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«EL YO ES QUIZÁ LA

CONSTRUCCIÓN MÁS
ELABORADA DEL
CEREBRO»
Artículo

Mariana Toro Nader


@MarianaToroN
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06
MARZO
2024
Que a veces la realidad supera la ficción es una frase bastante manida.
Pero lo cierto es que hoy, al menos en lo que respecta a los estudios del
cerebro, la realidad está materializando –e incluso a veces superando–
la ciencia ficción. En ‘Cosas que nunca creeríais’ (Debate, 2024), el
físico y neurocientífico Rodrigo Quian Quiroga echa mano de ‘Blade
Runner’, ‘Matrix’, ‘Inception’ y ‘2001: Odisea del espacio’, entre otros
clásicos de la ciencia ficción, para explicar cómo ha avanzando la
neurociencia y reflexionar sobre las cuestiones más trascendentales de
la esencia humana. Desde su oficina en Barcelona, hablamos con él
sobre la inteligencia general, el miedo a la muerte, la conciencia y el
olvido.

Neurociencia, ciencia ficción y filosofía: Cosas que nunca


creeríais plantea ese trinomio en el que además se incluye la
literatura, a Borges y a García Márquez, entre otros, demostrando
que son ámbitos que están mucho más relacionados de lo que podría
pensarse.
Yo lo pongo como una crítica: me critico a mí, a mis colegas, de que a
veces no nos abrimos y no vemos que hay gente mucho más brillante que
nosotros que estuvo planteándose las mismas preguntas que nos
planteamos en el laboratorio. Cuando yo estudio la memoria, por
ejemplo, qué hacen las neuronas, cómo es el proceso, la filosofía tiene
mucho para aportarme, porque estas preguntas ya se las hacía
Aristóteles. Hace unos años hice un descubrimiento de un tipo de
neuronas que no había visto nadie: si yo no hubiera leído el cuento
«Funes el memorioso» estaría muy limitado explicando lo que encontré.
Borges me abre todo el panorama de la significancia que tiene lo que
descubrí. Entonces, la pregunta que estoy contestando deja de ser técnica
de neurociencia, pasa a ser una pregunta fundamental. Yo no estoy
contestando ahora cómo es el proceso neuronal de formación de una
memoria, estoy contestando qué nos hace humanos. Ese cambio, esa
perspectiva a mí me la dan la literatura, la filosofía, el arte, salirme de
mi traje de científico.
Hablando de «Funes el memorioso», el olvido es fundamental para
los seres humanos. ¿Por qué estamos tan obsesionados con la
memoria, con no olvidar nada, si justamente es el olvido lo que nos
ayuda a ser creativos?
Si vos vas y le preguntás a la gente «¿te gustaría tener mucha más
memoria?», te dicen todos que sí. Eso viene desde siempre, desde que
vamos a la escuela. Yo doy charlas y si te cito a Borges de memoria el
auditorio se va diciendo «wow, es un genio». No soy un genio. Si yo dije
tres pavadas, me aprendí de memoria un par de cositas, no soy
inteligente, soy memorioso. Es muy distinto. Desde la escuela hasta la
universidad nos enseñan a estudiar de memoria y nuestro rendimiento
está muchas veces ligado a la capacidad de memoria: te tenés que
acordar del nombre de todos los ríos de Sudamérica, de todas las batallas
de independencia, de todas las fechas, pero ¿para qué? Deberíamos ser
más selectivos con la información, hacer relaciones, poner las cosas en
contexto. No estudiés cien hechos, quedate con 10, pero tratá de
entenderlos bien. Cuando haces ese proceso, estás dejando de lado un
montón de información. Entonces yo de ahí rescato lo que decía Borges:
el olvido es la característica esencial de la inteligencia. En vez de estar
repitiendo de memoria cien hechos –que es lo que hace una
computadora– te quedaste con unos pocos y los podés entender, elaborar.
Yo creo que esa es la característica esencial de la inteligencia humana.
«El olvido es la característica clave de la
memoria humana»
Las máquinas están entrenadas con miles de millones de datos, pero
no tienen inteligencia general; no pueden abstraer ni hacer
transferencia de conocimiento. ¿En algún momento podrían tener
inteligencia general?
No hay ninguna limitación científica por la cual una máquina no pueda
terminar comportándose igual que un cerebro humano. No hay ninguna
evidencia de que las neuronas y circuitos a base de carbono sean
distintos de lo que podés hacer con silicio, lo que hacés para transistores.
Si en principio replicás en una máquina el comportamiento del cerebro
humano, no hay motivo por el cual la máquina en algún momento no lo
pueda hacer, incluso estar consciente de su propia existencia. Y ahí
entrás en la ciencia ficción. Habiéndote dicho eso, yo creo que todavía
estamos muy lejos. Hay un motivo fundamental que nos viene trabando y
que no nos damos cuenta: si vos a tu computadora le pedís hacer cosas y
se equivoca, la tirás. Si le pedís a tu teléfono que te guarde las citas y te
cambia la fecha, la hora, no te sirve. El olvido es la característica clave
de la memoria humana. Pero vos no querés que una computad ora se
olvide. Se está desarrollando una tecnología para hacer algo que es
radicalmente distinto al funcionamiento del cerebro humano.

