige la norma de la adecuación. Tener que aguantar lo
inadecuado es asunto de los hombres impropios, de los afligidos por lo de
cada día, o de los esclavos.
¿Cómo es en Jesús? Damos por sentado que Él dice que es el
Enviado, absolutamente, el que trae la salvación, el modelo de la vida
37
recta; que San Pablo le define como la Epifanía de Dios (2. a Cor., 4, 4;
Col., 1, 15; Hebr., 1, 3), y San Juan como el Logos hecho carne, con lo
cual quieren expresar lo más alto en plenitud de sentido y poder de validez.
Si hay una vida que tenga carácter canónico, es la suya. ¿Que forma
tiene?
40
histórica; ha de asumir en sí su existencia personal, y el existir en general,
y vivirlos con una claridad de conciencia y una fuerza de sentimiento sólo
posibles a partir de esa misión; ha de imprimir a la realidad un movimiento
en que saque todas las consecuencias de aquello que es; estas con-
secuencias persisten, y así precisamente producen un nuevo punto de
partida para la existencia. Para todo ello, es en definitiva indiferente lo que
ocurre, con tal que sea lo presentado por la situación en este determinado
momento.
También se puede dar la vuelta a la expresión, y entonces dirá: Por
más que lo que acontece a Jesús pueda convertirse en culpa para el que lo
ocasiona, para Jesús es lo justo, lo adecuado que procede de Dios, y por
tanto lo eternamente justo. El mismo Jesús lo expresa así: Ay de aquél que
da lugar al escándalo; crea la ocasión por la cual Jesús no es reconocido.
Para Jesús mismo, el escándalo es la situación en que ha de cumplir
la voluntad del Padre. Esta conciencia la expresa mediante el concepto de
la “hora”. Jesús no vive según una “forma”, ni tampoco según un plano de
orientación divina extendido ante su mirada, sino por la voluntad del
Padre, tal como de ocasión en ocasión se le va presentando en acontecer en
su “hora”. Este acontecer no es un programa, sino lo que en cada momento
resulta de la historia en transcurso y de la toma de posición de los hombres
de que se trate. En cuanto ocurre esto, se cumple en cada ocasión el
acuerdo entre la voluntad asignadora del Padre y su propia voluntad
obediente, y de aquí surge su acción.
Tan pronto como a uno se le hace evidente la naturaleza de Jesús, se
ve que tampoco encaja en Él la categoría de la “personalidad”. La
personalidad es figura en sentido de contextura esencial y de biografía
humanas, formadas en una imagen; base y a la vez límite de la existencia.
La interpretación de Jesús dada por la Edad Moderna ha querido hacer de
él una “personalidad”; con eso ha perdido de vista lo más propio suyo. Es
algo diferente. Ello no significa — para completar también esta
delimitación— que en Jesús se hubiera desintegrado la forma, que hubiera
sido una persona sin ley de esencia y sin lugar en la existencia, un
abandonado al que todo le puede ocurrir porque el mismo no es nada
determinado; polvo humano, sólo puesto ahí para que algún poder lo
aplique para sus objetivos. Lo que fue Jesús, queda patentemente más allá
41
de la “figura”. Los esquemas diversos del existir empiezan sólo más acá de
é14
Si hay un punco de vista que cruce consecuentemente por la vida de
Jesús, es el de trastornar todas las medidas de adecuación conocida; revelar
el modo de ver y de enjuiciar de una realidad religiosa que se distingue de
tal modo de todo lo condicionado terrenalmente, que precisamente se
manifiesta en la ruptura de las medidas terrenales. Así pues, como imagen
de existencia, es eso mismo que se expresa en palabras en las
Bienaventuranzas, o en el júbilo de Jesús al regreso de los Apóstoles (Luc.,
10, 21 sig.). Pero en el fondo con eso sólo se repite lo que ya se dijo: que
la existencia de Jesús no tiene una “forma” en sentido que se pueda indicar
terrenalmente.
A esto corresponde también lo siguiente: la vida de Jesús es
“verdad”; pura vida sin reserva ni velamiento; puro acorde con la realidad
viviente de Dios. Este ser-verdad es cambien poder de verdad, y lleva al
que se pone ante Él a mostrar sin reservas su modo de pensar, “a
manifestar el misterio de su corazón”, como dijo Simeón en la
presentación en el Templo.
¿Qué es lo que puede ocurrir en la vida humana determinada así? Se
ha de responder: Todo. La pregunta de que puede ocurrir o no ocurrir
nunca puede responderse según lo que en sí mismo sea grande o pequeño,
íntimo o extraño, edificante o destructivo, plenificador o vaciador. Puede
ocurrir todo, aun lo aparentemente más inadecuado a lo santo y lo divino.
La realidad de Jesús parece ser tal que exige a la existencia, y aun la
pone formalmente en condiciones de hacerlo, que muestre todo aquello de
que es capaz. Pero aun eso mismo, lo es de tal manera que no queda
limitada a ninguna forma especial de esta existencia, sino en condiciones
de llamar a todas, de penetrar en todas y transformarlas a todas.
4
Se podría preguntar si en El no se trata simplemente de la figura trágica del
profeta. Esto debe ser negado inequívocamente. El está conformado de tal modo que
su figura no entra en ésta. Ya sorprende que Jesús no se legitime por una historia de
vocación, como los Profetas del Antiguo Testamento. Aún más importante es que El
pretenda ser absolutamente modelo y canon, pauta y camino —lo cual no hace
ninguno de los profetas—. De ahí su poderoso “Pero yo os digo…” en lugar del “así
habla el Señor”, peculiar de la misión del profeta.
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ACTOS, PROPIEDADES, ACTITUDES
43
1
OBSERVACIONES PREVIAS
44
45
2
EL PENSAMIENTO DE JESÚS
Empezamos por ese proceso anímico que resulta más fácil de captar
con los medios de la teoría; esto es, por el pensamiento.
¿De qué modo ha pensado Jesús? ¿Qué carácter tienen los
pensamientos que ha expresado?
Si comparamos sus pensamientos con los de otras personalidades
religiosas, parecen en su mayor parte muy sencillos, al menos tal como los
hallamos en los Evangelios sinópticos. Claro que si tomamos la palabra
“sencillo” en sentido de “fácilmente comprensible” o “primitivo”,
entonces la impresión desaparece al observar un poco más. Así, diremos
con más exactitud: el pensamiento de Jesús no analiza, ni construye, sino
que presenta realidades básicas; y ello de una manera que ilumina e
intranquiliza a la vez. Sólo raramente —especialmente en San Juan—
llegan sus pensamientos a lo metafísico. Pero aun entonces no hacen más
que decir lo que es; sólo que son precisamente las alturas y reconditeces de
la existencia de Dios y el misterio de la vida de Cristo aquello de que Él
habla. Pero en la mayor parte de los casos el pensamiento de Jesús, tal
como se expresa en sus palabras, permanece cercano a la realidad in-
mediata de las cosas, del hombre y de Dios en su contacto. Es del más
ceñido realismo, que, claro está, es realidad de ese hombre que queda
desvelado por el juicio de Dios y vuelve a ser fundado por su gracia.
Así por ejemplo, Jesús no habla del origen ni de la esencia del
mundo. Para Él es obvio que lo ha creado Dios y que tiene su sentido en
Él; que está totalmente puesto en su mano y es llevado por Él hacia un
porvenir sagrado.
Jesús no habla tampoco expresamente sobre la esencia de Dios. Lo
que ha dicho de Él la revelación del Antiguo Testamento, lo da por
supuesto y lo lleva a su cumplimiento, al manifestar de que modo es
persona Dios, y dice “yo” y “tú” en sí mismo. Pero eso no teóricamente,
como un teólogo, sino de modo totalmente concreto. Está en esa vida de
Dios, y habla de ella según viene a mano en cada ocasión. De modo
46
especialmente penetrante habla Jesús sobre el Padre. No es que haya
desplegado el misterio de esta Paternidad, explicando cómo debe ser
pensada y que relación tiene con la paternidad terrenal, sino diciendo cómo
juzga el Padre, que hace, y de que modo ha de tomar en seno el hombre la
Paternidad de Dios: entonces llegará a un encuentro vivo y se penetrará de
su esencia. Lo definitivo sobre el Padre lo dice en la forma de una oración.
Pero una oración no es teoría, sino indicación para actuar. No existe para
ser pensada, sino para ser cumplida. Si ocurre así, entonces al que reza se
le hace evidente Aquel a quien se dirige.
Jesús siempre vuelve a hablar de la Providencia. Pero esto también
completamente sin teorías, como expresión inmediata de la realidad, tanto,
que se está tentado a tomarlo por sabiduría vital de simple piedad, o
incluso por una leyenda infantilmente bella, como con la imagen de los
pájaros y las flores (Mat., 6, 26, 28)—. En verdad, eso presupone toda la
doctrina del Antiguo Testamento sobre la relación de Dios con el mundo;
una doctrina de la más profunda gravedad, y, en especial para nosotros los
hombres de hoy, de significado trastornador. En cuestiones tales como si es
posible una Providencia, o en qué relación está la realidad de Dios con la
del acontecer mundano, Jesús no entra en absoluto. Lo que hace es algo
completamente diverso: da la clave para la realización del enlace con la
Providencia, al decir en el Sermón de la Montana: “Buscad antes que nada
el Reino y su justicia, y todo se os dará por añadidura” (Mat., 6, 33). Estas
palabras no son ninguna expresión teórica, sino el señalar el punto de
puesta en marcha de la acción; una exigencia de ponerse a ello, y la
promesa de que se darán las fuerzas para ello. Si el que lo oye se deja
llevar, en nota que no se trata de nada menos que de voltear el eje de la
existencia. En la medida en que lo hace, nota qué relación tiene eso con la
realidad.
Igualmente habría mucho que decir sobre el concepto del hombre que
tiene Jesús, sobre su doctrina de los valores, etcétera. En su pensamiento
—en cuanto se expresa en sus palabras; no sabemos nada dc lo que queda
atrás — no desempeña ningún papel la pregunta teórica por la esencia del
ente. Pero no porque falte, sino porque el pensamiento de Jesús es trato
con la realidad.
Sus pensamientos no quieren investigar, explicar, ni mucho menos
real zar construcciones teóricas, sino anunciar algo que todavía no está,
pero que va a llegar: el Reino de Dios. Aluden a una nueva realidad y
dicen que está pensada para nosotros. Su pensamiento es pre-teórico. Pero
47
no como el del niño o como el del hombre primitivo, a los cuales todavía
no se les plantea la cuestión de la verdad en su auténtica gravedad, sino
señalando, algo así como el descubridor que dice: aquí está en marcha algo
que antes no estaba; una posibilidad que no conocíais todavía; fuerzas que
hasta ahora no estaban disponibles: mirad. Si se penetra luego con mayor
profundidad, se ve que es diferente y más esencial: esa realidad empieza
por ser creada mediante él, por él en relación por el Padre. La relación de
la filialidad divina, por ejemplo, empieza a existir sólo sobre la base de la
existencia de Jesús. Así habla él a partir del proceso prístino de la
fundación. Sus palabras “tienen autoridad” en el sentido más estricto del
termino. Son “dadoras”. Sólo porque él vive y actúa y habla, “existe” para
nosotros aquello de que habla. Luego es cuando puede comenzar la
penetración reflexiva, preguntando qué es lo hallado, en qué consiste su
esencia, cómo está relacionado con lo conocido, y así sucesivamente. Lo
que hace él está antes que toda teoría, porque sólo ello la hace posible.
Queda claro con esto que tal manera de pensar escapa a la psicología.
Lo que se puede decir, es que es clara, escueta, llena de la más honda
responsabilidad, sin egoísmo, sin vanidad, totalmente concentrada en lo
esencial. Dice —y lo dice porque previamente ha hecho que fuera con su
obrar—: Esto ocurre. Esto habéis de hacer, y se os da la fuerza para ello. Si
lo hacéis, ocurrirá esto y lo otro; y así sucesivamente. Pero aquí ya no hay
ninguna “psicología”, porque el objeto a que tendría que dirigirse, no se
ajusta a ninguna comparación. Se trata de Revelación que es iniciadora y
dadora, y como tal, no puede hacerse objeto de un análisis. Sólo se hace
posible dentro de ella, como pregunta por el modo como se percibe y
cumple la Revelación.
48
3
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aumento de vida, o que se sintiera llevado por el destino. Su falta de miedo
es un acuerdo tranquilo con lo propiamente suyo.
El hace comparecer la realidad, que es verdad sagrada; de ocasión en
ocasión, según lo requiere la “hora” a cada vez. Sin miedo, porque está
escondido el mismo en esa realidad; porque no quiere otra cosa, y está
dispuesto por ella a todo sacrificio. Pero no entusiásticamente, ni menos
fanáticamente, de tal modo que prescinda de las consecuencias; sabe
exactamente lo que va a ocurrir. Su valor procede más bien de que en él la
voluntad y la verdad son una sola cosa; de manera que nunca puede tener
lugar esa más profunda crisis de toda valentía, en que se oscurece el
sentido de !o que se quiere y la voluntad cae en el vacío. Padecerá lo
inimaginable, pero su voluntad nunca se separa de la unidad con el sentido,
ni de la verdad.
Que significan propiamente, en relación con lo dicho, las palabras en
la cruz: “Dos mío, Dios mío ¿por que me has abandonado?” (Mat., 27, 46),
todavía no se puede entender por lo dicho hasta aquí. Para entrar más en
ellas, se debería ahondar en la cuestión de en qué modo sabe el que tiene
encima la responsabilidad por la culpa del mundo, y en que relación le
pone esto con la justicia divina. Pero aquí no se puede intentar penetrarlo.
Desde aquí, cae una luz sobre la cuestión de si Jesús ha sido cuerdo
en su proceder.
En cualquier caso, en el no se encuentra habilidad ninguna. No .se
echa de ver nada de táctica, de una puesta en juego de un hombre contra
los demás o de un aprovechamiento de la situación, de un silencio dirigido
a un objetivo, de un subrayado, de una alusión significativa, etcétera. Con
ello se expresa algo decisivo sobre el rango de su personalidad. La
habilidad es buena en su lugar; pero no parece conciliable con la grande/a
autentica, al menos en lo espiritual, y sobre todo en lo religioso.
En el modo de vida de Jesús no se encuentra ninguno de esos medios
con que el hombre trata de defenderse en la lucha por la vida y hacer
prevalecer sus intenciones, aplicando maña contra fuerza, comprensión
superior contra potencia mayor, experiencia contra medios más fuertes. En
el ámbito de la vida de Jesús no hay en absoluto valores marginales sino
siempre tan sólo el sagrado hecho capital, la “única cosa necesaria”: la
gloria del Padre y la salvación del mundo.
¿Hay que decir entonces que la vida de Jesús está determinada por los
valores de lo noble y lo no común?
51
Involuntariamente se contesta por lo pronto que si; pero luego se
empieza a dudar. Esta duda, evidentemente, no significa que haya en su
vida algo de menor valor, ni, mucho menos, bajo; una concesión a la
debilidad, a la cobardía, a la comodidad; algún desviamiento de las
exigencias últimas. Pero a pesar de todo, no podemos decir que su imagen
esté bajo el valor de lo noble y lo no común, como se habría de decir, por
ejemplo, de un héroe o de un idealista.
Así, si el “honor” es esa cosa fuerte e inexorable, y a la vez delicada
y frágil, que se ve en la vida del hombre determinado por él; una ley que
sitúa al hombre en un carácter más alto que los demás, pero también en un
peligro constante y en la probabilidad de la caída, entonces en la vida de
Jesús no es lo decisivo; véase, así, su proceder en los acontecimientos
finales. Pero no porque Él no satisficiera en algún sentido al honor, sino
porque lo que para Él es decisivo, el honor lo deja por debajo. Cierto es
que hay un “honor” en su vida, pero es el honor del Padre, que presenta
exigencias y lleva consigo consecuencias, y que no puede ser medido en
absoluto con el concepto habitual de honor.
