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OWEN BARFIELD

SALVANDO LAS APARIENCIAS


UN ESTUDIO DE LA IDOLATRÍA

Título original: Saving the Appearances. A Study in Idolatry


(Faber & Faber Publishers, Londres 11957; Wesleyan Edition, 21988)

CONTENIDO

Prólogo a la segunda edición


Prólogo

I. El arco iris
II. Las representaciones colectivas
III. La figuración y el pensamiento
IV. La participación
V. La prehistoria
VI. La participación original
VII. Apariencia e hipótesis
VIII. Tecnología y verdad
IX. Una evolución de los ídolos
X. La evolución de los fenómenos
XI. El entorno medieval
XII. Algunos cambios
XIII. La textura del pensamiento medieval
XIV. Antes y después de la revolución científica
XV. La era grecorromana (la mente y el movimiento)
XVI. Israel
XVII. El desarrollo del significado
XVIII. El origen del lenguaje
XIX. Síntomas de iconoclastia
XX. La participación final
XXI. Salvando las apariencias
XXII. Espacio, tiempo y sabiduría
XXIII. Religión
XXIV. La encarnación de la palabra
XXV. El misterio del reino

Índice

NOTA DE LA TRADUCCIÓN.- Los corchetes en el texto encierran añadiduras de la traducción al


original y notas de la traducción. La traducción de las citas de la Biblia está tomada de Santa Biblia,
versión Reina-Valera 1995, Edición de Estudio, Sociedades Bíblicas Unidas, Bogotá 1995; o, con nota
respectiva, de Biblia de Jerusalén, Desclée de Brouwer, Bilbao 1975 (edición manual).

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PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN

Cuando un libro tiene más de treinta años es probable que algunos de los
interesados en su contenido tengan un poco de curiosidad acerca de su historia. Saving
the Appearances [Salvando las apariencias] se publicó por primera vez en Inglaterra en
1957 y luego se editó en rústica en Estados Unidos en 1965. No recuerdo de cuántos
ejemplares fue la tirada de la primera edición, pero cuando se agotaron, eso fue el fin. El
libro no se reimprimió en Inglaterra, aunque se intentó una o dos veces hacerlo. Por
contraste, durante los más de veinte años que han transcurrido desde su edición en
rústica en Estados Unidos ha disfrutado de una distribución limitada pero continua en
Norteamérica. Las referencias a él en libros o artículos que han llegado a mis manos y
los comentarios en cartas personales han sido casi exclusivamente favorables, algunos
de éstos con énfasis y hasta de modo conmovedor. Sin embargo, tanto en las cartas
como en la conversación surgieron un malentendido y una dificultad; a menudo lo
suficiente para sugerir que use la oportunidad dada por un segundo prólogo para
aclararlos, de ser posible.
El prólogo a la primera edición declara expresamente que el objeto del libro es
evocar en el lector "una aceptación continua", a diferencia de la mera admisión teórica,
"de la relación que la ciencia física supone para subsistir entre la conciencia humana,
por un lado, y, por el otro, el mundo familiar del cual esa conciencia es consciente". Sin
embargo, y a pesar de más de una negación más tarde en el texto, algunos lectores han
tratado la obra como pretendiendo proponer una teoría completamente metafísica de la
naturaleza de la realidad. No es verdad. Hay mucha especulación sobre eso en nuestros
tiempos, algunas en el campo de la física avanzada y algunas con una referencia, más o
menos instruida, a ese campo. Siendo mi objeto convencer a un abanico de lectores lo
más grande posible traté de mantener neutralidad para con tales especulaciones
haciendo referencia a la realidad objetiva (es decir, la realidad en tanto que es
independiente de nuestra conciencia de ella), todas las veces que tal referencia se hacía
necesaria, a veces como "las partículas" y a veces como "lo no representado". Lo que se
afirma es que, sea lo que sea lo que se diga o piense acerca de una realidad
microscópica o submicroscópica, hay que reconocer, y en efecto lo reconoce toda la
gente que piensa, que el mundo macroscópico no es independiente de esa conciencia,
sino que, al contrario, es correlativo a ella. Luego se muestra que nuestra conciencia del
mundo macroscópico, es decir, de la naturaleza, ha cambiado en el curso del tiempo, y
se sostiene, por las premisas, que esto supone que la naturaleza misma ha cambiado en
el curso del tiempo en un modo no tratado por las doctrinas de la evolución biológica.
Sucintamente, pues, el tema del libro no es la naturaleza de la realidad; es la
evolución de la conciencia. El empleo del término "partículas" no pretendía connotar la
cruda existencia material de éstas (que algunos científicos lo dudan o lo niegan), y fue
con el propósito de impedir cualquier suposición semejante para lo que también empleé
el término "no representado". Esto me lleva del malentendido a la dificultad. La
necesidad era expresar con el lenguaje la opinión de que nuestra conciencia inmediata
de la naturaleza es un sistema de "representaciones" de algo de lo cual no somos
inmediatamente conscientes, pero a lo cual las representaciones son correlativas; y
hacerlo sin caracterizar o identificar ese algo, y por lo tanto sin ningún predicamento de
él fuera de su lugar en el sistema. Referirse a ello como "lo representado" sería
engañoso, porque eso podía que significara simplemente la representación misma. Por
otra parte, referirse a ello como "lo no representado" es verdad que podía ser confuso,
puesto que desde el principio hasta el fin se hace frente a ello como si toda su función
fuese, precisamente, ser representado. De este modo, al parecer es una falta de lógica.

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Veo la dificultad, pero no he visto camino en torno de ello. Sólo puedo alegar que, si es
una falta de lógica, es una falta de lógica inherente a la naturaleza de la representación
simbólica..., de la cual cabezas más prudentes que la mía han afirmado que revela
ocultando.
Dejando atrás estos detalles minuciosos, me pregunto si me he equivocado al
descubrir un cambio significativo ocurrido desde los años sesenta en el ambiente
intelectual. Me refiero, por supuesto, al ambiente intelectual de los pocos
completamente interesados en asuntos tales como la naturaleza del mundo y el sentido
de su vida en él. En varios libros y artículos que han llegado a mis manos me parece
haber adivinado una tendencia a aceptar, incluso a asumir, un cambio histórico
sustancial en la experiencia humana de la naturaleza y, de este modo, en toda la relación
entre la naturaleza y el entendimiento; de hecho, algo así como una evolución de la
conciencia, distinta de la historia de las ideas, aunque coincidiendo en parte con ella.
Totalmente aparte de los escritos abiertamente especulativos, la crítica literaria --cuando
es del género que tiene en cuenta tanto la historia como la estructura-- da indicios de
ello. Y he observado con interés que en contextos donde es pertinente la naturaleza de la
conciencia precientífica, los términos "participar" y "participación" tienen tendencia a
hacer acto de presencia.
Como este concepto de la participación es central en la presente obra, me hace
volver, para terminar, a otra cuestión que ha surgido desde la primera publicación de
Saving the Appearances. Aquí se hace una importante distinción entre participación
"original" y participación "final", la una proveniente del pasado y la otra conducente
hacia el futuro. Puesto que aquélla puede ser bien aclarada con ejemplos, mientras que
ésta sólo puede serlo de modo rudimentario, más de un lector benévolo me ha
preguntado no tanto lo que quiero decir con ello, sino más bien cómo preveo la clase de
conciencia que sería caracterizada por la participación final. Sólo puedo responder que
con "final" quiero decir simplemente la clase de participación que quizá comience
después de que la participación original haya cesado. Se diferencia de la participación
original puesto que es una participación lograda y no dada. Depende de las voluntades y
opciones de los seres humanos individuales tal como la participación original no
dependió; y hay un componente de voluntad en la clase de pensamiento que ha llegado a
llamarse Imaginación. Es funesto que la palabra "final" tenga connotaciones
escatológicas. Recomendaría que el lector se represente la participación final como una
dirección en la cual más vale que nos estemos moviendo, antes bien que como una
consumación beatífica a la cual quizá lleguemos en algún futuro lejano.

Owen Barfield
Forest Row
Sussex
Noviembre de 1987

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PRÓLOGO

Puede haber momentos en que lo que más se necesita no es tanto un nuevo


descubrimiento o una nueva idea, sino un diferente "enfoque"; quiero decir, un
relativamente pequeño reajuste en nuestro modo de enfocar las cosas e ideas sobre las
que ya está fijada la atención.
Dibuja una caja rectangular de cristal en perspectiva --en una perspectiva no
demasiado exacta (pues las líneas que se van alejando deben mantenerse paralelas, en
vez de convergentes)-- y contémplala. Tiene una parte frontal y una parte trasera, una
parte alta y un fondo. Pero desliza tu mano sobre el dibujo y mira de nuevo: quizá
descubras que lo que creías que era el interior de la parte alta se ha convertido en su
exterior, mientras que el exterior de la pared frontal se ha transformado en el interior de
la pared trasera, y viceversa. El reajuste visual fue pequeño, pero no se puede decir lo
mismo de su efecto sobre el dibujo, ya que la caja no solo se ha dado la vuelta, sino que
además está situada en un ángulo muy diferente.
Este libro se ha escrito con la creencia de que podría ser posible deslizar algo así
como una mano sobre muchísimas cosas e ideas sobre las que se ha concentrado la
atención de la humanidad occidental durante los dos o tres últimos siglos, y sobre las
que la atención del Oriente se está volviendo rápidamente fija del mismo modo. La
"mano" ayudadora que se ha intentado aplicar de este modo es, sencillamente, una
aceptación continua por parte del lector de la relación supuesta por la ciencia física para
subsistir entre la conciencia humana, por un lado, y, por el otro, el mundo familiar del
cual esa conciencia es consciente.
La ciencia física durante mucho tiempo ha recalcado la enorme diferencia que
existe entre lo que investiga como la estructura real del universo, incluida la tierra, y los
fenómenos, o apariencias, que esa estructura presenta a la conciencia humana normal.
De acuerdo con esto, la mayor parte de la filosofía --en todo caso, desde Kant-- ha
subrayado mucho la participación de la propia mente humana en la creación, o
evocación, de estos fenómenos. Los primeros tres breves capítulos están dedicados en
gran parte a recordar al lector esa diferencia y esa participación.
Sobre esta concepción de la relación entre el ser humano y la naturaleza,
completamente indiscutible fuera del ámbito de la filosofía académica y en gran parte
indiscutible dentro de ella, dos cosas son evidentes; aunque no parecen todavía ser de un
interés muy general. Una es una omisión y la otra es una suposición.
En primer lugar, aunque permanece indiscutible, esta concepción nunca se la
toma en consideración en nuestro enfoque de cualquier asunto fuera del campo de la
física; asuntos tales como, por ejemplo, la historia de la tierra, la historia del lenguaje, la
historia del pensamiento (si exceptuamos cierta escuela de psicología genética, hoy muy
pasada de moda). En segundo lugar, se supone invariablemente que, cualquiera que sea
la verdad acerca del nexo psicológico entre el hombre y la naturaleza, éste es inalterable
y es el mismo ahora que como lo era cuando los hombres aparecieron por primera vez
en la tierra.
En este libro se sugiere que la suposición surgió en primer lugar por causas
históricas claramente fáciles de encontrar; que la evidencia está a favor de considerarla
ilusoria; y que su persistencia a pesar de esa evidencia se debe en gran parte a la
omisión.
En cuanto a la omisión: habiendo establecido el abismo que se abre entre la
estructura física atómica de la naturaleza y las apariencias del mundo familiar, es desde
luego posible, y es ciertamente habitual, si somos físicos, continuar impasibles nuestras
investigaciones de la estructura atómica invisible, y, si somos filósofos, dejar las cosas

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así, satisfechos de la curiosidad metafísica que hemos producido. Es habitual; pero no
es realmente necesario hacerlo. Podríamos, si quisiéramos, tomárnoslo en serio;
podríamos continuamente no perder de vista el abismo, en lugar de en seguida
volvernos a olvidar completamente de él, y ver qué efecto tiene eso sobre nuestro
conocimiento de otras cosas, tales como la evolución de la naturaleza y del hombre
mismo. Tampoco parece esto una tarea irracional, puesto que estas dos son temas, y la
relación entre ellas es un tema, para el cual la participación mencionada cuatro párrafos
atrás tiene que ser al menos pertinente.
La mayor parte de este libro consiste, de hecho, en un intento rudimentario de
remediar la omisión. Pero esto implica, como ya se indicó, poner en duda la suposición;
y también se ha dedicado mucha atención a ese aspecto. El resultado --y realmente la
parte sustancial del libro-- es una especie de esbozo, con una o dos partes terminadas
con mayor detalle, de una historia de la conciencia humana; especialmente de la
conciencia de la humanidad occidental durante los tres últimos milenios, más o menos.
Finalmente, las consecuencias que provienen del abandono de la suposición
resultan ser de muchísimo alcance; y los tres últimos capítulos se ocupan,
teológicamente, de la relación de la "participación" --vista ahora como un proceso
histórico-- con el origen, el predicamento y el destino del ser humano.

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I

EL ARCO IRIS

Contempla un arco iris. Mientras dura es, o parece ser, un gran arco de muchos
colores que ocupa una posición allí fuera, en el espacio. Roza el horizonte entre esa
chimenea y aquel árbol; una línea trazada desde el sol detrás de nosotros y que pase por
nuestra cabeza atravesaría el centro del círculo del cual es parte. Y ahora, antes de que
desaparezca, recuerda todo lo que te han dicho acerca del arco iris y de sus causas, y
hazte la pregunta: ¿está realmente allí?
Sabemos de memoria que si hubiese una ladera cuatro o cinco kilómetros más
cerca que el horizonte actual, el arco iris llegaría a la superficie terrestre por delante y
no por detrás de ella; y que si camináramos hacia el lugar donde acaba, o parece acabar,
el arco iris, éste no estaría ciertamente “allí”. En una palabra, la reflexión nos asegurará
que el arco iris es el resultado del sol, de las gotas de lluvia y de nuestra propia visión.
Cuando pregunto por una apariencia intangible, o sea, por una representación,
"¿está realmente allí?", normalmente quiero decir "¿está allí independientemente de mi
visión?". ¿Estaría todavía allí, por ejemplo, si cierro mis ojos o si me acerco o me alejo
de ello? Si esto es lo que también queremos decir con "realmente allí", uno estará
tentado de añadir que las gotas de lluvia y el sol están realmente allí, pero que el arco
iris no lo está.
¿Se deduce de ello que en cuanto alguien ve un arco iris, "hay" un arco iris, o, en
otros términos, que no hay ninguna diferencia entre una alucinación o un ensueño de un
arco iris de un demente (quizá en un día despejado) y un arco iris real? Desde luego que
no. Tú no eras el único que vio ese arco iris. Estaba contigo un amigo (me abstengo de
preguntar si los dos visteis "el mismo" arco iris, porque este es un libro sobre historia
más que sobre metafísica, y estos capítulos introductorios simplemente se proponen
despejar ciertas ideas falsas). Además, mediante el lenguaje, eres bien consciente de que
en tiempo lluvioso miles de otras personas han visto arcos iris; pero nunca has oído de
alguna persona sana que afirme que ha visto uno en un día sin sol o en un día sin nubes.
Por tanto, si alguien te dice que ha visto un arco iris en un día despejado, aunque estés
convencido de que quiere decir lo que dice y no está simplemente mintiendo, afirmarás
con toda confianza que el arco iris que él ve “no estaba allí”.
En resumen, en cuanto a estar realmente allí o no, la diferencia práctica entre un
sueño o alucinación de un arco iris y un arco iris real es que, aunque cada uno es una
representación, o sea, una apariencia (es decir, algo que percibimos que está allí), el
segundo es una representación compartida o colectiva.
Ahora contempla un árbol. Es muy diferente de un arco iris. Si te acercas a él,
estará todavía “allí”. Además, en este caso, podemos hacer algo más que mirarlo.
Puedes oír el ruido que hacen sus hojas con el viento. Quizá puedes olerlo. Desde luego,
puedes tocarlo. Tus sentidos se combinan para asegurarte de que está compuesto de lo
que se llama materia sólida. Da al árbol el mismo tratamiento que diste al arco iris.
Recuerda todo lo que te han dicho acerca de la materia y su estructura fundamental, y
pregúntate si el árbol está “realmente allí”. Estoy lejos de afirmar dogmáticamente que
los átomos, electrones, núcleos, etc. de los que se dice que está compuesta la madera, y
toda la materia, son objetos particulares e identificables como las gotas de lluvia. Pero si
las "partículas" (como las llamaré aquí por comodidad) están allí, y son lo único que
está allí, entonces, puesto que las “partículas” son tan iguales a la cosa que llamo árbol
como las gotas de lluvia son iguales a la cosa que llamo arco iris, síguese, creo, que --
exactamente como un arco iris es el resultado de las gotas de lluvia y de mi visión-- un

