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Pa’ que se acabe la vaina

William Ospina

Alguien ha dicho, y yo le creo, que lo que debería producir el proceso de paz en


Colombia es sencillo:

En primer lugar, el reconocimiento por parte del Estado de que hace 50 años respondió
injustamente a los reclamos de unos campesinos que pedían respeto, presencia
institucional, obras y servicios públicos a los que todo ciudadano tiene derecho, y que
esa respuesta abusiva dio origen a un conflicto armado costosísimo en vidas y en
recursos.
El reconocimiento de que desde hace 30 años, cuando se estaba llegando a un acuerdo
de desmovilización, grupos criminales con el apoyo de muchos miembros de la fuerza
pública exterminaron en las calles en condiciones de inermidad al partido político que
debía acoger a los desmovilizados.
El reconocimiento de que esos cincuenta años de guerra degradaron a todas las fuerzas
enfrentadas y produjeron innumerables actos de sevicia y de inhumanidad por parte de
la guerrilla, de los paramilitares y del Estado mismo.
Que se reconozca que a lo largo de la historia republicana muchas veces se utilizó el
poder político para perseguir y acallar a los adversarios.
Que todas las partes acepten su responsabilidad en el deterioro de la vida civilizada y
pidan perdón por la larga estela de horrores y el rastro de dolor que han infligido a
generaciones de colombianos.
Que se reconozca que es condición para abrir un futuro distinto una amnistía general
para las fuerzas en pugna que voluntariamente acepten, bajo vigilancia internacional,
poner fin al conflicto, no volver a permitir que las armas intervengan en el debate
político, contar toda la verdad de esta larga historia de sangre, y participar en la efectiva
reparación de las víctimas.
Que se reconozca que la democracia colombiana tiene una deuda inaplazable con el
pueblo en términos de empleo, educación, salud, igualdad de oportunidades, justicia y
distribución del ingreso, y que esa deuda aplazada ha sido uno de los principales
alimentos del conflicto.
Que se reconozca que la violencia bipartidista de los años cuarenta y cincuenta fue el
semillero de las sucesivas violencias colombianas, y que el Frente Nacional instaurado
por los dos partidos cerró los caminos a las nuevas fuerzas pacíficas de la sociedad.
Que se reconozca que la prohibición de las drogas genera mafias, capitales clandestinos,
justicia privada, corrupción, muerte y degradación del orden social, que esos poderes
han alentado el conflicto, y que se impone un gran esfuerzo internacional para pasar de
la prohibición al control, de modo que las drogas dejen de ser un asunto criminal para
convertirse en un asunto de salud pública.
Que se acepte que todos los que participaron de la guerra y la abandonaron
voluntariamente tienen derecho a participar en la vida política.
Álvaro Uribe se negará a aceptar que se reconozca la responsabilidad del Estado y de la
vieja dirigencia en la gestación de este conflicto, pero esa responsabilidad no sólo salta
a la vista, sino que Uribe debería tener claro que los mismos que les dieron la espalda a
los acuerdos con él, son los que siempre incumplieron los acuerdos con la guerrilla, de
modo que se entienden por parte de ésta la desconfianza y hasta el resentimiento.
No hay cómo seguir negando que la guerrilla tuvo razones para rebelarse, y que ello no
justifica ni la atrocidad de la guerra ni la degradación de los métodos de todas las partes.
Si sólo las guerrillas se hubieran degradado, podríamos persistir en la invocación a la
legitimidad y a la justicia, pero en las condiciones de la guerra colombiana se impone
una nueva oportunidad para todos, y a partir de allí, una nueva severidad.
Y a Álvaro Uribe sólo queda recordarle esta frase de Lincoln: “¿Acaso no destruimos a
nuestros enemigos cuando los convertimos en nuestros amigos?”.
Todo el tiempo el presidente Santos ha dicho que en La Habana hay que hablar de paz,
pero que mientras tanto en el país sigue la guerra. Sin embargo suspende de modo
unilateral los diálogos porque la guerrilla ha retenido a un general de la República. El
general Alzate es el militar de más alto rango retenido por los insurgentes, pero Santos
se envanece de haber dado de baja a varios generales del ejército contrario.
Porque si lo que hay es un conflicto armado, y si su solución es política, ¿cómo negar
que los jefes de la guerrilla son generales del ejército contrario? Cuando comenzaban
los diálogos, Juan Manuel Santos dio la orden de dar de baja al máximo general de las
Farc, Alfonso Cano, y la guerrilla aceptó dialogar a pesar de ese golpe. El 13 de junio
Santos le dijo al hermano de Cano: “Yo ordené la muerte de su hermano porque
estábamos en guerra, y estamos en guerra”. Cualquiera puede verlo en internet diciendo
esas palabras.
El general Alzate fue retenido sin fuego por los rebeldes. ¿Podía esa retención ser causa
suficiente para suspender el diálogo? Si el Gobierno rechaza el cese al fuego bilateral
que la guerrilla propone, y se reserva el derecho a eliminar a sus adversarios, no puede
exigir que la guerrilla deje de hacer la guerra para poder dialogar.
Sobre los retenidos la guerrilla podría responder: “Los capturamos porque no queremos
matarlos”. Santos en cambio parece decirles: “Yo les mato cuando quiera a sus
soldados, pero ustedes devuélvanme los míos”. Todo indica que la guerrilla ya no se va
a sentar en la misma mesa de la que Santos se levantó con altivez, pero a lo mejor eso
obliga a que lleguen a acuerdos para bajarle el fuego al conflicto.
Ya sería hora de que se abra camino el cese al fuego bilateral, pero también de que el
largo forcejeo de la negociación dé paso a hechos más prácticos y eficaces.

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