Algo análogo se habría de decir sobre el valor de la grandeza, o de la
nobleza, y en general de todo lo que pertenece al estilo elevado de la
existencia, a la magnanimitas. Un análisis más exacto volvería siempre a
mostrar que estos valores no tienen en el la misma significación que en
una personalidad determinada por ellos; porque lo decisivo para Él no
solamente reside en un plano más alto dentro de la ordenación del inundo,
sino que se enfrenta rectoramente al mundo junto con sus valores, y revela
la ordenación universal del Dios desconocido, esto es, el “Reino de Dios”.
Por eso tampoco se puede decir que el hecho de que Jesús no sea
“cuerdo” o “hábil” signifique la locura hazañosa del puro héroe. No tiene
nada de común con Sigfrido ni con Parsifal. Y no porque sea menos que
ellos, mediocre o burgués en algún sentido, sino porque Él se sitúa en una
tal seriedad, que ante ella estas figuras de luz adquieren algo —¿cómo
decirlo?— de inmaturo. Al acercarse a ellas, palidecen en su fulgor.
52
4
53
posible nuestra fe, a saber, el encontrarse esencialmente en la verdad y la
voluntad del Padre. Por eso le obedecen las cosas.
En cuanto se tornan los milagros con el carácter que efectivamente
tienen, se ceba de ver que la voluntad de Jesús tiene con las cosas un
especial contacto de realidad; pero ese contacto no procede de ninguna
“fuerza” de especie superior, sino de la obediencia; de su unidad con la
voluntad del Padre y la gran marcha de la Historia Sagrada, que se cumple
de hora en hora. La efectividad de Jesús está en este punto entre el
imperativo del Padre, por el cual Él saca adelante al mundo que viene, y la
fe del hombre, que se inserta en la Providencia.
¿Cómo percibe Él el valor ele las cosas, su utilidad, su alegría, su
preciosidad?
Ante todo hay que dejar sentado que Él no es insensible; de otro
modo, no tendría sentido un acontecimiento que exhala tan pura verdad
como la tentación en el desierto (Mat., 4, 1 sig.). “Los reinos del mundo”
pueden ser usados como tentación sólo para aquél que siente “su
esplendor”. Jesús tampoco vive “ascéticamente”; lo dice Él mismo en
relación con el modo de vida del Bautista. Le reconoce a éste
absolutamente, pero Él por su parte vive de otra manera, y le llaman por
eso “un comilón y un borracho” [Mat., 11, 18 sig.). Un relato como el de la
boda de Cana muestra cualquier cosa menos desprecio por las cosas; lo
mismo que lo contado también por San Juan sobre la unción con el
precioso bálsamo de nardo en Betania (Juan, 2, 1 sig.; 12, 1.sig.).
Por otro lado, Él mismo alude a su carencia de hogar y propiedades
(Mat., 8, 20; 19, 21). Jamás muestra una atención especial por el valor de
las cosas. Incluso, avisa de su peligro; véanse especialmente sus palabras
sobre los ricos, con los vaticinios, en la comparación del ojo de la aguja,
en la historia del pobre Lázaro, y así sucesivamente.
Se puede decir con toda razón que Él era perfectamente libre ante las
cosas; y ello no por superación y espiritualización, sino por su esencia. Las
cosas, para Él, están sencillamente ahí, como parte del mundo de su Padre.
Las utiliza cuando viene a mano, y disfruta de ellas, sin hacer de ello una
ocupación especial.
Las cosas para El no representan un peligro, pero sí para los hombres.
A estos, sin embargo, no les exige que prescindan de las cosas, como
exigiría toda concepción del mundo ascética o dualista, sino que se liberen
de ellas. Esto se expresa especialmente en la historia del joven rico (Mat.,
19, 16 sig.). A la pregunta de este sobre que debía hacer para alcanzar la
54
vida eterna, responde Jesús: cumplir los mandamientos; y esto a su vez
significa usar las cosas justamente en obediencia a la voluntad de Dios.
Con eso, todo estaría en orden. Pero en cuanto despierta buena disposición
a más, Jesús la confirma; entra incluso en el acuerdo del “amor” con ella.
No porque hay allí un hombre que quiere soltarse de las cosas malas, sino
porque tiende a mayor libertad y amor. Entonces El le dice: “Vende todo lo
que tienes y dáselo a los pobres.” Con eso Jesús no exige en absoluto que
todos hayan de ser pobres. Algunos han de serlo; a saber, aquellos que “lo
pueden entender”. Estos atestiguan entre los hombres la posibilidad de
liberarse de todo, y ayudan así, a los que permanecen en el uso de las
cosas, para alcanzar la libertad en el uso.
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5
Así pues, en torno de Jesús hay una soledad última nunca rota. Bien
es verdad que siempre hay hombres a su alrededor, pero en medio de ellos
Él está solo.
La soledad empieza con que ninguno le entiende. Ni los adversarios,
ni la muchedumbre, ni tampoco sus discípulos. Una serie de pasajes
muestra qué aguda es esa falta de comprensión; pensemos, por ejemplo, en
la abrumadora escena de Marc., 8, 14, sig. Están en la barca, en el mar. Ha
hablado de la levadura de los fariseos, y ellos entienden que se trata de las
provisiones, que se les han olvidado. Entonces irrumpe Él, taxativamente:
“¿Qué discurrís entre vosotros de que no tenéis panes? ¿Todavía no
entendéis ni comprendéis? ¿Tenéis cerrado vuestro corazón? ¿Teniendo
ojos no veis y teniendo oídos no oís?” Luego les recuerda el pasado mi-
lagro de la gran comida: “¿Todavía no lo entendéis?”. O pensemos en la
actitud de ellos en los últimos días, cuando Él es hecho prisionero, y en su
muerte. O en la manera como ellos entienden el mensaje del Reino de Dios
que viene, y por cierto, hasta el final, aún después de la Resurrección
(Hechos, 1, 6).
57
El hecho de que Jesús no sea entendido, forma una parte decisiva de
su destino. Para ver hasta dónde penetra, sólo hace falta comparar la
transformación radical en la actitud de los discípulos antes y después de
Pentecostés. Por eso falta en la v da de Jesús todo lo que presupone el ser
entendido, y conviene darse cuenta claramente tic cuánto es eso.
Surge así la impresión de un duro encerramiento; de una sordera, a
pesar de todo hablar. Pues el ámbito de la vida sólo queda abierto por parte
del Tú; la palabra hablada sólo queda completa en el oído del que la
entiende. Ese encerramiento de Jesús es lo que intenta expresar Juan en su
prólogo mediante el muro que se levanta entre Él y el mundo: “Y la
tiniebla no la ha recibido [la luz]... Vino a lo suyo, pero los suyos no la
recibieron” (Juan, 1, 5 y 11). Por eso también lo que hace la actuación de
Jesús lleva aparejada la impresión de la inutilidad. En la mayor parte de las
personalidades religiosas de la Historia, lo nuevo que traen empieza ya en
su propia vida, después de una época de lucha. Jesús, por el contrario, debe
echarlo todo al silencio: véase la imagen del grano de trigo, que debe morir
antes de dar fruto (Juan, 12, 24); incluso entre sus discípulos. Y
ciertamente, la incomprensión no depende de que su mensaje sea
simplemente demasiado alto, sino de que viene de un Dios al que nadie
conoce, y entre Él y los hombres hay todo un vuelco de la escala de
valores y la necesidad de la metánoia [conversión], y por tanto la
comprensión sólo se hará posible por el Espíritu Santo que viene del
mismo Dios.
Entonces se podría preguntar por que el Espíritu Santo no vino antes,
en vida de Jesús, o por que, puesto que sostuvo la existencia de Jesús —-
véase el relato sobre el Bautismo— y llenó sus palabras, no irrumpió sobre
los que le escuchaban. Aquí hay un círculo que no podemos romper. Ellos
no entienden, porque el Espíritu Santo no viene a ellos; Éste no viene
porque ellos no están dispuestos; pero el mismo hecho de estar dispuestos
es ya un don del Espíritu... y así el simple movimiento del pensamiento no
lleva dentro ni fuera. Es el misterio del nuevo comienzo a partir de Dios, y
por tanto, es impenetrable. Pero en todo caso, con esto es seguro que Jesús
dice su mensaje a la sordera.
Aún más que su palabra, es su existencia lo que permanece
incomprendido, puesto que es una misma cosa que su mensaje. Lo que es
su mensaje como doctrina y posibilidad anunciada, es El mismo como ser
existente. Da al concepto la dimensión de la existencia, que implica el
punto de apoyo interior, a partir del cual el hombre se encuentra justificado
58
en el existir; el punto de partida, desde el cual llega Él a las cosas y los
hombres, y donde regresa de ellos nuevamente. Se asienta con más
profundidad hacia dentro cuanto más poderosa y de alto rango es la
personalidad. El que una persona entienda a otra, depende, por un lado, de
la capacidad de observación, de sentirse en su lugar, de la fuerza para ver
juntamente, de la capacidad de penetración, etcétera; pero por otro lado
también, y sobre todo, de hasta qué punto su calado existencial es análogo
o mayor que el de la otra persona. La cuestión de la existencia de Jesús se
ha de plantear todavía con mayor exactitud, pero ya podemos decir por
ahora que el punto de partida, desde el que Él mira, enjuicia, encuentra,
goza y sufre, queda a una profundidad evidentemente inalcanzable bajo su
circunstancia. Para Jesús no hay en absoluto un “nosotros” en el sentido de
inmediata comunidad de existencia; apenas un auténtico “nosotros” de
índole inmediata. Ni siquiera en la oración. El compendio de su mensaje
del Padre y la forma fundamental de la relación adecuada con él, lo ha
dado Jesús en una oración, el Padre Nuestro. El sujeto del Padre Nuestro
es el “nosotros” cristiano y humano; pero Él nunca ha pronunciado esa
oración a la vez que los suyos, nunca se ha insertado en ese “nosotros”. En
efecto, en cuanto alcanzo a ver, no tenemos un pasaje que nos diga que Él
haya rezado junto con los suyos, en iniciativa personal. Tan pronto como
irrumpe su propia oración —por ejemplo, al fin de la Cena, y más aún en
ocasiones como en el Huerto de los Olivos— habla en una posición en la
que no hay nadie más a su lado.
59
6
60
(Mat., 16, 21 sig.). Cuando Jesús habla de lo terrible que vendrá, y Pedro
intenta disuadirle, se dice: “Pero Él, volviéndose, le dijo: —Quítate de
delante de mí...” (16, 23). Es como si no tolerara que se tocase a la
decisión; y se nota cómo está amenazada la calma interior por lo terrible
del acontecer. Y más impresionante es cómo permanece mantenida la
decisión; persiste a través de todo lo que ocurre después, y le permite
seguir enseñando y ayudando, no dejarse desviar ni un pelo y hacer en
cada momento lo que es justo según la misión.
Pero, para insistir otra vez, en todo esto no hay nada de la ataraxia del
estoico o del rechazo al mundo de un Buda. Jesús es completamente
viviente, completamente sensible, completamente humano. Calma
profunda y humanidad cálida en una situación que se va haciendo sin
salida: aquí se manifiesta lo que se quiere decir en San Juan: “La paz os
dejo, m: paz os doy: no la doy como la da el mundo: no se agite vuestro
corazón ni tema” (14, 27). Palabras tanto más importantes por haber sido
dichas en la ultima reunión, y, por tanto, inmediatamente antes del fin.
61
7
62
Pero ¿qué ocurre con el segundo punto de vista? ¿Es Jesús una de
esas naturalezas religiosas que existen en el límite, pero que precisamente
así ven y realizan aquello de particular de que están encargadas?
Esto tampoco. En Él no se encuentra n: rastro de esa labilidad
biológica y anímica que hallamos frecuentemente en la psicología y
patología religiosas. Nunca hay oscilaciones del estado de ánimo, en que el
sentimiento se eleva por encima de todo lo humanamente habitual para
luego volver a bajar a lo normal, hundiéndose en debilidad y desánimo. La
única escena que podría apuntar hacia tal tipo de experiencia, la de
Getsemaní, tiene un sentido completamente diverso.
Tampoco se puede derivar semejante estructura anímica de su
conciencia escatológica, en cuanto que se dijera, por ejemplo, que Él había
esperado al principio un acontecimiento inaudito de irrupción del Espíritu,
pero luego, no ocurriendo nada, se hubiera lanzado al otro extremo, y, en
una dialéctica del hundimiento, hubiera tenido esperanza de la destrucción,
lo que no aconteció inmediatamente. Semejante interpretación tiene sólo
algún sentido si está cada la naturaleza que le está adscrita; pero no se
habla de ello, y la conciencia escatológica de Jesús tiene un carácter
completamente diverso, que no cabe remitir a presuposiciones de
psicología religiosa.
En la imagen de la naturaleza de Jesús no se encuentra tampoco nada
de melancolía, esa forma más difundida de patología religiosa. Nunca hay
una depresión auténtica. El hecho de que siempre se retraiga a la soledad,
no es la huida del melancólico ante los hombres y la claridad, sino, ante
todo, el ansia del silencio ante Dios; pero, además y por encima de esto, la
entrada en esa exclusividad en que sabe él que está con el que llama Padre.
Tampoco es Jesús ningún visionario, acosado por visiones de lo
suprasensorial o lo futuro, y que estuviera tan abrumado como elevado por
ellas; ni un apocalíptico, tan puesto bajo la presión de la amenaza de Dios,
que ante ella se le desmorona todo, incluso su propia vida...
Da la impresión de absoluta salud. Nunca nos dicen que enfermara y
hubiera que cuidarle; que fuera delicado o que estuviera excesivamente
fatigado y necesitara precaución. Lleva la dura vida de un predicador
errante, y nada alude a que tuviera que concentrar todas sus fuerzas para
resistir. La noticia de que estaba demasiado débil para llevar la viga de la
cruz hasta el lugar de la ejecución (Mat., 27, 32), no demuestra nada en
contra, si se une a lo que había ocurrido antes y a lo que acontece en su
interior. Por el contrario, no se comprende cómo pudo soportar tanto. Lo
63
mismo pasa con su muerte rápida (Juan., 19, 3.3). Habitualmente, tardaban
mucho tiempo en morir los crucificados; pero se hará bien en recordar que
la muerte no viene sólo del cuerpo, sino también del alma.
Otra pregunta ulterior es la de la relación de Jesús con la muerte. Lo
que decimos aquí, presupone, naturalmente, que los Evangelios no
fantasean. Pero esto parece imposible. Pues podían elegir haberse
inclinado por pintar una figura mitológica —y ello se haría evidente en
seguida por su falta de vida; ya que las figuras míticas no tienen
psicología, sino que son ideogramas, mientras que la figura de Jesús está
llena de la vida más concreta—, o bien deberían inventar una conciencia
vital desconocida para el hombre, y ello daría lugar a inverosimilitudes por
todas partes.
Así pues, si nos atenemos a las noticias evangélicas, debemos decir
que en la conciencia de Jesús no existe la muerte en nuestro sentido.
Siempre que habla de su muerte —ocurre cinco veces—, lo hace en
relación con su resurrección.