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árbol es el resultado de las partículas y de mi visión y de mis otras percepciones
sensoriales. Sea lo que sea que se piense que son las partículas mismas, el árbol, como
tal, es una representación. Y la diferencia, para mí, entre un árbol y una completa
alucinación de un árbol es la misma que entre un arco iris y una alucinación de un arco
iris. En otras palabras, un árbol que está "realmente allí" es una representación
colectiva. El hecho de que un árbol ideal sea una clase de árbol distinta de un árbol real,
y que sea precisamente absurdo intentar confundirlos, es en efecto, bastante
literalmente, un asunto de “sentido común”.
Este trasfondo de partículas se supone, por supuesto, en el caso de las gotas de
lluvia mismas al igual que en el de los árboles. La relación gotas de lluvia-arco iris es
una imagen o analogía, no un ejemplo o caso, de la relación partículas-representación.
O, de nuevo, si alguien quiere insistir aun más en el argumento y sostener que lo
que es cierto de las gotas ha de serlo también de las partículas mismas, y que “no existe
tal realidad extra-mental”, no debatiré con él, pero no tendré nada en absoluto que ver
con él; porque, como digo, este no es un libro sobre metafísica, y no quiero tener que
demostrar que los árboles o los arcos iris --o las partículas-- no están “realmente allí”...
una proposición que quizá no tenga mucho sentido. Este libro no se está escribiendo
porque el autor desee presentar una teoría de la percepción, sino porque le parece que
ciertas grandes consecuencias provenientes del desarrollo precipitado de las ciencias de
los siglos XIX y XX, y en particular de la física, no se han tenido suficientemente en
cuenta al construir la imagen general, propia del siglo XX, de la naturaleza del universo
y de la historia de la tierra y del hombre.
Un término mejor que "partículas" sería probablemente "lo no representado", ya
que cualquier cosa particular que equivalga a una representación atraerá siempre
análisis físicos ulteriores. Además, los átomos, protones y electrones de la física
moderna se consideran ahora quizá más generalmente no como partículas, sino como
modelos nocionales o símbolos de una base desconocida suprasensible o subsensible.
Lo único que pretendo establecer en estos primeros párrafos es que, sea lo que sea que
se piense sobre el trasfondo de lo "no representado" de nuestras percepciones, el mundo
familiar que vemos y conocemos a nuestro alrededor --el cielo azul con nubes blancas,
el ruido de una cascada o de un autobús, las formas de las flores y su fragancia, el
ademán y la expresión de los animales y las caras de nuestros amigos, y el mundo
también, que (aparte de la investigación especial de la física) toda clase de expertos
investigan metódicamente-- es un sistema de representaciones colectivas. Llega el
momento en que hay que o bien aceptar esto como la verdad acerca del mundo o bien
rechazar las teorías de la física como un engaño elaborado. No podemos sostener ambas
posibilidades.

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II

LAS REPRESENTACIONES COLECTIVAS

Una representación es algo que yo percibo que está allí. Siguiendo la premisa de
que el mundo cotidiano es un sistema de representaciones colectivas, quizá se piense
que estamos difuminando la distinción entre lo imaginario y lo real, o, siguiendo el
lenguaje cotidiano, entre lo que aparentemente está allí y lo que realmente está allí. Pero
esto no es así. Sólo parece ser así debido a lo muchísimo que la mentalidad occidental
ha subrayado --especialmente en los últimos trescientos o cuatrocientos años-- el
componente de profundidad espacial dentro del complejo total de su percepción.
Volveré sobre ello más tarde.
En cuanto a lo que se quiere decir con "colectivo": cualquier discrepancia entre
mis representaciones y las de mis prójimos suscita una suposición de irrealidad y exige
una explicación. Sin embargo, si la explicación es satisfactoria; si, por ejemplo, resulta
que la discrepancia se debió no a una alucinación mía, sino a la miopía o a la torpeza de
ellos, es probable que mi explicación sea aceptada; y entonces puede que mi
representación misma termine volviéndose colectiva.
Sin embargo, no es necesario sostener que la colectividad es el único criterio
para distinguir entre una representación y una representación colectiva (aunque para
aquellos para quienes la demencia está a la vuelta de la esquina, es con frecuencia
probable que sea el criterio crucial).
Me doy un golpe con violencia en la cabeza, y en el mismo momento percibo
una luz brillante. Más tarde pienso que la luz no estaba “realmente allí”. Incluso si
hubiese vivido en una isla desierta donde no había nadie con quien cambiar
impresiones, quizá haría lo mismo. Sin duda, aprendería por experiencia a distinguir el
primer tipo de luz de la más practicable luz del día o el rayo, y pronto renunciaría a
darme golpes en la cabeza a la puesta del sol cuando necesitara luz para seguir
trabajando. En ambos casos percibo luz, pero los diversos criterios de diferencia entre
ellos --la duración, por ejemplo, y un agudo dolor físico que implica una y la otra no--
no son difíciles de comprender.
Lo necesario no es continuar recalcando la semejanza entre las representaciones
colectivas y las privadas, sino recordar, cuando abandonamos el mundo cotidiano por la
disciplina de alguna rigurosa investigación, que si las partículas, o lo no representado,
son en realidad lo único que está independientemente allí, entonces el mundo que todos
aceptamos como real es, de hecho, un sistema de representaciones colectivas.
La percepción ocurre por medio de órganos sensoriales, si bien su componente
de sensación, experimentada como tal, varía mucho entre los diferentes sentidos. En el
tacto supongo que es donde más nos acercamos a la sensación sin percepción; en la
vista, a la percepción sin sensación. Pero las dos cosas más importantes a recordar
acerca de la percepción son las siguientes: en primer lugar, que no debemos confundir
lo percibido con su causa. Yo no oigo moléculas ondulantes de aire; el nombre de lo que
yo oigo es sonido. No toco un sistema móvil de ondas o de átomos y electrones con
espacios vacíos relativamente grandes entre ellos; el nombre de lo que toco es materia.
En segundo lugar, no percibo ninguna cosa solamente con mis órganos sensoriales, sino
con una gran parte de mi existencia humana total. Así puedo decir, vagamente, que
"oigo cantar a un pájaro". Pero, en rigor, todo lo que “oigo” --todo lo que oigo
simplemente en virtud de tener oídos - es sonido. Cuando "oigo cantar a un pájaro",
estoy oyendo no sólo con mis oídos, sino también con todo tipo de otras cosas, tales
como hábitos mentales, memoria, imaginación, sentimiento y (al menos hasta el punto

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en que la atención la supone) voluntad. De una persona que meramente oyó en el primer
sentido se podría decir significativamente que "teniendo oídos" (esto es, no siendo
sorda) "no oyó".
No creo que ninguno de estos dos principios dependa de alguna teoría particular
sobre la naturaleza de la percepción. Son verdaderos para cualquier teoría de la
percepción de la que me haya enterado; con la posible excepción de la del obispo
George Berkeley1. Son verdaderos tanto si aceptamos la concepción aristotélica y
medieval de la forma y la materia, o la doctrina kantiana de las formas de percepción, o
la teoría de la energía sensorial específica, o la “imaginación primaria" de S. T.
Coleridge, o la fenomenología que subyace en el existencialismo, o algún sistema de
fisiología y psicología totalmente no filosófico. En casi cualquier teoría admitida de la
percepción, el mundo familiar --esto es, el mundo que se percibe no a través de
instrumentos e inferencia, sino simplemente-- depende, por la mayor parte, del que
percibe.

Nota

1
Ver capítulo V.

9
III

LA FIGURACIÓN Y EL PENSAMIENTO

En la conversión de las gotas de lluvia en un arco iris, o (si se prefiere) la


producción de un arco iris por ellas, el ojo desempeña un papel no menos indispensable
que el sol, o que las gotas mismas. De la misma manera, para la conversión de lo no
representado en una representación, por lo menos un organismo sensitivo es una
condición sine qua non tanto como lo no representado mismo; y para la conversión de
lo no representado en representaciones que se asemejen siquiera remotamente a nuestro
mundo cotidiano, por lo menos un sistema nervioso organizado alrededor de una
médula espinal que culmina en un cerebro es igualmente indispensable. La analogía del
arco iris no implica, ni tiene la finalidad de sugerir, que el globo terrestre sólido sea tan
insustancial como un arco iris. El globo terrestre es sólido. El arco iris no lo es. Pero es
importante saber qué queremos decir con solidez. Más que eso, es necesario recordar
qué quisimos decir con solidez en un contexto, cuando seguimos usando la palabra o
pensando la cosa en otro contexto.
Es fácil comprender que no exista un arco iris invisible. No es tan fácil
comprender que no exista un ruido no oído. O más bien, es fácil comprender, pero
difícil tener presente. Y esto es así todavía más cuando llegamos al sentido del tacto.
Por obvio que sea a la reflexión el que un sistema de ondas o de cuantos o de discretas
partículas es tan igual a la materia sólida como las ondas de aire son iguales al sonido, o
las gotas de lluvia a un arco iris, no es especialmente fácil comprender, y es casi
imposible tener presente, que no exista la solidez no palpada 1. Es mucho más
conveniente, cuando por ejemplo estamos escuchando a un geólogo, olvidarnos de lo
que aprendimos acerca de la materia por el químico y el físico. Pero en realidad no lo
será. No podemos seguir sosteniendo indefinidamente ambas posibilidades.
Podría ser oportuno, llegado a este punto, examinar un poco más detenidamente
las representaciones colectivas y nuestros pensamientos acerca de ellas. Y desde luego
sirve poco empezar preguntando qué son; ya que son todo lo que es obvio. Son, por
ejemplo, la mesa en la que estoy escribiendo, el ruido de una puerta que se abre en el
piso de abajo, una bandera británica, un altar en una iglesia, el olor del café, un poste
totémico, el panorama desde los montes Malvern, y el pedacito de tejido cerebral que
está siendo disecado ante un grupo de estudiantes en un laboratorio del hospital.
Algunas de ellas las podemos manipular, como está haciendo el catedrático, y como lo
hago yo cuando muevo la mesa. Otras no las podemos manipular. Lo que importa aquí
es que hay, hablando en términos generales, tres cosas diferentes que podemos hacer
con todas ellas; o, alternativamente, ellas están relacionadas con la mente de tres
maneras diferentes.
Primero, podemos simplemente contemplarlas o experimentarlas; como cuando
simplemente miro el panorama o me encuentro con el olor. Toda la impresión parece
entonces que me es dada en la representación misma. Pues no soy consciente, o no lo
soy muy a menudo, de oler un olor no identificado y luego pensar "¡Eso es café!"; Me
parece, y me parece al instante, que huelo café; aunque, en realidad, puedo meramente
oler "café" tanto como puedo meramente oír "cantar a un pájaro". Esta impresión
inmediata o experiencia de un mundo familiar ya se ha mencionado en el capítulo II. Es
importante tener esto claro. Es evidentemente el resultado de una actividad de algún tipo
dentro de mí, por poco que pueda recordar alguna actividad semejante.
Cuando una señora se quejó al pintor Whistler de que no veía el mundo que él
pintaba, se dice que él le contestó: "No señora, pero ¿no desearía poder verlo?". Tanto

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Whistler como la señora se estaban realmente refiriendo a esa actividad (que, en el caso
de Whistler, era más intensa que en el de la señora). ¿Debe llamarse una actividad
“mental”? Como quiera que deba llamarse, es realmente la propia contribución del
perceptor a la representación. Es todo aquello que en la representación no es sensación.
Pues, tal como se necesitan los órganos sensoriales para transformar lo no representado
(las "partículas") en sensaciones para nosotros, se necesita algo en nosotros para
transformar las sensaciones en "cosas". Es a este algo a lo que me refiero. Y evitará
confusión si elijo a propósito una palabra poco familiar y poco usada y lo llamo, a
riesgo de impropiedad, figuración.
Permítaseme repetirlo. En el supuesto de que el mundo cuya existencia es
independiente de nuestra sensación y percepción consiste únicamente en “partículas”,
son necesarias dos operaciones (y no tiene importancia si son sucesivas o simultáneas)
para producir el mundo familiar que conocemos. En primer lugar, los órganos
sensoriales tienen que estar relacionados con las partículas de tal modo como para dar
origen a las sensaciones; y en segundo lugar, esas meras sensaciones tienen que ser
combinadas por la mente perceptora para construir los objetos reconocibles y
nombrables que llamamos "cosas". Es este trabajo de construcción lo que aquí se
llamará figuración.
Ahora bien, si la figuración es o no una actividad mental, esto es, una especie de
pensamiento, sin duda que no es, o no es característicamente, un pensamiento acerca
de. La segunda cosa que podemos hacer con las representaciones es, por consiguiente,
pensar acerca de ellas. Aquí, como antes, seguimos inconscientes de la íntima relación
que de hecho tienen, como representaciones, con nuestros propios organismos y mentes.
O, mejor dicho, más inconscientes que antes. Pues ahora nuestra misma actitud es
tratarlas como independientes de nosotros mismos; aceptar su “carácter externo” como
algo dado de manera evidente; y especular sobre sus relaciones entre sí o investigarlas.
Quizá se podría denominar a este proceso "teorización" o "pensamiento teórico", ya que
es exactamente lo que se hace en la mayoría de los sitios donde se prosigue la ciencia,
sea botánica, medicina, metalurgia, zoología o cualquier otra. Pero no creo que el
término sea suficientemente amplio. El tipo de asunto al que me refiero abarca también
otros estudios: mucha historia, por ejemplo. Tampoco tiene que ser sistemático. Hay
muy pocos niños que no hagan un poco de eso. Por otra parte, si eligiéramos una
palabra corriente para denominarlo, hay el mismo riesgo de confusión proveniente de su
uso ocasional con una intención menos precisa. Por lo tanto, a igual riesgo que antes,
propongo llamar esta particular clase de pensamiento: pensamiento-alfa.
En tercer lugar, podemos pensar acerca de la naturaleza de las representaciones
colectivas como tales, y, por tanto, sobre su relación con nuestras propias mentes.
Podemos pensar sobre la percepción y podemos pensar sobre el pensamiento. Podemos,
de hecho, hacer la clase de pensamiento que estoy intentando hacer de momento, y que
tú estarás haciendo si piensas que tengo razón y también si piensas que estoy
equivocado. Esto es parte de la esfera de una o dos ciencias, tales como la fisiología y la
psicología, y por supuesto también es parte de la esfera de la filosofía. Se la ha llamado
reflexión o pensamiento reflexivo. Pero, por las mismas razones que antes, descartaré el
término más simple y más elegante y lo llamaré: pensamiento-beta.
Ha de observarse especialmente que la distinción hecha aquí entre pensamiento-
alfa y pensamiento-beta no es una distinción entre dos diferentes clases de pensamiento,
tal como, por ejemplo, la que se hace a veces entre pensamiento analítico, por un lado, y
sintético o imaginativo, por el otro. Es puramente una distinción de contenidos.
Las tres actividades --figuración, pensamiento-alfa y pensamiento-beta-- son
claramente distinguibles una de otra; pero esto no es decir que estén separadas por

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barreras infranqueables en los puntos donde se acercan mutuamente. Incluso es al
contrario. Además pueden afectarse unas a otras por influencia recíproca. Por ejemplo,
en la historia de la teoría del color, el color se consideró primero una cualidad primaria
del objeto de color y posteriormente se lo transfirió a la condición de cualidad
“secundaria” dependiente del observador. Aquí podemos descubrir la interacción entre
el pensamiento-alfa y el pensamiento-beta; y, otra vez, en toda la influencia que la
ciencia experimental ha ejercido sobre la filosofía en los últimos doscientos o
trescientos años. Por otra parte, este libro tendrá que ver más con la interacción entre la
figuración y el pensamiento-alfa.
Que aquélla afecta y determina en gran medida a éste apenas hace falta decirlo;
ya que el producto primario de la figuración es el contenido real de la mayor parte del
pensamiento-alfa. Que lo inverso pueda ser también verdad a veces, y además, que la
frontera entre uno y otro sea a veces bastante imposible de determinar: esto es menos
obvio. Sin embargo, un poco de reflexión seria (es decir, un poco de pensamiento-beta)
lo hace evidente suficientemente.
Recordemos por un momento el conocido verso de Sylvie and Bruno, con su
estribillo persistente de "pensó que vio" seguido de "y descubrió que era":

Pensó que vio a un empleado del banquero


bajando del autobús,
miró de nuevo y descubrió que era
un hipopótamo (etc., etc.)