La «teoría de la mente» es la capacidad de ponerse en el lugar del


otro. Pensando en la conciencia animal o en la eventual conciencia de
las máquinas, ¿sería la empatía algo inherentemente humano?
No, no es humano. Hay experimentos que muestran que un chimpancé
puede ponerse en el lugar del otro y actuar en consecuencia. Si las
máquinas tuvieran inteligencia general, eso permitiría que tuvieran
empatía. Lo que pasa es que están mucho menos desarrolladas, no tienen
conciencia de sí mismas. Entonces si vos no tenés conciencia de vos
mismo es muy difícil que te pongás en el lugar del otro porque no tenés
ni tu propio lugar. No sabes ni que vos existís.

¿Y qué sería el sentido común?


Yo creo que es la capacidad de hacer inferencias y analogías que a veces
son inconscientes. O sea, vos no te das cuenta por qué pero hay algo que
dice «no, yo esto no lo voy a hacer» y capaz que si vos pudieras ponerte
a ver explícitamente tu cerebro es porque te pasó una situación similar y
estás haciendo una analogía. Esa relación no es necesariamente
consciente.

Últimamente se ha hablado mucho de Telepathy, de Neuralink. ¿Qué


desafíos –o incluso peligros– plantea el avance exponencial de la
inteligencia artificial y las investigaciones en neurociencia?
Sobre Neuralink te digo lo mismo que sobre cualquier laboratorio. Yo
hago experimentos en humanos que a veces alguno parece de ciencia
ficción, pero yo para hacer ese experimento te voy a escribir un
protocolo ético bien detallado sobre lo que voy a hacer y el paciente va a
saber exactamente lo que se está haciendo, tiene que dar su
consentimiento. Y siempre un protocolo ético conlleva que si vos haces
algo invasivo –por ejemplo, poner electrodos adentro del cerebro– lo
hacés por un motivo muy claro: tratar de curar al paciente. Por más que
sea Elon Musk, nunca va a poder hacer un experimento –al menos en la
sociedad occidental– sin pasar un protocolo ético. En ese aspecto yo
confío en que el sistema no va a dejar hacer cosas que pongan en riesgo
a una persona con un motivo injustificado. En cuanto a los avances en
general de IA, del riesgo de un escenario tipo Terminator de que una
supercomputadora despierte y decida largar misiles, yo creo que el
chance de eso es cero, comparado con el chance de que un loquito que
está en Corea del Norte un día se levante con los cables cruzados y le
mande un tuit a Trump y Trump le responda y aprieten un botón y
sonamos. Para entrar en guerra con el humano la computadora necesita
ser consciente de su propia existencia. Pero no tienen inteligencia
general: la computadora que te juega al ajedrez no te escribe un texto.
Yo como científico lo veo con mucha curiosidad; me encanta ver lo que
está pasando, pero hasta el día de hoy nunca me planteo que sea algo
peligroso.
«A partir del momento que sos
consciente de un yo, de que existís como
persona, tenés miedo a la muerte»
No hemos ahondado aún en las «neuronas de Jennifer Aniston». Ser
capaces de conceptualizar, generalizar y extraer conocimiento es lo
que nos diferencia de los animales y las máquinas. ¿Cómo funcionan