Para nosotros, la muerte es el fin, sin más. Nuestra conciencia vital
inmediata no va más allá. Cierto es que nos decimos que lo más autentico
de nuestra existencia no puede tener fin con la muerte; lo expresamos en
diversos presentimientos, imaginaciones y esperanzas, y con la fe en la
Revelación nos aseguramos la esperanza de la vida eterna. En Jesús es
distinto. Él sabe que ha de morir, y acepta la muerte; pero la considera
como tránsito hacia una existencia que abarcará no sólo el alma, sino
también el cuerpo, y que seguirá inmediatamente a la muerte: “Desde
entonces, Jesucristo empezó a enseñar a sus discípulos que tenía que ir a
Jerusalén a sufrir mucho por parte de los ancianos, de los grandes sacer-
dotes y de los doctores, y a que le mataran y a resucitar en el tercer día”
(Mat., 16, 21). Esas palabras no están meramente dichas, sino que brotan
de una posición de conjunto, de una manera original de estar vivo5.
Tampoco se pueden interpretar expresiones como la citada a manera
de interpretaciones hechas con posteridad por los discípulos, pues entonces
se destruye todo.
La conciencia de muerte y resurrección que se expresa en ellas es
central para Jesús. Si se quita esa conciencia, no queda algo así como un
hombre real —quizá, corno si fuera más autentico al quedar liberado de
5
Véase Marc., 9, 30-32; Mat., 20, 17-19; Luc., 13, 33; 24, 46. La evidenciación e
interpretación de la conciencia vital de Jesús forma un motivo básico del Evangelio
de San Juan.
64
disfraces legendarios—, sino que desaparece su peculiaridad. Se queda
desposeído hasta lo último, lisa conciencia le es esencial. El ángulo de vida
que observa inmediatamente no termina en Él, como nos pasa a nosotros,
ante la muerte, para luego proseguir andando a tientas con inseguridad,
sino que atraviesa por la muerte con perfecta claridad. La muerte no es
para él fin sino tránsito. La manera como Jesús se nota vivir espiritual y
corporalmente es más bien tal que abarca la muerte como un
acontecimiento que queda dentro de su condición de estar v:vo. Por otra
parte, esto no tiene nada que ver con ninguna mitología ni conciencia del
misterio. Esa integridad de vida queda constituida desde la realidad divina,
desde la cual existe él y en referencia a la cual vive.
Sobre esta conciencia de vida de Jesús, descansa la conciencia
cristiana de la vida, la muerte y la resurrección. Esto es algo más que la
confianza en la indestructibilidad espiritual; más bien la esperanza en una
eterna existencia humana en Dios. Pero la realidad en cuya realización
conjunta se percibe, es el sentimiento de vida de Jesús, Tampoco aquí lo
decisivo es lo que Él dice, sino lo que es.
65
de su disposición de conjunto. En Jesús falta. En Él está la plenitud de lo
que ha destruido esta confusión; el existir por Dios y hacia Dios; el estar
vivo en el Espíritu de Dios. Por eso el concepto de salud, que lo pensamos
necesariamente por nosotros, no se ajusta a Él. Su situación queda más allá
de lo que caracterizamos como enfermedad y como salud.
Aquí también es San Juan el que en cierto modo rompe y lleva a la
patencia de la palabra algo que en los Evangelios sinópticos aparece como
realidad sencilla y por tanto difícilmente aprehensible; cuando Jesús dice
en su Evangelio a los discípulos: “Yo soy... la vida” (14, 6), o a Marta: “Yo
soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque muera, vivirá” (11,
25). Tal es la expresión teológica de lo que esta dado en los Sinópticos
como realidad.
Pero la “psicología” no puede hacer mas que señalar que hay algo
especial; un autentico contenido objetivo que no está expresado
meramente en afirmaciones conceptuales, sino en posición viva; es decir,
en el modo como están construidas la personalidad y la vida; en palabras
que forman la reduplicación del existir, para las que no hay equivalencia
en ningún otro hombre.
Aquí se debe quedar la psicología. Sólo puede seguir en una
dirección; a saber, indicando cómo esa realidad humana y sobrehumana,
tan pronto como es aceptada en fe, hecha propia en el amor y cumplida en
la vida, posibilita una posición de existencia, a la cual el hombre no está en
condiciones de llegar desde sí mismo. Ello significa que la psicología
puede intentar mostrar el sentimiento cristiano de la vida y la muerte. Pero
ahí volverá a llegar a un límite; a saber, cuando emerge en el creyente el
“Cristo en mí”, o sea, cuando empieza precisamente su autentica co-
realización.
Lo que hay en Cristo no puede ser deducido de una psicología del
hombre religioso, del cual formara una parte el cristiano; sino que el
cristiano sólo es posible por Cristo, y este, por su parte, se escapa al
análisis psicológico, si se sigue haciendo limpiamente. Pero si no se hace
así —como suele ocurrir— entonces pierde todo sentido y es sólo un
medio en manos del hombre señor de sí mismo, para demostrar que no hay
Dios-hombre.
66
EL PROBLEMA DE LA ESTRUCTURA
67
1
GENERALIDADES
69
2
7
Véase mi obra Die Lebensalter, Würzburg, 1957.
71
Las noticias del Evangelista San Lucas sobre la peregrinación de
Jesús, a los doce años, a Jerusalén (2, 41 sig.), continúan inmediatamente
lo que se cuenta en cap. 2, 21, sobre la Circuncisión y presentación en el
Templo. Igual que entonces El, o mejor dicho, sus padres, habían cumplido
lo prescrito por la Ley, así también al tener doce años el muchacho, hace
por primera vez la acostumbrada peregrinación pascual a Jerusalén... El
relato continúa también lo que se cuenta, en cap. 2, 1 sig., sobre su
concepción y nacimiento: que nace de una madre terrenal, pero que su
Padre es sólo Dios; de modo que la Encarnación procede de un especial
acto creativo de Dios, del poder del Espíritu Santo. Y luego se dice que en
el Niño ya estaba viva la conciencia de pertenecer inmediatamente a Dios.
Cierto es que hasta entonces ha vivido como cualquier otro niño; y del
tiempo posterior se dice al final: “El bajó con ellos hacia Nazaret, y les es-
taba sujeto”; sin embargo, está alejado, con lo más íntimo suyo, del mundo
circundante terrenal y de la autoridad paterna. Su hogar auténtico no es
“Nazaret”, sino “la casa de su Padre en el Cielo”, el Templo; y el modo
auténtico de desarrollar su vida no radica en los padres terrenales, sino en
la voluntad del Padre, ante la cual debe quedar rezagada incluso la mayor
preocupación de las personas más allegadas.
La escena misma no tiene nada de milagroso. Las biografías
religiosas muestran casos de clara conciencia religiosa y claro sentimiento
de pertenecer a Dios aun en edades más tempranas. Pero el contenido de
esta conciencia es completamente propio. Si lo comparamos con su edad
viril, entonces se echa de ver que no hay distinción cualitativa entre la
relación con el Padre que tiene Él de niño y la que tiene de mayor:
mientras que su modo de hablar del Padre, a los doce años, se distingue del
modo como otro niño lleno de fe podría hablar del Padre en el Cielo, igual
que la relación del Maestro con el Padre se distingue de la fe en la
Providencia que tiene el creyente responsable.
Para nuestra cuestión, ello tiene un doble significado. Por una parte,
muestra que no es posible decir nada sobre el tiempo o la manera de
empezar esta conciencia. La misma experiencia relatada no se puede
interpretar como “eclosión” de la conciencia de pertenecer al Padre; algo
así como s: el niño, que hasta entonces habría vivido igual que cualquier
otro niño religioso de su edad y su ambiente, en ese instante, conmovido
por la impresión del Templo, del culto, de la Ciudad y su historia, del
respeto de los padres y de la multitud afluida con ellos, hubiera
descubierto su pertenencia a Dios, se hubiera percibido a sí mismo como
niño de Dios, y con ello hubiera llegado también a serlo. Para tal idea, no
72
hay el menor punto de apoyo. El relato no muestra de ningún modo la
irrupción de una nueva conciencia, sino un proceder que emana de la
segundad de una conciencia ya preexistente. Lo decisivo de la
personalidad de Jesús ya está ahí, por tanto...
Por otra parte, debemos entender la índole de este proceder como
completamente de acuerdo con su edad juvenil, pues el versículo 52 dice
expresamente que después creció en la medida del adolescente y del
hombre.
La conciencia de la relación con el Padre en el Cielo; el
desgajamiento, en el centro de su auténtico ser, respecto a las conexiones
de la familia y el ambiente; la referencia al Padre, inmediata, atravesando
por todo, se cumple en la psicología de su edad de muchacho, pero no se
puede derivar de esa psicología.
Tenemos, pues, ya delante una conciencia de pertenecer al Padre
celestial y de ser llevado por Él, que contiene todo lo esencial de lo
posterior. Pero esta conciencia está encauzada entera dentro del modo de
experiencia propio de la edad en cuestión, de manera que aquí ha tenido
lugar un crecimiento, y continúa adelante. Y por cierto, en todos los
sentidos: “en sabiduría, en estatura y en gracia” y no sólo “ante los
hombres”, sino también “ante Dios”, como dice el texto.
Ni aquí, ni tampoco en ningún otro pasaje posterior, se encuentra una
apertura hacia lo auténtico suyo. Sólo tiene lugar tal cosa cuando por
anticipado se pone como base un determinado esquema de evolución
religiosa, interpretando los acontecimientos con arreglo a él.
Para la formación de la gran personalidad religiosa, es típico ese giro
en la relación con el mundo y consigo mismo, que designa la psicología
religiosa con la palabra “conversión”. Mientras que antes el hombre estaba
inserto en la existencia inmediata y hacía lo que hacen todos, quizá incluso
entregado al mundo de modo especial, ahora se realiza una reordenación
interna—por cualquier ocasión: un encuentro con personalidades
religiosamente muy fuertes; o por imágenes del pasado; o bajo la
impresión de un gran peligro—. La conciencia despierta a lo que es
verdaderamente real; de modo que con ello se desvela el mundo como
aparencial; se ve lo que es importante y apremiante ante los valores
supremos, de modo que ante ello todo lo demás parece mezquino y
superfluo; la persona de tal experiencia, ve lo que habría debido hacer
auténticamente, de modo que la vida que ha llevado hasta entonces le
parece ahora fallida, más aún, mala y condenadora. En la santidad de Dios
73
se desvela la perdición del hombre. En la experiencia de una caída y una
renovación, se forma el sentimiento de ser ahora otro hombre, y sólo ahora
el auténtico hombre; de haber recibido un nuevo principio de existencia,
etcétera.
Se ha querido ver un proceso de semejante especie en lo que cuenta
el relato del bautismo de Jesús en el Jordán, que culmina en la frase: “Este
es mi Hijo querido, en quien puse mi complacencia” (Mat., 3, 13 sig.;
Marc., 1, 9 sig.; Luc., 3, 21 s.). Pero en verdad nada alude a que aquí
hiciera irrupción algo que no existiera antes. Aquí no se alude en absoluto
a una “experiencia”, a nada psicológico. No es que Jesús “experimente”,
sino que el Padre “da testimonio”. Y no es que Jesús llegue a ser entonces
algo, sino lo que ya es. “El Espíritu” con su descenso no convierte en el
Mesías a un hombre piadoso, sino que llena al que es Mesías por
naturaleza, en el momento en que da a lo viejo su última razón, y comienza
lo nuevo, con todo su poder. Y ello a su vez no significa que Jesús haya
estado antes lejos del Padre y del Espíritu —pues en ese caso Juan, “lleno
del Espíritu Santo desde el vientre de su madre” (Luc., 1, 15), hubiera sido
mayor que Aquel a quien precedía —, sino que aquí se indica una venida y
una fluencia divina para la cual no tiene medida en absoluto la psicología
de la religión, porque en Él se revela por primera vez el que era hasta
entonces Dios desconocido. Cuál es el aspecto de una auténtica
experiencia de irrupción se ve al comparar con este texto, por ejemplo, los
relatos sobre la experiencia decisiva de un Buda o un Mahoma8.
Mientras se les deje a los textos el sentido que tienen, sin alterar
según un esquema determinado su estructura básica, ni la dirección de su
sentido, ni el tono del acontecer, se tendrá que decir que en el Nuevo
Testamento no se encuentra ninguna indicación de que Jesús baya llegado
a ser algo que no era antes, en referencia a lo auténtico, esto es, a su
relación con el Padre, o sea, con Dios. Al contrario: el carácter y la
disposición de su figura y de su actuación dan testimonio de que ya era al
principio lo que es al final. Sólo cabe pensar en una "evolución” en cuanto
no contradiga a ese contenido objetivo. Dicho con más exactitud, en
cuanto lo presuponga; esto es, como un crecimiento dentro de una forma
que desde el principio ya está llena de sentido. Y el constatar que tal
proceso no puede ser realizado ya dentro de la psicología, no sólo es una
8
Majjhima-Ntkäja 36; (Mittlere Sammlung der Reden des Baddha, trad. de K. E.
Neumann, 1922, I, 549-5822) y Colección de tradición de Al-Buhäri
(Religiosgeschichtliches Lesebuch, cuaderno 16, Der Islam, edit. Por J. Schachat,
1931, 1-2).
74
objeción, sino que precisamente saca a la luz aquello de que se trata: una
existencia tic índole particular.
En relación con la pregunta sobre si Jesús ha evolucionado, y cómo,
hay otra pregunta. Vimos ya que las “evoluciones” no se desarrollan en
corriente uniforme, sino a empujones; que la forma de cada fase entra en
conflicto con las precedentes y se debe abrir paso contra ellas 9, y que de
este modo se producen crisis de naturaleza diversa, también y preci-
samente en la persona religiosa, en quien las tensiones son especialmente
fuertes y las superaciones requeridas son especialmente grandes. Tenemos,
pues, que preguntarnos qué ocurre con Jesús en esta perspectiva.
Para eso hay que considerar tres hechos: la tentación, después del
bautismo y la permanencia en el desierto, la Transfiguración en la última
marcha hacia Jerusalén, y la hora en Getsemaní, cuyo sentido llega a su
plenitud en la experiencia de abandono en la Cruz.
El reino de las tentaciones (Mat., 4, 1 sig.; Marc., 1, 12 sig.; Luc., 4, 1
sig.) podría entenderse como expresión de una típica crisis de comienzo en
la vida del enviado religioso; algo así como del modo siguiente: Ante todo,
en tiempos de intranquilidad y de prueba han subido las tensiones, han
crecido las fuerzas y ha madurado la plenitud interior. Luego ha tenido
lugar la irrupción de la nueva personalidad, y entonces se plantea la
cuestión de si se ha de colocar en la misión, o si ha de afrontarse con su
propio carácter insólito. El carácter tentador de esa pregunta queda
reforzado todavía en el Evangelio por uñase a las impresiones de elevación
y poderío, y a esa sensación de adelgazamiento de la realidad circundante
que produce el largo ayuno. La crisis queda superada positivamente, en
cuanto que el Tentado resiste con claridad y supera el ataque con la
extrema tensión de su voluntad.
Pero si se consideran atentamente los tres relatos, se ve que su
sentido es completamente distinto. De aquello que constituye el núcleo de
una tentación semejante, esto es, de una tempestad del deseo, de una
sublevación contra el orden, de una confusión de los valores, no se echa de
ver ni lo más mínimo. Pero tampoco de un esfuerzo por parte del tentado.
Si “tentación” significa que lo que excita halla un eco en el interior, porque
dentro aguarda una predisposición a la rebeldía, entonces aquí no hay ten-
tación en absoluto. Y si “superación” significa que se combate
interiormente, entonces tampoco hay superación. El ataque resbala. Es
decir, el sentido del relato no es indicar cómo Jesús triunfa sobre el ataque
9
Véase Die Lebensalter, op. cit., p. 11 s.