Este es, por supuesto, sólo un caso muy poco probable de una experiencia que, en sí, es
bastante común, especialmente con aquellas de nuestras representaciones (y forman la
mayoría aplastante) que nos llegan únicamente a través del sentido de la vista. Cuando
confundimos una representación, esto es, decir una cosa por otra, de modo que hay una
transición de un "pensé que vi" a un "descubrí que era", es a menudo muy difícil, en
efecto, decir si primero hay una figuración (basada, digamos, en una sensación
incompleta) y luego otra figuración diferente que produce una representación diferente;
o si hay la misma representación, que nos es velada, primero, por algún pensamiento-
alfa incorrecto y que después es descartada como inaplicable. En el caso particular de
un individuo perplejo tratando de divisar un objeto localizado lejos en el mar, parece
más lo segundo. A menudo parece mucho más lo primero. Hemos cometido el error
antes de darnos cuenta de haber hecho absolutamente ningún pensamiento.
Cualquiera que desee investigar esto más a fondo debiera prestar
cuidadosamente atención a los errores que solemos cometer al despertarnos
repentinamente de un sueño profundo en una habitación completamente oscura;
especialmente si por casualidad es una habitación ajena. De cualquier modo debemos
concluir que la figuración, sea o no una clase de pensamiento, es algo que fácil e
imperceptiblemente pasa al pensamiento, y a lo cual pasa, fácil e imperceptiblemente, el
pensamiento. Pues en ambos casos hubo una representación; si no, no me habría
equivocado. Y si la primera representación fue el resultado de un pensamiento
incorrecto, entonces el pensamiento puede hacer algo muy parecido a lo que hace la
figuración. Por otra parte, si solamente fue el resultado de la figuración, entonces el
mismo hecho de que la figuración pueda "cometer un error" indica que tiene mucho en
común con el pensamiento.

Nota

12
1
"¡El termómetro está bajo cero, la cañería está rota, y no sale agua del grifo. No sé nada de
física o de química; pero puedo afirmar que hay hielo sólido dentro de la cañería!". Desde luego
que puedes hacerlo; y si hubiera sal en el agua, podrías afirmar que hay hielo sólido blanco en la
cañería. Yo sólo estoy indicando que la solidez de la que hablas supone tu tacto imaginario,
exactamente como la blancura supone tu vistazo imaginario. Sólo que es más difícil de no
olvidar.

13
IV

LA PARTICIPACIÓN

En las últimas décadas, toda esta cuestión de la elaboración figurativa de las


representaciones colectivas y la confusión teórica entre lo que he llamado figuración y
lo que he llamado pensamiento-alfa ha sido planteada implícitamente por algunos
antropólogos. Para decirlo brevemente, por todo su modo de enfocar los
funcionamientos de la mente "primitiva" han insinuado la pregunta: ¿Puede haber tal
cosa como "ellos pensaron que vieron?".
Por supuesto, dos personas pueden cometer el mismo error momentáneo acerca
de la identidad de un objeto visto defectuosamente. Pero, como vimos en el capítulo II,
el criterio generalmente aceptado de la diferencia entre "pensé que vi" y "descubrí que
era" es que aquélla es una representación privada y ésta es una representación colectiva.
¿Qué ocurre entonces si "ellos" son toda una tribu o toda una población? ¿Si el “error”
no es momentáneo, sino permanente? ¿Si se transmite durante siglos de generación en
generación? ¿Y si, de hecho, nunca le sigue un "descubrieron que era"? La dificultad es
que, en ese caso, el "error" mismo sea una representación colectiva. Y sin embargo, para
nosotros mismos, como vimos, es precisamente la colectividad de nuestras
representaciones la que es la prueba admisible de su realidad. Es esto lo que nos
convence de que no son errores o alucinaciones. ¿Por qué no, pues, también para ellos:
la tribu primitiva? Pero esto es ir demasiado deprisa.
Los antropólogos más antiguos daban por sentado que los pueblos primitivos
que aún sobreviven en varios lugares de la tierra perciben y piensan de la misma
manera como lo hacemos nosotros; pero que piensan erróneamente. La suposición que
es la base de este enfoque está acertadamente resumida en un par de frases de Primitive
Culture de E. B. Tylor, publicado por primera vez en 1871:

"No era un capricho espontáneo, sino la deducción razonable de que los efectos
se deben a las causas, lo que inducía a los hombres incultos de antaño a poblar con tales
fantasmas etéreos sus propias casas y guaridas, y la inmensa tierra y más allá del cielo.
Los espíritus son las causas personificadas."

Esta teoría de un "deducir" seguido de un "poblar", que por lo general se


denomina "animismo", pero que E. Durkheim prefiere llamar "naturismo", es además,
según L. Lévy-Bruhl, especialmente típica de la escuela inglesa de antropología, y él
atribuye esto, correcta o incorrectamente, a la influencia de Herbert Spencer, quien
supuso prontamente que todas las cosas evolucionan de lo simple a lo complejo. Sea
como fuere, la teoría es atacada por los antropólogos del siglo XX a los que me he
referido. Niegan el "deducir" y cuestionan el "poblar". Lévy-Bruhl mismo, por ejemplo,
insiste, a la luz de la evidencia, en que preguntar cómo la mente primitiva "explicaría"
este o aquel fenómeno natural es una pregunta mal formulada. La explicación está
implícita en las representaciones colectivas mismas. Cuando descubrimos una mente
primitiva incapaz de comprender la que para nosotros es la evidente ley de la
contradicción, es absurdo imaginar a tal mente pensando en términos de causa y efecto,
y de deducción de lo uno a lo otro. Más bien estamos en contacto con un tipo diferente
de pensamiento y un tipo diferente de percepción, en conjunto. Lévy-Bruhl describe esta
"mentalidad prelógica", de la que dice que es:

14
"esencialmente sintética. Con esto quiero decir que las síntesis que la constituyen no
implican análisis previos cuyo resultado es registrado en conceptos, como es el caso de
aquellas con las cuales opera el pensamiento lógico. En otras palabras, los vínculos de
conexión de las representaciones están dados, en general, con las representaciones
mismas."

También éste se descubre que es un enfoque más satisfactorio y convincente del


fenómeno del totemismo, que trae consigo las identificaciones y distinciones más
inexplicables y, para nosotros, absurdas. El no hacer una distinción de clase entre el sol
y una cacatúa blanca, pero sentir inmediata e intensamente un mundo de diferencia entre
estos dos fenómenos naturales y una cacatúa negra es, se siente, un estado mental al que
difícilmente se llegaría por deducción. Los elementos que la mente totémica selecciona
de toda la representación para fijar su atención son muchísimas veces muy diferentes de
los que seleccionamos nosotros. A menudo, por ejemplo, no está muy interesada en
distinguir entre objetos animados e inanimados (artificiales inclusive).

"Casi todo lo que vemos allí dentro (esto es, en un ser u objeto o fenómeno
natural) escapa a su atención o les es indiferente. Por otra parte, ellos ven muchas cosas
de las que nosotros no somos conscientes."

Esto induce a Lévy-Bruhl a la conclusión de que "los primitivos ven con ojos como los
nuestros, pero no perciben con las mismas mentes". Y añade:

"No es pues correcto mantener, como se hace frecuentemente, que los primitivos
asocian fuerzas ocultas, propiedades mágicas, algún tipo de alma o de principio vital a
todos los objetos que afectan sus sentidos o encienden su imaginación, y que sus
percepciones las sobrecargan de creencias animistas. No es una cuestión de asociación.
Las propiedades místicas de los objetos y los seres forman parte integral de la
representación que el primitivo tiene de ellos y que es, en ese momento, un todo
indivisible. Es en una etapa posterior de la evolución social cuando lo que llamamos un
fenómeno natural tenderá a convertirse en el único contenido de la percepción, con
exclusión de los otros elementos, que entonces asumirán el aspecto de creencias e
incluso, finalmente, de supersticiones. Pero mientras no tenga lugar esta “disociación”,
la percepción sigue siendo una unidad indiferenciada."

Se podría preguntar si el epíteto "místico", tal como se usa aquí, y en la


expresión "participación mística" que está especialmente asociada al nombre de Lévy-
Bruhl, acrecienta eficazmente su significado. En otra parte, él ha definido el significado
exacto de lo que quiere decir con él, y volveré a ello en breve. Lo que es importante es
el concepto de participación. La razón principal que Lévy-Bruhl, Durkheim y otros
señalan para el hecho de que los primitivos “no perciben con las mismas mentes” que
nosotros es que en el acto de la percepción no están desligados, como lo estamos
nosotros, de las representaciones. Para nosotros, la única conexión de la que somos
conscientes es la conexión externa, a través de los sentidos. No así para ellos. Por tanto,
para Lévy-Bruhl:

"Las representaciones colectivas y las interconexiones que constituyen tal


mentalidad (primitiva) están gobernadas por la ley de la participación, y hasta aquí
apenas tienen en cuenta la ley de la contradicción."

15
Habla de "una verdadera simbiosis ... entre el grupo totémico y su tótem" y nos dice que
si intentamos penetrar sus proceso mentales "tenemos que entender 'lo mismo', no en
virtud de la ley de la identidad, sino en virtud de la ley de la participación".
Durkheim intenta llevar mucho más lejos la relación de la investigación
antropológica con el origen y la evolución del pensamiento abstracto. Afirma, por
ejemplo, que la identificación de personas y fenómenos individuales con tótems sólo
viola el principio de contradicción como la predicación [el juicio asertórico]1 lo hace en
nuestro propio pensar. La raíz o el predecesor de la predicación se encuentra en "el uso
de emblemas totémicos por clanes para expresar y comunicar representaciones
colectivas".
Veremos que esta misma expresión y comunicación son hoy en día la función
del lenguaje. La "participación" comienza siendo una actividad, y esencialmente una
actividad comunal o social. Tiene lugar en ritos y ceremonias de iniciación que resultan
en:

"estados mentales colectivos de una intensidad emocional extrema, en los cuales la


representación todavía no está diferenciada de los movimientos y acciones que forman
la comunión hacia la cual la representación tiende una realidad al grupo. Su
participación en ella está vivida tan eficazmente que todavía no está propiamente
imaginada."

Esta etapa no es solo prelógica, sino también premítica. Es anterior a las


representaciones colectivas mismas, tal como he estado usando el término. Así, el
primer desarrollo que investiga Durkheim es el de la simbiosis o participación activa
(donde el individuo siente que él es el tótem)2 a las representaciones colectivas de tipo
totémico (donde el individuo siente que sus ancestros eran el tótem que él será cuando
él muera, etc.). Desde esta comprensión simbólica llega luego a la dualidad, que nos es
más familiar, de las ideas, por un lado, y la religión numinosa, por el otro.
Esta participación extra-sensorial del perceptor en la representación implica un
vínculo similar entre las representaciones mismas, y, por supuesto, entre un perceptor y
otro. "Mana" o "wakan" (que nosotros solo podemos traducir por términos abstractos
tales como "principio totémico", "principio vital" o --puesto que también está presente
en objetos inanimados-- "ser") es anterior a la individualidad de personas y objetos;
éstos (dice Durkheim) son más bien comprendidos por los muy primitivos como
"paraderos del mana". Incidentalmente, es aquí donde encuentra el prototipo de la idea
de fuerza, que desempeñó un papel tan importante en la ciencia física del siglo XIX. Y,
al subrayar el "origen religioso" de esta idea, señala, bastante oportunamente, que
Comte consideraba la noción de fuerza como una superstición, la cual estaba destinada a
desaparecer de la ciencia; como, en efecto, ha mostrado síntomas de hacerlo desde que
el libro de Durkheim se publicó.
Espero no haber malinterpretado a ninguno de los dos antropólogos de quienes
he citado pasajes bastante libremente. Tanto más cuanto que no puedo detenerme a
considerar la crítica adversa que Lévy-Bruhl, en particular, ha suscitado. (Dudo si fue su
asunto el que todos los primitivos invariablemente piensen de la manera prelógica.
Desde luego no es el mío). Si he engatusado mucho a estos dos autores, lo he hecho a
modo de ilustración antes que de argumento. No es muy difícil entender lo que quieren
decir y, al entender lo que quieren decir, el lector posiblemente pueda ser ayudado a
entender lo que yo quiero decir.
Las representaciones colectivas no implican una unidad colectiva distinta de los
individuos de los que se compone el grupo social. Por otro lado, su existencia no se

16
deriva del individuo. En estos dos aspectos, pueden compararse al lenguaje. Al igual
que las palabras de una lengua, son comunes a los miembros de un grupo social
determinado y se transmiten de una generación a otra, desarrollándose y cambiando solo
gradualmente durante el proceso.
Por otra parte, resulta imposible trazar una línea muy precisa entre las
representaciones y las creencias acerca de las representaciones, o, con los términos que
he estado usando, entre la figuración y el pensamiento-alfa. Todas las representaciones
colectivas implican figuración y por tanto, si la figuración es una clase de pensamiento,
implican “pensamiento”. Pero además de esto, casi todas ellas implican elementos que
son efectivamente comprendidos como pensamiento, o imaginados, más bien que
percibidos. Es esto, presumiblemente, lo que indujo a Lévy-Bruhl a añadir la palabra
“mística” a su “participación”. La usa, dice, "en el sentido estrictamente definido, en el
cual 'místico' implica creencia en fuerzas, influencias y acciones que, aunque
imperceptibles a los sentidos, son, sin embargo, reales”.
Cuando veo caer una piedra al suelo ¿"creo" que está siendo arrastrada por la
fuerza, o la ley, de la gravedad? Cuando uso el teléfono ¿"creo" que la voz de mi
interlocutor está siendo grabada y reproducida por algo invisible llamado "electricidad"?
¿O es que estos dos pensamientos son experimentados inmediatamente en mi
representación? ¿O uno lo es y el otro no? El punto exacto en el que un trozo de
pensamiento-alfa se ha introducido y se ha convertido en una parte integral de la
representación es difícil de determinar y claramente puede ser algún tanto distinto entre
los individuos del mismo grupo social y para el mismo individuo en momentos
diferentes. Ocurre continuamente, mientras estamos creciendo, y especialmente
mientras estamos aprendiendo a hablar. Digo "oigo cantar a un tordo al otro lado de mi
ventana". Pero ¿es verdad? Es invisible, y quizá pueda ser un mirlo; ¡ya he empezado el
oficio de pensar y creer! La misma cosa le sucede a un ornitólogo veterano. No hace
pensamientos en absoluto. Reconoce. Oye cantar a un tordo. Para él, el pensamiento-alfa
se ha convertido en figuración.
Para resumir lo que se ha dicho en este capítulo: la antropología comenzó
suponiendo, por rutina, que los pueblos primitivos perciben los mismos fenómenos que
nosotros y con esa suposición examinó sus creencias acerca de estos fenómenos. Ahora,
sin embargo, algunos antropólogos han empezado a indicar que la diferencia entre la
actitud mental primitiva y la nuestra comienza en una etapa más temprana. No es sólo
un pensamiento-alfa diferente, sino también una figuración diferente con lo cual
tenemos que ver, y por lo tanto los fenómenos son tratados como representaciones
colectivas producidas por esa figuración diferente. Además, algunos de ellos sostienen
que la diferencia más notable entre la figuración primitiva y la nuestra es que la
primitiva implica "participación", esto es, una conciencia, que nosotros ya no tenemos,
de un vínculo extrasensorial entre el perceptor y las representaciones. Esto implica no
sólo que pensamos de manera diferente, sino también que los fenómenos (las
representaciones colectivas) mismos son diferentes. Los tres primeros capítulos
estuvieron dedicados a recordar al lector que, en realidad, nosotros seguimos
participando en los fenómenos, si bien, comúnmente, lo hacemos de manera
inconsciente. A nosotros sólo nos puede recordar esa participación el pensamiento-beta
y la olvidamos de nuevo en cuanto dejamos de pensar. Esta es la diferencia fundamental
no sólo entre su pensamiento y el nuestro, sino también entre sus fenómenos y los
nuestros. Queda por considerar cómo los nuestros, que son genéticamente posteriores,
han llegado a desaparecer.

Notas

17
1
La predicación [el juicio asertórico] puede definirse de manera no convencional, pero en
realidad no erróneamente, como "todo lo que hace la palabra es en una frase tal como: un
caballo es un animal; la Tierra es un planeta". Ver también el capítulo XV.
2
Alguien a quien le sea difícil hacerse alguna idea de la participación, es decir del yo y el no-yo
identificados en el mismo momento de la experiencia, debiera reflexionar acerca de todo ese
campo peculiar de la semisubjetividad que lleva todavía una existencia precaria bajo el nombre
de "instinto", o acerca de esos impulsos "irresistibles" en los cuales los psiquiatras tienden a
hacer hincapié. Muchos de nosotros sabemos qué parece ser el pánico, y los hombres corrientes
están orgullosos de su vigor sexual o avergonzados de su carencia aunque el acto en seguida es
reconocido, en retrospectiva, que es por lo menos algo que una fuerza invisible de la naturaleza
les hace o hace con ellos, tanto como algo que ellos mismos hacen verdaderamente.

