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Freud y la religión

POR

A L B E R T PLÉ

ESTUDIO INTRODUCTORIO POR EL DOCTOR

J. ROF CARBALLO
TRADUCCIÓN DE

JOSÉ LUIS LEGAZA

SEGUNDA EDICION

BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS


MADRID • MCMLXX
FREUD Y LA RELIGION

Título de la edición original:


FREUD ET LA RELIGION
© Éditions du Cerf (Paris 1968)

1. a edición: noviembre 1969.


2. a edición: enero 1970.

CON CENSURA ECLESIÁSTICA

Depósito legal Al 824-1970


Impreso en España. Printed in Spain
INDICE GENERAL

ESTUDIO INTRODUCTORIO
Págs.
Psicoanálisis y religión ......................................... 3
La rebelión contra el padre ..................................... 11
La psicoterapia de grupo y la evolución de la re­
ligión .................................................................... 17
Digresión sobre el centauro ................................. 35
La divinización de la figura paterna ...................... 44
El problema del padre ............................................. 56
El principio de seguridad ......................................... 63
El «eros» del «yo» ................................................ 74
El mal y la muerte en el psicoanálisis .................. 78

FREUD Y LA RELIGION
Prefacio....................................................................... 97
I. La religión según Freud................................. 101
Primeros escritos ................................................ 102
«Tótem y tabú» ................................................ 104
«El porvenir de una ilusión» ............................. 109
«Malestar en la civilización» ............................. 113
«Moisés y el monoteísmo» ................................. 117
Escritos diversos ................................................ 122
II. Un problema personal de Freud .................... 127
Un instrumento que no toma partido .............. 127
«Una orden de mis conexiones inconscientes» ... 129
Inmovilismo ........................................................ 131
Vacilaciones y miramientos................................. 132
Prejuicios ............................................................ 135
El ocultismo ........................................................ 141
Ambivalencia y desplazamiento .......................... 146
VIII Indice general
Págs.
III. ¿Hacia «otra cosa»? ..................................... 151
La religión del «hombre corriente» .................. 151
Cuestiones de método ......................................... 153
«¿Otro elemento?» ............................................. 158
Interiorización cultural ...................................... 161
¿Sublimación?..................................................... 165
«¿Superar?» ........................................................ 168
IV. La teología y Freud......................................... 172
1. Adaptación a la realidad ............................. 174
a) La fe ..................................................... 174
b) Los dogmas y «misterios» .................. 188
2. La superación del principiodel placer ........ 192
Indice onomástico ..................................................... 215
Indice de textos de Freud ..................................... 217
ESTUDIO INTRODUCTORIO
PSICOANALISIS Y RELIGION

El psicoanálisis surge, a comienzos de siglo,


como un producto singular, incatalogable, de la
mente humana. ¿Es un nuevo método científico?
Eso parece, al menos en la intención primera de su
creador, Segismundo Freud. ¿Es una nueva cien­
cia? Eso pretenden la mayoría de los psicoanalis­
tas. Si es así, ¿por qué, al cabo de tres cuartos de
siglo, todavía—con pequeñas excepciones—no se
ha incorporado plenamente al cuerpo de conoci­
mientos—al epistemé—que se enseña en la Uni­
versidad? Al principio esto parecía deberse a resis­
tencias en los universitarios. Pero, como ha puesto
recientemente de relieve Redlich, también se debe
a resistencias de los propios psicoanalistas, que
piensan que su «nueva ciencia» puede perder con
ello su prístina fuerza. Redlich está doblemente
autorizado para exponer y criticar esta posición,
pues es, a un tiempo, psicoanalista y rector de
una importante universidad norteamericana. Ahora
bien, si el psicoanálisis es un nuevo método de in­
vestigación del alma humana o una nueva ciencia
psicológica o psicobiológica, ¿por qué preocuparse
de sus relaciones con la religión? A nadie le impor­
ta actualmente si la moderna biología o la moderna
física invalidan o confirman las creencias religiosas.
Están ya trasnochadas las luchas entre la ciencia y
la fe. En primer lugar, porque la historia enseña
que se trata siempre de prejuicios que el tiempo
permite superar. La religión que se opone a la cien-
4 Estudio introductorio

cia no es religión, sino un pensamiento dogmático


que atrinchera tras la creencia religiosa sus escle­
rosis mentales. Y, en cuanto a la ciencia, hoy sabe­
mos de sobra que su verdad nunca es absoluta.
Con el tiempo, la física de Galileo, de Newton y de
Maxwell se han demostrado erróneas, han sido supe­
radas. Lo que no ha impedido que, con concepciones
teóricas que hoy nos parecen falsas, se hayan rea­
lizado progresos científicos importantes. La teoría
científica es siempre un mero auxiliar, no una doc­
trina «final», definitiva, que explique el misterio
del cosmos o el misterio del hombre. Por consi­
guiente, si el psicoanálisis es una ciencia, por fuer­
za, «a priori», hemos de considerarla—y así hizo
Freud en un comienzo—como una verdad provisio­
nal, como una hipótesis de trabajo que permite alum­
brar nuevos hechos y realidades, pero que está con­
denada, inexorablemente, a ser demostrada con el
tiempo como falsa. Y esto en virtud del refina­
miento y autocrítica de ese mismo método que ha
permitido descubrir las nuevas verdades.
Sin embargo, éste no es exactamente el estado
de la cuestión. Por razones que luego estudiaremos,
el psicoanálisis muestra, ya desde un principio, una
cierta tendencia a convertirse en «concepción del
mundo». Ello se debe a que, en el fondo, traduce
una «nueva actitud» de la mente humana, una acti­
tud radicalmente nueva hacia los hechos psíquicos.
No es fácil precisar en qué consiste esta «nueva
actitud». En primer lugar, en una desconfianza sis­
temática hacia las elaboraciones conscientes de la
inteligencia. Las cuales demuestra que, tras una
construcción de aparente fuerza lógica y discursiva,
pueden estar nutridas por tensiones profundas,
emocionales, que alimentan esta estructura lógica
Psicoanálisis y religión 5
y la sostienen. Así, tras todo sistema filosófico o re­
ligioso, independientemente de su verdad aparente
o real, hay motivaciones subconscientes que han
dirigido su construcción y que, en realidad, tarde
o temprano, deberán ser estudiadas por los críticos.
Esto, aunque parezca mentira, sólo hasta fecha re­
ciente ha comenzado a hacerse. Por ejemplo, en el
libro de Yvon Brés sobre Platón vemos cómo las
grandes ideas platónicas—lo que nada quiere decir
en contra de su valor metafísico—guardan oculta
conexión con los problemas personales, emociona­
les, del hombre Platón, en la escasa medida en
que estos problemas pueden ser inferidos de la in­
vestigación histórica. Lo mismo cabe decir de Kant,
de Spinoza o de Kierkegaard.
Por los propios psicoanalistas se destaca la im­
portancia que tiene la «Deutung», la interpretación,
en la nueva ciencia. El psicoanálisis es, ante todo,
una hermenéutica, esto es, un ejercicio de desci­
framiento que se practica sobre los contenidos del
subconsciente: sueños, actos fallidos, fenómenos
neuróticos, etc. Paúl Ricoeur sitúa, en virtud de
ello, al psicoanálisis en el grupo de interpretaciones
que practican la sospecha y que tiene, en el mundo
moderno, tres maestros: Marx, Nietzsche y Freud.
La aparente verdad, sometida a este ejercicio de la
sospecha, se nos convierte en mentira. Dice Ri­
coeur: «La filosofía formada en la escuela de Des­
cartes sabe que las cosas son dudosas, que no son
lo que aparentan; pero, en cambio, no pone en
duda que la conciencia sea tal como se presenta a
sí misma...» Ahora bien, después de Marx, de
Nietzsche y de Freud, esto es lo que ponemos en
duda. «Después de la duda sobre la cosa—dice
Ricoeur—hemos entrado en la duda sobre la con­
6 Estudio introductorio

ciencia». En realidad, estos tres grandes «destruc­


tores» son tres «grandes constructores», pues «des­
pejan el horizonte para una palabra más auténtica,
para un nuevo reino de la verdad...» (Ricoeur,
página 41). «Si Descartes triunfa de la duda por la
evidencia de la conciencia, estos tres maestros de
la sospecha triunfan de la duda sobre la conciencia
por una exegesis del sentido» \
Habitualmente se considera al psicoanálisis, no
sólo por adversarios, sino por muchos psicoanalis­
tas, como un sistema, es decir, como una construc­
ción cuyos parámetros permiten comprender al
hombre y a su realidad. Es más, poco a poco, estas
ideas psicoanalíticas acaban siendo profesadas por
muchos de sus partidarios como una «concepción
del universo». Como es sabido, los descubrimientos
que Freud va realizando le fuerzan, a lo largo de
su vida, a modificar su teoría. En realidad, no hay
«una teoría psicoanalítica» quieta, estable, sino un
proceso en movimiento que, en la actualidad, no
sólo no se nos presenta terminado, concluso, sino
todo lo contrario, sometido constantemente a viví­
sima renovación. Gustan mucho los divulgadores
del psicoanálisis de presentar a este dividido en un
«centro» ortodoxo, fiel a las «ideas de Freud», y
en una serie de sistemas heterodoxos marginales
que difieren de la teoría inicial por importantes
modificaciones. Esto contribuye a formarse la idea
de que el psicoanálisis es un «sistema de creencias»,
esto es, una fe con sus heterodoxias. La heterodoxia,
1 Paúl Ricoeur, De l’interprétation: essai sur Freud (Editions du Seuil,
París 1965) p.41-42.
Junto a la hermenéutica desmitificadora, caracterizada por la «voluntad
de sospecha», Ricoeur pone la hermenéutica caracterizada por la «volun­
tad de escucha», en la que se restablece «un sentido que me es dirigido
a la manera de un mensaje, una proclamación o, como alguna vez se ha
dicho, un kerigma...»
Psicoanálisis y religión 7
en cierto modo, fuerza a una ortodoxia, esto es,
a una inercia dogmática. Ahora bien, esto no es, ni
mucho menos, la realidad. El psicoanálisis, en vir­
tud de los principios de su propia técnica, en virtud,
diríamos, de su esencia, de esa actitud nueva, que re­
presenta en la mente humana, es un proceso en
evolución cuya médula es la autocrítica constante
de sus propios postulados. Si se quiere ser justo
con el psicoanálisis, hay que ver en él, por una par­
te, es cierto, un proceso de acartonamiento dogmá­
tico, de miedo casi infantil a salirse de las «ense­
ñanzas de Freud», pero, por el otro, una inexorable
fidelidad al incesante progreso, que, de por sí, está
determinado por aquello de lo que el psicoanálisis
brota: la observación clínica. Por mucho que pre­
domine en el psicoanálisis el pensamiento especula­
tivo, a veces desordenadamente especulativo, nunca
hay que olvidar que ha nacido de la observación
clínica, es decir, de una realidad médica, y que cons­
tantemente está siendo rectificado por la observa­
ción de esta misma realidad en la que hunde sus
raíces.
Veamos, como ejemplo de ello, la actitud de un
psicoanalista actual, Seymur L. Lustman, en el úl­
timo Congreso Internacional de Psicoanálisis, cele­
brado en Roma en 1969 2. El psicoanálisis—afirma
este autor—no puede pretender nunca ser «una
teoría general del hombre». Este fue, eviden­
temente, un objetivo inicial de Freud, pero que no
llegó a realizarse. Continúa: «Mi idea personal es
que, aunque el psicoanálisis es la teoría más amplia
de que hoy disponemos sobre el hombre, no es una
teoría general. Ni veo la posibilidad de llegar, den­
2 Seymour L. Lusman, The use of the economic viewpoint in clinical
psychoanalysis, en Int. J. Psycho-Anal. vol.50 (1969) p.95.
8 Estudio introductorio

tro de un futuro previsible, a tal teoría... Todas las


ramas de la ciencia que estudian al hombre estudian
tan sólo una parte de él. Todas las ramas de estas
disciplinas: biología, psiquiatría, psicoanálisis, psi­
cología, antropología, historia, ciencia política, eco­
nomía, tienen cada una de ellas tan sólo «una pier­
na del elefante...»; por consiguiente, si el psico­
análisis renuncia a ser una «teoría general del hom­
bre», si es una más, entre otras, de las múltiples
ciencias que, cada una con sus limitaciones, exami­
nan la realidad humana; si, además, sus verdades
teóricas son conceptuadas por quienes lo cultivan
como «provisionales» (empezando por el propio
Freud, que nunca pensó otra cosa), hemos de pre­
guntarnos: ¿por qué esa violenta pasión que sur­
ge cuando se contraponen psicoanálisis y religión?
¿Por qué esa fuerte carga emocional, de la que no
están exentos los propios psicoanalistas cuando,
por ejemplo, algunos de ellos afirman que la reli­
gión es una neurosis y que, por consiguiente, con­
tinuar teniendo fe implica no estar todavía sufi­
cientemente analizado? Esa pasión que a otros, no
psicoanalistas, lleva a esforzarse en demostrar lo
contrario: que las verdades psicoanalíticas son «com­
patibles» con las creencias religiosas. Una de las co­
sas que enseña el psicoanálisis es a «escuchar con
el tercer oído», como decía Reik, esto es, a escu­
char lo que está entre las palabras, en el tono con
que se escriben o se pronuncian. Culmina hasta
ahora la técnica psicoanalítica en el examen impla­
cable de las reacciones emocionales que en el pro­
pio observador—en el psicoanalista en este caso—
se producen ante el enfermo o ante sus expresiones
neuróticas. La experiencia enseña que estas reaccio­
nes emocionales se escabullen de tal manera, se pre­
Psicoanálisis y religión 9
sentan de tal forma adheridas a lo más secreto
de la persona, por fuera de la visión científica ha­
bitual, que sólo una disciplina sostenida y tenaz, una
incesante «limpieza» de factores subjetivos permi­
te descubrir, en los recovecos de la propia alma, la
razón oculta de nuestras predilecciones. En una pa­
labra, el psicoanálisis, en sus formas técnicas más
refinadas, nos enseña que todo pensamiento huma­
no, toda actitud mental hacia un «objeto de estu­
dio» se realiza desde unas «posiciones inconscien­
tes» que, tarde o temprano, hay que desmontar,
puesto que descansan sobre «pasiones secretas»
que tienen su raíz en vicisitudes infantiles de nues­
tro propio subconsciente. La pasión con que tanto
adversarios como defensores de una mejor armo­
nía entre la fe religiosa y la fe psicoanalítica se
expresan, sin darse ellos mismos cuenta de tal pa­
sión, es lo primero que debemos investigar. ¿Por
qué esta carga emocional tan violenta y tan escon­
dida? En el presente libro se pone el dedo en la
llaga. Las actitudes emocionales de Freud hacia la
religión son uno de los caminos que nos permiten
llegar a su subconsciente, a sus propios problemas
«personales». Problemas que estaban entretejidos
con los problemas de la época y de la sociedad en
que Freud vivió. Problemas que él no podía ver por
mucho que se esforzase. Pero la cuestión es más
grave. Desde estas cegueras inconscientes es desde
las que Freud tuvo la luminosa intuición de pe­
netrar en las resistencias, represiones y defensas
del subconsciente humano. No se trata, por lo
tanto, de una laguna que hubiera que lamentar
dentro de una obra genial, sino de la condición mis­
ma que ha hecho posible esta obra genial. No
hay creación humana positiva, luminosa, que no
10 Estudio introductorio

descanse sobre una determinada ceguera. La cegue­


ra para unas realidades es condición fundamental
para poder atisbar otras realidades que antes no
éramos capaces de ver.
Dejando aparte el fácil camino que ha encontrado
el investigador de la religión interesado por el psi­
coanálisis en la corriente junguiana, y que ha pro­
ducido, entre otros libros, por ejemplo, el de Dios
y el inconsciente3 la relación entre psicoanálisis
freudiano y religión comienza, desde muy tempra­
no, a producir obras importantes. Así, Charles
Badouin, ya en 1950, publica en la colección «Es­
tudios Carmelitas», de Desclée de Brouwer, su expo­
sición conciliadora titulada De l’instinct a l’esprit1
y, más tarde, en 1957, su Psychanalyse du symbole
religieux \ Dejando a un lado exposiciones críticas
del psicoanálisis hechas desde un punto de vista
religioso, tales como el excelente libro de Dalbiez 6,
la interpretación psicoanalítica de la religión como
una ilusión ha sido analizada, además de en el libro
que prologamos, en el de R. S. Lee: Freud and
Christianity ' y, sobre todo, de manera magistral, en
el de Paúl Ricoeur: De l’interprétation: essai sur
Freud. Los aspectos de moral cristiana afectados
por el psicoanálisis han sido también objeto de di­
versas publicaciones, comenzando por la clásica de
Ch. Odier: Les deux sources consciente et incons­
ciente de la vie morale, y continuando por el libro
de A. Hesnard: L’Univers morbide de la faute, o
el de William Graham Colé: Sex in Christianity and
Víctor White, Dios y el inconsciente (Gredos, Madrid 1955).
5 Charles Baudouin, De l’instinct a l’esprit (Desclée de Brouwer, 1950).
Charles Baudouin, Psychanalyse du symbole religieux (Artheme Fa-
Vard, París 1957).
(1936) ^ALBIEZ> La Méthode psychanalytique et la doctrine jreudienne

Boo^'(1S%7)EE’ FreUd an¿ Christianity (James Clarke, 1948), en Pelican


rebelión conlra el padre 11
Psychoanalysis ’. Repito, en todos ellos se trata de
conciliar o de enfrentar cristianismo y psicoanálisis
como dos «sistemas de creencias». Pienso que la
consideración del psicoanálisis como una «ciencia
en movimiento», en marcha, y, por consiguiente, la
atención a sus últimos desarrollos en nuestros días,
nos permitirá iluminar la cuestión en aspectos hasta
ahora insospechados y que pueden ser un punto de
partida fecundo para futuros investigadores

La rebelión contra el padre


En el capítulo del presente libro titulado «Un
problema personal», el autor pone de manifiesto
cómo la preocupación por el tema religioso revela
conflictos no bien conocidos de la personalidad de
Freud, esto es, de su subconsciente, que, conviene
recordarlo, no fue nunca sometido a un psicoanáli­
sis didáctico riguroso y sistemático. Hemos de con­
tentarnos, por consiguiente, con conjeturas. Los
años 1911 a 1914 son decisivos en la historia del
psicoanálisis, como puede verse en la biografía de
Jones. En primer lugar, durante 1911 tiene lugar
el Congreso de Weimar, con la confortadora pre­
sencia de Putnam, prestigioso neurólogo norteame­
ricano, que prestaba su adhesión al psicoanálisis jus­
to en el momento en que sus adversarios reforza­
ban los ataques. En este mismo año se lleva a cabo,
al mismo tiempo que la disensión de otros ele­
mentos del grupo de nacionalidad suiza, la impor­
tante defección de Adler, y empiezan las diferen­
cias con Jung, que culminan con su separación del
grupo en 1914. Los hijos empiezan a rebelarse con-
8 William Graham Colé, Sex in Christianity and Psychoanalysis (Ox­
ford University, New York 1955).
9 Remito al lector también al muy completo libro de Antoine Vergot-
Te Psicología religiosa (Taurus, Madrid 1969)
12 Estudio introductorio

tra el padre. No sólo Jung y Adler; también crean


problemas serios Stekel y Tausk. Sólo hoy nos po­
demos dar cuenta de las violentas tensiones emocio­
nales que tenían que surgir en los comienzos del mo­
vimiento psicoanalítico entre los discípulos más do­
tados y el maestro. Lou Andrea-Salomé, en su
Diario 10, se percata de ello en lo que a Tausk con­
cierne. «Ahora—escribe—me doy cuenta de toda
la tragedia de la relación de Tausk con Freud;
quiere resolver los mismos problemas e intentar las
mismas soluciones por el camino que Freud lleva.
Esto no es un accidente, significa que «se vuelve,
él mismo, un hijo» con la misma violencia con que
«odia por ello al padre»... Que Freud no sopor­
taba con indulgencia los intentos de rebelión de
sus discípulos se infiere del siguiente párrafo del
mismo diario de Lou Andrea-Salomé: «... es evi­
dente que cualquier intento de independencia alre­
dedor de Freud, especialmente cuando va acompa­
ñada de agresión y de desbordamiento tempera­
mental, le molesta mucho y le hiere de manera
completamente automática en su noble egoísmo de
investigador, forzándole a una discusión prematura,
y las cosas empeoran... Así, comprendo muy bien
que hombres de inteligencia y capacidad como Otto
Rank, que es un hijo y nada más que un hijo, re­
presenten para Freud todo lo más que se puede
desear. Así dice de Rank: «¿Por qué no podría ha­
ber seis más en el grupo como este hombre encan­
tador, en lugar de uno solo?...» Durante una dis­
cusión, una tarde, a propósito de una comunica­
ción de Rank sobre el regicidio, Freud me pasó un
papel con la siguiente nota: «R. resuelve el aspecto
10 The Freud Journal of Lou Andrea-Salomé (Basic Books, New York
1964).
La rebelión contra el padre 13
negativo de su amor filial por medio de su interés
en la psicología del regicidio; por esta razón es
por lo que me es tan devoto» (12-13 febrero 1913).
Esta nota es bien sabrosa. Nos muestra a Freud
lúcido sobre el fenómeno, hoy bien conocido y ob­
servado en la psicoterapia de grupo, con el nombre
de «asesinato del padre». Tras la suma idealización
del «líder», del jefe del grupo, viene el intento de
anularlo en forma simbólica, de destruirlo y hasta
de devorarlo canibalísticamente. Esto se expresa en
múltiples formas, que sólo el experto puede inter­
pretar. Los años alrededor de 1913 son los años en
los que el grupo «hace crisis». La segregación de
los componentes suizos del grupo psicoanalítico tie­
ne sus «razones» teóricas, obedece a discrepancias
que, ulteriormente, tanto Binswanger como Jung
han explicado con abundancia de detalles. Pero, en
el fondo, representa el brote de la rebelión contra
el padre que, de manera tan aguda, sabe señalar la
amiga de Nietzsche y de Rilke en su diario sobre
Freud. Este se daba cuenta de que la misma adhe­
sión, por ejemplo, de un hombre como Rank, que
Lou Andrea-Salomé considera mediocre al lado de
Tausk—con el que, no hay que olvidarlo, tiene ella
una fuerte relación afectiva—, es una adhesión am­
bivalente, está mezclada de afecto y también de hos­
tilidad sublimada que le mueve a estudiar la psico­
logía del regicida.
No es una casualidad que, por estos mismos años,
Freud se ocupe intensamente del problema religioso
y escriba sobre él sus dos obras fundamentales:
Tótem y tabú y Moisés. Decir que la primera obe­
dece a su rivalidad con Jung para intentar explicar
el origen de los mitos de otra manera que éste es,
evidentemente, sólo una parte de la verdad. En
14 Estudio introductorio

Tótem y tabú, los hijos se reúnen para asesinar el


padre todopoderoso que reina despóticamente sobre
el grupo. Frente a las reacciones emocionales ambi­
valentes del grupo de discípulos es natural que, en
el maestro, broten sentimientos similares, reactiván­
dose sus propios problemas de ambivalencia hacia la
figura paterna. No hemos de olvidar que se trata
de pioneros que todavía desconocen la necesidad
de un psicoanálisis didáctico, que están, por decirlo
así, practicando sin saberlo, entre ellos, lo que hoy
llamaríamos una «psicoterapia de grupo silvestre»,
esto es, desordenada, arbitraria, al azar. Para el pro­
fano en estas cuestiones puede parecer exagerado
que subraye la violencia de estos sentimientos. Es
menester aclarar, para que esto pueda comprender­
se mejor, que estas situaciones de ambivalencia que
habitualmente existen, más o menos larvadas, en
todo grupo de enseñanza, se identifican conside­
rablemente cuando se comienza a ahondar en los
problemas inconscientes de los que componen el
grupo. Situaciones que, en la vida normal, pueden
dar lugar a defecciones, a críticas, a hostilidades
mal reprimidas, pero que se van tolerando; cuan­
do la finalidad del grupo es penetrar en las profun­
didades del subconsciente de sus miembros, dan
motivo a la puesta de manifiesto de violentísimas
tensiones instintivas dirigidas contra la figura pater­
nal. Freud no sólo es el objetivo de estas tensiones
emocionales, sino que, en virtud de ellas, en su pro­
pio subconsciente se movilizan problemas similares.
¿No es él, en definitiva, también un rebelde frente
a la Universidad, frente a la ciencia esclerosada de
la época, frente a la sociedad encorsetada y gazmoña
del imperio austro-húngaro, en vísperas de disgre­
gación y decadencia? ¿No es él también un potencial
La rebelión contra el padre 15
«asesino» de la figura paterna? Se comprende que,
por ello, no tolerase con la paciencia que Lou An-
drea-Salomé hubiera deseado la intemperancia agre­
siva de sus discípulos. Y que el choque emocional
de la defección de los mejores, de los más inteligen­
tes, quedando sólo los más dóciles—en apariencia—
por menos fuertes (era demasiado inteligente para
no darse cuenta de ello, de que se quedaba con los
peores), tenía que ser, interiormente, liquidado, neu­
tralizado o, mejor dicho, en el lenguaje psicoana-
lítico, «sublimado» escribiendo sobre este problema,
aunque en forma tan disfrazada, que ni él mismo-
podía darse cuenta de que estas dos obras, Tótem
y tabú y Moisés, eran una especie de intento auto-
curativo, de terapéutica frente al doloroso quebran­
to del abandono por los discípulos predilectos.
Los factores personales, de escondida actividad,
que determinaban la fascinación que el Moisés de
Miguel Angel ejercía sobre Freud no se escaparon a
su biógrafo Jones, y han sido sometidos a análisis
por Káte Victorius y por Ernesto Blum. Aunque el
Moisés fue publicado en los años 1937-39, Jones
nos demuestra que su interés por la obra de Miguel'
Angel culminó precisamente en 1912. Dice Jones:
«El invierno de 1913-14, a continuación del desgra­
ciado Congreso de Munich en el precedente sep­
tiembre, fue el momento peor del conflicto con
Jung. El Moisés fue escrito en el mismo mes que
los largos ensayos en los que Freud anunciaba la
gravedad de la divergencia entre sus puntos de vista
y los junguianos (Narcisismo y la Historia del mo­
vimiento psicoanalítico), y no cabe duda de que era
el momento en que estaba amargamente decepcio­
nado por la defección de Jung» 11.
11 Ernest Jones, Tbe Life and Work of Sigtnund Freud vol.2 p.19.98.
126ss (Basíc Books, New York 1955).
16 Estudio introductorio

Jones subraya la interpretación de la estatua de


Miguel Angel, que, para Freud, representa el mo­
mento en que Moisés se refrena para no arrojar las
tablas de la ley al suelo, y hace notar que Freud
estaba entonces sometido a la misma lucha por
dominar su enojo. En efecto, en una carta a Ferenc-
zi, escrita en el momento en que se separa Stekel
del grupo, Freud declara: «En estos días, la situa­
ción en Viena me hace sentirme más parecido al
Moisés histórico que al de Miguel Angel». El Moi­
sés de Miguel Angel, para Freud, era superior al
bíblico, puesto que era un paradigma de «la máxi­
ma hazaña psíquica de que un hombre es capaz, el
dominio de las propias pasiones en holocausto de
una misión a la que se consagra y para la que se
siente elegido». Se ha visto en esta expresión, por
ejemplo, por Jones y por Káte Victorius, una prueba
de la identificación de Freud con este Moisés mi-
guelangesco. Pero ¿no indica algo todavía más
profundo? A la pregunta que vamos a hacernos in­
mediatamente, la de ¿qué es lo que significa el pa­
dre?, ¿qué es eso que llamamos en la existencia
humana «figura paternal», lo «paterno»?, por de
pronto nos da una primera respuesta. Padre es el
que, dominando los impulsos instintivos, se consa­
gra a una misión para la que se siente llamado. Es,
por lo tanto, una fuerza, un poder que sólo encuen­
tra su sentido en una realización futura, y para la
cual un orden, un dominio sobre los impulsos, es
inexcusable. La conclusión de Káte Victorius nos in­
teresa muchísimo en este lugar. Moisés—también
esto ha sido subrayado por otros investigadores—
es, dentro de su obra total, una pieza singularísima.
Guardada durante largo tiempo, repetido su bos­
quejo una y otra vez, vacilando en firmarla con su
La psicoterapia de grupo 17
nombre, etc., es, no debemos olvidarlo, su único
trabajo no estrictamente psicoanalítico. En él ha
dado salida a algo muy oculto y que, en cierto modo,
contradice sus otras tesis. Ya que el Moisés de Mi­
guel Angel representa, frente a la satisfacción de los
instintos o al principio de la realidad, una cosa ab­
solutamente nueva: el destino, la aceptación de una
misión para la que el hombre se siente llamado.
«Quizás—dice Káte Victorius—podamos permitir­
nos la sugerencia de que la repulsa de Freud frente
a la religión revelada y dogmática no permite sacar
la conclusión de que él mismo partiera de una ac­
titud fundamentalmente irreligiosa».

La psicoterapia de grupo y la evolución


de la religión
El problema que plantean el Moisés, tanto el de­
dicado a la obra de Miguel Angel como el destinado
a esclarecer la personalidad del guía del pueblo
judío, y Tótem y tabú se complica aún más si,
aparte de ver en ellos la expresión inconsciente de
los problemas más íntimos, personales y escondidos
del propio Segismundo Freud, acertamos también
a considerarlos como expresión de un movimiento
histórico-cultural dentro del cual está inscrito el psi­
coanálisis y que se va desplegando durante los
pasados tres cuartos de siglo. La preocupación por
el «asesinato del padre» se inicia ya con Los her­
manos Karamazov, de Dostoiewsky, y, en España,
por ejemplo, con el Don ]uan Tenorio, de Zorrilla;
alcanza una expresión muy significativa con la Car­
ta al Padre, de Kafka, y, poco a poco, tras alti­
bajos diversos, culmina en una serie de fenómenos
muy significativos de nuestro tiempo, desde la in-
Freud y la reí. 2
18 Estudio introductorio
disciplina de muchos clérigos actuales hasta la «re­
volución de mayo» en la Sorbona, pasando por el
«fenómeno hippy». Todo ello arranca, naturalmen­
te, de raíces tan antiguas como la humanidad; es,
como vamos a ver, un hecho consustancial con la
naturaleza humana y hasta necesario para que la
individualidad del hombre se precise y aquilate. Pero
lo que está por estudiar es la forma específica que,
históricamente, va adquiriendo este fenómeno a lo
largo de lo que va de siglo y sus múltiples mani­
festaciones en la literatura, en las artes plásticas,
en la filosofía y en la política. Sin esta rebelión
contra el padre, el psicoanálisis no hubiera podido
nacer. En cierto modo, la anticipaba y simbolizaba.
El padre, como representante de los valores anqui­
losados, empobrecidos en lo consuetudinario, en­
tristecidos por la ausencia de ideales y la invasión
del materialismo burgués, se presenta como el es­
torbo al que es fácil convertir en «chivo emisario»,
en causa de todo lo malo.
La experiencia hecha con la psicoterapia de pe­
queños grupos ilumina de manera inesperada esta
evolución histórica. Freud no llegó a imaginar que
su método sería un día aplicado a la interpretación
de lo que ocurre en reuniones de varias personas
bajo la dirección de un médico experto, el cual, de
vez en cuando, hace una interpretación de lo que
está ocurriendo. Los componentes del grupo hablan
entre sí, dicen cosas aparentemente triviales o aca­
ban por exponer sus propios problemas personales.
La atención del director del grupo y del observador
u observadores que, sin decir una palabra, asisten a
la sesión se concentra en la «interpretación» de lo
que, inconscientemente, el grupo quiere decir tras
la charla aparentemente sin trascendencia. Enton­
La psicoterapia de grupo 19
ces descubren movimientos emocionales colectivos
y respuestas individuales a estos movimientos emo­
cionales, que son «interpretados» de muy diversa
manera según las diversas escuelas, a niveles más
o menos profundos. Estas interpretaciones pueden
producir sorpresa en la persona no adiestrada, por
el simbolismo subconsciente que se emplea en su
formulación. Lo que nos importa subrayar es que
la conversación del grupo, así como sus actitudes,
sus posiciones, el lugar que escogen para sentarse,
sus movimientos, sus silencios, sus tonalidades de
voz, etc., todo ello, son material interpretable, es
decir, algo que se somete a una hermeneusis, a un
desciframiento. El método está actualmente inicián­
dose, y, como acabo de decir, las escuelas inter­
pretativas difieren mucho todavía en la forma de
hacer esta hermeneusis, este desciframiento de lo
que, en el fondo, ocurre dentro del grupo. Las se­
siones se llevan a cabo periódicamente, una o dos
veces por semana, durante largo tiempo. Además
de la interpretación de lo que ocurre en cada sesión,
importa mucho descifrar, poner en lenguaje claro,
lo que está ocurriendo en tanto el grupo evolu­
ciona. Es decir, se observa en la marcha del grupo,
a lo largo del tiempo, una serie de fenómenos tales
como tendencia a la disgregación o a la coherencia,
aumento de la madurez emocional, crisis que deter­
minan el abandono de alguno de sus miembros, el
establecimiento de relaciones más estrechas entre
algunos miembros del grupo y la aparición de
hostilidad entre otros, etc. Es, por consiguiente,
una evolución, un desarrollo lo que es menester so­
meter a interpretación.
El método es empleado en la actualidad en gran
escala en el entrenamiento y preparación de médi-
20 Estudio introductorio

eos, tanto de médicos generales como, sobre todo,


de médicos que se adiestran en psicoterapia. Uno de
los fenómenos de observación más corriente en estos
grupos es la «revuelta contra el jefe», que se ex­
presa, por ejemplo, cuando uno de sus componen­
tes dice que, en realidad, este jefe «no es necesario»
o que «está haciendo con ellos un experimento».
Slater, que ha escrito sobre esta dinámica profun­
da de los grupos un interesante libro titulado Mi-
crocosmus 1Z, pone desde un principio en relación
«esta revuelta», hecho habitual en todo grupo, di­
dáctico o terapéutico, con el famoso «mito» que
Freud inventa justo en el momento en que Jung
le abandona, el que da lugar a su discutida obra
Tótem y tabú. Es sabido que la tesis de Freud del
asesinato del jefe de la horda primitiva por la coa­
lición de los hijos, los cuales después, arrepentidos,
ponen en su lugar un tótem, la figura de un ani­
mal o un símbolo religioso, es muy discutida. La
mayoría de los etnólogos y de los antropólogos cul­
turales la rechazan, y esta tesis, en la actualidad,
como «hecho que históricamente ha ocurrido», tie­
ne muy pocos defensores. Sin embargo, era lo que
pensaba Freud, estimando que tal suceso fue un
■punto crucial en el desarrollo de la humanidad.
Pero, aun siendo históricamente inexacto, esto no
impide que el fenómeno en sí, como construcción
teórica que compendia algo que puede observarse
todos los días, aun en nuestro tiempo, es de enor­
me importancia. Corresponde casi a la creación,
por el fundador del psicoanálisis, de un «nuevo
mito» de validez universal.
12 Philip E. Slater, Microcosm. Structural, Psycbological and Reli-
gious Evolution in Groups (John Wiley and Sons, New York-London-
Sidney 1966).
La psicoterapia de grupo 21
La «revuelta» se presenta como reacción a una
«divinización» previa del jefe del grupo. Este es, in­
conscientemente, exaltado en su personalidad, con­
siderado como una figura todopoderosa, omnisa­
piente. No hay que olvidar que, por lo general,
guarda silencio. La explicación habitual de esta
«divinización» del jefe diciendo que responde a la
angustia que produce en el grupo su silencio no
es suficiente. Como luego hemos de ver, para en­
tenderla hay que recurrir al mismo proceso de «di­
vinización» que se observa en la psicoterapia indi­
vidual y examinar sus profundas y complejas raíces.
El psicoterapeuta, en su silencio, es comparado a
«una roca», a una piedra. Aquí observamos la apa­
rición de un símbolo que, en las religiones más pri­
mitivas, suele tener un significado «sagrado»: las
piedras del templo, las tablas de la ley, de piedra;
los altares primitivos. Freud pensaba que el senti­
miento religioso no es otra cosa sino el intento de
retornar a la bendita situación de la infancia, en la
cual el desamparo en el que se encuentra el hombre
en este mundo es remediado por el poder omnisa­
piente de sus progenitores. Pero, para contar con
esta protección, una cosa es imprescindible, hay
que «ser bueno», esto es, acatar la ley. En los gru­
pos reina la sensación de que el «jefe» investiga o
busca algo, no precisamente la curación de sus
miembros o su adoctrinamiento, y, además, la ¿e
que la situación no está bajo el control de los com­
ponentes del grupo, sino que éstos se encuentran
expuestos a un juego misterioso. Todo lo que eri
el grupo ocurre se piensa que «ha de tener alguna
significación». La dependencia del jefe se manifies­
ta en la necesidad de un orden de discusión. Los
miembros del grupo se reconfortan de su ansiedad
22 Estudio introductorio

al «no sentirse solos». El silencio del terapeuta


activa este proceso de dependencia y de deificación,
parejo al «silencio de los dioses» en las religiones
más diversas. No es inhabitual que, en esta fase,
el grupo traiga a discusión motivos y razonamien­
tos que se refieren a la religión. El papel pasivo
del jefe del grupo es sentido, inconscientemente,
como una pérdida o como un abandono. En reac­
ción a este abandono surgen, en la mente de los
componentes del grupo, fantasmas infantiles que
confieren al jefe del mismo la cualidad de ser pro­
tector y omnisciente. Este período pronto cambia,
dando lugar a la fase contraria: la del ataque al
jefe, la fase de la «revuelta».
El jefe del grupo—comienza a comentarse—no
siempre dice cosas acertadas. Además «no protege».
Ante su incompetencia para explicar y para prote­
ger, el grupo da rienda suelta a su agresividad.
Tras frases triviales que ponen de manifiesto esta
agresividad, se ocultan fantasías muy profundas
que se refieren al «asesinato» del jefe, a su destruc­
ción «canibalística». Esto es, a la idea de «incorpo­
rarlo», después de haberlo «despedazado», y tam­
bién al llamado «tema de la orgía», es decir, el en­
tregarse el grupo, con alegría inusitada, al desen­
freno de pensarse libre de toda traba, capaz de dar
libre cauce a toda suerte de fantasías, sexuales o
agresivas. Por lo general, estas fantasías de «asesi­
nato del padre» se entremezclan, íntimamente, con
fantasías de expiación y de arrepentimiento. O bien,
con un marcado sentimiento de culpa. Lo mismo,
por lo tanto, que ocurría en Téotem y tabú, en la
fábula de Freud, tan pronto los hijos, reunidos,
asesinan al padre. Es necesario expiar el crimen.
Esta «rebelión» contra la figura paterna tiene una
La psicoterapia de grupo 23
importante consecuencia en la «dinámica del gru­
po»: la de reforzar los vínculos entre los «hermanos
parricidas», entre los miembros del grupo. Otro
importantísimo fenómeno que suele observarse den­
tro de la evolución del grupo es el deseo de eliminar
un miembro del mismo al que se carga con las
culpas colectivas. En un excelente estudio, La Phar-
macie de Platón 13, Jacques Derrida ha vuelto a se­
ñalar la importancia entre los griegos del pharmacos,
esto es, de aquel a quien se cargaba con el peso de
los pecados de la comunidad y por ello era expul­
sado de la ciudad o asesinado 14. Este proceso, al que
Slater denomina autotomía, para señalar su similitud
con el mecanismo biológico que emplean algunas es­
pecies de animales para conservar la vida despren­
diéndose de uno de sus miembros, tiene gran inte­
rés como «mecanismo para mantener la coherencia
del grupo».
Estamos viendo cómo Freud, al imaginar su ex­
plicación, que él creía «histórica», punto crucial
de la evolución de la humanidad, del tótem y del
tabú, en realidad estaba dando expresión a algo
que ocurría a su alrededor. La autotomía de Jung
y del grupo suizo, la autotomía de Adler, la de
Tausk, con su suicidio, servían indirectamente para
fortalecer la cohesión de «los que quedaban». Este
mecanismo se observa con más frecuencia de lo
que pudiera creerse en otros «grupos» no terapéu­
ticos ni didácticos; por ejemplo, en partidos polí­
ticos o en escuelas científicas. La «eliminación» o
autotomía de uno de sus miembros sirve para man­
tener la continuidad y unidad del grupo. Freud,
creyendo que escribía una teoría científica de la his-
13 Jacques Derrida, La Pbarmacie de Platón: Tel Quel n.32-33 (1968).
14 Cf. también mi libro Violencia y ternura (Prensa Española, Madrid
1967).
24 Estudio introductorio

toria del hombre, lo que en realidad estaba haciendo


era la crónica profunda de lo que sucedía en su
grupo psicoanalítico. Con lo cual aseguraba la con­
tinua y persistente «divinización» de su fundador.
Las investigaciones etnológicas, por ejemplo, las
de Konrad Lorenz, ponen de relieve cómo esta «de­
rivación de la hostilidad en un tercero» también se
observa en el reino animal y sirve para mantener
estrechos vínculos dentro del grupo lo. En cualquier
tertulia, el «sacrificar» a un «chivo expiatorio» se
utiliza todos los días en los medios más diversos
para mantener la coherencia del grupo. Y lo mismo
ocurre constantemente en el juego social. En el gru­
po psicoterápico, este proceso se verifica a un nivel
más profundo, sólo perceptible para el observador
preparado. Las fantasías infantiles adoptan con fre­
cuencia simbolismo oral. La autotomía, sobre quien
pretende ejercerse fundamentalmente es sobre el
propio jefe del grupo. El cual es, claro está, sólo
en forma simbólica, despedazado y devorado, en
ritual canibalístico. En gran parte, con la finalidad
de «incorporar» así sus virtudes. También en este
hecho vemos la similitud simbólica con prácticas
de «sacrificio» y de «comunión» que se observan
en diversas religiones, ante todo en el cristianismo,
pero también, por ejemplo, en el ritual azteca de
matar y devorar el dios Huitzilopochtli, en efigie,
en el festival con el que se conmemora el solsticio
invernal.
La agresión en el grupo sigue una pauta muy
conocida en psicología profunda, la denominada
identificación con el objeto de la agresión. Fue ex­
perimentalmente estudiada por Theodoro Milis,15
15 Konrad Lorenz, Das sogenannte Bose (Borotha-Schoeler, Viena
1963).
La psicoterapia de grupo 25
pero es de observación corriente en la práctica psi-
coanalítica y en la vida. El agresor, conforme este
mecanismo, acaba pareciéndose al objeto que ataca.
En realidad puede decirse que la identificación
(p.ej., con un maestro o con una persona admirada)
nunca se lleva a cabo sin una agresión previa, sin
un ataque. La identificación mediante la agresión
es un elemento fundamental en el mito de la horda
primitiva de Freud. Después del asesinato, los hijos
perpetúan la imagen del padre en el tótem y se
identifican con él. En Norteamérica, ninguna cam­
paña electoral por la presidencia del país renuncia
a disfrazar al candidato con la apariencia del ene­
migo primigenio de la comunidad, de jefe piel-roja.
El odiado negro de los «sudistas» es, al mismo
tiempo, considerado como el summum de la virili­
dad, y los linchamientos se realizan sobre el su­
puesto—fantaseado-—de que el pobre negro ha vio­
lado una mujer blanca. Las proezas sexuales del
negro son inconscientemente exaltadas, a la vez que
se da rienda suelta al odio. Esta intensa ambiva-
lencia, esto es, la coexistencia de fuertes sentimien­
tos contradictorios en una misma persona y en un
mismo momento, son fenómenos cardinales en la
evolución del grupo. Si trasladamos esto, como con
acierto hace el autor del libro que prologamos, a la
actitud de Freud hacia la religión, vemos que no
andaba tan descaminada Káte Victorius cuando pen­
só que, detrás de los ataques del fundador del psi­
coanálisis al sentimiento religioso, muy bien podía
ocultarse una fascinación personal por este mismo
sentimiento.
En la vida corriente, los «jefes de grupo» pronto
ponen sus flaquezas al descubierto porque «ha­
blan» y «actúan». Sólo los taciturnos mantienen
26 Estudio introductorio

largo tiempo su prestigio fabuloso, como ocurre


con el psicoterapeuta, rodeados del halo mágico que
les convierte, a los ojos del grupo, en un «ser su­
perior». En las religiones primitivas, este «jefe re­
ligioso» es investido con una fuerza sagrada, el
mana, que se retira de él cuando la revuelta triun­
fa y el «rey sagrado» queda rebajado a simple
mortal, frágil y perecedero. Para Slater, esto signi­
fica la transferencia a una persona de la omni­
potencia mágica con que estaba rodeada la imagen
de la figura paterna. Ahora bien, esto no es riguro­
samente exacto. Reducir la idea de mana, tan dis­
cutida por la antropología cultural, a una simple
proyección del sentimiento infantil, que confiere al
padre suprema omnipotencia, es, como toda expli­
cación reductora, una fuente de grave error. El no
es más que, ha de estimarse siempre como mani­
obra inconsciente de la psique, que trata de tran­
quilizarse ante una realidad cuyas sobrecogedoras
dimensiones se niega a reconocer. Lo que es infan­
til es la raíz de esta explicación reductora, tan fre­
cuente, no sólo en el ámbito psicoanalítico, sino en
otros campos, sobre todo en nuestro tiempo. Cuan­
do el papá de Juanito le explica lo que es el rayo
y el trueno, diciéndole «no es más que», natural­
mente, el niño se queda tranquilo y sin miedo. En
la adhesión profunda que el hombre hace a la ex­
plicación reductora, la del «no es más que», pode­
mos husmear siempre este fuerte componente emo­
cional: el anhelo de quedarnos tranquilos con una
«explicación del padre». Pero la realidad dentro
de la que esta explicación se mueve es mucho más
amplia. Lo cierto es que el mundo, el cosmos, no
es tan fácilmente explicable como cree el papá de
Juanito. Lo evidente es que el mundo es algo enor­
La psicoterapia de grupo 27
memente misterioso 16 y nada fácil de comprender.
Esto es lo que, en su último y escondido meollo,
quiere decirnos la idea del mana. Slater hace como
el papá de Juanito: quiere tranquilizarse tranqui­
lizándonos. Haciéndose ver a sí mismo y hacién­
donos creer que lo explica todo muy bien. Pero ig­
nora que, en este mismo momento, queda incapa­
citado para ver que lo más importante, el misterio
subsistente, queda sin explicar.
Interesante a este respecto—hagamos un breve
paréntesis para señalarlo—la discusión que Gas­
tón Fessard hace del pensamiento de Levy-Strauss
sobre el mana en el libro Démythisation et inó­
rale 1G. El universo—dice Levy-Strauss—ha signifi­
cado mucho antes de que se comience a saber lo
que significa; no cabe de ello la menor duda. Es
sabido, como dice Jakobson, que el «dualismo in­
disoluble de todo signo lingüístico es el punto de
partida de toda la lingüística moderna... Sonido
y sentido... Hay que analizar sistemáticamente los
sonidos de la palabra a la luz del sentido, y el
propio sentido refiriéndose a la forma fonéti­
ca...» Toda unidad lingüística tiene dos vertien­
tes; comprende, a la vez, una vertiente signifi­
cante y una vertiente significada. Esto le permi­
te a Fessard señalar cómo la definición de Levy-
Strauss del mana, como «un exceso del signifi­
cante sobre el significado», lleva, a pesar del
ateísmo de su autor, a una inconsciente posi­
ción religiosa. En efecto, dice Levy-Strauss: «Hay
siempre una inadecuación entre los dos—signifi­
cante y significado—que sólo es resuelta por el
entendimiento divino y que se produce por una
superabundancia de significante en relación a los
significados sobre los cuales puede aplicarse. En
>• Démythisation et Morale (Aubier Edit. Montaigne, París 1965)
p.104; Gastón Fessard, Sytnbole, Surnaturel, Dialogue y la discusión
siguiente.
28 Estudio introductorio
su esfuerzo por comprender el mundo, el hombre
dispone, por consiguiente, siempre de un exceso
de significación que distribuye entre las cosas se­
gún las leyes del pensamiento simbólico, cuyo es­
tudio corresponde a los etnólogos y a los lingüis­
tas.. .»
Fessard se pregunta si esto no quiere decir que
«sólo el entendimiento divino» tiene el privile­
gio de llegar a una adecuación perfecta entre el
ser (significante) y el pensamiento (significado).
Remito al lector al lugar citado y a la discusión
que sigue, principalmente con J. Hyppolite, ya
que este tema rebasa ahora mi propósito, y mi
intención es poner solamente de relieve cómo
este concepto de mana no es tan fácil de reducir
a un mecanismo psicológico, como pretende
Slater.