75
de Satán, sino cómo escapa a toda posibilidad de ser tentado, y Satán es
impotente contra él: exactamente lo que expresa más tarde, en San Juan,
con la frase: “Viene el dueño de este mundo. Y no tiene nada en mí, pero
es para que el mundo sepa que yo amo al Padre, y que actúo así como me
lo ha mandado el Padre” (14, 30 sig.). En el proceso relatado no se cumple
ninguna tentación, sino una revelación: a saber, la de la unidad absoluta d.
la voluntad de Jesús con la voluntad de Dios.
Ahora bien, tal imposibilidad de ser atacado de hería dar propiamente
una impresión de falta d. vida, de idealismo yerto; pero ocurre lo contrario.
Este hombre divinamente seguro está completamente vivo, es totalmente
humano; pero con eso vol vemos a estar más allá de toda psicología...
El acontecimiento de la Transfiguración en la montaña (Mat., 17, 1
sig.; Marc., 9, 2-10; Luc., 9, 28-36) y la oración en Getsemaní 26, 30 sig.;
Marc., 14, 32 sig.; Luc., 22, 40 sig.) están estrechamente unidos. Ambos
hechos se cumplen después que se ha tomado la decisión: el primero en el
camino a Jerusalén, el segundo allí mismo. No sería difícil entenderlos
según la psicología del hombre enviado, como experiencias de suprema
elevación de sentido y fuerza, y, luego, de más hondo desánimo. Entonces
la sucesión sería la siguiente:
En una “alta montaña” unidad de la experiencia interna y del
ambiente externo— “se transforma”. Su figura refulge en rostro y traje —
símbolo de la más alta plenitud de sentido y fuerza—. Dos figuras
descollantes del Antiguo Testamento, Moisés y Elías, aparecen y hablan
con él sobre su fin —testimonio de que lo antiguo está asintiendo y hon-
rándole, y su muerte es conocida en el Cielo—. Por fin resuena la voz del
Padre mismo; repite, poco antes de la muerte de Jesús, las palabras de
confirmación del bautismo, y ordena a los discípulos escucharle. Está
decidido que ha de morir, y va a Jerusalén, donde ello ocurrirá, colmado de
infinita disposición al sacrificio y de certidumbre de la Resurrección
(Mat., 16, 21; 17, 22 sig.; 20, 17 sig.). Aunque, más bien, precisamente
porque está perdida toda posibilidad externa, crece su conciencia de la
propia misión hasta la culminación suprema... Sobre eso, viene el
movimiento opuesto: acelerado por las agitaciones y esfuerzos de la lucha
sin perspectivas en la época final en Jerusalén: después que en la Cena no
sólo ha dado a los suyos lo definitivo en sabiduría y amor, sino que se ha
dado a Sí mismo, y ha fundado “la Nueva Alianza en su sangre”, sigue el
contragolpe, en la tiniebla de la noche y al abandono, en medio de los
discípulos que no entienden. El se desanima, se angustia hasta llegar a
76
fenómenos patológicos, como expresa la frase del “sudor como de sangre”;
pide misericordia; pero luego se restablece y experimenta de nuevo la for-
talecedora unidad con la voluntad divina... Algo así resultaría una
“psicología” de este proceso. Pero con ello, es verdad, estaría destruido
todo el sentido del relato.
Este sentido se hace evidente cuando se comparan ambos hechos con
otros tales que realmente signifiquen una crisis en la conciencia religiosa
de misión. Para ello, el más perfecto ejemplo se ofrece en la personalidad
de Elías. El primer libro de los Reyes relata la tensión inaudita del juicio
de Dios, Ja justicia hecha sobre los sacerdotes de Baal, el suceso de la
lluvia y la carrera extática ante el carro real; luego, el hundimiento en el
desierto, el fortalecimiento del Profeta por el ángel, y la gran revelación de
Dios en el Horeb (18, 18-19). Pero al comparar, en seguida se hace
evidente una cosa: las acciones narradas sobrepasan en absoluto la medida
del hombre que las realiza. En ellas, éste sube sobre sí mismo, para luego
precipitarse por debajo de la medida de un hombre normal. No es él quien
las cumple, sino el poder que viene sobre él, para luego, al retirarse,
dejarle impotente. En la figura de Elías está claro especialmente el
contenido objetivo; se encuentra a su vez, más o menos debilitado y
velado, en todos los procesos de esta especie. En Jesús ocurre de otro
modo. En su acción y experiencia, está absolutamente unido v de acuerdo
consigo. La acción no sobrepuja su posibilidad, sino que es su claro fruto.
Lo que ocurre en la montaña y en el Huerto de los Olivos, no es nada
anormal, sino que manifiesta en forma mayor lo que ya está siempre en él:
la plenitud de sentido y poder del Enviado, así como la fecundidad del
sacrificio requerido por el Padre.
Con ello va unida otra cosa: la existencia del profeta —así como la
del Apóstol; véase I Cor., 4, 9 sig.— implica por adelantado la
incongruencia entre misión y ser, servicio y energía propia. La misión le es
impuesta; y para bastar a ella, se le dará la fuerza. Por eso hay ahí algo
ajeno que tiene que ser sobrellevado y apropiado, y el proceso psicológico
consiste en atravesar, vivir y superar esa dualidad. En Jesús esto es
fundamentalmente diferente. Misión y ser, tarea y voluntad, servicio y
fuerza, son una sola cosa. El es lo que significa; El quiere aquello para lo
que ha sido enviado; puede lo que debe. Falta, pues, la presuposición de un
enorme arranque hacia arriba y abajo; así como el apropiarse algo que no
le corresponda, o el rechazar algo impuesto. Siempre es él mismo. Jamás
se ve una fisura. Más aún, en el comportamiento de Jesús siempre se
77
vuelve a recibir la impresión de que tiene enteras reservas sin utilizar; de
que es más de lo que parece; de que puede más de lo que hace.
Aquí no hay en verdad ninguna “crisis”, sino la expresión de una
experiencia enorme, pero absolutamente adecuada a su ser, “natural” por
parte de él, según se manifiesta en la honda calma, en la unidad consigo
mismo y en la superioridad que hay en él a pesar de su violentísima
experiencia.
El relato del Evangelio de San Mateo sobre la muerte de Jesús
contiene la frase: “Y hacia la hora novena Jesús lanzó un gran grito: —
Eli, Eli, lemá sabajthanei? que es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?” (77, 46). En San Marcos está casi con las mismas palabras
(15, 34). A primera vista, esta invocación podría expresar el más hondo
desánimo; un hundimiento en el núcleo más íntimo de toda la situación de
Jesús, esto es, en su relación con el Padre. Y el “gran grito” que sigue
después, manifestaría aún más fuertemente el desgarramiento.
Frente a esa interpretación hay que recordar ante todo que el relato de
San Lucas no contiene esa frase que expresa el abandono, aunque la
imagen de conjunto de la Pasión y muerte de Jesús es la misma que en San
Mateo y San Marcos. Por tanto, no puede representar ninguna alteración de
sentido frente a la visión de los otros dos relatos. Pero donde en los otros
está el “gran grito", en San Lucas aparece la frase: “Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu” (23, 46). Por tanto, el “abandono” no deja abolido
el sentido de confianza, sino que forma un todo con él. Este conjunto tiene
evidentemente la misma estructura que la invocación al rezar en
Getsemaní, en la cual la angustia y el ruego de ser librado van unidos con
la total entrega a la voluntad del Padre; como además, en general, la
muerte de Cristo no puede ser separada de esa hora en Getsemaní, sino que
debe ser entendida como su cumplimento y plenificación. La decisión
propiamente dicha ha quedado fijada allí: en el Gólgota se cumple.
La interpretación de la muerte de Cristo y de su actitud en la agonía
debe tener lugar partiendo del conjunto de su conciencia de vida y muerte.
Pero ello se expresa en los anuncios de la Pasión, en que la muerte y la
resurrección están unidas insolublemente en una totalidad desconocida
para una conciencia meramente humana. El, que dice que “debe ser muerto
y resucitar al tercer día” (Mat., 16, 21), y lo dice varias veces, expresando
así algo central, no desespera.
Su clamor en la cruz tampoco expresa un interior abandono de sí
mismo, como no expresa depresión su proceder en Getsemaní. Un
78
auténtico sentimiento de estar perdido en el momento de la muerte, se
manifestaría de otro modo. También una ruptura semejante en el momento
decisivo se habría anunciado antes.
El verdadero sentido de ese clamor no se encuentra en la psicología
de la personalidad religiosa, sino que alude a la seriedad de una existencia
que por nuestra parte resulta desconocida. Sobre eso se dirá aún algo más
de cerca.
79
3
ESTRUCTURAS DE LA DISPOSICIÓN Y EL
COMPORTAMIENTO
80
su manera, que sólo se hace evidente despacio, de no decirlo todo, sino
precisamente aquello por lo cual se pone en movimiento la existencia...
Por otro lado, un examen sin prejuicios del texto muestra que faltan
todas las exteriorizaciones del instinto de la masculinidad. No porque los
narradores quieran ocultarlas. Tampoco porque fuera insensible o las
superara ascéticamente. De su naturaleza irradia una cálida plenitud
original de vida. Pero su fuerza viril ha entrado toda ella en el centro per-
sonal religioso. Mejor dicho: en un centro que queda más hondo y es más
poderoso que el centro espiritual y religioso que hay en el hombre. Una
potencia amorosa divina, en el más puro sentido, la ha tomado en su
posesión y se desarrolla en ella; la virilidad de Jesús se ha transformado en
un amor perfectamente altruista, divino.
82
4
Quizá llegaremos más lejos si unimos esa cuestión con esta otra: ¿se
encuentra Jesús en el tipo del hombre religioso? ¿Es un genio religioso?
“Lo religioso” es la referencia a “lo otro”, lo numinoso, lo mistérico,
o como se quiera designar lo que se distingue de todo lo demás. Y no sólo
se distingue como, por ejemplo, el valor de la verdad del de lo bueno, o el
dominio de lo físico del de lo biológico, sino en un sentido específico.
Mientras todas las demás cuestiones en un sentido característico tienen su
lugar “de la parte de acá”, lo religioso está “de la parte de allá”: mientras
aquéllas son “terrenas”, esto es “no-terreno”: mientras aquéllas son
naturales, inmediatas, familiares y simples, esto es ajeno, misterioso; etc.
84
La estructura religiosa consiste en que esos valores y realidad son
percibidos de modo especialmente fuerte; que están especialmente
desarrolladas las formas de experiencia y actividad referidas a ellas, y por
tanto, que la estructura de la personalidad está determinada por ellas. Se
trata, así pues, de una disposición como otras. Muestra en el individuo
diversas características, aparece en todos los grados de originalidad y
energía; y ha de añadirse en seguida que desde el punto de vista de la
Revelación, de la relación con el Dios vivo y por parte de la cuestión de la
salvación, esa disposición contiene tanto de positivo como de negativo.
“Revelación” y “fe” son algo diverso de la cualidad religiosa de la
existencia y la experiencia a ellas ordenada, y pueden por este lado tanto
ser facilitadas como ser puestas en peligro. En el genio religioso, la
disposición religiosa adquiere esa capacidad de visión y formación
creativas, esa cercanía a las realidades prístinas, de que se hablaba. Con
ello también queda dicho que en ella hay peligros que pueden llevar a la
destrucción de la vida propia y ajena; mayor que el peligro de todas las
demás formas de genialidad, porque lo religioso afecta a las más íntimas
raíces de la vida.
En la imagen de la esencia y en el transcurso de la vida de Jesús no se
encuentra nada de esas crisis y señales de peligro que muestra el genio
religioso. De ningún modo El da la impresión de un hombre que descubre
nuevos valores en el riesgo de sí mismo: sino que está a salvo y seguro en
todo lugar de su naturaleza, con dominio de sí mismo, y aun de su destino.
Más aún, cuando se consideran sus palabras, sus actos y su destino,
comparándolos con los de personalidades que sean indudablemente ge-
niales homines religiosi, en el fondo —volvemos a lo que ya se dijo— El
no da propiamente la impresión de la genialidad. Al lado de un texto de un
gran místico, o de una de las grandes predicaciones de Buda, el Sermón de
la Montaña parece casi algo vulgar. Aquellos textos parecen más
profundos, más fuertes, más creativos, más sublimes, o como se quiera
designar ese carácter insólito, en que, sin embargo, reside la naturaleza de
la genialidad; hasta que se advierte que tales valoraciones no tienen nada
que ver con él.
Su significación auténtica no reside en absoluto en lo que dice, o
hace, o lo que le ocurre —en cuanto El es una forma de destino entre otros
destinos—, sino en lo que El es. Sus palabras y acciones sólo son chispas
de algo que queda detrás, superando a toda expresión. Pero ese ser a su vez
no está tomado en cuanto reviste algún significado: como personalidad
85
grande, pura o viva, sino en un sentido que difícilmente se deja expresar
con palabras. Aquello de que en definitiva se trata en Jesús no es de lo que
Él hace o expone en cuanto naturaleza religiosa, sino de lo que mediante
Él tiene lugar procediendo Dios. No lo que El dice de Dios, sino cómo trae
a Dios. No es que enseñe a encontrar a Dios, sino que Dios se hace
presente por El. Jesús no está en el lado del acto religioso, por más puro y
creador que sea, sino del lado de su objeto. No donde está la piedad, sino
donde está aquello a que se dirige la piedad.
Esto se muestra de modos diversos; así, por ejemplo, en su relación
con la fe. Constantemente habla de fe, la exige, la despierta. La fe, en
efecto, no es un acto entre otros, sino el vivo hemisferio contrapuesto por
parte del hombre a la venida del Reino. Así la fe, rectamente entendida, es
sin más el contenido de la exigencia de Jesús, pero el mismo no “cree”.
Para su propia existencia, esta palabra no tiene objeto. No está allí donde
se cree, sino que está allí donde está aquello a que se dirige la fe. Dicho
más exactamente: Hace posible la fe... De modo análogo está en su
relación con el Padre. Jesús enseña el “nosotros” cristiano ante ese Padre;
reúne a todos los creyentes en esa relación que encuentra su expresión más
pura en el Padrenuestro; pero El mismo no realiza este “nosotros”, sino
que dice “yo” (Mat., 11, 25; Marc., 14, 36; Luc., 23, 46; Juan., 11, 41).
Este “yo” no está en el mismo lugar que el “nosotros” enseñado en el
Padrenuestro. No es la unidad numérica de ese plural. El “yo que dice Él
no puede entrar en el “nosotros” que enseña a los hombres, sino que está
en un terreno completamente diverso, junto con el “tú” a que dirige la
palabra. Jesús no cree, sino que hace posible que se crea. No es piadoso,
sino que da lugar a la piedad. No se esfuerza por ir hacia el Padre Creador
de todos, exigiendo a los hombres que le sigan, sino que hace que nos
aparezca al rostro del Padre y se le pueda dirigir la palabra.
86
Cada uno de ellos muestra rasgos que podrían también ser
considerados para Él. Pero en cuanto se examina más exactamente,
observando sobre todo el conjunto en que están y comparándolo con aquél
en que está Jesús, se ve que en el todo es diferente. Ante todo, falta cuanto
signifique búsqueda religiosa, conmoción, conversión, irrupción, Pero
además, y esto es lo más importante: desde el centro de su esencia brota
algo que no se encuentra en todos ellos y que absorbe la “estructura”.
Consiste en que, en Jesús, “Dios está con nosotros”. Pero no como en
cualquier otro lugar, porque, en efecto, todo está creado y mantenido por
Dios; tampoco como en la persona de vida religiosa, en cuya alma habita
Dios; sino de un modo que sólo alcanza su plena dar dad cuando se le ve
desde el Antiguo Testamento. Lo peculiar del acontecer del Antiguo
Testamento consiste en que Dios no sólo ha creado todo, lo sostiene y rige
todo, sino que está de camino hacia el hombre. Es el Dios que viene, y su
venida se acerca cada vez más. En Jesús ha llegado definitivamente, y está
patente a los hombres. Pero no ha venido por opinión personal, por favor
gracioso, por aproximación en Espíritu, sino por un “paso”, que para Dios
decide destino, porque toma como propio el destino del hombre.