estas neuronas? ¿Sirven también para conceptualizar algo tan
abstracto como el miedo a la muerte?
Yo hago experimentos en pacientes con epilepsia: es tratar de ver dónde
está el foco epiléptico para removerlo quirúrgicamente y curar al
paciente. Esta intervención tiene unos chances de éxito relativamente
altos. Al poner los electrodos, a mí me permite registrar neuronas.
Entonces les muestro fotos y veo cómo las neuronas que yo registro me
responden a las fotos que estoy mostrando. Y encontré una que me
respondía a fotos de Jennifer Aniston y a ninguna otra cosa. Entonces,
bueno, quedó la «neurona de Jennifer Aniston» porque era muy
sorprendente, las fotos eran todas distintas. En experimentos posteriores
mostré que estas neuronas también respondían al nombre de la persona.
Quiere decir que es un nivel de abstracción muy alto, porque va más allá
de los detalles de un estímulo: es el significado. No se han podido
encontrar en otras especies, no existen en monos ni en ratas; a día de hoy
son exclusivas de los humanos. Yo apuesto que nunca nadie las va a
encontrar en ningún otro animal, creo que se han desarrollado solo en los
humanos y que es una de las características esenciales de nuestra
inteligencia. Porque nos permiten pensar sobre conceptos, hacer
asociaciones, abstraer y pensar sobre pensamientos (la metacognición).
Ahora, cuando vos me decís conceptos más abstractos, como la muerte,
están codificados en otra área del cerebro, no en el hipocampo.
Probablemente sí haya neuronas que respondan explícitamente a este
tipo de abstracciones, pero hasta el día de hoy no lo sabemos.

Porque el miedo a la muerte también es parte de lo que nos hace


humanos…
Yo no creo que sea exclusivamente humano. Yo creo que viene a partir
de la conciencia de tu propia existencia. A partir del momento que sos
consciente de un yo, de que existís como persona, tenés miedo a la
muerte. Eso ya te da una ventaja evolutiva. Pero los simios superiores
también tienen conciencia.
En el libro se plantea la conciencia desde el materialismo: afirmas
que la mente no es algo separado del cerebro sino que son lo mismo.
Si la conciencia es solamente actividad neuronal, entonces, ¿qué es el
yo?
También es actividad neuronal. El yo viene dado por el cerebro y, si
querés, la interacción con el cuerpo. Lo que determina que este brazo es
mío es que responde a como yo espero que responda. Yo tengo una
sensación de que lo voy a levantar y lo levanto. Esto viene mucho con el
tema de la neuroprostética: a personas con un brazo amputado les pones
una prótesis, si el brazo responde en base a lo que la persona quiere que
haga el brazo, lo va a empezar a sentir como suyo. El yo, para mí, es una
construcción, es quizá la construcción más elaborada del cerebro. Vos
estás enfrente mío y que yo te pueda reconocer, me acuerde luego de
cómo te ves… tomo información y genero una noción de que sos vos. Y
así como la genero de vos, la genero de mí mismo. Tengo memorias de
mí mismo, me acuerdo de ciertas cosas, las uno, y eso es lo que me
constituye. Pero es también una construcción, no es nada místico o
mágico.