Las citas de Lévy-Bruhl en este capítulo se encuentran principalmente en Les fonctions


mentales dans les sociétés infériures (en traducción inglesa, How Natives Think). Todas las citas
de Durkheim están tomadas de The Elementary Forms of the Religious Life [Les formes
élémentaires de la vie religieuse]. [Las citas de Lévy-Bruhl han sido ajustadas al original
francés: Les fonctions mentales dans les sociétés infériures, Librairie Félix Alcan, París 81928,
págs. 114 y 39].

18
V

LA PREHISTORIA

Una historia del "mundo", como algo distinto de una historia de lo no


representado, tiene que ser, claramente, una historia de los fenómenos; es decir, de las
representaciones colectivas. Pero antes de abordar esta parte del tema, será bueno
considerar brevemente la relación de esta verdad con lo que a veces se denomina
prehistoria. Me refiero, en particular, a la historia de la tierra antes de que en ella
aparecieran los seres humanos.
Cuando las partículas de lluvia, los rayos de luz y nuestros ojos observadores
están colocados apropiadamente, vemos un arco iris. De la misma manera, dada la
existencia de las partículas y la presencia de los seres humanos en la tierra, surgen las
representaciones colectivas, o, en otros términos, los fenómenos que llamamos
"naturaleza". Por lo tanto, cuando nos ocupamos de épocas en que estas condiciones
estaban presentes, es bastante razonable describir e investigar la naturaleza de manera
científica, no sólo a la manera de la física, sino también a la manera de las ciencias cuyo
campo de estudio es tanto el pasado como el presente, tales como la geología, la
ecología, la zoología, y hacerlo como si los fenómenos fueran completamente
independientes de la participación sensorial y psicológica del hombre. No es
necesariamente erróneo hacerlo así y ha demostrado ser de gran utilidad práctica. Sin
embargo, no se ha comprendido suficientemente que se están aplicando consideraciones
diferentes a cualquier descripción, en términos familiares, de sucesos y procesos
naturales que se estima que han tenido lugar antes de la aparición de la vida humana en
la tierra.
Se podría, por supuesto, sostener (aunque a mí no me guste la labor) que algunos
animales poseen representaciones lo suficientemente coherentes como para crear un
conjunto fenoménico que podría denominarse "un mundo" o "naturaleza". Pero esto, en
realidad, no ayuda mucho. Pues aunque los animales aparecieron en la tierra antes que
el ser humano, ciertamente no es su mundo o naturaleza lo que describe la geología, por
ejemplo; y aun así queda todo el inmenso panorama de la prehistoria que se supone que
ha precedido a la aparición en este planeta de cualquier tipo de vida sensible.
Sin embargo, a través de la combinación de, pongamos el caso, la biología y la
geología, y la omisión de la física y la fisiología, tales descripciones se nos están
ofreciendo continuamente y forman, supongo, una parte conocida de la educación de la
mayoría de los niños de hoy. No puede perjudicar recordar de vez en cuando que la
evolución prehistórica de la tierra, tal como se describe, por ejemplo, en los primeros
capítulos de Outline of History de H.G. Wells, no sólo nunca fue vista. Nunca ocurrió.
Sin duda, algo ocurrió, y lo que realmente presentan tales escritores populares y, hasta
donde sé, los libros de texto de los que se fían, es esto: que en esa época, lo no
representado se comportaba de tal manera que si hubiera habido seres humanos con las
representaciones colectivas características de los últimos siglos de la civilización
occidental, las cosas descritas también hubieran existido.
Esto no es, exactamente, lo mismo. Requiere, debiera habérseme ocurrido, que
se lo considere en relación a otro hecho, a saber, que cuando la atención está
expresamente dirigida a la historia de lo no representado (como en los cálculos sobre la
edad de la tierra basados en la radioactividad), se supone invariablemente que el
comportamiento de lo no representado ha seguido siendo fundamentalmente el mismo.
Además (y esto es, en mi opinión, más importante), podríamos optar por que a esos
hipotéticos "seres humanos con las representaciones colectivas características de los

19
últimos siglos de la civilización occidental" los sustituyan otros seres humanos; por
ejemplo, los que vivieron hace uno o dos o tres o más milenios. En ese caso tendríamos
que escribir una prehistoria completamente diferente. Y no tenemos derecho a suponer
sin investigación que, como método indirecto para insinuar la verdad acerca de las
actividades prehistóricas en lo no representado, tal "modelo" alternativo sería menos
eficiente que el que hemos elegido de hecho. Quizá lo sería muchísimo más.
Como estas consecuencias puede que le sean bastante sorprendentes al lector
para hacer que las rechace, aunque hasta aquí me haya seguido con simpatía, explicaré
tan claramente como pueda, a riesgo de repetirme, las alternativas para aceptarlas. Si
nos negamos a aceptarlas, podemos seguir uno de tres caminos para cada uno de los
cuales hay, para mí, objeciones insuperables. Podemos seguir una especie de realismo
excesivamente ingenuo, rechazando todos los galimatías de la física, la fisiología y la
psicología, con el sano instinto del Dr. F. H. Johnson golpeando con el pie su piedra.
"La naturaleza es la naturaleza, la tierra es la tierra, y lo ha sido siempre desde que todo
ello empezó". Esto puede que baste para el momento presente, pero para un pasado
prehistórico reconstruido científicamente se le puede objetar que, si vamos a rechazar
las deducciones razonadas de un grupo de científicos, no parece una razón particular por
la que hayamos de aceptar las de otro. O podemos recurrir francamente al "pensamiento
doble"; podemos pensar que lo que nos dice la física es cierto, cierto cuando estudiamos
física, pero no cuando estudiemos otra cosa. Las objeciones a este camino son obvias
para mí, y lo serán igualmente para algunos de mis lectores. Con todo, hay quienes lo
continuarán siguiendo. Este libro está dirigido a los otros. Finalmente, podemos seguir
un criterio berkeleyano de los fenómenos. Pues Berkeley sostuvo que no sólo lo no
representado, sino también las representaciones como tales están sustentadas por Dios
en ausencia de seres humanos. Esto implica el corolario muy difícil para mí de que de
toda la gran variedad de representaciones colectivas que incluso hoy en día se hallan
sobre la faz de la tierra, y la aún mayor variedad que la historia desenrolla ante nosotros,
Dios haya elegido para Su deleite precisamente el grupo particular compartido por el
hombre occidental en los últimos siglos.
Por supuesto que no se sigue necesariamente que todas las descripciones
actuales de la prehistoria sean absurdas. Incluso si el modo habitual de registrar lo que,
en ausencia del hombre, continuaba en lo no representado ha de criticarse como una
extrapolación dudosa, las descripciones, como he indicado, puede que sean todavía
valiosas, no como descripciones reales, sino como "modelos" nocionales. Lo que es
importante es no olvidar que eso es todo lo que son. (Especialmente, éste será el caso si
alguna vez hemos de valorar los méritos de este enfoque frente a los de cualquier otro
posible modo de adquirir conocimiento del pasado prehistórico). Pues su naturaleza es
la de imágenes artificiales. Y cuando se olvidan la naturaleza y las limitaciones de las
imágenes artificiales, éstas se convierten en ídolos. Francis Bacon declaró que el
enfoque medieval de la realidad estaba hechizado por cuatro clases diferentes de ídolos,
a los que denominó "ídolos de la cueva", "ídolos de la tribu", etc. De la misma manera,
estas imágenes de lo que continuaba en lo no representado en el pasado prehistórico
pueden denominarse "ídolos del estudio". Por lo menos eso es lo que son, si se olvidan
su naturaleza y limitaciones. Y no estoy seguro de que hasta ahora en éstas siquiera se
haya reparado.
Sin embargo, no es sólo de estos ídolos puramente teóricos y académicos de lo
que se ocupa este libro.

20
VI

LA PARTICIPACIÓN ORIGINAL

Es característico de nuestros fenómenos --incluso es esto, sobre todo, lo que los


distingue de los del pasado-- el que nuestra participación en ellos, y por tanto también
su naturaleza figurativa, está excluida de nuestra conciencia inmediata. Por
consiguiente, nuestro “sentido común” la ignora siempre, y a veces la niega incluso en
teoría. Por esta razón, lo mejor será comenzar la breve serie de observaciones que
quiero hacer sobre la historia de los fenómenos --esto es, la historia del mundo
familiar-- desde la actualidad, y trabajar hacia atrás desde ahí hasta un pasado más
remoto. Nuestro primer paso, pues, es esbozar la última etapa de este desarrollo, que ha
conducido a las representaciones colectivas con las que estamos familiarizados hoy en
día.
La participación es la relación extrasensorial existente entre el hombre y los
fenómenos. Se ha explicado en el capítulo III que la existencia de los fenómenos
depende de ella. La participación real es, por tanto, un hecho, tanto en nuestro caso
como en el del hombre primitivo. Pero hemos visto también que nosotros no somos
conscientes de ella, mientras que la mente primitiva sí lo es. Sin embargo, esta
conciencia primitiva no es evidentemente la conciencia de tipo teórico a la que nosotros
podemos llegar mediante el pensamiento-beta. Pues eso presupone cierta familiaridad
con los descubrimientos de la física y fisiología modernas y sólo puede aplicarse al tipo
de representaciones colectivas que los acompañan. En efecto, la participación de tipo
primitivo no tiene nada de teórica, puesto que se da en la experiencia inmediata. La
distinguiremos de la nuestra denominándola participación "original". Sin embargo, sería
poco práctico añadir el epíteto cada vez que se use la palabra, y propongo suprimirlo
muy a menudo, habiendo aclarado primero aquí y en este momento que siempre que use
la palabra "participación" me estaré refiriendo a la participación original, a menos que
el contexto requiera lo contrario.
Existe otra diferencia entre la participación primitiva y la sofisticada. Hasta aquí
hemos hablado de representaciones y de lo no representado, pero no hemos dicho nada
acerca de "lo representado". Esto invita a considerar si la palabra representación era la
adecuada para usar, o si sólo induce a confusión. Si una apariencia puede llamarse con
propiedad una representación, seguramente será una representación de algo. Igual que a
"las partículas" (el nombre elegido aquí para todo lo que se concibe que existe
independientemente de la conciencia) también se las ha llamado lo no representado,
entonces todo lo que sea correlativo a las apariencias o representaciones lo
denominaremos aquí lo representado. Esto, por supuesto, no es más que un nombre y
aún no da ningún indicio acerca de su significado. Espero que se aclare, gradualmente,
mientras continuamos. Mientras tanto, he de usar el nombre, dejando que el lector
decida si estaba justificado o no.
Hemos visto que el pensamiento-beta descubre que una gran parte de las
representaciones colectivas son aportadas por la propia actividad del que percibe. Por lo
tanto, el pensamiento-beta inevitablemente supone que una gran parte de su correlativo,
lo representado, está "dentro de" nosotros mismos. Por consiguiente, si nuestra
participación, habiendo sido entendida y aceptada por el pensamiento-beta como un
hecho, se convirtiera entonces en una experiencia consciente, tendría que tomar la forma
de una figuración consciente (en vez de inconsciente, como lo es ahora). Esto se debe a
que, para nosotros, lo representado es concebido como algo interno a nuestro yo
perceptor; y es solo la base física no representada (las “partículas”) lo que concebimos

21
como externo. Para los primitivos, no es así. Para ellos, también lo representado es
concebido como externo, de manera que no se plantea la figuración consciente. Puede
que en ocasiones sea detectado dentro, pero principalmente es detectado fuera. El alma
humana puede ser uno de los "paraderos" de el mana, pero lo que diferencia a la mente
primitiva de la nuestra es que se concibe a sí misma sólo como uno de esos paraderos y
no necesariamente el más importante. La esencia de la participación original es que
detrás de los fenómenos, y al otro lado de ellos desde mí, está lo representado, que es de
mi misma naturaleza. Se llame "mana", o con los nombres de muchos dioses y
demonios, o Dios Padre, o el mundo espiritual, es de la misma naturaleza que el yo que
percibe, puesto que no es mecánico ni accidental, sino psíquico y voluntario.
He supuesto aquí que lo que dicen Lévy-Bruhl y Durkheim y sus seguidores
acerca del hombre primitivo contemporáneo es sustancialmente correcto; y a mí me
parece probable que lo sea1. Pero sea o no correcto para el hombre primitivo
contemporáneo, es ciertamente verdadero del hombre históricamente primitivo. Toda la
evidencia desde la etimología y en cualquier otra parte sirve para demostrar que cuanto
más nos remontemos en el pasado de la conciencia humana, más mítica se vuelve la
naturaleza de las representaciones. Además, no existe evidencia de lo contrario. Más
adelante diré algo acerca del testimonio dado por la etimología. Aquí debe de bastar
afirmar categóricamente que para la fantasía decimonónica del hombre primitivo, que
primero contempla con su mente tabula rasa [tabla rasa] los fenómenos naturales como
los nuestros y que después intenta explicarlos con pensamientos como los nuestros y
luego mediante un proceso de inferencia los "puebla" con "fantasmas etéreos” de la
mitología, no existe, precisamente, ni una sola pizca de cualquier evidencia.
Al usar la palabra "fantasía" no pretendo insinuar desprecio. Si grandes eruditos
como Max Müller y Sir James Frazer, en sus investigaciones acerca de los orígenes
históricos del mito, cometieron el mismo error que los primeros antropólogos, espero
que quedará claro, durante el desarrollo de este capítulo y de los siguientes, que era
inevitable que lo hicieran. Por otra parte, hoy en día, y en parte gracias a su trabajo,
cualquiera que no tenga serios prejuicios puede persuadirse de lo contrario. Lo
importante no es encontrar a un autor al que menospreciar, sino comprender el hecho de
que el pensamiento-alfa, cuando los hombres empezaron a emplearlo, había de estar
dirigido a ese tipo de representación colectiva (es decir, a la participada) y no a las
representaciones colectivas parecidas a las nuestras, que son (como veremos) un
producto posterior de ese mismo pensamiento-alfa.
Pues el pensamiento-alfa, tal y como lo he definido, es un pensamiento acerca
de las representaciones colectivas. Pero cuando pensamos "acerca de" algo, tenemos
que estar necesariamente conscientes de nosotros mismos (es decir, del yo que está
pensando) como algo nítida y claramente separado del objeto acerca del cual pensamos.
De esto se deduce que el pensamiento-alfa implica pro tanto la ausencia de la
participación. De hecho, la misma naturaleza y objetivo del pensamiento-alfa puro es
excluir la participación. Por lo tanto, cuando se dirige a fenómenos determinados por la
participación original, como tiene que ser para empezar, busca destruir esa
participación, primero simplemente siendo pensamiento-alfa y, en una etapa posterior,
de una manera deliberada. Más aún, porque (como también veremos) la participación
hace menos predecibles y menos calculables a los fenómenos.
De acuerdo con esto, la historia del pensamiento-alfa incluye la historia de la
ciencia, tal y como se ha entendido el término hasta ahora, y alcanza su culminación en
un sistema de pensamiento que sólo se interesa en los fenómenos en la medida en que
puedan ser comprendidos como independientes de la conciencia. Esta culminación
parece haberse alcanzado al finalizar el siglo XIX. Pues, junto con la reciente tendencia