La debilitación del jefe, decaído de su posición


de «rey sagrado», dotado de mana, causa para­
lelamente el fortalecimiento del grupo como tal gru­
po. Esto pronto se traduce en un cambio curioso
en la «economía sexual» del grupo. Freud ya ima­
ginó que el objetivo principal de la revuelta de la
horda primitiva era el poder acceder al disfrute de
las mujeres que antes eran propiedad exclusiva
del jefe, del padre todopoderoso. Efectivamente,
surgen con frecuencia entre los miembros del gru­
po fantasías sobre una imaginaria relación sexual
del jefe del grupo con las personas del sexo feme­
nino que intervienen en él. Por ejemplo, la idea
de que éstas son «inaccesibles» para ellos. A las
discusiones sobre religión suceden en esta fase los
debates sobre cuestiones sexuales, y con frecuencia
se mezclan las dos. La rebelión contra el padre tiene
como consecuencia la liberación de los imaginarios
«tabús sexuales» y el permitirse el grupo ahora ha-
La psicoterapia de grupo 29
blar con más franqueza de temas eróticos. Esta
gran liberad en los temas de conversación, unida
a una evidente alegría y satisfacción en todo el gru­
po, es denominada con énfasis por Slater la «fase
de la orgía». A continuación se empieza a estable­
cer un «nuevo orden». ¿En qué consiste éste?
Aquí las opiniones difieren marcadamente entre los
diversos teóricos de la «psicoterapia de grupo».
Mientras Bion admite una cierta estabilidad entre
tres tipos de grupos: el grupo «dependiente», que
se satisface en la protección del jefe; el «grupo
de pares», que se alimenta de la fantasía de hacer
surgir de su seno un «mesías», y el grupo de «lu­
cha-huida», que concibe su existencia oscilando en­
tre un combate y una huida sempiterna, Slater,
por el contrario, estima en todo grupo una evolu­
ción. Poco a poco los componentes del grupo van
adquiriendo una mayor individualidad, una mayor
conciencia de los límites personales de cada cual,
desarrollándose como personalidades autónomas ca­
paces de una auténtica relación fraternal. No es
éste el momento de entrar en la discusión de cuál
de estas dos posiciones es la que más se ajusta a la
realidad. A mi juicio, la experiencia que todavía exis­
te en la psicoterapia de grupo es insuficiente e in­
completa para llegar a una conclusión.
Este incompleto resumen de lo que, según algu­
nos expertos, sucede dentro del grupo, al evolucio­
nar sus componentes hacia una mayor autonomía
y «consciencia de sus límites», me ha parecido in­
dispensable aquí, pues, según Slater, tal estudio
«ilumina vivamente» ciertos fenómenos religiosos y
respalda la interpretación de Freud sobre la reli­
gión como expresión de la necesidad de dependen­
cia». Los grupos, según este autor, nos enseñan que
30 Estudio introductorio

hay una línea continua que va, en lo que a la concien­


cia de los límites personales se refiere, desde las
primitivas religiones mágicas hasta las religiones
contemporáneas. Las fantasías de renacimiento, de
inmortalidad o de mesianismo de algunas de ellas se
encuentran en los grupos tipo «aparej amiento»: las
ideas de mana, en los grupos de huida-combate;
el mismo totemismo, cuya existencia real ha sido
puesta en duda por los antropólogos modernos, ten­
dría, según este autor, una explicación en los hechos
observados en los pequeños grupos. Los estadios
que, por ejemplo, Bellah distingue en la evolución
de las religiones serían un reflejo de las fases de
evolución del grupo 17. La «religión primitiva» res­
ponde a la fase en que la diferenciación entre el
«sí mismo» y el mundo, entre el mundo mítico y
el mundo empírico, es laxa, débil y elástica. En las
«religiones arcaicas» aparece ya una mayor defini­
ción de los seres míticos, se inicia el papel funda­
mental del sacerdote, etc. En las «religiones histó­
ricas» se pone el énfasis en la salvación y en la ilu­
minación o adoctrinamiento. En las «religiones mo­
dernas primitivas», que Bellah conexiona con la
Reforma, hay un retorno al interés por el mundo,
con colapso de las jerarquías, tanto simbólicas como
reales. La «religión moderna», todavía no bien ca­
racterizada, se distinguiría por su estructura com­
pleja, etc. En estos diversos estadios habría, como
en la revolución del grupo, cada vez mayor diferen­
ciación del individuo, más libertad personal, más in­
dependencia. En la religión de nuestros días es po­
sible mantener una personalidad bien centrada, sin
huida de la realidad empírica. Ya no es preciso,
17 Belleh, R. N., Religious evolution: American Socíological Revíew
29 (1964) 358-374.
La psicoterapia de grupo 31
como antiguamente ocurría, rechazar el mundo para
aceptar la vida religiosa. El drama central de la fase
moderna de la evolución de la religión sería el con­
flicto de dependencia, y por este motivo no es
extraño ver surgir constantemente en nuestro mun­
do de hoy, en la esfera religiosa, el fenómeno de
la «revuelta».
Vemos reaparecer aquí la pretendida compren­
sión del fenómeno religioso dentro de una «evolu­
ción del pensamiento humano», que ya señala Pié
en Freud. Este profesaba la tesis de Comte de las
etapas mágica, religiosa y científica de la civiliza­
ción. La ciencia sustituye a la religión. Esta ha sido
la gran ilusión del intelectual en las postrimerías
del siglo pasado y a comienzos de éste. Ahora bien,
al ir ganando en complejidad y en exactitud la ima­
gen que el hombre contemporáneo se va formando
del mundo, ha ido también en aumento la sensación
de que los progresos de la ciencia dilatan sin cesar
' el horizonte de lo que nos queda por comprender.
Dice el físico V. Weizsácker: «... nos encontramos
aquí ante los límites de nuestra posibilidad de com­
prender de qué se trata, en este grande y miste­
rioso todo de la naturaleza, y no podemos por me­
nos de recordar vivamente estos límites». El sen­
timiento de un sabio moderno ante el insondable
abismo que se abre ante él a medida que se am­
plían sus conocimientos, está bien traducido en es­
tas palabras del gran bioquímico Szent-Gyórgyi1S.
«Mi segunda razón para sentirse asustado es
más compleja. Si contempláis el símbolo de una
molécula, por ejemplo, la riboflavina, como se
expresa en el lenguaje de la química clásica, ve-
18 Albert Szent-Gyórgyi, The Promise of Medical Science, en Man
and Future p.193 (Edit. G. Wolstenholme-Churchill, London 1963).
32 Estudio introductorio
réis unas figuras geométricas sencillas, con los
símbolos C, N y H, situados a intervalos regula­
res. Parece tan sencillo como las estructuras con
las que los niños hacen construcciones a base de
tacos de madera. Si miráis a la riboflavina en los
trabajos de Pullman, encontraréis la primera figu­
ra, pero con una serie de números escritos junto
a cada átomo y a cada enlace. Son índices propor­
cionando información sobre ciertos rasgos de cua­
lidades electrónicas. Estas cifras han sido obteni­
das gastando mucho ingenio y mucho esfuerzo.
A medida que mejoren nuestros métodos, estas ci­
fras se volverán más exactas y habrá más y más,
lo que significa que la molécula no es una es­
tructura simple formada de bloques elementales,
sino una maquinaria de excesiva sutileza, cons­
truida con una precisión que sobrepasa la de
cualquier otra máquina construida por el hom­
bre... Esta molécula tiene que entrar en inter­
acción con otras construidas con precisión simi­
lar. Nuestros cuerpos están construidos a base de
millares de estas moléculas y de cadenas de mo­
léculas. Lo que me aterra es la enorme compleji­
dad y precisión de estos sistemas, que ahora, por
primera vez, han sido puestos de relieve por la
mecánica cuántica. Encuentro difícil aceptar que
sistema tan enormemente complejo haya podido
formarse por simple mutación ciega, al azar. Mi
sentimiento es que la materia viva lleva en sí
misma un principio hasta ahora indefinido, una
tendencia a perfeccionarse por sí misma. Si este
principio puede o no expresarse en términos de
mecánica cuántica es cosa que no sé. Es posible
que tengamos que esperar el descubrimiento de
nuevos principios de la física...»

Otros sabios de nuestro tiempo se han manifes­


tado en contra del «cientismo» excesivamente sim­
La psicoterapia de grupo 33
plificador y con pretensiones de explicación abso­
luta que reina en grandes sectores del mundo cien­
tífico actual. Marjorie Grene, al comienzo de un
sustancioso libro titulado Anatomy of Knowledge
en el que colaboran prestigiosos hombres de cien­
cia de las más diversas disciplinas, comenta con iro­
nía la conclusión de Francis Crick en su libro
Of Molecules and Men, que saluda la llegada de
una época en la que todo «vitalismo» habrá con­
cluido, triunfando así, con ello, una «mentalidad
científica» que explicará toda la naturaleza, tanto
la inanimada como la animada, por las leyes que go­
biernan el comportamiento de sus partes más pe­
queñas. Dice Crick:
«... C. P. Snow tenía toda la razón cuando
hablaba de dos culturas... Su equivocación resi­
de, a mi modo de ver, en subestimar las diferen­
cias entre las dos. La cultura antigua, o literaria,
fundada originalmente en valores cristianos, está
muriendo a ojos vistas; mientras que la nueva
cultura, la científica, fundada sólo en valores cien­
tíficos, está todavía en un estadio temprano de su
desarrollo, pero crece con gran rapidez...»
A lo que el físico Heitler replica: «La creen­
cia en un universo mecanicista es una superstición
moderna. Como probablemente sucede en todas
las supersticiones, esta creencia está fundada en
una serie más o menos amplia de hechos correc­
tos, que, subsiguientemente, son generalizados sin
garantía y distorsionados en tal forma que resul­
tan grotescos...»

En la discusión de lo dicho por Szent-Gyórgyi,


el propio Crick le acusó de «vitalismo». Pero en el
19 Marjorie Grene, Anatomy of Knowledge (Routledge & Kegan Paúl,
London 1969).
Freud y la reí. 3
34 Estudio introductorio

libro que acabo de mencionar, un prestigioso inves­


tigador como Barry Commoner, refiriéndose pre­
cisamente a los hallazgos sobre el código genético,
no vacila en concluir, criticando sus prematuras ge­
neralizaciones: «Con demasiada frecuencia hoy día
estamos cegados por el aparente éxito de la biología
molecular y dejamos de percibir la naturaleza como
un todo completo. Con excesiva frecuencia, esta ce­
guera nos lleva al error de exagerar nuestro poder
de controlar las enormes fuerzas que hemos puesto
en libertad, pero que, dado lo parcial de nuestro
conocimiento, no sabemos controlar. Si queremos
conocer la vida, es preciso acariciarla con mimo, tan­
to en nuestros laboratorios como en el mundo...» '
Vemos, por lo tanto, que el «cientismo», como
sustitución de la religión, es, en nuestros días, una
nueva fe, pero también que esta fe es considerada
por muchos ilustres sabios como una «nueva supers­
tición». La evolución del pensamiento humano, de
la magia a la ciencia, pasando por la religión, imagi­
nada por Augusto Comte, ahora se ha transformado
en una «evolución del pensamiento religioso», que,
al parecer, queda explicada por su similitud con
lo que pasa en la «psicología del grupo humano».
Dejando aparte que esta psicología del grupo hu­
mano está llena todavía de enigmas y que la propia
psicoterapia de grupo es objeto de interpretaciones
enormemente discordantes en sus diversos cultiva­
dores, aun aceptando las tesis de Slater, tenemos
que reconocer que éste no hace más que recurrir a
conceptos cuya última significación está todavía por
aclarar. Por ejemplo, esa idealización o divinización
de la figura del «líder» no ha encontrado todavía
20 Barry Commoner, Is Biology a Molecular Science?, en Anatomy ot
Knowledge p.73.
Digresión sobre el centauro 35
explicación enteramente satisfactoria, y aun admi­
tiendo la sucesión de las diversas fases en la evo­
lución del grupo terapéutico—que no siempre se
observa y que dista mucho de ser admitida por
todos los observadores—, en ellas surgen una serie
de fenómenos como la «revuelta», la «autotomía»,
la «orgía», etc., que, como ocurre con la mayoría
de los fenómenos psicosociales, pueden ser inter­
pretados según parámetros muy diferentes.

Digresión sobre el centauro


Hoy se quedaría Freud muy sorprendido al ver
que el progreso de la ciencia, en los últimos años,
progreso inmenso en todos los terrenos, en lugar de
poner en claro la estructura de esa «realidad», cuya
clave para él la tenía esta misma ciencia, ha condu­
cido a muchos investigadores científicos al mismo
terreno que él era el primero en pisar con su Me-
tapsicología. Freud se vio impulsado a esta metapsi-
cología, es decir, a poner en juego conceptos casi
mitológicos, como «Eros» y «Thanatos», como fuer­
zas fundamentales de la vida, para explicar deter­
minados fenómenos de la vida psíquica en sus pro­
fundidades; por ejemplo, la resistencia a la cura­
ción, el impulso autodestructor que se alberga en
la intimidad del individuo, etc. Hoy, los físicos ató­
micos más insignes, tarde o temprano, acaban en­
frentándose también, a su manera, con problemas
de filosofía y de metafísica. No como una diversión
o complemento de su habitual actividad, sino por­
que a ello les fuerza la nueva idea que del universo
se forma la física actual. En el prefacio a un librito
muy leído, en el que se reúnen unas emisiones de
Radio Bremen sobre el tema Física y filosofía, dice
36 Estudio introductorio

Eckart Heimendhal: «Desde la física atómica y


quizás desde antes, el físico no puede progresar en
la teoría sin la filosofía». No es tampoco un azar
que el psicólogo más importante de nuestro tiem­
po, Piaget, figura de dimensiones tan considerables
como la del propio Freud, al final de su vida, dedi­
cado al estudio de la psicología infantil, se ocupe
con pasión de problemas epistemológicos de «teo­
ría del conocimiento».
Sobre la «psicología del pensamiento científico»
se vienen escribiendo en nuestro tiempo libros
importantes, como el de Polanyi, Personal Know-
ledge, y el de Gastón Bachelard, La formation de
l’esprit scientifique. Contribution a une psychana-
lyse de la connaissance objective. En mi trabajo La
dimensión personal del conocimiento científico ~ he
discutido algunos aspectos de esta nueva tendencia,
destacando las ideas de Gerard Holton, profesor
de física en Harvard, quien sostiene que toda acti­
vidad científica depende de una selección previa,
de una preselección 2122. Los motivos de esta preselec­
ción son rigurosamente «personales». Junto a las
dimensiones conocidas de la ciencia objetiva, la di­
mensión empírica y la dimensión analítica, Holton
añade una dimensión temática, que estudia las pre­
ferencias inconscientes del investigador. Según Po­
lanyi, el conocimiento científico nace de una pasión,
una pasión intelectual, y sería inconcebible sin ella.
Para Heidegger, la palabra griega ttóSos tam­
bién quiere decir asombro, y, según él, en el asom­
bro nos detenemos sobre nosotros mismos, damos
21 Juan Rof Carballo, La dimensión personal del conocimiento cien­
tífico, en Archivo Iberoamericano de Historia de la Medicina y Antro­
pología Médica vol.14 p.23 (1962).
22 Gerald Holton, líber die Hypothesen, welche der Naturwissen-
cbaft zugrunde liegen: Eranos-Jahrbuch 962 t.31 p.351.
Digresión sobre el centauro 37
«un paso atrás». «La filosofía—añade—surge de
ese paso atrás, y es ese paso atrás ante el ser del
ente, a la vez arrastrada y encadenada por aque­
llo ante lo cual se echa atrás» 23. La pasión en ciencia,
indica Polanyi, sirve para distinguir aquellos hechos
científicos que tienen importancia de los que no la
tienen. En todas las ciencias, esta preselección, esta
dimensión temática tiene gran importancia, pero esta
importancia es inmensa en ciencias, como la psico­
logía y la sociología, de desarrollo reciente, que no
descansan sobre un acervo bien desarrollado de
cálculos lógicos y de estructuras racionales (Hol­
ton). Estas ciencias, dice Holton, «carecen toda­
vía de esa estructura jerárquica de hipótesis que,
según Braithwaite, constituye el signo de una ciencia
muy perfeccionada». En este sentido, como vamos
a ver, el psicoanálisis moderno está en trance de
establecer, con más fruición y energía que ninguna
otra disciplina psicológica, su «estructura jerárqui­
ca de hipótesis».
Pero si este «componente temático», el de las
«pasiones de la inteligencia», tiene importancia que
cada vez se reconoce y analiza mejor, también es
menester prestar atención a las falacias que en las
actitudes científicas generales, que con facilidad
pasan de los laboratorios al hombre de la calle,
inducen personales pasiones que, vistiéndose de ob­
jetividad científica, presuponen tácitamente «con­
cepciones del mundo» sobre datos incompletos y,
en ocasiones, tergiversados. Antes puse algunos
ejemplos. Nuestro saber sobre la biología molecular
es todavía muy insuficiente. Apenas conocemos con
exactitud la naturaleza bioquímica de una tercera
23 Martín Heidegger, Was ist das - die Philosophie? (Neske, 1956)
p.39ss.
38 Estudio introductorio
parte de las moléculas que componen la célula, e ig­
noramos casi todo de las otras dos terceras partes,
realidad que inconscientemente ocultamos. La crítica
que hace Barry Commoner de los esquemas que ac­
tualmente se sirven al estudiante sobre los «mecanis­
mos genéticos», pone de relieve no sólo sus inmen­
sas lagunas, sino la tendencia inconsciente a ocultar
estos «fallos» y presentar lo sabido como un todo
coherente y definitivo, lo que es absolutamente falso
e induce a error. Sobre los mecanismos de transmi­
sión del código genético es infinitamente más lo
que ignoramos que lo que sabemos. Barry Commo­
ner, en su crítica, pone como ejemplo lo ocurrido
con el fenómeno que en física se denomina la «su­
perconductividad de los metales». Infinidad de teo­
rías surgieron para explicarla, todas ellas insuficien­
tes, porque, como ocurre con las teorías actuales de
la biología molecular, eran atomísticas, esto es, co­
rrespondían a esa mentalidad científica,, hoy tan di­
fundida, que cree explicar toda la naturaleza, tanto
la animada como la inanimada, por las leyes que
gobiernan el comportamiento de las partes más pe­
queñas del universo. La superconductividad de los
metales fue explicada de manera satisfactoria gra­
cias a una consideración holística, viendo en el en­
jambre de electrones una parte integral de la es­
tructura organizada del metal. Dice Barry Commo­
ner: «La experiencia completa de la física moderna
no apoya la norma—por arraigada que esté—de
que todos los sistemas complejos son explicables
en términos de las propiedades que se observan en
sus partes aisladas». Si la biología molecular se
funda en la aplicación de las leyes físico-químicas,
no hay razón alguna para que no tenga también en
cuenta este nuevo principio. Según el cual es la
Digresión sobre el centauro 39
totalidad—y la totalidad «viva», no la muerta en
el tubo de ensayo—de los sistemas biológicos lo
que permitirá encontrar una solución simple y bella
del problema. No la superposición de conceptos
derivados de sistemas experimentales en los que la
ordenada estructura, que es fuente de esta «sen­
cillez», ha sido destruida. La pretensión actual de
que el problema de la herencia biológica ha sido
resuelto, se convierte así en un obstáculo para el
progreso, ya que sólo la humildad y el reconoci­
miento de nuestra ignorancia es capaz de hacer avan­
zar a la ciencia.
Por otro lado, aunque muchas veces se ha de­
nunciado el error tan frecuente anejo a toda inter­
pretación reductora, nunca se insistirá bastante so­
bre él, ya que, como antes señalé, se ve fortalecido
por la tendencia del espíritu humano a tranquili­
zarse reduciendo lo que es enigmático y sobrecoge­
dor a términos simples y accesibles. Este error es
cometido con frecuencia por las interpretaciones
psicoanalíticas, tanto de la obra de arte como del
pensamiento filosófico. Yvon Brés, que con buen
sentido psicoanalítico estudia los Diálogos platóni­
cos, insiste en ello. «Hemos denunciado ya lo ab­
surdo de las interpretaciones reductoras, que creen
transformar un pensamiento filosófico en simple
ilusión bajo el pretexto de que con ellas se pone
de manifiesto el proceso psicológico con ocasión del
cual estas ideas se constituyen» 24. Esta práctica «re­
ductora» alcanza en nuestros días difusión enorme,
vuelvo a repetir, porque satisface ocultas angustias
inconscientes y, no en último término, también
empedernidas perezas mentales. Llamo a esto la
21 Yvon Bres, La Psycbologie de Platón (Presses Universiíaires de
France, París 1968).
40 Estudio introductorio
mutilación del centauro. Con muchas realidades hu­
manas sucede lo que con la construcción mitológica
del centauro. En ellas se dan cita y se articulan ele­
mentos de naturaleza muy diversa. Por ejemplo, el
empuje instintivo y la actividad discursiva, lógica,
racional. El error puede cometerse en dos sentidos:
primero, dejando de ver la grupa del centauro, lo
que hay en él de équido violento y poderoso. En­
tonces, la parte del hombre que no se ajusta a la ra­
zón es menospreciada como «animal» o «bestial».
Y ya sabemos a qué conduce esto. Según la frase
de Pascal, el hombre, a la vez ángel y bestia, si se
empeña en hacer el ángel, acaba haciendo la bestia.
Pero aun en esta frase se señala una dicotomía:
ángel y bestia, que demuestra que el vínculo entre
los dos, esencialísimo, no ha sido comprendido.
Quizás un denominador de nuestro tiempo sea la
aspiración a un mejor entendimiento de este puen­
te de enlace entre lo racional y lo instintivo.
El otro error, habitual en las «interpretaciones
psicoanalíticas» (en algunas, no en todas, pues
pronto vamos a ver cómo el psicoanálisis actual ha
sabido zafarse elegantemente de este escollo en el
que tantas veces ha caído), es creer que, por haber
interpretado la vida instintiva, la parte biológica y
animal del centauro, queda con ello explicado aque­
llo que en este símbolo se expresa por su parte
humana: brazos hábiles y cabeza pensante. Así
es evidente que sería un poco pueril explicar los
movimientos de inquietud religiosa que agitan hoy
una parte de la Iglesia como simples fenómenos de
«rebelión frente al padre». Cierto que, en el fon­
do, arrancan de esta motivación inconsciente, por
lo general no reconocida, y en medida muchísimo
mayor de lo que se pudiera creer están, por ello,
Digresión sobre el centauro 41
emparentados con otros movimientos similares de
nuestro tiempo: los movimientos juveniles, las ac­
tividades de «protesta», etc. Pero el análisis y des­
velamiento de este fondo irracional no sirve para
descubrir la verdad posconciliar, es decir, el nuevo
pensamiento con el que la Iglesia, tras el concilio
Vaticano II, rectifica viejos errores y se enfrenta
con la realidad del mundo actual. Hace muchos
años que tengo en mi biblioteca un libro que hizo
sobre mí gran impresión: Das Christentum und
die Angst, del gran amigo de Freud, un pastor
de Zurich, Oskar Pfister 2S. Recientemente se ha pu­
blicado la correspondencia entre los dos y en el li­
bro que prologamos se hace alusión a ella con fre­
cuencia. Este libro apareció en 1944, pero el autor
nos dice que sus ideas se inician ya en 1905, tres
años antes de su amistad con Freud. En el mo­
mento de su publicación parecía aún osado afirmar
que, en virtud de la intensa contaminación con
rasgos neuróticos, el cristianismo, de religión del
amor, se había convertido en religión de la angus­
tia, alterando así su esencia, y, por ello, el dogma­
tismo formalista, propio de las neurosis obsesivas,
había invadido insensiblemente las capas más pro­
fundas y escondidas de la religión. Conmovido por
sus observaciones, Pfister renunció a una carrera
académica para ser, exclusivamente, «pastor». Mu­
chos años después, Juan XXIII iba también a
declarar, ante el asombro del mundo, que él no
quería ser otra cosa que esto: pastor. Nadie supo
prever que con esta decisión iba a imprimir nuevo
rumbo a la Iglesia católica en un giro de inmen­
sas consecuencias, gracias al cual, de nuevo, lo que
25 Oskar Pfister, Das Christentum und die Angst (Artemis-Verlag,
Zurich 1944).
42 Estudio introductorio

hay en el catolicismo de religión de amor iba a


comenzar a desembarazarse de lo que la neurosis
y la ansiedad habían depositado, a lo largo de los
siglos, en sus estructuras, deformándolas. No es
exagerado decir que el libro de Pfister, nacido
de la amistad de su autor con Segismundo Freud,
constituye, en realidad, un anuncio de la mentali­
dad posconciliar. Ya no es preciso en la actualidad
esforzarse en explicar al buen creyente que no
puede ser cristianismo auténtico aquel que, «para
demostrar que se entiende y practica mejor la reli­
gión del amor que los demás cristianos, rompen la
cabeza a otros cristianos que también sirven a
Jesús y que quieren ser sus siervos...» «Se escarnía,
se asesina, más rabiosos y salvajes que las fieras,
menos compasivos que ellas, en nombre del que
ha muerto en la cruz para atestiguar con la muerte
su mensaje de amor», decía Pfister. Y aunque por
el evangelio de San Juan sabemos que los discí­
pulos se reconocen por el mutuo amor y no por
sus sutiles disquisiciones dogmáticas, lo cierto es
que la historia del cristianismo muchas veces se nos
presenta como una gigantesca incomprensión mu­
tua, como una «historia morbosa» de la cristian­
dad. El prólogo de dicho libro termina diciendo:
«Lo que es el amor, en su más alto sentido, no
es en forma alguna cosa que se entienda por sí
sola... Jesucristo ha enseñado y mostrado con su
vida este amor... El mismo es la mejor demostra­
ción de la verdad cristiana. A la pregunta de Pila-
tos da únicamente una respuesta irracional, que
está contenida en el anagrama:
Quid ist veritas? ¿Qué es la verdad?
Respuesta: Est vir, qui adest. Es el hombre que
tienes delante, Cristo
Digresión sobre el centauro 43
«Cambiando tan sólo las letras dan éstas la me­
jor respuesta. Lo mismo ocurre con la esencia del
amor cristiano. «Es el hombre que ahí está». Para
Pfister, ya en esa fecha, el problema de la angustia
no podrá resolverse nunca desde el único punto de la
medicina. «Pero—añade—también los hombres de
estado, en cuyas manos está la suerte de muchos
pueblos, los economistas, sociólogos, criminalistas,
educadores, moralistas y teólogos necesitan urgente­
mente un conocimiento a fondo del amor y de sus
metamorfosis; de lo contrario, de manera lamenta­
ble, harán trampa y crearán la infelicidad, tal como
hasta ahora ha venido haciéndose de manera tan
nefasta y espantosa».
Tenían que pasar muchos años antes que este
libro del pastor Pfister se pusiera, por decirlo así,
de actualidad. Pero estaban ya en marcha, en forma
larvada, los cambios profundos en nuestra mentali­
dad que iban a permitir fuera mejor comprendido.
En este sentido, la correspondencia de Freud con
su amigo Pfister, con el que no llega nunca al
acuerdo, pero tampoco a la ruptura, guarda un
dramático paralelismo con esa otra correspondencia
de Freud con su amigo Fliess, que es uno de los
documentos más preciosos y reveladores de toda la
historia del psicoanálisis. Resulta curioso hacer
ahora, tras muchos años, un parangón entre lo que
significaron estas dos correspondencias para Freud.
Este creía que Fliess era un «científico», y por eso
a él confiaba, con sorprendente ingenuidad, el más
mínimo de sus descubrimientos, anhelando reci­
bir de él un comentario crítico. Pfister era, en
cambio, tan sólo el amigo al que se le pueden per­
donar, en gracia a su buena intención, sus cons­
tantes sermones sobre algo que Freud considera,
44 Estudio introductorio

de manera definitiva, «una ilusión» de ningún por­


venir en el futuro del hombre. Con el tiempo ve­
mos con claridad que Fliess no tenía el más míni­
mo sentido científico, sino, por el contrario, se
nos presenta como un fabulador profundamente
neurótico. Y por ello Freud, que era un auténtico
hombre de ciencia, no tuvo más remedio que rom­
per con él. En cambio Pfister, con su tenaz amistad,
está más próximo, como vamos a ver, de la autén­
tica verdad de ese psicoanálisis que, pese a todos
los escritos de su amigo, no renuncia a ver un
día en buena armonía con el pensamiento religioso.

La divinización de la figura paterna


La idealización de la figura paterna se presenta,
en la práctica psicoanalítica, como un problema
«técnico», cada día de mayor importancia, en for­
ma de superidealización del médico, del terapeuta.
Como es bien sabido, esta idealización es una de
las características de la transferencia, la cual, con
las resistencias inconscientes, constituyen los dos
pilares de la personalidad humana, cuyo descubri­
miento se debe al psicoanálisis. La «transferencia»,
esto es, la reactivación o reviviscencia de los sen­
timientos que en la infancia se ha tenido hacia
las personas tutelares, proyectados ahora hacia la
figura del médico, del terapeuta, determinan en
éste un fenómeno no menos importante: la «con­
tratransferencia». Ambas situaciones afectivas son,
naturalmente, profundamente inconscientes para
sus protagonistas, que no se dan cuenta de su carác­
ter irracional. La transferencia supone que una si­
tuación dada ha de interpretarse con arreglo al mo­
delo de una situación anterior, de la primera
La divinización de la figura paterna 45
infancia (Fenichel). Transferencia y resistencias van
estrechamente unidas, como se desprende del tra­
bajo de Freud Dinámica de la transferencia. Allí
podemos leer:
«Si perseguimos un complejo patógeno desde
su representación en la consciencia (representa­
ción visible en forma de síntomas o totalmente
inaparente) hasta sus raíces en lo inconsciente,
no tardamos en llegar a una región en la cual se
impone de tal modo la resistencia, que las ocu­
rrencias inmediatas han de contar con ella y pre­
sentarse como una transacción entre sus exigen­
cias y las de la labor investigadora. La experien­
cia nos ha mostrado ser éste el punto en que la
transferencia inicia su actuación. Cuando en la
materia (en el contenido) del complejo hay algo
que se presta a ser transferido a la persona del
médico, se establece en el acto esta transferencia,
produciendo la asociación inmediata y anuncián­
dose con los signos de una resistencia; por ejem­
plo, con una detención de las asociaciones. De
este hecho deducimos que, si dicha idea ha llega­
do hasta la conciencia con preferencia a todas las
demás posibles, es porque satisface también a la
resistencia...»

Esta detención de las asociaciones se presenta


como resistencia, porque se opone a la intención
investigadora y curativa del médico de llegar por
vía asociativa al núcleo de la neurosis (Loch). En
el enfermo, bajo la presión poderosa de reminis­
cencias de su vida infantil, decrece su control de
la realidad, de tal suerte que, en lugar de la reali­
dad presente, pone su pasado. Esto quiere decir
que, por el momento, toma al médico por la per­
sona tutelar, por la persona de su pasado que la
transferencia evoca (Loch).
46 Estudio introductorio

Sobre este problema de la transferencia he escri­


to en anteriores trabajos míos (cf., sobre todo,
Urdimbre afectiva y enfermedad y Violencia y
ternura) en los que me he extendido con deteni­
miento acerca de esta cuestión. Su fuerza, a mi
juicio, proviene de ser la manifestación en que se
patentiza la importancia para la constitución de la
personalidad humana de las primeras relaciones
personales. Esta importancia proviene de la suma
invalidez en la que el hombre nace, sin concluir
su desarrollo, en múltiples niveles: neurológico, en-
zimático, bioquímico, psicológico. El hombre, al
nacer, es el más necesitado de los seres. No sólo,
entendámoslo bien, necesitado de protección, de
amparo, sino de complemento. Necesita completar
sus estructuras psicobiológicas, y ésta es la razón
profunda por la cual este nacer prematuro y, por
lo tanto, inválido se convierte en la clave de la
grandeza del hombre. El hombre lo es, es capaz
de conciencia y de libertad, tiene un destino que
le arrastra y con el que lucha, capacidad para ha­
cerse cargo de la realidad del mundo y aptitud
para entenderse con sus semejantes, porque la úl­
tima fase de su evolución psicobiológica se realiza
mediante el contacto social, que supone una red
sutilísima de relaciones con las personas tutelares.
El desarrollo final del ser vivo, el crecimiento úl­
timo de las redes nerviosas, la formación de enzi­
mas adaptativos, la programación de sus sistemas
reguladores, el fraguado de sus mecanismos inmu-
nitarios elementales y, al propio tiempo, las bases
de su personalidad, los primeros rudimentos del
«yo», las estructuras psíquicas primordiales, todo
ello se cumple, gracias a su interminación, mediante
el proceso que tiene lugar en la relación transaccio-
La divinización de la -figura paterna 47
nal (no de causa a efecto, sino de causa a efecto ín­
timamente entrelazados) entre el organismo y su
ambiente. Este fenómeno ha sido descubierto y
analizado en muy diversos planos de la realidad por
las disciplinas científicas que estudian cada uno de
ellos. Es, hasta el momento presente, un grave error
del psicoanálisis no haber establecido un nexo entre
sus observaciones clínicas y las que, paralelamente,
se han ido haciendo en otras ciencias: genética,
ciencia de la evolución, bioquímica del recién na­
cido, neurofisiología neonatal, epistemología, etc.
Es hoy generalmente admitido en el campo psi-
coanalítico que la transferencia tiene estrecha cone­
xión con la denominada «relación de objeto», ante
todo con la unidad madre-niño, más o menos de
tipo simbiótico, a la que se da cada día más impor­
tancia. No sólo las observaciones de la clínica en
análisis muy profundos, sino también la observa­
ción directa en niños desamparados, privados de
esta tutela, así como los estudios en animales han
servido para destacar la importancia de esta rela­
ción.
Así, por ejemplo, las experiencias, por mí tan­
tas veces citadas, de Levíne en ratas, acariciadas
o no, con su repercusión sobre su adaptación neu-
roendocrina, o las de Liddell en cabritillos recién
nacidos, o las de Harlow y Zimmerman en mo­
nos recién nacidos, muestran la importancia no
sólo de la relación oral, sino de los contactos cu­
táneos en el sano desarrollo de las estructuras
psicobiológicas. Esta importancia se pone de ma­
nifiesto por la muerte de muchos de estos ani­
males, faltos de este primer contacto cariñoso de
la cría con su madre.
Una grave omisión en el campo psicoanalíti-
co es no haber sabido reconocer que esta «reía-
48 Estudio introductorio
ción de objeto», a mi modo de ver, constituyen­
te de las últimas estructuras psicobiológicas regu­
ladoras del ser humano, no es sino una faceta
parcial de una modalidad de herencia que sólo
en nuestros días comienza a estudiarse con dete­
nimiento y sin la cual hubiera sido imposible
comprender correctamente el proceso evolutivo
que ha dado lugar a la hominización.

Trátase de la llamada «herencia históricamente


condicionada» o «herencia sociogenética», estudia­
da, entre otros, por Wadington, y a la que insisten­
temente alude Piaget, quien no olvida su existencia
al tratar de comprender los mecanismos cognitivos
de la infancia y el hecho sorprendente de que el
niño adquiriera con rapidez la capacidad de com­
prender las categorías lógico-matemáticas26. En el
fondo—como él señala—, con algo que viene a
prolongar esta forma de herencia y que deriva de
ella. Y, por lo tanto, con lo que yo he denomi­
nado urdimbre, pensando en las primeras fibras
que, tendidas, sirven para completarse con la trama
ulterior y llegar a formar un tejido.
Por esta misma primera relación del ser inter­
minado con su ambiente afectivo pasa a formar
parte de las estructuras biológicas (de ese sistema
nervioso en el que se están realizando importantes
emigraciones de neuronas, desarollo de gran rique­
za de prolongaciones neuronales, aparición de nue­
vos sistemas enzimáticos, remodelaciones de estruc­
turas, etc.) nada menos que algo hasta ahora extraño
a lo biológico: la historia. Es la historia, en primer
lugar, de los progenitores, sus propios anhelos y
complejos infantiles. Pero también, a través de ellos,
la historia familiar y del grupo social. Por ejemplo,
26 Jean Piaget, Biologie et connaissance (Gallimard, París 1967).
La divinización de la figura paterna 49
en forma de «acento idiomático», de «estilo de cui­
dado» (de enfajar al niño, de darle de mamar, de
sostenerle, de acariciarle), tal como han puesto bri­
llantemente de manifiesto los estudios de Marga-
rete Mead y otros. La historia del hombre en sus
diversos estratos (estrato personal, familiar, cul­
tural, racial, etc.) es así incorporada, traspasada,
transferida a las estructuras nerviosas. Todo este
proceso tiene, pues, una dimensión, visible algún
día con métodos histológicos e histoquímicos; re­
basa, por consiguiente, el campo psíquico dentro
del cual, con tenacidad y siguiendo la tradición
de su fundador, quiere por el momento mantenerse
el psicoanálisis. Pero es conveniente considerar
que este fenómeno no se limita al parámetro de
observación psicológica, aunque en éste se presen­
te ya en modalidades muy varias y ricas, desde la
observación psicoanalítica, a la que se hace direc­
tamente en niños o en sujetos neuróticos y psicó-
ticos, o simplemente en seres abandonados en la
infancia, o en la observación psicopedagógica, o
en la clínica de las delincuencias, o en la psicotera­
pia del grupo social. Esta realidad es descubierta,
a la vez que por la clínica y la pedagogía, por cien­
cias tan diversas como la etología o ciencia de la
conducta animal, la ciencia de la evolución, la em­
briología, la neurología del desarrollo pre y post­
embrionario, la enzimología neonatal y la moderna
genética. A ello Piaget ha añadido, en su libro
Biologie et connaissance, de manera fructífera, la
consideración epistemológica.
Pues bien, sorprende que esta inmensa realidad
—que en la clínica psicoterápica se presenta con
impresionante violencia y pungencia—se intente ex­
plicar con consideraciones relativamente triviales.
Freud y la reí. 4
50 Estudio introductorio

Se dice: es natural que el hombre—y más aún el


niño—necesite un contacto afectivo. El ser humano
precisa de un respaldo afectivo, observación que
todo el mundo puede hacer. En la sesión psicoana-
lítica, el aislamiento en el que trabajan médico y
enfermo explicarían que éste idealice a su médico
y vuelve a ver en él una figura protectora, etc. ¡No!
Con todas estas trivialidades, que a veces leemos
en excelentes psicoanalistas, se minimizan las raí-
ces biológicas, neurológicas y bioquímicas de un
proceso que llega hasta lo más secreto de la vida:
el misterio de la herencia. Es una nueva forma de
herencia la que está en juego, la herencia socioge-
nética, y en el fenómeno de la transferencia perci­
bimos los últimos ecos, y por ello a veces con sor­
prendente violencia, de un hecho cuya trascenden­
cia rebasa los límites de la biología y de la medi­
cina. Los rebasa, puesto que, para que se realice
este singular encuentro,, en el que todo parece es­
tar previsto, desde el pecho materno y el complejo
proceso de la lactancia hasta el surgir ante su reto­
ño sentimientos de ternura en los padres—no sólo
en la madre—, ha tenido que irse estableciendo
una complejísima preparación. Lo primordial del
encuentro es su secreta preparación, que lo saca
de la esfera del azar para situarlo en el campo
misterioso, al menos mientras no se consiga expli­
carlo de otra manera, de lo providencial. Es natural
que el niño, que en este último y decisivo fraguado
de su ser en ciernes encuentra en forma más o
menos perfecta alimento, calor, caricia y cariño,
infiltrando, en consecuencia de ello, conjuntamente,
dentro de su ser, la historia, ancestral y reciente,
de sus mayores, lo incorpore con el sentimiento
impreciso e inconsciente, pero reconfortante, de una
La divinización de la figura paterna 51
confianza, de un carácter providencial, de una con­
cordancia entre su ser, que acaba de surgir al mun­
do, y este mundo que le acoge.
En un reciente estudio sobre los problemas que
en la práctica psicoanalítica trae consigo la «hiper-
idealización» del médico, una psicoanalista eximia,
Phyllis Greenacre, llama la atención sobre el esca­
so interés que se ha prestado a la figura paterna
en los dos primeros años de la vida del niño ".Lo
atribuye a que la relación madre-niño ha sido estu­
diada ante todo en inclusas y clínicas infantiles,
donde la intervención del padre queda apagada.
Pero en la vida corriente esta intervención es mu­
cho mayor de lo que habitualmente se supone. En
Violencia y ternura ya señalé cómo el padre inter­
viene en la unidad simbiótica primero, ante todo
a través de la madre. De manera indirecta, ésta
refleja en sus actitudes componentes de su propia
figura paternal, que ha incorporado a su ser y que
ahora se manifiestan en la tutela del infante. Pero,
además de esta influencia, difícil de demostrar, aun­
que la clínica proporciona abundantes datos en
abono de su importancia, de manera callada, la
existencia del padre, aunque no su presencia directa,
influye también en las actitudes de la madre. Por
ejemplo, dándole seguridad o inseguridad, hacién­
dola sentirse confortada o con angustia, irritable
o sosegada. En tercer término, el padre tiene una
influencia real, como persona que, no con la cons­
tancia de la madre, de manera más episódica, pero
no por ello menos importante, coge al niño en sus
27 Phyllis Greenacre, Problems of Overidealization of tbe Analysi
and of Analysis. Their Manifestations in tbe Transference and Counter-
transference Relationship, en Tbe Psycboanalytic Study of Cbild t.21
p.193-212 (1966). Reproducido en alemán en «Psyche» 23 (agosto 1969)
611.
52 Estudio introductorio

brazos, lo balancea, juega con él o le hace alguna


caricia. Phyllis Greenacre piensa, por su experien­
cia psicoanalítica, que el padre tiene gran impor­
tancia en estos primeros meses, aun cuando a la
observación directa se presente como figura mar­
ginal. Los juegos del niño con el padre en los fines
de semana o al final de la jornada de trabajo dejan
en él huella importante al sentirse sacudido, lleva­
do sobre los hombros, tratado en su sensibilidad
cutáneo-muscular con más fuerza y con más seguri­
dad que por la madre. La percepción de esta fuerza
converge en un ser en el que la invalidez inicial
va mitigándose no sólo por la tutela materna, sino
por sentir surgir dentro de sí la fuerza inexorable
del crecimiento.
La transferencia afectiva, que antes hemos des­
crito como una resistencia a la curación, se revela
en el curso del tratamiento como la principal arma
de que dispone el médico cuando sabe manejarla
adecuadamente. Ahora bien, la calidad de esta
transferencia depende de las circunstancias en que
se ha desarrollado la primitiva urdimbre de afecto,
la unidad madre-niño, a la que, como acabamos de
ver, el padre no es ajeno. Si en los primeros meses
de la vida los cuidados de una «buena madre» han
neutralizado las posibles sensaciones displacenteras,
la transferencia, cuando más adelante en la vida el
individuo acude a un tratamiento psicoanalítico, sue­
le desarrollarse bastante bien y no hay idealización
excesiva del médico, a menos que éste, por
«contratransferencia», no la estimule con una pro­
tección desmesurada o con una seducción incons­
ciente, en el fondo complacido de desarrollar en su
paciente una «dependencia» que ya no habrá ma­
nera de hacer desaparecer. Pero, en circunstancias
La divinización de la figura paterna 53
normales, con un médico buen conocedor de su
técnica y honesto, no sólo consciente, sino incons­
cientemente—que es lo más difícil—, éste es el
enfermo óptimo para el tratamiento psicoanalítico.
Hay otros enfermos que, pasados los dos pri­
meros meses de la vida, pero antes de la fase lla­
mada «edípica», sufren enfermedades corporales
graves, durante las cuales son tratados solícitamen­
te. La transferencia en estos sujetos se convierte
en la esperanza de una curación mágica y no sigue
el curso habitual. Finalmente, en un tercer grupo
de enfermos que, en su primerísima infancia, han
sufrido carencias afectivas graves, malos tratos, pri­
vación de caricias y de estímulos gratos, la trans­
ferencia se desarrolla siempre en forma agresiva y
enemistosa hacia el médico, y, en ellos, Phyllis
Greenacre, expertísima psicoanalista, prefiere, a di­
ferencia de otros especialistas menos pesimistas,
renunciar a un tratamiento psicoanalítico, que se
va a prolongar muchísimo y tropezar con dificulta­
des insuperables. Traigo aquí estos datos de la clí­
nica para mostrar cómo la calidad de la primerísima
relación de afecto es determinante del buen o mal
pronóstico de un tratamiento. Lo que debía llevar
a la conclusión, confirmando una tesis que hace
muchos años vengo sosteniendo, de que tal rela­
ción primera es constitutiva, es decir, de fuerza no
igual, pero similar a la genética, a la de la herencia
y, por consiguiente, difícil de modificar.
Aunque también concierne a detalles técnicos,
creo interesante para el tema Freud y la religión
recordar aquí que aun en los enfermos propicios
al tratamiento, por desarrollar una «buena transfe­
rencia», hay siempre una marcada ambivalencia
hacia el médico, esto es, sentimientos de enemistad
54 Estudio introductorio
y agresión, alternando o mezclándose con idealiza­
ción y endiosamiento dirigidos hacia quien toma
a su cargo el tratamiento. En algunos de ellos, la
tendencia a no separarse del médico, a quedar ya
para siempre fascinados por el tratamiento y por
la persona que lo lleva a cabo, parece incorregible.
Es como si, tanto médico como enfermo, hubieran
sido arrastrados por el ambiente de fuerzas todo­
poderosas que reinan en la situación de la prime-
rísima infancia y no pudieran salir de él. Muchas
veces esto se debe a un defecto técnico, como luego
hemos de ver, a un conocimiento insuficiente por
el médico de sus reacciones contratransferenciales.
Por el momento, el paciente asimila las interpreta­
ciones del médico no de manera orgánica, como
algo que «se vive», sino como algo que «se piensa»,
intelectualmente, no emocionalmente, y sintiéndo­
se al propio tiempo orgulloso de pertenecer a un
movimiento tan importante como el psicoanalítico.
Es decir, en lugar de volverse «más libre» con el
tratamiento, libre de decidir su camino, queda en­
ganchado, incorporado al «sistema de ideas» del
médico. Lo cual halaga el narcisismo de ambos,
del médico y del enfermo. En el primero se produ­
cen sentimientos de orgullo y de satisfacción que,
habitualmente, se enmascaran de entusiasmo tera­
péutico, de consagración total y absoluta al enfermo.
Al propio tiempo se sobrevalora la propia capacidad
de curación y se cierran los ojos a dificultades
invencibles como las que antes he señalado. Si el
enfermo no mejora, estos psicoanalistas resuelven
el problema—dice Phyllis Greenacre, la cual, vuel­
vo a repetir, es probablemente una de las más
respetadas y admiradas entre los psicoanalistas ac­
tuales-—afirmando: «¡Es preciso continuar el aná­
La divinización de la figura paterna 55

lisis todavía más tiempo! » Frase tras la cual están,


sin saberlo, expresando su sentimiento infantil de
omnipotencia. El médico se libera con mucha difi­
cultad, aun después de su análisis didáctico, de la
necesidad inconsciente de ser admirado y querido
por sus enfermos. La cuestión todavía se complica
cuando, poniéndose de parte del enfermo y en­
frente de sus familiares, a los que se les echa la
culpa de que éste no mejore, en realidad lo que el
médico hace es dar así salida inconsciente a sus
propios sentimientos de agresividad, nacidos de sus
problemas infantiles.
Por lo tanto, la superidealización del médico por
el enfermo va inextricablemente engranada, en mu­
chas ocasiones, con el sentimiento en el médico de
que su técnica es omnipotente. Omnipotencia y
omnisciencia van siempre unidas, y el razonamien­
to inconsciente sobre el que se establece la «con­
cepción de la vida» del médico podría formularse
así: «Si mi técnica, suficientemente prolongada, en
caso necesario prolongada hasta el infinito (análisis
interminable), es todopoderosa, ¿por qué no va a
ser omnisciente la teoría que le sirve de base?» De
esta suerte, a partir de un defecto técnico, se con­
vierte el psicoanálisis en algo así como una religión
que se profesa. Los adversarios del mismo, a su
vez, movidos también por fuerzas agresivas incons­
cientes y por el temor a descubrir sus propias simas
secretas, encuentran aquí fácil diana para sus tiros.
Esto hace olvidar que lo que constituye la clave
del método psicoanalítico, su esencia desde su naci­
miento, es la actitud crítica, implacablemente crítica,
que se despliega sobre las reacciones inconscientes
del propio médico, sin descansar, hasta que las des­
vela donde más agazapadas están, que es en la su­
56 Estudio introductorio

perficie de la persona, formando parte tan consus­


tancial de la misma, que su descubrimiento ofrece
inmensas dificultades. Este descubrimiento es lo
que, en el lenguaje técnico, se denomina análisis de
la contratransferencia.
La conclusión a la que llegamos es, por consi­
guiente, que no es tan fácil como parece «reducir»
el sentimiento religioso a la reactivación de senti­
mientos infantiles de dependencia, y que el fenó­
meno de la «rebelión contra el líder», que sucedía
al de «divinización» de éste, no es tan sencillo de
explicar como a primera vista parece. Si la raíz
inconsciente del sentimiento religioso se nutre de
esta invalidez que lleva al endiosamiento, antes de
concluir prematuramente que con ella queda «ex­
plicada» la religión (sin darnos cuenta de que, aun­
que así fuera, sería lo mismo que pretender expli­
car el centauro por el ímpetu brioso de su tren
posterior), lo lógico es preguntarse, como vienen
haciendo en los últimos años psicoanalistas y filó­
sofos: ¿Qué es, qué significa en la vida humana
esa cosa enigmática, poderosa y decisiva que deno­
minamos «el padre»?

