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Comunicación para el III Congreso Nacional de Sociología Jurídica

Fac. de Derecho, Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires 2002


Comisión 5: Los nuevos desafíos de la seguridad ciudadana. Percepciones
públicas acerca de la seguridad y violencia.
Título: La dimensión mítica del personaje del adolescente violento.
Autor: Rubén Héctor Donzis.

1. Introducción: sobre violencia y exclusión.


En los últimos años se han ido incrementando en los índices delictivos de los
que participan menores de edad, manifestaciones de violencia material
descontrolada1, con conductas irascibles y desafiantes, ( amenazas; toma de
rehenes; homicidios sin resistencia de la víctima; etc.) en las que en el
desarrollo del acto ha quedado al descubierto el quiebre comunicativo con los
compromisos y valores dominantes, a la vez que pareciera que en tal
circunstancia, sus ejecutores han perdido conciencia del peligro de su
situación y del riesgo de su propia vida. El discurso represivo los ha venido

1
El término “violencia” a secas, invita a fetichizar la complejidad de una problemática sociocultural y
eminentemente económico-política. Resulta una simplificación interpretativa de la realidad, que reduce
las contradicciones inconmensurables de la vida cotidiana con la pretensión de establecer igualdades
abstractas, (Simmel, 1977:557). Una entificación de ésta característica es de adecuada aplicación para
una perspectiva organicista, donde “la violencia” se presenta como una enfermedad que “atenta contra
el cuerpo social”, a la que se debe “combatir”. Así, un lenguaje fundamentalista y de corte bélico
alcanza para mitigar la inacción, o para legitimar la acción represiva irracional e indiscriminada. “La
violencia” en términos llanos carece de significación sociológica. Cotidianamente nos encontramos con
diversas manifestaciones de violencia de distintos tipos: las manifestaciones de violencia material, de
ejecución concreta y contundente; las manifestaciones de violencia emocional, donde se ponen en crisis
los límites de la conciencia; las manifestaciones de violencia económica, en las que se obstaculiza el
acceso a bienes y servicios disponibles socialmente; y, (entre tantas otras) las manifestaciones de
violencia del sistema, en las que quedan subvertidos los valores y las expectativas que se dan por
supuestas, quedando al descubierto la injusticia del mismo (de tal manera que el padecimiento y
conminación al hambre es una forma de violencia, la desocupación es una forma de violencia, etc.). En
todas ellas, la exclusión y el condicionamiento socio estructural y económico, intervienen
dialécticamente sin solución de continuidad.

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atribuyendo al consumo de sustancias psicoactivas, a su vínculo con el
narcotráfico, su inserción en barrios marginados, y el fácil acceso a la
provisión de armamentos. El discurso garantista ha tenido presente la falta de
alternativas que le ofrece el sistema, y el condicionamiento a la marginalidad
que le provee la desocupación y el imperativo del hambre. En sí, aciertos y
frustraciones teóricas obligan a hurgar en las responsabilidades
institucionales, en la falta de control en el tráfico de armas, en la provisión de
empleo digno y en la articulación de planes sociales para mitigar desnutrición
e indigencia.
Sin embargo el propósito de éste trabajo no persigue cuantificaciones ni
clasificaciones con pretensión de verdad científica2. Se orienta a interpretar la
escena social en la que se van desarrollando este tipo de manifestaciones.
Tiene por función, el análisis cultural de un momento del proceso histórico
que acusa visos de desintegración social, en el que las manifestaciones de
violencia y su percepción social, adoptan un discurso reificador,
autocomplaciente y descomprometido.
En nuestro país, el proceso endémico de exclusión social desencadenado a
partir de la aplicación de las variables del conservadurismo económico, se ha
puesto en evidencia en los guarismos sobre pobreza, y marca una tendencia
firme a la multiplicación de la indigencia y a la estructuralización de la otrora
pobreza coyuntural.
En ese marco, delito y exclusión se entrecruzan en caminos de pendiente
común. Aún rechazando el categórico que alinea pobreza y delito, lo cierto es
que los condicionamientos que provoca la indigencia aumentan sin excusas
los canales delictivos. Siendo la detección diferencial de los institutos penales
proclives a la rápida captación de éstos elencos, la penalización de la

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Por lo menos no en los términos de la concepción tradicional de ciencia, ya que éste trabajo se enrola en
la tradición de la teoría crítica. Por tanto, más que a establecer o interpretar datos estadísticos se orienta a
aumentar la autoconciencia de las condiciones impuestas por el modo de vida social. Mas allá del cotejo
cualitativo realizado, éste análisis se ofrece, en todo caso, como teorización hipotética para ser explorada
empíricamente.