Esta condición de Dios en Cristo, de haber venido y estar con
nosotros, tiene un carácter especial: Está entre los hombres como “Hijo de
Dios”.
La relación del hombre con Dios se piensa siempre en lo religioso
según el esquema de la relación entre hijo y padre. En sí, Dios está,
naturalmente, por encima de todas las relaciones que pueden ligar a los
hombres; pero éstas son tan importantes para la existencia humana, que se
trasladan a lo religioso y se toman corno formas básicas para su
experiencia y realización. Y con razón, pues la relación con Dios es la
relación con el que vive absolutamente, de modo que no puede ocurrir sino
que en El las formas esenciales de la vida lleguen no sólo a efecto, s no
también a su última plenitud de sentido. Por todas partes, además, se
encuentra también la relación divina que está estructurada según la imagen
de la relación del ruño con el padre asé la relación de lo creado con el
creador, del más joven con el mayor; del más débil con el más fuerte; de la
segunda generación, aún menor de edad, sin propiedades, inexperta,
indefensa en la vida, con la primera generación, que ya ha alcanzado su
situación en la vida, el poder y la propiedad. Descansa en autoridad, amor,
obediencia y confianza; si bien contiene también el germen de la
enemistad, tanto por uno corno por otro lado... Este esquema, que se
expresa en las diversas representaciones de la altura y poder paterno de lo
87
d vino, tanto como del respeto y la confianza del hombre; pero que
también en diversas mitologías manifiesta las crisis interiores que en él
están predispuestas, no alcanza jamás a explicar la relación del Cristo con
el Padre revelado en el Cielo; para no hablar de la relación en que Jesús
está con Aquel a quien llama su Padre.
El mencionado esquema descansa en el hecho de que el padre ha
dado el ser al hijo10, y por tanto tiene frente a él tanto autoridad cuanto
responsabilidad; que el hijo lo ha recibido del padre, v por consiguiente
tiene frente a él tanto exigencia de ser cuidado cuanto obligación de
respeto. Lo mismo el hijo que el padre, van teniendo más edad, pero esto
significa algo diverso para uno y otro. El hijo se hace más fuer re; el padre
se hace más débil; el hijo crece hacia el porvenir, el padre se hunde hacia
el pasado. De todo eso procede no sólo confianza, sino también rencor; no
sólo respeto, sino también rebelión. Así, en la relación paterno-filial está
preparada una honda crisis, que de algún modo, patente u oculto, debe
llegar a un resultado. Para el hijo representa un doble peligro; o mantener
igual la relación con el padre, prosiguiendo la filialidad como forma de
existencia, pero con eso no llegar a mayoría de edad y desperdiciar la
propia vida; o querer esa vida propia, y llegar a ser él mismo padre,
primera generación, pero entonces romper con su propio padre; destronarle
o alejarse de él.
Nos lleva a la última psicología de Jesús, o, dicho más exactamente,
al punto donde fracasa toda psicología, el observar cómo se expresa en él
esa relación. Su existencia descansa totalmente en la relación con el Padre.
De Él ha recibido misión y plenitud de poderes (Mat., 12, 27; Juan, 13, 3);
y se encuentra en amor y obediencia a Él (Marc., 14, 36; Luc., 2, 49; Juan,
5, 30); considera su propia obra entera y perfecta al difundir el Reino del
Padre (Luc., 22, 29; Hechos, 1, 7). En ninguna parte se encuentran
expresiones que signifiquen que en algún sentido él se esfuerce en lograr
su propio reino; de que quiera ser para sí, empezar desde lo propio, y si el
espacio no da para ello, abandonar al Padre, esto es, rebelarse contra Él.
Jamás sale en ningún sentido de la posición del hijo. La conserva hasta en
lo profundo de su personalidad; hasta en lo más íntimo de su misión; hasta
en la primera involuntariedad del sentimiento. La filialidad es su modo de
existir. San Juan lo dice con el término de “quedarse”, y lo refuerza con las
expresiones del prólogo, según las cuales el Hijo existe en la eternidad “en
Dios”, “descansa en el seno del Padre”... Pero todo ello sin que en ningún
10
“Padre” se dice en representación de la primera generación; “hijo”, de la
.segunda.
88
sentido sea desposeído por parte del Padre, ni hecho menor de edad, ni
puesto en una mala dependencia.
En el ámbito de lo humano no hay nada semejante... Tampoco en ese
ámbito que con sus imágenes forma la representación de sí mismo de lo
humano —a la vez justificación y desvelamiento—: esto es, el mito 11.
Jesús es definitivamente y para siempre Hijo; pero en ello
precisamente es totalmente libre. En El no se encuentra traza ni de
infantilidad ni de rebelión, ni de debilidad ni de rencor, ni de decaimiento
ni de celos.
Para entender la filialidad en el lugar más sensible, más cercano a la
crisis: el carácter de su obediencia es del mismo rango que el de la orden a
que obedece. El es el Obediente, como el Padre es el Ordenador.
11
Aquí se debería entrar más profundamente en el sentido de las historias de las
generaciones de los dioses: la neutralización de los dioses-hijos por los padres, el de-
rribo de los dioses-padres por los hijos. Pero esto nos llevaría demasiado lejos por la
historia de las religiones.
89
EL MODO DE EXISTENCIA DE JESÚS
90
1
A las preguntas planteadas hasta aquí hay que añadir otra: cómo
existe Jesús. No tengo la pretensión de poder contestar algo esencial a ella;
pero quizá haré evidente el lugar donde se sitúa el fenómeno.
El hombre no es sólo un ser concreto, como una planta o un animal,
sino que es persona. Eso no sólo significa que la vida se presenta en una
estructura especialmente conformada, sino que un espíritu individual y el
cuerpo por él conformado, están en un apartado propio del ser.
“Persona” no es ningún contenido: condición corporal, energía
anímica, energía espiritual, dotes, cultura adquirida, etc. No es nada, en
absoluto, que pueda expresarse con relaciones de contenido, sino el modo
como está todo ello en sí mismo. La persona es algo evidente y a la vez
algo no aprehensible lógicamente. Da el carácter esencial a todo lo propio
del hombre: no sólo da el que eso sea llevado por ese individuo, sino el
que pertenezca a ese “yo”, y que pertenezca de tal modo que precisamente
por ello éste se pertenece a sí mismo. No sólo hace que sea evidente a qué
sujeto hay que adscribir las propiedades, acciones, relaciones, sino el que
subsista un “yo” que tiene derecho a ellas y responde de ellas12.
Fijémonos en aquellos actos en que se hace especialmente evidente el
elemento de la pertenencia a sí mismo: cuando Jesús obedece al Padre;
cuando da mandatos a los hombres: cuando se entrega a los que creen en
El y recibe la entrega por parte de ellos. Esos actos tienen una perfección
propia. Esta no emana de que lo que se manda y realiza en ellos sea
especialmente justo o desacostumbrado, o acontezca de modo
especialmente generoso o claro, sino que emana de su modo de pertenecer
a quien los realiza.
El rango del mandato y de la obediencia, de la entrega y de la
aceptación, depende de la libertad del que actúa. Puede mandar en la
medida en que es una misma cosa con su voluntad; lo que presupone, claro
12
Véase también mi libro Welt und Person (Mundo y persona), Würzburg, 1955, p.
107 s.
91
está, que su voluntad sea una misma cosa con la norma del querer justo.
Puede obedecer en la medida en que es capaz de responder de sí. Puede
darse a otro en la medida en que se posee. Puede recibir a los demás en la
medida en que está en sí mismo. Eso significa: puede cumplir todos esos
actos en la medida en que es persona y realiza su personalidad.
En el hombre, eso ocurre sólo en medida limitada. Aun el más grande
y perfecto es sólo él mismo por aproximación. No está realmente
identificado con su voluntad, sino que se esfuerza por estarlo. No puede
responder de sí sin residuos, sino que sabe que ha de hacerlo, y se esfuerza
por ponerse detrás de sí mismo. No se posee de modo propio y definitivo,
sino que se busca y lucha por sí. No está en sí mismo, sino de camino
hacia sí mismo. Todo ello se reduce a apuntar a que en última instancia no
se encuentra realmente en situación y posesión propia, sino que es un
emancipado que requiere de la fuerza del emancipador.
Por eso es tan incierta la libertad del hombre. Es libre, y sin embargo
no lo es. Más bien ocurre que llega a ser libre, y no que lo es ya. Por eso,
visto en definitiva, su mandato tiene lugar a la vez en inseguridad y en
posibilidad de elevarse demasiado. Por eso su obediencia tiene la forma
del ser obligado por fuerza, y por eso —ambivalencia necesaria— está
dispuesto a la rebelión. Por eso se da y sin embargo a la vez no puede
soltarse realmente: permanece colgando de sí, o cae sobre el otro como
una carga. Y si el otro se entrega, entonces no es capaz de recibirle
realmente y guardarle; sino que el otro, al llegar, entra en casa de alguien
que no está en su casa en sí mismo. O que no le recibe como libre, sino
que le ata, le toma en posesión.
Todo esto es radicalmente diverso en Jesús. No sólo en lo grande,
sino también en lo pequeño; en los hechos más poderosos, como en los
gestos más pequeños, no sólo en contenido, sino en todo el carácter de su
proceder.
Desde cualquier punto de vista que se considere la relación de Jesús
con lo dado —con las cosas, con la propiedad, con el instinto, con el poder,
con la obra, con la situación histórica y el destino— en todo se hace
evidente que aquí es Él mismo, en un modo propio solamente de Él, y
tiene una libertad que sólo se encuentra en Él. Su manera de obedecer v
mandar, de entregarse a sí mismo en el trato, en la enseñanza y en el
misterio, y también de recibir el regalo de sí mismo de quien confía y cree
en Él, manifiesta que todo ello emana de una libertad de carácter único.
92
No sólo es más libre que otros, más separado de enredos, más
resuelto en la decisión, saliendo de un comienzo más profundo y enérgico,
sino que aquí hay algo radical, que funda un nuevo carácter. No se
exterioriza por el carácter insólito de la actuación y el proceder, sino en un
habitus radical; una soberanía esencial, que se hace perceptible en todo, y
que da un sentido existencial propio a todo ser, comportamiento, palabra y
actuación.
Es difícil expresarlo; lo que sigue es sólo un intento.
93
De este mismo presupuesto procede un modo de entregarse a sí
mismo, que es a la vez inaudito y convincente: Funda “en su memoria” el
misterio de la Eucaristía. En San Lucas se dice: “Y tomando pan, dio
gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: Esto es mi cuerpo, que es entregado
por vosotros: haced esto en mi memoria—. Y lo mismo con la copa
después de comer, diciendo: —Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre,
que por vosotros será vertida” (22, 17, 19 sig.). Todo se agudiza aún en el
sermón de promesa en San Juan: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del
cielo: el que coma de este pan, vivirá eternamente. Y el pan que yo daré es
mi carne para la vida del mundo... Como me envió el Padre que vive, así
también yo vivo por el Padre, y también el que me come vivirá por mí” (6,
51 y 57). Dar en alimento a los suyos su propio cuerpo y su propia sangre,
y decir que se sacrifica para expiación de los pecados del mundo, si se
toma por sí solo y humanamente, es insensatez espantosa y soberbia
enfermiza, para no hablar de su efecto penoso. ¿Cómo aceptar esto tan
inaudito? Y no sólo por discípulos exaltadamente entregados, que hubieran
perdido su sano juicio bajo su desmesurado influjo, sino por personas de la
más despierta sensibilidad, de la más clara conciencia, de la más clara
percepción de la verdad, en todos los niveles de la cultura humana y
espiritual, y en todos los tiempos y países. Esa entrega de sí debe ser
intangible en todo su carácter inaudito, esencialmente posible y requerida
por una íntima necesidad; de otro modo, se habría hundido en la
indignación de los hombres. Por tanto, sólo pudo entregarse, porque el que
se entregaba era libre sobre todo lo posible por parte del hombre. Libre de
todo lo malo, de todo lo endurecido, innatural, vanidoso. Pero también, y
decisivamente, libre para sí mismo. El que se daba así, no estaba
solamente de camino hacia sí mismo, sino que estaba en sí mismo
esencialmente y en su casa. No se buscaba, sino que estaba dentro de sí. Se
poseía de modo definitivo. Por eso podía darse: en sacrificio de la
Redención y para alimento de la nueva vida. Sin esa libertad sería
insoportable toda palabra y toda actitud.
94
sino cualitativamente diverso. De aquí procede el carácter, a la vez de
obviedad y extrañeza, que le es propio. De aquí procede la autoridad que
tiene y que no puede ser alcanzada por nadie más.
De aquí procede que sea comienzo en modo único, un comienzo que
crea por sí y que es responsable de sí mismo. Y el que escucha se puede
entregar a Él de esa manera que se llama fe: para vida y muerte, salvación
y condenación. No sólo debe, sino que puede hacerlo. El problema de la
fe, en efecto, no consiste sólo en haberse de someter al que se revela, sino
también en encontrar a aquel en quien es posible confiar, el que es capaz
de dar de sí como para ser aquel a quien se cree. Se confía en Jesús. Él es
capaz de ser responsable de la existencia.
La palabrita “soy” —o, dirigiéndose a alguien, “eres”, o narrando,
“es”— se oculta en todo lo que puede decirse del hombre. Esta palabra es
diversa en Jesús que en los demás hombres.
Por eso todo absolutamente es diverso en Él. En Él se encuentra la
misma materia existente que en nosotros: comer, dormir, vestirse, gozo y
alegría, caminar y hablar, vivir y morir; sin embargo, todo es diverso en
carácter básico, por una diversidad que no cabe captar directamente en
absoluto, y que opera en todo. Nunca ocurre un milagro; sin embargo, todo
está sacado de quicio y transformado.
Su entera existencia es “milagro”: irrupción en la trabazón del
mundo, de modo que se podría decir: Tal modo de existencia no es posible
por parte del mundo y de sus presupuestos, conocidos para nosotros. Con
ello entra alno más a la vista. Su existencia es signo, manifestación de lo
divino, epifanía. Algo de eso resplandece en la fórmula que reaparece
frecuentemente en San Juan: “...que yo soy”. Así dice (Juan, 8, 28) a sus
adversaros; “Cuando elevéis al Hijo del hombre, reconoceréis que Yo
Soy”. Claramente señala el Evangelista la epifanía del Kyriotes Cristo:
“Hemos visto su gloria, gloria de su Padre como único Hijo” (1, 14).
95
2
96
mantiene. No la rehúsa ni en la forma de la debilidad, ni en la forma de la
soberbia.
Es por esencia “el enviado”; referido al mundo como conjunto, a la
existencia en general. Nunca tiene Jesús carácter privado. Nunca le
importa una obra personal. Tampoco en el sentido en que le importa al
creador más obligado. Nunca le importa su gloria.
Más aún, ni siquiera su salvación. Es importante ver que en la
conciencia de Jesús no hay preocupación por su salvación, sirio sólo la
preocupación por su misión. Pero esta misión no es una actuación entre
otras del mundo, sino que, por naturaleza, tiene como contenido el mundo
mismo, el retorno de la existencia a la patria.
Por eso su responsabilidad se dirige a la misma existencia, y Él es
capaz de esta responsabilidad.
Por eso también la experiencia y la vivencia de Jesús reciben un
carácter que sólo les es propio.