«Me cuesta pensar en cosas relacionadas


con la neurociencia que no se puedan
hacer en cinco años»
Hablando de eso, ¿por qué le gusta tanto al cerebro la magia?
[El ilusionista Juan] Tamariz dice que la magia te tiene que dejar con
una sensación de «no puede ser, la única explicación posible es que es
magia». A mí como neurocientífico me interesa mucho la magia porque
los magos usan un principio que para mí es clave del funcionamiento del
cerebro: procesa muy poca información, entonces ahí ya tenés un olvido
enorme, estás dejando de lado un montón de detalles que nunca vas a
recordar porque ni siquiera los estás procesando, entonces haces una
construcción en base a inferencias. Lo que hacen los magos es que te
quiebran las inferencias, las usan para confundirte.
Hoy la ciencia ficción es anticipación para los próximos cinco
minutos. Incluso ya no se está hablando solo de literatura
especulativa, sino de literatura prospectiva. Como neurocientífico,
¿crees que el futuro es necesariamente distópico o queda espacio
para la utopía?
El otro día me preguntaban qué es hoy ciencia ficción pero que en un
futuro se podría hacer y me cuesta, porque veo que ya casi todo es
posible y lo que no es posible es porque tenés una limitación. Por
ejemplo, ser inmortal: vos podés poner toda la tecnología del universo y
crear un clon igual a vos, pero cuando vos te moriste, te morís, tu clon
vivirá, pero ya no sos vos. La muerte es una barrera inevitable. Pero me
cuesta pensar en cosas relacionadas con la neurociencia que no se
puedan hacer en cinco años. Por eso está tan bueno, porque es como que
de repente estás haciendo ciencia ficción.

Justamente, además de varios libros de ensayo, también escribiste


una novela de ciencia ficción.
Una de las ventajas que me da la novela es que no tengo por qué tener
una opinión, puedo dejar que los personajes evolucionen y que puedan
contrastar distintos tipos de ideas. Me encanta que no estoy limitado a la
realidad, no necesito ser fehaciente, en la ficción le puedo dar rienda
suelta a la imaginación. Y, bueno, en mi caso lo planteo con mis
experimentos; descubrí neuronas que son exclusivamente de los humanos
y entonces me pregunto: ¿qué pasaría si yo le implanto este tipo de
neuronas a un mono?

INTELIGENCIA,
IMAGINACIÓN Y
SOSIEGO
El escritor habita en el sosiego de su escritura, el lector
en el disfrute de las palabras. Los que sueñan con ser
escritores sin esfuerzo y usan la IA son los nuevos
ladrones que dejaron la cueva y se esconden en la suma
de datos y algoritmos.
Artículo

Ana Merino
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06
MARZO
2024

Las palabras construyen imágenes dentro de nosotros. La literatura nos


ofrece un universo inmenso de posibilidades desde donde sentir la
plenitud del conocimiento y la creatividad. Los escritores más
comprometidos no pueden evitar escribir, desearlo con fuerza, pues han
interiorizado la necesidad de crear como una pulsión
constante. Las bibliotecas están llenas de libros que fueron la obsesión
desesperada de una voz, de un pensamiento, de una idea, de una trama,
de unos personajes… que bullían dentro de la cabeza del escritor.
Sí, el escritor, ese ser humano consciente de que su imaginación constata
el instante creador y lo vuelve tiempo infinito más allá de su propia vida.
Los lectores, por otra parte, son esa extensión del tiempo, capaces de
evocar, reinterpretar e imaginar las obsesiones creativas del escritor,
transformándolas en sus propias pasiones.

La literatura transmite esa energía, ese aliento misterioso que nos acerca
y nos reconforta. Por eso, no podemos delegar nuestra imaginación en la
inteligencia artificial, no podemos prescindir de nuestra capacidad para
sentir el soplo del proceso creador que nos habita como seres humanos
conscientes.

La literatura transmite esa energía, ese


aliento misterioso que nos acerca y nos
reconforta
Desde el lugar del pensamiento creativo y sosegado, la inteligencia
artificial se difumina porque no busca ejercitar nuestro cerebro, ni
estimular nuestra propia originalidad. Tanto los escritores como los
lectores experimentan el placer de la literatura dentro de su propio
cerebro.
La literatura es oxígeno en el espacio vital de la imaginación, querer
prescindir del proceso mismo de crearla como escritor o experimentarla
como lector implica, entre otras cosas, renunciar a nuestra propia
libertad, nuestra felicidad y nuestra inteligencia.