El problema del padre


Lo que el padre significa dentro de la «semán­
tica del deseo», como llama Ricoeur al psicoanálisis,
está todavía por dilucidar. Ya en 1909 publicó
Jung un pequeño opúsculo titulado Die Bedeutung
des Vaters für das Schicksal des Einzelnen (La
importancia del padre para el destino de cada cual),
que apareció de nuevo en 1926 y en 1948, seña­
lando la importancia de la figura paterna en el des­
tino humano. La crítica de la religión hecha por
El problema del padre 57
Freud se basa en que, a su juicio, lo que lleva al
sentimiento religioso son el miedo y el deseo. Es
el miedo el que forja los dioses. Hay, además, se­
gún él, una estrecha analogía entre el ritual religioso
y la neurosis obsesiva. Por ese motivo calificó a la
religión de «la neurosis obsesiva de la humanidad».
No hay que olvidar que, para él, la neurosis obse­
siva tiene su origen en una defensa contra pulsiones
instintivas inconfesables. En Tótem y tabú, la reli­
gión es presentada como el refugio de todos los
deseos reprimidos: celos, odio, necesidad de des­
truir y de perseguir, que, gracias a las instituciones
religiosas, pueden desahogarse sobre los «enemigos
de la religión». Del modelo de la neurosis obsesiva,
la religión pasa a ser interpretada, en este segundo
período, con arreglo al modelo de la paranoia. Ahora
bien, la religión no surge para Freud tan sólo del
miedo y de las consecuencias de la prohibición, sino,
sobre todo, de la necesidad de consuelo y de apoyo.
La religión se fundamenta, primordialmente, en el
plano de las pulsiones instinivas, en la «nostalgia
del padre», en la necesidad de dependencia y, por
lo tanto, en la invalidez, que ya hemos visto es ca­
racterística de la infancia del hombre. Pero—dire­
mos nosotros ahora—no sólo «característica», sino
condición sine qua non del hecho de ser hombre,
de la hominización. Invalidez y necesidad de depen­
dencia no son hechos «negativos», sino lo más po­
sitivo de la naturaleza humana. Para llegar a ver
esto, que ya intuyeron Flerder y recientemente Geh-
len, Bally y algún otro, era necesario llegar a nuestra
época, en la que, como señalé, convergen en dar
máxima importancia a la unidad madre-niño, a la
urdimbre primigenia, las más diversas disciplinas
científicas, desde la embriología a la etología, de la
58 Estudio introductorio

neurología a la moderna pediatría o la medicina psi-


cosomática.
Ricoeur ha señalado (p.519-520) que no es po­
sible segregar la figura del padre de la función mí-
tico-poética dentro de la que se inserta. ¿Qué es lo
que realmente entiendo—se pregunta—cuando des­
cubro—en realidad cuando adivino—la figura del
padre en la representación de Dios? ¿Es que con
ello comprendo mejor lo que es uno y lo que es
otro? Ahora bien, en las representaciones míticas,
el padre, más que como genitor, parejo a la madre,
figura como legislador, como el que «da nombre»;
por consiguiente, lenguaje, logos. Para la corriente
junguiana del psicoanálisis, el arquetipo paterno
representa «lo superior», «lo celeste», lo que está
«arriba», figurado por el sol o por el principio
que da vida y muerte. Pero también es «lo que
inspira», «lo creador» y, por lo tanto, lo que nos
invade y sobrecoge como una fuerza numinosa y ex­
traña. Tiene por ello carácter fascinante, que unas
veces se manifiesta en la «posesión» del hombre por
contenidos del inconsciente, otras en una concentra­
ción lúcida de la conciencia. Para Neumann, así
como en el reino animal y en los hombres primiti­
vos cabe hablar de una sabiduría instintiva que
gobierna la vida del grupo, que regula el celo y el
cuidado de la prole, en el hombre este «principio
ordenador» se traduciría en una recepción para un
saber superior, numinoso, para la percepción de un
«mensaje» o kerigma. La idea de lo paternal está,
pues, afincada en el alma humana, en forma que, al
desplegarse en la historia, manifiesta su carácter
fundacional y creador. Hasta aquí Neumann, jun-
guiano. Veamos ahora cómo evoluciona la «idea del
padre» en el moderno psicoanálisis.
El problema del padre 59
Loch, que es seguramente en la actualidad, den­
tro del psicoanálisis más ortodoxo, el más caracte­
rizado innovador por su amplio horizonte filosó­
fico, nos hace volver a la base que nunca traiciona:
la clínica. ¿Qué es lo que ocurre cuando, mediante
una serie escalonada de interpretaciones, venciendo
las resistencias del enfermo y manejando la trans­
ferencia, obtenemos su curación? Sencillamente, que
los síntomas del paciente pierden su carácter irra­
cional y cobran un «sentido», al poder inscribirse
ahora dentro del contexto general de la vida del en­
fermo. Al dar un sentido a lo que antes no lo tenía,
devolvemos al yo lo que estaba reprimido en el in­
consciente. Toda la teoría psicoanalítica está cons­
truida—repitámoslo con palabras de Freud—sobre
«la percepción de las resistencias... que el enfermo
opone ante el intento de volver consciente su incons­
ciente». No es, pues, nuestro objetivo tan sólo
aumentar la capacidad de dominio de los impulsos
instintivos (lo que si, en teoría, sería cierto, no
siempre lo es en la práctica), sino reforzar el poder
del yo, aun cuando pretender que éste llegue a una
total soberanía es utópico. El camino de la cura­
ción cursa, en virtud de ello, en forma asintótica,
sin poder llegar al inalcanzable ideal de transformar
todo el ello en yo, todo lo inconsciente en cons­
ciente.
En el centro de la actividad del psicoanalista está,
en virtud de esto, el sentido y la significación, y su
representante, que es el yo. Modernos psicoanalistas,
como Rycroft, sostienen que el psicoanálisis ha de
considerarse como una Theory of Meaning, como
una teoría del significado. Habermas habla de él
como de una «investigación hermenéutica de la
conducta inconscientemente motivada», y Ricoeur,
60 Estudio introductorio

de una «semántica del deseo». Siempre que algo


dado está determinado por esa «especial forma de
ser» que llamamos sentido, siempre que algo tiene
sentido, viene a dar satisfacción a una intencionali­
dad. Remite, por consiguiente, a algo que está fuera
del sujeto, a un alter ego, a un otro, a un prójimo
o compañero (Partner). Este compañero o prójimo
al que nuestra intención se dirige, vuelve esta inten­
ción articulable, permite comprenderla, confirmán­
dola, rechazándola o negándola, decidiendo así si
nuestro anhelo tiene o no sentido.
Esta reflexión conduce a Loch a afirmar que sólo
el prójimo como copartícipe, como compañero, pue­
de llevar a existencia, dándole forma, sentido y rea­
lización a lo que, en forma caótica, está en el
inconsciente 28.
Traduzcamos ahora a nuestro lenguaje biológico
esta nueva presentación, por un moderno psicoana­
lista, del problema del «sentido» en el psicoanálisis.
Unicamente en la relación con la persona tutelar,
en la «urdimbre», se accede a esa ordenación de las
formaciones neurológicas, hasta ese momento inma­
duras, que en su crecimiento son ahora estructura­
das con arreglo a las influencias de tipo transaccio-
nal, esto es, tanto del niño hacia la persona tutelar
como de ésta hacia el niño. Con ello, el prójimo, el
otro, es el que da sentido al mundo y el que estruc­
tura en forma capaz de dar sentido al mundo las
formaciones neurológicas en desarrollo. Por consi­
guiente, el que algo «tenga sentido» es siempre
operación plural, colectiva, no de una mente aislada.
28 Wolfgang Loch, Voraussetzungen, Mechanismen und Grenzen des
psychoanalytischen Prozesses (Hans Huber, Berlin-Stuttgart 1965); Id.,
Über die Zusammenhange zwischen Partnerschaft, Struktur und Mythos:
Psyche 23 (julio 1969) 481.
El problema del padre 61
Si esto no ocurre, el mundo exterior queda «sin
sentido» o «disparatado».
En la tan traída y llevada por el psicoanálisis
«relación de objeto», como es sabido, la expresión
«objeto» no quiere decir (cf. mi libro Urdimbre
afectiva y enfermedad p.53) algo inerte que actúa
por simple estímulo físico, sino un compañero (Part-
ner), un prójimo que reacciona, que responde de ma­
nera activa. La «relación de objeto» es siempre un
encuentro con alguien que participa en nuestra ac­
ción o sentimiento, que con nosotros puede identifi­
carse (como la madre) o servir de modelo para la
identificación o la conducta (como el padre). A la
par, mediante esta relación con el otro, se va es­
tructurando la psique. Este concepto de «estructu­
ra», actualmente muy discutido, es fundamental
en psicoanálisis. Comienza por la diferenciación en
la psique del llamado «proceso primario» del «pro­
ceso secundario», o sea de los actos que se cum­
plen en cortocircuito, como respuesta no delibera­
da a los impulsos instintivos (proceso primario),
y de las funciones que van acompañadas de una
«demora» en la respuesta, de una «deliberación»,
de una «elaboración secundaria». En el contexto
psicosocial es la relación con el prójimo la que pre­
side la estructuración de la psique en sus diferentes
estratos: ello, yo y super-yo. Los impulsos pri­
migenios se diferencian y estructuran gracias al
otro, el prójimo.
Según el punto de vista de muchos investigado­
res actuales, estos impulsos fundamentales, libidi­
nosos y agresivos, en un principio sólo existen, por
decirlo de alguna manera, en forma potencial (Loch),
y su diferenciación y puesta de manifiesto sólo se
lleva a cabo mediante el «proceso de intercambio
62 Estudio introductorio
que tiene lugar entre la madre y el niño» (Spitz
[ 1965] p. 167). Esto es, mediante lo que he llamado
urdimbre constituyente. Al comienzo, el niño esta­
blece su identidad gracias a lo que Lacan ha des­
crito como «experiencia del espejo», actualizando
el niño sus potencialidades conforme a las necesi­
dades inconscientes de la madre (Richter, Lichtens-
tein). El psicoanalista Loch no vacila en emplear
ahora la misma terminología que el filósofo Ricoeur
cuando se refiere a la «Urstiftung» de Husserl,
problema en el que no juzgo ahora oportuno en­
trar a fondo. Su equiparación entre fenomenología
y psicoanálisis, que ya había intentado Merleau-
Ponty, no ha dejado de producir cierto escándalo
en el campo filosófico, pero me parece que sus
argumentos merecen ser tomados en consideración,
aunque aquí no pueda entrar en detalle sobre ellos,
remitiendo al lector a la p.370 y siguientes de la
obra de Ricoeur. En su prefacio al libro de Hes-
nard L’Oeuvre de Freud sostiene Merleau-Ponty:
«La fenomenología no dice con claridad lo que el
psicoanálisis había dicho confusamente, sino que,
por el contrario, la fenomenología está en consonan­
cia con el psicoanálisis por su contenido latente o
inconsciente...»
También Ricoeur—que probablemente ha influi­
do en el pensamiento del psicoanalista Loch—cree
que «el discurso del inconsciente no se vuelve sig­
nificante más que en el discurso del análisis, que
es interlocución», es decir, en el tratamiento psico-
analítico, como talking cure, y por ello «la estruc­
tura intersubjetiva del deseo vuelve factible la in­
vestigación del deseo en la transferencia». Así
llega a la conclusión Ricoeur de que «la diferencia
entre fenomenología y psicoanálisis parece insigni­
El principio de seguridad 63
ficante, pues ¿no intentan ambos lo mismo: la
constituición del sujeto en tanto ser de deseo en un
discurso intersubjetivo auténtico?»
En conclusión: el establecimiento del «proceso
secundario» y, por lo tanto, de la estructura psí­
quica, descansa sobre experiencias determinadas que
el sujeto hace con el prójimo, de una relación afec­
tiva con el prójimo en tanto responde al cuidado
solícito (amoroso o no) de que es objeto en su
invalidez, y esta respuesta, a su turno, es recogida
por la persona tutelar.

El principio de seguridad
El primer congreso internacional psicoanalítico
tuvo lugar en Salzburgo en febrero de 1908; el
segundo, ya constituida la Asociación Psicoanalítica
Internacional, en Nuremberg, en marzo de 1910.
En 1969 se celebra en Roma el XXVI Congreso
Internacional, con el programa, sugerido por Ana
Freud, de reconsiderar los puntos de vista teóricos
del psicoanálisis, proceso normal en toda ciencia.
En la introducción al mismo se ensalza el genio de
Freud, que le permitió «hacer las necesarias am­
pliaciones y modificaciones a las teorías primitivas,
sin descuidar los hallazgos bien establecidos». Su
misma «unilateralidad» es reconocida como fecun­
da, pero se juzga llegada la hora de integrar nue­
vos conceptos dentro del cuerpo de conocimientos
sólidamente fundados. El congreso dedica su esfuer­
zo principalmente a los «nuevos desarrollos del
psicoanálisis». Si no me equivoco, estas tendencias
modernas se concentran sobre seis puntos: 1) Tra­
tar de obtener una mayor precisión conceptual, es
decir, examinar el problema semántico que tienen
64 Estudio introductorio

muchos de los términos empleados en el psicoaná­


lisis, no siempre definidos con rigor y exactitud;
2) tendencia a continuar con el estudio del yo, cuya
psicología se ha desarrollado principalmente des­
pués de la muerte de Freud, y que alguien ha defi­
nido como un momento crucial en el desarrollo del
psicoanálisis; 3) establecer cada vez más contactos
con ciencias colindantes, como la biología, la socio­
logía, la neurofisiología, etc.; 4) la renuncia, que
ya antes señalé, a ser una «teoría general del hom­
bre»; 5) un examen más profundo, dentro del mar­
co existencial, de lo que significa la problemática
del prójimo, del «otro», en la primitiva «relación
de objeto» y en el conflicto triangular del complejo
de Edipo; 6) la mayor atención a la psicología del
yo implica, a mi modo de ver, una modificación
de la metapsicología freudiana, introduciendo, jun­
to a los conceptos básicos «eros» y «thanatos»,
algunos nuevos, como libertad y seguridad, con­
fianza y esperanza básica.
Sandler, en dicho congreso, reafirma sus ideas
sobre la necesidad de una mayor precisión concep­
tual en el psicoanálisis 29. Así, el principio de placer,
que en el comienzo de la vida es dominante, a me­
dida que los sentimientos y emociones se van dife­
renciando, es desplazado por el principio de seguri­
dad. Ya Freud, en 1938, dijo: «De igual forma
que el «ello» es dominado exclusivamente por la ob­
tención de placer, el «yo» lo es por la consideración
de la seguridad» (1938). El desarrollo del «yo»
ha de verificarse dentro de una «seguridad y bien­
estar» proporcionadas por el cuidado, base de la
relación tutelar. La cual tiene como finalidad crear
29 J. Sandler y W. J. Joffe, Auf dem Wege zu einem Grundmodell
der Psychoanalyse. Publicado en inglés en Int. J. Psycbo-Anal. 50 (1969).
El principio de seguridad 65
la situación bio-psicosocial que hace posible este
bienestar, y con ello la percepción. Sólo puede ha­
blarse de un comienzo del «yo» cuando las nece­
sidades no se han vuelto imperiosas y el niño puede
esperar lleno de confianza en su satisfacción
(M. Mahler). Las percepciones — había dicho
Freud—tienen para el «yo» la misma importancia
que los impulsos instintivos para el «ello». El «yo»
es la instancia de la psique que tiene como misión
regular la percepción del mundo exterior, los im­
pulsos instintivos, seleccionándolos, organizándo-
los o inhibiéndolos. El «yo» debe surgir en una
atmósfera de bienestar tranquilo y de sosiego. En
esta atmósfera es indispensable no sólo la satis­
facción del infante, sino también que esta satisfac­
ción sea reciproca, o sea que su satisfacción, su
bienestar, también se refleje en la persona tutelar,
en la madre. Tiene esto suma importancia, porque
sólo cuando así sucede esa persona tutelar, a la
que con la propia felicidad hacemos feliz, puede
convertirse en objeto bueno. Entonces, el objeto
malo, es decir, el que determina la insatisfacción,
el que entretiene la invalidez, puede quedar fuera
de la simbiosis madre-niño, y esta simbiosis hacerse
únicamente con los aspectos «buenos» de la madre.
Volveré sobre esto más adelante.
Detengámonos un momento para ver cómo apa­
recen aquí conceptos nuevos de gran interés: la
confianza básica y la seguridad. La necesidad de
mantener un sentimiento de seguridad es de capital
importancia en el proceso de adaptación, dice Sand­
ler. Probablemente, el precursor de toda neurosis
—añade—es el conflicto entre la necesidad de man­
tener la seguridad y la de obtener el placer. Pero
no es menos importante la confianza básica. He
Freud y la reí. 5
66 Estudio introductorio

hablado de ella en Violencia y ternura (p.34.35.


165.167). No sólo se trata de que el niño encuentre
sus necesidades de alimentación, limpieza y ternura
satisfechas, sino, además, de la percepción del ros­
tro lleno de ternura y amor de la madre, del rostro
familiar. Alrededor de este rostro familiar, muchos
psicoanalistas, como Spitz y Erikson, piensan que se
va organizando, como alrededor de un núcleo, este
sentimiento fundamental de la confianza básica.
Cuando el niño percibe, en lugar de un rostro fa­
miliar, amable, un rostro extraño, este sentimiento
básico de confianza nace ya vulnerable. En períodos
ulteriores de la vida, cualquier vicisitud puede con­
vertir a este ser humano vulnerable en un des­
arraigado, en hombre sin raíces o bien en alguien
propenso a perder ante los choques de la vida la
confianza fundamental.
A mi juicio, hay, además de esta dimensión
psicológica, otra más trascendente en la confianza
básica. El niño, al encontrar frente a su invalidez
el pecho materno y ante su necesidad de caricias
las manos hábiles, al hacer el encuentro de su mi­
rada con la mirada maternal, tiene la vivencia de
un dispositivo providencial. Todo parece estar ma­
ravillosamente preparado: el pecho que se adapta a
la boca voraz, la caricia diestra en el contacto indis­
pensable, la mirada y la sonrisa. Junto al encuentro
hay, subterránea, la sensación de una preparación
previa que lo ha ajustado todo con maravillosa pre­
cisión. Este componente trascendente, existencial,
de la confianza básica da a este sentimiento una
especial contextura, mediante la cual no sólo la con­
fianza básica se nos presenta como elemento capital
en las crisis psicológicas de identidad, sino también
como núcleo de la fe, fe en un orden del mundo,
El principio de seguridad 67
en que el mundo es algo lleno de orden. Constituye,
pues, a mi juicio, el barrunto básico que hace posi­
ble la fe religiosa.
Erikson destaca, junto a la confianza básica, otro
sentimiento que él considera aún de mayor impor­
tancia: la esperanza básica. Derivado de la confian­
za básica, confundiéndose en sus orígenes con ella,
pues nace de la seguridad de que la espera en el
alimento y en el cariño serán siempre satisfechos,
la esperanza, como la confianza, son «virtudes»
(así las llama el psicoanalista Erikson) que, como
vemos, nacen del contacto interhumano, de la rela­
ción confidente y esperanzada con el prójimo, en el
momento en que el «yo» se constituye, comenzando
por conferir sentido al confuso inconsciente. En
ese mismo momento se organiza y ordena el siste­
ma nervioso bajo la incorporación, como antes he
dicho, de la historia. De la historia personal y de
la colectiva, transmitidas por sutilísimas influencias,
acento del idioma, tonalidades de voz, pautas de
tutela, de gobernar los impulsos instintivos, estilos
de educación, etc. Se trata, vemos, del resultado
de una organización o estructuración armoniosa de
un ser en crecimiento, organización y estructuración
que tienen lugar por la relación amorosa con el pró­
jimo. Cuando en los mandamientos se nos dice:
«Amarás al prójimo como a ti mismo», no se prevé
que un «sí mismo» no es psicobiológicamente po­
sible si antes no se le ha amado. Amor primigenio,
en efecto; así ha denominado Bálint a esta unidad
madre-niño básica. Si a este amor primario añadi­
mos ahora la confianza y la esperanza básica, nos
encontramos, un poco sorprendidos, con que el
psicoanálisis actual, tan sólo por el camino de pre­
cisar sus observaciones clínicas y de aquilatar su
68 Estudio introductorio

técnica, llega a re-descubrir lo que en el mundo re­


ligioso denominamos virtudes teologales. O, si no
ellas precisamente, algo que sí tenemos perfecto
derecho a reconocer como su substrato psicofísico.
Ahora bien, junto a esta esperanza y confianza
básicas propias, por decirlo así, de las primeras
etapas de la vida, en las cuales el «yo» es todavía
rudimentario, y que nacerían de la confirmación
constante, reiterada, de que la tutela materna no
sólo está ahí, siempre, cuando se la necesita, sino
de que, además, nuestra confianza y nuestra espe­
ranza producen alegría en el ser que la da, hay
otra esperanza, otra confianza de enorme importan­
cia, a mi juicio, en la vida del hombre. Son las que,
poco a poco, se van desarrollando a medida que
el ser humano inicia su ciclo vital. Se ha prestado
poca importancia—ha sido principalmente Carlota
Bühler y no los psicoanalistas quien ha llamado la
atención sobre ello—al empuje brioso, tan fuerte
como el de los impulsos instintivos, que significa
todo crecimiento. La distinguida investigadora de
la conducta infantil lo denomina iniciativa, pues ese
empuje del ser que crece puede, en un principio,
traducirse por una actividad que parece dirigirse
a algo, ir hacia algo, tener un objetivo. En 1954,
Carlota Bühler desarrolla la tesis, fundada en sus
observaciones en niños, «de la existencia de un prin­
cipio que representaría la expresividad y creatividad
del ser vivo, implicando como una fuerza activa,
con capacidad directora y anticipatoria...» Su teoría
ha cristalizado recientemente en su libro The Course
of Human Life 3°.
En este crecimiento, el niño hace, naturalmente
30 Charlotte Bühler and Freo Massarik, Edit. The Course of
Human Life (Springer, New York 1968).
El principio de seguridad 69
en forma de apercepción, es decir, implícitamente,
el descubrimiento de que este empuje o iniciativa
va poniendo en ejercicio, en el centro de su ser,
aptitudes que le permiten comprender y manejar
el mundo. Si los mayores le enseñan cosas que él
siente que es capaz de aprender, es porque, en rea­
lidad, él estaba ya interiormente preparado para
aprenderlas. Algo se había ido formando poco a
poco en su mente, que ahora torna inmediatamente
comprensibles a enseñanzas de los demás o de la
realidad, en virtud en parte del crecimiento del
sistema nervioso, en parte de impresiones pre-cons-
cientes preparatorias. Esto le hace al niño tener
confianza en sí mismo, la confianza de que, primero
con el juego espontáneo de su inteligencia; segun­
do, con esa fuerza que en él crece, puede igualar
a los «mayores», que antes le daban seguridad.
Tras la seguridad de tipo maternal que rodea
al niño de una atmósfera de bienestar y sosiego,
hay en el trasfondo, funcionando siempre, una se­
guridad que yo llamaría «paternal» (aun cuando
puede ser la madre quien la ejerce). Esta seguridad,
orbe dentro del que nace la seguridad maternal,
la da el padre al asegurar el bienestar económico
del hogar y también al asegurar la posición social
y hasta asegurando una cierta concepción del mun­
do tranquilizadora. Es vehículo, en último término,
esta seguridad secundaria de una estructura social,
de unas normas de clan, o de tribu, o de sociedad,
que, a lo largo de los años, se han ido fraguando
precisamente para dar esta seguridad. Esta seguri­
dad secundaria es referida, a través de la madre o
directamente, a la figura paterna. El padre—a veces
corporeizado por la madre—es quien confiere esta
seguridad; quien, en definitiva, sabe cómo está
70 Estudio introductorio

hecho el mundo; quien, por decirlo así, refleja


esa sabiduría del mundo que da seguridad. Pues
no habría seguridad íntima en la que crecer con­
fiado si el mundo no tuviese orden. El orden ma­
terno es inmediatamente percibido de manera direc­
ta. Pero no basta. Tras él, apoyándolo, está el orden
paternal, reflejo del orden social y de una cierta idea
sobre el cosmos que parece segura. Reflejo, además,
de una íntima y misteriosa congruencia de la inte­
ligencia humana con la realidad.
En efecto, si tornamos ahora los ojos hacia la
esperanza y confianza que nacen del propio creci­
miento, del propio desarrollo, vemos que, en su
base más profunda, se fundan sobre algo que ha
preocupado extraordinariamente a los epistemólo-
gos: el problema de la concordancia de la inteligen­
cia humana con las categorías lógico-matemáticas.
En su libro Biologie et connaissance, el psicólogo
de la infancia Jean Piaget aborda este tema con
gran amplitud de perspectivas. Su hipótesis, que
apoya con minuciosos argumentos sacados de la
genética, de la ciencia de la evolución y de la epis­
temología, sostiene que los procesos cognitivos apa­
recen como la resultante de la autorregulación del
organismo, reflejando sus mecanismos fundamenta­
les. Hay que ver en estos procesos cognoscentes
como los órganos más diferenciados del ser vivo,
de sus regulaciones en las interacciones con el mun­
do externo. Parte Piaget del concepto de la asimila­
ción cognitiva. Todo conocimiento, incluso toda per­
cepción (que supone siempre, como es sabido, un
esquema de acción que la busca y selecciona del
mundo exterior), no es una mera copia del mundo
real, sino que implica siempre un proceso de asimi­
lación a estructuras previas. Siempre que alguien
El principio de seguridad 71
percibe un objeto, lo identifica como perteneciente
a determinadas «categorías» o «clases» (conceptua­
les o prácticas) o a esquemas funcionales o espaciales
(en la percepción). En realidad, tanto las llamadas
«asociaciones» como los «reflejos condicionados»
no son más que momentos parciales, arbitrariamen­
te seleccionados, de este marco más general de la
asimilación cognitiva.
El hecho sorprendente de que la realidad sea
susceptible de una interpretación matemática y de
que haya un acuerdo entre la realidad y las cate­
gorías lógico-matemáticas, no puede explicarse ni
por armonía preestablecida, ni por experiencia
física, ni por transmisión instintiva o hereditaria,
sino por abstracciones reflexivas de las coordinacio­
nes generales de los actos del ser vivo y, en último
término, por las coordinaciones nerviosas, hasta
llegar a las formas más genéricas de los funciona­
mientos organizadores de la vida. El ser vivo está
siempre abierto al medio, en intento constante de
«cerrar» esta apertura, pero abriéndola de nuevo,
en incesante busca de ampliación del mundo. El
ser vivo no sólo tiene un mundo, como hasta la
saciedad se nos viene repitiendo, sino que, sobre
todo en los seres más diferenciados, como el hom­
bre, trata de ampliarlo.
Las nuevas ideas de la genética y de la evolución,
a partir sobre todo de Waddington, nos enseñan
cómo el genoma, que pensamos invariable, sufre
reorganizaciones y estructuraciones a partir de las
influencias del ambiente, sin que esto quiera decir
que el ambiente se transmita en forma de caracteres
adquiridos. La cibernética nos permite hoy com­
prender estas retroacciones, que obligan a remo­
ciones y reestructuraciones dentro del acervo gené­
72 Estudio introductorio

tico, aun manteniendo éste en su innaccesible in­


mutabilidad. En realidad, no hay funcionamiento
organizador en el ser vivo, en cualquier nivel, sin
acuerdo con el medio. Ahora bien, para Piaget, el
acuerdo entre las matemáticas y la experiencia no
es más que un caso particular, pero particularmente
interesante, de este acuerdo constante.
De las ideas de Piaget, nacidas de un complejo
razonamiento que debe consultarse en la obra ori­
ginal, nos interesa aquí esta tácita sensación que
el ser en crecimiento, el niño en desarrollo, tienen
de un cierto poder dentro de él que le permite, en
cierto modo, estar preparado anticipatoriamente
para la enseñanza que va a adquirir con la expe­
riencia o que le van a enseñar los otros, padres o
profesores. Esta cualidad anticipatoria de muchos
fenómenos biológicos es uno de los grandes mis­
terios de la vida. En la moderna pedagogía, y pre­
cisamente por las enseñanzas de Piaget, se sabe que,
en realidad, sólo se «asimila» aquello que, por ex­
periencias previas o por percepciones, a veces mar­
ginales, pre-conscientes, el individuo estaba prepa­
rado a comprender. Es decir, es necesario para com­
prender que se hayan esbozado o constituido antes
en el sujeto las estructuras que permiten asimilar.
Ahora bien, una vez estas estructuras constituidas,
se hace con rapidez la asimilación de todas aquellas
realidades que son susceptibles de ser con ello in­
terpretadas. El niño ya en edad escolar, por ejem­
plo, se siente dueño de un poder, el poder lógico,
un poder similar al de sus progenitores, hasta qui­
zás superior, por ser de adquisición más fresca y
tener, en virtud de ello, más plasticidad y fuerza
de invención. Pienso que nos encontramos aquí
con una confianza básica, ya no propia del «ello»,
El principio de seguridad 73
sino propia del «yo»; una confianza que descansa
en la correspondencia de las estructuras lógico-ma­
temáticas del pensamiento humano con la realidad.
Quizás esto nos ayude a explicarnos las pecu­
liaridades que la «revuelta contra el padre» adquie­
re en nuestro tiempo. La ambivalencia hacia la figu­
ra paterna de que hemos hablado, la mezcla de sen­
timientos de afecto y de hostilidad, la necesidad
de idealización y el desengaño al ver que el padre
no corresponde a esta «imagen ideal», en nuestros
días, en lugar de aplicarse a una misma persona,
aparecen disociadas. Esa «figura paterna» que, me­
reciéndolo o no, canalizaba nuestra «seguridad se­
cundaria», la seguridad en las estructuras sociales
—protectoras—y en los esquemas organizadores
del universo—tranquilizadores de la angustia—,
apoyándola en estructuras históricas que se volvían
accesibles a través del padre, queda ahora dividida
en dos. Por un lado, quien nos protege es la técnica,
la ciencia. Por esta razón es divinizada. Es quien
sustituye a los dioses. En ella se recuesta el hom­
bre moderno como sobre un apoyo, pensando que,
si no la actual, por lo menos sus realizaciones en el
futuro darán vida feliz a todos los hombres y total
esclarecimiento de los enigmas que nos rodean.
Esto explica la gran fuerza y boga en nuestro tiem­
po del «pensamiento utópico». Desde el punto de
vista afectivo, sirve de sustituto del padre. Queda,
por lo tanto, el padre real despojado de ese tras­
fondo del que inconscientemente era portador. La
«seguridad trascendente» ya no sustenta a la ten­
sión afectiva con una realidad que sale a su encuen­
tro. La desilusión, por lo tanto, es ahora mucho
mayor. Queda así la imagen del padre a la merced
de los impulsos rebeldes, como mera representa­
74 Estudio introductorio

ción de la inercia social, de la resistencia a lo nuevo,


como personificación del «sistema» opresor y es­
clerosante de la evolución social.

El «eros» del «yo»


Gracias al otro, al prójimo, al «compañero», se
produce en la psique humana esa estructuración
que le confiere sentido. ¡Dramática circunstancia
que preside el destino humano! Si la «relación de
objeto» es básica en el psicoanálisis actual, esto
quiere decir que el otro, la persona tutelar, en cuan­
to ser que con sus reacciones, con su interacción
en la fase constitutiva, y aun después, va determi­
nando la estructuración de la psique y el nacimiento
de un «yo» (fuerte o débil, armonioso o discor­
dante), ese «otro», su afecto, en último término,
la calidad de su amor o de su desamor, son quienes
crean la base de nuestro destino. El interés que
hoy consagra la medicina a las llamadas «neurosis
simbióticas» o las observaciones, tantas veces con­
firmadas en la práctica, de que es la neurosis de la
madre, o del padre, o de ambos, quienes programan
la personalidad del hijo o de la hija, convirtiéndolos
en instrumento de esta neurosis o en complemento
de sus necesidades inconscientes, de sus insatisfac­
ciones instintivas, demuestra que, al fin, nos hemos
dado cuenta de la trascendencia de esta constitu­
ción de la persona humana en el otro para la pa­
tología.
Pienso que esto nos hace ver el eros freudiano
—que por algunos y por él mismo fue alguna vez
equiparado al eros platónico—en una modalidad
nueva, que empieza a ser tomada en consideración
por modernos psicoterapeutas y psicoanalistas. Si
El «eros» del «yo» 75
el eros, que busca ante todo satisfacción instintiva,
homeostasis, es decir, llegar a un equilibrio, es un
eros que funciona a nivel del «ello», hay otro
eros que funciona a nivel del «yo» y cuyo proto­
tipo sería la «función de cuidado» que ejerce la
madre. Es éste el que ha permitido formar el sen­
timiento primigenio de sí mismo (el «Ur-Selbst»)
y determinar la identificación primaria. Es a él al
que se refiere Bálint en su libro Primary love and
psychoanalytic technique, y al que han consagrado
excelentes estudios Winnicott, Mahler y Bally. En
fin de cuentas, es el que vuelve a restablecerse cuan­
do, vencidas las peligrosas sirtes de la contratrans­
ferencia en el tratamiento psicoterápico, se llega
al momento realmente eficaz, que Loch define con
estas palabras: «En tanto me entiendo de ante­
mano en el otro (es decir, previamente a toda
constatación, objetivamente), en tanto proyecto al
otro como una posibilidad de mí mismo, doy al
otro la oportunidad de «estar ahí» y de hacerme
así su complemento; ... sólo así creo el marco den­
tro del cual es posible «volverse hombre».
Esto es, la actitud de la madre, que no requiere
ni necesita gratificación por su amor al niño (me
refiero, naturalmente, a la madre ideal), que tiene
carácter mutual, que es, a lo largo de los días, como
una creación a dos, representa el substrato de este
nuevo eros del yo que, a mi juicio, coincide con lo
que mi buen amigo Alberto Seguin, profesor de
Psiquiatría de la Universidad de San Marcos, de
Lima, denomina eros terapéutico. Seguin ha defi­
nido en un precioso librito 31 las características nega­
tivas y positivas de este eros, que cuidadosamente
separa del eros platónico, aun del segundo eros
31 C. A. Seguin, Amor y Psicoterapia (Paidos, Buenos Aires 1963).
76 Estudio introductorio

que aparece en El banquete y del agapé cristiano.


En efecto, para Seguin, en el amor cristiano, el
amor al prójimo se hace a través de Dios, y hay
en él una referencia a valores supremos y a dog­
mas, una consideración rígida de estos valores, la
idea de «salvación» y el concepto de «pecado».
Creo que, aunque, en efecto, ésta puede ser la idea
que se tiene del amor cristiano, no es en realidad
la auténtica. Ya que, en el cristianismo, todo ello:
pecado, salvación, dogmas, quedan sumergidos ante
la fuerza poderosa del mandato de amor.
Para Seguin, el eros psicoterápico está exento de
autoridad y de tendencia al dominio, a la posesión;
desprovisto de carácter dogmático, de imposición de
valores, concepciones de la vida, etc., y también de
atracción sexual. Es, en cambio, amor «por la per­
sona» del enfermo, indestructible (a menos que se
transforme en una de las otras formas de amor),
y, como antes he dicho, algo que se forja como
creación de dos, en el curso de la experiencia tera­
péutica. Es un amor basado en los valores, pero
no en los valores como tales, que siempre varían
de una concepción del mundo a otra, sino en los
valores de la persona amada. Tendría, por lo tanto,
semejanza con las concepciones que sobre este amor
dual han expresado Buber, Binswanger y Maslow.
El creciente desarrollo de la llamada «psicología
del yo» en el psicoanálisis actual es rico en conse­
cuencias. Por una parte, permite reconocer la enor­
me complejidad de las estructuras superiores de la
psique. Como dice Kovacs, ya no se considera toda
creación artística como derivada del juego con las
heces, ni lo superior explicado por lo inferior. Me­
diante esta «psicología del yo», el psicoanálisis
pasa, de mera psicopatología, al intento de ser
El «eros» del «yo» 77
psicología general. Pero no sólo es la psicología del
yo, sino también el mejor conocimiento de los fenó­
menos de «cóntratransferencia» (los sentimientos
escondidos del analista) y el estudio crítico de sus
límites técnicos (un importante libro de Loch se ti­
tula: Supuestos, mecanismos y límites del proceso
psicoanalítico) lo que hace que se considere como
objetivo terapéutico, ante todo, evitar el escollo
de producir una dependencia por parte del enfer­
mo, realizando el proceso curativo en forma de
«comunicación dialógica», que determina en el pa­
ciente una apertura y un movimiento hacia la li­
bertad. Esta libertad ha de entenderse en un doble
sentido: por una parte, tanto el «yo» consciente
como el pre-consciente deben controlar todas las
funciones psíquicas; en segundo lugar, deben dis­
minuirse en la medida máxima posible los factores
inconscientes que gobiernan nuestra conducta en
forma patológica.
Quiere esto decir que, aunque la relación ma­
dre-niño y el amor materno puedan parecer, por
un momento, el «modelo» de la actuación del mé­
dico, por lo que en él hay de mutualidad primera,
en realidad este modelo debe ser abandonado (Erik-
son). Además de fortalecer la confianza básica, hay
que estimular también la autonomía del individuo
y su voluntad (Erikson). En cuanto a la esperanza,
ya un psicoanalista clásico como French afirmó que
la «capacidad de integración» del yo depende, fun­
damentalmente, de la esperanza, y Moser sostiene
que sólo la «reactivación de la esperanza», abriendo
nuevos conocimientos sobre sí mismo, anulando la
angustia, puede apoyar las capacidades integrativas
del enfermo.
Vemos así encaminarse a los psicoanalistas ac­
78 Estudio introductorio

tuales hacia un objetivo, en lo que a la curación se


refiere, que trata de reestructurar la persona del
enfermo neurótico en la libertad y mediante el
amor. Muy representativa a este respecto es la po­
sición de uno de los más destacados psicoanalistas
de hoy, Erikson, cuando, siguiendo el hilo de la
«regla de oro» como norma de conducta moral,
desde las culturas asiáticas hasta nuestro tiempo,
encuentra su más exacta expresión en algo que no
está lejos de la oración de San Francisco: «Haz
al otro aquello que va a fortalecerte, justo en la
medida que a él le fortalece». El ideal «anterior»
en la dogmática psicoanalítica era «hacer que el pa­
ciente accediera a la fase genital». Esto conduce a
una norma moral más próxima al imperativo de
Kant, «tratar a sí mismo y al otro como un fin,
nunca como un medio». Pero Freud agregó a esta
norma un método, el cual, consecuentemente apli­
cado, nos da la sorpresa de proporcionar, según
Erikson, una nueva «regla moral». ¡Y esta regla
moral resulta que coincide con la fórmula encerrada
en la oración de San Francisco! (Erikson [1964]
p.232) «... concededme que no busque tanto ser
consolado como consolar; ser comprendido como
comprender; ser amado como amar; pues es dan­
do como recibiremos; perdonando como seremos
perdonados...» 32
El mal y la muerte en el psicoanálisis
Habría que alargar aún mucho más estas con­
sideraciones preliminares al libro de Pié, en las
cuales mi intento ha sido señalar cómo el psicoaná­
lisis actual, en su progreso, dentro de la dirección
32 Erik H. Erikson, Insight and Responsability. Lectures on tbe Ethi~
cal Implications of Psychoanalytic Insight (Faber and Faber, London
1964).
El mal y la muerte en el psicoanálisis 79
más ortodoxa, va por sí solo dando curiosas res­
puestas a lo que, en un principio, pareció oposi­
ción irreductible. Binswanger, en su conferencia
tSein Weg zu Freud 32‘, recuerda que el fundador
del psicoanálisis, después de ensalzar las objeciones
que Binswanger le hacía, comentó: «Naturalmente,
a pesar de ello, no estoy de acuerdo. Siempre me he
mantenido en el piso bajo y en los subterráneos
del edificio. Usted sostiene que, cuando se cambia
el punto de vista, se ve también un piso alto,
en el que habitan huéspedes tan distinguidos como
la religión, el arte, etc. No es usted el único que
piensa así; la mayoría de los ejemplos culturales
del homo naturans piensan igual. Ustedes son con­
servadores; yo, revolucionario. Si tuviese delante
de mí toda una vida de trabajo, procuraría también
encontrar en mi modesta casucha una vivienda para
alojar a estos eximios huéspedes. Con la religión
ya lo he hecho, al colocarla en la categoría de «neu­
rosis de la humanidad». Pero, probablemente, es­
tamos hablando cada uno de cosas diferentes, y
nuestra disputa, al cabo de unos siglos, dejará de
serlo...»
No han necesitado pasar siglos para que estas
diferencias entre dos figuras geniales se revelen,
como ya apuntaba Freud—que en esta frase se
muestra con una curiosa presciencia del futuro—,
como un «vorbeireden», un hablar asintótico en
líneas que se aproximan cada vez más, pero no se
encuentran. La «choza» que, con falsa modestia,
dice Freud haber fundado, ahora sus discípulos en­
cuentran que necesita un «techo» y un «piso su­
perior» para sostenerse.
32* Erikson, Af/ camino con Freud, publicado en Der M.ensch in
der Psychiatrie (Neske, Tubinga 1957).
80 Estudio introductorio

Un estudio de las relaciones entre religión y psi­


coanálisis tendría que demorarse largo tiempo en
el problema de la «culpabilidad inconsciente», en
el de la idea de lo «malo» y en la cuestión de la
sexualidad. Pero ello haría interminables estas pá­
ginas. También sería necesario volver sobre la cues­
tión del «símbolo» y del «mito». Acerca de ambos,
Ricoeur ha escrito consideraciones muy acertadas,
así como también sobre la cuestión de culpa y pe­
cado, que amplían el horizonte en el que se movía
el libro clásico de Odier sobre las dos fuentes,
consciente e inconsciente, de la vida moral. De todo
ello he de prescindir por la desmesurada longitud
de este estudio preliminar. Pero antes de terminar
quiero exponer cómo, dentro del actual psicoaná­
lisis, se ve surgir la idea de lo «malo» en forma
que lleva a pensar que el relato bíblico de la caída
de Adán y Eva es, para la estructura de la psique
del hombre, tan central como el famoso «mito de
Edipo».
Sería interesante mostrar cómo la crítica que
nace en Binswanger, en medio de su estrecha amis­
tad con Freud, y se refiere al acertado manejo de
los conceptos «persona» y «conciencia» es ahora,
involuntariamente, recogida y continuada por el psi­
coanalista Loch, que habla de una «estructura trans­
inmanente de la conciencia». Más singular aún la
relación que establece entre este concepto y los pro­
cesos que, de manera empírica y, además, útiles en
la terapéutica, fueron descubiertos por Melanie
Klein, de la identificación proyectiva y de la reintro-
yección. Procesos que tienen que cursar para que el
yo encuentre sus fundamentos y se despliegue, in­
tegrando partes que hasta entonces estaban escin­
didas, separadas; volviéndolas, por decirlo así,
El mal y la muerte en el psicoanálisis 81
«yoicas». Con lo que se demuestra que, tanto para
la formación normal como para la formación pato­
lógica del «yo», es absolutamente necesario el alter
ego, el tú. «Sólo en tanto el yo y el tú se reconocen
uno a otro, puede el yo reconocerse como recono­
cido, y únicamente entonces, en tanto él se conoce a
sí mismo como tal, puede a su vez conocer»
(Simón).
La idea de que el «yo» es inicialmente una serie
de núcleos, «una especie de sistema esquelético»,
que luego van confluyendo y organizándose, ha sido
defendida por Glover33. Por otro lado, Stawson ha
puesto de relieve cómo la conciencia es siempre
conciencia de sí mismo, esto es, subjetividad. Pero
el yo o el sujeto sólo pueden ser tales cuando se
saben como tales. Más aún, no pueden saberse
como tales sin saber; esto es, sin verse en una ima­
gen. El yo, ante todo, mediante una «proyección»
(sobre el prójimo), tiene que ser «subjetividad
objetiva» (esto es, verse en «la imagen»), antes de
considerarse como yo genuino, es decir, como «sub­
jetividad subjetiva». El yo madura así y se desarro­
lla por la fusión y confluencia de partes que han
sido proyectadas y luego introyectadas.
Ahora bien, prosigue Loch, para que haya «re­
presión» es preciso que antes «haya conciencia».
Pero esto no basta. Lo que va a ser reprimido
tiene que «afectar» a la conciencia o al precons­
ciente de alguna manera. Lo que va a ser separado
de la conciencia tiene antes que haber estado algo
integrado o internalizado, por lo menos como po­
sible parte de la totalidad de la psique, antes de
que sea sometido al proceso de la represión. Para
que esto suceda—afirma Loch—es preciso que el
33 Edward Glover, The Birth of the Ego (George Alien, London 1968).
Freud y la reí. 6
82 Estudio introductorio

niño pase de la relación de dos personas a la rela­


ción de tres personas, es decir, a la relación edípica.
Trataré ahora, a mi manera, de exponer esta
cuestión. El niño experimenta en su desarrollo (jun­
to con la invalidez extrema en tanto se desarrollan
sus sistemas nervioso, enzimático, neuroendocrino,
inmunológico, etc.) un complemento por la «incor­
poración» de «historia», es decir, de algo exterior
que ha ocurrido ya. El niño, ser en ciernes, no sabe
qué encuentro va a hacer en esta fase decisiva del
acabado constitutivo. Puede encontrar una madre
neurótica que va a servirse de él como «objeto»
en que satisfacer su necesidad de dominio, o su
«complejo de castración», o sus problemas incons­
cientes con una figura paterna o materna, etc. Es
decir, por un lado, le espera, casi providencial­
mente, lo mismo que el dispositivo anatómico de
la mama y el fisiológico de la lactancia, un im­
pulso tutelar amoroso. Pero también le espera una
situación neurótica que tiene su raíz en la historia,
en la de sus progenitores, inmediata o remota, pues
puede remontarse a la tercera y a la cuarta genera­
ción. Ahora bien, esta situación dramática de que
aquello que va a ser núcleo del destino de nuestra
vida esté a expensas de algo «bueno» y de algo
«malo» con que nos encontramos se traduce por
una «satisfacción» o «insatisfacción» que alcanza
estratos muy profundos de la biología, ya que son
vivenciados como decisivos. Probablemente en esto
se funda el material que es interpretado por las
escuelas que siguen a Melanie Klein como «pecho
bueno» y «pecho malo» o como objeto bueno y
objeto malo, que son «proyectados» sobre el mundo
exterior o «introyectados», según las vicisitudes del
desarrollo. El niño, fundido en esta primera etapa
El mal y la muerte en el psicoanálisis 83
con su madre, percibe la maldad como propia, y de
ahí, al menos según Neumann, como señalaba en
Violencia y ternura, el sentimiento primario de
culpa. Decia yo allí: «Puesto que madre, mundo,
el tú (los «otros») y también el propio sí mismo
y aun el mismo cuerpo son todo una misma cosa,
ser abandonado por la madre, no querido por ella,
significa que el universo se ha vuelto caótico, in­
comprensible. De todo ello, el niño no puede echar
la culpa a nadie más que a sí mismo. En lugar de
percibir el abandono, la falta de afecto, como una
injusticia, lo vivencia como una culpabilidad. De
igual forma que el alejamiento transitorio de la
madre es sentido como una muerte—mejor dicho,
viene a significarlo realmente—, la ausencia de
afecto materno es percibida como un destino sin
apelación, como una condenación definitiva. Aquí
está la raíz profunda, mítica si se quiere o arcaica,
del sentimiento de culpa; también, por lo tanto, de
la angustia...»
En la «relación de tres», esto es, cuando inter­
viene el padre, éste no puede ser cargado «proyec-
tivamente» con la culpa, no puede convertirse en
«objeto malo», puesto que va a servir de «modelo».
¿Cómo va a poder servir de «modelo» aquello que,
inconscientemente, se ha cargado con «lo malo»
del subconsciente? La actividad del padre tiene que
ser buena. Pero tampoco puede ser mala «la ma­
dre». «Lo malo», que en el fondo nace de la situa­
ción de desamparo y del enorme riesgo que en
esta situación significa la necesaria incorporación
de «lo histórico» en la constitución del hombre,
tiene que ser introyectado, incorporado al propio
sujeto, y él mismo ha de sentirse con una parte
mala dentro de sí.
84 Estudio introductorio