2
pobreza se reproduce en insondables designios de aplicación legal o ilegal,
desde los organismos de prevención hasta la organización de justicia.

2. El desapego existencial: una vida de riesgos.


Lo culturalmente relevante a los propósitos del presente, no tiene que ver con
las motivaciones causales que puedan orientar a un adolescente en
condiciones de pobreza por carriles delictivos. Su especificidad está en el
análisis del sentido de “desapego existencial” respecto de sus propias
probabilidades. Desapego que se expresa en la sensación de estar
entregados a una realidad que no les da alternativas, en la que poco valen
los esfuerzos que haga por comprometerse con los intereses convencionales.
Desapego de una realidad que se presenta como abusiva y sometedora, y
que adiestra en el desengaño a la promesa de libertad y prosperidad del
espíritu burgués. Desapego que además, probablemente estimula al ajuste
de cuentas, al cobrar sentido la revancha frente al infortunio.
Mas allá del obvio desinterés por los valores y expectativas sociales
dominantes que lo marginan, en el adolescente que ha incurrido en actos de
violencia material, hay un contradictorio deseo por obtener todo aquello de lo
que está excluido. El “mal” provocado, en todo caso, compensa el “mal”
sufrido. Sorprendentemente, - y allí va la observación sociológica- la
banalidad del mal no se establece como una lógica sinrazón parapetada en
prejuicios y tradiciones afines a los intereses de una conciencia autoritaria,
como en el caso de la barbarie nazi, (donde el ascetismo heroico y el
autosacrificio se legitimaban burdamente en el destino y voluntad de la
sangre)3; ni en los preceptos afincados en mandatos de solidaridad mafiosa
(como en el caso de los sicarios); ni en el adiestramiento para la violencia
supuestamente retributiva (propia de la autoinmolación del integrismo
islámico). El espectáculo dantesco de las manifestaciones de violencia
delictiva en jóvenes de corta edad, no tiene referencia alguna a voluntad
histórica u objetivo político, confesional o ideológico manifiesto. Su entrega

3
Conf. Hannah Arendt.1999:271

3
sin sentido al designio del enfrentamiento con las fuerzas de seguridad, y su
eventual muerte, solo esconde razones oscuras que se difunden en latencia,
en inconfesos objetivos políticos. Objetivos tales, como los de quienes
manipulando el poder, renuncian a la integración de vastos sectores sociales,
a la vez que les infunden subjetivamente a la población, la necesidad de
poseer y consumir la materialidad de la que se los excluye. Desde ésta
perspectiva no hace falta adiestramiento organizado para la violencia. Las
manifestaciones de violencia económica y en definitiva, de violencia de
sistema, inducen a una refracción violenta, en la que el sentido de la
existencia se diluye sin legitimación sustituta. La autoinmolación del
fundamentalista (mas allá de lo funesto que representa), al menos, sustituye
el sentido de la vida por morir por una causa. En cambio, un sistema que
legitima exclusión, apuesta a la violencia, quitándole sentido a la vida, pero
también quitándoselo a la muerte. Lo único que tiene sentido es la posesión y
consumo de todo aquello que el sistema produce. Así, el sentido de la
existencia se recobra en la posesión de la materialidad de la que se ve
privado, a cualquier precio, incluso de su propia vida, para tener a través de
la ejecución violenta control sobre el otro, con la ilusoria impresión de tener
control sobre sí mismo.