Los científicos que en el verano de 1956 se reunieron en Dartmouth


College, una prestigiosa universidad de New Hampshire rodeada de
preciosos bosques, querían que las máquinas usaran el lenguaje,
formaran abstracciones y conceptos, resolvieran los problemas que solo
podían resolver los humanos y se mejoraran a sí mismas. La literatura ya
les había enseñado que con la imaginación todo se podía crear.
Antes de las máquinas habían existido seres de barro y de madera o
un ser de trozos de carne muerta a la que un rayo le daba la vida. Quizá
pensaron en Pinocho, en el Golem o en el monstruo de Frankenstein, y
seguramente, ya les rondaba el imaginario de Asimov que en 1950 había
publicado «Yo robot» y las historias de la «Fundación», con una ética
clara para los robots a través de varias leyes, siendo la primera «no dañar
al hombre». Había pasado poco más de una década desde el fin de la
Segunda Guerra Mundial, y quedaba la Guerra Fría como la nueva
sombra que marcaría muchas decisiones.
El mundo no buscaba avanzar por todas partes, para algunos el poder
significaba inventar la destrucción con mayúsculas como un colmillo
amenazante. Pero ellos, los científicos que inventaron la idea de la IA,
andaban fascinados con las máquinas, preocupados por los ordenadores
automáticos, por la programación de los ordenadores para que usaran el
lenguaje, por las neuronas hipotéticas que formarían conceptos y son
ahora los modelos de aprendizaje, y por las teorías de los grandes
cálculos.

Querían, como en los cuentos de hadas, un espejito mágico en forma de


una máquina que pudiera dar todas las respuestas posibles. Un oráculo
con más precisión que el de Delfos, un adivino que no basara sus teorías
en el mal presagio de los pájaros cruzando el camino, o los posos de té
en el fondo de la taza.
La literatura no busca respuestas
rápidas, ni ordenar tareas repetitivas
Sin embargo, eran también conscientes de que había ingredientes
misteriosos, como la aleatoriedad y la creatividad, y tenían la conjetura
de que la diferencia entre el pensamiento creativo y el pensamiento
competente no imaginativo residía en la inyección de algo de
aleatoriedad. Así definieron las corazonadas, esa intuición que
interviene en el espacio de lo aleatorio. Querían que las máquinas nos
imitasen, jugaban como niños con muñecos. Se anticiparon a este
presente de simulacros en donde las máquinas distraen la imaginación de
los humanos y les hacen olvidar que su cerebro es esponjoso y está lleno
de amor, porque el amor, la empatía y las ganas de estar vivos, los
fabricamos nosotros, no un cúmulo de palabras que imitan todas nuestras
voces.
¿Para qué metemos a la literatura en ese espacio tecnológico que no
tiene nada que ver, y que realmente se ha diseñado para gestionar
datos? La literatura no busca respuestas rápidas, ni ordenar tareas
repetitivas, ni analizar datos.
El escritor habita en el sosiego de su escritura, el lector en el disfrute de
las palabras. Cualquier otro intento de hacer literatura fuera del aliento
del que escribe se denomina plagio, las tecnologías han modernizado la
vieja falsificación. Los que sueñan con ser escritores sin esfuerzo y usan
la IA son los nuevos ladrones que dejaron la cueva y se esconden en la
suma de datos y algoritmos.

Ana Merino es escritora, galardonada con el Premio Nadal 2020, y


directora de la Cátedra Planeta de Literatura y Sociedad.

¿SOMOS LIBRES O
ESTAMOS
ESCLAVIZADOS POR EL
DESTINO? LA
NEUROCIENCIA DEL
LIBRE ALBEDRÍO
La (in)existencia del libre albedrío ha llamado la
atención de las neurociencias, que han tratado de
analizar la relación existente entre nuestras acciones
voluntarias y la experiencia subjetiva de que nuestro
«yo» es el causante de esas acciones.
Artículo
Pedro Raúl Montoro Martínez
Antonio Prieto Lara
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05
MARZO
2024