Veamos ahora lo que dice Loch: «Por una parte,


la tercera persona es modelo a seguir; por la otra,
modelo que está prohibido imitar en su relación con
la madre» (subrayado mío). De la imposibilidad
de vivir esta paradoja nace la formación del «su-
per-yo». Ya sabemos que Freud consideraba a éste
el «heredero del complejo de Edipo». A partir de
este momento, lo que producía placer (en el sistema
de los impulsos instintivos) se vuelve displacer (en
el sistema narcisista, en el sistema del yo). Así nace
el mecanismo primigenio de la represión.
En el «relato del jardín del Edén», en el cual
queda reflejado, en el núcleo del pensamiento hu­
mano, un acontecer real (Bion), y, por lo tanto,
lo mismo que ocurría con Tótem y tabú, puede
tratarse, en cierto modo, de una «verdad histórica»;
se nos dice: «Si comes de este fruto del árbol pro­
hibido, diferenciarás lo bueno de lo malo, pero ten­
drás que morir». Es precisamente—arguye Loch—
la identificación con la madre tutelar y nutricia,
abreviadamente, con la «función del pecho mater­
no», lo que, por primera vez, permite al niño re­
cién nacido vivenciar el estado de menesterosidad
y, en forma singular, el «ser malo». Esta interna-
lización del «objeto malo», de los «aspectos malos»
de la existencia, van unidos, en la teoría psicoana-
lítica, con el «deseo de ser como el padre». Lo
cual nos remite a la promesa de la serpiente: «Serás
como Dios», y, por lo tanto, indica que en el mito
edénico hay ya una constelación edípica.
Pero identificarse con el padre implica la utopía
—hoy tan corriente en la vida del hombre contem­
poráneo—de volvernos completamente autónomos,
independientes, autárquicos, de no necesitar a Dios
o de no necesitar al padre (Hacia una sociedad sin
El mal y la muerte en el psicoanálisis 85
padre se titula un libro de Mitscherlich3435 ), siem­
pre que nos quedemos fijados en esta identificación,
con lo cual nos privamos de enriquecernos con
nueva experiencia. Esta actitud supone, al eliminar
la posibilidad del crecimiento, aproximarse a la
muerte. Tal es lo que ocurre en el famoso mito de
Edipo. En el cual, como he indicado en Urdimbre
afectiva y enfermedad, se superponen muchos mi­
tos 3d. No hay en él únicamente la historia del inces­
to, la sexualidad infantil codiciando a la madre. Hay
también en el mito de Edipo, junto al mito del
niño abandonado y a otros varios más, el del
«asesinato del padre», y también la terca tenacidad
con que Edipo quiere conocer la verdad («el rey
Edipo tiene un ojo de más», cantó Holderlin). Dice
Ricoeur: «Maldiciendo, ya al principio de la obra,
al desconocido que puede ser responsable de la pes­
te, Edipo ha excluido que este hombre pueda ser
él mismo». Junto al drama del incesto y del parri­
cidio, Sófocles crea—para Ricoeur—un segundo dra­
34 Alexander Mitscherlich, Auf dem ~Weg zur vaterlosen Gesellschaft
(Westdeutsche Allgemeine, Essen).
35 En el «mito de Edipo» están contenidos muchos otros; a saber: a) El
componente «abandono-grandeza». El niño abandonado (inválido) hace la
grandeza del hombre. El niño, lo más pequeño de todo, se vuelve lo más
grande de todo (San Cristóbal, de Rilke, escrito en Toledo), b) «Mons­
truo-esfinge». El caos amenaza si no se resuelve el enigma, c) «Simbiosis-
fusión». La unidad madre-niño, regazo acogedor al que se quiere tornar,
en el incesto, d) «Bi-sexualidad». En el fondo del hombre, el «ánima»
femenina; en el de la mujer, el «animus» varonil (Jung). e) «Iniciativa-
seguridad». Curiosidad de Tiresias, de Psyché, en la fábula de Apuleyo,
de Edipo, equivalente a la «iniciativa» de Ch. Bühler. f) Madre terrible-
madre protectora», g) «Individuación-asesinato». El «proceso de individua­
ción» exige la liberación de la figura paterna, h) «Visión-ceguera», que he
llamado «principio de Tiresias». Todo desvelamiento supone una oculta­
ción (Heidegger). i) «Inteligencia-soberbia». Aspecto prometeico del mito.
La «hybris» del hombre ensoberbecido por su saber conduce a la catás­
trofe. j) «Despedazamiento interno», anunciado en los viejos mitos de
Dionisos, Zagreus, Osiris, Attis. Diferenciación de «objetos buenos» y
de «objetos malos» dentro de la psique (Melanie Klein). k) «La peste de
Tebas». Los objetos malos exteriores, lo corrompido, lo putrefacto, que
tanto papel juegan en las Mitologías de Levy-Strauss; el elemento «anal-
agresivo» en el psicoanálisis. I) El «camino-encrucijada». Todos los mi­
tos del «héroe» implican un «camino» lleno de obstáculos, con «encru­
cijadas» en las que hay que tomar una decisión, con frecuencia fatal.
86 Estudio introductorio

ma, el de la conciencia de sí mismo. Por eso «el


celo del no saber es el que lleva (a Edipo) al desas­
tre». El núcleo de la tragedia está en el vínculo
secreto entre la cólera de Edipo y lo que el propio
Sófocles denomina «la fuerza de la verdad». Por
eso la falta de Edipo, aquella por la que es con­
denado a errar, ciego y miserable, «es la cólera del
hombre como potencia de la no verdad». «¿Qué
representa para el yo la busca de la verdad?», se pre­
gunta Loch. Replica: «Conocer la realidad, al ser­
vicio del ideal «verdad» es lo que da al «yo»
un sentimiento de satisfacción y de seguridad
(S. Freud, 1937). Seguridad, porque sólo el cono­
cimiento de la verdad, de la realidad, nos torna
«seguros» en este mundo, y por ello sirve al «yo»,
ya que así somos más iguales a aquel que repre­
senta la verdad, esto es, al padre». Este nuevo
narcisismo, que Freud ha llamado «narcisismo del
super-yo», porque en él se sigue la norma del pa­
dre, fue relacionado por el propio Freud con la tensa
dialéctica que se establece entre espiritualidad y
sensualidad, ya que ésta se funda en el dominio del
tosco mundo de los sentidos, esto es, en la prohibi­
ción del incesto. Nace así el mandato de la exo­
gamia, que permite el despliegue del mundo espi­
ritual. Pero no debemos olvidar la parte final cid
mito de Edipo. Por su pretensión de conocer toda
la verdad, Edipo se ciega. De nuevo Freud nos
sorprende con su asombrosa capacidad para atisbar
un resplandor de claridad en medio de la forzosa
ceguera a la que le llevan sus descubrimientos (lo
que yo he llamado el principio de Tiresias: sólo
la ceguera permite ver), pues no deja de advertir­
nos, inmediatamente después de haber afirmado
que el Edipo «realiza uno de los deseos de nuestra
\ El mal y la muerte en el psicoanálisis 87
infancia», lo siguiente: «El poeta, al descubrir la
falta de Edipo, nos obliga a vernos a nosotros mis­
mos y a reconocer esos impulsos que, aunque re­
primidos, subsisten en nosotros. La advertencia del
coro: Ved ese Edipo que adivinó los enigmas fa­
mosos. Ese hombre tan poderoso, ¿qué ciudadano
no contemplaba sin envidia su prosperidad?
¡Vedlo ahora en qué terrible inundación de desgra­
cia se encuentra sumergido! Esta advertencia nos
afecta y hiere nuestro orgullo, nuestra convicción
de habernos vuelto desde nuestra infancia muy sa­
bios y muy poderosos». Freud aquí se refiere a
que, adultos, hemos olvidado «el niño en nosotros»,
pero no se da cuenta, como advierte Ricoeur, de
que el coro también se dirije a nosotros, adultos,
como «ciegos de tanto saber», y precisamente por
algo que ocurre en nuestra infancia, por la fatal
necesidad que tiene el ser inválido de pretender ser
«más que el padre». El mito de Edipo repite, pues,
la historia del paraíso terrenal, la rebelión contra
Dios.
Entre las críticas más certeras que se han hecho
a la metapsicología freudiana, sobre todo en lo que
concierne al «instinto de muerte», figura la del
filósofo alemán Metzger en su libro Freiheit und
Tod. Freud, para Metzger, realiza la gigantesca
empresa, superando el empirismo de Hume, de
buscar el origen de los procesos de conciencia en
los impulsos, en los «Triebe». Lo que le importa
en la corriente de asociaciones, en el flujo del in­
consciente, es lo permanente, lo que «se repite»,
lo que es «constante». En una palabra, lo que de
la multiplicidad de lo real, del caos de impresiones,
sensaciones, impulsos inconscientes, nos lleva a lo
permanente, a la unidad, a un cierto orden, desde
88 Estudio introductorio

el cual poder comprender la realidad contradictoria


de la vida. De ahí el movimiento de toda la ideo­
logía freudiana, partiendo de unas observaciones clí­
nicas y de un método científico hacia una «metapsi-
cología», en busca de la energía primigenia que
mueve a la vida y que él ve en la dialéctica de los
dos principios: eros y thanatos, el principio del
amor y el de la muerte. Para Freud, el impulso de
la muerte nos acompaña toda la vida y asoma en
el impulso a la autodestrucción y, secundariamen­
te, en la agresividad. Cuando Freud trata de en­
contrar la base instintiva de la conciencia, llega al
instinto de muerte, reprimido y subterráneo. Para
él, el incesante impulso a la satisfacción, la necesi­
dad de los impulsos instintivos a «quedar saciados»,
toda su hidráulica, denominada «dinámica del in­
consciente», tiende a una nivelación final, a una
quietud definitiva, a una saturación que es la
muerte. El «yo» aspira a desaparecer en el «ello».
Este modelo es el que se realiza en el sueño, mien­
tras se duerme. De ahí el carácter múltiple, caótico,
disgregado del sueño, y, en general, del subcons­
ciente. Esa muerte es un vacío; horror vacui fue
lo que primitivamente significó angustia. Angustia
ante la nada, ante el vacío. Pero la raíz, la fuente
de este encuentro angustioso de la criatura entre­
gada a la nada, reside en el velo que oculta a estos
impulsos la «totalidad de lo real». Por un lado
aspiran a modificar, a destruir; por otro, a conser­
var o al reposo. «¿Qué significa realmente la muerte
en esta exposición de Freud?»—se pregunta Metz-
ger. Y responde: «La muerte no es el hontanar de
lo eterno y de lo uno, al que vuelve lo finito como
a sus lares trascendentes, ese concepto de los lares
de la muerte de que habla Platón y que es, en el
El mal y la muerte en el psicoanálisis 89
martirio cristiano de la criatura finita, el lugar en
el cual el alma adquiere la certidumbre de su aco­
gimiento en Dios y desde la cual crea su renovada
resurrección en el espíritu. No, la muerte es aquí
el desasosegante «ello», al que los impulsos instin­
tivos son lanzados en su empuje demiúrgico, ins­
taurado, sin sentido, para encontrar saturación...
El encuentro con la muerte, que es «confiado» a
los impulsos, no significa la salvación de la existen­
cia. El hombre no se concilia con su finitud. La
muerte ya no es el encuentro con lo in-finito, en el
que el ser humano nutre el poder superador de
su destino temporal. Por este motivo, el animal
humano de Freud no tiene mundo, carece de la
voluntad libre, creadora y pensante, de la nostalgia
que, por fuerza del ser, está enraizada en el re­
cuerdo de la muerte...» «En la antropología natu-
tal-positivista de Freud no llega a expresarse que
la muerte no encuentra a la vida únicamente como
retorno al «principio» o al «fin», sino como fuente
en la cual esta vida, que sabe de su principio y
de su fin, esto es, de su finitud, recoge la certi­
dumbre de su origen en lo in-finito...» 3‘
Me permitiré traducir un significativo párrafo
de este libro: «Por esta razón, la historia del su­
frimiento de Jesucristo tiene significación ejem­
plar para el concepto de la libertad humana. De­
bemos entender el Gólgota en conexión con las
categorías que acabo de desarrollar... Jesús so­
porta el martirio. Soporta el presente. Asume la
cruz. Asume el sufrimiento de la existencia fini­
ta. Asumir la cruz quiere decir aceptar la existen­
cia en el horizonte de la desesperanza. A la luz
de tal comprensión, Jesús renuncia a pretensio-
s6 Arnold Meizger, Freiheit und Tod (Max Niemeyer, Tubinga 1955).
90 Estudio introductorio
nes políticas o sociales. Su Evangelio no es un
manifiesto político. No ha anunciado ninguna re­
forma humanística o social. La criatura sacrifica
su sí mismo natural. Sacrifica su existencia en
este mundo, existencia expuesta al martirio. Asu­
me la muerte. Sobre el cuerpo de este martirio
nace la creencia en la ya indisoluble compañía con
lo infinito, con el «Padre», la libertad de la fini-
tud. Jesús anuncia el deas filiatus en medio del
martirio. Por ello, su amor al «Padre», su fe, sig­
nifica la entrega de una existencia visitada por la
finitud al encuentro con el tú divino, la entrega
al divino compañero de ese encuentro en medio
de la desesperanza del mundo existente, la fe de
que habla Pablo y a la que aludía Abraham cuan­
do «creía contra toda esperanza».
La psicología del yo lleva forzosamente al psi­
coanálisis a considerar que la curación del enfer­
mo es un «movimiento hacia la libertad». Mas la
libertad—nos lo enseña el filósofo—■, entendida
en sentido trascendente, supone la liberación de
la finitud precisamente por la conciencia de la
muerte. «Thanatos» y «Eros» se descubren ahora
unidos en su misma raíz.
Hoy, el «principio de muerte», el «thanatos»,
no es aceptado por muchos psicoanalistas, que lo
reemplazan en la práctica clínica, dando cada vez
más importancia a la «destructividad» y a la «agre­
sión». Pero, como señala Erikson, es menester re­
conocer la grandeza de Freud al sugerir la inmen­
sidad del problema que sólo ahora, en el curso de
la historia contemporánea, nos desvela toda su am­
plitud. El desmedido afán de poder, de dominio,
de competencia entre los hombres y las naciones,
a la vez que impulsa el desarrollo científico y con
el pretexto de beneficiar a la humanidad (lo que,
en realidad, se logra) oculta, bien lo sabemos, po­
tencialidades asesinas en ese mismo progreso cien­
El mal y la muerte en el psicoanálisis 91
tífico de que nos envanecemos. Es pueril pensar
que sólo hay, por un lado, un espíritu de guerra
y, por otro, un espíritu de civilización, que se con­
traponen. Son los hombres mentalmente sanos, los
mismos que empujan a la humanidad por el ca­
mino del progreso y de la civilización, los que,
sin darse cuenta de ello, abren las máximas posi­
bilidades de autodestrucción.

Con todo ello vemos que, en esa «apertura» al es­


píritu» que observamos en algunos pensadores psi-
coanalíticos de nuestros días, se inicia una cierta
aproximación a una crítica del psicoanálisis por los
filósofos, en la cual el desdeñoso encogerse de hom­
bros de los primeros tiempos se trueca en una aten­
ción sostenida al descubrimiento de Freud. No sólo
el denso libro del filósofo Ricoeur; el propio Metz­
ger reconoce que esta contraposición con Freud le
lleva a una zona más honda de su investigación. En
el momento actual, el diálogo entre filosofía y psi­
coanálisis empieza a establecerse en forma fecunda,
y pienso que tampoco tardará mucho en ocurrir
lo mismo con el diálogo entre psicoanalistas y teó­
logos. Pasados están los tiempos en que tal diálogo
consistía en enfrentar «posiciones» o «sistemas».
O, por el contrario, en intentar conciliarios, como
sucede, por ejemplo, en lo que a la sexualidad se
refiere, con el libro de Graham Colé. Es ahondando
en el particular distrito de cada cual, sin renunciar
a los postulados fundamentales de la teología o del
psicoanálisis, como se puede llegar a una fecunda­
ción recíproca en lo que concierne a la verdad eterna
y unitaria, que, ocultándose, se encuentra detrás de
nuestro transitorio saber y que sólo así puede ir
desvelándose paulatinamente. El libro de Pié que
92 Estudio introductorio
tiene el lector ante sus ojos, representa una her­
mosa etapa en este camino.
Habría, repito, que añadir mucho más sobre
las relaciones entre religión y psicoanálisis. Quizá
lo más importante. En sus zonas más avanzadas,
el psicoanálisis actual considera el «mecanismo de
la curación», no como un «traspaso al yo de lo
que estaba en el ello», sino resultado de la deno­
minada «interpretación mutativa» 37. El hombre,
desde que nace, proyecta sus fantasmas de miedo y
de agresividad sobre el mundo exterior, sobre los
otros. Y los vuelve a recoger, vuelve a interiori­
zar la agresividad y el miedo que había proyectado.
De esta suerte se vuelve neurótico. En círculo vi­
cioso. Cada vez tiene más agresividad y más miedo;
cada vez siente a los demás más agresivos hacia
él. Cada vez tiene más envidia y, en virtud de ello,
cada vez siente a los demás más envidiosos. El psi-
coterapeuta, con su «eros terapéutico», es el único
que acoge su agresividad y su envidia con sereni­
dad, con sosiego. Al interpretar produce una «mu­
tación», un cambio. El círculo vicioso se rompe;
el enfermo empieza a comprender que, junto a esa
realidad mezclada de fantasía que le vuelve iracun­
do y miedoso ante el mundo, hay otra realidad,
más real, que es capaz de comprenderle en el amor
y en el sosiego. Esta serenidad y este sosiego for­
man las raíces de esa metafísica «Gelassenheit» 38,
de que Heidegger ha hablado, y constituyen las
bases de una actitud que él considera como la del
«espíritu abierto hacia el secreto». O hacia el mis­
terio. La actitud de los primeros psicoanalistas, que
37 James Strachey, The nalure of the therapeutic action of psycho-
analysis: Int. J. Psycho- Anal. 50 (1969) 275.
38 Martín Heidegger, Gelassenheit (Neske, Tubinga 1959). Traduc­
ción francesa: Martín Heidegger, Questions III (Gallimard [con el
título Sérenité], París 1966).
El mal y la muerte en el psicoanálisis 93
se creían dueños de la clave del mundo o en camino
de serlo, va cambiando, transformándose en otra.
La que estima que el «mecanismo de curación»
tiene que ver con una actitud sosegada de la mente
humana, que suprimiendo, en la serenidad acoge­
dora, esas reacciones de nuestro propio «ello»,
que son iracundas, agresivas, envidiosas hacia el
prójimo, va poco a poco persuadiendo a éste,
en esa capa profunda que le constituye, de que hay
tras la realidad disgregada, multiforme, de lo fu­
gaz, la realidad unitaria de lo trascendente. Esta
apertura a lo que Laín Entralgo, en un gran libro ”,
ha denominado «la realidad del otro», sólo puede
hacerse desde ese acogedor y sosegado amor del
psicoterapeuta, en el que se repite, sin él saberlo,
una actitud que discurre por el trasfondo de los
Evangelios. Pues ¿no vemos en ellos cómo la agre­
sividad, la envidia, la ira de saduceos, fariseos y
levitas es constantemente desarticulada por el Se­
ñor con suavidad infinita, con serenidad sosegada?
Todavía quedan muchos misterios a los que el fu­
turo psicoterapeuta, el futuro médico, ha de abrir­
se una vez que haya superado el actual torbellino
idolátrico de su supeditación a la técnica. Dice
Heidegger: «el sosiego del alma ante las cosas del
espíritu abierto al misterio nos va desvelando la
perspectiva de un futuro enraizamiento». Enraiza-
miento de nuevo en aquello que al hombre ha dado
el ser.
30 P. Laín Entralgo, Teoría y realidad del otro 2 vols. (Revista de
Occidente, Madrid 1961).
FREUD LA RELIGION
PREFACIO

En psicología se deja ver totalmente la


ineptitud constitucional del hombre para
la investigación científica
De tener que hacer caso a la opinión pública, in­
cluso a la de buen número de «especialistas», Sig-
mund Freud sería un ateo despreocupado, y el psi­
coanálisis, una empresa demoledora de la religión,
y no digamos de la moral.
De hecho, en vida y después de su muerte (1939),
Freud ha despertado gran número de críticas y sus­
citado muchas impugnaciones, algunas de ellas apa­
sionadas, hechas no sólo desde el punto de vista
médico, filosófico o antropológico, sino también en
nombre de la fe cristiana.
Algunos autores católicos han llegado incluso a
declarar «pecado mortal» toda práctica del psico­
análisis *. Otros, en nombre de la fe y de la moral,
lo rechazan terminantemente 3. Y son muchos los
sacerdotes y seglares plenamente convencidos de
que la Iglesia ha condenado—cosa que no es exac­
ta—el psicoanálisis \
1 Sigmund Freud, Nuevas conferencias sobre el psicoanálisis (Galli-
mard, París 1936) p.9; S. E. 22,6.
Haremos habitualmente referencia a la traducción «autorizada» ingle­
sa de la Standard Edition (abrev., S. E.): Tbe Standard Edition of tbe
Complete Psycological Works of Sigmund Freud (London, The Hogarth
Press).
- Cf. Bolletino del Clero Romano, abril de 1952, p.112-114, y la obra
colectiva II Peccato (Roma 1959) p.507-527.
3 Cf., entre otros, Mons. André Combés, Psicoanálisis y espirituali­
dad (Bruselas-París 1955); Dr. Fran^ois Lamasson, Orígenes y valores
del psicoanálisis (Roma y París 1965).
4 Ningún documento pontificio condena el psicoanálisis. Lo único que
se condena en un discurso de Pío XII es la teoría «pansexualista de
determinada escuela de psicoanálisis». Los textos de Pío XII a este res­
pecto se pueden encontrar en Pío XII habla de salud moral y de psico­
análisis: Lumen Vitae (Bruselas 1960). Por lo que hace al Níonitum del
Freud y la reí. 7
98 Prefacio

¿Qué decir entonces de la opinión general de los


católicos mal informados, opinión de la que en una
encuesta publicada en 1961 encontramos varias
muestras características, al estilo de las dos «per­
las» siguientes? A la pregunta de «qué opina usted
de las relaciones entre psicoanálisis y religión» nos
encontramos con dos respuestas como éstas: «Un
teólogo me ha dicho que el tema de las partes ver­
gonzosas del hombre es preferible soslayarlo, usan­
do siempre de prudencia al tocar esta cuestión»; y
«la Iglesia ha tomado postura porque se está orien­
tando a la gente (a los niños) en un clima no reli­
gioso y a los sacerdotes se les priva de su pan» 5.
Ahora bien, para quienes, antes de formular un
juicio, se han preocupado de leer, si no todas las
obras de Freud, sí al menos la mayor parte de
ellas, incluidas las que todavía no han sido tradu­
cidas al francés *, la cosa no se presenta tan sencilla.
Dejando a un lado el problema de la moral, que
por sí solo merecería ya un estudio particular “,
querríamos en este ensayo tratar de ver con ojos
de teólogo lo que Freud piensa acerca de la reli­
gión 7. Deliberadamente nos circunscribiremos a los
Santo Oficio, de 16 de julio de 1961, limítase éste a prescribir deter­
minadas precauciones para uso de los clérigos que quieran someterse al
tratamiento del psicoanálisis o ejercerlo. En fin, las medidas reciente­
mente tomadas respecto a Dom Lemercier y su «monasterio en psicoanáli­
sis» de Cuernavaca se refieren solamente a este caso particular y no al
psicoanálisis en sí.
5 Serge Moscovia, El psicoanálisis, su imagen y su público (P. U. F.,
1961) p.224 y 201. Véase el capítulo XV: «La prensa católica y el psico­
análisis».
* N. del T.—Las obras completas de Freud están editadas en castellano
por Editorial Biblioteca Nueva (1967).
6 Permítasenos remitir al lector a varios artículos en torno a la moral
católica y la «moral»freudiana, reunidos en la obra Vida afectiva y casti­
dad (Ed. du Cerf, 1964).
7 Al lector que precise de un conocimiento sumario de Freud y el
psicoanálisis le sugerimos lea la obra de Marthie Robert La revolución
psicoanalitica (Payot, 1964) y que comience la lectura de Freud por
Psicoanálisis y medicina, en el volumen M.i vida y el psicoanálisis (Gal-
limard, París 1949) p.117-239.
Por lo que se refiere a la confrontación del psicoanálisis y la fe cris­
tiana, véase Maryse Choisy, Psicoanálisis y catolicismo (L’Arbre, París
Prefacio 99
textos freudianos, puesto que hacer extensiva nues­
tra investigación a los discípulos de Freud, «orto­
doxos» o no, excedería los límites que nos hemos
impuesto.
Pese a tales delimitaciones, nuestro campo de
trabajo es vastísimo, tanto más cuanto que Freud
pretende claramente aportar, además de una tera­
péutica nueva, una doctrina que él califica de indis­
pensable para las ciencias del hombre, y especial­
mente para la religión. Un texto como el que sigue
es significativo:

En su calidad de «psicología profunda», es


decir, de doctrina acerca del inconsciente psíqui­
co, puede (el psicoanálisis) llegar a ser indispen­
sable a todas las ciencias que se ocupan de la
génesis de la civilización humana y de sus gran­
des instituciones: el arte, la religión, el orden
social. Mi opinión es que, si bien el psicoanálisis
ha ayudado ya notablemente a resolver los pro­
blemas que plantean las ciencias, ello significa tan
sólo unas aportaciones insignificantes comparado
con lo que sería capaz de lograr en cuanto los his­
toriadores de la civilización, los psicólogos de las
religiones o los lingüistas estén en disposición de
valerse por sí mismos del nuevo instrumento de
investigación que el análisis pone en sus manos s.

1950); Louis Beirnaert, S. I.. Experiencia cristiana y psicología (L’Epi,


París 1964); y, de lectura más difícil, pero de gran valor, Paúl Ricoeur,
Acerca de la interpretación. Ensayo sobre Freud (Seuil, París 1965), etc.
8 S. Freud, Psicoanálisis y medicina (1926), en la traducción de Marie
Bonaparte, incorporada a Mi vida y el psicoanálisis (Gallimard, París
1949) p.235; S. E. 20,248. Tal alcance del psicoanálisis más allá de la
clínica entra dentro del desarrollo de su núcleo primigenio de interés,
y de ello nunca se olvidó Freud. El hombre y los problemas humanos le
atraían más que la medicina; él mismo, evocando su ingreso en la Uni­
versidad de Viena, dice: «Lo que más me movía era una como sed de
saber, pero referida más a las relaciones humanas que a los objetos pro­
pios de las ciencias naturales (directed more towards human concerne
than totearás natural objects). Una sed de saber que no había descubierto
el valor de la observación como principal medio de satisfacción» (Mi
vida y el psicoanálisis p.12; S. E. 20,8).
100 Prefacio

Invitado, pues, por el propio Freud a situarse


en el plano «antropológico», y no en el patológico,
de la religión, el teólogo se siente autorizado a buS'
car el diálogo y apreciar la utilidad de este nuevo
instrumento de investigación que Freud le ofrece.
Tras habernos puesto al corriente de la postura
de Freud con respecto a la religión a través de
sus propios textos (c.l) y sacando a relucir sus
problemas personales (c.2), veremos si es posible
obtener del propio Freud algunas pistas que nos
lleven a cierta superación de sus más frecuentes
y conocidas actitudes (c.3). A continuación mira'
remos en qué medida puede el teólogo probar a
salir al encuentro de las teorías freudianas para
situarlas desde su punto de vista de teólogo y tam'
bién—¿por qué no?—sacarles algún provecho.
I. LA RELIGION SEGUN FREUD

La explicación más sencilla no es siem­


pre la más exacta, pues con frecuencia
ocurre que la verdad es muy compleja *.
Mientras que, merced a un enriquecimiento recí­
proco de la experiencia clínica y la reflexión meta-
psicológica, el pensamiento de Freud no ha cesado
de evolucionar en cuanto a los puntos esenciales
del psicoanálisis; en cambio, su postura respecto
a la religión aparece decidida ya desde sus primeros
escritos. Sus descubrimientos psicoanalíticos, por
consiguiente, no parece utilizarlos más que para jus­
tificar y reforzar su posición inicial. El hecho mere­
ce destacarse como un síntoma, cuya interpretación
va a acompañarnos a lo largo de todo este estudio.
Conocer con exactitud el pensamiento de Freud
sobre la religión no es tarea fácil, incluso después
que ha terminado Jones de publicar su biografía
de Freud 2. Y es todavía más difícil para el lector
francés, puesto que, desgraciadamente, no tenemos
una traducción francesa completa de la obra de
Freud, y las traducciones de obras tan imprescindi­
bles para el tema de nuestro trabajo como son
El porvenir de una ilusión y Malestar en la civi­
lización hace mucho que están agotadas y no hay
forma de encontrarlas en una librería 3.
1 Sigmund Freud, Nuevas conferencias sobre el psicoanálisis (1933).
Traducción de Anne Berman (Gallimard, París 1936); S. E. 22,39.
2 Ernest Jones, M. D., Tbe Life and Work of Sigmund Freud,
3 vols. (Basic Book, Nueva York 1957). Véase especialmente, en el vo­
lumen tercero, el capítulo que consagra a una visión sintética de Freud
y la religión. Los dos primeros volúmenes han sido traducidos al fran­
cés (P. U. F., 1958 y 1961), no así el tercero.
3 En Henri Gratton (Psicoanálisis de ayer y de hoy [Ed. du Cerf,
París 1955] p.106.111) encontramos la lista completa de las obras y ar­
tículos de Freud traducidos al francés con sus referencias completas.
102 I. La religión según Freud

Parece, pues, necesario empezar dejando que ha­


blen los textos por su orden cronológico.

Primeros escritos
Desde 1904 (es decir, cuatro años después de
la publicación de su primera obra de envergadura,
La interpretación de los sueños), Freud toma res­
pecto a la religión una postura que, en lo esencial,
irá reapareciendo a lo largo de todos sus escritos 4.
En el último capítulo de Psicopatologla de la vida
cotidiana, y a continuación de varias páginas dedi­
cadas a la superstición, se expresa así:
Creo, efectivamente, que la concepción mito­
lógica del mundo, alma hasta de las más moder­
nas religiones, en gran parte no es más que una
psicología proyectada en el mundo exterior5. La
oscura noticia de los factores y hechos psíquicos
del inconsciente (dicho de otro modo: la percep­
ción endopsíquica de los mismos) se refleja (es
difícil expresarlo de otra manera y no nos queda
más remedio que pedirle ayuda a sus analogías
con la paranoia) en la construcción de una reali­
dad suprasensible5, que la ciencia, a su vez, trans­
forma en una psicología del inconsciente 5. Quiere
decirse que podríamos, desde ese enfoque, encar­
garnos de destruir los mitos del paraíso y pecado
original, de Dios, del bien y del mal, de la inmor­
talidad, etc., y de convertir la metafísica en meta-
psicología. Entre el desplazamiento obrado por el
4 Esta postara aparece ya en una carta a Fliess, fechada el 12 de di­
ciembre de 1897: «¿Te imaginas lo que pueden ser los mitos endopsí-
quicos? Pues bien, se trata de los últimos productos de mi actividad
cerebral. La oscura noticia interior del propio aparato psíquico perci­
bida por el sujeto hace brotar una serie de ilusiones que, como es natu­
ral, se proyectan hacia fuera y, característicamente, hacia el futuro, hacia
un más allá. La inmortalidad, la recompensa, todo el más allá, son con­
cepciones de nuestra psiquis interna... Una psicomitología» (Sigmund
Freud, El nacimiento del psicoanálisis [P. U. F., París 1956] p.210).
5 Subrayado en el texto.
Primeros escritos 103
paranoico y el obrado por el supersticioso hay
menos distancia de lo que aparece a primera vis­
ta. Cuando los hombres empezaron a pensar, se
vieron obligados a descifrar antropológicamente
el mundo, resolviéndolo en una multitud de per­
sonalizaciones fabricadas a imagen suya. De este
modo, los acontecimientos imprevistos y las ca­
sualidades, que daban en interpretar supersticio­
samente, se les figuraban como acciones y mani­
festaciones de personas. Dicho de otra manera:
se comportaban exactamente como paranoicos, que
en seguida sacan conclusiones de la más mínima
manifestación hecha por los demás, y como se
comporta cualquier hombre en su sano juicio que,
acertadamente, opina sobre el carácter de sus se­
mejantes basándose en sus acciones imprevistas e
inintencionadas. En nuestra moderna concepción
del mundo, concepción científica, mas todavía le­
jos de estar completa, la superstición, por ende,
aparece un tanto fuera de lugar. Ahora bien, es­
tuvo justificada en la concepción vigente en épo­
cas precientíficas, puesto que era su complemento
lógico 6.

En este pasaje está ya dicho todo, si bien,


tres años más tarde, Freud no recurrirá ya a la
analogía con la paranoia, sino a la de la neurosis
obsesiva. En efecto, en Obsesiones y prácticas reli­
giosas (1907), Freud destaca «similitudes» y «ana­
logías» entre el comportamiento de los obsesos y
las prácticas religiosas: búsqueda de medidas pro­
tectoras contra la culpabilidad (es decir, la ansie­
dad) hija de una represión de los impulsos instin­
tivos prohibidos, mientras la significación de tales
medidas escapa a aquel que las adopta, puesto que
6 Citado en la traducción francesa de Jankélévitch (Psicopatologla de
la vida cotidiana [Payot, 1948] p.298-299; S. E. 6,258-259).
104 I. La religión según Freud

es inconsciente. Freud cierra esta breve exposición


diciendo:
En virtud de tales concordancias y analogías
podremos atrevernos a concebir la neurosis obse­
siva como algo que patológicamente corre pare­
jas con la formación de las religiones, y a cali­
ficar la neurosis de religiosidad individual, y la
religión, de neurosis obsesiva universal. La con­
cordancia esencial residiría en la renuncia funda­
mental a hacer uso de unos instintos de origen
constitucional, y la diferencia más decisiva con­
sistiría en la naturaleza de tales instintos, que, en
el caso de la neurosis, tienen un origen exclusi­
vamente sexual y, en cambio, en el de la reli­
gión son también de naturaleza egoísta'.

«Tótem y tabú»
El tema será reeditado, con más amplio desarro­
llo, en ’íotem y tabú (1912-1913), obra que Freud
describe en el prefacio como «mi primer intento de
aplicación de los puntos de vista y datos del psico­
análisis a determinados fenómenos, aún oscuros, de
la psicología colectiva». Desde esta perspectiva de
psicología colectiva, precisamente, es desde la que
Freud vuelve a asumir la analogía entre la religión
y la neurosis obsesiva. Basta citar este pasaje:
Resumiendo los puntos de semejanza entre las
costumbres tabú y los síntomas de la neurosis
obsesiva, vemos que son cuatro: 1) ausencia de
motivación de las prohibiciones; 2) estableci­
miento de éstas en virtud de una necesidad in­
terna; 3) facilidad de las mismas para obrar des­
plazamientos y contagiar de prohibición a otros
7 Actos obsesivos y prácticas religiosas. Traducción francesa de Marie
Bonaparte en Freud, El porvenir de una ilusión (Denoél et Steele, París
1923) p.181-182; S. E. 9,126-127.
«Tótem y tabú» 105
objetos; 4) existencia de acciones y preceptos ce­
remoniales derivados de las prohibiciones 8.
En Tótem y tabú, Freud no se queda en tal ana­
logía entre religión y neurosis obsesiva, sino que
adopta ya unos puntos de vista que desarrollará
más tarde en El porvenir de una ilusión, Malestar
en la civilización y Moisés y el monoteísmo. En esta
última obra (1939) encontramos un buen resumen
del tema:
El totemismo, con su veneración de un susti­
tuto del padre, con la ambivalencia testimoniada
por la comida totémica, con la institución de fies­
tas conmemorativas y prohibiciones cuya inobser­
vancia entraña la muerte; el totemismo, repito,
bien puede considerarse como el primer esbozo
de religión que surge en la historia de la huma­
nidad, confirmando así que es verdad que, desde
un principio, vienen unidas por un estrecho lazo
reglas sociales y obligaciones morales. No nos es
posible dar aquí más que una brevísima semblan­
za del desarrollo ulterior de la religión, evolu­
ción que, sin duda, se produce paralelamente al
progreso de la civilización y a los cambios de
estructura de las comunidades humanas

En Un recuerdo de infancia de Leonardo de Vinci


(1910), Freud había ya explicado el papel que des­
empeña el «complejo de los padres» en la conducta
religiosa:
El psicoanálisis nos ha hecho descubrir el es­
trecho lazo que une el complejo del padre y la
creencia en Dios, al mostrarnos cómo el dios per­
sonal no es psicológicamente otra cosa que un
8 Citado en la traducción francesa de Jankélévitch, Tótem y tabú (Pa-
yot, París 1951) p.46; S. E. 13,28.
9 Citado en la traducción francesa de Anne Berman, Moisés y el mo­
noteísmo: Col. «Idees» (1967); S. E. 23,83.
106 [. La religión según Freud
padre transfigurado, y así día tras día nos pone
ante los ojos casos de jóvenes que pierden la fe
justo en el momento en que el prestigio de la
autoridad paterna viene a menos. De este modo
hallamos en el complejo de los padres la raíz de
la necesidad religiosa. El Dios justo y todopode­
roso y la naturaleza bondadosa se nos presentan
como sublimaciones grandiosas del padre y de la
madre; mejor dicho, como reviviscencias y re­
construcciones de las primeras percepciones de la
infancia. La religiosidad está relacionada bioló­
gicamente con el prolongado desamparo y con­
tinua necesidad de asistencia que sufre el hom­
bre de niño. Cuando, años después, ya adulto,
percibe su abandono real y su debilidad ante las
poderosas fuerzas de la vida, se ve entonces en
un estado semejante al de su infancia, razón por
la que busca impugnar esta situación resucitando,
por vía regresiva, los poderes protectores de que
gozó en aquella edad. La protección contra la
neurosis que la religión ofrece a los creyentes se
explica de esta manera: la religión les descarga
del complejo de los padres, al que va unido el
sentimiento de culpabilidad tanto del individuo
como de toda la humanidad, y se encarga de so­
lucionárselo. En cambio, el no creyente tiene que
enfrentarse solo con esta tarea 10.

Freud vuelve a ocuparse de este tema en Tótem


y tabú, y lo aplica al «mito cristiano» en un pasaje
que, pese a su extensión, no tenemos más remedio
que citarlo completo. Se trata de un texto que nos
ofrece lo esencial e invariable de Freud respecto al
cristianismo:
10 Citado en la traducción de Marie Bonaparte, Un recuerdo de infan­
cia de Leonardo de Vinci (Gallimard, París 1927) p.177-178; S. E. 11,
123. Véase también Una neurosis demoníaca en el siglo XVII (1923),
en Ensayos de psicoanálisis aplicado (Gallimard, 1933) p.228; S. E.
19,83.
«.Tótem y tabti» 107
En el mito cristiano, el pecado original provie­
ne indiscutiblemente de una ofensa a Dios Pa­
dre. Ahora bien, dado que es Cristo quien ha
librado a los hombres del peso del pecado ori­
ginal, sacrificando su propia vida, tenemos dere­
cho a sacar la conclusión de que tal pecado ha­
bía consistido en un asesinato. Según la ley del
talión, profundamente arraigada en el alma hu­
mana, un asesinato no se puede expiar más que
por el sacrificio de otra vida. El sacrificio de sí
mismo significa la expiación de una acción ase­
sina. Y cuando se da el caso de que el sacrificio
de la propia vida debe traer como consecuencia
la reconciliación con Dios Padre, el crimen ob­
jeto de esa expiación no puede ser otro que el
asesinato del Padre.
De ese modo, en la doctrina cristiana, la hu­
manidad confiesa abiertamente ser culpable del
acto criminal original, puesto que únicamente con
el sacrificio de uno de los hijos pudo hallar efi­
caz expiación. La reconciliación con el padre es
tanto más sólida cuanto que, a la vez que se cum­
ple el sacrificio, se proclama la renunciación a
la mujer, que fue causa de la rebelión contra el
padre. Mas aquí se manifiesta, una vez más, la
fatalidad psicológica de la ambivalencia. Al mis­
mo tiempo y por el mismo acto, el hijo, ofre­
ciendo al padre la más grande expiación que
imaginarse pueda, realiza sus aspiraciones con
respecto al padre. Se convierte en dios al lado
del padre, o, más exactamente, en lugar del pa­
dre. La religión del hijo sustituye a la religión
del padre. Y en señal de esta sustitución se re­
sucita la antigua comida totémica. Dicho de otra
manera, se instituye la comunión, en la que los
hermanos congregados toman carne y sangre del
hijo, no del padre, a fin de santificarse e identi­
ficarse con él. Y así, viendo cómo a través de las
108 /. La religión según Freud
sucesivas épocas coincide la comida totémica con
el sacrificio animal, el sacrificio humano teoan-
trópico y la eucaristía cristiana, encontramos en
todas estas solemnidades el eco y resonancia del
crimen que tan duramente gravitaba sobre los
hombres y del que, sin embargo, debían ellos
sentirse tan orgullosos. Ahora bien, la comunión
cristiana, en el fondo, no es más que una nueva
supresión del padre, una repetición de ese acto
que necesita expiación. Y caemos en la cuenta de
cuánta razón tiene Frazer al decir que «la co­
munión cristiana ha absorbido y asimilado un
sacramento mucho más antiguo que el cristia­
nismo»

El referido complejo de los padres es el complejo


de Edipo, en el que, desde Tótem y tabú, ve Freud
«a la vez los comienzos de la religión, la moral, la
sociedad y el arte» 12.
Así, pues, no se limita Freud a reducir las prác­
ticas religiosas al ceremonial de las neurosis obse­
sivas ni las concepciones míticas a la paranoia, sino
que sitúa la religión dentro de la historia de la civi­
lización y, por lo que respecta a cada individuo, en
el marco de su historia personal (el complejo de
Edipo). Especialmente encuentra que la rebelión
contra el padre es el origen de la culpabilidad y que
se busca la solución (neurótica) de esta angustia
en las prácticas religiosas 13.
11 Tótem y tabú p.211-213; S. E. 13,154-155.
12 Ib., p.215; S. E. 13,156.
13 El papel fundamental que juega la culpabilidad en la religión es
y será en Freud un tema incesante. A título de ejemplo citamos este
texto de 1925: «La comida totémica era la fiesta conmemorativa del acto
monstruoso origen del sentimiento de culpabilidad de la humanidad (pe­
cado original) y arranque simultáneo de la organización social, la religión
y las cortapisas de la moral. Se deba o no aceptar como historia la posi­
bilidad de tal serie de hechos, de lo que no cabe duda es de que el
edificio de la religión se apoyó en el complejo paterno, para irse levan­
tando sobre la ambivalencia que le rige... El desafío del hijo y su
nostálgica necesidad del padre luchaban entre sí en constantes nuevas
formas de compromiso, que si, por una parte, abocaban a captar que el
«El porvenir de una ilusión» 109

«El porvenir de una ilusión»


Sobre estas bases, para él establecidas ya defini­
tivamente, Freud aporta en su El porvenir de una
ilusión un elemento nuevo para su diagnóstico de
la religión. También allí sitúa Freud la religión en
«el inventario psicológico de la civilización»
Como ésta se levanta, piensa Freud, «sobre la coer­
ción y renuncia al instinto» 15, suscita corrientes an­
tisociales. Pero el hombre necesita de la sociedad y
de sus leyes para defenderse de los peligros de la
naturaleza y de la crueldad del Hado. Y aquí es
donde la religión tiene su puesto:
Los dioses conservan sus tres cometidos: exor­
cizar las fuerzas de la naturaleza, reconciliarnos
con la crueldad del destino, manifiesta de modo
particular en el caso de la muerte, y resarcirnos
de los sufrimientos y privaciones que impone al
hombre la vida en común de los seres civili­
zados l6.

Y cree Freud constatar que el progreso de la


civilización disminuye la importancia de los dos
primeros oficios mientras que permanece el tercero,
■es decir, la moral, toda vez que a la civilización le
es preciso atribuir un origen divino a sus leyes
para que sean aceptadas ”.
asesinato del padre debía ser expiado, por otra reconocían los benefi­
cios que se le siguieron. Este concepto de la religión arroja una luz
especialmente intensa sobre los fundamentos psicológicos del cristianis­
mo» (Mi vida y el psicoanálisis [1925] [Gallimard, 1949] p.107-108;
S. E. 20,68).
14 El porvenir de una ilusión p.35; S. E. 21,14.
15 Ib., p.14; S. E. 21,6.
1G Ib., p.46; S. E. 21,18.
17 «Sin embargo, no damos a conocer a los demás este fundamento ra­
cional de la prohibición de matar, sino que les aseguramos firmemente
que es Dios quien la ha impuesto. Nos tomamos, pues, la libertad de
adivinar sus intenciones, y hallamos que tampoco él quiere que los hom­
bres se exterminen recíprocamente» (ib., p.101; S. E. 21,40).
110 I. La religión según Freud

La civilización es la que proporciona a cada indi­


viduo sus ideas religiosas; «se le dan ya completa­
mente hechas estas ideas que él no estaría en con­
diciones de descubrir por sí solo» I!.
Puesto a desarrollar su persistente tema del com­
plejo de los padres, nos da cuenta de su ambiva­
lencia:
Pronto la madre es reemplazada en este papel
por el padre, más fuerte que ella. Papel que si­
gue en manos del padre durante toda la infancia.
Sin embargo, la relación con el padre, quien,
quizá por obra de la relación inicial con la ma­
dre, venía constituyendo un peligro, sufre una
ambivalencia particular, en virtud de la cual él
inspira tanto temor como nostalgia y admiración.
Signos éstos de tal ambivalencia, que han dejado
profunda huella en todas las religiones, como ya lo
he hecho ver en Tótem y tabú. Y es que, cuando
' el niño crece y ve que está destinado a seguir
siendo siempre un niño que no podrá prescindir
nunca de protección contra unos poderes supre­
mos y desconocidos, se hace de éstos una imagen
con semblanza de padre. Es decir, ha creado los
dioses. Unos dioses, por cierto, a los que teme
y trata de volver propicios y a quienes atribuye,
sin embargo, el cometido de protegerle. Así, pues,
la nostalgia que tiene el niño de su padre coin­
cide con la necesidad de protección que experi­
menta por obra de la debilidad humana. La re­
acción defensiva del niño contra su sentimiento
de desamparo es la que, a su vez, caracteriza la
que el adulto experimenta frente a su propio des­
amparo. Y es esta reacción precisamente la que
engendra la religión.
Mas no entra en nuestro propósito estudiar con
mayor profundidad la evolución de la idea de
18 Ib., p.56; S. E. 21,21.
«El porvenir de una ilusión» 111.
Dios. En nuestro caso nos ocupamos solamente
del repertorio completo de las ideas religiosas
transmitidas por la civilización al individuo

Estas citas nos bastan y sobran para estar se.


guros de que, para Freud, la religión—tómesela
como fenómeno social de civilización o como acti.
tud individual—se explica en razón de su origen.
Incapaz de soportar su debilidad y su abandona
frente a las crueles exigencias de la naturaleza y d^
la sociedad, el hombre se refugia en una regresión
infantil, proyectando en Dios su necesidad (ambi.
valente) de protección y de seguridad. De ahí pro.
cede la fuerza de las ideas religiosas, y esta sitúa,
ción de anhelo es, en virtud de su intensidad, fuen.
te de ilusiones:
Estas ideas, profesadas como dogmas, no pro.
ceden de la experiencia ni a ellas ha llegado E
mente por obra de la reflexión; sencillamente
son ilusiones que suponen la realización de lo<¡
más antiguos, más fuertes y más apremiantes an.
helos de la humanidad. El secreto de su fuerza
está en la fuerza de tales anhelos. Ya se sabe;
la impresión aterradora del desamparo infantij
despertó la necesidad de sentirse protegido—pro.
tegido por ser amado—, necesidad que el padre
satisface. Al caer en la cuenta de que este des.
amparo dura toda la vida, el hombre se ase d§
un padre, esta vez más poderoso. La angustia
creada por los peligros de la vida se calma po.
niendo el pensamiento en el reino de bondad de
la providencia divina. La institución de un or.
den moral del universo se encarga de que se obe.
dezcan las exigencias de la justicia, tan frecuen.
temente incumplidas en las civilizaciones huma.

9 Ib., p.63-64; S. E. 21,24.


112 I. La religión según Freud
ñas, y la prolongación de la existencia terrestre
en una vida futura encierra los indicativos de lu­
gar y tiempo para la realización de tales aspira­
ciones. De acuerdo con las premisas del sistema
religioso, se elaboran respuestas a una serie de
preguntas que la curiosidad humana se plantea
en torno a enigmas como los de la génesis del
universo y la relación entre lo corporal y lo espi­
ritual. Por último, supone un considerable alivio
para el alma individual ver que le quiten, por
así decir, de encima los conflictos de la infancia,
emanados del complejo del padre—conflictos nun­
ca enteramente resueltos—, y admitir una solu­
ción que todos aceptan20.

Pero Freud tiene buen cuidado en precisar que


la «ilusión» no es necesariamente un error. Para
que se comprenda bien esta distinción (de gran
importancia para nuestro estudio), nos pone varios
ejemplos, entre ellos, el de Cristóbal Colón 21, quien
deseando, y con qué intensidad, descubrir una nue­
va ruta a las Indias, tuvo la ilusión de haberla en­
contrado, y, sin embargo, lo que había descubierto
no dejaba de serlo con toda realidad. La ilusión nos
la define con estas palabras:
Así, pues, llamamos ilusión a una creencia
cuando, en su motivación, prevalece la realiza­
ción de un deseo, sin tener en cuenta la relación
de esta creencia con la realidad, cual sucede con
la ilusión que renuncia a ser confirmada por el
dictamen del mundo real22.
Ahora bien, piensa Freud, todas las «doctrinas
religiosas» son ilusiones. En efecto, es imposible,
está incluso prohibido comprobarlas y verificarlas
2(1 Ib., p.79-81; S. E. 21,30.
21 Ib., p.81; S. E. 21,30.
22 Ib., p.83-84; S. E. 21,31.
«Malestar en la civilización» 113
por medio de la realidad 23; el factor predominante
de sus motivaciones es evidente, se trata del intenso
anhelo de consuelo. «Pero resulta curiosísimo el
que todas esas creencias sean exactamente lo que
podríamos desear para nosotros» 24.
Dicho esto, termina Freud su obra respondiendo
a las críticas de un oponente inventado por él para
esta ocasión, pero situado al nivel de una apologé­
tica tan superficial, que carece en este caso de in­
terés para nosotros, y de la que Freud sale triun­
fante un poco demasiado fácilmente, a nuestro modo
de ver, haciendo sonar las trompetas de una apolo­
gía de la inteligencia humana y de la ciencia, que
serán posibilitadas, proclama Freud, por una desa-
cralización de la civilización.

«Malestar en la civilización»
Tres años depués de la publicación de El por­
venir de una ilusión, es decir, en 1930, Freud pu­
blica Malestar en la civilización, obra en la que,
dentro de sus puntos de vista, no podía dejar de
hablar de religión. Vuelve a las mismas tesis, sí,
pero nos encontramos con que toma tres posiciones
que debemos destacar.
1. A Romain Rolland, que le había reprochado
no haber sabido apreciar en El porvenir de una
ilusión «la verdadera fuente de los sentimientos
religiosos», a saber, una «sensación de eternidad,
un sentimiento de algo sin límites y, por así decirlo,
oceánico» 2°, Freud le responde que desconoce tal
sentimiento, y que, en todo caso, no le parece sea
la «fons et origo» de la necesidad de religión.
23 Ib., p.84; S. E. 21,31.
24 Ib., p.89; S. E. 21,33.
25 Malestar en la civilización (trad. Odier, en «Revue Fran^aise de
psychoanalyse» 4 [1934] 693; S. E. 21,64).
Freud y la reí. 8
114 l. La religión según Freud

2. Recogiendo un tema clásico, el de la bús­


queda de la felicidad como finalidad de la vida,
Freud piensa es tarea de cada uno encontrar por
sí mismo su propia felicidad escogiendo entre lo
que cabe dentro de sus posibilidades y adaptándose
a las condiciones de esa búsqueda. Desde este punto
de vista, nada bueno espera de la religión:
La religión va en perjuicio de este juego de
aceptación y selección al imponer uniformemente
a todos sus propios caminos para llegar a la fe­
licidad y a la inmunidad contra el sufrimiento.
Consiste su técnica en depreciar el valor de la
vida y deformar de modo delirante la imagen del
mundo real, buscando así la intimidación de la in­
teligencia. A este precio, forzando a sus adeptos
a adoptar un infantilismo psíquico y haciéndo­
les partícipes de un delirio colectivo, la religión
logra ahorrar a multitud de seres humanos una
' neurosis obsesiva. Pero esto es, poco más o me­
nos, todo. Hay, ya io hemos dicho, multitud de
caminos que conducen a la felicidad, en la me­
dida que ella es accesible a los hombres, pero no
hay ninguno que lleve a ella con seguridad. Y la
propia religión es incapaz de cumplir sus pro­
mesas 2S.3*

3. ¿El amor será capaz de traer la felicidad a


los hombres?, se pregunta Freud. En su opinión,
solamente una «pequeña minoría» es la que llega a
esa meta por ese camino. Entre estas personas co­
loca a San Francisco de Asís:
Queda reservado a una insignificante minoría
(de los hombres), y esto gracias a su constitu­
ción, el lograr la felicidad por el camino del
amor. Mas para ello es indispensable someter la
28 Ib., p.712; S. E. 21,84-85.
«.Malestar en la civilización» 115
función amorosa a profundas modificaciones de
orden psíquico. Estas personas se independizan
del atractivo del objeto por medio de una trans­
ferencia de valor; esto es, atrayendo hacia su
propio amar el acento que inicialmente habían
aplicado al hecho de ser amados, con lo que se
protegen de la pérdida de la persona amada to­
mando ahora como objetos de su amor no ya a
seres determinados, sino a todos los seres huma­
nos en la misma medida, y evitan las peripecias
y decepciones inherentes al amor genital apar­
tándose de su finalidad sexual y convirtiendo
los impulsos instintivos en un sentimiento con
«finalidad inhibida». La vida interior que por
tales medios crean, con esa ternura, ese imper­
turbable sosiego, esa independencia de que goza
su sensibilidad, pese a tener su origen en la vida
amorosa genital, ya no presenta al exterior gran
parecido con las agitaciones y tormentas de esta
pasión. San Francisco de Asís es, tal vez, quien
se ha adentrado más en esta senda de la utiliza­
ción total del amor para todo aquello que con­
duce al goce de la felicidad interna2'.