3. A expensas del destino “oficial”.


Asistimos así, a un escenario en que las manifestaciones de violencia de los
adolescentes que delinquen, asumen un cuadro de simbolizaciones de nuevo
estilo. En su gran mayoría, los chicos que entran dentro de ésta categoría se
han socializado en el padecimiento de sucesivas privaciones. Institucionalmente,
su acceso a derechos y garantías constitucionales demuestran materialmente
una inequidad con sus pares de otras clases sociales, ajena a las previsiones
igualitarias de la formalidad legal. Son conscientes de que son distintos, porque
sus probabilidades y privilegios se miden con distinta vara. Su “mundo” se
compone de experiencias concretas, donde el cobijo burgués de una vivienda
digna es una ilusa referencia a bienes de confort deseables, a los que
difícilmente tienen acceso; donde la contención familiar compite con el

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desarraigo, las desavenencias, los abusos y las ausencias; donde el acceso a la
educación es inoperante en términos de establecer la “normalidad” en el control
comportamental (por disfunción infraestructural o por carecer de los estímulos de
referencia familiar o pedagógicos); donde el acceso a la salud es restrictivo y en
algunos casos ilusorio, por falta de medios o por desidia Estatal; donde el acceso
a la justicia los involucra en réplica social, o simplemente es obstruido por
desconocimiento o por carencias; y donde el acceso a la seguridad resulta una
condición engañosa, ya que culturalmente su experiencia marginal, lo empuja a
internalizar que su libertad ambulatoria está expuesta al antojo y parecer de los
organismos de prevención, por portación de cara o por portación de origen. A
esa representación de “mundo” se aplican vínculos familiares frágiles con una
percepción de solidaridad inicua o nula. En esas condiciones la autoidentidad se
deprecia en el rastro del mismo proceso en el que se reproduce
intergeneracionalmente la pobreza4. Así asiste a la “desapropiación de la vida”.
No es dueño de sí mismo y está a expensas de los designios “oficiales” ( v.g. las
manipulaciones políticas, el abuso de la autoridad policial, la arbitrariedad de la
administración de justicia, y en alguna medida el manejo que de su imagen
hacen los medios). La desintegración de su entorno se ha devorado también su
autonomía. Sabe que cualquier decisión que tome, será válidamente
cuestionada, y oportunamente contrariada.
Si materialmente las carencias son cotidianas y su presente está vaciado de
expectativas de probabilidad futura, la conciencia de estar “jugado”, de que
“haga lo que haga no va a salir de esa”, de que “él a nadie le importa”, y de que
“no le queda otra”, lo llevan a una legitimación de doble vía: “haga lo que haga
se juega solo” y “todo vale”. Esa particular legalidad infiere una carencia de
compromisos y de crisis en la aceptación de los mandatos de autoridad, que los
inhibe de verse involucrados en el mismo plano existencial que el resto.
Simbólicamente, su existencia se dirime en dos dimensiones distintas, por las

4
El interaccionismo simbólico de Goffman, adquiere aquí historicidad dentro del marco estructural del
condicionamiento clasista. La identidad es deteriorada por un proceso de exclusión sistémica del
capitalismo, a través de los mecanismos excluyentes promovidos por los condicionantes hegemónicos y
sus respectivos intereses.

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que trasunta “su” vida, y lo que le “toca” vivir, donde lo que “le toca” vivir
representa el “destino” del condicionamiento socio estructural que lo agobia.
Desapropiado de su vida, está a expensas del entorno. Le “toca” vivir la vida que
tiene en suerte, por eso, si no lo mata la “cana”, lo matan sus pares, o se muere
de hambre. Toda esa realidad despersonalizada, orilla en un círculo vicioso de
desasosiego, donde la racionalidad ha dejado de tener sentido. Así, el sujeto se
diluye en objeto de una naturalidad que se presenta imponderable. Su vida (la
que le ha “tocado en suerte”), no le pertenece, pero a la vez su vida es lo único
que tiene. Por eso probablemente desafía los controles, porque le urge tener
control sobre lo que le “toca” vivir.