«Libre, adj: Esclavo de sí mismo. // 2. Amo de nada. // 3. Dueño de su


propia ancla». Entrada de Verbolario (2022), libro de Rodrigo
Cortés. Es una sensación ineludible, omnipresente. Nos sentimos libres,
dueños de nuestras decisiones, de nuestros actos, de nuestras elecciones.
Incluso los niños preescolares tienen ya arraigada esa creencia.
Pero ¿es cierta? En un universo material regido por las leyes de la
física, no debería haber espacio para comportamientos que escapen a
la dictadura de las causas y efectos, del mecanicismo físico. Según
Isaac Newton, una vez conocidas la posición y velocidad de cualquier
objeto en un instante dado, junto con las fuerzas que actúan sobre él, se
podría determinar su comportamiento en cualquier momento del futuro.
Si la causa de cualquier fenómeno físico es siempre otro fenómeno
físico, ¿dónde queda la brecha de la libertad individual?
Analicemos el problema mediante un experimento mental. Imagine que
pudiéramos construir una copia exacta de usted, átomo a átomo: Usted-2.
Imagine también que situamos a su doble en una copia exacta del
universo en el que usted vive: Universo-2. ¿Cómo será el
comportamiento de Usted-2 en Universo-2? Si considera que será
exactamente igual, entonces no cree en el libre albedrío, y si piensa que
actuará de manera diferente, entonces sí lo defiende. Aunque quizás haya
una tercera opción, que luego veremos.
Poco hueco para la libertad

Antes de acostarme, yo tomo la firme decisión de salir a correr a las 6 de


la mañana. Pero, cuando suena el despertador, yo (el mismo yo) no soy
capaz de levantarme. La mayoría de los fumadores no consiguen dejar su
adicción aunque se lo propongan. Tampoco somos capaces de
atiborrarnos de alcohol y decidir seguir estando sobrios, ni dejar de tener
hambre o sed. Creemos que podemos hacer lo que queremos, pero ni
siquiera podemos elegir lo que deseamos, parafraseando al
filósofo Arthur Schopenhauer.
Multitud de determinantes ambientales y fisiológicos causan nuestro
comportamiento. ¿Queda algún hueco para el libre albedrío? El último
libro del neuroendocrinólogo Robert Sapolski (Determined. Life without
free Will) explora los determinantes de nuestra conducta y responde
claramente: no.
El experimento que lo cambió todo
La (in)existencia del libre albedrío ha llamado la atención de las
neurociencias, que han tratado de analizar la relación existente entre
nuestras acciones voluntarias y la experiencia subjetiva de que nuestro
«yo» es el causante de esas acciones.

Quizá el ejemplo más famoso de este tipo de intentos es el que llevó a


cabo Benjamin Libet en 1983. De acuerdo con nuestra intuición, la
decisión consciente de realizar un movimiento debería ser anterior a
la actividad cerebral responsable de prepararlo (premotora) y
llevarlo a cabo (motora). Para comprobar esto preparó un ingenioso
experimento.
Libet pidió a los voluntarios que eligiesen un momento al azar para
doblar su muñeca. Mientras realizaban esta tarea se registraba la
actividad electroencefalográfica de la corteza motora. Los participantes
debían señalar el momento exacto en el que habían sentido el deseo
consciente de mover la muñeca, para lo cual empleaban un cronómetro
que tenían enfrente. Sorprendentemente, la decisión aparecía hasta 350
milisegundos después del inicio de la actividad cerebral relacionada con
el movimiento.

¿Por qué tenemos esa firme sensación de


libertad cuando los datos no la avalan?
Dicho de otra manera, los participantes experimentaban la sensación de
tomar una decisión libre, espontánea, aunque otros mecanismos
cerebrales ya habían iniciado de manera autónoma el movimiento.

El experimento de Libet ha sido ampliamente debatido y


cuestionado, pero es tan solo uno más de los múltiples trabajos que han
encontrado resultados similares. Una de sus réplicas contemporáneas
más famosas la realizó John-Dylan Haynes en 2008 y 2011.
Haynes y sus colegas emplearon técnicas de neuroimagen para
identificar los patrones de actividad neuronal asociados a mover la mano
derecha o la mano izquierda. Una vez identificados estos patrones fueron
capaces de predecir qué mano iba a mover la persona hasta ¡diez
segundos! antes de que tuviese la intención consciente de hacerlo. Sin
embargo, la precisión de esas predicciones nunca superó el 60%. ¿Qué
ocurrió en el 40% restante?

