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TESEO Y EL MINOTAURO.

Hace miles de años, la isla de Creta era gobernada por un famoso rey llamado Minos. Eran tiempos de prosperidad y
riqueza.
El poder del soberano se extendía sobre muchas islas del mar Egeo y los demás pueblos sentían un gran respeto por
los cretenses. Minos llevaba ya muchos años en el gobierno cuando recibió la terrible noticia de la muerte de su hijo.
Había sido asesinado en Atenas. Su ira no se hizo esperar. Reunió al ejército y declaró la guerra contra los atenienses.
Atenas, en aquel tiempo, era aún una ciudad pequeña y no pudo hacer frente al ejército de Minos. Por eso envió a sus
embajadores a convenir la paz con el rey cretense. Minos los recibió y les dijo que aceptaba no destruir Atenas pero
que ellos debían cumplir con una condición: enviar a catorce jóvenes, siete varones y siete mujeres, a la isla de Creta,
para ser arrojados al Minotauro.
En el palacio de Minos había un inmenso laberinto, con cientos de salas, pasillos y galerías. Era tan grande que si alguien
entraba en él jamás encontraba la salida. Dentro del laberinto vivía el Minotauro, monstruo con cabeza de toro y cuerpo
de hombre. Cada luna nueva, los cretenses debían internar a un hombre en el laberinto para que el monstruo lo
devorara. Si no lo hacían, salía fuera y llenaba la isla de muerte y dolor.
Cuando se enteraron de la condición que ponía Minos, los atenienses se estremecieron. No tenían alternativa. Si se
rehusaban, los cretenses destruirían la ciudad y muchos morirían. Mientras todos se lamentaban, el hijo del rey, el
valiente Teseo, dio un paso adelante y se ofreció para ser uno de los jóvenes que viajarían a Creta.
El barco que llevaba a los jóvenes atenienses tenía velas negras en señal de luto por el destino oscuro que le esperaba
a sus tripulantes. Teseo acordó con su padre, el rey Egeo de Atenas, que, si lograba vencer al Minotauro, izaría velas
blancas. De este modo el rey sabría qué suerte había corrido su hijo.
En Creta, los jóvenes estaban alojados en una casa a la espera del día en que el primero de ellos fuera arrojado al
Minotauro. Durante esos días, Teseo conoció a Ariadna, la hija mayor de Minos. Ariadna se enamoró de él y decidió
ayudarlo a Matar al monstruo y salir del laberinto. Por eso le dio una espada mágica y un ovillo de hilo que debía atar
a la entrada y desenrollar por el camino para encontrar luego la salida.
Ariadna le pidió a Teseo que le prometiera que, si lograba matar al Minotauro, la llevaría luego con él a Atenas, ya que
el rey jamás le perdonaría haberlo ayudado.
Llegó el día en que el primer ateniense debía ser entregado al Minotauro. Teseo pidió ser él quien marchara hacia el
laberinto. Una vez allí, ató una de las puntas del ovillo a una piedra y comenzó a adentrarse lentamente por los pasillos
y las galerías. A cada paso aumentaba la oscuridad. El silencio era total hasta que, de pronto, comenzó a escuchar a lo
lejos unos resoplidos como de toro. El ruido era cada vez mayor.
Por un momento Teseo sintió deseos de escapar. Pero se sobrepuso al miedo e ingresó a una gran sala. Allí estaba el
Minotauro. Era tan terrible y aterrador como jamás lo había imaginado. Sus mugidos llenos de ira eran ensordecedores.
Cuando el monstruo se abalanzó sobre Teseo, éste pudo clavarle la espada. El Minotauro se desplomó en el suelo.
Teseo lo había vencido.
Cuando Teseo logró reponerse, tomó el ovillo y se dirigió hacia la entrada. Allí lo esperaba Ariadna, quien lo recibió con
un abrazo. Al enterarse de la muerte del Minotauro, el rey Minos permitió a los jóvenes atenienses volver a su patria.
Antes de que zarparan, Teseo introdujo en secreto a Ariadna en el barco, para cumplir su promesa. A ella se agregó su
hermana Fedra, que no quería separarse de su hermana.
El viaje de regreso fue complicado. Una tormenta los arrojó a una isla. En ella se extravió Ariadna y, a pesar de todos
los esfuerzos, no pudieron encontrarla. Los atenienses, junto a Fedra, continuaron viaje hacia su ciudad. Cuando
Ariadna, que estaba desmayada, se repuso, corrió hacia la costa y gritó con todas sus fuerzas, pero el barco ya estaba
muy lejos.
Teseo, contrariado y triste por lo ocurrido con Ariadna, olvidó izar las velas blancas.
El rey Egeo iba todos los días a la orilla del mar a ver si ya regresaba la nave. Cuando vio las velas negras pensó que su
hijo había muerto. De la tristeza no quiso ya seguir viviendo y se arrojó desde una altura al mar. Teseo fue recibido en
Atenas como un héroe. Los atenienses lo proclamaron rey de Atenas y Teseo tomó como esposa a Fedra.

La casa de Asterión - Jorge Luis Borges


Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión.
Apolodoro: Biblioteca, III,I
Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su
debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número
es infinito)1 están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará
pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa
como no hay otra en la faz de la Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis
detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero.
¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado
la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y
aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias
de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato
del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi
madre; no puedo confundirme con el vulgo; aunque mi modestia lo quiera.

El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso
que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu,
que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa
no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro porque las noches y los días son largos.

Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta
rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan.
Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los
ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando
he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo
le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos
en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta oAhora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya veras
cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.

No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces,
cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los
pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a
fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de
las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce (son infinitos)
los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar
una sola vez: arriba, el intrincado Sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el Sol y la enorme casa, pero
ya no me acuerdo.

Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el
fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen
sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las
otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que, alguna vez llegaría mi
redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo.
Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías
y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara
de hombre? ¿O será como yo?

El Sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.

- ¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.

1. El original dice catorce, pero sobran motivos para inferir que en boca de Asterión, ese adjetivo numeral vale por
infinitos.
El Aleph, 1949

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