4. Vivir “jugado”: una invitación a la tragedia.


Sobrevivir impone la autodesmitificación de las expectativas institucionales y sus
valores, gustos, pareceres y preferencias asociados ( porque “así viven los
caretas”), pero a expensas de ello la experiencia cotidiana se hace virtual.
“Quiero” lo mismo que los demás, y me “instan” a querer lo mismo que los
demás, pero “sé” que no puedo “ni tendré” lo mismo que los demás (por lo
menos por los canales convencionales de la cultura general). Por lo tanto nada
vale la pena, más de lo que me da satisfacción inmediata. Por otro lado, si soy
consciente que no soy dueño de mi vida, tampoco tiene sentido lo que pueda
pasarme. Después de todo “estoy entregado”, “estoy jugado”. Los riesgos así
carecen de significación, por lo que se da una despersonalización de “la
tragedia”. Pareciera que hay una entrega a un destino inexorable, donde la
reincidencia (mas allá del condicionamiento socioeconómico real) afirma de
manera demoledora su significación catártica – “pasó lo que tenía que pasar”- .
Paradójicamente esto también se afirma en la imputación social sin cuestionar el
compromiso super-estructural con tal dilema. Por eso la despersonalización de
“la tragedia”, (maximizada a la vez por los medios de comunicación masiva),
involucra un condicionamiento ideológico en el que el delincuente alcanza un
“destino mítico”, y correspondientemente sus desgracias lo eximen entonces del
carácter de persona. Este condicionamiento ideológico (la fantasía imaginal del
destino delictivo) somete tanto a quien delinque (por identificación), como al que

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no lo hace (por repulsión escópica). El destino trágico “le toca” al delincuente, no
importa la vida de quien se trate. Esta es una impresión refleja con la que en
síntesis dialéctica es probable se identifique el joven delincuente en las
condiciones de exclusión social actuales.

5. El “personaje” aparece en escena.


En estas circunstancias, la realidad de la vida cotidiana se presenta como un
escenario de supervivencia, la rutina es estrategia de subsistencia. Emerger de
la desapropiación de la vida, por la vida que “le toca” vivir, impone disociar
“personaje” y “sí mismo”. Lo que “le toca” vivir no es ni mas ni menos que su
condicionamiento de clase, y todo lo que ello involucra en una sociedad
sometida a un proceso de exclusión social sostenida. Pero esta perspectiva, no
es mas que una observación racional, distante y desaprensiva, mas allá del
compromiso social que involucre. Al que “le toca” vivir el condicionamiento socio
estructural del marginado, la perspectiva racional se le disipa en las exigencias
cotidianas. Subsistir, impone reponerse a su situación mas allá de la situación
misma. Por eso se impone una imagen emergente de sí mismo: un “personaje”5.
No se trata de una disociación estructural de la personalidad en términos
esquizoides. Muy por el contrario, hay coherencia y continuidad en significados.
La disociación entre el “personaje” y el “sí mismo”, marca la reposición en
autoimagen a la insignificancia de su propia existencia6. El “personaje” tiene
poder, control y prestigio, aunque tiene conciencia, en “sí mismo”, que carece de
todo eso. El personaje entra en escena, en la escena del crimen, ya sea fáctica o
virtualmente. Cuando el personaje tiene el “chumbo” en las manos, amenaza
rehenes, o le apunta al personal policial, tiene poder (porque puede imponer sus
condiciones, invirtiendo la situación de sí mismo), inspira temor (desafiando el
sometimiento del entorno “oficial”), impone respeto a su entidad (ese respeto que

5
Máscara que esconde al actor, exhibiendo la imagen y emitiendo el sonido del rol representado, tal
como el per-sonare de la tragedia griega.
6
En otros términos, el personaje desafía e imprime un sesgo emancipador a la imagen insignificante que
ha condicionado el modo de vida social al sí mismo. Así, reponiéndose en imagen le da un nuevo sentido
a su vida, recomponiendo de alguna manera su estima.