Estos y otros estudios similares han llevado a una parte de los


neurocientíficos a abandonar el concepto de libre albedrío.

¿La mecánica cuántica al rescate?

Una de las posibles respuestas al determinismo causal newtoniano llegó


de manos de la mecánica cuántica, que reintrodujo la aleatoriedad y la
incertidumbre en la visión científica del universo.

Pero el abanico de probabilidades para la manera en que un objeto puede


comportarse siguen determinadas por el estado inicial del sistema, lo que
para muchos autores nos devuelve al determinismo inicial. Aun cuando
nuestro comportamiento no fuera predecible, no significaría que
fuéramos dueños de nuestro destino.
Es probable que el señor Usted-2, residente en Universo-2, se
comportara de forma diferente al original. Pero eso no lo dotaría
necesariamente de libre albedrío: seguiría determinado, pero por los
caprichos de la probabilidad cuántica.
El «intérprete» del hemisferio izquierdo

Ante este dilema, ¿por qué tenemos esa firme sensación de libertad
cuando los datos no la avalan? Son muchos los científicos que han
tratado de responder a esta pregunta. Una de las explicaciones más
sugerentes la desarrolló Michael S. Gazzaniga a partir de algunos
resultados experimentales obtenidos en pacientes con «cerebro dividido»
(a los que se les ha seccionado la conexión entre hemisferios cerebrales).
Para Gazzaniga, esa sensación de ser agentes de nuestras acciones es el
resultado de la actividad de una zona del hemisferio izquierdo
(estrechamente relacionada con el lenguaje) y que denominó «el
intérprete». Su función sería elaborar un relato a posteriori sobre las
acciones que ya han sido realizadas, buscando causas y explicaciones
que cuadren con los hechos observados. Incluso amañando un poco las
cosas si es necesario.
Su función sería esencial: generar hipótesis sobre las causas de los
sucesos ya ocurridos que puedan modificar la manera que actuamos en el
futuro. Esta propuesta es coherente con las investigaciones de
otros autores, que sugieren que la sensación de sentirnos dueños de
nuestro comportamiento ha sido seleccionada por la evolución por sus
ventajas para la supervivencia.
¿Un falso dilema?

Analizando la situación desde otro punto de vista, podríamos decir


que somos esclavos de… nosotros mismos. Es lo más parecido a la
libertad que podemos imaginar. Esta esclavitud simplemente responde al
hecho de que cualquier decisión está determinada por la actividad
cerebral previa, aunque sea inconsciente para nosotros.
Pero dicha actividad previa es mía, no está separada de mi
individualidad. Si mis decisiones no estuvieran causadas por mi
actividad cerebral, dejarían de ser propias. No responderían a los
determinantes genéticos y ambientales que han esculpido la persona que
soy. ¿Acaso queremos tomar decisiones sin contar con nosotros mismos?
Decía el psicólogo y psiquiatra Viktor Frankl que «entre el estímulo y
la respuesta hay un espacio. En ese espacio está nuestro poder de elegir
nuestra respuesta. En nuestra respuesta yace nuestro crecimiento y
nuestra libertad». Es cierto. Ese espacio existe. Pero no es
necesariamente un espacio de libre albedrío, sino un espacio de
flexibilidad, de procesamiento activo de la información, de
diversificación del comportamiento. No tiene por qué ser un espacio
indeterminado, pero puede considerarse igual de nuestro como si lo
fuera.
Podemos decir que somos tan libres «como el sol cuando amanece, como
el mar, como el viento que recoge mi lamento y mi pesar».
Efectivamente, Nino Bravo, tan libres y tan determinados como el sol, el
mar o el viento.
Pedro Raúl Montoro Martínez es profesor Titular del Departamento de
de Psicología Básica I, UNED, Madrid, UNED – Universidad Nacional
de Educación a Distancia y Antonio Prieto Lara es profesor Permanente
Laboral, Departamento de Psicología Básica I, UNED – Universidad
Nacional de Educación a Distancia. Este artículo fue publicado
originalmente en The Conversation. Lea el original.

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