22
de la física a implicar al observador de nuevo en los fenómenos, se desarrolla la
tendencia de los físicos a abandonar el pensamiento-alfa acerca de los fenómenos y a
ocuparse como matemáticos sólo de lo no representado.
La aplicación sistemática del pensamiento-alfa parece haberse iniciado con la
astronomía. Si esto se debe a que los movimientos de los cuerpos celestes muestran una
regularidad ausente en la mayoría de los fenómenos sublunares y que por lo tanto sería
lo primero que atrae la atención de las mentes que empiezan a interesarse por primera
vez en la regularidad, o si se debe a alguna otra razón, es algo que no necesitamos
considerar. A la astronomía se la considera generalmente la decana de las ciencias, y un
vistazo a su historia desde los tiempos griegos hasta nuestros días aproximadamente
ofrecerá alguna idea del desarrollo de ese pensamiento exacto acerca de los fenómenos
que se denomina ciencia, y del efecto de ese desarrollo ha tenido en las representaciones
colectivas del hombre en Occidente. Digo desde los tiempos griegos porque, aunque los
egipcios y los caldeos parecen haber guardado registros astronómicos durante un
periodo muy largo, no sabemos nada de cualquier pensamiento abiertamente
especulativo antes de los griegos, tanto en esta como en cualquier otra materia.
El que las representaciones colectivas a las que se aplicaba este pensamiento
especulativo eran del tipo ya indicado, es decir, el participado, es bastante obvio. Aparte
del pensamiento especulativo, jamás se le habría ocurrido a un griego antiguo dudar que
los cuerpos celestes y sus esferas eran de una manera u otra representaciones de seres
divinos. De hecho, tal duda se expresó ocasionalmente --meramente porque la mente
griega era de una naturaleza tan incorregiblemente especulativa que había muy pocas
posibilidades que no se le ocurriera-- como una posibilidad puramente nocional. Pero lo
importante es que en los primeros días del pensamiento-alfa, cualquier noción de este
tipo era una especulación secundaria, y más bien extravagante, acerca de
representaciones colectivas cuyo carácter hacía que el punto de vista contrario, el
“figurativo”, pareciera el punto de vista evidente.
El pensamiento-alfa sistemático, ejercido solo por la minoría pensativa, se aplica
a los fenómenos, es decir a las representaciones colectivas que comparten con la
mayoría. Y los Diálogos de Platón, y toda la lengua y la literatura griegas no dejan
ninguna duda acerca de cómo eran esas representaciones. Allí estaba el materialista que
se parecía a Berkeley, y el equivalente griego del Dr. Johnson volvería de la
especulación al sentido común, no golpeando con el pie una piedra, sino apelando a las
representaciones colectivas hechas evidentes por su educación, por el idioma que
hablaba y que escuchaba a su alrededor y por los cultos activos que eran su diaria
experiencia práctica. Incluso los átomos de Demócrito no eran, por supuesto, átomos en
el sentido en que se entiende esta palabra en los siglos XIX y XX. Eran imaginados
como componentes de la mente, tanto como de la materia. En otras palabras, eran la
única clase de átomos que el pensamiento-alfa acerca de fenómenos participados podía
presentarse a sí mismo con el fin de especular.
Es así cómo debemos enfocar, si queremos entenderlas, no solo las
especulaciones de Platón y Aristóteles, por ejemplo, sobre la naturaleza de las estrellas
y planetas, sino también los significados de palabras comunes como s (nous) y
s(lógos) y todo el aparato del lenguaje con que ellos expresaban estas
especulaciones. Si nos contentamos con traducir, y pensar, "mente" por s y "razón"
o "palabra" por s, estamos en continuo peligro de sustituir subrepticiamente por
nuestros propios fenómenos aquellos que de hecho ellos estaban tratando. No es sólo
que especulaban sobre si los planetas eran “dioses visibles” o sólo imágenes de dioses,
como son las estatuas; sobre la naturaleza de la Quinta Esencia y su relación con los
elementos terrenales; sobre el Anima Mundi [alma del mundo]; sobre si el Éter, que es la

23
sustancia de las esferas, tiene un alma o no, etc. Los mismos significados de las palabras
incidentales con las que se ayudaban en la especulación implicaban algún tipo de
participación; mientras que las palabras a las que nos esforzamos por traducirlas
implican lo contrario. Algunos ejemplos de estas palabras se considerarán más adelante,
cuando se vea que la participación original sobrevivió de manera atenuada incluso
durante la Edad Media.
Puede que elimine el riesgo de un malentendido si menciono en esta fase
temprana que no es parte del objetivo de este libro abogar por un retorno a la
participación original.

Nota
1
Comparar las dos últimas charlas en The Institutions of Primitive Society. Blackwell, 1954.

24
VII

APARIENCIA E HIPÓTESIS

Según Platón, existían tres etapas o grados del conocimiento. El primero y más
elemental no equivalía más que a la observación. Puesto que todo lo que percibimos
está continuamente cambiando, apareciendo y desapareciendo, este tipo de
“conocimiento” no capta nada permanente y, por lo tanto, nada que pueda ser llamado
apropiadamente "verdad". En el polo opuesto, el grado más alto del conocimiento --que
es el único que puede ser llamado apropiadamente conocimiento-- es totalmente
extrasensorial. Es la contemplación de las ideas divinas con la pura inteligencia, y sobre
todo, del Dios supremo. La unión de estos dos, es decir de la pura inteligencia y el
conocimiento sensorial, da lugar a una actividad mental intermedia, que Platón
estigmatizó como "bastarda"; aunque insistió a todos sus alumnos que la estudiaran
como una preparación y un medio para alcanzar el conocimiento verdadero. Esta
actividad intermedia era la geometría; o, como diríamos ahora, las matemáticas.
Estos tres grados del conocimiento se correspondían con tres niveles diferentes
de la astronomía. La astronomía de observación simplemente registra los movimientos
de las estrellas, el Sol, la Luna y los planetas, sin intentar explicarlos o reducirlos a
algún sistema. Desde aquí podemos subir a la segunda astronomía, que intenta explicar
el movimiento aparentemente arbitrario de, por ejemplo, los planetas, suponiendo que
ellos siguen pautas geométricas regulares. Ejercitándonos en esta geometría celeste
podemos capacitarnos para subir eventualmente al tercer y más alto grado del
conocimiento, es decir, al único conocimiento verdadero; el cual es una participación no
oscurecida en la divina Mente o Palabra misma. La verdadera sabiduría, como algo
distinto de su resultado, no completamente indigno, en las verdades permanentes de la
geometría, solo se manifiesta a quien participa, en un grado por insignificante que sea,
en la pura y divina Inteligencia. Esta participación inteligente, el privilegio de la
filosofía y, en último caso, de la iniciación, no era mística. Pues la experiencia mística
es esencialmente distinta de la experiencia ordinaria. Pero la participación platónica o
aristotélica, que era el verdadero conocimiento, era simplemente la participación
semiconsciente de cada hombre (la participación en virtud de la cual él era un hombre)
despejada de la mutabilidad burda y desconcertante de la que la llena el otro enfoque,
por medio de los sentidos.
Platón además afirmó oralmente, como sabemos por astrónomos posteriores, que
la ciencia de la astronomía realmente estaba situada dentro de la esfera intermedia de
estas tres esferas del conocimiento. En el lugar primero, los "fenómenos" o
"apariencias", es decir, los movimientos aparentes de los cuerpos celestes, podían ser
observados. En el lugar tercero, el verdadero conocimiento, puesto que conocía a los
espíritus divinos que animaban o guiaban a los cuerpos celestes, ya había establecido
ciertos principios fundamentales que no se derivaban de la observación. Correspondía a
la astronomía, en el lugar segundo, "salvar" las "apariencias", es decir, los movimientos
aparentes de los cuerpos celestes, y particularmente los del Sol, la Luna y los planetas,
que eran los más difíciles de explicar, ideando pautas hipotéticas de movimiento que
darían cuenta de las apariencias sin violar los principios fundamentales. Más adelante
comentaré algo acerca de la experiencia “espacial-mental” que pretendía determinar la
naturaleza del movimiento a partir de la naturaleza del pensamiento puro. Al
pensamiento-alfa de hoy le parece una mera confusión (aunque éste también está
empezando a hablar, sin malestar perceptible, de “espacio-tiempo”). Aquí ha de bastar

25
registrar que los movimientos prescritos eran, entre otros requisitos, círculos perfectos a
una velocidad constante.
Quizá haya más de física que de astronomía en la obra de Aristóteles De Caelo
[Acerca del cielo], pero, hasta donde están concernidas las tres etapas del conocimiento
y los principios fundamentales que acaban de mencionarse, estaba sustancialmente de
acuerdo con Platón.
Los "fenómenos" de los que hablan la astronomía de Grecia y de las Edades
Bárbaras y de la Edad Media no eran, por supuesto, totalmente lo que hoy queremos
decir con "fenómenos", una palabra que, fuera de la filosofía, ha llegado a ser
prácticamente sinónimo de "objetos" y "sucesos". La voz media del verbo griego no
sugiere completamente ni "lo que es percibido desde dentro de sí mismos por los
hombres", ni completamente "lo que desde fuera se impone a los sentidos del hombre",
sino algo entre los dos. Esto también sugiere completamente la palabra [en castellano]
"apariencias", que se usa generalmente al traducir la frase, antiguamente muy trabajada,
  : "salvar las apariencias". Esta frase, empleada por Simplicius en
su Comentario del siglo VI sobre De Caelo de Aristóteles, continuó dominando la
astronomía hasta los tiempos de Copérnico.
Cuando hoy en día oímos "salvar las apariencias", tenemos tendencia a pensar en
una anfitriona mundana en una cena en la que algo ha ido mal en la cocina. No era así
en el siglo XVII. Aunque hablaba de la risa de Dios, John Milton no se estaba riendo de
los astrónomos cuando escribió en el Libro octavo de Paradise Lost [El Paraíso
perdido]:

(...) o si quieren
devanar conjeturas, ha dejado
la fábrica de los cielos abierta
a sus disputas, tal vez para reírse
de sus raras y vagas opiniones
a lo largo del tiempo, cuando empiecen
a modelar el orbe y calcular
las estrellas; cómo manejarán
esta inmensa estructura; cómo la
construirán, derribarán, dispondrán
con el fin de salvar las apariencias;
cómo ceñirán la esfera esbozando
en ella ciclos y epiciclos, céntricos
y excéntricos, un orbe después de otro.1

Tampoco estaba sugiriendo que se estuviera haciendo uso de recursos desesperados a


fin de "salvar" (en el sentido de rescatar) el sistema de Tolomeo; el cual,
incidentalmente, servía de marco para su propio poema. Estaba introduciendo una frase
hecha aprendida.
El mismo pasaje de Simplicius contiene el verbo griego del cual derivamos la
palabra "hipótesis". Las esferas y las órbitas por las cuales habían de salvarse las
apariencias eran normalmente "hipótesis" en el sentido estricto de la palabra, es decir,
suposiciones hechas para un argumento particular y, del mismo modo, no postuladas
como verdaderas. Una pequeña digresión sobre la casi perdida distinción entre la
palabra "hipótesis" y la palabra "teoría" puede no estar mal aquí. La palabra griega
 (theoria) significaba "contemplación" y es el término utilizado en la psicología
de Aristóteles para designar el momento de participación completamente consciente, en

26
el cual el conocimiento potencial del alma (su estado ordinario) se transforma en actual
[efectivo], de manera que el hombre puede afirmar por lo menos que está "despierto".
Esto no sirve de guía para su significado presente, o incluso reciente, pero recalca la
diferencia entre una proposición de la que se espera que pueda resultar ser verdadera y
una proposición cuya veracidad o falsedad es irrelevante. Las trayectorias geométricas y
los movimientos ideados para los planetas eran, en las mentes de quienes los inventaron,
hipótesis en este último sentido del término. Eran arreglos --invenciones-- para salvar
las apariencias; y a los astrónomos griegos y medievales no les molestaba en absoluto el
hecho de que las mismas apariencias pudiesen salvarse con dos o más hipótesis
diferentes, tales como una órbita excéntrica o un epiciclo, o, especialmente en el caso de
Venus y Mercurio, con una supuesta rotación en torno a la Tierra o en torno al Sol. Lo
único que importaba era descubrir cuál era la hipótesis más simple y más conveniente
para fines prácticos; pues ninguna de ellas tenía que ver esencialmente con la verdad o
con el conocimiento.
A menos que comprendamos, con la ayuda de un poco de excavación histórica
de este tipo, lo que desde el punto de vista epistemológico significaba entonces y había
significado durante unos dos mil años la astronomía, no entenderemos la verdadera
importancia de Copérnico y de Galileo. La opinión popular es que Copérnico
"descubrió" que la Tierra se mueve alrededor del Sol. Realmente, la hipótesis de que la
Tierra gira alrededor del Sol data, por lo menos, del siglo III a.C., cuando fue propuesta
por Aristarco de Samos, y él no fue el único ni probablemente el primer astrónomo en
pensar en ello. El mismo Copérnico sabía esto. En segundo lugar, se cree por lo general
que la Iglesia intentó mantener secreto este descubrimiento. De hecho, Copérnico
mismo no quiso publicar su De Revolutionibus Orbium, y sólo por la insistencia de dos
eminentes clérigos se dejó persuadir por fin a hacerlo.
El verdadero punto crucial en la historia de la astronomía, y de la ciencia en
general, fue completamente otra cosa. Tuvo lugar cuando Copérnico (probablemente; no
puede considerarse seguro) comenzó a pensar, y otros, como Kepler y Galileo,
comenzaron a afirmar, que la hipótesis heliocéntrica no sólo salvaba las apariencias,
sino que era físicamente verdadera. Fue precisamente esta nueva idea de que la hipótesis
de Copérnico (y, por lo tanto, cualquier otra) pudiera no ser en absoluto una hipótesis,
sino la verdad última, la que casi bastó en sí misma para constituir la "revolución
científica", de la cual el profesor Herbert Butterfield ha escrito:

"cobra un brillo que deja en la sombra todo lo acaecido desde el nacimiento del
cristianismo y reduciendo el Renacimiento y la Reforma a la categoría de meros
episodios, simples desplazamientos de orden interior dentro del sistema de la cristiandad
medieval".2

El hombre corriente se ríe cuando oye que la Iglesia dijo a Galileo que podía
enseñar el sistema de Copérnico como una hipótesis que salvaba satisfactoriamente
todos los fenómenos celestes, pero "no como que fuera la verdad". ¡Pero así era como se
había enseñado la astronomía de Tolomeo! En su actual lugar en la historia no fue una
sutileza casuística; fue la denegación (quizá injustificada) de permitir la introducción de
una nueva y trascendental doctrina. Lo que se temía no era simplemente una nueva
teoría sobre la naturaleza de los movimientos celestes, sino una nueva teoría sobre la
naturaleza de la teoría; es decir, que, si una hipótesis salva todas las apariencias, es
idéntica a la verdad3.
La geometría aplicada al movimiento produce la máquina. Hace años, los árabes
habían empleado la hipótesis de Tolomeo para construir máquinas o modelos del

27
sistema planetario, con el único fin de hacer cálculos. Nuestras representaciones
colectivas nacieron cuando los hombres empezaron a tomar los modelos, sean
geométricos o mecánicos, literalmente. La máquina es geometría en movimiento, y la
nueva imagen del firmamento como una máquina real fue posibilitada por desarrollos
paralelos en la física, donde la nueva teoría de la inercia (en su primera forma de
"impetus") supuso, por primera vez en la historia del mundo, que los cuerpos pueden
seguir moviéndose indefinidamente sin un "promotor" animado o psíquico. Pronto hubo
de ser marcada indeleblemente en las imaginaciones de los hombres por las
circunstancias de su existencia, siempre cada vez más rodeada de efectiva maquinaria
artificial en la tierra. Lo único que importa de una máquina es que, mientras siga
moviéndose, “siga haciéndolo por sí misma”, sin participación del hombre. Por
consiguiente, en la medida en que los fenómenos son experimentados como una
máquina, se cree que existen independientemente del hombre, que no se participa en
ellos y, por lo tanto, que no son del género de las representaciones. Hemos visto que
todas estas creencias son engañosas.
Todo esto no es, por supuesto, para decir que la ciencia hoy en día concibe la
naturaleza como una máquina, o siquiera como un modelo mecánico. Es para decir que
el hombre corriente ha estado haciendo precisamente eso durante el tiempo suficiente
para privar a los fenómenos de esos últimos tonos figurativos --de los "últimos
encantamientos", como los llamó Mathew Arnold-- que todavía les daban forma
sustancial en la Edad Media y para eliminar de ellos los últimos rastros de la
participación original. Al hacerlo, ha producido las representaciones colectivas
mecanomorfas que hoy en día constituyen el mundo occidental.

Notas
1
[Tomado de la traducción de Esteban Pujals (John Milton, El Paraíso perdido, Ediciones
Cátedra, Madrid 1986, págs. 327-328), con una modificación.]
2
Origins of Modern Science, Bell, 1949 y Mac Millan, 1951 [Tomado de la traducción de Luis
Castro (Herbert Butterfield, Los orígenes de la ciencia moderna, Taurus Ediciones, Madrid
1982, pág. 8), con dos modificaciones.]
3
Compárese Santo Tomás de Aquino, Summa [Suma de Teología], parte I, cuestión 32, artículo
1, a la segunda objeción. El otro punto de vista fue asumido por Tolomeo mismo (Almagesto,
libro III, capítulos II y IV; libro XIII, capítulo II). En tiempos de Copérnico, era todavía el punto
de vista oficial, aunque no incontestable.