Hay diversas técnicas para aliviar lo pesado: que el amenazado la
emprenda con ello o que se defienda; que se cierre ante ello, o huya; que
con algún medio de sugestión se desvíe de ello hablando; que se detenga
en las capas superficiales del dolor, etc. La técnica más eficaz, ciertamente,
es la de ceder interiormente, o capitular ante ello, o dejarse caer en ello, o
de cualquier otro modo entrar en la posición de la impersonalidad, y
dejarlo que tenga lugar en uno, o sobre uno, o por encima de uno,
pasando...
La cuestión última en el destino consiste en sí el hombre sigue siendo
ahí “él mismo” o no. Con eso no se ha dicho nada sobre la intensidad de la
experiencia, o la viveza de la fantasía, o la ternura de la sensibilidad, todo
lo cual depende de las condiciones; sino más bien sobre el carácter de todo
proceder, por determinado que esté por la circunstancia. La distinción se
hace evidente, por ejemplo, en el modo como pasan un dolor el niño y la
persona mayor. El niño quizá lo siente más firmemente, porque no ve más
allá de la hora presente, y su ámbito vital está totalmente lleno por él;
mientras que la persona mayor se encuentra en su experiencia con la
ineludibilidad del hombre responsable; por lo demás, en la medida en que
lo sea, pues la responsabilidad y mayoría de edad no son sólo una cuestión
de años, sino también y ante todo de seriedad ética y de madurez espiri-
tual.
Análogamente, pero en otro plano, ocurre aquí. La experiencia de
Jesús tiene una responsabilidad y una gravedad, ante la cual es un niño
97
todo hombre que conozcamos; si es que ya no requiere una caracterización
diversa el hecho del pecado, de su cerrazón y sordera.
98
LA ABSOLUTA DIVERSIDAD DE JESÚS
99
1
EXPRESIONES DE ABSOLUTO
100
Hemos hablado de cómo esa figura presuntamente sencilla en lo
humano, en realidad, si no se la aplasta, vuelve a romper siempre la
psicología; de cómo en ella se hace perceptible un centro de existencia que
escapa a toda captación: ¿no brota ahí una línea de sentido, que apunta más
allá y lleva a fórmulas decisivas? Y tales fórmulas, ¿no resultan buenas
efectivamente, y por cierto a partir de la conciencia de la figura de Jesús
todavía no elaborada teológicamente, sino aparentemente —subrayamos
aparentemente— original; a partir de lo que vieron los discípulos, su
“gloria, gloria de su Padre como único hijo” (Juan, 1, 14)?
En la introducción a su primera Epístola dice San Juan: “Lo que era
desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros
ojos, lo que hemos contemplado, lo que nuestras manos han tocado de la
Palabra de vida —pues la vida se ha manifestado; la hemos visto, damos
testimonio de ello y os anunciamos esta Vida eterna que estaba en el Padre
y nos ha aparecido—, lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para
que estéis en comunidad con nosotros. Y nuestra comunidad es con el
Padre y con su Hijo Jesucristo” (1, 1-3). ¿No habían de ser estas palabras
el testimonio original y fidedigno de esta experiencia?
Fórmulas semejantes, que llevan desde el supuesto Jesús
simplemente humano al Cristo de la supuesta metafísica de culto, aparecen
numerosas en los Evangelios sinópticos.
Sobre todo, son importantes estas tres; el grito de júbilo y salvación
de Jesús en el capítulo 11 de San Mateo; el sermón sobre el juicio en el
capítulo 25 de este mismo Evangelio; v las palabras al instituir la
Eucaristía, que están trazadas en los tres Sinópticos.
Las hemos de examinar más de cerca.
El primer pasaje se encuentra en San Mateo:
“Por ese tiempo, Jesús se puso a hablar diciendo: —Te doy gracias,
Padre, Señor de los cielos y la tierra, porque has escondido estas cosas a
los sabios y a los listos, y las has revelado a los insignificantes. Sí, Padre,
porque así fue tu agrado ante tus ojos. Todas las cosas me están dadas por
mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni conoce nadie al Padre
sino el Hijo y aquél a quien el Hijo quiere revelárselo. Venid a mí todos los
que sufrís y estáis oprimidos, y yo os descansaré. Poned mi yugo sobre
vosotros y aprended de mí, que soy dulce y humilde de corazón, y
encontraréis alivio para vuestras almas. Porque mi yugo es fácil y mi carga
es ligera” (11, 25 sig.)
101
Es una declaración solemne y se estructura en tres niveles. El primero
(25-26) parte de la aparente contradicción que se abre entre la presentación
y resultado de Jesús, por un lado, y, por el otro, su conciencia de la
importancia de su persona y misión. Pero precisamente aquí se patentiza la
verdad, pues debe haber tal contradicción. En efecto, se trata de la
redención del mundo, prisionero en sí, y rebelado contra la santidad de
Dios. No puede hacerse sino remitiendo al mundo a sus límites.
Los “sabios y los listos”, esto es, los que se aferran al mundo, se
apartan de él; los “pequeños” prestan atención. A ellos se les manifiesta
Dios precisamente por la acción que cumple en Jesús. Es la acción de la
salvación, procediendo de la graciosa voluntad de Dios, y de acuerdo con
su agrado. Luego (v. 27) enérgicamente, las palabras sobre la relación de
Jesús con el Padre: el “conocimiento” bíblico; la sagrada contraposición de
mutuo conocimiento entre Padre e Hijo.
Este saber no lo tiene nadie fuera de Él; ni tampoco tiene el sagrado
poder que es la otra cara de este saber. Saber y omnipotencia le están
concedidos, y Él los da “a quien quiere”. La libertad de la disposición, que
reside en el “agrado” del Padre, pasa a Jesús. Se echa de ver una relación
“yo-tú”, un acuerdo en la soberanía... De todo esto resulta que esa
filialidad es algo diferente que aquella en que toma parte el que reza el
Padrenuestro...
La tercera sección (28-30), por su parte, contiene la inaudita
exigencia: “¡Venid todos!”. Jesús se ha puesto a la altura de la perplejidad
de los hombres, y le trae calma. Y luego, igualmente inaudito: no el yugo
“de Dios”, sino “mi yugo”, lo mismo que en el Sermón de la Montaña no
se dice “así habla el Señor” sino “pero yo os digo”, con la base: “Aprended
de mí, que soy dulce y humilde de corazón”. Hace y tiene y es lo que
requieren las exigencias del Sermón de la Montaña. Y por cierto, “de
corazón”, entero, sin residuo, por la pureza de la disposición. Pero ¿qué
quiere decir si aceptamos una frase como ésta: Si vosotros, siendo malos,
sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos...” (Mat., 7, 11); si ese “vosotros”
reúne a todos los hombres en el mal?
Aquí, en la simplicidad del lenguaje de los Sinópticos, Jesús se pone
sencillamente con el Padre, frente a todos los hombres. Ningún hombre
que se hubiera formado en la escuela del Antiguo Testamento y asintiera a
las exigencias del Nuevo, hablaría así jamás. Se saldría de todo orden de la
Revelación. Se- ría crimen contra su espíritu; absoluta rebelión.
102
El segundo texto es el sermón sobre el juicio. Dice así:
“Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria y todos sus ángeles
con él, entonces se sentará en el trono de su gloria. Se reunirán delante de
él todos los pueblos, y separará unos de otros, como el pastor separa las
ovejas de los machos cabríos. Y pondrá las ovejas a su derecha y los
machos cabríos a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los de su derecha:
Venid los benditos de mi Padre; tomad en herencia el Reino que os está
preparado desde la fundación del mundo. Tuve hambre y me disteis de
comer, tuve sed y me disteis de beber, era forastero y me recibisteis, estaba
desnudo y me vestisteis, estaba enfermo v me vinisteis a ver, estaba en la
cárcel y me visitasteis. Entonces los justos le contestarán: Señor, ¿cuándo
te vimos hambriento y te dimos de comer, o sediento y te dimos de beber?
¿Cuándo te vimos forastero y te recibimos, o desnudo y te vestimos?
¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a tu lado? Y el Rey les
contestará: Os digo de veras, en cuanto lo hicisteis a uno de mis hermanos
más pequeños, a Mí me lo hicisteis. Y entonces dirá a los de su izquierda:
Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado por el Diablo y sus
ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me
disteis de beber, fui forastero y no me recibisteis, estuve desnudo y no me
vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me vinisteis a ver. Entonces
replicarán: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, o forastero, o
desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te socorrimos? Y él replicará: Os
digo de veras, en cuanto no lo hicisteis con uno de esos más pequeños,
tampoco lo hicisteis conmigo. Y se irán, ésos a la condenación eterna, pero
los justos a la vida eterna” (Mat., 25, 31-46).
“Juzgar”, en el sentido de este texto, significa ese acto que establece
la absoluta verdad sobre la existencia del hombre; que saca al hombre del
encerramiento de la historia a la apertura de la presencia ante Dios; que
pesa su acción y su mente, con ello le define ante la eternidad,
adjudicándole su destino definitivo. Este juicio, por tanto, es un acto de
Dios, esencial e inalienablemente.
Sin embargo, según nuestro texto, el que ejerce ese juicio no es
“Dios”, sino Jesús. Quien se sienta en el “trono de la gloria” no es el que
apareció en el Horeb; el inaproximable de las teofanías, sino el que habla
aquí, Jesús de Nazaret. Eso lleva a la alternativa: o él se sabe en algún
sentido igual en rango a Dios, o pretende como hombre lo que esta
absolutamente reservado a Dios.
103
Pero no se encuentra en el modo de ser y actitud de Jesús ninguna
señal de voluntad de poderío, de subir sobre sí mismo, de hybris de
cualquier especie. Todas esas cosas contradicen el profundo temor del
Antiguo Testamento ante cualquier mezcla de lo humano con lo divino, es
inconciliable con el más personal ethos de Jesús, y está absolutamente
excluido por la inconfundible claridad de verdad que determina su ser. Es
simplemente imposible que Jesús pusiera en cuestión la divinidad
exclusiva de Dios. El mejor lógico puede cometer un error; el hombre más
justo puede engañarse sobre sus motivos ocultos; el más cuerdo conocedor
de la vida puede ser víctima de un disimulo: nunca dirá Jesús una frase que
afecte a la gloria de Dios por las consecuencias de su pensamiento o por
los motivos que le mueven. Quien considere esto posible, no le ha visto
todavía en absoluto.
Como consecuencia, sale también a luz la siguiente pregunta: ¿Cómo
juzga Jesús? ¿Qué forma la medida de su juicio? Evidentemente, el valor
del amor; culminando en amor al prójimo, que, sin embargo, de acuerdo
con el “mandato primero y máximo”, está unido con el amor a Dios.
Según eso, de acuerdo con todos los puntos de vista éticos, el juicio
tendría que realizarse del siguiente modo: Vosotros habéis ejercido el amor
a los demás. Esto es reconocido por Dios, y se declara fundamento de la
vida eternamente feliz. En cambio, vosotros no habéis ejercido el amor;
eso queda desvelado, y sobre ello cae el juicio de eterna condenación... Sin
embargo, no es así, sino que se dice: Yo estaba necesitado de amor:
vosotros lo habéis tenido conmigo. En cambio, vosotros me lo habéis
rehusado... Eso no significa solamente, por ejemplo, que Él, el primer
llamado, se adelante a la objeción de que el amor sea sólo rehusado a éste
o aquél, cualquiera, y asegure la comunidad de todo lo humano, al
declararse solidario, Él, el Maestro, con “el más pequeño de sus
hermanos”. No, sino que aquí ocurre algo completamente diverso. Jesús
dice: Ejercer el amor, significa amarme a mí. Faltar al amor, significa faltar
contra mí.
Así pues, lo que determina el carácter de lo bueno y lo malo para
Cristo, lo que decide el valor de una acción ante Dios, y su significado
para la vida eterna, no es, como en la relación ética general, la categoría
moral, sino Él mismo, su persona. En el lugar donde de otro modo estaría
la validez ética, iluminando la acción, aparece Él. La línea de
fundamentación de sentido, que se desarrolla en todo enjuiciamiento ético
según la norma —así por ejemplo, una acción es buena, porque realiza la
104
bondad—, desemboca, vista cristianamente, en su persona. No se dice: es-
tas palabras son buenas porque expresan la verdad, sino: porque dicen que
sí a Jesús.
105
Historia Sagrada, sino la persona, la acción, el destino de Aquel que allí
funda, el mismo Jesús.
Aquí, para la interpretación del conjunto, hay que tener en cuenta la
manera y mentalidad de los que toman parte en él. Son hombres de la
Antigüedad, que no piensan de modo abstracto, sino intuitivo: Pero no son
hombres del ámbito helenístico, a quienes resulta fácil colocar en todo el
carácter de divinidad, sino hombres que se han formado en la escuela del
Antiguo Testamento, y que llevan en sí el estremecimiento ante todo roce a
la Majestad de Dios, el horror a todo lo sensible y dionisíaco, todo lo que
pudiera recordar el culto mistérico y la mixtificación.
Este pasaje contiene una expresión sobre Cristo, que lleva a su vez un
equivalente del concepto del Logos. Lo que se dice de Jesús a través de la
introducción a San Juan, en lo metafísico, y en el Sermón sobre el juicio,
en lo ético, se expresa aquí en el aspecto del culto religioso.
Ello quedará subrayado por la siguiente consideración: El Fundador
dice: “Tomad, comed, esto es mi cuerpo..., bebed todos de esto, porque
esta es mi sangre”. Así pues, no se trata en modo alguno de un símbolo de
amistad, o de comunidad espiritual, o de participación por gracia, sino que
se significa claramente la idea de comer y beber. Lo que dicen San Pablo
en aquél pasaje esclarecedor de la Primera Epístola a los Corintios, y San
Juan en el Sermón de Cafarnaúm, constituye el ahondamiento teológico de
aquello de que se trata aquí. Jesús declara inequívocamente que la nueva
existencia, por él anunciada y posibilitada, debe ser nutrida por su vida
concreta. Pero esto significa, dicho negativamente: en Él no hay nada que
tenga el carácter de lo perjudicial, venenoso, destructivo. Dicho
positivamente: la vida nueva de los redimidos se construye a partir de la
suya.
Ningún hombre habla así. Ningún hombre del Antiguo Testamento;
ningún Profeta hablaría así. Simplemente, no se le ocurriría. Tampoco
hablaría así nadie que estuviera en el ámbito del Nuevo Testamento,
llevando en sí su posición, aceptando en sí su ethos, habiéndose apoderado
de algún modo de su idea. Éste precisamente no; cuando más hondamente
“cristiano” se hiciera uno, más absolutamente estaría alejado de estas
palabras y de la actitud que está en su base.
El resultado es la misma alternativa que antes se ha hecho visible.
107
2
LA PRINCIPIALIDAD
110
Bien es verdad que Jesús está en su ambiente, pero todas las frases
del relato evangélico muestran que no se disuelve en ÉL Y no sólo en
cuanto que se opusiera a él, como lo hace todo hombre moralmente serio,
cuando se defiende de influjos perniciosos de su ambiente, o el hombre
extraordinario, cuando se eleva por encima de él, sino en una forma
decisiva. Los que se encuentran con Él, le sienten en lo más hondo como
extraño. No saben cómo están con Él. Les intranquiliza, les asusta.
Siempre se vuelve a hacer evidente qué asustados están, sacados de la
normalidad de su conciencia. Tratan de insertarle en sus conceptos, pero
no resulta. Y no sólo en el sentido, como ocurre en todo hombre genial, de
que descuelle sobre su ambiente, sino esencialmente. Tan pronto como
tratamos de representamos más exactamente su esencia, nos damos cuenta
de que a nosotros nos pasaría igual. En todo ambiente estaría extraño; en el
ambiente cultivado griego, en el ambiente bien educado romano, en el
proletariado. No le estaban abiertos los hombres de determinadas calidades
psicológicas o culturales, sino los de aquella actitud que puede transfor-
marse en fe. Pero ésta no consiste en presupuestos que quepa estipular,
sino en una libre decisión del corazón y la voluntad; y en la
impenetrabilidad de la gracia...