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le es negado en sí mismo), y en definitiva, tiene el control sobre la vida de los
otros y la ilusión del control propio. Lo que objetivamente es interpretado como
comportamiento descontrolado, en el momento del “personaje”, resulta la mayor
expresión de control.
El aderezo del personaje se proyecta mas allá de la situación fáctica, tanto es
así que alardear sobre la experiencia del personaje (“viste lo que le hice al
chabón”) o de futuras eventuales intervenciones (“si veo un rati lo c... a tiros”),
resignifica la emergencia de su imagen, en repuesta de su condicionamiento
estructural. El personaje le da valentía a un yo degradado. No se siente como
propio (en términos corporales), sin embargo hay una gran identificación con el
personaje. Sabe que su disposición es efímera, y que solo le permite emerger en
situación del delito, o en su proyección en la imagen que de sí dan los medios.
Pero en “sí mismo” es consciente de sus limitaciones. El personaje actúa como
muleta, lo sostiene frente a una realidad que lo postra. A la vez, funciona como
muleta comunicativa del entorno, que por su imagen lo fustiga. Muleta y amuleto
fechitizado que reduce en la imagen mediática del violento todo lo no deseado
por la sociedad, lo excluíble, lo descartable.

6. Mitificando la desgracia.
La imagen mediática al lucrar con el “personaje en acto” proyecta al personaje
violento a su dimensión mítica. El personaje se transforma en fetiche y
mercancía, para el consumo de un producto complaciente, que se muestra como
realidad inexorable. Imagen que apabulla bajo la excusa de peligrosidad, y que
somete por la espectacularidad de la escena. Imagen que sugestiona con
compromisos falsos, al convocar padres, novias o amigos, a intervenir en la
escena de “la tragedia”, como condimento que complementa un discurso que
requiere constantemente seducir a su audiencia para mantener el raiting. Y a la
vez, imagen que no escatima recursos para agudizar el conflicto, ni tiene prurito
en acudir a un morbo periodístico reificante. Morbo que se reproduce en la
editorialización del personaje en estigma degradante, ornamentando el perfil con
la crueldad del suspenso, a la espera del desenlace sangriento. Así, la dinámica
de la imagen espectacular de los medios (de cualquier especie), contribuye en la

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construcción mítica del “personaje del adolescente violento”. Construcción
mediática que sin excusas tiene una función reificadora en la conciencia social.
Para una perspectiva desprevenida, después de todo, las cosas no son como
son, sino como la muestran los medios, con todos los aditivos funcionales que
ello representa en términos de mercado. Morbo que convoca al morbo del
espectador, y que evoca las imágenes resguardadas en su inconsciente para
que emerjan en identificación especular con el momento de la imagen de
violencia. Allí, ya no hay razones para esgrimir, el impacto emocional de la
espectacularidad de la imagen violenta se reproduce en equivlencias. A pesar de
sus diferencias todas las situaciones son iguales. La realidad es violenta, el
“mundo es violento”, como si se evocara a una unicidad maligna contra la que
hay que luchar. Asi, al personaje mítico se le impone también el discurso
belicista, por su potencial de peligrosidad. Entonces, no hay mejor idea que
“luchar” contra “la violencia” en las calles (como si las manifestaciones de
violencia fueran puramente externas, sin compromiso institucional), con “mano
dura” ( que legitime la intolerancia), con penas mas estrictas (que en definitiva
apuntan a la incriminación de la pobreza y al control ideológico sobre el reclamo
social), y si se pudiera, hasta con la pena de muerte (sobre la que se fustiga su
censura constitucional). No importa que la racionalidad jurídica y la experiencia
comparada hayan demostrado su inutilidad e improcedencia. La imagen apunta
a consensos inmediatos, donde los fetiches enunciados se esgrimen cándidos
frente a la coherencia. La imagen social del personaje violento se impone y
reproduce en mito reificado, sin origen histórico y sin compromiso social.

7. En busca del control perdido.


Pero a la vez, el personaje desde la dimensión mediática subyuga al “personaje
en acto”. La vedettización del “personaje” y su entorno familiar lo atrapa en el
trazo de su mismo discurso. Entonces, el personaje al verse acorralado, controla
la escena hasta el último acto, y reclama un juez y las cámaras de la televisión,
como reaseguro de su integridad física y de sus oportunidades de vida. Pero ese
último acto de control, lo somete al mismo discurso que lo condena. En “si
mismo” lo sabe, pero el “personaje” especula con el cálculo de sus posibilidades.