Freud pone en seguida objeciones a esta visión


del amor como fuente de felicidad. La primera de
ellas es que este aspecto escapa a la capacidad de
todos los hombres. La segunda, que «un amor de
esa naturaleza, que no hace discriminación, se me
antoja que pierde parte de su valor, por ser injusto
para con su objeto».
Muchas son las dificultades que se le presentan
para aceptar este «amor universal». No le parece
«razonable» que se ame a un extraño:
Pero si yo le debo amar (con este amor uni­
versal) simplemente por el hecho de que él tam-
21 Ib., p.727-728; S. E. 21,101-102.
116 I. La religión según Freud
bien habita en esta tierra, como la habita también
un insecto, un gusano o una culebra, mucho me
temo que de mi corazón brote tan sólo una ínfi­
ma parte de amor hacia él, seguro de no poderle
conceder tanto como lo que la razón me auto­
riza a guardar para mí. ¿A qué viene, entonces,
esta salida a escena tan solemne de un precepto
que no podemos razonablemente aconsejar a na­
die que lo siga? 28
El mandamiento «Ama a tu prójimo como a
ti mismo» es, a la vez, la medida de defensa más
poderosa de todas contra la agresividad y el me­
jor de los ejemplos de lo que son los procedi­
mientos antipsicológicos del super-yo colectivo.
Este mandamiento es inaplicable, porque tan fe­
nomenal inflación del amor no puede lograr más
que su devaluación, sin descartar el peligro2".
Pero aquel que en el actual estado de la civi­
lización se conforma con semejante prescripción
no hace más que proceder en su propio perjui­
cio con respecto al que se sitúa por encima de
ella. ¡ Qué obstáculo tan poderoso para la civi­
lización debe de ser la agresividad, si el defen­
derse de ella trae tanta desgracia como apelar a
ella! La llamada ética natural no tiene en este
caso que ofrecernos más que la satisfacción nar-
cisista de poder considerarnos mejores que los
demás. La ética que se apoya en la religión tre­
mola la bandera de sus promesas de un más allá
mejor. Pero mientras a la virtud no se la re­
compense aquí abajo, la ética predicará en de­
sierto

Termina el pasaje con esta declaración: «Una


transformación real en el campo de las relaciones
humanas con respecto a la propiedad sería más útil
28 Ib., p.735; S. E. 21,110 (la traducción, en parte, es nuestra).
29 Ib., p.766; S. E. 21,143.
30 Ib., p.766-767; S. E. 21,143.
«Moisés y el monoteísmo» 117
que toda clase de mandamientos éticos». Ya sabe­
mos el poco interés que Freud prestaba a la moral;
punto éste en el que su correspondencia es bien
esclarecedora 31.

«Moisés y el monoteísmo»
«Todo nos hace pensar que la figura grandiosa
de Moisés ocupaba un lugar sumamente prepon­
derante en el espíritu de Freud. ¿Acaso no había
estudiado él en su juventud la Biblia? ¿No debía
consagrar al profeta su último libro? ¿No le ofrecía
Moisés una formidable imagen del padre? ¿O es
que, a lo mejor, Freud se identificaba con él? Estas
dos últimas hipótesis pueden haber sido exactas
en períodos distintos» 33. Este testimonio de Jones
nos permite el que esperemos dar con el pensa­
miento más profundo de Freud acerca de la reli­
gión en su última obra (1939), pese a haberla escri­
to en varias veces y parte de ella con mucha ante­
rioridad a la fecha de su publicación. Como él mis­
mo explica33, Freud se había privado de publicar
su Moisés, dado que los judíos estaban amenazados,
y después ya perseguidos, por el nazismo, y él
quería evitar además que un acto público de esta
naturaleza atrajese la animosidad de la Iglesia cató­
lica, por aquel entonces protectora de los judíos
austríacos 34.
31 Cf. su carta a Putnam de 8 de julio de 1915 en Sigmund Freud,
Correspondencia (N. R. F., Gallimard, 1966) p.332-333, y su carta a
Pfíster de 9 de octubre de 1918: o.c., p.103.
32 Jones, o.c., t.3 p.387; cf. ib., p.267ss.
33 Moisés y el monoteísmo p.75-80 y 139-141; S. E. 23,54-58.103-104.
34 «Estamos viviendo en un país católico, protegidos por la Iglesia,
mas sin saber cuánto tiempo durará esta protección. Tal y como están
las cosas no nos atrevemos, naturalmente, a hacer nada que pueda atraer­
nos la animosidad de la Iglesia. No hay que ver en esto una cobardía,
sino una medida de prudencia, pues ei nuevo enemigo (i.e., el nazis­
mo), cuyos intereses nos guardaremos muy bien de servir, es más peli­
groso que, el antiguo, con el que ya habíamos aprendido a vivir en paz.
Los estudios psicoanalíticos, de todas formas, son mirados por los cató-
118 I. La religión según Freud

Conocemos las tesis esenciales del Moisés de


Freud. Las evocamos aquí sólo como recordatorio:
Moisés era un egipcio, discípulo del monoteísmo
de Ikhnaton, al que convirtió a los judíos, quienes
terminaron por rebelarse y matarle. Este asesinato,
«olvidado» durante un período de latencia (por un
proceso similar a la historia de la neurosis indivi­
dual) y, después, objeto de un «retorno de lo repri­
mido, figura en el origen del pueblo y de la reli­
gión judíos.
No entra en nuestro propósito ni nos compete
enjuiciar el valor histórico de esta hipótesis de
Freud. Jones 30 no oculta que los exegetas bíblicos,
incluso israelitas, han rechazado, casi unánimemen­
te, semejante «historieta» freudiana de Moisés, y
señala que Freud la había concebido primeramente
como una «novela histórica», pero que, cuanto más
lo pensaba, más probable le parecía. «Es un bri­
llante ejemplo—prosigue—de su imaginación intui­
tiva, y el caso es que la intuición de Freud era más
veces acertada que falsa» 38.
Si hemos de comprender bien lo que de verdad
habría en esta intuición, no se trataría del hecho
histórico, sino de la significación psicológica del
hecho religioso judeo-cristiano. La analogía podría
estar construida con el recuerdo que un adulto pue­
de tener de sus padres, viéndolos como cuando,
siendo niño, tenía de ellos una imagen completa­
mente deformada. Esta imagen no se adapta a la
realidad «histórica», pero sigue actuando y permite
interpretar el comportamiento del adulto. Del mis­
mo modo, el «retorno de lo reprimido» sería lo
licos con desconfianza, y no seremos nosotros los que digamos que sin
razón para ello» (ib., p.76; S. E. 23,55).
35 Jones, t.3 p.369-374.
36 Ib., p.374.
«Moisés y el monoteísmo» 119
que daría a Moisés ese papel «histórico», tal como
lo ve Freud 3T. «Hemos querido demostrar que la
religión mosaica no ha ejercido influencia en el
pueblo judío más que cuando se ha convertido en
tradición» 3". Y esta tradición histórica es la que
Freud interpreta para sacar de ella su «novela his­
tórica» sobre Moisés.
También nosotros creemos que la solución pro­
puesta por los creyentes es verdadera, si bien his­
tóricamente, no materialmente. Y reivindicamos
el derecho de corregir determinada deformación
sufrida por esta verdad al reaparecer. Es decir,
que, si bien no admitimos hoy la existencia de
un Dios supremo todopoderoso, sí creemos que
en las épocas primitivas hubo un personaje que
debió de parecer gigantesco y que, elevado lue­
go a rango divino, tornó a surgir en el recuerdo
de los hombres3S.

Esta «verdad histórica», por tanto, sería más


bien dicha reaparición del recuerdo rechazado que
el propio hecho primitivo. La interpretación psico­
lógica de esta reaparición es lo que parece tema
fundamental de Moisés y el monoteísmo.
En esta obra, Freud prosigue el estudio de la
religión desde el punto de vista «social»—«los fe­
nómenos religiosos pertenecen a la psicología de las
masas» 40—y persiste en centrarlo todo en torno al
tótem y al complejo del padre “. Ahora bien, la apli­
cación que hace de su tema al «retorno de lo repri­
mido» aporta a nuestro estudio un elemento nuevo:
Supongamos que el conjunto de esta exposi­
ción histórica sea plausible. En tal caso reconoce-
3T Moisés y el monoteísmo p.167-171; S. E. 23,124-127.
38 Ib., p.171; S. E. 23,127-128. 10 Ib., p.99; S. E. 23,72.
38 Ib., p.173; S. E. 23,129. 11 Ib., p.112 y passim; S. E. 23,83.
120 I. La religión según Freud

remos que hay en las doctrinas religiosas y en los


ritos dos tipos de elementos: por una parte, ata­
duras a viejas historias de familia y también res­
tos y reliquias de las mismas; por otra, evoca­
ciones del pasado por medio de reminiscencia,
tras un largo período de tiempo, de lo que había
sido ya olvidado. Este último elemento es el que
hasta ahora había pasado inadvertido, escapando
así a nuestra comprensión l~.
Por este retorno de lo reprimido explica el peso
que tiene en las masas la fe religiosa.
Conviene que se caiga en la cuenta de que
todo elemento que resurge del pasado se impone
con una fuerza particular, ejerce sobre las masas
una influencia enorme y se convierte irresistible­
mente en objeto de fe contra la que nada puede
objeción lógica alguna, totalmente a la manera
del credo quia absurdum. Esta extraña caracterís­
tica no podrá comprenderse más que comparán­
dola con los delirios de la psicosis13.

Esta psicosis ha tenido, no obstante, el poder


de ser factor de progreso, y de un modo especial
cuando ha derivado del monoteísmo:
Todo esto nos incita a investigar si la religión
de Moisés no ha dado al pueblo más que un
acrecentamiento de su confianza en sí mismo a
través de su sentimiento de ser preferido por
Dios. Fácil es en verdad descubrir este otro as­
pecto : su religión ha dado a los judíos una idea
más grandiosa de la divinidad, o, más exactamen­
te, la idea de un Dios más grande. El que creía
en este Dios debía, de alguna manera, participar
de su grandeza y sentirse elevado11.
42 Ib., p.115; S. E. 23,84.
43 Ib., p.115; S. E. 23,85.
44 Ib., p.151; S. E. 23,112.
«Moisés y el monoteísmos 121
La prohibición de hacerse una imagen de Dios
—y, por lo tanto, la obligación de adorar a un Dios
invisible—fue también un importantísimo factor
de progreso:
Admitida dicha prohibición, entrañaba ésta, de
seguro, importantes efectos, a saber: un colocar
la percepción sensorial como trasfondo de la idea
abstracta; un triunfo de la espiritualidad sobre los
sentidos, o, dicho con más precisión, una renun­
cia a los instintos, con todo lo que tal renuncia
implica desde el punto de vista psicológico45.

Y continúa:
Se establece entonces el reino nuevo de la es­
piritualidad, a partir del cual las ideas, recuer­
dos y deducciones adquieren una importancia de­
cisiva, todo lo contrario de lo que ocurre con las
actividades psíquicas inferiores relacionadas con
las percepciones sensoriales inmediatas. Esta fue,
sin duda alguna, una de las más importantes eta­
pas en el camino del devenir humano “.

La religión cristiana—fundada por San Pablo,


piensa Freud47—se establece como prolongación de
la religión judía. He aquí cómo describe su génesis
y significado:
Da la impresión de que un creciente senti­
miento de culpabilidad se adueñó del pueblo ju­
dío y, tal vez, de todo el mundo civilizado de
la época, como presagiando el retorno de lo re­
primido. Hasta el día en que un miembro del
pueblo judío, tomando partido por un agitador
15 Ib., p.152; S. E. 23,113.
48 Ib., p.153; s. E. 23,113.
47 Cf. Moisés y el monoteísmo p.184; S. E. 23,135; Great is tbe Dia­
na of tbe Epbesians: S. E. 12,342-344; Malestar en la civilización p.739;
S. E. 21,114; carta del 9 de mayo de 1920 a Pfister: o.c., p.121; Jones,
o.c., t.3 p.352 y 365.
122 I, La religión según Freud
político-religioso, fundó una nueva doctrina, la
religión cristiana, que se separó de la judía. Un
judío romano, Pablo de Tarso, se apodera de
este sentimiento de culpabilidad y lo devuelve,
muy acertadamente, a su fuente prehistórica, dán­
dole el nombre de pecado original: un crimen
que había sido cometido contra Dios y que sólo
la muerte podía redimirlo. Por el pecado origi­
nal la muerte había entrado en el mundo. En
realidad, por lo que concierne a este crimen por­
tador de la muerte, se trataba del ocurrido en la
persona del padre primitivo, posteriormente deifi­
cado. Pero he aquí que no se habló de asesinato,
sino tan sólo de su expiación fantasma, y así se
pudo saludar a semejante fantasía como un men­
saje de liberación (Evangelio). Un hijo de Dios,
inocente de toda culpa, se había sacrificado, car­
gando con la culpa de todos. Y tenía que ser
un hijo, puesto que el asesinato había tenido por
víctima a un padre. Algunas tradiciones de los
misterios orientales y griegos influyeron, sin duda,
en la elaboración de la fantasía salvacionista,
pero lo esencial parece haber sido obra de Pa­
blo, que era, en toda la acepción de la palabra,
un ser religioso. En el fondo de su alma, los
oscuros vestigios del pasado esperaban el momen­
to de emerger a las regiones de la conciencia4S.

En una palabra, para Freud, «el cristianismo, di­


manado de una religión del Padre, se convirtió en
la religión del Hijo, sin poder evitar la eliminación
del Padre»

Escritos diversos
Pese a que no es nuestra intención evocar todos
los textos de Freud que se refieren a la religión,
“ Ib-, p.117; S. E. 23,86-87.
“ Ib., p.182; S. E. 86,136.
Escritos diversos 123
parece útil, sin embargo, espigar algunas de las
observaciones hechas por Freud acerca de ciertos
temas religiosos que no figuran en las citas prece­
dentes.
Lo sagrado, para Freud, «originariamente, no es
más que la perpetuación de la voluntad del padre
primitivo» la parte de satisfacción instintiva a
la que cada persona ha renunciado se ha ofrendado
a la divinidad como un sacrificio, y el bien común
logrado así se ha declarado «sagrado» 50
5152
, del mismo
modo que el ceremonial de la neurosis obsesiva
tiene carácter de «acto sagrado» 5354
. En cuanto a la
55
santidad, «cuanto más virtuoso es un hombre, más
severa y recelosamente se comporta, de suerte que,
a fin de cuentas, los que han crecido más en la
santidad son precisamente los que se acusan de ser
los mayores culpables» 53.
Los atributos de Dios.—Ya vimos que la idea
de Dios es la proyección (ilusoria) de la imagen
infantil del Padre. De ahí vienen la idea de la om­
nisciencia de Dios51 y la necesidad de admirar y so­
meterse tanto a Dios como al «gran hombre»:
Sabemos que la mayoría de los humanos sien­
ten la imperiosa necesidad de una autoridad que
admirar, ante la que doblegarse y por la que han
de ser dominados y en ocasiones maltratados 5,i

50 Moisés y el monoteísmo p.163; S. E. 21,121 (cf. ib., la nota 1


p.120).
51 «Civilized» sexual morality (1908); S. E. 9,187.
52 Actos obsesivos y prácticas religiosas p.161; S. E. 9,118.
53 Malestar en la civilización p.649-650; S. E. 21,125-126. (La traduc­
ción es nuestra.)
54 «¿No se imagina acaso el niño con frecuencia que sus padres cono­
cen todos sus pensamientos, aunque él no se los haya revelado? Pues bien,
la creencia de los adultos en la omnisciencia de Dios puede ser el equi­
valente de esa idea infantil de la que indudablemente deriva» (en Sueño
y ocultismo [1933]. Publicado en francés, traducción de Anne Berman,
en el volumen de Nuevas conferencias sobre el psicoanálisis [N. R. F.,
Gallimard, 1936] p.79; S. E. 22,55-56).
55 Moisés y el monoteísmo p.147; S. E. 23,109.
124 1. La religión según Freud

Encontramos la misma interpretación «reducto­


ra» de la idea de providencia:
Todos los que atribuyen a la providencia, a
Dios o a Dios y la naturaleza la dirección de
cuanto ocurre en el mundo son sospechosos de
imaginarse todos estos excesivos y lejanos pode­
res a modo de padres. De ellos se forman un
concepto mitológico y a ellos se sienten unidos
por lazos libidinosos 5B.
Lo mismo por lo que se refiere a Satanás , al
pecado original5S, a la redención 56
59, a la inmorta­
*58
lidad 60 y a la recompensa del cielo. Sobre este
punto hace Freud unas declaraciones que hay que
citar:
La doctrina de una recompensa en la vida del
Más allá por haber renunciado—voluntaria u obli­
gatoriamente—a los placeres terrenos, no es otra
cosa que la proyección mítica de esta revolución
del espíritu (i.e., la sustitución del principio
de placer por el principio de realidad). Siguien­
do la lógica de esta línea, las religiones han sido
capaces de hacer efectiva la renuncia total al pla­
cer en esta vida mediante la promesa de una com­
pensación en una existencia futura. Pero no han
conseguido por tal medio conquistar el principio
del placer. Es la ciencia la que más se acerca a

56 The Economlc Problem of Masochism (1924); S. E. 19,168.


■r‘7 Cf. A Seventeenth Century Demonological Neurosis (1923); S. E.
19,72; en francés, en Ensayos de psicoanálisis aplicado (Gallimard, 1933)
p.213-254, y Jones, t.3 p.355.
58 Cf. supra, p.121, y Moisés y el monoteísmo p.182; Tótem y tabú
p.221-222, etc.
59 Malestar en la civilización p.759; S. E. 21,136.
80 El porvenir de una ilusión p.50 y 73; S. E. 21,19 y 27. Véase tam­
bién: «El hombre, en el curso de su evolución cultural, se elevó al pa­
pel de señor sobre sus semejantes de la raza animal. Mas, no contento
con este predominio, se dedicó a cavar una sima entre él y ellos. En
este sentido, no admitió en ellos la razón y se atribuyó un alma inmor­
tal, jactándose de una ascendencia divina que le permitía romper todo
lazo de solidaridad con el mundo animal» (Una dificultad del psicoaná­
lisis, en Ensayos de psicoanálisis aplicado p.142; S. E. 17,140).
Escritos diversos 125
este logro. La ciencia también ofrece, de algún
modo, un placer intelectual en su trabajo y pro­
mete una ganancia práctica al final

El éxtasis místico no escapa a la reducción ana­


lítica “2, lo mismo que todo ideal:

Es fácil mostrar que el yo-ideal cumple todos


los requisitos que la esencia superior del hom­
bre debe cumplir. En su calidad de hechura sus-
titutiva de la querencia del padre, contiene el
germen del que han brotado todas las religiones.
Al medir la gran distancia que separa su yo de
su yo-ideal, el hombre experimenta ese senti­
miento de humildad religiosa que forma parte
de la fe ardiente y decidida M.

Para terminar ya con esta serie de citas, citas,


sin embargo, incompletas, hemos de señalar la fre­
cuente afirmación de Freud de que la religión aho­
rra a muchos creyentes una neurosis individual:

El verdadero creyente se encuentra muy al


abrigo del peligro de ciertas afecciones neuróti­
cas. La aceptación de la neurosis universal le dis­
pensa de la tarea de crearse una neurosis per­
*64.
sonal 61
62

61 The Formulations on the two Principies of Mental Functioning


(1911); S. E. 12,223.
62 Cf. El porvenir de una ilusión p.74-75; Malestar en la civilización
p .700-701; S. E. 21,72; Jones, o.c., t.3 p.366. También esta observación
que encontramos en Moisés y el monoteísmo: «Las emociones infantiles
son mucho más intensas, mucho más inagotables que las de los adultos;
sólo el éxtasis religioso es capaz de recogerlas. Por eso fue un arrobo
de devoción lo que constituyó la reacción ante el regreso del Padre todo­
poderoso» (o.c., p.179; S. E. 23,134).
ü3 Citado en la traducción de Jankélévitch de El yo y el ello, inclui­
do en Ensayos de psicoanálisis (Payot, París 1948) p.192; S. E. 19,37.
Hay que citar también esta nota, hallada sobre la mesa de trabajo de
Freud después de su muerte: «Él misticismo es la oscura autopercep-
ción del reino exterior al Yo, o sea del Ello» (S. E. 23,300).
04 El porvenir de una ilusión p.120; S. E. 21,44. Cf. Un recuerdo de
infancia de Leonardo de Vinel p.178-179; S. E. 11,123.
126 1. La religión según Freud

Este es, dice Freud, el servicio prestado por la


vida monástica:
La neurosis le quita el puesto en nuestros días
al claustro, que era donde acostumbraban reti­
rarse todas las personas decepcionadas de la vida
o demasiado frágiles para soportarla8S.

En esta línea insiste Freud repetidamente en su


correspondencia con el pastor Pfister acerca de lo
que él llama la «sublimación religiosa» 66, la más
cómoda de todas las formas de sublimación que
Freud confiesa envidiar a su amigo el pastor: «A
decir verdad, ustedes están en este sentido mejor
que nosotros los médicos, porque subliman la
transferencia en la religión y en la ética, cosa que
no se logra fácilmente con los inválidos de la
vida» .
65 Cinco lecciones sobre psicoanálisis (1910), en Psicología colectiva
y análisis del yo (Payot, París 1950) p.171; S. É, 11,50.
66 Carta Pfístar del 9 de cctabre de 191S: o.c.,
b7 Carta a Pfister del 9 de febrero de 1909: o.c., p.46.
68 Carta a Pfister del 5 de junio de 1910: o.c., p.75-76.
II. UN PROBLEMA PERSONAL
DE FREUD

Un instrumento que no toma partido


Jones, que es toda una autoridad como biógrafo
de Freud, señala que, por «incrédulo» que éste
fuera ‘—y lo era ya antes de su adolescencia 2—,
«toda la vida le llamaron la atención las creencias
religiosas de las demás personas». De ahí «su in­
cansable afán de encontrarles explicación» 3. Y aña­
de: «Hay que tener en cuenta que esta actitud
es muy anterior a sus investigaciones psicológicas,
las cuales, por consiguiente, nada tienen que ver
con ello» 4.
El propio Freud tiene buen cuidado de declarar
al pastor Pfister:
El psicoanálisis en sí no es ni religioso ni irre­
ligioso. Es un instrumento que no toma partido;
pueden usar de él religiosos y seglares, siempre
que sea únicamente al servicio de seres enfermos
1 En Un acontecimiento de la vida religiosa (1928), Freud se presenta
a sí mismo como un «judío infiel» (traducción de Marie Bonaparte, pu­
blicada como un anejo a El porvenir de una ilusión p.190 (Denoél et
Stelle, París 1932). Este «acontecimiento de la vida religiosa» se titula
en alemán Eine religióse Erlebnis, y se encuentra en la S. E. vol.21
p.170.
Jones asegura que Freud «pasó por la vida», del comienzo al fin,
como un «ateo natural» (a natural ateist), y añade que esto «no necesita
explicación» (o.c.). Después veremos que esta afirmación de Jones pa­
rece exagerar y que el propio Jones no es tan categórico cuando habla
de los puntos de vista de Freud respecto al ocultismo (t.3 p.375-407).
2 Cf. Jones, o.c., t.3 p.351. «Fue toda la vida un ateo convencido»
(Jones, t.l p.33).
3 «Como si fueran pocos problemas los que el mundo nos plantea ya,
hete aquí que tenemos que enfrentarnos con el de saber de qué manera
los que tienen fe han podido adquirirla y de dónde saca la fe ese su
poder, capaz de vencer a la razón y a la ciencia» (Moisés y el monoteís­
mo. Trad, de Anne Berman [Gallimard, 1948]; S. E. 23,123).
4 Ib., p.351.
128 II. Un problema personal de Freud

para liberarles de sus sufrimientos. Bien siento


yo no haber tenido en cuenta la extraordinaria
ayuda que el método psicoanalítico es susceptible
de aportar a la curación de las almas; pero eso
se debe, sin duda, a que, como soy un condenado
hereje, todo este sector del pensamiento me es
ajeno s.

En El porvenir de una ilusión leemos:


Nada de cuanto aquí digo contra el valor real
de la religión ha tenido necesidad del psicoaná­
lisis ; todo eso ya lo habían dicho otros mucho
antes de que hubiera psicoanálisis. ¿Que pode­
mos, aplicando los métodos psicoanalíticos, ha­
cernos con un argumento contra la verdad de la
religión?, tant pis (en francés en el texto) para
la religión. A su vez, los defensores de la reli­
gión tendrán igual derecho a servirse del psico­
análisis para valorar debidamente toda la impor­
tancia afectiva del credo religioso 6.

Freud no pretende tampoco apoyar la validez


del psicoanálisis aplicándolo a la religión: el psi­
coanálisis surge y se «verifica» en la experiencia
clínica. En su estudio sobre un caso de posesión
diabólica de un pintor del siglo xvii escribe:
No es, además, de ninguna manera mi inten­
ción utilizar este caso como una prueba de la va­
lidez del psicoanálisis. Lo que hago es dar por
5 Carta de Freud a Pfister del 9 de febrero de 1909, en la traducción
que ofrece la Correspondencia de Sigtnund Freud con el pastor Pfister
(Gallimard, 1966) p.47. Esta carta está traducida en el tomo II de Jones
(p.464); en vez del «aportar a la curación de las almas» se traduce allí
así: «Capaz de aportar al trabajo de los sacerdotes». Véase también la
carta de Freud a Putnam del 8 de julio de 1915 (trad, franc. en Sigmund
Freud, Correspondencia [Gallimard, 1966] p.332). Véase también, en
las Nuevas conferencias sobre el psicoanálisis (1933), la última confe­
rencia: «Una concepción del universo», y principalmente aquello de
que «el análisis no está de ninguna manera capacitado para elaborar una
concepción peculiar del mundo, sino que tiene que acomodarse a la que
la ciencia le ofrece» (Gallimard, 1936, p.216; S. E. 22,158).
6 El porvenir de una ilusión p.99-100; S. E. 21,37.
«Una orden de mis conexiones inconscientes» 129
admitido el psicoanálisis y servirme de él para es­
clarecer la enfermedad demonológica del pintor ’.
Da la impresión de que podemos hacer extensiva
esta postura a todos los estudios de Freud sobre
la religión.
Queda, pues, bien sentado que los puntos de vis­
ta de Freud respecto a la religión son anteriores a
su descubrimiento del psicoanálisis. Más aún, aqué­
llos no están necesariamente vinculados a éste, y
así Freud, para probar la validez del psicoanálisis,
no necesita aplicarlo a los problemas religiosos.

«Una orden de mis conexiones inconscientes»


¿Por qué entonces, desde tanto tiempo atrás, esa
preocupación incesante, ese investigar tanto, ese
publicar tantas obras sobre la religión, siendo éste
un terreno tan distinto del trabajo médico, como
él mismo escribe a Jones el 9 de agosto de 1911?
(Tótem y tabú saldrá dos años más tarde). Leemos,
en efecto, en la obra de Jones:
Le (i.e., a Ferenczi, el 1 de enero de 1910)
comunica, como de pasada, que la noche anterior,
última del año 1909, en uno de esos momentos
en que las ideas toman un cariz serio, estuvo pen­
sando en la significación de la religión: «Que,
a fin de cuentas, descansa sobre la impotencia in­
fantil del género humano». Pero agrega: «Es
éste un punto que no me propongo explorar».
Del asunto no volverá a ocuparse hasta agos­
to de 1911, en que anuncia que se mete con un
trabajo que puede le vaya a ocupar durante va­
rios años: «La psicología de la fe y de las ata­
duras religiosas. Sé que, habida cuenta de mi
7 Una neurosis demoniaca en el siglo XVII. Trad, franc. publicada en
Ensayos de psicoanálisis aplicado (Gallimard, 1933) p.227; S. E. 19,84.

Ereud y la reí. 9
130 II. Un problema personal de Freud
trabajo (quiero decir, el trabajo médico), me meto
en un terreno escabroso; pero se trata de una or­
den recibida de mis conexiones inconscientes» “.
¿De dónde salen esas «conexiones inconscientes»
y sus imperativos? Sin duda que algo tienen que
ver con ello hechos tan importantes de su infancia
como el pertenecer a la raza judía, el haber sido
educado por padres creyentes (que habían prescin­
dido de las observancias referentes a la alimenta­
ción, entre otras) y la influencia (hasta los dos años
y medio) de una «nana» católica, etc.9 A lo que po­
demos añadir, tocante al catolicismo, el hecho de
vivir en la católica Austria, bajo un régimen «cé-
saro-papista» y en el que tanto su padre como él
tuvieron que aguantar bromas pesadas e injusticias
originadas por el antisemitismo.
Pero no pertenece a nuestra tarea el análisis de
las influencias que la infancia de Freud haya podi­
do tener en su actitud religiosa. Nos basta con to­
mar buena nota de que, si Freud se metió en este
terreno «escabroso», lo hizo por orden de sus «co­
nexiones inconscientes». Tal confesión nos incita
a buscar en los escritos de Freud los síntomas de
esas motivaciones inconscientes y así comprender
mejor lo que dice de la religión.
8 Citado en Jones, o.c., t.2 p.372-373. Estas «conexiones inconscientes»
acaban de ser analizadas por Luis Beirnaert, Introducción al psico­
análisis freudiano de la religión: Études (febrero 1968) 200-210.
9 Cf. Jones, o.c., t.l p.6 y 21. Acerca de la atmósfera religiosa en que
transcurrió la infancia de Freud, véase el capítulo II de Jones (t.l).
Jones (en el t.3 p.349-350) creemos que niega con demadíada rapidez y
ligereza el papel de esta «nana» católica en la actitud posterior de Freud
respecto a la religión. El autoanálisis al que Freud se sometió muestra,
por el contrario, la importancia de este hecho, que Freud confía a Fliess
en sus cartas del 3 de octubre de 1897 y del 15 de dicho mes (cf. Sig-
mund Freud, Nacimiento del psicoanálisis [P. U. F., 1956] p.193-197).
Véase a este respecto el penetrante análisis de Gregory Zilboorg en
freud and Religión (The Newman Press, 1958), recogido también en
su obra postuma Psicho-analisis and Religión (1962) p.201-202.
lnmovilismo 131

lnmovilismo
Su interpretación de la religión no ha de variar
nunca en lo esencial. En cambio, no cesó de evo­
lucionar en sus «hipótesis» metapsicológicas. Este
excepcional inmovilismo nos parece problemático;
se trata de una postura en la que, en junio de 1938
(año y medio antes de su muerte), Freud se re­
afirma:
Ahora, como entonces, dudo de mi propio tra­
bajo y, contrariamente a lo que a un autor debe
pasarle, no me siento en estrecha comunión con
mi obra. No quiere esto decir que no esté yo
convencido de la exactitud de mi deducción,
pues desde hace un cuarto de siglo, desde Tótem
y tabú, no he cambiado de opinión. Todo lo con­
trario, mis convicciones no han hecho más que
afirmarse. Sigo estando persuadido de que los
fenómenos religiosos son comparables a los sín­
tomas neuróticos individuales, síntomas que nos
son bien conocidos como reanudaciones de acon­
tecimientos importantes, hace tiempo olvidados,
acaecidos en el curso de la historia primitiva de
la familia humana. Es justamente de este origen
de donde esos fenómenos arrastran su carácter
obsesivo y es a la parte de verdad histórica que
contienen a lo que deben su influencia sobre los
hombres 10.

Si duda, es únicamente de su interpretación


del monoteísmo. Freud, en efecto, continúa di­
ciendo:
Sólo a propósito del ejemplo que escogí, el
del monoteísmo judío, es cuando hace su apari­
10 Moisés y el monoteísmo. Trad, franc. (Gallimard, 1948) p.90;
S. E. 23,58.
132 II, Un problema personal de Freud
ción mi incertidumbre. Yo me pregunto enton­
ces si he logrado demostrar mi tesis. Mi sentido
crítico me dice que este trabajo sobre Moisés se
puede comparar a una bailarina danzando de
puntas 11

Vacilaciones y miramientos
¡Cuántas dilaciones, cuánto recelo, cuánto reco­
menzar, cuánto miramiento, cuántas dudas acerca
de este Moisés!, y, a la vez, ¡qué decisión de pu­
blicarlo pese a todo! En 1935 escribía a Lou Sa­
lomé:
Por lo demás, las bases históricas de mi Moi­
sés no son suficientemente sólidas para servir de
fundamento a mi inestimable parcela de penetra­
ción (my invaluable piece of insight). Por lo
tanto, guardo silencio. Basta con que pueda yo
mismo creer en la solución de un problema que
me ha perseguido a lo latgo de toda mi vida 12.
Ya no estaba satisfecho de su El porvenir de
una ilusión. Lo sabemos por su correspondencia
con Ferenczi:
Ahora se me hace ya (El porvenir de una ilu­
sión) pueril (childish). En lo fundamental pienso
de otra forma. Además, como obra, me parece
pobre en sus análisis e incompleta en lo que tie­
ne de confesión personal13.
No había ido, pues, hasta el fondo de su pensa­
miento. ¿Fue por culpa de los «miramientos» a los
“ Ib., p.30-31; S. E. 23,58.
13 Carta a Lou Salomé del 6 de enero de 1935, citada en Jones, o.c.,
t.3 p.194. El 30 de septiembre de 1934, Freud escribe a Arnold Zweig
y le habla de su trabajo, ya emprendido, sobre Moisés. En dicha carta
le anuncia que la obra iba a tener tres secciones: «la primera, románti­
camente interesante; la segunda, muy trabajada y aburrida; la tercera,
llena de motivos de satisfacción y pretenciosa» (Jones, t.3 p.193).
13 Carta a Ferenczi del 23 de octubre de 1927, citada en Jones, t.3
p.138.
Vacilaciones y miramientos 133

que se había creído obligado por respeto a algunos


de sus discípulos y amigos que él sabía eran «cre­
yentes»? Nos acordamos especialmente de Put-
nam 14 y del pastor Pfister. A este último, por ejem­
plo, con ocasión de comunicarle el envío próximo
de El porvenir de una ilusión, le escribió lo si­
guiente:
En las próximas semanas va a salir un folleto
cuyo contenido le toca a usted de cerca. Hace mu­
cho que quería escribirlo. Una y otra vez me
contuve, en atención a usted. Pero el acicate se
hizo irresistible. Trata el folleto—fácil es adivi­
narlo—de mi actitud de total repulsa en mate­
ria de religión, y ésta en todas las formas que
se presenta, incluso las degradadas. Aunque ello
no sea para usted una novedad, con todo, temía
que semejante confesión pública le resultara pe­
nosa. Dígame en qué medida puede usted seguir
siendo comprensivo y tolerante con este hereje y
este impío '5.
Ya en Tótem y tabú confiaba a sus amigos ha­
ber «introducido algunos pasajes lenitivos » 16. Po­
demos, pues, pensar que a lo largo de toda su
vida se preocupó de tener en cuenta a «mi gran
número de colaboradores (fellow-workers), éntrelos
que hay algunos que no comparten ni en lo más
mínimo mi actitud hacia el problema religioso» ”.
14 Habría que citar aquí la carta entera de Freud a Putnam del 8 de
julio de 1915 (se la puede encontrar en Sigmund Freud, Correspondencia
[Gallimard, 1966] p.331-333). De Putnam dice en Mi vida y el psico­
análisis: «Vimos allí a J. Putnam, el neurólogo de Harvard, quien, pese
a sus años, se entusiasmó con el psicoanálisis, por cuyo valor cultural
y pureza de intención se pronunció abiertamente, con todo el peso de
su autoridad, aceptada por todos. La única dificultad que encontramos
fue la pretensión de este hombre extraordinario—orientado preponde-
rantemente, por una tendencia obsesiva, hacia lo ético—de vincular el
psicoanálisis a un sistema filosófico concreto, poniéndolo al servicio de
tendencias moralizadoras» (Gallimard, 1949, p.81). Véase también S. E.
18,269-270.
15 Carta a Pfister del 16 de octubre de 1927 (o.c., p.162).
16 Citado por Jones (o.c., t.2 p.377).
X7 El porvenir de una ilusión p.99; S. E. 21,36.
134 II. Un problema personal de Freud

Los miramientos con algunos de sus amigos han


jugado, por lo tanto, un indudable papel en el re­
traso de la publicación de sus obras sobre la reli­
gión, así como en el caso de determinados pasajes
«lenitivos», determinadas «debilidades analíticas»
y determinadas «lagunas como confesión personal».
Igualmente ha tenido que jugar el temor de agra­
var la animosidad contra su persona y su psicoaná­
lisis. Pero el «acicate» de sus «conexiones incons­
cientes» fue demasiado fuerte, al igual que ocurrió
en el plano consciente con la honestidad científica
y la energía de carácter de Freud. Una y otra eran
ciertamente necesarias para atreverse a publicar su
Moisés en plena persecución nazi contra los ju-
dios .
Tras ese respeto de Freud a las opiniones de
sus amigos ”, creo que hay un propósito (estéril) de
comprenderlas, una inquietud, un temor, si no de
equivocarse, sí, al menos, de no ver más que un
aspecto de los problemas religiosos 18
20. A todo tran­
19
ce hay que creerle cuando escribe:
Como, de hecho, hemos recurrido a argumen­
tos teóricos para admitir su existencia (la del ins­
tinto de la muerte), tenemos que conceder que
no está ya del todo al abrigo de objeciones teó­
ricas. En todo caso, nos parece que, en el estado
actual de nuestros conocimientos, responde bien
a la realidad. Las investigaciones e interpretacio­

18 Su Moisés y el monoteísmo comienza en estos términos: «Privar a


un pueblo del hombre que celebra como el más grande de sus hijos cons­
tituye una ingrata tarea que no se puede llevar a cabo alegremente. Mas
ninguna consideración, sea de la clase que sea, podrá inducirme a que,
en nombre de un pretendido interés nacional, me olvide de la verdad»
(o.c., p.9; S. E. 23,7).
19 Para con algunos, como Jung, se trata de no querer solidarizarse
con ellos en lo que Pfister llama la «mermelada espiritual» (cf. carta
de Pfister: o.c., p.134, del 10 de julio de 1922).
20 Nos remitimos de una vez para siempre a su correspondencia con
Pfister y Putnam.
Prejuicios 135
nes que vengan después aportarán sin género de
duda la luz definitiva 2‘.

Tenemos que creerle también, admirando su exi­


gencia de verdad científica, cuando escribe en su
Moisés:
Una probabilidad, por muy seductora que apa­
rezca, será incapaz de preservarnos del error,
pese a que todos los datos del problema parez­
can tan bien ajustados como las piezas de un
puzzle. Hay que recordar que lo verosímil no es
siempre lo verdadero, y que lo verdadero no
es siempre verosímil. En fin, no es nada tentador
verse clasificado entre los escolásticos y los tal­
mudistas, que se contentan con ejercitar su inge­
nio, sin preocuparse del grado de verdad de sus
proposiciones.
Pese a tales argumentos, válidos hoy como en­
tonces, y pese a un conflicto interior, me decido
a continuar mi primer ensayo. Tampoco esta vez
podrá tratarse de un todo, ni siquiera de la par­
te más importante de ese todo 22.

Prejuicios
Confiamos en no caer en una interpretación ten­
denciosa si juzgamos que las motivaciones cons­
cientes e inconscientes de Freud, cuando se pone
a escribir sobre la religión, son muy complejas y
conflictivas. De ahí, indudablemente, proceden su
falta de información y sus prejuicios en torno a la
Iglesia católica, que, a su modo de ver, es una
«enemiga» 23.
21 Malestar en la civilización. Trad, de Odier en «Revue Fran?aise de
Psychanalyse» 4 (1934) 745-746; S. E. 21,121-122.
22 Moisés y el monoteísmo p.28; S. E. 23,17.
23 Ib., p.86-87; S. E. 23,55: «La Iglesia católica..., enemiga impla­
cable de la libertad de pensamiento y de los progresos de la razón»
(ib.). Véase principalmente lo que dice de la Iglesia católica y del ejér-
136 II. Un problema personal de Freud

Lo que ocurrió es que le hicieron sufrir como


judío los austríacos católicos, y él atribuyó a su
catolicismo lo que no eran más que miserias huma­
nas. En su autobiografía no oculta que:
La universidad, en la que ingresé en 1873, me
produjo de entrada algunas amargas decepciones.
Me encontré allí con este extraño requisito: te­
nerme que sentir inferior y excluido de la na­
cionalidad de los demás por ser judío... Pero, a
la vez, una consecuencia de estas primeras im­
presiones de la universidad, que más tarde tuvo
su importancia, fue la de familiarizarme pronto
con mi destino de figurar en la oposición y estar
en entredicho respecto a lo que es una «mayoría
compacta». De este modo me fui formando en
una cierta independencia a la hora de opinar2i.

Más tarde (en 1934), el temor a cómo fuera


a reaccionar la Iglesia le obligará a mantener en
secreto su Moisés, aun cuando la oposición «cató­
lica» no atacaba más que en nombre de la etnología
lo que él mismo llamaba entonces su «novela his­
tórica». Comentándole a Arnold Zweig la tercera
parte de su Moisés, escribió que éste
aporta algo nuevo y fundamental a los profanos
(se supone que en psicoanálisis), aunque nada
nuevo para mí después de Tótem y tabú. Y lo
que tales profanos piensen es lo que hace man­
tener en secreto este ensayo que ya he termina-

cito, «masas artificiales», en Psicopatologia de la vida cotidiana (Payot,


1948) p.40; S. E. 18,93. (N. del T.—En la edición española citada an­
teriormente, esta expresión «masas artificiales» aparece en la obra Psi­
cología de las masas 1 p.1139.)
24 Mi vida y el psicoanálisis p.12-13; S. E. 20,9. De ahí, sin duda,
su inclinación a la provocación. Ya cuando redactaba La ciencia de los
sueños había confiado a Flíess lo siguiente: «Estoy sumergido en mí
trabajo sobre los sueños, redactándolo a toda velocidad, mientras me
divierto interiormente al pensar en los aspavientos a que van a dar lugar
las indiscreciones y atrevimientos que contiene» (Nacimiento del psico­
análisis p.217).
Prejuicios 137

do. Y es que vivimos en una atmósfera estricta­


mente católica hasta tal punto, que se dice que
la política de nuestro país está hecha por un tal
padre Schmidt, confidente del Papa y hombre que,
por desgracia, trabaja en investigaciones de etno­
logía y religión. En su libro no oculta su horror
hacia el psicoanálisis y, en particular, hacia mi
teoría del tótem25.
Sea lo que sea de tales temores y de los funda­
mentos que puedan tener, sentimos mucho des­
cubrir en Freud faltas de información y abundan­
cia de prejuicios. Traeremos a colación algunos
ejemplos.
Con respecto a la intolerancia:
Lo que pone de manifiesto el desarrollo de
esta presunta descomposición de la masa creyen­
te no es el temor, que no tendría razón de ser,
sino la hostilidad hacia otras personas, impulsos
estos que hasta entonces no pudieron exteriori­
zarse, gracias al amor común bajo el cual Cristo
reunía a todos los hombres. Pero, incluso duran­
te el reino de Cristo, hay personas que no se en­
cuentran vinculadas por tales lazos: me refiero
a los que no forman parte de la comunidad de
los creyentes, los que no aman a Cristo y no son
amados por él. Por lo tanto, una religión, pese a
que se califique de religión del amor, tiene que
ser dura y desalmada con los que no pertenez­
can a ella. En el fondo, cada religión es una re­
ligión de amor para aquellos que reúne bajo su
égida y, en cambio, cruel e intolerante con los
que no la aceptan.
Pese al perjuicio que personalmente se sufra,
no debemos reprochar demasiado al creyente su
crueldad e intolerancia. Los incrédulos y los in-

25 Citado en Jones, t.3 p.193.


138 II. Un problema personal de Freud
diferentes están psicológicamente autorizados a
mostrarse ajenos a tales sentimientos. Si esta in­
tolerancia no reviste hoy ya aquella violencia y
crueldad que en otras ocasiones la había caracte­
rizado, erraríamos viendo en ello una consecuen­
cia de la mitigación de las costumbres del hom­
bre, pues donde hay que encontrar más bien las
causas es en un indiscutible debilitamiento de los
sentimientos religiosos y de los consiguientes la­
zos libidinosos 26.
Freud acusa a la religión de rebajar los valores
de la vida y de la inteligencia y, por lo tanto, de
falsificar la imagen del mundo al imponer por
fuerza esos criterios y de mantener de este modo
a los hombres en un infantilismo psíquico 27, que
llega incluso a incurrir en insinceridad y bajezas
intelectuales2’.
En El porvenir de una ilusión se coloca un opo­
nente cuyos argumentos no sobrepasan el nivel de
la más tosca apologética (¡la de la época! ). El pro­
pio Freud resume las tres razones que esgrime su
fingido opositor para sostener sus creencias.
26 Psicología colectiva y análisis del yo, en Ensayos de psicoanálisis
(Pavot, 1948) p.109-110: S. E. 18,98.
27 Malestar en la civilización p.701 y 712; S. E. 21,74 y 84-85. Ten­
dríamos también que citar largos—y pesados—pasajes de la última «con­
ferencia» de sus Nuevas conferencias sobre el psicoanálisis (1933), cuya
primera parte es un ataque contra la religión, que —¡es una pena!—nos
da la impresión de situarse a la altura de los panfletos de la Unión ra­
cionalista. Según Freud, la religión «prohíbe pensar» (Gallimard, 1936,
p.233-234; S. E. 22,171), y lucha, de miedo que le tiene, contra la cien­
cia (passim). La filosofía y el marxismo, por su parte, no reciben me­
jor trato. Y todo esto en nombre de esa «dictadura» (sic) del espíritu
científico y de la razón, propugnada por Freud (p.234; S. E. 22,171).
La enemiga de Freud contra la religión se manifiesta sin reservas en esta
ocasión. Llega incluso a escribir: «Estamos convencidos de que es con­
veniente dar totalmente de lado a la parte de verdad que pueda haber
en la religión» (p.228-229; S. E. 22,168).
28 «En cuanto entra en juego la religión, los hombres caen en toda
clase de insinceridades y bajezas intelectuales» (El porvenir de una ilu­
sión p.87; S. E. 21,32). En este mismo sentido está escrita la carta que
cita Jones: un profesor de un colegio religioso de los Estados Unidos
le había escrito expresándole su admiración; Freud le contestó: «De
todas maneras, lo que usted dice es una prueba aplastante de que la teo­
logía no ha echado a perder (datnaged) su libertad de pensamiento»
(Jones, t.3 p.192).
Prejuicios 139
Preguntémonos en qué apoyan (estas creen­
cias) su derecho a que las aceptemos. Recibire­
mos por respuesta estas tres, que casan mal entre
sí: en primer lugar, merecen crédito porque
nuestros más primitivos antepasados ya pensaban
así; en segundo lugar, contamos con pruebas,
procedentes precisamente de esas remotas épo­
cas que han llegado hasta nosotros; en tercer
lugar, está prohibido, en todo caso, plantear la
cuestión de su autenticidad2’.

Esto es salirse por la tangente.


Otro prejuicio: las religiones ignoran por com­
pleto la historia de su desarrollo a través de los
tiempos y a lo largo de las civilizaciones:
El que esas cosas le produzcan extrañeza pue­
de deberse, en parte, al hecho de que se acos­
tumbra a presentar este patrimonio de ideas re­
ligiosas como si se tratara de una revelación di­
vina. Esto es en sí ya una parte del sistema reli­
gioso, que significa dejar a un lado la manifiesta
evolución histórica de tales ideas y sus variantes
a través de las diferentes épocas y diversas civi­
lizaciones 3°.

Con respecto al clero, los prejuicios de Freud


son de tal naturaleza, que hay que tomarlo a risa.
En una carta abierta acerca de la información sexual
de los niños leemos:
En los países que han puesto la educación to­
tal o parcialmente en manos del clero será, na­
turalmente, imposible pedirla (dicha informa­
ción). Un sacerdote no podrá nunca admitir que
hombres y animales sean de la misma naturaleza,
ya que no le es posible prescindir de la inmorta-

23 El porvenir de una ilusión p.69; S. E. 21,26.


30 Ib., p.56; S. E. 21,21-22.
140 II. Un problema personal de Freud
lidad del alma, principio necesario como base de
los preceptos morales31.

En dos cartas a Pfister se refiere a los sacerdo­


tes en unos términos que revelan claramente su
actitud. A Pfister, que le daba las gracias por el
envío de El análisis por los que no son médicos
(1926), le dice:
Se trata esencialmente de una obra polémica
y de circunstancias. De otra manera no hubiera
yo admitido el empleo del análisis en el cuidado
de las almas. Bien que pensé en ello; mas en el
Austria católica, un «eclesiástico» que emplee el
análisis es algo absolutamente inconcebible, por
lo que no he querido enredar más la cuestión.
Mis argumentos, además, no habrían ganado
fuerza, pues la respuesta hubiera sido ésta: si
esos señores eclesiásticos quieren aplicar el aná­
lisis, nosotros nada tenemos que ver con eso; que
vayan a pedirle autorización a su obispo. Ya sé
que en Alemania existe un análisis católico, pero
en Austria eso apenas si sería posible32.
Dos años más tarde Freud hace a Pfister esta
confidencia:
Ignoro si usted ha caído en la cuenta de que
existe un vínculo secreto entre El análisis por
los que no son médicos y La ilusión. En uno
quiero proteger el análisis contra los médicos;
en el otro, contra los sacerdotes. Querría yo asig­
narle un estatuto inexistente todavía; el estatu­
31 The Sexual Enlightenment of Children (1907); S. E. 9,139. Y esto:
«Los hombres, en la época en que la religión era reina y señora..., se
pusieron de acuerdo para transformar las prescripciones religiosas de es­
tos preceptos. Por su parte, los sacerdotes, cuya misión era la de velar
por la observancia de la religión, se hacían medio cómplices suyos. La
bondad de Dios era el dique de su justicia. Así es que, en pecando,
se llevaban ofrendas al altar o se hacía penitencia, y vuelta a pecar si
se quería» (El porvenir de una ilusión p.102; S. E. 21,37-38).
32 Carta a Pfister del 14 de septiembre de 1926 (o.c., p.156).
El ocultismo 141
to de pastores de almas seculares, que no necesi­
tarían ser médicos y no podrían ser sacerdotes 33-
Hay en la actitud de Freud hacia la religión, y
hacia la Iglesia católica en particular, una evidente
hostilidad que explica, sin lugar a dudas, su alergia
a informarse un poco mejor. Es especialmente pe­
noso ver cómo Freud no contesta a su amigo el
pastor Pfister cada vez que éste le echa en cara su
desconocimiento del cristianismo 34 o hace profesión
de evangelismo 35. Su único amigo, íntimo y fiel, no
consiguió que diera Freud audiencia a su testimo­
nio de un cristianismo más auténtico de lo que
Freud pensaba.
Al no haberse informado Freud en el pastor
Pfister, ¿habrá podido ilustrarse gracias a sus pa­
cientes? Eso que hubiera sido, desde luego, lo
menos indicado y seguro, era imposible, al menos
si damos crédito a lo que confía a Pfister: «Nues­
tra clientela, sea cual fuere su origen racial, es irre­
ligiosa», y añade: «la mayor parte de nosotros lo
somos también de un modo absoluto y radical» 3S.