Lo mismo ocurre con referencia a la Historia. Está en ella, tanto en la
historia de su nación como en la historia del hombre en general. Es el
heredero de esa historia, como se expresa en el nombre y concepto de “hijo
de David”. El la toma como propia, responde de ella ante Dios, la lleva a
su cumplimiento, la pone por obra en su propio destino. Pero eso preci-
samente lo hace de un modo que le aísla aun más profundamente que si se
declarara, por el contrario, desinteresado... Así lo expresa la temporada en
el desierto; las horas de oración en las alturas; Getsemaní —aquí nadie
puede “velar con él”—. No es soledad fáctica, sino cualitativa: “Mi Padre
que está en los cielos”; el “nosotros” del Padrenuestro: “Mi Padre y
vuestro Padre”. Con eso mismo deja también abolida la Historia, disuelve
su hechizo, aporta lo nuevo que se transforma. Es obediente hasta la
muerte a la Historia, en que reside para Él la voluntad del Padre; pero
desgraciadamente ahí se muestra como Señor. Esto se expresa en la
conciencia, que le es esencial, de ser su Juez; con lo cual, a su vez, se
quiere decir algo completamente diverso que cuando un hombre
sobresaliente enjuicia la Historia o lleva hacia lo nuevo. Él es
continuadamente la conciencia escatológica del Juicio del mundo, de la
parusía. Esto no se sobrepone como afirmación extraña sobre algo que en
sí es normal, sino que revela lo que ya está siempre en su actitud.
111
El hecho de que Jesús no pueda ser deducido de aquello de que se
puede deducir a todo hombre en la mayor parte de su ser, o sea, del
ambiente y la historia, manifiesta su “principialidad” 13. De Jesús no hay ni
idea ni mito. “Idea es la imagen esencial de una cosa o de una relación de
sentido. Si un hombre ve un hecho de valentía real, y penetra en el lo
específico de este proceder en espíritu y sentimiento, comprende “que” es
valentía. Se le abre su esencia. Eso es la idea; Resplandece en el fenómeno
concreto, pero es más que este. Si el espíritu la capta, entiende el hecho
concreto de valentía en cuestión, pero a la vez tiene un acceso a todas las
formas y grados de proceder valiente, pues hay muchos de ellos: el que se
hace evidente y el que se retrae, el natural y el conseguido en superación
de sí mismo, el generoso y el tacaño, etc. Quien ha obtenido una vez la
idea de la valentía, la vuelve a hallar en sus diversas encarnaciones, puede
enjuiciarlas y entender su significado para el conjunto de la vida.
¿Hay semejante idea de Cristo? Se ha afirmado y creído poderla
nombrar: algo así como la pura humanidad, o la perfecta bondad, o la pura
unión con Dios. Desde la Ilustración se han intentado tales cosas, y con
eso se ha superficializado y corrompido su esencia.
O se ha entrado más hondo y se ha dicho que su idea era la del
Hombre-Dios. Esto, a primera vista, parece iluminar. Pero si hay tal idea
del Hombre-Dios, entonces debe ser aprehensiblc del mismo modo que
todas las ideas: por experiencia, reflexión c iluminación interior, a partir
del mundo en torno nuestro y en nosotros mismos. ¿Qué podría significar
entonces la idea del Hombre-Dios? Algo sumamente problemático: la
divinidad, como nos la imaginamos, y la humanidad, como la conocemos:
13
La categoría de la principialidad se funda en una de las preguntas prístinas de la
existencia: en la pregunta por el principio. En el primitivo pensamiento místico
desempeña un gran papel. Todas las teogonías y cosmogonías de la Antigüedad son
una respuesta a la pregunta de dónde viene todo, la pregunta por aquello que no tiene
comienzo ello mismo, pero lo lleva todo al ser y le dota de esencia y potencia. La
pregunta por el principio, por el arje, es la primera pregunta de ordenación,
procediendo de la impresión de los entes, de que no persisten por sí mismos, sino que
están en fluir: que no se explican a sí mismo, sino que remiten a algo diverso... El
asombro entra entonces en el preguntar filosófico y lanza la contrapregunta, de hacia
dónde va todo. De ambas resulta la posición del hombre, tanto teórica como
existencial. Del principio viene todo: disposición, realización, destino... También esto
se desarrolla en lo filosófico y lo científico. La pregunta sobre ambos principios actúa
sobre todas las demás. Aquí tenemos ante nosotros uno de los esquemas de todo
preguntar, quizá el básico: la principialidad...
112
ambas cesar unidas de un modo tal que conozcamos, por ejemplo, cómo
están unidos el cuerpo y el alma, o la conciencia y una idea básica que la
determina, o como un grado inicial de despliegue vital, con su suprema
cima. Lo que saldría de ahí, sería algo lleno de contradicciones, mejor
dicho, impuro, en que todo estaría corrompido, lo divino, lo humano y el
enlace de ambas cosas. Efectivamente, así se ha pensado a menudo, o
mejor se ha fantaseado: en los antiguos semidioses y héroes, en el genio
divino del Renacimiento y la personalidad perfecta del clasicismo, en el
semidiós de Hölderlin, en el superhombre de Nietzsche. Con todo eso no
tiene nada que ver Cristo. Si sabemos que es el Dios-Hombre, no decimos
con eso nada que sea comprensible partiendo del mundo, sino algo
cualitativamente nuevo y diverso, que recibe su sentido sólo de la vida
interior de Dios, y de lo que Dios se propone con los hombres...
Lo mismo que no hay una idea de Cristo, tampoco hay un mito. Los
mitos son formas y acontecimientos que surgieron en la primitiva
conciencia intuitiva y poetizadora, la cual interpretaba con ellos la esencia
del mundo y su propia existencia. Por ejemplo, el mito del Sol había de un
ser luminoso con poder sobreterrenal, que se eleva soberanamente, supera
al dragón de la tiniebla, y da luz, calor y fertilidad; pero que sucumbe
luego en la lucha con el dragón y, sin embargo, al fin vuelve a surgir de
nuevo. Este mito interpreta a la vez el alma y su deseo de luz, así como los
azares que experimenta por ello. Ha hallado su expresión en los diversos
dioses solares, en los héroes legendarios como Sigfrido o Krisna.
Pero Cristo de ningún modo es encarnación de uno de semejantes
mitos. De ningún modo se le puede entender partiendo del poder y del
destino de la luz; o de algún otro motivo mítico, como por ejemplo, el de
la fertilidad, que surge del encuentro de cielo y tierra. A ello contradice
ante todo el hecho inconmovible de que Él es historia. Mientras las figuras
míticas se comportan respecto a la Historia como el horizonte que siempre
retrocede al avanzar hacia él. Cristo está en medio de ello, en un lugar
claramente determinado en el espacio y el tiempo y el conjunto de los
acontecimientos. Toda su figura, toda su actitud, toda su acción, su
relación con Dios y con los hombres, no llevan adherido nada de esa
idealidad propia del mito, que tiene validez en todas partes y a la vez no
está en ninguna; no llevan nada de su simbolicidad y de su falta de
obligatoriedad. Cristo no es absolutamente nada ideal; nada simbólico. Es
totalmente realidad. Es persona y se dirige a la persona. De aquí ese
113
realismo, que a veces va aparentemente hasta lo cotidiano y banal, y que
da ocasión a todos los metafísicos y mitómanos de considerarse elevados
sobre Él. Pero pone en movimiento la persona y, desde ella, la realidad de
la vida. En su esencia falta lo pagano, que caracteriza al mito; ese
vencimiento ante el mundo y ese hechizamiento en el mundo, que tiene el
mito. Rompe todo mito y pone a los hombres en una relación que atraviesa
oblicuamente por todo lo mundano llegando hasta el Dios sagradamente
personal. Por esto se hace comprensible el peculiar odio instintivo de todos
los míticos contra su esencia.
114
de tal modo que su raíz y esencia sólo están en Él mismo. Es la divinidad
de Dios a lo que responde la adoración en el hombre dispuesto.
En San Juan, habla Jesús con sus adversarios y les dice: “Entonces
sabréis que Yo Soy” (8, 28). Estas palabras pertenecen al lenguaje que sólo
Dios puede emplear. Por ellas habla la misma conciencia que por las
palabras dichas en el Horeb. Jesús “es”, sencillamente. Aquél de quien se
trata; el que tiene lugar mediante la Revelación; el que comienza con la
nueva creación. Por eso no representa más que una explicación de esa
frase el que Cristo diga en el Apocalipsis: “Yo soy el Alfa y el Omega, el
primero y el último, el principio y el fin” (22, 13).
Ha venido realmente al mundo, a entrar en la Historia, hombre con
cuerpo y alma de hombre. Pero está en ella realmente de un modo para el
cual no hay concepto humano.
Pertenece a este mundo en la autenticidad de haberse encarnado y, sin
embargo, a la vez es independiente respecto a él. Él le llama, como quien
es; le levanta del engaño, le pone en un nuevo principio, en el principio
que procede de Él.
Así queda determinada la relación del hombre con Cristo. El acto, por
el cual va hacia Él, y la relación que contrae con Él, deben participar del
carácter que tiene el mismo Cristo. Le falta la protección de las
certidumbres diversas que se orientan hacia las cosas del mundo. Es
principio: principio subjetivo, principio de vida, y al principio sólo se llega
precisamente en cuanto que se empieza.
Cierto es que hay aproximaciones: la exigencia de redención; la
búsqueda de guía que haga libres; el preguntar el de dónde y a dónde, por
qué y para qué. Cuando encuentra a Cristo el que está así dispuesto, ve: A
éste me puedo confiar; aquí está “el camino, la verdad y la vida”. Algo en
él —el anima naturaliter christiana de Tertuliano— reconoce al llegado.
Pero, como se ha dicho, esto sólo es aproximación. El paso mismo que
comienza, debe arriesgarlo en libertad.
En Cristo empieza lo realmente nuevo: por eso no va desde el mundo
hasta Él ninguna línea en que abolir ese riesgo que se expresa en el peligro
del escándalo; en la sensación de que uno puede “convertirse en un loco”.
115
principio en el hombre, le libera, más aún, le crea. El principio del hombre
es el eco de ese principio que es Cristo.
El principio que en Cristo se yergue corporalmente en el mundo, y el
que Él crea en el hombre, forman un todo. En efecto, Cristo ha venido
como Redentor, en amor, y ello quiere decir hacia nosotros, “para
nosotros”. De ese modo, si así se puede decir, se cumple su “redentoridad”
arrancando constantemente del hombre a quien llama, a quien da la
posibilidad de entrar en el nuevo principio, y con ello, de empezar el
mismo.
Todo eso se llama “gracia”. El hombre ha de reconocer a Cristo,
decidirse por Él, avanzar a Él, atreverse hacia Él, cumplir desde Él el
nuevo comienzo; pero todo ello es ya obra de arriba, y forma un todo con
lo que hay en Cristo.
Ese acto que se hace así posible por la gracia, hacia Cristo, en que se
realiza lo más propio del hombre y en que, sin embargo, todo está
convocado y entregado, es la fe. La fe, por el lado del hombre, es la
realización de ese principio que Cristo establece mediante toda su
existencia.
En todo ello se exige una decisión —la decisión, sin más—. Los
diversos intentos de considerar a Jesús de modo psicológico o sociológico
o mitológico, hacen todos lo mismo: desvían la decisión hacia lo universal
humano. Por interesante o incluso importante que pueda ser esto, lo
universal humano, en realidad es de importancia secundaria. El hombre
que hace tales intentos no ve en absoluto a Jesús, el que empieza desde la
libertad de Dios, sino que se queda en él mismo, en la cerrazón del mundo.
Jesús sólo es visto realmente por aquél que cree en Él, o que se escandaliza
de Él, y ello constituye la exacta contraposición a la fe.
Jesús lo ha dicho Él mismo. Al responder a la pregunta del Precursor:
“—¿Eres tú el que tiene que venir, o esperamos a otro?”, lo hace de modo
que se remite a la profecía de Isaías, y da a entender que se ha cumplido en
Él, esto es, que Él es el Mesías. Pero luego añade: “Y dichoso el que no me
toma como ocasión de escándalo”. (Mat., 11, 6). La posibilidad de que se
escandalicen de Él forma parte de la naturaleza de Jesús; precisamente
porque Él es el comienzo. Exige al hombre abandonar las relaciones de
certidumbre del mundo, y arriesgarse hacia ÉL Si el hombre llega al
acuerdo con esta exigencia, entonces queda establecida la relación de la
gracia, de la fe, y empieza la nueva existencia. Si se cierra en sí mismo, si
116
se rehúsa, entonces se despierta la rebelión contra la exigencia que ahí se
le plantea, y eso es el escándalo.
Fe o escándalo, esas son las auténticas actitudes de-terminadas por la
esencia de Cristo. La fe ve en El el principio y se instala en ÉL Está
dispuesta a pensar y vivir desde ÉL a ponerse bajo su juicio y a apelar a su
gracia. El escándalo Le declara adversario de la vida, enemigo del mundo,
y proclama contra Él una guerra que no existiría sin ÉL El hecho de que
esta decisión se haga cada vez más evidente, constituye el único sentido de
la Historia que cabe determinar con claridad. Cada vez se dividirá más
claramente el mundo en aquellos que creen en Cristo y aquellos que se
escandalizan de Él14.
14
Sobre el carácter de esta lucha, véase la idea que se repite varias veces en el
Evangelio de San Juan: “Vosotros queréis matarme”, acentuándose en la voluntad de
los enemigos de Jesús de matar incluso a Lázaro, el resucitado por Él.
117
3
EL HABER VENIDO
118
desde un dominio más allá de la Naturaleza y provista de un sentido que
entra en tensión con ésta. Las religiones y las filosofías interpretan esta
relación. La fe la determina definitivamente, al decir que el alma no
procede del conjunto del mundo, sino, cada vez para sí c irrepetible, de la
voluntad creativa de Dios. Por eso, todo hombre está inmediatamente
puesto ante Dios. Siente la religación15 en el misterio del origen creativo:
al menos, la puede sentir si aplica la necesaria atención. Esa religación
atraviesa por todas las relaciones de dependencia al mundo y forma la vida
religiosa. Por eso con todo hombre empieza de nuevo la existencia. Por eso
la historia del hombre es algo diverso de la línea de devenir de una especie
arbórea o animal. Es más bien una conexión cuyos miembros individuales
no se resuelven enteramente en ella, sino que, a la vez, cada cual por si,
están referidos a Dios, y, por tanto, tienen todas las posibilidades positivas
y negativas del principio. De aquí procede la estructura dialéctica de la
Historia. De aquí también el hecho de que en esta no hay nada conclusivo:
no se resuelve definitivamente ningún problema que esté enlazado con la
existencia como tal: siempre ha de ser vuelto a asumir como nuevo en la
existencia de cada individuo. De aquí la inseguridad de la Historia;
siempre está puesta en juego como por primera vez. Pero aquí también la
posibilidad siempre nueva y la esperanza que se abre con cada hombre.
El árbol brota del mundo; el hombre, con su alma espiritual, es
implantado en él al ser creado. La existencia de Cristo es diversa también,
y en un sentido absoluto. También en Él hay algo brotado del mundo; su
organismo procede de su Madre terrenal; lleva en sí la herencia de una
antigua raza; su personalidad contiene el haber común de su época, en lo
humano y lo espiritual. También existe en Cristo algo inmediatamente
creado: Su alma grande y santa, surgida de la voluntad creadora de Dios,
como el alma de todos nosotros. Pero de lo más peculiar suyo hay que
hablar de otro modo: Él es el Hijo de Dios, y, como tal, “ha venido al
mundo”.