El lector que desee verificar o investigar detenidamente lo expuesto en este capítulo


debiera consultar la obra de Pierre Duhem: Le Système du Monde. Histoire des doctrines
cosmologiques de Platon à Copernic [El sistema del mundo. Historia de las doctrinas
cosmológicas de Platón a Copérnico], París 1913-17. Esta obra monumental, que combina la
minuciosidad alemana con la lucidez francesa, por desgracia nunca fue concluida. El autor había
completado cinco (creo, de ocho) volúmenes antes de su muerte. Sin embargo, la última parte
del periodo definido en el subtítulo está cubierta brevemente en una serie de artículos de Duhem
publicados en Annales de Philosophie Chrétienne (abril-septiembre de 1908) bajo el título
  .. Essai sur la Notion de Théorie Physique de Platon à Galilée [Salvar
las apariencias. Ensayo sobre la noción de teoría física de Platón a Galileo].
Le Systéme du Monde ofrece también un informe enteramente histórico de sutilezas,
entrar en las cuales habría sido desproporcionado para mí, tales como la oposición de los
astrónomos árabes, poco imaginativos, a las hipótesis de Tolomeo (debido a su incompatibilidad
con la física de Aristóteles) y la distinción epistemológica, muy subrayada en una época, entre el
contenido de la física (los fenómenos sublunares) y de la astronomía (los fenómenos celestes).
Ver también Aquinas and Kant [Santo Tomás de Aquino y Kant] por Gavin Ardley,
Longmans Green & Co., 1950.

28
VIII

TECNOLOGÍA Y VERDAD

Acabamos de distinguir entre las doctrinas actuales de la ciencia moderna y las


representaciones colectivas a las que ha contribuido el desarrollo de la ciencia. Así, por
un lado, podemos dirigir la atención a la historia del pensamiento-alfa mismo; lo que
ordinariamente se llama historia del pensamiento o historia de las ideas. Por otro lado,
podemos volver la atención a los efectos de un pensamiento-alfa que ha durado mucho
tiempo y bastante ampliamente como para pasar a la figuración y quedar grabado, como
si dijéramos, en las representaciones mismas; eso forma parte de la historia de la
conciencia, y de las representaciones colectivas, que son su correlativo. Ahora bien,
aunque mi tema no son las doctrinas de la ciencia, sino más bien las representaciones
colectivas, que han sido tan profundamente afectadas por las doctrinas de la ciencia,
puede estar bien hacer una pausa aquí por un momento y considerar la relación de las
teorías científicas con la verdad y el conocimiento.
¿Cuál es la opinión de los científicos mismos de esa relación? La respuesta no es
muy clara. Y es bastante menos clara hoy que hace una generación. El alcance limitado
de toda investigación científica lo subrayan hoy a menudo bastante firmemente los
investigadores mismos. Tanto es así que cuando los hemos escuchado hablar sobre el
tema, a veces nos quedamos con la sensación de que debemos considerar todas las
teorías científicas como meras "hipótesis", en el sentido de los astrónomos platónicos y
medievales, y que es erróneo considerarlas con la “literalidad” que indispuso a Galileo
con la Iglesia. Se nos asegura que, en el mejor de los casos, las fórmulas matemáticas,
que hasta el momento de escribir se ha comprobado que son las más simples y las más
convenientes para…, bueno, para salvar las apariencias. En particular, en la física existe
una marcada tendencia a tratar casi como a un enfant terrible [niño indisciplinado] a
cualquiera que considere los modelos bastante literalmente como para referirse a ellos
en cualquier contexto fuera del de la investigación física misma 1. De esto parece
derivarse que, como creían Platón y los astrónomos, las hipótesis científicas no tienen
relación directa con la verdadera naturaleza de las cosas.
Por otro lado, encuentro algo equívoco en las declaraciones públicas de los
portavoces de la ciencia. Pues los mismos que han estado precisamente subrayando esta
modesta opinión de la teoría científica dejarán caer a menudo frases tales como "puede
que algún día sepamos.." --o incluso, "ahora sabemos"-- cuando hablan, no de alguna
hipótesis particular, sino de conclusiones bastante generales acerca de la naturaleza del
universo, de la Tierra o del hombre. Además, si la ocasión es formal, con frecuencia se
hace alguna referencia a la historia de la ciencia en términos de “avanzando las fronteras
del conocimiento”, etc. Todo esto indica una concepción muy diferente de la ciencia y
sugiere firmemente a la audiencia que la ciencia moderna, lejos de estar desautorizada a
pretender la categoría de conocimiento, es el único conocimiento fidedigno a nuestra
disposición. Por lo menos sugiere que los descubrimientos de cualquier ciencia
particular no son sólo instrumentos para la aplicación y prosecución ulterior de esa
ciencia, sino que tienen algún tipo de validez absoluta.
Quizá esta confusión sea actualmente inevitable, pero tengamos al menos claro
que es una confusión entre dos opiniones totalmente incompatibles. Veamos, por
ejemplo, qué consecuencias resultan de aceptar la primera opinión, esto es, que las
teorías científicas son simples hipótesis para salvar las apariencias. La mejor manera de
hacerlo es con la ayuda de una analogía grotescamente supersimplificada. Pero antes
aclararé el sentido de la analogía. En ella se contrastarán dos tipos diferentes de

29
"conocimiento", que, ambos, en la analogía dependerán ambos del pensamiento-alfa;
pero ilustrará la diferencia entre un “conocimiento” que depende del pensamiento-alfa
y un tipo diferente de conocimiento que, en conjunto, no depende de él. Platón y
Aristóteles, y otros, como hemos visto, enseñaron que existía tal conocimiento y que le
era accesible sólo a la participación. Pero no es necesario creer esto para entender la
analogía.
Tomemos a un muchacho listo, que no sepa nada acerca del principio de
combustión interna ni del interior de un motor, y dejémosle en el interior de un
automóvil, diciéndole antes que mueva los varios botones, interruptores y palancas en
derredor, y que vea qué ocurre. Si no sobreviene ningún desastre, acabará viéndose
capaz de conducir el coche. Entonces será verdad decir que sabe cómo conducir el
coche; pero será falso decir que conoce el coche. En cuanto a eso, lo más que podríamos
decir sería que tiene un conocimiento "operativo" del mismo; porque para la operación
lo único que se requiere es un buen conocimiento empírico del tablero de instrumentos y
de los pedales. Digamos lo que digamos, es obvio que lo que tiene es un conocimiento
muy diferente del de una otra persona que haya estudiado mecánica, combustión interna
y la construcción de automóviles, aunque esta persona quizá nunca haya conducido un
coche en su vida y tal vez sea demasiado nerviosa para intentarlo. Ahora bien, exista o
no otro tipo de conocimiento de la naturaleza que corresponda al "conocimiento del
motor" en la analogía, parece que si aceptamos la primera opinión sobre la naturaleza
de la teoría científica, el tipo de conocimiento al que aspira la ciencia tiene que ser, en
efecto, lo que denominaré "conocimiento del tablero de instrumentos".
Francis Bacon, cuya mente sorprendentemente original fue tan influyente en la
producción de la revolución científica, se expresó con mucha franqueza sobre este tema.
No sólo mantuvo que el conocimiento debe apreciarse por el poder que otorga al
hombre sobre la naturaleza, sino que también prácticamente incorporó el éxito con este
propósito a su definición del conocimiento. Las palabras claves que utiliza para
distinguir el conocimiento que él ensalza del conocimiento al que se dedican los
escolásticos son "fruto" y "operación". En otras palabras, no sólo la "ciencia", sino
también el conocimiento mismo, es decir, el único conocimiento que no es más que sin
importancia, es, para él: tecnología. El conocimiento (para el que Bacon, cuando
escribía en latín, utilizaba, por supuesto, la palabra scientia) es lo que nos permite hacer
que la naturaleza obedezca nuestros mandatos.
Creo que ha de reconocerse que la "idea" que está detrás de esa clase particular
de conocimiento que hemos llegado a llamar "ciencia" es el "conocimiento del tablero
de instrumentos". Sólo quiero decir que ése es su modo de "conocer". Por supuesto que
no pretendo decir que el motivo que ha inspirado a los grandes científicos ha sido el
deseo de poder. Es verdad que la analogía es tosca. Pues mientras que el tablero de
instrumentos incluso del coche más caro y moderno es un asunto comparativamente
simple, el "tablero de instrumentos" de la naturaleza --es decir, su exterior, accesible a
los sentidos y a la razón-- es de una complejidad tan maravillosa e intrincada que
muchas personas han considerado su vida bien empleada en dominar un diminuto rincón
de ella.
Sin embargo, si esta idea es reconocida, ¿qué es lo que sigue? Si la ciencia es
meramente tecnología, si las teorías de la física, en particular, son meras hipótesis para
salvar las apariencias, sin ninguna relación necesaria con la verdad última, entonces...
bueno, en primer lugar, esperemos que el coche no se averíe. Pero en segundo lugar,
cabría argüir que esas hipótesis debieran ser tratadas consistentemente como tales.
Cabría decir que las teorías de la física han de reservarse para los propósitos de la física
y que se ha de prescindir enteramente de ellas cuando estemos pensando en cualquier

30
otra cosa; por ejemplo, en la naturaleza de la percepción. Esto eliminaría el fundamento
en que se basa la primera parte de este libro; pero también tendría tantas otras
consecuencias, y tan asombrosas, que no me alarma seriamente.
Pues, en primer lugar, no podríamos limitar el nuevo y más hipotético modo de
pensar a la física nuclear o a la física reciente. Las leyes de la gravedad y de la inercia,
por ejemplo, tienen que seguir el mismo camino que los electrones por lo que se refiere
a cualquier validez última. En segundo lugar, no se puede realmente aislar una ciencia
de otras de esta manera, ni tampoco lo hace la práctica. No hay sino que pensar en los
efectos de la teoría física, tratada como un hecho, sobre las ciencias de la medicina y la
astronomía según se ejemplifican en la radioterapia y la astrofísica. En tercer lugar, y lo
más importante para mis propósitos, las hipótesis entran, de hecho, en las
representaciones colectivas2; muchas de ellas están y otras pronto estarán implícitas en
la "naturaleza" misma que nos rodea, y por tanto en el mundo en el cual tengo que
escribir. Y por último, el abandono de la "participación", que ha producido el
pensamiento-alfa, tiene sus ventajas. Las extravagancias de la confusión y el salvajismo
en las tribus en las cuales la antropología encuentra que la participación sobrevive de
manera más conspicua hoy en día, aunque bien pueden no ser guías muy fidedignas de
su antigua calidad entre otros pueblos que la han abandonado hace mucho tiempo, nos
recuerdan, sin embargo, los pecados de omisión en el pensamiento, el sentimiento y la
acción de los que es capaz la participación original. De cualesquiera pecados de omisión
pueda ser culpable el pensamiento-alfa, le debemos hasta ahora nuestra independencia,
gran parte de nuestra seguridad, nuestra integridad psicológica y quizá nuestra
existencia misma como individuos. Cuando Próspero renunció a sus últimos
encantamientos y zarpó con rumbo a la civilización, es verdad que Ariel se quedó con
Calibán; pero también lo hizo Setebos3.
Aparte de todo esto, existe una razón concluyente por la que, a pesar del sesgo
tecnológico de las ciencias naturales, nuestro pensamiento-beta está obligado a
comenzar con la suposición de que el pensamiento-alfa tiene una relación válida con la
verdad,. Con las representaciones colectivas como las nuestras ¿qué otra cosa podemos
hacer? ¿De qué otro sitio podemos partir? Si la teoría física de una base no representada
tiene un poco de tal validez, tanto mejor. Si no --incluso equivaliendo a un error
positivo--, la salida puede seguir estando hasta el fin y no hacia atrás. La mejor manera
de escapar de un error profundamente arraigado ha demostrado ser a menudo el seguirlo
hasta su conclusión lógica, es decir, seguir tomándolo en serio y ver lo que resulta. Sólo
debemos ser consistentes. Debemos tomarlo realmente en serio. Debemos renunciar al
pensamiento ambiguo. Pues el pensamiento inconsistente y vago puede permanecer
indefinidamente en el error sin ningún sentimiento de incomodidad.

Notas
1
Se ha dicho que cualquiera puede hacer preguntas sobre mecánica ondulatoria; pero que ¡sólo
la gente sin educación habla del "éter"!
2
Ver final del capítulo VII y comienzo del capítulo VIII.
3
[Personajes de la obra de William Shakespeare La tempestad. Próspero simboliza lo racional y
civilizado; Ariel, el aire; Calibán, lo primario e instintivo; y Setebos es una deidad (tomado de
la introducción de la traducción de Angel-Luis Pujante, Editorial Espasa Calpe, Colección
Austral, Madrid 32002).]

31
IX

UNA EVOLUCIÓN DE LOS ÍDOLOS

Es opinión común que mientras que nosotros vemos la naturaleza más o menos
como realmente es, el hombre primitivo la ve, y el hombre arcaico o antiguo la veía,
completamente distorsionada a través del velo de un complejo sistema de fantasías y
creencias. Sin embargo, si se aceptan las conclusiones generales del capítulo IV, está
claro que, tuviera o no el hombre arcaico una visión distorsionada de la naturaleza, lo
que veía no estaba determinado principalmente por creencias. En cambio, en el capítulo
VII se indicó que lo que nosotros vemos sí lo está. Por lo tanto, si estoy en lo cierto,
existe, en efecto, un contraste entre la conciencia primitiva y la moderna, y ese contraste
está relacionado con las creencias, pero de manera exactamente opuesta a lo que se
supone generalmente. Precisamente, cuáles de las creencias acerca de fenómenos se ha
sostenido generalmente y con toda confianza y durante bastante tiempo que se
convierten realmente en parte de una representación es, como he dicho, un asunto sobre
el que las opiniones pueden diferir fácilmente en cada caso particular. Pero, sean o no
parte de nuestras representaciones colectivas, es un hecho que existen ciertas creencias
no sólo acerca de la estructura, sino también acerca de la historia de los fenómenos que
las rodean, que generalmente, incluso casi universalmente, son compartidas por los
hombres civilizados en esta segunda mitad del siglo XX. También existen creencias,
sólo que sostenidas con un poco de menos confianza y un poco menos universalmente,
acerca de la historia de la conciencia. Como estos dos grupos de creencias son
marcadamente contrarios a mucho de lo que he dicho y tengo intención de decir sobre el
mismo tema, convendría dar alguna indicación de cómo y por qué surgieron estas
creencias (en mi opinión) erróneas.
Pero ante todo, una breve digresión más sobre el tema de la ciencia. La mayoría
de lo que he dicho acerca de ella connotaba su categoría experimental y práctica. Que
las teorías de la física y de la astronomía, por ejemplo, sean verdades o verdades
aproximadas, o que sean meras hipótesis para salvar las apariencias, lo impresionante
acerca de ellas es que funcionan. Predecimos el resultado de un experimento, hacemos
el experimento con todas las garantías adecuadas, y la predicción se verifica. En el caso
de la astronomía, aunque no podemos experimentar, podemos seguir prediciendo y, al
hacerlo, poner a prueba la eficiencia de nuestras hipótesis.

"(...) y han predicho con muchos años de anticipación los eclipses del sol y de la luna en
el día y hora en que han de suceder y la parte que se ha de ocultar, sin que les falle
nunca el cálculo, sucediendo siempre tal y como lo tienen anunciado. Además de esto
han dejado por escrito las reglas por ellos descubiertas (...) y conforme a ellas se predice
en qué año, y en qué mes del año, y en qué día del mes, y en qué hora del día, y en qué
parte de su luz se habrán de eclipsar el sol y la luna, sucediendo siempre como lo
pronostican".