El ocultismo
Así, pues, Freud, verdaderamente, apenas si
trató de informarse con seriedad acerca de la «reli­
gión» antes de lanzarse a emitir juicios y escribir
33 Carta a Pfister del 25 de noviembre de 1928 (o.c., p.183).
34 Pfister le escribe (20 de febrero de 1928: o.c., p.178): «Lo que usted
emplea para sustituir a la religión son, sustancialmente, las ideas de
las luces, del siglo xviii, arrogantemente revisadas y puestas al día». La
respuesta de Freud (del 26 de noviembre de 1927) calla en este punto.
35 Pfister le escribe (20 de febrero de 1928: o.c., 178): «La diferencia
está, sin duda, en el hecho de que usted ha crecido rodeado de formas
patológicas de religión, y da la casualidad de que usted las considera
como «la religión». En cambio, yo he tenido la suerte de haber podido
acogerme a un tipo de religión libre, que es para usted un cristianismo
hueco, mientras para mí significa el núcleo sustancial del evangelismo».
Cuatro días más tarde, Freud le contesta refiriéndose a otros asuntos,
pero no a éste (o.c., p.178-179).
36 Carta a Pfister del 9 de febrero de 1909 (o.c., p-47,'.
142 II. Un problema personal de Freud

sobre ella, cosa que no se compadece bien con sus


hábitos de honestidad científica. Sin embargo, a lo
largo de toda su vida no paró de publicar cosas
sobre estos temas, y no solamente sobre la religión
propiamente dicha, sino también sobre la supers­
tición, la telepatía y el ocultismo en general.
Semejante interés por el ocultismo 37, ¿no será
acaso un «desplazamiento» de su angustia religiosa?
Sea lo que fuere, el interés de Freud por el ocul­
tismo y las fluctuaciones y divergencias de su acti­
tud pública y privada en este punto merecen que
detengamos un momento nuestra atención en ello.
Jones habla de una «exquisita oscilación» de Freud:
La actitud de Freud con respecto al ocultismo
tiene particular interés para su biógrafo, porque
ayuda a la comprensión de su genio mejor que
cualquier otro tema... En dicha actitud hallamos
una exquisita oscilación (an exquisita oscilla-
tion) entre el escepticismo y la credulidad, tan
llamativa, que cabe la posibilidad de citar tan­
tas pruebas en favor de su duda de las creen­
cias ocultas como en favor de su adhesión a
ellas 3‘.
La lectura de este capítulo de Jones ayuda a com­
prender esta actitud «no entusiasta y ambivalente»
como el propio Freud la presenta, especialmente
en lo que se refiere a su superstición de los nú­
meros 39 y a la telepatía.
37 El capítulo íntegro que Jones ha dedicado a este tema es profun­
damente revelador (t.3 p.375-407).
38 Jones, t.3 p.375.
39 A causa de su «superstición» de los números, Freud estaba seguro
de que iba a morir en 1917 o en 1918, cosa de la que hablaba con fre­
cuencia (cf. Jones, t.3 p.389-390). Véanse también sus interpretaciones de
sus sueños personales, en los que los números juegan frecuentemente un
papel, así como la siguiente declaración, hecha en Psicopatologia de la
vida cotidiana: «Encuentro, además, en las manipulaciones inconscientes
de los números, una tendencia a la superstición cuyo origen desconocí du­
rante mucho tiempo» (o.c., p.290; S. E. 6,250). En un pasaje interfoliado
El ocultismo 143
Con sus amigos íntimos se muestra más «cre­
yente» que en público 10 y, en consideración a sus
amigos «incrédulos», le da fatiga tener que justifi­
carse de lo que él llama su «ilogismo aparente»
(apparent inconsistency) 41 y de sus prejuicios favo­
rables a la telepatía 42. Escribe a Jones (7 de marzo
de 1926): «Diga usted con toda tranquilidad que
mi conversión a la telepatía es asunto mío privado,
como lo es el hecho de que yo sea judío, el que
me apasione el fumar», etc.43 Pero en sus escritos
sobre ese tema se muestra mucho más reservado44.
No de otra forma se expresa en Los sueños y la
telepatía (1922):

Puedo asegurar que me daría una gran satis­


facción poder convencerme a mí mismo y a los
demás de la evidencia irrefutable de que exis­
ten procesos telepáticos45.

del manuscrito de esta obra, y que no se publicó, leemos: «Mi propia


superstición hunde sus raíces en la ambición borrada (inmortalidad) y,
en mi caso, ocupa el lugar de la ansiedad que provoca la idea de la
muerte, nacida de la incertidumbre normal de la vida» (S. E. 6,260 n.3).
Véase también Tótem y tabú p.121; S. E. 6,250.
40 Cf. Jones, t.3 p.397.
41 Cf. Jones, t.3 p.395.
42 Escribe Jones: «Me arriesgué a reprocharle su inclinación a acep­
tar las creencias ocultas, tomando como base pruebas poco sólidas. Pues
bien, su respuesta fue la siguiente: «Tampoco a mí me acaba de gustar,
pero dentro de todo esto hay algo de verdad» (but tbere is some truth
in it); frase ésta en la que salen a relucir las dos facetas de su manera
de ser» (Jones, t.3 p.381).
43 Jones, t.3 p.395-396.
44 Tales escritos son bastantes en número: además del último capí­
tulo de Psicopatología de la vida cotidiana (1901): S. E. 6,239-279, po­
demos citar: Psychoanalysis and Telepathy (1921; publicado en 1941):
S. E. 18,175-193; Dreams and Telepathy (1922): S. E. 18,195-220; Tbe
Occult Significance of Dreams (1925): S. E. 19,135-138; Dreams and
Occultism (1925): S. E. 22,31-56, que se publicó posteriormente como
un capítulo de las Nuevas conferencias sobre el psicoanálisis (Galli-
mard, 1936).
45 Dreams and Telepathy: S. E. 18,204. En Sueños y ocultismo, Freud
no oculta que «puede también que haya en mí una secreta inclinación a
acoger favorablemente el que se produzcan fenómenos ocultos» (o.c.,
p.75). En El análisis por los que no son médicos (traducido al francés
por Marie Bonaparte, bajo el título de Psicología y medicina, en Mi
vida y el psicoanálisis, Gallimard, 1949) escribe: «A nadie puedo yo pa­
recer sospechoso de tener gran fe en los fenómenos espiritistas o de
necesitar urgentemente que se les acepte. Ahora bien, tales medidas no
144 II. Un problema personal de Freud

Parece que es una experiencia personal la que


evoca en Delirios y sueños en una obra literaria:
La Gradiva de Jensen (1907):
A un hombre que se precie de racional y cien­
tífico puede darle vergüenza descubrir cuán fá­
cilmente es posible, por un instante, volver a
creer en los espíritus bajo el impacto compuesto
de una fuerte emoción y de una sensación de
perplejidad 46.

Jones, al darse cuenta de que incluso en sus es­


critos Freud ha «oscilado» a este respecto, observa
muy bien:
... y, sin embargo, dos años más tarde hubo
otra vez una visible oscilación hacia el sentido
opuesto, y ahí tenemos a Freud de nuevo rodan­
do al borde de una reintegración de sus creen­
cias ocultas. Puede que esta curiosa vuelta haya
que relacionarla con ese notable despliegue
(release) de imaginación y fantasía que le con­
dujo a formular hipótesis sobre los temas más
profundos de la humanidad: la naturaleza de la
muerte y los conflictos entre el amor y el odio,
entre las tendencias constructivas y destructivas
de la vida4'.

Se trata de problemas «religiosos» por excelen­


cia “8, que Freud podía abordar dando un rodeo por
serían capaces de sofocar la atracción que los hombres experimentan por
el misterio» (p.215; S. E. 20,237).
46 Delirios y sueños en una obra literaria, «La Gradiva», de ]ensen
(Gallimard, 1931). La traducción de este pasaje la hemos hecho sobre
el texto inglés (S. E. 9,71).
47 Jones, t.3 p.401. Jones escribe lo siguiente a propósito de las supers­
ticiones: «Es una experiencia corriente el que cuando le preguntamos a
alguien sobre esto nos diga: no, yo realmente no es que crea en esas co­
sas; lo que pasa es que me resulta curioso. Aceptación y repulsa, ambas
son operantes» (Jones, t.3 p.379).
48 El problema de la destrucción y de la muerte plantea el de la su­
pervivencia y el del «destino implacable», temas eminentemente reli­
giosos. Jones indica que Freud perdió en 1923 a su nieto Heinerle, de
cuatro años y medio, del que decía que no había conocido otro niño
El ocultismo 145
el ocultismo. Por ello nos creemos autorizados a
aplicar a los problemas religiosos lo que Jones dice
de la actitud de Freud respecto al ocultismo: «El
anhelo de creer luchaba denodadamente contra su
prevención (warning) de no creer» 4’.
Esta «prevención de no creer» provenía, como
escribe a Pfister, de su «concepción científica gene­
ral del mundo»:
Tiene usted razón al recordar que el análisis
no nos lleva a una nueva concepción del mundo.
No necesita de ello, pues descansa sobre la con­
cepción científica general del mundo, con la que
es incompatible la concepción religiosa del
mundo

Ya en 1928, al tener conocimiento de la reac­


ción de Pfister tras la lectura de El porvenir de una
ilusión, Freud le había escrito:
tan inteligente como él, a la vez que, en otro fugar, dice Jones (t.3
p.196), refiriéndose a Freud: «No he tenido muchas ocasiones de cono­
cer un hombre que ame tanto a los niños». La muerte de su querido
nietecito, al ocurrir cuando hubo de ser operado de cáncer por primera
vez, significó para Freud un golpe terrible. Dice Jones: «Fue la pri­
mera ocasión en que se le vio derramar lágrimas. Más tarde me dijo
que esta pérdida le había afectado de una manera diferente a las otras
que había tenido que sufrir. Si éstas le habían traído penas verdade­
ras, aquélla había hecho morir algo en él para siempre. Debe de haber
afectado a algo muy profundo en su corazón, tocando seguramente fibras
tan remotas de su pasado como la muerte del pequeño Julius de su in­
fancia. Dos años después le dijo a Marie Bonaparte que a partir de esta
desgracia ya no había sido nunca capaz de amar a nadie, reduciéndose
a mantener sus viejas relaciones, y que este golpe había sido para él más
insoportable que su propio cáncer. Al mes siguiente escribió que, por pri­
mera vez en su vida, era víctima de una depresión... Después de esta
muerte ya no había logrado disfrutar de la vida» (Jones, o.c., t.3 p.92).
Sobre la importancia de esta «idea de la muerte» en la vida de Freud
véase igualmente en Jones, t.3 p.279ss; véase también Gregory Zil-
borg, Freud and Religión (The Newman Press, 1958) p.36-40.
49 Jones, t.3 p.406. Este «deseo de creer» no aparece en esta decla­
ración de su Moisés de Miguel Angel: «Traté siempre de resistir la
airada y desdeñosa mirada del héroe. Pero hubo veces que me escurrí
prudentemente fuera de la penumbra de la nave, como si yo fuera de
los de la chusma hacia la que él dirige esa mirada, chusma incapaz de
ser fiel a sus convicciones, que no sabe escuchar ni creer, pero que lan­
za gritos de alborozo cuando se le devuelve el ídolo ilusorio» (en Ensa­
yos de psicoanálisis aplicado [Gallimard, 1933] p.12; S. E. 13,213).
50 Carta a Pfister del 16 de febrero de 1929 (o.c., p.186).
Freud y la reí. 10
146 II. Un problema personal de Freud
Me he dado cuenta con satisfacción del largo
camino que juntos podemos recorrer en el análi­
sis. Considero esa súbita quiebra del pensamien­
to, no analítico, sino científico, en cuanto se toca
a Dios o a Cristo, como una de tantas inconse­
cuencias de la vida, lógicamente indefendible y
concebible únicamente en el plano psicoló­
gico 51.

Esta concepción científica es la que expone con


«fe» a su imaginario opositor de El porvenir de
una ilusión: «Nuestro Dios Logos», dice en dos oca­
siones 53. A este Dios Logos Freud le añade la diosa
Ananké (la Necesidad)53. La «fe», en tales dioses
gemelos de Freud, pugnaba con su insatisfacción
y su afán de encontrarle a la vida humana (y a la
muerte) un sentido que quería poder reducir a una
interpretación analítica. De ahí creemos deriva esa
su actitud ambivalente respecto a la religión y al
ocultismo.

Ambivalencia y desplazamiento
Tal fue, mucho nos lo tememos, el precio que
hubo de pagar por obedecer la orden de sus «co­
nexiones inconscientes», y estamos tentados a apli­
car al propio Freud los principios de su psicoaná­
lisis, especialmente éste:
Mas la característica común tanto a los casos
más benignos como a los más graves, propia tam­
bién, por lo tanto, de los actos fallidos e im­
previstos, reside en que todos los fenómenos en
cuestión, sin excepción que valga, pueden ins-
51 Carta a Pfister del 25 de noviembre de 1928 (o.c., p.181).
52 El porvenir de una ilusión p.147; S. E. 21,54.
53 Véase S. E. 19,168 nota 4. A Logos y Ananké hay que añadir Eros:
«Eros y Ananké se han convertido en los padres de la civilización» (Ma­
lestar en la civilización p.727; S. E. 21,101).
Ambivalencia y desplazamiento 147
cribirse como materiales psíquicos no del todo
reprimidos, de forma que, aunque la consciencia
los ha rechazado, no han perdido totalmente la
posibilidad de manifestarse y expresarse54.

Si es cierto que la ambivalencia de Freud respec­


to a la religión es el síntoma de una angustia «no
del todo reprimida» y que escapa, por lo tanto, a
su autoanálisis, ello es así, sin duda, por el «interés
real» que sentía por estos problemas. ¿No fue aca­
so interpretando uno de sus errores de lectura per­
sonal cuando tuvo ocasión de hacer ver cómo un
síntoma, inexplicable en un principio, se hace acce­
sible al análisis en cuanto el interés real por las
ideas reprimidas disminuye? “
Nos creemos autorizados a preguntar si el inte­
rés «ilógico» de Freud por el ocultismo y su hostili­
dad hacia la religión no sería un «desplazamiento»
de su problema más auténticamente religioso. En­
tendemos la palabra «desplazamiento» en el sen­
tido técnico en que el propio Freud la emplea en
su interpretación de los sueños 5S56.
57
Dos fuerzas antagonistas se encuentran frente
a frente Una de ellas tiende a provocar una
revelación a la que la otra se opone... Los casos
más frecuentes son aquellos en los que el con­
flicto se resuelve por medio de un compromiso:

54 Psicopatología de la vida cotidiana p.321; S. E. 6,279. ¿Cómo no


se aplicó Freud a sí mismo lo que decía en Tótem y tabú?: «Todos los
enfermos obsesivos son, pues, supersticiosos y casi siempre en contra de
sus propias convicciones» (o.c., p.121; S. E. 13,86).
55 Ib., p.310; S. E. 6,270.
56 Los sueños y las neurosis pueden obedecer a idénticos mecanismos:
«Hemos comprobado que en la formación de los síntomas neuróticos y
en la transformación de las ideas latentes en contenido manifiesto de los
sueños son los mismos mecanismos—no nos atrevemos a decir que los
mismos procesos mentales—los que han actuado» (Revisión de la ciencia
de los sueños [1933], primera de las Nuevas conferencias sobre el psico­
análisis [Gallimard, 1936] p.26; S. E. 22,18).
57 Estas fuerzas antagonistas serían, en el caso de Freud, el deseo de
creer y la prevención de no creer, utilizando la expresión de Jones.
148 II. Un problema personal de Freud
la revelación que una de las dos fuerzas intenta
se produce, desde luego, pero se ha endulzado,
se ha desplazado, se ha vuelto irreconocible 5S.

Este «desplazamiento» de los problemas religio­


sos a los del ocultismo explicaría, por lo demás,
la equivalencia que él sitúa entre ambos. ¿No da
de ellos una definición común?
Mística, ocultismo, ¿qué entendemos por estas
palabras? No cuenten con que yo trate de agru­
par bajo definiciones precisas tales conceptos mal
definidos. Todos sabemos de modo general e im­
preciso lo que quieren decir. Se trata de una es­
pecie de «otro mundo», más allá de ese univer­
so luminoso, gobernado por leyes inflexibles, que
la ciencia ha construido para nosotros a’.

Incluso aunque se tratara de un desplazamiento


neurótico, síntoma de la neurosis que Freud habría
sufrido, no vemos en qué aspecto eso quitaría valor
a sus descubrimientos. Todo lo contrario. Freud
tuvo la valiente lucidez de aceptar ese hecho, de
hacerle objeto de su autoanálisis y de salvar el
obstáculo que le impedía avanzar en la comprensión
de las neurosis de sus enfermos 6°.
De ahí sacó la conclusión general—que podemos
aplicarle a él—«de que entre el estado nervioso
58 Revisión de la ciencia de los sueños p.22; S. E. 22,14-15.
59 Sueños y ocultismo (1933), segunda de las Nuevas conferencias so­
bre el psicoanálisis p.44; S. E. 22,31. (La traducción es en parte nues­
tra, ya que la de Anne Berman nos ha parecido excesivamente aproxi­
mativa.)
60 Carta a Fliess del 7 de julio de 1897: «Sigo sin saber lo que me
ha pasado. Algo, salido de las profundidades de mi propia neurosis, se
ha opuesto a que yo progrese en la comprensión de las neurosis» (Naci­
miento del psicoanálisis [P. U. F., 1956] p.187). «Siendo yo algo neu­
rótico», escribe a Fliess el 4 de enero de 1898 (ib., p.215). ¿Podemos
considerar como un síntoma de esta neurosis la lucha feroz sostenida
cuando sus esponsales para evitar casarse en la sinagoga, cuyo ceremo­
nial le horrorizaba? Como para poderse casar en Austria había que per­
tenecer a una «confesión» religiosa, había pensado convertirse al pro­
testantismo, a fin de evitar dichas ceremonias (cf. Jones, t.l p.185).
Ambivalencia y desplazamiento 149
normal y el funcionamiento nervioso anormal no
hay un límite claro y diferenciado» 61, y de que todos
estamos más o menos neuróticos (we are all a
titile neurotic).
Se explicará más tarde con esta observación:
Podríamos decir que, al pasar del estadio pri­
migenio infantil al de persona civilizada, adap­
tada a la vida social, la neurosis no es, por así
decirlo, inevitable. En la mayoría de los casos,
esta crisis neurótica de la infancia parece desapa­
recer por sí sola, pero ¿a que deja siempre hue­
lla incluso en aquellas personas que gozan habi­
tualmente de buena salud? 62

Da la impresión de que el ateísmo de Freud no


ha escapado totalmente a la ambivalencia amor-
odio, o, más exactamente, «sumisión tierna»-hos-
tilidad, que él estudió en el curioso caso de ese
pintor del siglo xvn que buscaba un «padre» en Sa­
tanás y no en Dios:
Sabemos también, por medio de la historia ín­
tima del individuo tal y como el psicoanálisis
nos la revela, que las relaciones con este padre
fueron, tal vez desde el principio, ambivalentes,
o, en todo caso, pronto lo fueron así. Es decir,
comprendían dos corrientes emotivas opuestas:
no solamente un sentimiento de tierna sumi­
sión, sino otro también de hostilidad y desafío.
Esta misma ambivalencia, a nuestro modo de
ver, domina las relaciones de la humanidad con
la divinidad. A través de este interminable con­
flicto entre la nostalgia del padre, por un lado,
61 Psicopatologia de la vida cotidiana p.320; S. E. 6,278. Un des­
arrollo de este tema lo encontramos en la obra de Sigmund Freud y
William C. Bullit E7 Presidente Tibornas Woodrow WUson. Retrato
psicológico (Albín Michel, París 1967) p.17-19.
62 Psicoanálisis y medicina p.175; S. E. 20,215.
150 II. Un problema personal de Freud
y el temor y el desafío filial, por otro, hemos
podido explicar importantes características y evo­
luciones decisivas de las religiones 63.

Desde este ángulo cabría interpretar la induda­


ble hostilidad de Freud contra la religión, fruto
de las inevitables limitaciones a que todo autoaná­
lisis está sometido, limitaciones que el propio Freud
64
reconoce .
Así, pues, resumiendo, diremos que nos parece
indiscutible no sólo el que la postura de Freud res­
pecto a la religión (y el ocultismo) no están nece­
sariamente vinculadas al psicoanálisis (puesto que
son anteriores al mismo y Freud las relaciona con
su concepción científica del mundo), sino también
el que su punzante procupación por estos proble­
mas, su inmovilismo tanto como sus oscilaciones,
en una palabra, su ambivalencia, son sintomáticas
de una angustia insuficientemente superada 63, por la
que, desde luego, estamos muy lejos de hacerle re­
proche alguno a Freud, pero de la que hemos de
tomar buena nota para dar con una interpretación
más acertada de lo que dice acerca de la religión
y ver de descubrir en los escritos de Freud rasgos
de su pensamiento que signifiquen un concepto de
la religión que, al menos por lo que se refiere al
catolicismo, nos parezca aproximarse más a la
verdad.
63 Un caso de neurosis demoniaca en el siglo XVII, en Ensayos de
psicoanálisis aplicado p.229; S. E. 19,185.
54 En una carta a Fliess del 14 de noviembre de 1897 leemos: «Mi
autoanálisis sigue siendo un proyecto. Ahora ya sé por qué. Yo no pue­
do analizarme a mí mismo si no es valiéndome de conocimientos adqui­
ridos objetivamente (como si fuera un extraño); un auténtico autoanálisis
es realmente imposible, pues de no ser así no habría ya enfermedad.
Dado que los casos que traigo entre manos me plantean aún algunos
problemas, me veo obligado a suspender mi propio análisis» (Nacimien­
to del psicoanálisis p.207-208).
65 Su «negación» de Dios podría interpretarse a la luz de lo que Freud
ha escrito acerca de La negación (S. E. 19,235-239), traducido al fran­
cés en «Revue Frantjaise de Psychanalyse» 7 (1934) 174-177.
III. ¿HACIA «OTRA COSA»?

Si uno se jacta de ser escéptico, le con­


viene a veces poner en duda el propio
escepticismo \

La religión del «hombre corriente»


Creemos que es posible hallar en los propios tex­
tos de Freud los esbozos de una «lectura» * del he­
cho religioso distinta de la que suele serle habitual.
Recordemos que, para Freud, las religiones no
pasan de ser un elemento de las civilizaciones.
«No nos ocupamos aquí más que del depósito ple­
namente constituido de las ideas religiosas tal como
la civilización lo transmite al individuo» 2.
La religión, por lo tanto, sería una aportación
«externa» al sujeto. Nos parece entonces cientííica-
mente honesto el preguntarnos si este hecho in­
contestable (fides ex auditu) agota la realidad signi­
ficada por el término religión. Freud, desde luego,
tiene cuidado en precisar que él estudia la religión
del «hombre corriente», «la única—agrega—que
tiene derecho a tal nombre» 3, pero, en cambio,
hablando de San Pablo emplea este término en un
sentido diferente: «Pablo, que era un ser religioso
en toda la plena acepción de la palabra...»4
Sea lo que fuere tal «oscilación» (en este caso
en torno a dicho término), el caso es que Freud,
* N. del T.—Entrecomillado en el original francés.
1 huevas conferencias sobre el psicoanálisis p.75; S. E. 22,53.
2 El porvenir de una ilusión p.65-66; S. E. 21,25.
3 Malestar en la civilización p.701; S. E. 21,74.
4 Carla a Pfister del 9 de junio de 1920 (o.c., p.21). Véase también
«Las ideas religiosas en el más amplio sentido de la palabra» en El
porvenir de una ilusión p.53; S. E. 21,20.
152 III. ¿Hacia «otra cosa»?

por principio, acostumbra a analizar las motivacio­


nes del fenómeno religioso, entendiéndolo como
un elemento de la civilización y remontándose a
sus orígenes, colectivos e individualess, y no ver
en él «más que una psicología proyectada en el
mundo exterior» A la luz de este enfoque, la
religión se le antoja de naturaleza neurótica.
Conviene en este punto hacer una observación:
Freud dice otro tanto de la poesía y de la filosofía,
a tenor de que presenten o no un carácter «aso­
cial». Podemos, pues, concluir que la religión ten­
dría derecho también, a su vez, a no ser algo pa­
tológico.
Los histéricos son, a todas luces, unos artistas
de la imaginación (imaginative artists), por más
que revelen sus quimeras miméticamente, sin pre­
ocuparse de si se les comprende o no. Las cere­
monias e interdicciones a que se someten los
neuróticos obsesivos nos inducen a suponer que
se han creado una religión personal. Por otro
lado, los delirios de los paranoicos tienen un
poco grato parecido externo y un parentesco in­
terno con los sistemas de nuestros filósofos. No
es posible sustraerse a la conclusión de que los
pacientes, para resolver sus conflictos y calmar
sus necesidades momentáneas, hacen, de una ma­
nera asocial, un tipo de esfuerzos que, de reali­
zarse de una manera aceptable por la mayoría,
se llamarían poesía, religión y filosofía 7.

Claro que Freud advertirá que, justamente,


cuando un comportamiento religioso «es aceptado
por la mayoría» y ocurre que los individuos que
5 «Solamente un análisis genético nos permite comprender esa extra­
ña colección de enseñanzas, consuelos y preceptos que hay en la religión»
(Nuevas conferencias sobre psicoanálisis p.221; S. E. 22,162).
6 Psicopatología de la vida cotidiana p.298-299; S. E. 6,258.
7 Preface to Reik’s «Ritual» (1919); S. E. 17,261.
Cuestiones de método 153
lo emplean pueden evitar una neurosis personal, lo
que pasa es que esa mayoría es la que está neuró­
tica, puesto que la «religión es una neurosis obse­
siva universal de la humanidad» 89.
Y suponiendo que la religión no fuera neuróti­
ca'1, sigue en pie lo de que es infantil:
El hombre de la calle no puede imaginar este
tipo de providencia más que bajo figura de un
padre excelsamente glorificado. Solamente un pa­
dre así puede conocer las necesidades de sus hi­
jos, los humanos, y dejarse doblegar por sus rue­
gos o ablandar por su arrepentimiento. Todo
esto es evidentemente tan infantil y está tan le­
jos de la realidad, que a cualquiera que ame
sinceramente a la humanidad le duele ver que
la gran mayoría de los mortales no podrá nunca
elevarse por encima de esta concepción de la
existencia 1011
.

Cuestiones de método
Esta forma de ver la religión no deja de plan­
tear toda una serie de cuestiones metodológicas
decisivas. Por una parte, puede uno preguntarse
hasta qué punto es exacto y esclarecedor transfe­
rir a la psicología colectiva los conceptos de la psi­
cología individual (y viceversa) y hasta dónde pue­
den extremarse tales «analogías» que Freud toma
harto prematuramente como postulados» “.
8 El porvenir de una ilusión p.118; S. E. 21,43.
9 Freud compara la religión con la psicosis alucinatoria (ib., p.119),
la paranoia (cf. supra, nota 6) y los delirios de la psicosis (Moisés y el
monoteísmo p.U5; S. E. 23,85) y los «consuelos» de la religión con
los narcóticos (El porvenir de una ilusión p.133; S. E. 21,49).
10 Malestar en la civilización p.700; S. E. 21,72. Cf. El porvenir de
una ilusión p.64; S. E. 21,24, etc.
11 Véase, por ejemplo, Moisés y el monoteísmo p.99; S. E. 23,72,
mientras que, en la misma obra, Freud manifiesta que «esto no es nada
fácil» (ib., p.177; S. E. 23,132). «Todo eso es incierto», llegará a decir
en El porvenir de una ilusión p.145; S. E. 21,53.
154 III. ¿Hacia «otra cosa»?

Por otra parte, ¿no es esperar demasiado del


estudio de los orígenes de la civilización y de la
religión poder llegar a la explicación única y sufi­
ciente de la realidad del hecho religioso en el adulto
«civilizado»? No hemos de insistir en esta discu­
sión del «reduccionismo» de Freud, puesto que ya
ha sido objeto de varias publicaciones 12.
Encontramos en el propio Freud determinadas
manifestaciones que nos permiten situar el psico­
análisis en el conjunto de las ciencias, en vez de
tener que considerarlo como la ciencia «exclusiva»
de la realidad humana.
Adversarios incomprensivos nos reprochan que
somos exclusivistas al dar demasiada importancia
a lo sexual, pues ¡el hombre tiene también otros
instintos que no son los sexuales! Nunca lo
hemos olvidado ni negado. La exclusividad de
nuestro punto de vista es semejante a la del
químico, que todas las composiciones de la ma­
teria las reduce a la fuerza de la atracción quí­
mica. Con esto no niega la ley de la gravedad,
sino que deja que sea el físico el que se ocupe
de ella13.

Toda ciencia, dice Freud, es y debe ser «unila­


teral». Por eso el psicoanálisis, lo mismo que la
psicología—que Freud clasifica entre las «ciencias
naturales» 14—, tiene esa unilateralidad (one-sided)
característica:
12 Véase, sobre todo, Gregory Zilboorg, Psychoanalysis and Reli­
gión (Straus and Cudaby, New York 1962) c.8, que ha aparecido en
francés en la obra colectiva Fe, Razón y Psiquiatría moderna (Ed. du
Cerf, París 1957) p.125-149; Karl Stern, Ebe Third Revolution (Har-
court, Brace and Co., New York 1954); J. R. Dempsey, Freud, Psycho­
analysis, Catholicism (Percier Press, Cork 1958), traducido al francés
como Freud, Psichanalyse et Catholicisme (Ed. du Cerf, París 1958).
13 «Una dificultad del psicoanálisis» (1917), en Ensayos de psicoaná­
lisis aplicado p.139; S. E. 17,138.
14 Mi vida y el psicoanálisis (1925) p.91; S. E. 20,57.
Cuestiones de método 155

La enseñanza de la medicina es ciertamente


excelente. Cuando se arguye que es unilateral, lo
primero que hay que hacer es determinar el pun­
to de vista desde el que tal característica se con­
vierte en reproche. Toda ciencia es, efectivamen­
te, unilateral y debe serlo, puesto que tiene que
centrar en un solo campo metodologías, enfo­
ques y hechos particulares sometidos a estudio.
La física no le quita nada de su valor a la quí­
mica, y ni la puede sustituir ni ser sustituida por
ella. Muy particularmente unilateral es, desde
luego, el psicoanálisis, ciencia del inconsciente
psíquico 15.
De esta unilateralidad se sigue que una ciencia
particular tiene sus límites y, muchas veces, no
puede por sí sola resolver plenamente un proble­
ma. Freud lo dice explícitamente por lo que se
refiere al psicoanálisis:
La palabra psicoanálisis ha tenido diversos sen­
tidos. Originariamente designaba un determina­
do método terapéutico; ahora se ha convertido
también en el nombre de una ciencia: la del
inconsciente psíquico. Esta ciencia puede raras
veces resolver plenamente por sí sola un proble­
ma, pero parece estar llamada a suministrar im­
portantes aportaciones a los más diversos cam­
pos de las ciencias I8.

«Sólo el auténtico sabio es modesto, porque sabe


muy bien cuán insuficiente es su saber» ".
A lo que hay que añadir que toda investigación
científica, y muy particularmente la investigación
psicoanalítica, no puede prescindir de hipótesis,
teorías y especulaciones:
15 Psicoanálisis y medicina p.204; S. E. 20,230-231.
16 Af¿ vida y el psicoanálisis p.110; S. E. 20,70.
17 Psicoanálisis y medicina p.206; S. E. 20,232.
156 111. ¿Hacia «.otra cosa»?
Parece legítimo completar las teorías, expre­
sión directa de la observación, por medio de hi­
pótesis, buenas para dar cuenta de las cosas y en
relación con circunstancias que no pueden set
objeto de observación inmediata. Incluso en las
más añejas ciencias no se acostumbra a proceder
de otra manera 1S.

La verdad es que Freud sentía mucha atrac­


ción por la especulación, y no cabe duda de que
no desconfió asaz de ella. En 1896 escribía a
Fliess:
En los años de mi juventud no aspiré a otra
cosa que a los conocimientos filosóficos, y ahora
estoy a punto de lograr esta aspiración pasándo­
me de la medicina a la psicología. Si me hice
terapeuta fue contra mi voluntad ”.

De ello hará pública confesión en 1925:


En los trabajos de mis últimos años allá
del principio de placer, Psicología colectiva y aná­
lisis del yo, El yo y el ello), he dado libre curso
a la tendencia, largo tiempo reprimida, a la es­
peculación y examinado una nueva solución del
problema de los instintos 2“.

Reducir el psicoanálisis a la observación y a la


terapéutica y extirparle todo lo que de teorías y
especulaciones contiene nos parece una empresa im­
posible e indebida 21, tanto más cuanto que Freud
claramente pretende que el psicoanálisis sea «la
base de una ciencia psicológica nueva y más pro­
funda, que es indispensable también para la com-
18 Mi vida y el psicoanálisis p.49; S. E. 20,32.
19 Carta a Fliess del 2 de abril de 1896, en Nacimiento del psicoaná­
lisis p.143.
20 Mi vida y el psicoanálisis p.90; S. E. 20,57.
21 Cf. Roland Dalbiez, El método psicoanalitico y la doctrina fren-
diana (Desclée de Brouwer, París 1949).
Cuestiones de método 157
prensión de lo normal. Sus hipótesis y resultados
tienen aplicación a otros órdenes de la vida psí­
quica y mental. «Con el derecho al interés uni­
versal, se le abren los más amplios horizontes» 222324
Este era el propósito fundamental de Freud, y
no seremos nosotros quienes se lo reprochemos.
Viene ahora el que, de conformidad con lo que
tiene que ser un buen método científico, no debe­
mos poner en un mismo plano los «resultados»
y las hipótesis. Por lo demás, Freud no ha cesado
de modificar sus hipótesis y sus teorías a medida
que progresaban sus observaciones. Con respecto
al primer «tópico» (distinción entre lo consciente,
preconsciente e inconsciente), escribe:
Tales conceptos pertenecen a la superestructu­
ra especulativa del psicoanálisis, donde cada par­
te puede tranquilamente ser sacrificada o susti­
tuida por otra tan pronto quede demostrada su
insuficiencia33.

Finalmente, hemos de tener en cuenta que el


psicoanálisis, como todas las ciencias del hombre,
dejaría escapar una importante componente de su
objeto si pretendiese limitarse a los métodos lógico-
matemáticos. Tiene necesariamente que aceptar el
interpretar los datos con todos los peligros que
ciertamente ello supone de caer en falta de obje­
tividad y en «ecuación personal» 2‘. El psicoanálisis
no podría, pues, aspirar a traer consigo la certeza
22 Mi vida y el psicoanálisis p.73; S. E. 20,47.
23 Mi vida y el psicoanálisis p.49; S. E. 20,32-33. «Qué quiere usted,
se trata de una hipótesis como tantas otras de las que hay en las cien­
cias. Las primeras de todas siempre han sido bastante burdas», «Open to
revisión, podemos decir» (Psicoanálisis y medicina p.139; S. E.
20,194).
24 «Sin embargo, queda siempre la ecuación personal, como se dice
en las observaciones astronómicas, y este factor individual jugará siem­
pre en el psicoanálisis un papel más importante que en otros campos»
(Psicoanálisis y medicina p.184; S, E. 20,220),
158 III. ¿Hacia «otra cosa»?

y exactitud de las ciencias físicas. Tanto más cuan­


to que tiene que recurrir a la analogía, a las com­
paraciones, a las descripciones.
En psicología no podemos describir más que
con ayuda de comparaciones (analogías). No es
un caso especial de la psicología; sucede tam­
bién en otras ocasiones. Lo que ocurre es que he­
mos de estar cambiando incesantemente de com­
paraciones, ya que ninguna nos es por mucho
tiempo suficiente s’.
Tales son las leyes científicas que rigen el psi­
coanálisis 2b. Convenía recordarlas para poder de­
terminar bien lo que éste aporta de positivo—apor­
tación que creemos es considerable—y cuál es la
forma correcta de recoger las enseñanzas que pue­
de proporcionarnos.

«¿Otro elemento?»
Podemos preguntarnos ahora, a tenor de los
propios textos de Freud, si cree él que su inter­
pretación psicoanalítica lo ha dicho todo ya acerca
de la religión.
Leemos en su Moisés frases que revelan un te­
mor de haber «tomado partido», es decir, de ha­
berse encerrado en lo que él en otra ocasión llama
la unilateralidad:
Hay una fuerte discordancia entre la natura­
leza de nuestro aparato cognoscitivo y esa orga­
nización del universo que nuestra mente trata de
comprender. A nuestra imperiosa necesidad de
causalidad le basta con encontrarle a cada fenó-
25 Psicoanálisis y medicina p.140; S. E. 20,195.
26 «Aquí (en psicología), la ineptitud constitucional del hombre para
la investigación científica aparece en toda su amplitud» (Nuevas confe­
rencias sobre el psicoanálisis p.9; S. E. 22,6).
«¿Otro elemento?'!) 159
meno una causa única demostrable, pero eso rara
vez ocurre en la realidad exterior. Muy al con­
trario, todo acontecimiento parece sobredetermi­
nado y da la impresión de ser la resultante de
varias causas convergentes. Intimidados por la
inmensa complejidad de los hechos, tomamos par­
tido por una serie de acontecimientos en contra
de otra, estableciendo oposiciones que no existen
y que son sólo fruto de la supresión de relacio­
nes más amplias 2728.

En lo que a la religión concierne, ¿no habrá


Freud «tomado partido» por una serie de hechos
«en contra de otra»? ¿Habrá rechazado unas «rela­
ciones más amplias»? Parece decirlo en un pasaje
de El porvenir de una ilusión:
Las doctrinas religiosas son, todas, ilusiones;
carecen de pruebas y nadie puede estar obligado
a tenerlas por ciertas y creer en ellas. Algunas
son tan inverosímiles, están en tanta contradic­
ción con aquello, que con enorme trabajo hemos
llegado a saber de la realidad del universo, que
podemos compararlas, habida cuenta de las dife­
rencias psicológicas, a las ideas delirantes. Del
valor real de la mayor parte de ellas es imposi­
ble juzgar. No podemos ni refutarlas ni demos­
trarlas. Sabemos demasiado poco aún para estar
en condiciones de examinarlas más a fondo des­
de un punto de vista crítico 2“.

Al final de su vida reconoce los límites de su


método en un pasaje que nos parece decisivo para
el objeto de nuestro estudio:
27 Moisés y el monoteísmo p.144-145; S. E. 23,107. Cf. 'Tótem y tabú
p.140; S. E. 13,100.
28 TI porvenir de una ilusión p.84; S. E. 21,31. Dice también que
«tomar partido a favor o en contra de la veracidad (to assess tbe truth
valué of religious doctrines) de las doctrinas religiosas es algo que no
encaja en este estudio» (ib., p.88; S. E. 21,33).
160 III. ¿Hacia «otra cosay>?
Todo lo que se relaciona con la institución de
una religión—y esto naturalmente también es apli­
cable a la de la religión judía—está marcado por
un carácter grandioso que todas nuestras explica­
ciones no bastan a esclarecer. Tiene que haber
otro elemento, algo que tenga poca analogía y
ningún equivalente, algo único que no puede ca­
librarse más que a través de sus consecuencias y
cuyo orden de grandeza sea el de la religión
misma2930.

Reconocida la existencia de este «otro elemen­


to», de ese «algo único», ¿podemos, sin salir
de los escritos de Freud, ir más lejos y descubrir
a dónde deberíamos dirigir nuestra esperanza de
encontrar lo que buscamos y establecer «todo lo
que ulteriores desarrollos han añadido al hecho pri­
mitivo»? s“
Una primera pista se nos pone delante: la ma­
nera como describe la evolución desde el cuerpo del
embrión hasta el del hombre adulto*.
Las anteriores fases evolutivas no han corrido
mejor suerte respecto a su estado de conservación,
ya que, del mismo modo, han venido a perderse
en las fases siguientes, a las que hicieron dejación
de su elemento. No podemos descubrir el embrión
en el cuerpo del adulto. El timo de que estaba
dotado el niño es sustituido, después de la pu­
bertad, por tejido conjuntivo, pero la glándula
propiamente dicha ha desaparecido... Por lo tan­
to, nos hemos de atener al hecho comprobado de
que la persistencia de todos los estadios prece­

29 Moisés y el monoteísmo p.171-172; S. E. 23,128. Cf. supra, p.172,


la cita de Tótem y tabú p.140; S. E. 13,100.
30 Conviene citar el pasaje entero: «Este mirar hacia atrás no deja
de atraernos los rayos con que nos fulminan los investigadores no ana­
listas, como si nuestra intención fuera negar o menospreciar todo lo que
los desarrollos ulteriores han aportado al hecho primitivo» (Nuevas con­
ferencias sobre el psicoanálisis p.36; S. E. 22,23).
¿Interiorización cultural? 161
dentes en el seno del estadio terminal no es po­
sible más que en el terreno psíquico, y que la
clara visión de este fenómeno se hurta a nuestros
ojos

¿Interiorización cultural?
Admitamos que el pasado psíquico, a diferencia
del fisiológico, persevera en el estado presente, si
no en su totalidad, al menos en algunos de sus
puntos, como Freud puntualiza en el mismo lugar.
Ahora bien, Freud no ha estudiado esta «forma
final» de la religión, mientras que nos traza, en
cambio, algunos rasgos de ese fenómeno aplicado
a la civilización. En este sentido habla de una pro­
gresión que va de la coacción exterior e impuesta
a su interiorización; progresión que atribuye al
super-yo:
Podemos mostrar aquí una de esas progresio­
nes psíquicas. Es propio de nuestra evolución el
que la coacción externa se vaya poco a poco in­
teriorizando, al hacerse cargo de ella una instan­
cia psíquica particular, el super-yo del hombre.
Cada uno de nuestros hijos es, a su vez, el tea­
tro de esta transformación, sólo gracias a la cual
se convierte en un ser moral y social. Esta conso­
lidación del super-yo es un patrimonio psicoló­
gico de gran valor para la cultura, pues aquellos
en quienes tiene lugar se convierten de enemigos
suyos en sus mantenedores. Cuanto más numero­
sos son en un medio cultural, más asegurada está
la civilización, que puede así prescindir con más
tranquilidad de los medios coercitivos 33.
3{ Malestar en la civilización p.699; S. E. 21,71. Véase, acerca de
este tema, El porvenir de una ilusión p.53.117.143; S. E. 21,20.43.53;
Malestar en la civilización p.694; S. E. 21,66; Tótem y tabú p.201-
202.209; S. E. 13,146-147.152; «La guerra y sus decepciones», en Ensa­
yos de psicoanálisis p.231-232; S. E. 14,285-286.
32 El porvenir de una ilusión p .27-28; S. E. 21,12.
Freud y la reí. 11
162 111. ¿Hacia <¡.otra cosa»?
Los «preceptos» y las «doctrinas» de la religión
¿serían, a priori y a posteriori, incapaces de alcan­
zar dicha interiorización? En caso contrario, ¿no
podrían encontrar un «alto valor» en esta progre­
sión y su «forma final»? ¿Por qué Freud no se
hace nunca esta pregunta?
Todo lo contrario, para él estas doctrinas reli­
giosas son y aparecen como algo externo al suje­
to , y, caso curioso, condena enérgicamente a los
que creen «por deber» (¿por orden de su su-
per-yo?):
Esta imposibilidad (de creer) ha sido recono­
cida en todo tiempo, y, desde luego, también por
los antepasados, que nos legaron tal herencia.
Es evidente que muchos de ellos alimentaron las
mismas dudas que nosotros, pero una presión de­
masiado fuerte se ejercía sobre ellos para atre­
verse a expresarlas. Y desde entonces han sido
innumerables los hombres atormentados por es­
tas mismas dudas, dudas que habrían querido so­
focar, porque entendían que su deber era creer.
Muchas y muy brillantes inteligencias se han ido
a pique bajo el signo de este conflicto, y muchos
caracteres se han visto disminuidos por culpa de
los compromisos por cuya intercesión buscaban
salir adelante 34.

¿No habrá entonces entre los «evolucionados»


más que esta clase de creyentes por deber, las pri­
micias de cuya inteligencia y carácter han sido para
esta creencia «superyoica»? No, puesto que Freud
habla de unos creyentes que están vinculados a las
doctrinas religiosas, no por el temor, sino por
«determinados lazos afectivos»;
33 El porvenir de una ilusión p.65-66; S. E. 21,25.
34 El porvenir de una ilusión p .72-73; S. E. 21,27.
'Interiorización cultural? 163
Ningún creyente dejará que se turbe su fe por
mis argumentos o por otros similares. Un cre­
yente está ligado a la esencia de la religión por
medio de determinados lazos de ternura (A be-
liever is bound to the teachings of religión by
certain ties of affection). Hay, desde luego, y en
gran número, otras personas que no son creyen­
tes en el mismo sentido de la palabra. Estas obe­
decen a las leyes y a la civilización porque se
dejan intimidar por las amenazas de la religión
y temen a la religión en cuanto que piensan que
ella forma parte de esta realidad que les impone
limitaciones 3°.

Estos «lazos afectivos» no son para Freud eso


que nosotros llamamos «la fe vivificada por la cari­
dad»; se trata probablemente (dado que no se
refiere ya a esos creyentes de la primera categoría)
de satisfacciones narcisistas:
Hay, pues, que contentarse con comprobar un
fenómeno: el hecho de que, en el curso de la
evolución de la humanidad, la sensualidad ha
ido siendo poco a poco vencida por la espiri­
tualidad y de que todo progreso de este tipo
provoca en los hombres una orgullosa reacción
de satifacción propia. Pero ignoramos por qué
esto es así. Un buen día sucede, además, que la
propia espiritualidad se encuentra vencida por el
misteriosos fenómeno emocional de la fe. Es el
famoso credo quia absurdum. Y el mismo que
lo ve como una renuncia a la razón lo conside­
ra, sin embargo, como una realización sublime.
Tal vez todas estas situaciones psicológicas com­
portan un punto común distinto, tal vez el hom­
bre atribuye un valor mayor a lo que le es más
difícil de alcanzar, y su orgullo se aproxima al

86 porvenir de una ilusión p.126; S. E. 21,47.


164 II[. ¿Hacia «otra cosa»?
narcisismo, un narcisismo acrecentado por la con­
ciencia de la dificultad vencida3e.

La fe hallaría su explicación en esa satisfacción


que experimentamos rebelándonos contra la razón
y sus exigencias:
Trátase de la tendencia humana general a la
superstición y a creer en milagros. Cuando la
vida nos doblega bajo su rígida disciplina, sen­
timos indefectiblemente brotar en nosotros una
resistencia contra la inexorabilidad y la monoto­
nía de los dictados de la inteligencia, contra las
exigencias rigurosas de la realidad. Porque nos
priva de múltiples posibilidades de placer, mira­
mos a la razón como a nuestra enemiga, cuyo
yugo sacudimos gozosos, al menos por un tiem­
po, cuando nos entregamos a las seducciones de
la sinrazón 37.

No es, por lo tanto, por el lado del creyente


«por deber», ni por el del creyente «afectivo», ni
por el del creyente de la sinrazón por donde espe­
ramos dar con esa «otra cosa» que él saluda de
lejos en su Moisés. Otro tanto ocurre con los
«sentimientos subyacentes» (underlying thoughls)
en la religión, cada vez más asfixiados por las tri­
vialidades del ceremonial (lo que da lugar a re­
formas) 3S, puesto que estos sentimientos subya­
centes son, sin lugar a dudas, los de la nostalgia
del padre.
36 Moisés y el monoteísmo p.158-159; S. E. 23,118.
37 Sueños y ocultismo, en Nuevas conferencias sobre el psicoanálisis
p.47-48; S. E, 22,23.
38 Preface to Reik’s «Ritual»-. S. E. 17,272. Véase Actos obsesivos y
prácticas religiosas p.180; S. E. 9,126.
¿Sublimación? 165

¿Sublimación?
¿Nos dará más resultado buscar por el lado de
la «sublimación»? Freud, ya lo hemos indicado’9,
escribía al pastor Pfister que la sublimación reli­
giosa es «la más cómoda de todas las formas de
sublimación», y, en Mi vida y el psicoanálisis, pre­
senta así a su amigo el pastor:
El pastor protestante O. Pfister, de Zurich, se
ha significado como paladín infatigable de esta
tendencia (i.e., de la aplicación del psicoanáli­
sis a la pedagogía), encontrando, por otra parte,
que el cultivo del psicoanálisis es compatible con
la práctica de una religiosidad sublimada (ñor did
he find the practice of análisis incompatible with
the retention of his religión, though it is trae
that ivas of a sublimated kind)"'.