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El “sí mismo” lo vincula con el mundo exterior de la realidad cotidiana. El
“personaje” lo vincula con todo aquello que lo excluye. El personaje resignifica
continuamente la despersonalización excluyente del entorno, y reafirma la
confianza del “sí mismo” en el “personaje”, como si aquel fuera un “escudo”
(como construcción comunicativa de doble vía).
Si el destino (oficial) de sí mismo no es propio, entonces el cuerpo y sus
acciones tampoco lo son (son del personaje), por eso el peligro es virtual, no
real, y por tanto eventualmente “el que se muere no soy yo”, sino el personaje
que “ya está jugado”. El personaje es el todopoderoso, y por tanto el peligro es
solo hipotético. El sí mismo queda minusválido ante el personaje, tanto, que para
darse fuerzas necesita inhalar, alcoholizarse o ingerir alguna sustancia
psicoactiva. El sí mismo se siente descartado, casi como un excremento social,
por eso busca incesantemente una vía de evasión. El consumo de sustancias
ilegales no se presenta como una decisión autónoma, sino que es el resultado
de una decisión condicionada: consume para no reparar en la sensación de ser
un excremento social. En todo caso, no delinque porque consume, sino que
consume para hacer mas llevadero lo que “le toca vivir”, donde el delito se
presenta como parte de “la tragedia”. El personaje todopoderoso desafía la
tragedia y evita la situación de insignificancia de sí mismo. Incluso cobra sentido
para el entorno social a través del personaje: de ser un “don nadie”, es el
“personaje violento” que por fin es tenido en cuenta.
Pero a la vez que emerge en significación social, a través del personaje, que
alcanza su dimensión mítica, en el fetiche del menor delincuente violento,
refuerza los parámetros de exclusión y queda preso de su experiencia,
restringiéndose sus probabilidades emancipatorias. Y, acentuado el fetiche en
su expresión mediática, ésta digiere lo que el “si mismo” tiene de persona,
sacándole jugo al “personaje en acto”, para devolver la imagen escatológica del
“personaje mítico”, que salpica y ensucia la poca dignidad humana que le resta.

8. El juguete rabioso.
Frente a tanto desconcierto, la seguridad y las expectativas de sí mismo están
depositadas en el “personaje”. Por lo tanto la chance está siempre en hacer un

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“laburito”, con toda la paradoja que arrima el término, ya que no se refiere a
conseguir un trabajo convencional, sino a algún tipo de actividad delictiva.
Códigos y lenguaje de la sociedad carcelaria, rebasan la institución total, para
convertirse en terminología que comunica y describe un nuevo entorno, que le
confirma al “personaje” su pertenencia grupal, dándole un nuevo sentido de
pertenencia, donde la subsistencia es solo para “entendidos”. El uso de códigos
y lenguaje marginal le confirman su pertenencia grupal, pero a la vez lo cerca,
porque lo identifica con el carácter marginal de la imagen del personaje mítico.
También, los deseos del personaje tienen mayor prerrogativa a la hora de la
elección, respecto de los de sí mismo. El personaje exige a “sí mismo” mantener
su imagen frente a los pares. Incluso, pareciera que hay un componente sexual
en el ejercicio del poder del personaje, tanto es así que el personaje del “jugado”
se ve comprometido con los aspectos mas arcaicos de las perspectivas de rol
tradicional, acentuado en un chauvinismo machista exacerbado, en el que el
arma se proyecta en extensión fálica. Como juguete sustituto ante la ausencia de
poder, avasalla con la virilidad armada (construida con un arma) del personaje.
El personaje avasalla, y sostiene la no-conformidad. Se da una confusión entre
el sí mismo, como adaptado y sometido, y el personaje, como emergente, que
toma rebelión y se emancipa. Esto lleva a considerar al sí mismo como
emergente a través del personaje, y a autoconsiderar al sí mismo como un
personaje adaptado y sometido. En definitiva, el personaje es una creación
dialéctica entre un modelo subcultural estereotipado, asumido subjetivamente, y
un modelo de exclusión atribuido por la cultura oficial. También, podríamos
aventurar que es el resultado de la demanda esquizoide de una sociedad
seducida por la hegemonía del capital, que exige conformidad automática a los
condicionamientos de clase, en promesa de autonomía y libertad individual, a la
vez que somete y esclaviza a la pobreza.