Estas palabras son, por supuesto, no menos sino mucho más ciertas por lo que se refiere
a las hipótesis copernicanas y newtonianas de hoy en día que lo fueron de las hipótesis
tolemaicas y contemporáneas a las que San Agustín se estaba refiriendo cuando las
escribió en sus Confesiones1, casi a fines del siglo IV. Por sus "frutos" los conoceremos,
como habría dicho Bacon.
Pero junto a las ciencias prácticas y experimentales, existen hoy en día algunas
otras que, me parece, están en una situación mucho menos afortunada. Supongo que

32
gran parte de la astrofísica, por ejemplo, no puede ser verificada por ninguna predicción
o experimento; pero aquí me interesan más ciencias tales como la paleontología y una
buena parte de la geología y de la zoología, cuyo contenido es el pasado, el cual
naturalmente no puede predecirse ni tampoco es susceptible de experimento. Aquí no
podemos decir, con Bacon, "no importa lo que esos viejos tontos aburridos, los
escolásticos, querían decir con 'conocimiento'; ¿cumple lo prometido?". Pues lo único
prometido que se puede cumplir es: conocimiento. No hay “operación”, no hay “fruto”,
ni hay una prueba empírica de exactitud. Si sus hipótesis no son también la verdad real,
no son nada.
Me parece que lo único que tales ciencias puramente teóricas tienen realmente
en común con aquéllas en el extremo tecnológico de la escala es la sana disciplina, la
actitud imparcial con respecto al hecho, lo cual es o debiera ser común a todas cuyo
objeto es el conocimiento, y lo cual se ha entendido y reconocido mejor como un
resultado de la prosecución sistemática de la ciencia empírica. Pero también me parece
que, de hecho, han adoptado muchas más cosas que ésta. Por ejemplo, han aceptado
muchas de las hipótesis de ciencias hermanas como hechos establecidos, dándoles la
misma categoría en la construcción de sus teorías como a su propia observación directa.
Con respecto a esto ya he indicado en el capítulo V que han aceptado algunas de estas
hipótesis, mientras optaban por ignorar otras. Además, han adoptado la mitad del
vocabulario de las hipótesis y de la verificación empírica y están profundamente teñidas
del modo tecnológico de conocimiento que eso implica, aunque realmente es bastante
impropio para ellas. Es casi como si esperaran que el conocimiento del tablero de
instrumentos nos comunicara cómo se construyó el motor. Pienso que ésta es una de las
causas, aunque no la más importante, de la idea hipotética de la evolución de la tierra y
del hombre que casi a fines del siglo XVIII empezó a fijarse en las mentes de los
hombres y que hoy en día el hombre corriente la considera un hecho palpable (como
considera todas las hipótesis científicas, salvo las más recientes y declaradamente
provisionales); la cual incluso, se puede sostener, se ha transformado en parte de sus
representaciones colectivas.
A principios del siglo XVIII, la botánica y la zoología de entonces atribuían
normalmente la variedad de especies naturales a una creación sobrenatural e
instantánea. Los siglos XVIII y XIX presenciaron la casi total desaparición de esta
tradición, tal como se reflejó en la botánica de clasificación elaborada de Linneo, en
favor de una "evolución" gradual. En el registro de las rocas y el panorama ajustado de
la naturaleza orgánica, la historia y la ciencia conjeturaron gradualmente los vestigios
de una creación diferente, de tipo "natural", y que era lo contrario de la creación
instantánea. La naturaleza misma llegó a ser vista como un proceso en el tiempo, y los
fenómenos particulares, en todo momento, en lugar de ser formas fijas y paralelas
repetidas una y otra vez desde el día de la creación, eran secciones representativas de su
propio desarrollo y metamorfosis. Podían ser comprendidos verdaderamente sólo
mirando antes y después. Una consideración del efecto incidental de esto sobre todo
nuestra idea del significado de la historia, e incluso del tiempo mismo, tiene que ser
diferida a un capítulo posterior. Aquí es suficiente decir que la conmoción fue tanto
mayor --incluso equivalió finalmente a algo así como a una explosión-- porque sucedió
en una época en que la mentalidad de Europa estaba quizá menos dispuesta a considerar
el futuro que en cualquier otra época en su historia. Las ganas de consideración
retrógrada del Renacimiento aún no habían desaparecido y a la mayoría de los seres
humanos les interesaba mucho menos la configuración del futuro que la grandeza y
sabiduría de los antiguos griegos y romanos y las virtudes del noble salvaje, corrompido
(se sostenía) por el progreso de la civilización.

33
En este capítulo nos interesa la forma que al final tomaron las hipótesis y su
efecto sobre las representaciones colectivas. Esta forma la determinaron naturalmente
en gran medida las representaciones existentes a las que se aplicaba. ¿Cuáles eran los
fenómenos naturales en el momento en que la nueva doctrina empezó a surtir efecto, y,
particularmente, en el momento darviniano a mediados del siglo XIX? Eran objetos.
Estaban no participados en un grado que nunca había sido superado anteriormente ni lo
ha sido desde entonces. La costumbre, iniciada por la revolución científica, de
considerar el modelo mecánico construido por el pensamiento-alfa como la estructura
real y exclusiva del universo había calado exactamente en ellos. Es posible que los
aldeanos descritos por Hardy nos recuerden que el cambio no se desarrolló en todas
partes al mismo ritmo, incluso en el mundo de habla inglesa; pero para los habitantes de
la ciudad por lo menos --en un mundo que ya se estaba volviendo rápidamente, y que
ahora sigue volviéndose más rápidamente, totalmente urbanizado--, la última luz
trémula de la participación medieval había desaparecido. Bastaban la materia y la
fuerza. Todavía no existía el pensamiento de una base no representada; pues si las
partículas seguían volviéndose más y más pequeñas, siempre habría lentes mejores y
más grandes para verlas. El colapso del modelo mecánico todavía no estaba a la vista, ni
ninguno de esos otros factores que desde entonces han contribuido a la desaparición del
mismo centro de la "literalidad" --las filosofías idealistas, la psicología genética, el
psicoanálisis-- había empezado todavía a surtir efecto. Por consiguiente, no existía
todavía el albor de la comprensión de que los fenómenos del mundo familiar pueden ser
"representaciones" en el sentido final de ser la construcción mental del observador. La
literalidad no tenía ningún rival.
¿Qué es pues lo que había conseguido el pensamiento-alfa llegado a este punto
exacto de la historia de Occidente? Había erigido temporalmente las apariencias del
mundo familiar como cosas completamente independientes del hombre (que el mismo
pensamiento, proseguido un poco más --proseguido hasta el punto que he denominado
"beta"-- descubre que está tan inextricablemente enredado con el hombre mismo). Las
había revestido de la independencia y del carácter extrínseco de lo no representado
mismo. Pero una representación que es confundida colectivamente por una
representación última... no debiera llamarse representación. Es un ídolo. Así, los
fenómenos mismos son ídolos cuando se los imagina que poseen aquella independencia
de la percepción humana que en realidad sólo puede corresponder a lo no representado.
Si eso es, en su mayor parte, lo que son nuestras representaciones colectivas hoy en día,
lo es, incluso más ciertamente, lo que eran en la segunda mitad del siglo XIX. Y era a
estas representaciones colectivas a las que los evolucionistas tenían que aplicar su
pensamiento-alfa, exactamente como era a las representaciones bastante diferentes de
sus propios contemporáneos a las que Platón y Aristóteles tenían que aplicar los suyos.
¿Hay que asombrarse de que la evolución que han descrito los primeros no es de ningún
modo una evolución real de los fenómenos, sino, como se indicó en capítulo V, una
extrapolación artificial: una evolución de los "ídolos del estudio"?
Por supuesto, estoy hablando de la forma que tomó la teoría finalmente, no del
concepto de evolución mismo. Ese es bastante objetivo. El registro de las rocas es una
escritura que contiene memorias almacenadas del pasado de la Tierra. Sólo se trata de
saber cómo se lee esa escritura. Un toque de esa participación que aún vinculaba a los
griegos e incluso al observador medieval con sus fenómenos bien podría haber
conducido a una interpretación muy diferente; como lo hizo en el caso de Goethe, quien
tenía ese toque. Pero para la generalidad de los hombres, la participación estaba muerta;
el único vínculo con los fenómenos era a través de los sentidos; y ya no podían formarse
un concepto de alguna manera en la cual o el crecimiento mismo o las metamorfosis del

34
crecimiento individual o particular pudieran ser determinadas desde dentro. Las
apariencias eran ídolos. No tenían un “dentro”. Por tanto, la evolución que los había
producido solo podía concebirse de manera mecanomorfa como una serie de impactos
de unos ídolos sobre otros ídolos.
Si el impulso por interpretar como proceso el registro de la rocas y los vestigios
de la creación aparentes en el orden natural hubiese venido o un poco antes, antes de
que se marchitara la participación, o un poco después, cuando la iconoclastia implícita
en el análisis físico --y en el pensamiento-beta, al que da origen-- había empezado
realmente a dar resultado, el hombre quizá hubiera leído ahí la historia del empezar a
existir, a ritmo parecido, de su mundo y de su propia consciencia. Como fue, lo único
que la paleontología pudo acaparar de las ciencias experimentales, tales como la
astronomía y la física, fueron los ídolos que estas últimas habían logrado crear hasta
ahora. Trabajando con estos ídolos intentó además adoptar la ortodoxa tradición
"geometrizante" de esas ciencias con un servilismo que condujo, en un caso por lo
menos, a resultados cuya absurdidad apenas estamos empezando a comprender.
No hay ejemplo más chocante que el de la teoría darvinista para ilustrar ese
préstamo de las ciencias experimentales por las ciencias no experimentales al que me he
referido al principio de este capítulo. Se comprobó que las apariencias en la Tierra
carecen tanto de la regularidad de las apariencias en el cielo que ninguna hipótesis
sistemática cuadrará con ellas. Pero la astronomía y la física habían enseñado a los
hombres que la tarea de la ciencia es encontrar hipótesis para salvar las apariencias.
Mediante una hipótesis, pues, tienen que ser salvadas estas apariencias terrestres; y
salvadas fueron mediante la hipótesis de… variación aleatoria. Ahora bien, una
hipótesis está ideada precisamente para salvarnos del concepto de lo aleatorio. Lo
aleatorio, de hecho, es igual a no hipótesis. Sin embargo, era tan hipnótica en ese
momento histórico la influencia de los ídolos y el especial modo de pensamiento que los
había engendrado, que sólo unos pocos --y sus voces dejaron pronto de oírse-- se
turbaron por el hecho de que el impresionante vocabulario de la investigación
tecnológica se estuviera empleando efectivamente para denotar su propio fracaso; como
si, por ser algo que podemos hacer con nosotros mismos en el agua, el ahogarse se
incluyera como una de las diferentes modalidades de la natación.

Nota
1
Libro V, capítulo III. [Tomado de la traducción del P. Angel Custodio Vega, O.S.A. (Obras
completas de San Agustín, vol. II, "Las Confesiones", edición crítica, Biblioteca de Autores
Cristianos, Madrid 81991, p. 196)].

35
X

LA EVOLUCIÓN DE LOS FENÓMENOS

Habré tenido muy poco éxito con los primeros capítulos de este libro si no he
logrado que una cosa quede bien clara. Sólo es necesario dar el primer paso débil hacia
una renovación de la participación --es decir, el mero reconocimiento en el
pensamiento-beta de que los fenómenos son representaciones colectivas-- para
comprender que la evolución real de la tierra que conocemos tiene que haber sido al
mismo tiempo una evolución de la conciencia. Pues la conciencia es correlativa al
fenómeno. Cualquier otra imagen que podamos formar de la evolución no equivale más
que a un modo simbólico de describir cambios en lo no representado. Sin embargo,
bastante curiosamente, como se ha observado antes, este último tipo de evolución es,
precisamente, el que se supone que no ha tenido lugar. Miramos el fósil en una roca y
demostramos cómo han cambiado las cosas describiendo apariencias que nunca
hubieran podido aparecer si al mismo tiempo no hubiese consciencia. Fijamos la fecha
de esas apariencias, y excluimos la posibilidad de la conciencia, midiendo el contenido
radiactivo de esa roca, sobre la base de que el comportamiento de lo no representado ha
permanecido igual durante millones de años.
Tratando los fenómenos de la naturaleza como objetos completamente
extrínsecos al hombre, con un origen y una evolución propias, independientes de las del
hombre, y luego esforzándose por ocuparse de estos objetos de la misma manera que la
astronomía se ocupa de las apariencias celestes, o la física, de las partículas, la ciencia
del siglo XIX, y la especulación del siglo XIX, lograron grabar en las mentes y las
imaginaciones de los hombres su imagen de una evolución de los ídolos. Un resultado
de esto ha sido tergiversar muy violentamente nuestro concepto de la evolución de la
conciencia humana. Mejor dicho, ha hecho que neguemos prácticamente tal evolución
ante lo que, por otra parte, ha tenido que ser aceptado como una evidencia clara.
Pues la imagen biológica de la evolución quedó grabada, no menos
profundamente que en las mentes de los otros hombres, en las de aquellos eruditos --
etimólogos, mitólogos, antropólogos-- dedicados a estudiar el pasado humano, y fue
aceptada por ellos no como especulación o hipótesis, sino como un hecho establecido.
Fue el marco dado en el cual debían encajar cualquier teoría que optaran por establecer.
Era tratado como parte de las apariencias que se estaban poniendo a salvar. Por
consiguiente, en sus esfuerzos por explicar la mente del hombre antiguo o del hombre
primitivo, lo depositaron, en imaginación, frente a fenómenos idénticos a los suyos,
pero con su mente tabula rasa, y supusieron que el origen de la conciencia humana se
encontraba en sus primeros esfuerzos por especular acerca de esos fenómenos. De este
modo evolucionó la doctrina del "animismo", según la cual la imaginación del hombre
primitivo había "poblado" la naturaleza con espíritus. Ahora bien, para que la naturaleza
pueda poblarse con espíritus, ésta tiene que estar primero desprovista de espíritu; esto
no causó ninguna dificultad a los eruditos, porque nunca supusieron la posibilidad de
otro tipo de naturaleza. Así que el desarrollo de la conciencia humana fue presentado
como una historia del pensamiento-alfa empezando desde cero y aplicado siempre a los
mismos fenómenos, primero en forma de creencias erróneas acerca de ellos y, con el
paso del tiempo, en forma de creencias cada vez más correctas y científicas. En
resumen, la evolución de la conciencia humana quedó reducida a una mera historia de
ideas. Sin duda, la historia de la conciencia incluye la historia de muchísimas creencias
erróneas, pero estas creencias erróneas de los seres humanos acerca de los fenómenos

36
no son ni lo más interesante ni lo más importante acerca de los seres humanos o acerca
de los fenómenos.
Se podría objetar que lo que he relatado en los tres últimos capítulos se parece
mucho, ello mismo, a una historia de ideas y creencias. Es bastante cierto. Tenía que ser
así, porque deseaba empezar mostrando cómo surgieron nuestras representaciones
colectivas actuales, y, precisamente, se ha comprobado que éstas son determinadas por
ideas y creencias mas que ser --como es el caso de la consciencia participante--
productoras de ellas. Al mismo tiempo, plantea una pregunta importante. Dado que
durante los dos o tres últimos milenios, el proceso de evolución ha consistido en el
desplazamiento gradual de la participación por el pensamiento-alfa, ¿es también la
historia del pensamiento-alfa mismo una historia del pensamiento en el sentido corriente
del término, o podemos también detectar en ella la actividad subliminal de un proceso
evolutivo? Una historia del pensamiento, como tal, equivale a un proceso dialéctico o
silogístico, en el que los pensamientos de una época surgen discursivamente de los
pensamientos y descubrimientos de la época previa, poniéndolos en duda y
modificándolos. ¿Es esto todo lo que queremos decir con historia del pensamiento-alfa?
La evidencia apunta en la dirección contraria. Muchos indicios sugieren que,
además de la historia dialéctica de las ideas, existen fuerzas trabajando debajo del
umbral del razonamiento en la evolución incluso de la conciencia moderna.
Retrocedamos bastante lejos y es obvio. La aparición, relativamente súbita, después de
milenios de civilizaciones estáticas de tipo oriental, del pueblo o el impulso que
finalmente floreció en las culturas de las naciones arias difícilmente puede haberse
debido a las consecuencias de la noción sobre la noción. Y lo mismo es cierto de la
repentina aparición en cierto momento histórico del pensamiento ruidosamente
especulativo entre los griegos. Aún más notable es el impulso históricamente ingénito
de la nación judía de ponerse a eliminar la participación por métodos distintos de los del
pensamiento-alfa. De repente y, por decirlo así, sin previo aviso, se nos pone delante
una nación fiera y belicosa, para la cual es una obligación moral suprema abstenerse de
los cultos paganos participatorios que la rodeaban por todos lados; y para la cual,
además, precisamente esa obligación moral es concebida como la verdadera base de la
raza y el verdadero meollo de su ser. Debemos a los judíos el significado peyorativo de
la palabra ídolo. Las imágenes representativas, los eidola totémicos que ritualmente
enfocaban la participación de las naciones gentiles circundantes, o son condenadas por
sus profetas como perniciosas, o son rechazadas como irrealidades; como cuando el
salmista canta [Sal 115, 4-7]:

Los ídolos de ellos son plata y oro,


obra de manos de hombres.
Tienen boca, pero no hablan;
tienen ojos, pero no ven;
orejas tienen, pero no oyen;
tienen narices, pero no huelen;
manos tienen, pero no palpan;
tienen pies, pero no andan,
ni hablan con su garganta.

A esto volveré posteriormente.