Que nosotros sepamos, Freud no ha dado expli­


cación alguna acerca del proceso psicológico de esta
sublimación religiosa o de esta especie de sublima­
ción de la religión. Más aún, el o los procesos de
la sublimación no han entrado nunca en un estudio
profundo de este concepto, que en Freud está poco
41.
elaborado 39
40
39 Cf. supra, p.126, especialmente la carta a Pfister de 9 de febrero
de 1909 (o.c., p.46).
40 Mi vida y el psicoanálisis p.109; S. E. 20,69-70.
41 Este «vacío» tiene, sin duda, que ver, en el caso de Freud, con la
ausencia de desarrollo de la psicología del yo (cf. infra, p.194). Véase,
sin embargo, su análisis de la fase religiosa (a los cuatro años y medio)
de un hombre que padecía una neurosis obsesiva en El hombre de los
lobos (en Cinco psicoanálisis [P. U. F., 1945] p.369-378, y sobre todo
p.414-416; S. E. 17,61-74,114-117), donde encontramos esta observación
de tipo general: «Fenómenos patológicos aparte, podemos asegurar que
la religión ha, logrado en este caso todo aquello que justifica su lugar
en la educación de un individuo. Ha domeñado las tendencias sexuales
del niño, encargándose de proporcionarles una sublimación y un amarra­
dero seguro y ha devaluado (lowered) sus relaciones familiares, con lo
que le ha protegido contra un aislamiento amenazador, abriéndole las
puertas de la comunidad general de los hombres. El niño indómito y
ansioso se convierte en sociable, se hace susceptible de educación... De
este modo, la religión realizaba su obra en el pequeño descarriado, mer-
166 III. ¿Hacia «otra cora»?

Recordemos, sin embargo, lo esencial de este


proceso: «Las excitaciones desmesuradas proce­
dentes de las diversas fuentes de la sexualidad de­
rivan y hallan utilización en otros terrenos» 42. Así
sublimados, los instintos sexuales se aplican a otros
objetos. Y aquí es donde, para Freud, está la
fuente de la producción artística, de la civilización
en general “ y de los «sentimientos delicados» 44.
Esta sublimación está en marcha desde la in­
fancia 4S, y parece originarse por sí sola: los im­
pulsos chocan con prohibiciones o imposibilidades,
y «ello» entonces se aplica a objetos—¿y fi­
nes? 46—superiores. Esta sublimación parece perte­
necer al orden puramente «económico». Las ten­
dencias que integran el instinto sexual tienen esa
capacidad de sublimación; «su finalidad sexual es
sustituida por un objetivo más elevado» 11.
En estos textos, Freud no parece dejarle papel
alguno al yo en el proceso de la sublimación, y,
no obstante, en otros (desde 1908) señala la inter­
vención del «aparato mental»:
A nuestro parecer, es la constitución innata in­
dividual la primera que decide la cantidad de

ced a una mezcla de satisfacción, sublimación y derivación de lo sen­


sual hacia procesos puramente espirituales, así como por el acceso a las
relaciones sociales que proporciona a los creyentes» (p.414-415).
42 Cf. Tres ensayos acerca de la sexualidad: Col. «Idees» (Gallimard,
1962) p.156; S. E. 7,178.
43 Cf. especialmente Tres ensayos acerca de la sexualidad (o.c., ib.);
Malestar en la civilización (passim); Cinco lecciones sobre psicoanáli­
sis (o.c.) p.175-176; S.E . 11,53-54; Psicología colectiva y análisis del
yo p.108; S. E. 18,138-139.
44 Cf. Nuevas conferencias sobre el psicoanálisis p.133; S. E. 22,97.
45 «Lo que nosotros llamamos «carácter» está formado en gran parte
por material de excitaciones sexuales y lo integran impulsos promovi­
dos en la infancia, estructuras adquiridas por la sublimación y otras
destinadas a reprimir los movimientos perversos declarados no utiliza-
bles» (Tres ensayos acerca de la sexualidad p.157; véase p.178-179 y
la nota 45; S. E. 7,238; también p.178 nota 2).
46 Cf. J. Laplanche y J. B. Pontalis, Vocabulario del psicoanálisis
(P. U. F., 1967) p.465.
47 Cinco lecciones acerca del psicoanálisis p 176; S. E. 11,154.
¿Sublimación? 167
instinto sexual que será posible sublimar y uti­
lizar. Además de esto, los efectos de la experien­
cia y las influencias intelectuales sobre el apara­
to mental logran la sublimación de una parte
más considerable (del instinto sexual)48.

Freud llegará (en 1923) a preguntar si en toda


sublimación no habrá que atribuir un papel deci­
sivo al yo:
En este sentido podemos formularnos esta pre­
gunta, digna, por cierto, de una amplia discusión:
la de si no nos hallamos ante un instrumento de
sublimación de carácter más general. Es decir, si
toda sublimación no se lleva a cabo mediante el
yo, ese yo que transforma la libido sexual dirigida
a un objeto en una libido narcisista encaminada
a otros fines diferentes

Por desgracia, no encontramos en Freud esta


«detallada discusión» que responda a la pregunta
que él se hace sobre la función del yo en la subli­
mación, de tal modo que no podemos en este caso
llevar apenas más lejos que él el estudio de la su­
blimación en general y el papel particular que ella
desempeñaría en la actitud religiosa.
Papel indudable, pero ciertamente impreciso.
Por eso, como nuestro propósito en este trabajo
es el de limitarnos a los textos de Freud, dejare­
mos abierto este camino a sus discípulos, confian­
do que ellos puedan adentrarse en él y aportar una
valiosa contribución a la psicología de la religión.
48 «Civilized» Sexual Morality (1908); S. E. 9,187-188.
4n El yo y el ello (1923), en Ensayos de psicoanálisis aplicado p.184-
185; S. E. 19,30. Véase también las diferencias indicadas por Freud
entre el proceso de sublimación y el de la formación del yo-ideal, en
On Narcissism: An Introduction (1914); S. E. 14,94-95.
16S ¡II. ¿Hacia «.otra cosan?

«¿Superar?»
Más inmediatamente utilizable nos parece otra
pista, pese a que tengamos que ir a buscarla en
un terreno que no es el de la religión. Este «otro
elemento» que nosotros buscamos, Freud parece
descubrirlo en el campo artístico.
En Malestar en la civilización dice que «el placer
de la belleza tiene una calidad sentimental particu­
larmente dulce y embriagadora», y añade:

Desgraciadamente, sobre la belleza es sobre lo


que tiene menos que decirnos el psicoanálisis.
Sólo una cosa, sí, parece cierta: el que la emo­
ción estética procede de la esfera de las sensa­
ciones sexuales, típico ejemplo de una tendencia
inhibida en su fin s°.

Por eso cuando se refiere al arte, Freud, reco­


nociendo los límites del psicoanálisis, habla de un
«margen de libertad» y llega incluso a decir: «Po­
siblemente Leonardo debe al poder del arte el ha­
ber anulado y superado los infortunios de su vida
amorosa» 5051.
Como muy bien ha hecho observar Paúl Ri­
coeur 5', podemos preguntarnos por qué Freud no
ha visto una posibilidad similar para la religión.
¿Por qué determinados creyentes no serían capa­
ces también de «anular y superar» lo que en sus
50 Malestar en la civilización p.170; S. E. 21,83. Véase también The
two Principies of Mental Punctioning (1911); S. E. 12,224; Mi vida y
el psicoanálisis p. 101-102; S. E. 20,64-65.
51 Un recuerdo de infancia de Leonardo de Vinci p.210-211; S. E.
11,111. La expresión «superar» viene frecuentemente a los puntos de
la pluma de Freud al tratar de la superstición en «La inquietud ante lo
misterioso» (en Ensayos de psicoanálisis aplicado p.204-209; S. E. 17,
247-249).
5- Padl Ricoeur, El ateísmo y el psicoanálisis freudiano: Concilium
16 (1966) 80-81.
«¿Superar?» 109
inconscientes motivaciones de creyentes haya de
neurótico o infantil?
Por arcaicas que sean las ideas religiosas, ¿no
podrían, utilizando otras expresiones de Freud,
ser «triadas y elaboradas»?
El dominio del complejo de Edipo coincide
con la manera más eficaz de someter la heren­
cia arcaica, animista, de la humanidad. Es cierto
que dicha herencia integra todas las fuerzas que
son necesarias para el desarrollo ulterior del in­
dividuo, pero éstas deben primero ser triadas y
elaboradas (they must first be sorted out and
worked over) ss.
Hay otro texto que nos es en este caso tanto más
útil cuanto que recoge la expresión «superar», apli­
cada además a una materia afín a la religión, pues­
to que se trata del sentimiento de inquietud ante
lo misterioso («Unheimlich», «JJncanny»). En un
estudio que consagró a este sentimiento (por ejem­
plo, el regreso de los muertos, el «mal de ojo»,
la comunicación con los espíritus, la realización in­
verosímil, pero inmediata, de sus deseos, etc.),
muestra su signifcación animista e infantil, que él
centra en torno a «la omnipotencia del pensamien­
to». Escribe Freud al respecto:
«Nosotros—oigo decir a nuestros remotos an­
tepasados—antaño creíamos que eran reales tales
eventualidades, estábamos convencidos de la reali­
dad de estas cosas. Hoy ya no lo creemos; hemos
«superado» este modo de pensar; pero no nos
sentimos del todo seguros de nuestras nuevas con­
vicciones, perviven en nosotros las antiguas y es­
tán al acecho de una confirmación» Si.
53 Preface lo Reik’s «Ritual»: S. E. 17,262.
54 The «Uncanny»: S. E. 17,247. Traducción francesa: «L'inquietante
étrangeté», en Ensayos de psicoanálisis aplicado (Gallimard, 1933) p.204.
170 IH. ¿Hacia «otra cosa»?

Un poco más adelante precisa que de lo que se


trata es de «superar este modo de pensar», más
bien que de reprimirlo
Pero Freud parece haber creído siempre que al
hombre religioso no le cabe más que continuar
neurotizado o infantil, o bien convertirse en ateo,
en cuanto caiga en la cuenta de que, en otros terre­
nos, las motivaciones inconscientes, arcaicas, ani-
mistas y neuróticas pueden superarse, seleccionar­
se y elaborarse. A él no le cabe en la cabeza, si no
el hecho, al menos la hipótesis, de que un creyente
pueda, en tanto que creyente, alcanzar la madurez
humana. Esta madurez, entendiendo a su manera
los tres estados de Augusto Comte, la guarda para
lo que él llama la «fase científica»:

Si la existencia en las razas primitivas de la


- omnipotencia del pensamiento podemos conside­
rarla como un testimonio en favor del narcisis­
mo, estamos tentados a aventurar una compara­
ción entre las fases del desarrollo de la concep­
ción humana del mundo y el desarrollo de la
libido en el individuo.
La fase animista corresponde al narcisimo, tan­
to desde el punto de vista cronológico como del
de su contenido; la fase religiosa corresponde
al período de la elección del objeto, elección cuya
característica es la vinculación del niño a sus pa­
dres, mientras que la fase científica tendría su
contrapartida exactamente en ese período en el
que un individuo ha alcanzado la madurez, ha
renunciado al principio del placer, se ha adapta-

Continúa este pasaje de forma que parece claramente una confesión de


Freud acerca de su tendencia personal a la superstición.
50 Ib.; S. E. 17,249. (Esta observación se omite en la traducción fran­
cesa: o.c., p.207.)
«'Superar?» 171
do a la realidad y ha orientado la objetivación
de sus deseos hacia el mundo exterior

Queremos, por lo tanto, saber si, de hecho y


de derecho, la religión cristiana está en condiciones
de posibilitar, incluso de favorecer, esta madu­
rez: la que Freud atribuye a la «fase científica» y
que, según él, tiene por distintivo la renuncia al
principio del placer, la adaptación a la realidad y
la orientación de los deseos hacia el mundo ex­
terior 57.
56 Tótem y tabú p.126-127; S. E. 13,90. (Esta traducción es nuestra;
la de Jankélévitch nos parece muy imprecisa.)
57 Estos criterios de madurez explican las siguientes manifestaciones
de Freud: «Hemos también de conceder al individuo la facultad de
pasar del narcisismo al amor objetual. Pero no creemos que ocurra nun­
ca el que toda la libido se vierta sobre los objetos» (Una dificultad del
psicoanálisis, en Ensayos de psicoanálisis aplicado p.141; S. E. 17,139).
IV. LA TEOLOGIA Y FREUD

Pienso que el psicoanálisis no anula


el arte, la filosofía y la religión, sino
que contribuye a depurarlas. (Pastor
Pfister) 12
Un buen método exige antes de nada pregun­
tarse si el teólogo está autorizado a pronunciarse
en este terreno de la psicología de la religión. Cree­
mos que tiene derecho a aportar su contribución,
si de verdad la teología no debe ser solamente
«deductiva», sino también «inductiva», puesto
que la «vivencia» cristiana es uno de los «lugares
teológicos»Más aún, nos creemos autorizados
por el propio Freud a colaborar, acogiéndonos a
estas manifestaciones suyas:
Carece de fundamento el temor de que el psi­
coanálisis, que ha sido el primero en descubrir
que los actos y estructuras psíquicas están sobre­
determinadas, sienta la tentación de reducir a una
fuente única el origen de algo tan complejo como
la religión. Si el psicoanálisis se ve forzado—y
ello es, en verdad, una obligación de su fun­
ción—a poner todo el acento sobre una fuente
particular, eso no quiere decir que pretenda que
esta fuente sea la única, ni que reivindique para
ella el primer puesto entre el gran número de
factores que contribuyen (a la constitución del
hecho religioso). Hasta que no podamos hacer
una síntesis de los resultados procedentes de los
1 Carta del pastor Pfister a Freud del 9 de febrero de 1929 (o.c.,
P-184).
2 Cf. J.-M. Pohier, Psicología contemporánea y postulados de fe:
Supplément de La Vie Spírituelle 82 (sept. 1967) 395-412.
La teología y Freud 173
diferentes campos de investigación, no será po­
sible determinar la importancia relativa que en
la génesis de la religión tiene el mecanismo obje­
to de estas páginas. Un trabajo de esta natura­
leza sobrepasa tanto los medios como los fines
de un psicoanálisis 3*.

Invitado, pues, al menos implícitamente, a dia­


logar, el teólogo no puede dejar de sentirse pro­
fundamente interesado y estimulado por los análi­
sis freudianos. Nótese bien que decimos los análi­
sis y no los errores, desconocimientos y prejuicios,
que hemos tenido que subrayar y que da pena
hayan salido de la pluma de un hombre, por otra
parte, tan perspicaz y tan honrado. Sentimos por
él que no haya aplicado en este terreno de los
problemas religiosos su habitual rigor científico;
ése precisamente del que Freud hace la apología
en sus obras, especialmente en El porvenir de una
ilusión. Por lo demás, sabemos ya que los proble­
mas religiosos son para él un «asunto privado» que
le atormentó durante toda la vida; que su actitud
al respecto es anterior a su descubrimiento del psi­
coanálisis, al que no está necesariamente vinculada,
y que el propio Freud la refiere a su concepción
científica del universo.
Sus posiciones «dentistas» apenas si tienen in­
terés para nosotros. Al contrario, su análisis de la
religión del «hombre corriente» y lo que nos ha
parecido una apertura hacia «algo que tenga poca
analogía y ningún equivalente» 1 merecen nuestra
atención. Una atención no «desconfiada» 5, sino,
a la vez, acogedora y crítica.
3 Tótem y tabú (la traducción es nuestra) p.140; S. E. 13,100.
1 Véase supra, p.160.
5 Moisés y el monoteísmo o.c., p.76; S. E. 23,55.
174 IV. La teología y Freud

No nos ha hecho falta Freud para distinguir la


religión del hombre corriente y la fe de los que
Santo Tomás llama los «maiores»67. Lo primero
que haremos será poner sobre el tapete la fe de
estos últimos para ver si y en qué medida, de he­
cho y de derecho, podríamos clasificarlos entre
aquellos que alcanzan la madurez psicológica (que
Freud reserva exclusivamente a los «científicos»).
Esto nos permitirá aquilatar la religión del hom­
bre corriente.
Para ello admitiremos como criterios de madu­
rez los mismos que Freud señala en Tótem y tabú
para la fase «científica»: adaptación a la realidad,
renuncia al principio del placer y orientación de
los objetos del deseo hacia el mundo exterior.

1. Adaptación a la realidad

a) La fe
Los teólogos pensaron siempre—mucho antes de
Augusto Comte y el «padre» del psicoanálisis—
«que entra dentro de las posibilidades del trabajo
científico enseñarnos algo de la realidad del uni­
verso» ’, y, en el plano de la ciencia, estamos de
acuerdo con Freud en creer que «no hay instancia
superior a la razón» 89
.
Pero los teólogos han creído en todo tiempo que
el creyente no es un hombre que reniega de la
razón llevándole la contraria; lo que hace es ir
más allá de ella guiándose por una más alta luz",

6 Santo Tomás, Suma teológica 2-2 q.2 a.6c y ad 2.3; q.5 a.4c.
7 El porvenir de una ilusión p.150; S. E. 21,55.
8 Ib., p.75; S. E. 21,28.
9 Santo Tomás, III Sent. q.24 a.3 sol.2 ad 2. Cf. Contra gentiles III
q.154.
Adaptación a la realidad 175
Estamos, pues, plenamente de acuerdo con
Freud y todos los racionalistas en pensar que la
razón y el trabajo científico son los medios más
seguros y más «inteligentes» para conocer las le­
yes del cosmos y de la vida individual y colectiva
del hombre.
Pero he aquí la pregunta que les hacemos:
¿Estáis completamente seguros de que los medios
mejores para conocer a una persona son la inteli­
gencia racional y científica? ¿Por qué no reconocer
como hecho psicológico el que las relaciones de
persona a persona son de otro orden, sin que esto
signifique renegar de la razón?
Cuando un hombre y una mujer se prometen
en matrimonio, cuando se juran fidelidad, ¿están
obrando en contra de la razón? Al revés, lo que
parece razonable es ir más allá de lo que es mera­
mente razonable. De otro modo, ¿cómo podría uno
nunca prometerse en matrimonio?
Ocurre otro tanto con la fidelidad conyugal,
que cuanto más se la vive, dura y progresa, menos
podemos hallarle explicación, salvo que recurramos
a «algo» que sobrepase la razón y no reniegue, sin
embargo, de ella. Se trata de «fe», de una inteli­
gencia del corazón, único factor que puede crear,
alimentar y hacer progresar el mutuo conocimiento
y la comunión entre dos personas que, de este
modo, se conocen, en el sentido bíblico en que un
hombre «conoce» a su mujer.
No necesita Freud que le recuerde nadie que el
niño no se desarrolla más que por efecto de una
relación afectiva recíproca entre su madre y él,
entre su padre y su madre, entre su padre y él
y las personas de su círculo familiar y después
escolar. También en ese caso se trata de una «fe»,
176 IV. La teología y Freud

de una confianza recíproca, gracias a las cuales el


niño se despierta, se desarrolla y accede a un tipo
de relaciones interpersonales adultas. Por «madu­
ras» que sean, tales relaciones tienen como base
una confianza que será, indudablemente, más o
menos completa y verdadera, pero que, desde lue­
go, cuanto más verdadera y activa sea, más pro­
funda será esta relación de persona a persona;
será más «inteligente».
No se precisan muchas luces para alcanzar el
tipo de amor que unía a Gerard Philipe y Anne,
su mujer, según el propio testimonio de ella:
¡Cuántos años o minutos empleados en alcan­
zar el uno en el otro esa zona secreta, mucho
más profunda aún que el sentimiento, en la que
concuerdan la razón y el instinto! Yo había ama­
do nuestra búsqueda de la dificultad, nuestra des­
confianza hacia la emoción a flor de piel. Había­
mos querido quemar en el otro lo que menos
se presta a arder. Desde el nacimiento de nues­
tro amor no nos habíamos cansado de explorar­
nos, de descubrirnos. Nos habíamos entregado el
uno al otro inermes, rechazando la ley de la
jungla 10.

Esta inteligencia del corazón no es susceptible de


«leyes» universales, mensurables y controlables por
todos y cada uno. Ciertamente, este tipo de rela­
ciones personales es único y no cabe universali-
zarlo, pero la inteligencia actúa, aunque su modo
no sea el de la ciencia. ¿A santo de qué hay que
encerrar la inteligencia humana en una única forma
de operación, es decir, la de la razón y el trabajo
científico? Los sabios más racionalistas, al menos
10 Anne Philipe, El tiempo de un suspiro (Julliard, 1963) p.119.
Adaptación a la realidad 177

así se lo deseamos, tienen con sus esposas, con


sus hijos y con sus amistades unas relaciones que
van más allá de la razón y de los procedimientos
científicos de la inteligencia, sin que por ello los
nieguen.
¿Acaso el propio Freud no escribió a su amigo
Fliess estas palabras:
Nada me sirve como sustituto del trato con
un amigo. Es una necesidad que responde a algo
que hay en mí, a algo, tal vez, de femenino? 11

El tratamiento analítico, por la transferencia,


«fenómeno humano universal» l2, y «por la fe que
tiene (el neurótico) en su analista» 13, pone en
juego una inteligencia que no puede llamarse «cien­
tífica». Por su parte, el analista «ama» a su pa­
ciente, y de ahí que le ayude:
No es lo mismo saber algo que oírselo decir
a otro. El médico asume el eficaz papel de ese
otro, empleando la influencia que un hombre
ejerce sobre otro hombre. Teniendo en cuenta
que en el psicoanálisis se acostumbra a poner lo
primordial y radical en el sitio de lo que es de­
rivado y atenuado, diremos que el médico se sir­
ve de cualquiera de las componentes del amor
(one of the components of love) para su labor
educadora. Al realizar esta reeducación, no hace,
sin duda, más que repetir el proceso que ha he­
cho posible, a fin de cuentas, la primera educa­
ción. Y es que, además de la necesidad, es el
amor el gran educador14.

11 Carta a Fliess del 7 de mayo de 1900, en Nacimiento del psicoaná­


lisis p.283.
12 Mi vida y el psicoanálisis p.65; S. E. 20,42.
13 Psicoanálisis y medicina, en Mi vida y el psicoanálisis p.193;
S. E. 20,224.
14 Algunos tipos de caracteres puestos de relieve por el psicoanálisis,
en Ensayos de psicoanálisis aplicado p.106-107; S. E. 14,312.
Freud y la reí. 12
178 IV. La teología y Freud

Este modo de obrar de la inteligencia del corazón


nos parece estar en su sitio siempre que se trate
de relaciones interpersonales, sean de la naturaleza
que sean. ¿Y por qué iban a ser las cosas de otro
modo tratándose de las relaciones del hombre con
Dios, si verdaderamente Dios no es el Dios de los
filósofos, sino el de Abrahán? Si esta relación es
de persona humana a personas divinas, no puede
pertenecer a otro orden que al de la fe si quiere
ser inteligente, aunque esta fe sea de un tipo muy
particular, dada la heterogeneidad de las personas
puestas en relación (salvo que Dios fuese una
proyección de los deseos del hombre, es decir, un
ídolo, en el sentido etimológico de la palabra).
Si entre el hombre y Dios cabe la posibilidad
de que se den unas relaciones que no sean una
ilusión, tales relaciones no pueden ser más que del
orden de la fe. El creyente pone su fe en la per­
sona de Cristo y sólo secundariamente da su asen­
timiento a sus enseñanzas:
Lo que en todo acto de fe aparece como prin­
cipal y, en alguna manera, con valor de fin es la
persona a cuya palabra damos nuestra adhesión.
En cuanto al detalle de las verdades afirmadas en
esta voluntad de creer a alguien es algo que se
presenta como secundario 15.

«Sé bien en quién he puesto mi fe», decía San


Pablo (2 Tim 1,12), y, en efecto, todo está en eso.
Pero de eso resulta un muy particular modo de
obrar de la inteligencia:
La fe es cierta, no porque comporta la evi­
dencia de algo que se ha visto, sino porque es
15 2-2 q.ll a.le.
Adaptación a la realidad 179
la adhesión a una persona que ve (non procedit
ex visione credentis, sed a visione cal creditar) 16
1819
1720
.

Síguese de ahí un anhelo de evidencia, una bús­


queda (quaedam inquisitio), una inteligencia insatis­
fecha:
Por lo que se refiere al acto de creer, éste con­
tiene una firme adhesión a una cosa, coincidien­
do así el que cree con el que sabe y con el que
entiende. Su conocimiento, sin embargo, no goza
de ese estado de perfección procurado por la evi­
dencia de la visión, coincidiendo en esto con el
que duda, sospecha u opina. De suerte que es
propio del creyente pensar con asentimiento1T.

«Hoy conozco de una manera imperfecta» (1 Cor


13,12); la tradición católica entera está de acuerdo
en esto y abundan en este sentido los textos de
Santo Tomás:
Si alguien sabe por demostración que la suma
de los tres ángulos de un triángulo es igual a
dos rectos, comprende esta verdad; pero si hay
otro que la recibe como probable, por el hecho
de que los sabios o gran número de personas lo
afirman así, esa persona no la comprende, por­
que no ha alcanzado el modo perfecto de cono­
cimiento que exige su objeto

Ahora bien, éste es el caso de la fe, cuyas ver­


dades «desbordan la razón» 1S, «al no comprender
la inteligencia aquello a lo que, creyendo, da su
asentimiento» 2“. De ahí que la certeza que aporta
sea menor que la de la ciencia:
16 1 q.12 a.13 ad 3.
17 2-2 q.2 a.le.
-8 1 q.12 a.7c.
19 Contra gentiles III q.154.
20 Ib., III q.40.
180 IV. La teología y freud
Si consideramos la certeza desde el punto de
vista del sujeto que la posee, diremos que esta­
mos tanto más ciertos de algo cuanto más ple­
namente esté el espíritu en posesión de su obje­
to. Desde este punto de vista, y puesto que los
objetos de la fe están por encima de nuestra in­
teligencia—lo que no es el caso de la ciencia—,
la fe es, en cuanto a eso, menos cierta que la
ciencia21.

De este modo, la fe no permite a la inteligencia


actuar a tenor de todas sus exigencias, puesto que
le falta la evidencia y la demostración racional.
Pero no por eso deja de ser la fe un acto de inte­
ligencia: «Hay objetos que tenemos que compren­
der para llegar a la fe, así como hay otros que,
sin la fe, no los podemos comprender» La pro­
pia teología, ¿no es, según la vieja fórmula, fides
quaerens intellectum? Así que, cuando Freud se
refiere al «famoso credo quia absurdum de los
Padres de la Iglesia» 23, se equivoca, ya que seme­
jante fórmula, que ni siquera está citada con exac­
titud, es de Tertuliano y no pertenece a la tradi­
ción patrística y teológica de la Iglesia católica 2í.
Repetimos que la fe cristiana, por pertenecer al
orden de las relaciones interpersonales, es una in­
teligencia del corazón. Siempre lo han dicho los
21 2-2 q.4 a.8c.
22 San Agustín, Enarrat. in Psalm. 118. Cf. Santo Tomás, Suma (2-2
q.8 a.8 ad 2): «La fe no puede siempre y en todo sobrepujar al enten­
dimiento, puesto que el hombre entonces no podría, por medio del acto
de creer, dar su asentimiento a las verdades que se le proponen si de
algún modo no las conociera».
23 El porvenir de una ilusión p.74; S. E. 21,28; Malestar en la civi­
lización p.736; S. E. 21,11; Moisés y el monoteísmo p.115 y 159;
S. E. 23,85 y 118.
24 En efecto, Tertuliano, por entonces montañista ya, escribió acerca
de la resurrección de Cristo: Credibile est, quia ineptum est et certum
quia impossibile (De carne Cbristi c.5). Cf. A. d'Ales, La teología de
Tertuliano (París 1905) p.34 nt.l; Franqois Refousé, Tertuliano y la
filosofía: Revue des Sciences Religieuses 1 (1956) 44-45. Esta fórmula
incisiva de Tertuliano no ha sido nunca tradicional entre los Padres de
la Iglesia.
Adaptación a la realidad 181
teólogos al hablar del papel de la caridad en el acto
de fe. «El amor de Cristo que supera todo cono­
cimiento», como afirma San Pablo (Ef 3,19). No
existe fe humana sin afecto; no hay fe cristiana
sin amor de Cristo, en quien ella encuentra su cer­
teza. «La fe bebe su certeza fuera del orden pro­
piamente intelectual, pues la toma dentro del or­
den de los factores voluntarios» 2°. Pero hay que
advertir que dicho amor de Cristo no es un «sen­
timiento» religioso, sino que pertenece al orden del
«querer», es decir, según el vocabulario de los
antiguos, al orden de la afectividad de la inteligen­
cia. Para ellos, y para Santo Tomás particular­
mente, la inteligencia es capaz de amar—en su
plano, que no tiene carácter pasional—, de forma
que él llama voluntad a esta afectividad de la inte­
ligencia 26.
Así, pues, la fe, como acto de un sujeto a nivel
de inteligencia afectiva, no es, de entrada, adhesión
a una «doctrina»—y menos aún a una moral—;
la fe es encuentro del hombre con Dios. Consiste
en una experiencia personal e incomunicable en su
vivencia 27. Se trata de un hecho reconocido, sin lu­
gar a equívoco, por todos los creyentes, desde
Abrahán. De modo que ni nos coge de sorpresa
ni nos hace temblar la advertencia de Freud:
25 Santo Tomás, III Sent. q.23 a.2 sol.1.2. Cf.: «El objeto de la fe
no es conocido con total certeza, en el sentido de que la certeza concede
al espíritu descansar en la cosa conocida, puesto que el creyente da su
asenso a lo que cree no porque su entendimiento haya llegado a los
objetos de su fe, adscribiéndolos a principios, sino porque su voluntad
le inclina a concederlo a las cosas creídas» (De ver. q.10 a.11 ad 6).
26 Contrariamente a una opinión que se halla muy extendida, estima­
mos que, la fe no es primero y principalmente cuestión de sentimiento
o emoción. ¿No es cierto que solemos hablar de «sentimientos religio­
sos»? Freud, a su vez, usa esta frase: «El tan enigmático fenómeno emo­
cional de la fe (tbe very puzzling emotional pbenomenon of faith)»
(Moisés y el monoteísmo p.159; S. E. 23,118).
27 Cf. Jean Mouroux, La experiencia cristiana. Introducción a una
teología (Aubier, París 1954); Antoine Vergote, Psicología religiosa
(Dessart, Bruselas 1966).
182 ZK. La teología y Freud
Si la verdad de las doctrinas religiosas depen­
de de un acontecimiento interior que dé testimo­
nio de esta verdad, ¿qué hacemos con esos otros
hombres a quienes no sucede nada de eso, por
lo demás tan escasamente frecuente? 2829

Claro que sí. Estamos en ello, pues precisamen­


te esta cuestión trae de cabeza a los que se dedican
a ministerios apostólicos. Incluso estamos conven­
cidos de que esta relación hombre-Dios es una ex­
periencia nacida bajo la inspiración del Espíritu
Santo en lo más íntimo de un hombre. La fe es,
ante todo, una inspiración divina que el magiste­
rio de los «enviados» de la Iglesia de Cristo lo
único que hace es confirmar y precisar desde fue­
ra Tal es nuestra fe y no tratamos de ocultarlo.
Vive el creyente una experiencia relacional que
no es reductible al conocimiento racional. Estamos
con Freud (lo sabíamos antes que él) en que «las
doctrinas religiosas se substraen a las exigencias
de la razón, están por encima de ella; hay que per­
cibir su verdad interiormente»; pero tendríamos
que matizar esta frase suya: «No es necesario com­
prenderla. Ese credo no interesa más que a título
de confesión individual; en cuanto precepto, no es
vinculante para nadie. ¿Acaso puedo yo estar obli­
gado a creer todos esos absurdos?» 30 «No, el cre­
yente no está «obligado», no está «vinculado a un
precepto»: el creyente pone su fe en la persona
28 El porvenir de una ilusión p.75; S. E. 21,28.
29 Santo Tomás, In loan. (VI 5 n.3): «No es sólo la revelación exte­
rior y objetiva la que posee un poder de atracción. También el ins­
tinto interior excita al alma y la mueve a la fe. En este sentido hay que
decir que son muchos los que el Padre lleva al Hijo; a saber, por me­
dio del instinto interior y la moción divina que induce al corazón del
hombre a creer (interioris instinctu Dei invitantis)». Cf. III Sent. q.23
a.3,2 ad 2.
30 El porvenir de una ilusión p.75; S. E. 21,28.
Adaptación a la realidad 183
de Cristo. Y eso sí que es una «confesión indivi­
dual».
Hay verdades que sólo la experiencia personal
es capaz de descubrir y de juzgar.
Para convencerse de la exactitud de las teorías
analíticas, es necesario, dice Freud, contar con su
confirmación por medio de la experiencia personal
de un análisis:
Exigimos, por ello, que quien desee practicar
en otros el análisis se someta primero él a uno.
Solamente en el curso de este autoanálisis—como
sin razón se le llama—, al experimentar en su
propio cuerpo—mejor dicho, en su propia alma—
los procesos cuya existencia el análisis propugna,
nuestros alumnos se hacen con las convicciones
que más tarde serán su guía en la tarea de ana­
listas. ¿Cómo, entonces, puedo aspirar yo a con­
vencerle de la exactitud de nuestras teorías, a us­
ted, oyente imparcial, a quien no me es posible
presentar más que una exposición incompleta,
fragmentada, sin claridad, por lo tanto, y a quien
falta la confirmación de su experiencia perso­
nal? 3132

Por otra parte, la experiencia personal se nece­


sita también para la percepción estética:
Ya sé que no se trata simplemente de un caso
de inteligencia comprensiva. Tiene que revivir
en nosotros ese estado de pasión, de emoción
psíquica que provocó en el artista el impulso
creador sí.

¿Y por qué regla de tres, lo que es verdad en


el caso del arte, del psicoanálisis y de toda reía-
31 Psicoanálisis y medicina p.146; S. E. 20, 199.
32 El Moisés de Miguel Angel, en Ensayos de psicoanálisis aplicado
p.10; S. E. 13,212.
184 IV. La teología y Freud

ción interindividual, tiene que ser siempre ilusión


o delirio neurótico cuando se trata de la religión?
Porque Freud, en tratándose de la religión, le
niega todo valor a lo que declara necesario y legí­
timo cuando va referido al arte y al conocimiento
del psicoanálisis:
Es otra ilusión esperar nada de la intuición o
de la introspección. La intuición no puede brin­
darnos más que indicaciones—difíciles de inter­
pretar—acerca de nuestra vida psíquica. Nunca la
menor información respecto a los problemas a los
que la doctrina religiosa tan fácilmente sabe res­
ponder 33.
Freud no parece considerar como experiencia re­
ligiosa más que lo que él llama el éxtasis. Supo­
niendo que no se trate de una ilusión o de una
neurosis, el éxtasis no tendría valor más que para
el que sea su protagonista. Cosa que le autoriza,
piensa Freud, a rehusar tomarlo en consideración:
¿Qué puede valerle a los demás que usted, du­
rante un éxtasis que se apoderó de todo su ser,
haya adquirido la inquebrantable convicción de
la verdad real de las doctrinas religiosas? 31
La razón y la experiencia científica, ¿no le servi­
rían aquí de coartada a Freud para no ver lo que
de verdad y de proceso legítimo puede haber en
la fe? 33
83 El porvenir de una ilusión p.85; S. E. 21,32.
34 Ib., p.75-76; S. E. 21,28. Cf. Un acontecimiento de la vida reli­
giosa: ib., p.190; S. E. 21,170.
35 Conocemos la respuesta de Freud, llena de mordaz ironía y quién
sabe si de despecho, a la carta de un médico protestante que le había
escrito que «Dios hace que mi alma vea claramente que la Biblia es la
Palabra de Dios». Freud manifiesta haberle contestado: «Dios no se ha
portado así conmigo. Nunca me ha hecho escuchar una voz interior
semejante, y—dada mi edad—si no se da prisa no tendré yo la culpa
de seguir siendo hasta el fin de mi vida lo que he sido: un judío infiel»
(Un acontecimiento de la vida religiosa [1928], en El porvenir de una
ilusión p.190; S. E. 21,170).
Adaptación a la realidad 185

Nosotros le responderíamos a Freud: es falso


que la fe niegue la razón, pero es verdad que la
sobrepasa; es verdad que la fe es un «aconteci­
miento interior», pero también las relaciones in­
terpersonales más inteligentes y más plenamente
humanas son de este orden. Es cierto que la veri­
ficación con la realidad no se ejerce ni puede ejer­
cerse, en el caso de la fe, al estilo de la ciencia30
*36.
Pero el conocimiento de una persona, en la reali­
dad única de su vivencia relacional, es algo impo­
sible para la ciencia; mientras que la fe, la con­
fianza, la fidelidad, en una palabra, una inteligen­
cia del corazón, lo hacen posible (claro está que
sólo hasta cierto punto y no sin la inquietud de
una pequeña incertidumbre), por no hablar de las
ilusiones y de las oscuridades de la vida afectiva3’.
Una vez más lo hemos de decir: de este modo es
como tienen su vivencia las relaciones de persona
a persona, y es contrario a la razón dejar de ad­
mitirlo invocando la ciencia.
Entre los criterios de madurez específica de la
«fase científica», Freud ponía la adaptación a lo
real. Si es que se trata de conocer la realidad del
cosmos y sus leyes, estamos con él en que la cien­
cia es el mejor instrumento de adaptación a lo
real. Pero si se trata de la realidad de las personas,
no sirve la ciencia, cosa que sentimos mucho tenér­
sela que recordar precisamente a un psicólogo38.
30 Cf. Olivier Rabut, La verificación religiosa (Ed. du Cerf, París
1964).
37 Incluidas las utilizaciones neuróticas de temas religiosos, tan fre­
cuentes en los escrupulosos, falsos místicos, etc., Freud ha analizado
uno de estos casos en la persona del presidente de los Estados Unidos,
Thomas Woodrow Wilson, en una obra escrita en colaboración con el em­
bajador Bullir, obra que ahora acaba de aparecer, por cortesía hacia la
señora Wilson (Sigmund Freud y William C. Bullit, El Presidente
Thomas Woodrow Wilson. Retrato psicológico [Albin Michel, París
1967]).
38 El porvenir de una ilusión termina con esta declaración: «No, núes-
186 IV. La teología y Freud

Unicamente la inteligencia del corazón—con todos


sus albures—permite adaptarse a esa realidad: la
persona que me ama a mí y a la que amo yo.
Por lo que hace a la fe en Dios, la adaptación
a lo real que es él, en la realidad de su ser y en su
intervención en la vida del hombre, constituye una
tarea sobrehumana; por eso creemos que no puede
realizarse sin la ayuda del propio Dios. Ahí está la
experiencia de los santos demostrándolo con hechos.
¿Podemos, a título de hipótesis, pensar que esta
experiencia, personal y comunitaria, de la fe es
lo que correspondería a ese «algo que tiene poca
analogía y ningún equivalente» del que Freud ha­
blaba en su Moisés? Llegaríamos incluso a opinar
que la fe, vivida así, exige una formidable adapta­
ción a lo real (aunque no sea de tipo científico)
y que posibilita e incluso favorece una maduración
del creyente.
Tal es, al menos, la fe católica en su autentici­
dad. Ahora bien, nosotros somos los primeros en
preguntarnos si los hechos responden a tales pers­
pectivas. Unicamente un examen «científico» de la
cuestión, en la medida en que ello sea posible, lo­
grará dar respuesta a esta pregunta. Deseamos que
sea acometido un trabajo de esta naturaleza ”,
tanto más cuanto que Freud parece haber rehusa­
do considerar, ni siquiera a título de hipótesis de
trabajo, la posibilidad de tal realidad.
tra ciencia no es una ilusión. Pero lo sería creer que podemos encontrar
por otros medios lo que ella no nos puede proporcionar» (p.154; S. E.
21,56).
39 Este tipo de investigación científica parece que tiene que ser muy
difícil de realizar, ya que siempre hay algo «indecible» en una expe­
riencia auténtica de la relación a Dios. Habrá, sin duda, que conformar­
se con «testimonios» como los recogidos por «La Vie Spirítuelle» y pu­
blicados en el volumen El testimonio de las monjas de clausura: Dios
les basta (Ed. du Cerf, París 1962), así como otros que han aparecido
en esa misma revista: el de las viudas (julio de 1963), los sacerdotes
(julio de 1964) y los convertidos (julio de 1965).
Adaptación a la realidad 187
Nosotros, por nuestra parte, entendemos que la
fe puede tener un valor educativo «con vistas a la
realidad», empleando la frase de Freud en EZ por­
venir de una ilusión.
El hombre no puede ser perpetuamente un
niño. Tiene un día que aventurarse dentro de un
universo hostil. A eso podemos llamarlo «la edu­
cación con vistas a la realidad» feducation to
reality). Ni que decir tiene que mi único propó­
sito al escribir este estudio ha sido el de llamar
la atención sobre la necesidad de este progreso10.

Nosotros también estamos por este progreso,


pero opinamos que sólo es posible si se adapta a
la realidad de las personas y de sus relaciones, cosa
que no le es dado más que a la inteligencia del
corazón.
Además, la adaptación del creyente a la realidad
es también «una orientación del objeto de sus de­
seos hacia el mundo exterior». Este mundo exte­
rior es, para el creyente, el propio Dios (a cuya
trascendencia e inmanencia nunca habrá logrado
adaptarse del todo); lo son también sus hermanos
y la comunidad eclesial y todos los hombres; lo son
las preocupaciones y la actividad apostólica. Es de­
cir: todas las realidades en las que la caridad le
invita a invertir su vida afectiva, inteligente y sen­
sible.
Y lo es también el mundo terrestre, las ciencias,
el arte, las técnicas, la conquista de la naturaleza.
Realidades éstas que el creyente comparte con el
no creyente, y que la fe ilumina con una luz nueva
al darles mayor significación y valor. Contraria­
mente a lo que opina Freud 11, esta realidad pro-
40 El porvenir de una ilusión p.135; S. E. 21,49.
41 Malestar en la civilización p.172; S. E. 21,84.
188 IV. La teología y Freud

fana está lejos de ser despreciada o dada de lado


por el creyente.

b) Los dogmas y «misterios»


Lo primero del creyente es haber dado su fe
a la persona de Cristo y—en segundo lugar—
a sus enseñanzas y mandamientos. Este segundo
lugar ha alcanzado en el correr de los tiempos, y
por una necesidad legítima de formular el conteni­
do de la fe, un desarrollo que ha desembocado en
las formulaciones dogmáticas.
Una vez más hay que decirlo: no son los dog­
mas los que exigen la fe del creyente, como parece
pensar Freud Los dogmas se limitan a enunciar
en fórmulas precisas y sancionadas por la comuni­
dad jerarquizada de los creyentes el contenido de
una fe dada a Cristo.
Tales proposiciones dogmáticas, ¿serían obstácu­
lo para la «educación con vistas a la realidad»?
Santo Tomás cree que no. No sólo porque «aquel
que con rectitud (recte) profesa la fe cristiana tiene
voluntad de adhesión a Cristo en lo que verdade­
ramente forma parte de las enseñanzas de Cris­
to» ", sino también porque «las representaciones
en las que la fe percibe la realidad divina no son
ellas propiamente el objeto de la fe, sino algo por
medio de lo cual la fe percibe su objeto» Ocurre
así, por lo demás, con toda clase de conocimien­
tos, ya que lo que el hombre percibe de la reali­
dad lo hace mediante la idea que de ello se forma:
42 Freud, a propósito de las creencias religiosas, habla sólo de «doc­
trinas», o de «dogmas», de su «pretensión a que les creamos» (EZ porve­
nir de una ilusión p.69; S. E. 21,26). Repetimos que no es así la fe
cristiana.
43 Santo Tomás, Suma teológica 2-2 q.ll a.le.
44 Santo Tomás, De veritate q.14 a.8 ad 11.
Adaptación a la realidad 189
En el símbolo, como por el modo de hablar
se ve, se pretende alcanzar las verdades de la fe
en la medida en que son ellas término del acto
del creyente. Ahora bien, el acto del creyente no
se queda en el enunciado, sino que tiene su tér­
mino en la realidad (actas credentis non termi-
natur ad enunúabile, sed ad rem). En efecto, no
formamos enunciados más que para tener por
medio de ellos conocimiento de las realidades, lo
mismo en la fe que en la cienciaís.

Este proceso de conocimiento de la realidad re­


frendado por la fe hay que decir, en primer lugar,
que no es el del conocimiento abstracto, racional
y filosófico (cuyas definiciones dogmáticas toman
prestado su vocabulario), sino que lo encontra­
mos ya en la fuente misma de los dogmas: en el
modo en que Dios ha hablado a los hombres. Es
un hecho el que este lenguaje es el de las imágenes,
los acontecimientos de la vida de los hombres, las
parábolas, y no el de la filosofía o la ciencia.
Este lenguaje bíblico nos parece excelentemente
adaptado a la situación. En efecto, si es verdad que
Dios «vive en una luz inaccesible» (1 Tim 6,16),
¿cómo podría comunicarse con los hombres si no
es poniéndose al nivel de su capacidad de inte­
ligencia, incluso en las «profundidades» del psi­
quismo humano? Para llegar mejor hasta ellos, ahí
donde están, les proporciona «signos» visibles, per­
ceptibles por nuestros sentidos, a fin de manifes­
tarse como invisible y no perceptible. La Biblia,
la liturgia y la teología anterior al siglo xiv llaman
a tales signos «misterios», en el sentido en que
nosotros hablamos de «sacramentos» “. De este
45 Santo Tomás, Suma teológica 2-2 q.l a.2 ad 2.
46 Cf. A. Plé, Por una mística de los misterios: Supplément de La
Vie Spirituelle 23 (nov. 1952) 377-396.
190 IV. La teología y Freud

modo, la zarza ardiendo, las teofanías del Exodo,


la palabra de los profetas, son misterios, pues
Dios, por medio de tales signos, se revela y mani­
fiesta como que está ahí y en otro lugar. Lo visi­
ble lleva a lo invisible, y sólo la fe orienta la mirada
hacia lo que no se ve, un poco como ocurre con el
querer que nos transluce en los ojos de aquellos
que amamos los secretos de su corazón.
Esta pedagogía de la revelación desemboca en
Cristo, Dios y hombre en una sola persona, como
«misterio de Dios» (Col 2,2-3), hasta el punto
que ha podido decir: «Felipe, quien me ha visto
a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9).
De este modo, un misterio, en su primitivo sen­
tido—que, por desgracia, hemos perdido nos­
otros—, significa la manifestación perceptible a los
hombres del Dios no perceptible y de su designio
de salvación en vías de realización por y en Cristo,
en su Iglesia (ella misma «el misterio de Dios»
una vez que Cristo nos es invisible en su humani­
dad corporal). Dios habla a los hombres «miste-
rialmente», y los apóstoles de Cristo hacen otro
tanto: «Predicamos, dice San Pablo, la sabiduría
de Dios en misterio» 4748(1 Cor 2,7).
Aparece ahí el modo fundamental y específico
de la fe cristiana y de la «mística» “. No es su len­
guaje de tipo «racional», salvo en el caso de los
dogmas y la investigación teológica, que significan
la labor de la inteligencia racional de los creyentes
para formular verdades cuya percepción y certeza
son de otro orden.
Esto es un hecho que se nos muestra sólida­
mente establecido. Para discutirle su valor habría
47 San Pablo dice: en tnystérió.
48 Cf. A. Plé, o.c., p.390-391.
Adaptación a la realidad 191
que probar que dicho tipo de conocimiento «inter­
personal» sería falaz, inadecuado, o infantil y neu­
rótico; habría que probar que el modo operativo
de la inteligencia que llamamos científico o lógico-
matemático sería el único posible para conocer la
«realidad humana» (y divina) en el marco de una
situación de diálogo. Nos da la impresión de que
existe un prejuicio gravemente nocivo en ese deseo
que algunos tienen de reducir la vivencia de las
relaciones interpersonales a lo que puede ser racio­
nalizado, lo mismo que en esa moda que ahora co­
rre de querer «desmitificar» todo. Porque los mi­
tos nos dicen cosas que el lenguaje racional lo único
que hace es traicionarlas tan gravemente como a un
poema su traducción en otra lengua.
«Podemos preguntarnos si la verdadera mitifi-
cación no reside en la pretensión de querer elimi­
nar el mito. Valdría más criticar el mito uno por
49
uno» .
Freud tuvo cierto interés por los mitos ”, pero sin
ver en ellos más que las «huellas desfiguradas
(distorted) del deseo imaginativo de naciones en­
teras y de los sueños seculares de la juventud de
la humanidad» ol.
Sería, por otra parte, una generalización prema­
tura reducir los misterios cristianos a los mitos,
pese a que ambas palabras pertenezcan a la misma
familia etimológica.
Tengamos en cuenta que sólo la fe permite per­
cibir al creyente algo de los signos de inteligencia
49 J.-M. Pohier, Psicología y teología (Ed. du Cerf, París 1967)
p.257-258.
50 Véase especialmente "Writers and Day-dreaming (1908): S. E. 9,
143-153; The Occurence in dreams of Material from Fairy Tales (1913):
S. E. 21,281-287; Theme of the Three Caskets (1913): S. E. 291-301;
Cinco lecciones sobre psicoanálisis, en Psicología colectiva y análisis
del yo (Payot, 1950) p.154; S. E. 11,36.
01 Writers and Day-dreaming: S. E. 9,152.
192 IV. La teología y Freud

que Dios hace a los hombres en los «misterios»


de la revelación revelación continuada hasta nues­
tros días por y en el «Cuerpo místico» de Cristo.
Es necesario, empero, que el creyente use bien
de estos misterios, es decir, que de ellos haga un
uso purificado ss, o, utilizando el lenguaje freudiano,
que haya superado el principio del placer.