9. Un error de cálculo: el mito urbano.


El personaje que asume el adolescente que delinque, demuestra en cierta forma
su astucia, calculando los riesgos y previendo todas las alternativas.
Eventualmente se jacta de la calecita institucional que los medios rutinizaron

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para el personaje mítico: “entra por una puerta y sale por la otra”. A la vez
ambos, (personaje en acto y personaje mítico), cotejan el descontrol de los
organismos de control (uno por experiencia, el otro por inflexión ideológica).
La astucia del personaje impone la agenda mediática. No solo porque se
vedettiza en el último acto de control, al pedir cámaras en la toma de rehenes, o
en ocasión de su entrega. Sino porque su cálculo se confunde (y se difunde),
con la especulación propia del interés mediático, que a través del personaje
mítico impone el orden de prelación de temas.
Así como “el personaje en acto” representa un hito que responde a la falta de
libertad (ambulatoria, de expresión, de autodeterminación, de elección de
opciones alternativas, etc.) y de falta de control (aparente) sobre la propia
existencia, el “personaje” en función de comunicación, como “mito urbano”,
denuncia en imagen distorsiva la falta de represión y descontrol. En síntesis, el
personaje denuncia la incoherencia de los mandatos de autoridad cultural con
una realidad que reclama nuevos compromisos.
Hay una tendencia, en contingentes de población excluida, a rigidizar la
conciencia de “estar jugados”, (de estar entregados a un destino inexorable de
exterminio), por la percepción de falta de chances; correlativamente hay una
cruel tendencia en la cultura dominante, -principalmente promovida por la
agenda mediática-, a rigidizar la conciencia de la imposibilidad o futilidad de
cambios en el entorno mítico de los bolsones de marginalidad y violencia. Esto,
de ser una eventualidad coyuntural, corre riesgo de reificación cultural futura,
donde asistiremos impávidos a que se tome con “naturalidad” que, a uno o al
otro, “le toque estar jugado”, tanto subjetiva como objetivamente. Aún mas seria
es la situación, si ponderamos que en las condiciones económicas actuales, nos
enfrentamos con la probable multiplicación de contingentes de “jugados” (pobres,
incriminados, y sin opciones convencionales alternativas que eviten un
compromiso creciente con variantes marginales). La obstrucción de acceso al
mercado laboral y su desmantelamiento continuo, y el ajuste del sistema
represor, legitiman constantemente al “personaje”, ya que aparecen como
excusas legitimatorias externas, a las que tanto “personaje en acto” como

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impulsores del “personaje mítico”, acuden como argucia exculpatoria de sus
mínimas responsabilidades.

10. Un lugar en el mundo.


La redefinición del sí mismo, y la apropiación de su situación y su destino (sus
probabilidades de futuro), son esenciales para conciliar el “personaje en acto” y
el “sí mismo”. A la vez, al internalizar el mito, personaje y público aprehenden a
actuar en relación a los componentes del mismo, y a través de sus
significaciones sociales. De esta forma la situación se resignifica
constantemente, porque el mito nunca muere. Se instala sobre el prejuicio y se
proyecta en lo más recóndito de la irracionalidad cultural. Por tanto, la
desfetichización del “personaje mítico del menor violento”, se impone en la
articulación de mayores compromisos sociales, en los que la ponderación
racional sustituya la cosificación que lo exhibe como irrecuperable.
Frente a “la tragedia”, la estandarización de respuestas institucionales, se
presenta aquí más que como solución, como un problema. Si asumimos que las
manifestaciones de violencia no son todas iguales, la aplicación de soluciones
tampoco deberían serlo. Por tanto se impone recobrar la entidad de personas,
para que de ésta forma recobren seguridad en sí mismos y no la depositen en un
“personaje” (cómplice involuntario de un personaje mítico mediático) que los
somete. Quizás exige replantear los caminos represivos de los institutos
correccionales, que reproducen en forma acentuada el proceso de deglución que
los conmina a la tragedia de la reincidencia. Quizás, exige buscar formas
creativas de emancipación viable, que no pongan en riesgo la vida propia o la de
terceros. Por ejemplo, optimizando las capacidades, destrezas y habilidades del
sí mismo, en areas no convencionales (artes o deportes), para que pueda
establecerse compromisos eficaces con el valor de la vida, Si se puede recobrar
el interés por la vida, se puede revertir la sensación de estar “jugado”.
Si bien el planteo crítico no está destinado a dar soluciones, sino a poner de
relieve la injusticia del sistema, pareciera que todo planteo teórico queda trunco
sin una somera propuesta. Como este parecer se corresponde con el
esquematismo teórico que conmina la producción intelectual, (la que no escapa