15
N. DEL T.—Rückverbindung; es de suponer que el lector aceptará la afinidad
implicada al traducir esta palabra por el término religación, con toda su resonancia
zubiriana, también evidente en algún otro vocablo en los párrafos siguientes.
119
precisamente uno de los motivos básicos de su modo de presentarle, y
fundamenta su carácter misterioso. “Yo nací y vine al mundo para esto,
para atestiguar sobre la verdad” (18, 37). Aun más impresionantemente
dice a sus discípulos en la última Cena: “Salí del Padre y vine al mundo;
otra vez dejo el mundo y voy al Padre” (16, 28). Por su parte, la
introducción dice del eterno Hijo de Dios: “Vino a lo suyo, y los suyos no
le recibieron” (1, 11). La venida queda enérgicamente subrayada por la re-
sistencia del dominio a que viene.
Esta palabra “venir” no indica ninguna imagen, sino una realidad.
Hace perceptible un movimiento: un camino que ha quedado atrás; una
decisión por la cual uno se ha puesto en camino; un terreno de salida, del
cual trae el camino. La expresión es reveladora. Hace evidente que Dios no
sólo es el espíritu absoluto, que se sustancia en todo y lo lleva todo, sino
también el que se eleva, marcha y llega. En Cristo está el Hijo de Dios
como el venido al mundo.
Esta venida no es ninguna aventura de un héroe divino, sino que
ocurre en misión y omnipotencia. Jesús mismo dice —y la palabra expresa
a su vez la mas honda conciencia de su ser— que “ha sido enviado.”
También de este concepto está penetrado todo el Evangelio de San
Juan: “Como me ha enviado el Padre, así también os envío yo”, dice Él a
sus Apóstoles después de la Resurrección (Juan, 20, 21).
Detrás de su venida hay una resolución, la eterna resolución del
Padre, de que habla San Pablo, al decir en la Epístola a los Colosenses:
“Pues Dios se ha complacido en hacer habitar en Él toda la Plenitud, y por
Él, en reconciliar a todos los seres para Él” (1, 19-20).
Esta resolución se hace presente a través de toda la vida de Jesús:
dondequiera que hable de la voluntad del Padre. Lo que es su venda como
entrada en la existencia terrena, lo es, como constante determinación de su
acción, el cumplimiento de esta voluntad, la obediencia al Padre. Y la
forma de expresión de la voluntad sagrada, tal como se produce
constantemente desde la misma existencia concreta, es “su hora”… “Mi
hora no ha llegado todavía” (Juan, 2, 5). Esa inmediata determinación por
la “voluntad” atraviesa por todas las situaciones interiores.
Pero, una vez más: “Haber sido enviado y venir” sólo lo podía hacer
el Hijo, porque existía eternamente en personalidad viva. No es sólo una
fuerza que hace irradiar al Padre; no es una mera iluminación que viene
sobre una persona; ni aun una forma de plenitud ético-religiosa o un grado
místico de existencia del hombre, sino Él mismo, persona.
120
La Epístola a los Hebreos expresa ese hecho al escribir: “Por eso al
entrar en el mundo, el Cristo dice: ...Mira, aquí vengo, pues es de mí de
quien se habla en el comienzo del libro; para hacer, oh Dios, tu voluntad”
(10, 5-7). En el Evangelio de San Juan se dice en la oración sacerdotal:
“Ahora glorifícame tu, Padre, contigo mismo, en la gloria que tenía
contigo antes de que existiera en el mundo” (17, 5). La fuente de esa
existencia, por su parte, la expresa la frase: “A Dios” —esto es, al Padre
—” nadie le ha visto: el único Hijo, que está en el seno del Padre, es quien
le ha manifestado” (Juan, 1, 18).
Este es el primer principio. Detrás de él ya no se ve más. Es el
dominio prístino de Dios, de que habla el principio del Evangelio de San
Juan: el amor intradivino, a que no alcanza nada creado: “En el principio
existía la Palabra, y la Palabra existía en Dios, y la Palabra era Dios. Ella
estaba en Dios en el principio” (1, 1-2). Esta eterna Palabra, el Hijo eterno
en el corazón del Padre, ha “venido” en Cristo y está ahora “en nosotros”.
Tres frases inagotables: Ha venido al mundo... enviado por la
resolución del Padre... ha nacido del Padre antes de todo tiempo. Estas
frases determinan el modo como Cristo está en el mundo.
Haremos bien recibiéndolas profundamente en el espíritu, en la más
íntima sensibilidad, para hacernos capaces de distinguir lo que debe
distinguirse: la planta y el animal brotan del mundo; el hombre es
implantado en él con su núcleo espiritual personal; Cristo viene al mundo.
Este hecho determina su esencia. En él vive la conciencia de ello. Por ello
es Él el misterio que es. Por ello es Él el conocido y el desconocido a la
vez. Está ahí realmente, pero con la infinitud del camino tras de él.
Efectivamente en el mundo, pero de tal modo que nadie le puede absorber
nunca.
Nunca puede ser deducido del mundo, nunca puede ser hecho parte
constitutiva de él. Siempre es Él que ha venido. Siempre viene de Él un
choque hacia lo mundanamente seguro. Siempre hace saltar la unidad
mundana de satisfacción con el mundo.
Por eso vuelve a salir del mundo. Pero también aquí hay una
distinción. Las formas del árbol y el animal se disuelven y se convierten en
mater a para nuevas organizaciones. El alma del hombre es llamada por el
Creador y le da cuentas para la eternidad. Cristo vuelve a casa en su Padre.
Los discursos de despedida están llenos del misterio de esta partida:
“Hijitos, poco ya estaré con vosotros; me buscaréis, y, como dije a los
121
judíos: Donde yo voy no podéis ir vosotros; a vosotros os lo digo ahora”
(Juan, 13, 33). Más claramente: “Voy al Padre” (14, 2); “Ahora voy al que
me envió” (16, 5). Con toda exactitud: “Salí del Padre y vine al mundo:
otra vez dejo el mundo y voy al Padre” (16, 28). La misma distinción que
han fundado los conceptos de haber nacido, de haber sido enviado, y de
haber venido, frente a la aparición del hombre en la existencia, aparece
aquí frente al modo como el hombre se separa ele la existencia. El hombre
muere, y su alma se presenta ante el juicio de su Creador: Cristo “va al
Padre”, vuelve al reino prístino del principio divino, donde ocurre lo que
dice al fin del discurso de despedida, cuando ruega “que todos sean una
sola cosa, como tú, Padre, en mí y yo en ti: que ellos también estén
[unidos] en nosotros” (17, 21)16. Y otra vez: “Glorifícame tú, Padre,
contigo mismo en la gloria que tenía contigo antes de que existiera en el
mundo” (17, 5).
123
lo eterno. Escapa a determinaciones de esta especie. Es el hecho de haber
nacido de Dios, ante el cual son inesenciales las dis-tinciones
intramundanas. Toda fe tiene también su lógica. El creyente puede dar los
motivos que a él le parecen especialmente convincentes. En definitiva, la
fe se escapa a la disolución lógica. Contiene la materia del mundo, las
fuerzas naturales del cuerpo y del alma, las relaciones de los hombres entre
sí. Lo que se logra captar con ella, son realidades del mundo. Sin embargo,
en ella vive lo Otro, lo que no es de este mundo. Lo que se fundó de una
vez para todas, al hacerse hombre el Hijo de Dios, el ser de Dios en la
creación, llega a plenitud en cada creyente de nuevo mediante la gracia y
la participación. La fe es algo que va emparejado con el camino de la
sagrada venida. Es el “lugar” donde, siempre de nuevo, se abre paso la
llegada del Hijo de Dios.
La fe pertenece a Cristo como el ojo a la luz. Es determinada por
aquel que también ha obrado la Encarnación, el Espíritu Santo. Es el
movimiento humano que responde al movimiento del Redentor. Es la otra
cara de la venida, que pertenece a la primera como el amor al amor,
formando junto con ella el conjunto de la nueva existencia.
La fe es, si así se puede decir, de la índole de Cristo. Por eso esta
también en el mundo, como Cristo estuvo en él: como principio. En él,
pero no de él: ni surgiendo de él, ni resoluble en él. Con obligaciones para
con él, pero sin sometérsele. Sabiendo más profundamente de él que él
mismo; llevando en sí su destino más íntimamente que él puede llevarlo
jamás, y sin embargo, desprendida de él y extraña a él. Esto lo indica con
máxima hondura San Juan, cuando dice: “Esta es la victoria que vence al
mundo, nuestra fe” (1.ª Juan, 5, 4).
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modo que esta apelación es muy difícil, pues debe progresar y mantenerse
bajo la apariencia de haber sido refutada.
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el ámbito y en la luz de sus palabras, son verdaderas todas las afirmaciones
verdaderas.
Pero con eso se ha elevado desde el concepto de Maestro imaginable
por nuestra experiencia, hasta lo absolutamente único.
Es también el Poderoso.
Con esto no se quiere decir que tenga poder externo sobre los
hombres, como ocurre en el hombre de acción, o en el hombre de vida
social, económica o política. Ese poder lo podría tener fácilmente. El
pueblo estaba dispuesto a proclamarle Mesías- Rey. Pero siempre lo rehusó
(Juan, 6, 15). Ante Pilatos dijo: “Mi Reino no es de este mundo” (Juan,
18, 36). Cuando Pedro le quiere defender con la espada, dice Él: “Vuelve
la espada a su sitio... ¿O crees que no puedo invocar a mi Padre y me
mandaría en seguida más de doce legiones de ángeles? Pero ¿cómo se
cumplirían las Escrituras según las cuales tiene que ser así? (Mat., 26, 53
sig.).
El poder que tiene y ejerce es de otra índole.
Se expresa del modo más palpable en los milagros. O sea, como
poder sobre la realidad de las cosas; como capacidad de tomarlas y
ponerlas al servicio inmediato del Reino de Dios. Ese poder resplandece en
todas partes por los Evangelios, original y fidedigno.
Las “Florecidas” de San Francisco cuentan de él un milagro tras otro.
Es cierto que en su mayor parte, uno a uno, esos milagros son leyendas; sin
embargo, en un punto es exacto el relato: los hombres percibieron en San
Francisco una impresión abrumadora de poder sagrado, interpretando esa
impresión mediante el relato de cómo las cosas se sujetaban a su voluntad.
Algo análogo debería ocurrir a todo el que lee el Evangelio sin cerrar su
corazón. Aun cuando no pudiera creer en la posibilidad de milagros,
debería percibir la potencia que se expresa en esos relatos, y mantenerse
firme ante el fenómeno.
Pero los milagros de Jesús ocurrieron realmente; estamos ciertos de
ellos en la fe. Cada uno de ellos no significa sólo el hecho de que el Señor
haya socorrido a éste y curado al otro, sino una revelación de poder
sagrado; de aquél de que se dice: “Se me ha dado todo poder en el cielo y
en la tierra” (Mat., 28. 18); o sea, omnipotencia absoluta del Enviado.
Sobre esto se pasa a definir el poder creativo de Dios, de que cuentan
ya los primeros capítulos del Génesis, diciendo en la introducción al
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Evangelio de San Juan: “Todo se hizo por ella [la Palabra] y sin ella no se
ha hecho nada en lo creado... En el mundo estaba y el mundo se hizo por
ella” (1, 3 y 10). Y por el principio de la Epístola a los Colosenses: “Pues
en Él fue creado todo en el cielo y en la tierra, lo visible y lo invisible,
Tronos, Señoríos, Dominaciones, Potestades; todo fue creado por Ll y para
Él, y Él esta antes que todo, y todo subsiste en Él” (1, 16 s.). Ese poder
irrumpe aquí y se dirige a nuevas obras.
Pero tampoco esto es lo definitivo. Aun hay que decir algo más, y no
sabemos si lo lograremos: pero debemos intentarlo. Lo último y más
poderoso es la existencia de Jesús.
Si yo digo “yo soy esto”, no quiero decir solamente que haya cuerpos
o una entidad espiritual, o ciertas propiedades, a lo que yo añada luego la
determinación más próxima de que me pertenecen a mí y no a otro, sino
que ocurre algo más: Quiero decir que todo eso no sólo lo tengo, sino que
lo penetro, que vivo a través de ello, que lo realizo y perfecciono. La
expresión “Yo soy” no significa una tajada de realidad, a la que se
adhiriera la condición de que es “yo” y no otro cualquiera, sino que
aquello de que se trata, la realidad de las sustancias, fuerzas, propiedades,
está en el acto, en mi acto. “Yo soy” significa una acción. La acción más
íntima que hay para mí; tras de todo actuar aislado, esforzarse y luchar,
agarrar y marchar, comer y dormir, pensar, hablar y trabajar. Ese esfuerzo
prístino por el cual me saco de la nada, sosteniéndome en la realidad,
apartando de mí la realidad. Un esfuerzo que se realiza en la más íntima
raíz; y cuyo último riesgo y menesterosidad se experimenta en la sensación
—hoy tan enérgicamente presente en la conciencia— de limitación, de
soledad, de amenaza, de peligro para la salvación. Si se dice de un hombre
que es “vital” —más vivo que otros—, se quiere decir con eso, por lo
pronto, que es más capaz de experiencia, más emprendedor, con más
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contenido de mundo que otros. Pero la vi-talidad propiamente dicha está
situada más en lo hondo. El hombre puede ser más desprendido, más
sufridor, más fatigado y sin embargo, en sentido definitivo, más vivo que
otros, si en el hay menos de meramente existente, de meramente poseído;
si en él el ser ha llegado más a estar despierto, vibrante, cumplido, en una
palabra, si ha llegado más a ser acto.
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grandes discursos que narra Juan; por ejemplo, pensemos en las palabras:
—“De veras, de veras os digo, que yo existo antes que naciera Abraham”
(8, 58); o, en fin, en la última oración después de la Cena, y en su mismo
cumplimiento (Juan, 14, 17).
Esta vida profunda de Jesús ha tenido quizá su cambio: tiempos de
fluencia más tranquila, tiempos de culminación, tiempos de decisión...
Pero sentimos que las palabras se vuelven insuficientes y que estamos en
peligro de trasladar a Él ideas que tienen su validez para nuestra vida
interior.
Cuando el Hijo de Dios entró en el mundo, ocurrió lo inimaginable
de que hemos hablado. Él que estaba ahí en la existencia, “era” de otro
modo que todo lo demás.
Toda criatura está traspasada por el poder de Dios, le pertenece y
subsiste por Él; aquí es de otra manera. El Logos ha tomado la criatura no
sólo en su poder, sino poniéndola en su territorio de existencia; allí donde
dice: “Yo soy el que soy”. Esto es sencillamente el comienzo. Entre él y
todo lo creado está la Nada. Cuando el Hijo se hizo hombre, la criatura
aferrada por Él fue arrebatada a través de la nada al primer comienzo.
Entonces hubo creación. No de tal modo que nada hubiera sido y algo
llegara a ser, sino que existió un ente, se puso en el ámbito de la existencia
de Dios, y brotó como algo nuevo.
En medio de la Creación, tal como estaba por el pecado, apareció un
centro llevado por el Hijo de Dios a su existencia. Ahí está ahora, como
comienzo de lo nuevo.
Ese principio no ha de resolverse por parte del mundo, sino que desde
él brota la luz hacia el mundo. Desde él toma el Logos el mundo, trozo a
trozo; o se cierra el mundo ante Él, y con ello queda en la tiniebla, y ya
está juzgado.
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