2. La superación del principio del placer


Estamos ante un caso de ilusión cuando ocurre
que una determinada creencia está motivada preva-
lentemente por la realización de un deseo, sin pre­
ocuparse de si tiene que ver o no con la realidad “.
Por lo tanto, la ilusión es signo de infantilismo, si
no de neurosis.
En cambio, el «yo secundario», el de la madu­
rez, se rige por «la sustitución del principio del pla­
cer por el de la realidad». Lo cual «no significa
que se destrone al principio del placer, sino pre­
cisamente que se le salvaguarda» 52 55. En esto reside
54
53
uno de los fundamentos de la civilización 5657y del
proceso de madurez de cada uno: «Progreso que
lleva del principio del placer al principio de la rea­
lidad por el que el adulto se distingue del niño» ”.
52 «Los discípulos, acercándosele, le dijeron: ¿Por qué les hablas
en parábolas? A vosotros, les contestó, se os ha dado conocer los miste­
rios del reino de Dios, mientras que a ellos no se les ha concedido tal.
Porque a aquel que tiene se le dará y tendrá más, pero al que no tiene
se le quitará incluso lo que tiene. Por eso les hablo en parábolas, por­
que ven sin ver y oyen sin oír ni comprender» (Mt 13,10-13).
53 La liturgia lo pide con frecuencia. Véase, por ejemplo, la posco­
munión de la misa de la Transfiguración: ... Ut purificatae mentís intel-
ligentia consequamur.
54 Cf. El porvenir de una ilusión p.83-84; S. E. 21,31.
55 Tbe two Principies of Mental Functioning (1911): S. E. 12,223.
56 Actos obsesivos y prácticas piadosas p.182; S. E. 9,127.
57 «Algunos tipos de caracteres puestos de relieve por el psicoanáli­
sis», en Ensayos de psicoanálisis aplicado (Gallimard, 1933) p.106;
S. E. 14,312. «No es que (el enfermo) tenga que renunciar a todo goce.
A nadie, seguramente, se le puede exigir una cosa así, y Ja misma reli­
gión, cuando exige el abandono de los goces terrestres, tiene la obliga-
La superación del principio del placer 193
Síguese de ahí que, para poder determinar si y
cómo un creyente puede adquirir la madurez, todo
depende de si puede encontrar en su fe la base
de la superación del principio del placer por medio
del principio de la realidad. No se trata, como aca­
bamos de recordar, de que tenga que renunciar
radicalmente al principio del placer. Lo que ocurre
es que el yo secundario, una de cuyas funciones
es mantener relación con la realidad exterior al
sujeto, «intercala entre la necesidad y la acción el
espacio de tiempo necesario al pensamiento», y de
este modo es como «el principio de la realidad está
en mejores condiciones de proporcionar seguridad
y buen éxito»
El yo secundario actúa, por lo tanto, siempre
dirigido por el principio del placer, pero de un
placer adaptado a la realidad. Por eso Freud ha­
bla de un yo purificado, discernidor de la carac­
terística de los placeres:
El yo inicial del principio de la realidad, que
permite distinguir lo exterior de lo interior me­
diante un criterio de sana objetividad, evolucio­
na hacia un yo purificado, que sabe apreciar por
encima de todo la característica de los placeres .

Reconoce Freud esta característica de placer en


las actividades del arte 6°, la ciencia “ y el amor ,
pero se la niega a la religión:
ción de apoyar esta exigencia en la promesa de un goce en el más allá
incomparablemente mayor y más valioso».
58 Nuevas conferencias sobre el psicoanálisis (Gallimard, 1936) p-106;
S. E. 22,76.
59 Los impulsos y su destino (1915), en Metapsicología (Gallimard,
1952) p.58-59; S. E. 14,136.
60 Cf. Malestar en la civilización (p.707; S. E. 21,79-80): «En este
sentido (en el de la sublimación) se logran los resultados más completos
cuando nos ponemos a obtener del trabajo intelectual y de la actividad
espiritual una cantidad suficiente de placer. En tales circunstancias, el
destino apenas si puede ya algo contra vosotros. Satisfacciones de este
orden, como, por ejemplo, la que el artista halla en la creación o expe-
Freud y la reí. 13
194 ZK. La teología y Freud
Las religiones han sido capaces de lograr una
renuncia absoluta al placer en esta vida, gracias
a la promesa de una recompensa en una vida fu­
tura. Pero, a pesar de todo, no han podido con­
quistar con tal método el principio del placer. Es
la ciencia la que está más cerca de esta conquista,
porque la ciencia brinda también un placer inte­
lectual mientras se la cultiva, y promete el resul­
tado de una ventaja práctica63.

No vemos por ninguna parte en la religión o,


mejor dicho, en la fe cristiana, esa renuncia abso­
luta al placer de la que habla Freud. No consiste
en eso nuestra religión, que es la de las bienaven­
turanzas y el gozo de la caridad y así volvemos
a enfrentarnos con el verdadero problema que a
la luz del psicoanálisis nos planteamos: saber si
el creyente puede, en el ámbito de su misma vida
de fe, adquirir un yo adulto, es decir, «purificado»,
situado «más allá del principio del placer».
Uno de los puntos en los que Freud nos parece
incompleto es precisamente esa vaguedad e insufi­
ciencia del análisis del yo secundario y de lo que
rimenta al dar forma a las imágenes de su fantasía, o la que el intelec­
tual encuentra en la solución de un problema o al descubrir una ver­
dad, gozan de una calidad particular que un día sabremos con certeza
darle carácter metapsicológico. De momento, limitémonos a decir, me­
tafóricamente, que nos parecen «más delicadas y más cultivadas». Sin
embargo, su intensidad, comparada con la satisfacción de los deseos
impulsivos, burdos y primarios, está disminuida; son sensaciones que i
no suponen una conmoción física. Pero, de todos modos, el verdadero
punto débil de este método reside en que no es susceptible de un uso ’
general, pues sólo está al alcance de un pequeño número. Y es que, '
precisamente, implica disposiciones o dones poco extendidos, por lo ■
menos en medida eficiente». Véase también El porvenir de una ilusión
p.34-35; S. E. 21,13-14. ;
61 Cf. infra, nt.63. ■
02 «Está, sin embargo, reservado a una pequeña minoría de ellos, gra­
cias a su constitución, alcanzar la felicidad por el camino del amor»
(Malestar en la civilización p.727; S. E. 21,101).
63 Formulations on tbe two Principies of Mental Functioning: S. E.
12,223-224.
64 «El fruto del Espíritu Santo es caridad, gozo, paz, longanimidad,
servicialidad, bondad, confianza en los demás, dulzura, dominio de sí
mismo» (Gál 5,22-23).
La superación del principio del placer 195

él llama las «instancias psíquicas superiores». Da


la impresión de no ver que, por muy considerable
que sea la importancia de las exigencias y aporta­
ciones de la civilización, el desenvolvimiento del
yo parece exigir que haya en el hombre una capa­
cidad interna de asimilación de esta aportación ex­
terior. Para alimentarnos necesitamos la aportación
exterior de un alimento, pero también un sistema
digestivo interno que asimile dicho alimento. Ahora
bien, en lo que se refiere, por ejemplo, a la regu­
lación sexual, Freud «no se atreve a decidir» sobre
la existencia misma de este principio interno:
Creemos a veces descubrir que la presión civi­
lizadora no es la única a la que hay que culpar,
sino que la misma función sexual, por propia na­
turaleza, rehusaría en lo que a ella se refiere a
satisfacernos plenamente, empujándonos a tomar
otro camino. ¿Nos equivocamos al pensar así? Es
difícil pronunciarse en este punto6S.
Freud no acepta el que la conciencia (es decir,
para él, el super-yo) sea algo innato:
Si hay en nosotros una conciencia, ésta no tie­
ne por qué ser innata (even if conscience is so-
mething «.within us», yet it is not from the first).
En cambio, la sexualidad existe desde un prin­
cipio; no es, pues, algo posteriormente sobre­
añadido (a later addition) 66.
En nuestra opinión, únicamente una función
interna del yo puede dar cuenta de su desarrollo,
y en particular de sus actividades «superiores».
Para tener la inteligencia del hombre, de ese
hombre que surge de la animalidad, hay que ad­
mitir en él una capacidad (desvelada y sustenta-
65 Malestar en la civilización p.731-732; S. E. 21,105.
66 Freud, Nuevas conferencias acerca del psicoanálisis p.88; S. E.
22,61-62.
196 IV. La teología y Freud
da por aportaciones exteriores) de actividad inte­
ligente y afectiva (en este nivel) que hace posi­
ble, en su madurez, que actúe él por sí mismo,
se realice y sea responsable de sus actos, con todo
ese conjunto de características propias de lo que
Aristóteles y Santo Tomás llaman «actos hu­
manos»

La desconfianza de Freud hacia todo principio


interior (inteligencia, conciencia, dominio de sí mis­
mo, etc.) se debe indudablemente a una teoría muy
difundida, según la cual el hombre está integrado
por dos principios heterogéneos: el hombre, por
una parte, sería un ser animal, y, por otra, una
inteligencia, principio este último que vendría,
como de fuera de lo animal, a «sobreañadirse».
Esto explica sin duda por qué Freud no considera
al hombre más que en cuanto animal67 y es la ra­
6869
zón de que, por otra parte, no logre ver la uni­
dad de lo «corporal» y de lo «psíquico»8’. A
fortiori, pues, no tiene más remedio que negarse
a admitir la existencia de un principio «espiritual»
que, con el psiquismo, serían ya dos.
Los recientes estudios sobre el yo no se libran
siempre de este dualismo conceptual. Es el caso,
por ejemplo, de las orientaciones de Heinz Hart-
mann, que habla de un «factor autónomo en el
desarrollo del yo», «presente desde el nacimiento»,
y que se «distingue del ello por diferenciación a
67 Cf. A. Plé, Vida afectiva y castidad (Ed. du Cerf, París 1964)
p.21-86.
68 Cf. los pasajes citados en la p.57 de The Sexual Engligbtenment
of Cbildren: S. E. 9,139, y p.39 de Una dificultad del psicoanálisis, en
Ensayos de psicología aplicada p.142; S. E. 17,140.
69 «Por muy bien que quede la filosofía como puente entre lo corpo­
ral y lo psíquico, a los ojos de nuestra experiencia siempre subsistirá
el abismo entre los dos, y nuestros esfuerzos prácticos deben forzosa­
mente reconocerlo de hecho» (Psicoanálisis y medicina p.233: S. E.
20,247).
La superación del principio del placer 197
partir de la matriz del instinto animal» Este yo
autónomo vendría a constituir una esfera no con­
flictiva que estaría «desexualizada», «desagresiviza-
da», «desinstintivizada». Planteamiento al que, con
toda razón, el doctor Pasche objeta: «¿Cómo es
posible representarse negativamente una energía
psíquica, es decir, una energía sin cualidad sexual
ni agresiva, privada, para colmo, de todas las ca­
racterísticas propias de Eros y de todas las carac­
terísticas propias del instinto de muerte?» 70 71 En
la posición de Hartmann aprecia un dualismo, una
dicotomía: «La doctrina de H. Hartmann traza
un corte transversal, uno y sólo uno, que parte
al individuo en dos sustancias distintas: la instan­
cia autónoma (lo no conflictual, lo no instintivo)
y su contrario» 7273
.
Nosotros sabemos que hay en el hombre un prin­
cipio interno e innato de autonomía del yo, pero,
a fuer de discípulos de Aristóteles y de Santo To­
más, sabemos librarnos de cualquier clase de dua­
lismo, lo mismo en el plano ontológico que en el
genético. En nuestra concepción «hylemórfica»,
una «pasión», ponemos por caso, es, al mismo
tiempo y guardando una unidad específica, fenó­
meno fisiológico y psíquico ”, y la actividad de la
inteligencia incorpora el conocimiento sensible, sin
el que no puede funcionar 74. El alma humana es
70 Cf. Heinz Hartmann, Comentarios a la teoría psicoanalítica del
Yo: Revue Franijaise de Psychanalyse 3 (1967) 345.
71 F. Pasche, ¿Energía psíquica no instintiva?: Revue Fran^aise de
Psychanalyse 3 (1967) 437.
72 Ib., p.440.
73 Cf. Suma teológica 1-2 q.37 a.4c; 1 q.20 a.l ad 2, etc.
74 Cf.: «Para alcanzar su fin último, el alma necesita del cuerpo, pues
por medio de su cuerpo se perfecciona en ciencia y virtud» (Contra gen­
tiles III q.144); «Puesto que hay hombres corporalmente mejor consti­
tuidos, les corresponde también un alma cuya inteligencia es más vigo­
rosa. Por eso dice Aristóteles que aquellos que tienen la carne delicada
[cuyo sentido del tacto es fino] están bien dotados espiritualmente» (Del
alma c.p.; «La inteligencia, para actuar, necesita de las facultades in-
198 IV. La teología y Freud

una; un único principio vital en todos los niveles


de la actividad, desde la digestión a la investiga­
ción científica.
Desde el punto de vista genético, y en el marco
de esta concepción hylemórfica, «el animal nace
antes que el hombre» , y el alma del embrión es
rica en esas virtualidades llamadas «nutritivas»,
«sensitivas» e «intelectuales» 76. Estas virtualida­
des se desarrollan en el tiempo, de forma que las
primeras, es decir, las «menos perfectas», prepa­
ran el terreno corporal para que las «más perfec­
tas» puedan actuar:
En el orden de la generación y en el orden
temporal..., las potencias vegetativas son anterio­
res a las sensitivas; de este modo, aquéllas pre­
paran el cuerpo (para que éstas puedan actuar).
Ocurre otro tanto con las sensitivas respecto a las
intelectivas 11.

En esta concepción, el acceso a la actividad inte­


ligente, a la autoestructuración del yo, no significa
en el hombre en devenir «algo posteriormente so­
breañadido» 78, sino la culminación de un ser cuyas
actividades «superiores» no solamente vienen sien­
do preparadas en el tiempo por el ejercicio de las
«inferiores», sino que las integran en sus activi-
feriores; por eso, quienes gozan de una imaginación, una facultad cogi-
tativa y una memoria mejores, son también los mejores dotados por
lo que se refiere a la inteligencia» (I q.85 a.7c), etc. Santo Tomás llega
a afirmar que el propio Cristo oró también con su «sensualidad» (III
q.21 a.2).
75 I q.77 a.7c.
76 I q.118 a.2 ad 2.
77 I q.77 a.4c.
78 Según la expresión de Freud citada en la p.195, Santo Tomás re­
chaza tal concepción: «Algunos dicen que al alma vegetativa, que sería
la primera en encontrarse ya en el embrión, le sobrevendría (super-
venit) otra alma, que es la sensitiva, y luego otra más, que es el alma
intelectiva. De este modo habría en el nombre tres almas, de las cuales
una estaría en potencia respecto a la otra. Cosa que ya hemos dicho
(I q.76 a.3) que es imposible» (I q.118 a.2 ad 2).
La superación del principio del placer 199
dades específicas. La autonomía del yo no se plan­
tea ni se ejerce más que en los impulsos instintivos.
Su modo operativo no es el del instinto, sino que
es el instinto el que se presta a una autorregula­
ción progresiva (y limitada) El yo primario de
los instintos (el yo-placer) es el que evoluciona
a yo secundario (yo-realidad).
Renunciamos, porque no nos hace falta, a recu­
rrir a algo posteriormente sobreañadido para ex­
plicar las actividades de las instancias superiores.
En esta concepción no cabe dualismo alguno.
Sin duda, por temor a este dualismo (que mu­
chos sin razón alguna ven forzosamente vinculado
a una concepción del hombre espiritualista y reli­
giosa), Freud y sus discípulos profundizan tan poco
en su antropología, rehúsan más o menos traspo­
ner el nivel de los impulsos y se muestran poco
propicios (cuando no se niegan de plano) a abrirse
a lo que llamamos los «actos humanos».
Por no situarse en este nivel, Freud define la
libertad (para rechazar su existencia) como una
ausencia de motivación o un «sentimiento» 79 80 (cuan­
do en verdad es una autodeterminación) y parece
ignorar que el hombre es capaz de superar su in­
clinación a lo placentero o a lo útil:

Del mismo modo que el yo-placer no puede


hacer otra cosa que no sea desear, preocuparse
• para alcanzar lo placentero y evitar lo desagra­
dable, el yo-realidad no necesita hacer más que

79 Esta es exactamente—si bien en otros términos—la concepción to­


mista de la virtud moral. Cf. III Sent. q.23 a.1,1c; De virt. in communi
4c, y A. Plé, o.c., p.148-150.
80 Psicopatologia de la vida cotidiana p.293-294; S. E. 6,253-34. Véa­
se también Introducción al psicoanálisis (Payot, 1947) p.120; S. E. 15,
106. Cf., a este respecto, N. Mailloux, Deterninismo psíquico, liber­
tad y desarrollo de la personalidad: Supplément de la Vie Spirituelle
(sept. 1952) 257-276.
200 IV. La teología y Freud
buscar lo útil y guardarse de todo lo perjudi­
cial “.

La veneración que profesaba Freud por la ver­


dad y la ciencia no parece haberle puesto en la
pista de lo que Aristóteles llama el «bien hones­
to», es decir, algo absoluto, amable y amado por
sí mismo, que pertenece al orden de la belleza y la
verdad, fuente, sí, de placer, pero de un placer pu­
rificado de tendencias predominantes. Ahora bien,
esto es lo que precisamente nos parece específico
del modo de amor y de placer de la afectividad
inteligente (y, por lo tanto, del de la caridad):
Por lo que se refiere al apetito sensitivo, las
operaciones son requeridas tan sólo en orden al
deleite. El intelecto, por el contrario, capta la
idea general del bien, a cuya posesión se aplica
el goce, y, por esta razón, es el bien lo que se
propone a título principal, más bien que el pro­
pio goce en sj 81
82.

Esta superación del principio del placer se en­


cuentra en Santo Tomás en todos los niveles de
los «actos humanos», incluidos los de la gracia y
los dones del Espíritu Santo. Lo que dice del don
de temor es un buen ejemplo. Dicho temor de
Dios está llamado a evolucionar, yendo del temor
llamado «servil» (temor del infierno) al temor
«casto». Sólo la caridad consigue que accedamos
a esta actitud filial, menos primitiva y menos nar-
cisista con respecto a Dios. El don de temor corona
esta evolución 83.
81 Formulations on tbe two Principies of Mental Functioning: S. E
12,223.
82 Suma teológica 1-2 q.4 a.2 ad 2.
83 Véase íntegra la cuestión acerca del don de temor (Suma teológica
2-2 q.19). Acerca de las relaciones del don de temor y la virtud de la
templanza, véase 2-2 q.141 a.l ad 3. La expresión temor «casto» se toma
La superación del principio del placer 201
Es interesante trazar el paralelismo entre esta
posición general de Santo Tomás y la superación
freudiana del principio del placer, aunque no se
trate de actividades al mismo nivel.
Si aceptamos que, de hecho y de derecho, la es­
peranza y la caridad actúan específicamente en el
nivel superior del «acto humano», donde el placer
está relativizado con respecto a la realidad amada,
la complejidad humana del creyente abre una pers­
pectiva complementaria.
El hombre, efectivamente, no está siempre en
activo en este nivel superior: el cristiano, de niño,
no es aún capaz de realizar actos humanos; de
adulto, no vive exclusivamente en el nivel de su
afectividad inteligente, incluso aunque haya alcan­
zado ya su plena madurez. Todo el hombre es el
que progresivamente se va haciendo humano y cris­
tiano. Animal al nacer, va lentamente humanizán­
dose con una humanización que no tiene sitio más
que en su vida corporal, en su sensibilidad y en su
psiquismo. El creyente percibe los misterios divi­
nos por medio de sus sentidos M, y en estas cir­
cunstancias responde a la llamada de Dios con «sen­
timiento» s", siempre, claro está, en la medida en
que su fe actúa también en este nivel, y hablando
no solamente del niño, sino también del adulto.
En este nivel de los actos «prehumanos» y «so­
brehumanos» 88 es donde podemos tomar contacto
con Freud y enriquecernos con sus análisis.
Ciertamente no ha habido que esperar a Freud
de la analogía con la sumisión amorosa de la esposa hacia su esposo
(2-2 q.19 a.2 ad 3).
84 Cf., entre otros, Contra gentiles (III q.119): Quod per quaedatn
sensibilia mens nostra dirigatur ad ~Deum. Véase también Suma teo­
lógica 1-2 q.101 a.2c.
85 Acerca de la participación del sentimiento en la «devotio»: Suma
teológica 2-2 q.82 a.l y 1-2 q.24 a.3 ad 1.
86 A. Plé, Vida afectiva y castidad p.46-59.
202 IV. La teología y Freud

para constatar todo lo que de infantilismo, animis­


mo, superstición o magia pueda haber en las acti­
tudes y prácticas religiosas de gran número de
cristianos «corrientes» Es un hecho el que «la
religión no la viven los creyentes en su más alto
nivel posible» S!, tema éste en el que nos remitimos
a la reciente obra del P. Pohier, donde encon­
tramos un juicioso análisis (en la perspectiva de
Piaget) de las tentaciones de ese infantilismo inhe­
rente al pensamiento religioso y cristiano 8789.
88
Creemos que, en lo esencial, y situados en el
nivel en que opinamos debe situárselos exactamen­
te, los análisis de Freud sobre la religión son acer­
tados. Tales análisis nos aportan cierta luz en tanto
en cuanto que la fe no se vive en «su más alto
nivel»; en tanto en cuanto que no están suficien­
temente superadas las secuelas del «origen» colec­
tivo e individual de las religiones; en tanto en
cuanto que también la actitud religiosa, incluso la
«evolucionada», pone en marcha un modo de obrar
de la inteligencia (relaciones afectivas con los de­
más) diferente del de la ciencia (conocimiento ló­
gico-matemático de leyes universales). En fin, en
tanto en cuanto que incluso en el hombre más ma­
duro y racional su psicología infantil permanece
87 En este nivel de la fe comenzamos ya a poder beneficiarnos de in­
apreciables encuestas sociológicas y psicológicas, especialmente las de
J. P. Deconchy, Estructura genética e idea de Dios: Lumen Vitae (Bru­
selas 1967). Se encontrará una exposición muy sugestiva de estas encues­
tas en A. Vergote, Psicología religiosa (Dessart, Bruselas 1966). Véase
también B. Joinet, Investigaciones lingüisticas en pastoral litúrgica y
catequética: Supplément de La Vie Spirituelle 82 (sept. 1967); G. Four-
nier y G. Dechambre, Significación de gestos y objetos para niños y
adolescentes. Resultados de encuestas: La Maison-Dieu 91 (1967) 163-
172), etc.
88 Cf. J.-M. Pohier, Psicología y teología p.21.
89 Conviene advertir que el infantilismo que se pueda descubrir en
la experiencia religiosa no es necesariamente patológico. Puede estar al
servicio de la persona, como lo ha demostrado D. H. Salman, O. P.,
La regresión al servicio del yo en la experiencia religiosa, en Archiv für
Religionspsycologie vol.9 (Gottingen 1967) p.51-64.
La superación del principio del placer 203
latente, puede actuar inconscientemente y manifes­
tarse, por ejemplo, por medio de actos fallidos
o por la «tendencia a la superstición» notada por
Freud ”, o incluso por un «retorno de lo repri­
mido» 91.
En el hombre más adulto, el conocimiento a
través de los sentidos y la vida emotiva tienen una
actividad tan normal como indispensable, y su modo
de actuar no es el de la vida de la inteligencia,
sea cual fuere el dominio de ésta sobre aquélla.
Dicho en términos psíquicos, este progreso de
la fe, de la esperanza y de la caridad consiste pre­
cisamente, utilizando la expresión de Freud, en
«evolucionar hacia un yo purificado del principio
del placer» Dicho en términos teológicos, este
progreso consiste en el ascendiente de la caridad
sobre el apetito sensitivo, lo que permite a este
último participar en una modalidad del amor que
no le es espontánea. Está, efectivamente, dominado
por la búsqueda del placer, pero su participación
en el modo de obrar de la inteligencia afectiva le
permite integrarse, sin mutilarse ni inmolarse, en
una clase de amor dominada por el principio de la
realidad.
Se produce, por decirlo con palabras empleadas
por Piaget, un doble fenómeno de «decentration»
y de «recentration» que franquea el paso a la
madurez 93.
Síguese de ahí, no una renuncia a la búsqueda
del placer, sino el acceso a una «clase» de placer
que Freud, como dijimos, niega a la religión, sin
90 Cf. supra, p.142. Véase también Psicopatologla de la vida cotidia­
na p.317; S. E. 6,276, y La inquietud ante lo misterioso, en Ensayos de
psicoanálisis aplicado p.194; S. E. 17,241.
91 Cf. Moisés y el monoteísmo o.c., p.167-171; S. E. 23,124-127.
92 Cf. supra, nt.58.
93 Cf. J.-M. Pohier, o.c., p.57.58.65-66 y passim.
204 IV. La teología y Freud

duda, mucho más por prejuicios personales que a


tenor de una información y observación «cientí­
ficas».
Nosotros opinamos lo contrario. Y nos basamos
en el hecho (acerca del que, todo hay que decirlo,
no se ha realizado un estudio científico) de que el
creyente puede lograr una evolución de su fe, su
esperanza y su caridad, capaz de posibilitarle el
acceso, como creyente, a la madurez afectiva y la
búsqueda de su felicidad de una manera purifica­
. «Así ya no seremos niños» (Ef 4,14).
da 9495
98
97
96
En este sentido, además, es en el que actúa la
«pedagogía» divina, que, desde el Exodo (el bece­
rro de oro), Job (la retribución) y los profetas ’5
orienta a los creyentes hacia esta purificación. Esta
pedagogía se muestra más explícita aún y más exi­
gente en labios de Cristo, principalmente frente a
los fariseos (inmersos en la «ilusión» de un Mesías
político-religioso), a quienes niega los «signos»
que le exigen y a los que reprocha su desconoci­
miento de Dios ", sin duda porque se formaron
una idea de Dios (un ídolo) que no es más que
una «ilusión» y una proyección de sus deseos. Por
lo mismo, Cristo exhorta a sus discípulos a que
no funden su fe en las «obras» que hace, sino en
su persona ”8.
94 Freud da la impresión de no aceptar como religión purificada más
que la de los teístas (cf. El porvenir de una ilusión p.148; S. E. 21,54),
o la «sublimada» del pastor Pfister. Sin embargo, se limita tan sólo a
mencionarla, sin estudiarla (cf. supra, p.165).
95 Valga, entre otros muchos, este ejemplo: «Nos hemos hecho de la
mentira refugio y de la ilusión abrigo» (Is 28,15).
96 «Maestro, queremos ver uno de tus signos. El les respondió: ¡Ge­
neración mala y adúltera! Pide un signo, pero no se le dará otro que el
del profeta Joñas» (Mt 12,39).
97 «Aquel de quien vosotros decís: es nuestro Dios; y, sin embargo,
no le conocéis. Yo sí le conozco, y si digo: no le conozco, sería un men­
tiroso, como lo sois vosotros» (Jn 8,54-55).
98 «Creed en mí...; al menos, creed por mis obras» (Jn 14,11); véase
también Jn 10,38, etc.
La superación del principio del placer 205
Estas pruebas purificadoras abundan en la vida
de los santos. Bástenos con un ejemplo tomado del
Evangelio, el de Juan Bautista Juan Bautista ha­
bía predicado la llegada de un Mesías ejecutor de
la justicia vengadora de Dios. De hecho, sin em­
bargo, Cristo aparece ante todo dando testimonio
de la misericordia de Dios. Juan Bautista, pues,
dudaba, al parecer, de que Cristo fuera el Mesías
esperado. Y es que su espera contenía una «ilu­
sión»: la de su deseo de justicia. Por eso, estando
en prisión, envía a algunos de sus discípulos a
Cristo para que le hagan esta pregunta: «¿Eres tú
el que debe venir o hemos de esperar a otro?»
(Mt 11,3). La respuesta de Cristo invita a Juan
Bautista a «adaptarse a la realidad» renunciando
a su deseo de un Dios vengador: «... Id a contar
a Juan lo que estáis viendo y oyendo...: la buena
nueva es anunciada a los pobres, y dichoso aquel
para el que yo no he de ser ocasión de escándalo».
¡Cuántos apóstoles han tenido que superar al­
guna que otra «ocasión de escándalo» purificando
su celo de alguna que otra ilusión y «sustituyendo
el principio del placer por el principio de la rea­
lidad» !
Ocurre lo mismo con los místicos. Cada uno
de ellos, a su manera, pasa por purificaciones «ac­
tivas» (las que ellos se imponen) y «pasivas» (in­
tervenciones más directas de Dios). Nadie lo dice
mejor que San Juan de la Cruz:
Porque eso quiso decir también San Pablo
cuando dijo: Accedentem ad Deum oportet cre-
dere quod est (Heb 11,6). Quiere decir: Al que
se ha de ir uniendo a Dios, conviénele que crea
99 Cf. Dom Jacques Dupont, La embajada de Juan el Bautista: Nou-
velle Revue Théologíque (oct.-nov. 1961).
206 IV. La teología y Freud
su ser. Como si dijera: el que se ha de venir a
juntar en una unión con Dios, no ha de ir en­
tendiendo ni arrimándose al gusto, ni al sentido,
ni a la imaginación, sino creyendo su ser, que no
cae en entendimiento, ni apetito, ni imaginación,
ni otro algún sentido, ni en esta vida se puede
saber, antes en ella lo más alto que se puede sen­
tir y gustar, etc., de Dios dista en infinita mane­
ra de Dios y del poseerle puramente 10°.

La importancia de estas purificaciones nos la


descubre el Padrenuestro. Es curioso que la pri­
mera petición de todas las que contiene, la única
oración que Cristo nos ha enseñado, nos invite a
poner al frente de nuestros deseos de creyentes
esto: «Santificado sea tu nombre». Es decir, que
busquemos a Dios limpios de toda clase de idola­
tría, «proyección infantil», «nostalgia del padre»,
infantilismo o motivación neurótica. Eco de ello se
hace una de las bienaventuranzas: «Bienaventu­
rados los corazones puros, porque ellos verán a
Dios» (Mt 5,8).
Esta purificación del «sentido» de Dios está ins­
pirada por el principio de la realidad, que puede
llegar incluso a una «sumisión incondicional»:
Cuando el creyente se ve, en definitiva, obliga­
do a invocar los «insondables caminos de Dios»,
está confesando implícitamente que, en medio de
sus sufrimientos, no le queda, como último y úni­
co recurso de consuelo y alegría, más que so­
meterse sin condiciones. Y si está dispuesto a ha­
cerlo, habría muy bien podido ahorrarse dar todo
ese rodeo 100
101.
100 San Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo 1.2 c.4 n.4;
Obras Completas de San Juan de la Cruz (BAC, Madrid 51964) p.398-
399. Este es el tema de la obra de M.-D. Molinié, El combate de Jacob
(Ed. du Cerf, París 1967).
101 Malestar en la civilización p.712; S. E. 21,84-85.
La superación del principio del placer 207
Este «camino más corto» de Freud tiene un sa­
bor estoico al que concedemos su grandeza. Saluda­
mos con respeto una declaración como aquella de
Freud cuando dice: «Cuando se aboga precisamen­
te por la renuncia a los deseos y por la aceptación
del destino, hay que saber sufrir más todavía» I02.
Pero los sufrimientos de un creyente ante el des­
tino adquieren, ya en este mundo, una significa­
ción capaz de hacerlos menos mutilantes y más ma­
durativos.
No sólo el sabio (ateo), sino también el creyente
puede decir con Freud:
Estando preparados a renunciar a gran parte
de nuestros deseos infantiles, podremos soportar
el que se descubra que algunas de nuestras espe­
ranzas eran ilusiones

En efecto, el creyente no progresa en su fe si


no da de lado a las ilusiones. Porque de esta ma­
nera su inteligencia (la fe), su deseo (la esperan­
za) y su amor (la caridad) se someten a las puri­
ficaciones deseadas, mientras la realidad (divina)
ordena su placer.
Cierto que «lo que no vemos, lo esperamos»
(Rom 8,5); cierto que «la fe es la garantía de los
bienes que esperamos y la prueba de las realida­
des que no vemos» (Heb 11,2); cierto que, «por
la fe, el espíritu conoce aquello que espera y
ama» 104; cierto también que un deseo de esta natu­
raleza no se puede vivir sin «ilusiones». Pero,
aunque sea infantil o neurótico, puede convertirse
en adulto en la medida en que se rija por la rea­
lidad.
103 El porvenir de una ilusión p.97; S. E. 21,36.
103 Ib., p.149; S. E. 21,54.
104 Santo Tomás, Suma teológica 1-2 q.62 a.4c.
208 IV. La teología y Freud

A impulsos de su deseo, todo niño se hace una


imagen paterna que nunca se corresponde con la
realidad. Sean las que fueren las ilusiones que con­
tribuyen a falsificar esta imagen, ello no quiere de­
cir que su padre no exista realmente y que la solu­
ción esté en «negar» la existencia del padre, en
vez de corregir, en la medida de lo posible y de un
modo progresivo, esta imagen paterna a fin de
hacerla más acorde a la realidad.
La observación de Freud es exacta:
Estará muy bien eso de que haya un Dios crea­
dor del mundo y una providencia llena de bon­
dad, un orden moral del universo y una vida fu­
tura; pero resulta a la vez muy curioso que todo
eso sea precisamente lo que podría colmar nues­
tros deseos (it is exactly as we are bound to wish
it to be)I05.

De acuerdo. Y conste que este hecho «curioso»


significa para el creyente una tremenda inquietud
y una acuciante invitación a que purifique sus de­
seos. Su fe le proporciona la certeza de que está
en buen camino, pero se trata, lo hemos dicho, de
una certeza muy incómoda para la inteligencia, una
certeza que se apoya en la caridad, es decir, en su
afectividad. En la medida en que este amor se des­
centra de sí y se recentra en Cristo, en la medida
en que el creyente alcanza la regulación de su deseo
por la realidad (trascendente e inaccesible) de
Dios, su fe se libera de «ilusiones», al no prevale­
cer su deseo.
Quiere esto decir que, en la culminación de la
evolución progresiva de la fe, el creyente debe re­
nunciar incluso a la percepción de un signo directo
105 El porvenir de una ilusión p.89; S. E. 21,33.
La superación del principio del placer 209
que le proporcione la certeza de que es amado por
Dios. Es la experiencia de que habla Kierkegaard:
Lo que tanto desearía el hombre es un signo
directo de que es amado por Dios. Rato, ratísi­
mo, es el que abrigue el suficiente fervor como
para no tener este deseo. Pero, en verdad, no pue­
de ni debe ser éste nuestro modo de relación con
Dios si Dios es espíritu. Cuando Dios quiere po­
nernos a prueba (para saber si tenemos fe y ama­
mos), tiene que empujarnos al extremo opuesto,
a aquel en que parezca que el amado ha sido
abandonado por Dios. Una clase de examen, en
la que caben diferencias de grado, peto que, sin
embargo, tiene esta misma nota esencial10’.

Sea cual fuere su grado, una purificación de esta


naturaleza no es tarea fácil, tanto más cuanto que
la revelación de Dios nos llega por medio de la
Biblia, los misterios litúrgicos y sacramentales y
los acontecimientos de nuestra vida; es decir, por
medio de «signos» de inteligencia que no son racio­
nales, sino «misteriales», y que, de esta manera,
corren el riesgo de ser percibidos en un nivel in­
fantil o «primitivo» 10‘.
El progreso de la fe consiste en pasar de una
comprensión y un uso infantiles (incluso neuróti­
cos) de estos misterios a una lectura y un uso
adultos.
Por ejemplo, los salmos bíblicos, uno de los tex­
tos básicos de la plegaria cristiana, se pueden
prestar a una comprensión infantil: las imágenes de
Dios tienen allí todas las trazas de la nostalgia del
padre transferida a un Dios poderoso, vengador
106 Soeren Kierkegaard, Lo difícil que es ser cristiano (Ed. du Cerf,
París 1964) p.254-255.
107 Cf. J.-M. Pohier, o.c., p.265-281.
Freud y la reí. 14
210 IV. La teología y Freud

de sus enemigos, protector y fiel: un Dios que


ama a los débiles y que perdona; la actitud del
creyente es la del niño, la del «pobre de Yahvé»,
la del abandonado frente a los peligros de la natu­
raleza y la maldad de los hombres. Sin embargo,
una comprensión adulta de estos salmos es posi­
ble, porque, a través de este lenguaje «primitivo»,
se expresa una realidad profunda. De todos mo­
dos abrigamos el temor de qoe el empleo de los
salmos cree, en nuestros días, una profunda am­
bigüedad. Y es que no estamos seguros de que
los que han preparado las recientes reformas litúr­
gicas hayan sospechado las dificultades creadas por
la lectura de los salmos en lengua vernácula, para
uso de nuestros contemporáneos que pertenecen
más o menos a la fase «científica» 10S.
Asimismo, el análisis que hace Freud de la reli­
gión del hombre corriente—sean cuales fueren sus
límites—nos parece que, si lo aplicamos a un cam­
po de trabajo más completo, es capaz de ayudar
a teólogos y pastores a promover con mayor luci­
dez y más eficacia el progreso de la vida teologal
de los creyentes; de dar testimonio del mensaje
evangélico ante los «adultos» de nuestra época y
de comprender mejor la significación del estudio
de temas como «la muerte de Dios» o el «tercer
hombre»; y de la hermenéutica y otras corrientes
contemporáneas que testifican el profundo cambio
que en civilización y mentalidad ha sufrido nuestro
tiempo, y a las que pertenece y pertenecerá cada
vez más la joven generación de sacerdotes y creyen­
tes, sin olvidar los «no creyentes».
La lista de los puntos de aplicación de esta pro-
108 Cf. C. Soufrant, Oraciones que obstaculizan la liberación de las
masas subdesarrolladas: Parole et Mission (oct. 1966) 592-611.
La superación del principio del placer 211
moción sería extensa. Su punto común sería el uso
correcto de los «misterios de la fe», es decir, un
uso sobrio. Esto es, que lleve con más pureza y
realismo al término invisible de la fe. El «signo»
sería visto y vivido en su conductibilidad a la rea­
lidad final de la fe: Dios.
Quiere esto decir que «estos misterios» (desde
las definiciones dogmáticas a las leyes morales y
cultaalesó no hay que tomarlos coma término final
del movimiento de la fe; que el creyente, impulsa­
do por una intemperante búsqueda de seguridad,
no se quede en el «signo», dejando a un lado el
discernir lo «significado»: la palabra de Dios que
le invita a entablar con él una relación más autén­
tica, aunque ello implique más inquietud que con­
solación.
El uso de estos signos corre, en efecto, el peli­
gro, sobre todo, pero no exclusivamente, en el
hombre corriente, de detener más o menos el mo­
vimiento de la fe en su realidad material de signo,
y, de este modo, falsificar este movimiento con
alguna proyección infantil o narcisista. Vemos,
pues, todo el bien que puede hacernos Freud en
la educación de la fe de niños, adolescentes y adul­
tos; en la catcquesis, la predicación y la confesión,
etc. Por otra parte, la resistencia de algunos cató­
licos a las reformas litúrgicas creemos tiene ahí su
explicación. Por que, al estar los signos litúrgicos
investidos de una afectividad mal purificada, su
cambio motiva una inseguridad mal tolerada, en vez
de hacer vivir la invitación a purificar el uso de los
mismos.
Por eso, las resistencias de algunos teólogos y
pastores a la «nueva» teología, incluso a la que ha
encontrado confirmación en el concilio Vaticano II,
212 ZK. La teología y Freud
¿no procederá del hecho de que se había bloquea­
do la fe con un sistema teológico y, en un sentido
más profundo, con hábitos de pensar y actuar?
Es también el caso de la enseñanza de la moral,
que, desde siglos, había puesto excesivo acento en
la ley escrita y la obediencia a unos mandamientos,
señalados en cada circunstancia de la vida por la
autoridad, cosa que fomentó una dependencia in­
fantil y una culpabilidad frecuentemente más neu­
rótica que sana y santificadora.
También es infantilizante determinada concep­
ción de la autoridad en la Iglesia y en la vida reli­
giosa, sobre todo femenina.
Todavía podríamos mencionar el uso un tanto
«mágico» de los sacramentos, especialmente en la
penitencia y la unción de los enfermos, sin olvidar
la liturgia de los difuntos, el culto de los santos,
las indulgencias, las «devociones», las peregrina­
ciones y las «apariciones», que, incluso cuando
reciben de la Iglesia respaldo oficial, no garantizan
el que algunos creyentes no vayan a usar de ellas
de un modo demasiado «impuro», que, lejos de
ayudar a la fe en su ejercicio y progreso, corre el
peligro de incorporarla a tipo de religión primitiva
o neurótica, a nivel de los análisis destructores
de Freud.
Falso y perjudicial sería pretender prescindir de
los «misterios de la fe», que, a través del «signo»
visible, se han hecho para conducirnos a la realidad
invisible de la fe. Todo el problema reside en pro­
gresar hacia una manera purificada de percibirlos
y vivirlos, progreso que está vinculado a una ma­
durez afectiva que nos permita superar el «prin­
cipio del placer» y, por ende, ir más allá de lo
que implica siempre nuestra fe en el Padre: nos-
La superación del principio del placer 213
talgia infantil del padre de nuestra infancia y otras
proyecciones de deseos inconscientes.
Pese a estas dificultades, un creyente puede en­
tender y usar en adulto las imágenes bíblicas y los
«misterios de Dios», y, de este modo, alcanzar lo
que Freud llamaba «fase científica». Por esta razón,
necesita purificar su deseo, acomodándolo a la rea­
lidad de Dios. Todo esto, como muy bien saben
todos los creyentes desde que emprenden el cami­
no de este progreso, es una empresa nada fácil.
Parece que algunos cristianos que han sido so­
metidos a psicoanálisis atestiguan que esta expe­
riencia, lejos de haberles hecho «perder» la fe, les
ha incitado a una profunda purificación 10í.
Escribía Freud en El porvenir de una ilusión:
Si lográsemos arrancar de la duda, aunque sólo
fuera una parcela del sistema religioso, enton­
ces todo el conjunto ganaría extraordinariamente
en credibilidad

Al escribir este estudio no pretendemos «arran­


car de la duda una parcela del sistema religioso»,
sino escuchar mejor lo que Freud nos dice acerca
de la religión, conocer sus límites y situar el modo
operatorio de la fe con más verdad de lo que él
lo hace. Gracias a esto, los análisis freudianos nos
permiten enriquecer nuestra inteligencia con puri­
ficaciones de la fe cristiana reconocidas y vividas
desde hace tiempo. Ellas le hacen posible al cre­
yente alcanzar una madurez humana según los pro­
pios criterios señalados por Freud.
109 A juzgar por el artículo del reverendo Maurice Bellet (La fe so­
metida a la prueba del psicoanálisis: Études [marzo 1968] 346-370).
110 El porvenir de una ilusión p.73; S. E. 21,27.
INDICE ONOMASTICO

Adler, A, 11 12 23. Cxalileo 4.


Agustín, San 180. Gehlcn 57.
Aristóteles 196 197 200. Glover 81.
Gratton, H. 101.
Bachelard, G. 36. Greenacre, Ph. 51 52 53 54.
Grene, M. 33.
Badouin, Ch. 10.
Balint, M. 67 75. tlabermas 59.
Bally 57 75.
Beirnaert, L. 99 130. Harlow 47.
Bellah, R. N. 30. Hartmann, H. 196 197.
Bellet, M. 213. Heidegger, M. 36 92 93.
Binswanger 13 76 78 80. Heimendal, E. 36.
Bion 29 84. Heiter 33.
Blum, E. 15. Herder 57.
Bonarparte, M. 145. Hernard, A. 10.
Braithwaite 37. Hesnard, A. L .M. 62.
Brés, Y. 5 39. Hólderling, F. 85.
Buber 76. Holton, G. 36 37.
Bühler, Ch. 85 86. Hume, D. 87.
Bullit, William C. 149 185. Husserl, E. 62.
Hyppolite, J. 28.
Colé, W. G. 10-11 91. fakobson, R. 27.
Colon, C. 112.
Combés, A. 97. Í oinet, B. 202.
Jones, E. 11 15 16 101 117 118 124
Commoner, í». 34 3?». 125 127 129 130 132 133 137 138
Comte, A. 34 170 174. 142 143 144 145 148.
Crick, F. 33. Juan Bautista, San 205.
Choisy, M. 98. Juan de la Cruz, San 205 206.
fuan XXIII 41.
Dalbiez, R. 10 156. Jung, C. G. 11 12 13 15 20 23 56
D'Alés, A. 180. 85 134.
Deconchy, J. P. 202.
Dechambre, G. 202. Kafka, F. 17.
Dempsey, J. R. 154. Kant, E. 5 78.
Derrida, J. 23. Káte Victorius 15 16 17 25.
Descartes, R. 5 6. Kierkegaard, S. 5 209.
Dostoiewsky, F. 17. Kovacs 76.
Dupont, J. 205.
Lacan 62.
Erikson 66 67 77 78. Laín Entralgo, P. 92.
Lamasson, F. 97.
Laplanche, J. 166.
Femichel 45. Lee, R. S. 10.
Ferenczi, S. 16 129 132. Lemercier, Dom 98.
Fessard, G. 27 28. Levine 47.
Fliess 43 44 102 136 148 150 156 Lévi-Strauss, C. 27 85.
177. Lichtenstein 62.
Fournier, G. 202. Liddell 47.
Francisco de Asís, San 78 114. Loch, W. 45 59 60 61 62 75 77 81
Freud, S. passim (cf. también ín­ 83 84 86.
dice de textos de Freud). Lorenz, K. 24.
Frazer, J. S. 108. Lou Andrea-Salomé 12 13 15 132.
French 77. Lustman, S. L. 7.
216 Indice onomástico

Mahler, M. 65 75. Refousé, F. 180.


Reik 8.
Mailloux, N. 199. Ricoeur, P. 5 6 10 56 58 59 62 80
Marx, K. 5. 85 87 91 99.
Maslow 76. Richter 62.
Maxwell 4. Rilke 13 85.
Mead, M. 49. Robert, M. 98.
Melanie Klein 80 80 82 85. Rof Carballo, J. 23 36 46 61 65 85.
Merleau-Ponty, M. 62. Rolland, R. 113.
Metzger 87 88 89 91. Rycroft 59.
Milis, Th. 24.
Mitscherlich, E. 84.
Molinié, M.-D. 206. Sandler 64.
Moscovici, S. 98. Seguin, C. A. 75 76.
Moser 77. Simón 81.
Mouroux, J. 181. Slater, Ph. E. 20 26 28 29 34.
Snow, C. P. 33.
Neumann 58 82. Sófocles 85.
Soufrat, C. 210.
Newton, I. 4. Spinoza, B. 5.
Nietzsche, F. 5 13. Spitz 62 66.
Stawson 81.
Odier, Ch. 10 80. Stekel 12 16.
Szent-Gyórgy, A. 31 33.
Pablo, San 90 121 122 151 178
181 190. Tausk 12 13 23.
Pascal, B. 40. Tertuliano 180.
Pasche, F. 197. Tomás de Aquino, Santo 174 178
Pfister, O. 41 42 43 44 121 126 179 180 181 182 188 189 196 197
127 128 133 134 140 141 145 146 198 200 201 207.
151 165 173 204.
Philipe, Anne y Gerard 176.
Piaget, J. 36 48 49 70 72 202 203. Vergote, A. 11 181 202.
Pío XII 97. Vinci, L. de 168.
Platón 5.
Pié, A. 91 189 196 199 201. Waddington 48 71.
Pohier, J.-M. 173 191 202 203 209.
Polanyi 36 37. Weizsácker, V. 31.
Pontalís, J.-B. 166. Wilson, T. W. 185.
Pullman 32. Winnicott 75.
Putnam, J. 11 117 133 134.
Zilboory, G. 130 154.
Rabut, O. 185. Zimmermann 47.
Rank, O. 12 13. Zorrilla, J. 17.
Redlich 3. Zwieg, A. 132 136.
INDICE DE TEXTOS DE FREUD

Las obras y epistolarios que contienen los textos de


Freud reproducidos en este estudio son los siguientes, con
indicación de las páginas de este libro donde aparecen di­
chos fragmentos.

Psicopatología de la vida cotidiana El problema económico del maso­


(1904) 102 142 146 148. quismo (1924) 124.
Tres ensayos acerca de la sexuali­ Mi vida y el psicoanálisis (1925)
dad (1905) 166. 99 108 133 136 155 156 157 165.
Delirios y sueños en una obra lite­ Psicoanálisis y Medicina (1926) 99
raria: «La gradiva», de Jensen 143 149 155 157 158 183 196.
(1907) 144. El porvenir de una ilusión (1927)
La organización genital infantil 109 110 111 112 113 125 128 133
(1907-1923) 140. 138 139 140 146 149 151 153 161
Actos obsesivos y prácticas religio­ 162 163 182 184 187 207 208 213.
sas (1907) 104. Un acontecimiento de la vida reli­
La moral sexual «cultural» (1908) giosa (1928) 148.
166. Malestar en la civilización (1930)
Un recuerdo de infancia de Leo­ 114 115 123 134 146 151 153 160
nardo de Vinci (1910) 105 168. 168 193 194 195 206.
Cinco lecciones sobre psicoanálisis Nuevas conferencias sobre el psico­
(1910) 126 166. análisis (1932) 97 101 123 128
Los dos principios del suceder psí­ 138 151 152 160 193 195.
quico (1911) 124 194 199. Sueños y ocultismo (1933) 143 148
Dinámica de la transferencia (1912) 164. f
45. Revisión de la ciencia de los sue­
Tótem y tabú (1912-1913) 104 107 ños (1933) 147.
108 170 172. Moisés y el monoteísmo (1939)
Metapsícología (1913-1917) 193. 105 117 119 120 121 123 125 127
El Moisés de Miguel Angel (1914) 131 134 135 158 160 163.
145 183. Correspondencia con Ferenczi 16
Una dificultad del psicoanálisis 132; Fliess 102 148 150 156 177;
(1917) 124 154 171. Jones 143; Lou Andrea-Salomé
Prefacio al «Ritual» de Reik (1919) 132; Pfister 126 127 133 140 141
152 169. 145 151; Zweig 132 136.
Psicología colectiva y análisis del Algunos tipos de caracteres pues­
yo (1921) 138. tos de relieve por el psicoanáli­
Los sueños y la telepatía (1922) sis (?) 177 192.
143. La inquietud ante lo misterioso (?)
El yo y el ello (1923) 125 167. 169.
Un caso de neurosis demoníaca en
el siglo xvii (1923) 128 149.
.ACABÓSE DE IMPRIMIR ESTA SEGUNDA EDICIÓN
DE «FREUD Y LA RELIGIÓN», DE LA BIBLIOTE­
CA DE AUTORES CRISTIANOS, EL DÍA 27
DE ENERO DF. 1970, FIESTA DE SAN
JUAN CRISÓSTOMO, EN LOS TA­
LLERES DE LA EDITORIAL CA­
TÓLICA, S. A., MATEO
I N U R R I A, 15,
MADRID

LAUS DP.O VIRGINIQUE MATRl

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