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a la lógica de repetición de la industria cultural) 7, las respuestas no dejan de
parecer mas de lo mismo. Aún a ese riesgo, resulta válido esbozar algunas
estimaciones, aunque en ellas atisben cierto cariz de inocencia conceptual.
Por ejemplo, desde la faz preventiva, se imponen reformas estructurales para
recobrar el sentido de control en la seguridad de tener alternativas. Seguridad
que implica lapidar el fantasma de la indigencia y la eventualidad del hambre,
para que no se presenten éstas como excusas absolutorias. Pero no desde el
asistencialismo de una caja con alimentos, ni a través de comedores
comunitarios, sino a través de trabajo digno, en condiciones equitativas y con
remuneraciones razonables, para sí y para su entorno. Seguridad de que no van
a estar a expensas de la arbitrariedad de las autoridades policiales, judiciales, y
de la impudicia de los medios de comunicación. No solo porque sean menores
de edad, sino porque se impone como condicionamiento ético el respeto hacia
las personas. Seguridad en acceder a derechos constitucionales como la
educación. No en términos formales de disposición de plazas, sino porque es el
ámbito ideal de contención cuando ésta no puede hallarse en el entorno familiar,
y además porque es el ámbito concreto donde se insuflan expectativas
comportamentales. Por eso los contenidos que se impartan requieren coherencia
con las necesidades e intereses del educando, donde las artes, los deportes y el
juego creativo, puedan recuperar su función de formas de aprendizaje para la
vida social y para su inclusión social. No puede hostigarse con una currícula
formal y abstracta, de finalidades eficientistas al servicio de intereses que les son
ajenos. No se puede exhibir y adiestrar para un “mundo” al que les está vedado
el acceso, porque eso es un insulto a la coherencia. Nadie mejor que un
marginado percibe la distancia entre los valores de consumo y las carencias de
consumo. Si la intensión es comprometerlos con los valores e intereses
dominantes, entonces educación y sistema deberían ser consecuentes. Para
recobrar la promesa de prosperidad en la educación, debería recobrarse el
sentido que alguna vez tuvo el emblema de “mi hijo el doctor”, que exhibía la
educación como canal de movilidad social ascendente. Esa consideración le

7
Conf. Adorno y Horkheimer: “Dialéctica del Iluminismo”.

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daba sentido a los esfuerzos y sacrificios, porque al menos prometía una mejor
expectativa de vida, en la que seguridad de ingresos, respeto y prestigio
conformaban un personaje (en términos de representación social) emancipador,
mucho más sólido y loable8.
La percepción de seguridad, también exige respeto a su eventual voluntad y
opinión política, para que su voto no sea moneda miserable de canje, del
oportunista puntero de turno. Las promesas incumplidas, se transforman en
rebote de su insignificancia, porque ratifica su sensación de ser utilizados y
degradados a la vez en su uso. La imagen del político corrupto no puede ser un
espejo en el que se resguarde la propia concupiscencia, o en el que se legitime
el vale todo. Ello solo asegura la convicción de que la manipulación política ha
contribuído decisivamente en la desapropiacipón de su destino.
La percepción de seguridad, en definitiva, implica tener confianza en la
existencia de alternativas. Confianza en la expectativa de un futuro, aunque más
no sea, convencional y posible, aún frente a una actualidad en la que nadie tiene
seguridad de futuro. Por eso hace falta reforzar mecanismos de integración y
autoconciencia, si no queremos seguir diezmando generaciones de argentinos, y
a la vez, reproduciendo generaciones de sometidos.

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Aún con el cuestionamiento que sobre aquel pudiera hacerse en términos de falsa conciencia.

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