Pero incluso cuando llegamos al último paso de siete leguas en el desarrollo de
nuestra conciencia mecanomorfa moderna, que ocurrió cuando el pensamiento-alfa ya
estaba muy avanzado, llegamos forzosamente a la misma conclusión. ¿Por qué habría
ocurrido la revolución científica cuando ocurrió y no en otro momento, aunque los

37
hombres habían estado ocupados en salvar las apariencias mediante hipótesis abstractas
siglo tras siglo? Podríamos estar tentados de responder esta pregunta diciendo que
sucedió cuando el pensamiento-alfa había logrado desarrollar instrumentos de
observación más eficientes, de manera que la observación de los fenómenos mismos se
convirtió por fin en una alternativa viable, y más atractiva, de la tradicional práctica
medieval de meramente comentar a Aristóteles. A menudo se sugiere que la revolución
científica ocurrió porque los hombres empezaron por fin a mirar la naturaleza por sí
mismos y ver lo que ocurría; y nos remiten al telescopio de Galileo y a las lunas de
Júpiter. Pero esto difícilmente bastará. Pues aunque la astronomía postcopernicana
ciertamente estaba basada en más y mejor observación de primera mano que la antigua
astronomía, en el caso de la física fue en sentido contrario, como ha señalado el profesor
Butterfield. Se dio un paso muy largo --y muy difícil-- en el desplazamiento final de la
participación, cuando se abandonó por fin la doctrina aristotélica y medieval de que
todos los cuerpos se detienen a menos que un "primer motor" [primum mobile] los
mantenga en movimiento. Sin embargo, si basamos nuestras hipótesis en el
comportamiento de los cuerpos que efectivamente vemos en movimiento, ésta es la
única conclusión a la que posiblemente podamos llegar. La teoría del "impetus", que
más tarde evolucionó al concepto de "inertia", no requiere observación, sino la
suposición abstracta, geometrizante, nunca realizada en la práctica --por lo menos en la
Tierra-- de cuerpos que se mueven a través de un vacío libre de gravedad y sin fricción.
En este caso, por lo tanto, el cambio de punto de vista --y difícilmente podrá haber uno
más importante-- tiene que haber sido dificultado más que ayudado por la observación.
No. Aunque el pensamiento-alfa es, él mismo, dialéctico, no creo que se pueda
mantener convincentemente que el desarrollo histórico del pensamiento-alfa sea un
proceso puramente dialéctico. Claro que la evidencia en tales asuntos no es del tipo de
evidencia que puede ser medida con una regla de cálculo o rota con un martillo, pero
tampoco requiere toda aquella fineza de percepción para discernir detrás de la evolución
de la consciencia la actividad de fuerzas debajo de su umbral. También existe cierta
evidencia interior. Las personas ocupadas del desarrollo de cualquier ramo del
pensamiento, si además están perfectamente conscientes de las actividades de sus
mentes, se sorprenden a veces de la facilidad y la fuerza con que les han llegado ideas
que conducen en cierta dirección. Se ha sabido que hablaban, no sin una especie de
perplejidad, de ciertos pensamientos que existen "en el aire". El siguiente pasaje de la
Autobiography [Autobiografía] de John Stuart Mill parece registrar, precisamente, tal
experiencia:

"Me impresionó el capítulo en el que Bentham juzgaba sobre los modos


habituales del razonamiento en cuestiones de moral y de derecho deducidos de cosas
como "la ley natural", "la recta razón", "el sentido moral", "la rectitud natural", etcétera,
y los calificaba de mero dogmatismo empeñado en imponer sentimientos en los demás,
ocultándose tras sonoras expresiones que no aportaban razón alguna para justificar tales
sentimientos, sino que erigían los sentimientos mismos como única razón de sí mismos
(...) Sobre mí se precipitó la sensación de que todos los moralistas anteriores habían
sido superados, y que aquí estaba el principio de una nueva era en el desarrollo del
pensamiento."1

La cursiva es mía, pero los sentimientos son los de la menos exaltada de las
personas, John Stuart Mill. Los cito únicamente por la fuerte sensación que tuve, al
leerlos, de que aquí, donde sobre todo uno esperaría que el desarrollo del pensamiento
es simplemente el proceso de su propio discurso, otra cosa estaba avanzando debajo de

38
él. Tenemos que diferir hasta casi el final todas las consideraciones de qué puede ser ese
algo.

Nota
1
[Tomado de la traducción de Carlos Mellizo (John Stuart Mill, Autobiografía, Alianza
Editorial, Madrid 1986, pág. 84), con una modificación].

39
XI

EL ENTORNO MEDIEVAL

Cuando se ha percibido la distinción entre (1) una evolución atribuida de alguna


base enteramente "objetiva", y por lo tanto enteramente no representada, (2) una
evolución imaginaria de ídolos, y (3) la evolución real de los fenómenos (incluyendo,
como incluye, una evolución correlativa de la conciencia), quizá estemos obligados a
revisar algunas de nuestras ideas acerca del tiempo requerido para este proceso. Por
ejemplo, de lo expuesto en el capítulo V se deduce que el periodo durante el cual ha
estado evolucionando la Tierra fenoménica es probablemente mucho más corto que lo
que ahora se supone generalmente. Otra consecuencia es que los cambios evolutivos no
son meramente biológicos y que no están limitados a la prehistoria, sino que pueden
detectarse incluso en el periodo relativamente reciente del cual están todavía disponibles
para nosotros documentos históricos o indicios de algún tipo. Incluyen cambios más
sutiles en su naturaleza, y que son observables durante una escala de tiempo
completamente diferente, cambios mensurables por siglos antes que por milenios, y por
milenios antes que por eones o eternidades.
Ya se ha insinuado que el último de estos cambios empleó sólo los trescientos o
cuatrocientos años que separan a nuestra propia época de la que precedió a la revolución
científica. Pues esta insinuación estaba implícita todo el tiempo en el intento que se ha
hecho, en los capítulos VI y VII, de esbozar el nacimiento de nuestras propias
representaciones colectivas. Ahora, la tarea de este libro es la de demostrar un poco más
detalladamente, si es posible, que los hombres medievales, y sus predecesores, vivían,
en efecto, en un mundo diferente del nuestro. Las dificultades para tal demostración son
muy grandes, porque, como he indicado, la naturaleza misma de nuestras propias
representaciones es que son fijas, como una especie de ídolos a los cuales se niega
cualquier significado representativo, y los cuales, por lo tanto (así se siente), no pueden
haberse modificado meramente con la modificación de la consciencia humana. Puesto
que para nosotros es una cuestión de "sentido común", si no de definición, el que los
fenómenos son completamente independientes de la consciencia, y el impulso a ignorar
o justificar hábilmente cualquier evidencia de lo contrario es casi irresistible.
Sin embargo, como ocurre con la mayor parte de los prejuicios habituales, la
recompensa de superarlos compensa el esfuerzo. Los ídolos son resistentes y difíciles de
romper, pero a través de la primera fisura real que hagamos en ellos nos encontraremos
investigando muy profundamente ¡un nuevo mundo! La sensación de liberación y de luz
experimentada por el botánico del siglo XVIII, al investigar por primera vez, a través de
los antiguos ídolos de la clasificación fija e intemporal de Linneo, la nueva perspectiva
de la evolución biológica, sólo podrá haber sido la llama de una vela comparada con la
primera visión rápida que ahora obtenemos del mundo familiar y de la historia humana,
que permanecen juntos, bañados en la luz de la evolución de la conciencia.
El que el hombre medieval vivía en "un mundo diferente" del nuestro, en sentido
coloquial o metafórico, es bastante obvio según los documentos. Pasar media hora con
los luminosos manuscritos del British Museum bastaría para convencer a cualquiera de
esto, aunque no siguieran subsistiendo las catedrales, los Autos o Misterios, los frescos,
la heráldica, la leyenda de Virgilio, la Divina Comedia. Pero aquí no hemos de observar
meramente el hecho de que el hombre medieval se expresaba de manera tan diferente y
en términos tan diferentes de los que son naturales para nosotros, sino hacer la pregunta
de por qué lo hacía así. Además de producir representaciones en la percepción y en la
memoria, los hombres las reproducen en su lenguaje y en su arte; en efecto, es de este

40
modo como las representaciones se vuelven colectivas. A través del lenguaje y del arte
tradicional podemos participar sin esfuerzo de las representaciones colectivas de nuestra
propia época y de nuestra propia comunidad. Pero donde a nosotros nos interesan las
representaciones colectivas de una comunidad ajena o desaparecida no podemos
ponernos en el punto de participar de ellas sin hacer un esfuerzo inusitado. Hemos de
intentar experimentarlas tan vitalmente como si fueran nuestras; pero nuestras propias
representaciones siguen estorbando.
La primera impresión obvia que el arte y de la literatura medievales nos
producen es la de "lo pintoresco"; esa originalidad que repugnó al siglo XVIII y fascinó
al siglo XIX. Si profundizamos y preguntamos en qué consiste esta singularidad, creo
que encontraremos que proviene, sobre todo, de su combinar y, diríamos, confundir dos
maneras de enfocar los fenómenos; maneras que estamos acostumbrados a considerar
como muy distintas una de otra. Estas maneras son la literal, por un lado, y la simbólica
o metafórica, por el otro. En su arte, por ejemplo, no sentían nada de la dificultad que
nosotros sentimos de representar acontecimientos o circunstancias invisibles o
espirituales con medios materiales. Las mismas figuras humanas, trajes, artefactos, etc.
podían emplearse en el mismo cuadro o escultura bien como reproducciones literales del
mundo físico y como representaciones de un mundo espiritual. Un carromato de granja
sería empleado para el carro de fuego de Elías subiendo al cielo; y examínese cualquier
fresco del Juicio Final.
En los siglos XVIII y XIX, los que querían pintar o esculpir un ángel, por
ejemplo, o el espíritu de un difunto, se sentían obligados a proporcionarle un traje
especial, no terrenal; bastante a menudo, algo parecido a un camisón. Pero, en aquella
época, no parecía nada incongruente emplear los vestidos cotidianos. Es cierto que, en
ambos periodos, los ángeles se representaban a menudo con alas, pero en realidad esto
solo subraya la diferencia; pues añadirían alas a la figura humana corriente vestida
ordinariamente, mientras que, sin duda, sería estéticamente imposible, y teológicamente
una broma de mal gusto, agregar alas a un traje de calle. Puede sugerirse una
explicación muy sencilla, a saber, que los trajes de calle son "prosaicos" mientras que la
armadura, los tabardos y las calzas no lo son. Pero esto no es en absoluto una
explicación, a menos que también podamos decir qué es lo que queremos decir con
"prosaico", y, por consiguiente, por qué es prosaica nuestra ropa, mientras que la ropa
medieval no lo era. Si no podemos, nos quedamos simplemente con otra forma de la
misma aseveración. En otras palabras, un objeto prosaico es un objeto no figurativo; y
nuestra ropa es prosaica porque nuestras mentes son literales.
Es muy importante darse cuenta de que cuando se dice que el hombre medieval
y el de épocas más primitivas confundía el enfoque literal y el simbólico, lo que se
quiere decir es que confundía, mejor dicho, combinaba, los dos estados mentales que
hoy día significamos con esas palabras. En efecto, encontraremos por todas partes que
la principal dificultad que nos impide abrirnos un camino a través de los ídolos hasta
llegar a la realidad de la historia, es decir, hasta la evolución de la conciencia, reside en
el hecho de que seguimos usando las mismas palabras sin darnos cuenta de que sus
significados han cambiado. Así, personas excepcionales distinguieron a veces entre el
uso literal y el uso simbólico de las palabras y las imágenes antes de la revolución
científica. Sobre la cuestión del infierno, por ejemplo, Juan Escoto Eriúgena distinguió,
en el siglo VII, entre el símbolo y lo simbolizado, o entre la representación y lo
representado, subrayando que los sufrimientos del infierno son puramente espirituales y
que están descritos en términos físicos en beneficio de inteligencias simples. Lo que
estoy haciendo ver es que, precisamente, para esas inteligencias simples, lo " físico" y lo
"literal" no eran lo que lo "físico" y lo "literal" son para nosotros. Antes bien, los

41
fenómenos mismos llevaban implícita esa especie de significado múltiple que hoy sólo
encontramos en los símbolos. De acuerdo con esto, la cuestión, en un caso dado, entre
una interpretación literal y una interpretación simbólica, aunque pudiera plantearse, no
tenía la misma agudeza que la cuestión de interpretaciones contradictorias.
Posteriormente, a medida que las representaciones se solidificaban convirtiéndose en
ídolos, la distinción entre las dos interpretaciones se agudizó cada vez más hasta que, en
el siglo XIX, la deformación de una interpretación "literal" se volvió intolerable incluso
para las inteligencias simples, y, por ejemplo, la noción de un infierno "físico” fue
decididamente rechazada como una superstición imposible. Y así es, en efecto, si por
"físico" queremos decir los ídolos en los que consiste hoy nuestro mundo físico.
"¿Quién cree ahora en un Dios que tiene una mano derecha y una mano izquierda?"
preguntó Frederick C. Conybeare en 19101.
En efecto, cuando las "cosas" del mundo físico se han transformado en ídolos, la
interpretación literal excluye a la simbólica, y viceversa. Pero donde cada cosa es una
representación, por lo menos experimentada semiconscientemente como tal, no existe
todavía tal contradicción. Pues una representación experimentada como tal no es ni
literal ni simbólica; o, alternativamente, es ambas al mismo tiempo. Nada es más fácil
para nosotros que comprender un significado puramente literal; y si es que somos
capaces de comprender, además, un significado simbólico o “fantástico”, como
hacemos en la poesía, no corremos riesgo de confundir uno con el otro 2. Por otra parte,
antes de la revolución científica, lo que era difícil era el concepto de lo "meramente
literal". Y por esta razón, el escritor mencionado como Dionisio "Areopagita" [o Pseudo
Dionisio], y Santo Tomás de Aquino y otros después de él, subrayaron la importancia
de usar las imágenes más humildes y más banales como símbolos de verdades o seres
puramente espirituales. Pues sólo de este modo se podía polarizar sin peligro una
representación convirtiéndola en símbolo y, una vez simbolizada, convertirla en una
representación literal y metafórica.
Hemos visto que, donde hay una supervivencia de la participación, los
fenómenos son experimentados colectivamente como representaciones y no como
ídolos. Al tratar de hacer ver que hasta el periodo mismo que terminó con la revolución
científica había tal supervivencia, no puedo hacer más que dar unas cuantas
indicaciones escogidas. El lector tendrá que ir a otra parte para encontrar un informe
completo y detallado de la actitud mental medieval.
Puesto que la participación es una manera de experimentar el mundo en su
inmediatez, y no un sistema de ideas acerca de la experiencia, o acerca del mundo, es
obvio que no encontraremos ninguna descripción contemporánea de ella. Cuando
lleguemos a la filosofía y las teorías del conocimiento contemporáneas, claro que
encontraremos referencia explícita a la participación, pero de momento nos interesa la
experiencia del hombre corriente y no lo que pensaban los filósofos acerca de esa
experiencia. Se escribieron libros contemporáneos, y se expuso la ciencia
contemporánea, para gente que se suponía que compartía las representaciones colectivas
del escritor, y, por consiguiente, nuestra evidencia tendremos que buscarla más a
menudo en lo que se sobrentiende o se da por sentado que en lo que se afirma
realmente. Las representaciones colectivas de otra época sólo las podemos reconstruir
indirectamente.
Hagamos el intento por un momento. Intentemos ponernos en el pellejo de un
"hombre medio" medieval e imaginarnos mirando el mundo a través de sus ojos y
pensándolo --no especulando, sino pensando pensamientos habituales corrientes-- con
su mente. No nos interesa lo que creía como una obligación de fe o una cuestión de
doctrina alejada de la experiencia. Nos interesa el tipo de cosa que daba por sentado.

42
Para empezar, queremos mirar el cielo. No lo vemos como un espacio vacío,
pues sabemos muy bien que un vacío es algo que la naturaleza no permite, como
tampoco permite que los cuerpos caigan hacia arriba. Si es de día, vemos el aire lleno de
luz que proviene de un sol vivo, un poco como nuestra propia carne está llena de sangre,
que proviene de un corazón vivo. Si es de noche, no vemos simplemente una bóveda
llana, homogénea, agujereada con puntos de luz aislados, sino un cielo regional,
cualitativo, desde el cual, en primer lugar, las distintas secciones de la gran faja del
Zodiaco y, en segundo lugar, los planetas y la Luna (cada uno de los cuales está
encajado en su propia esfera cristalina giratoria) están irradiando sus complejas
influencias sobre la Tierra, sus metales, sus plantas, sus animales y sus hombres y
mujeres, incluidos nosotros mismos. Damos por sentado que esas esferas invisibles
están produciendo una música inaudible; las esferas, no las estrellas individuales (tal
como el Lorenzo de Shakespeare instruyó a Yésica 3 mucho más tarde, cuando la
representación ya había empezado a transformarse en una vaga superstición). En cuanto
a los planetas mismos, y sin estar especialmente interesados en astrología, sabemos muy
bien que las cosas crecientes son especialmente sensibles a la Luna, que el oro y la plata
obtienen su virtud del Sol y de la Luna, respectivamente; el cobre, de Venus; el hierro,
de Marte, y el plomo, de Saturno. Y que nuestra propia salud y temperamento están
unidos por hilos invisibles a estos cuerpos celestes que estamos mirando. Probablemente
no dedicamos tiempo a pensar acerca de estos vínculos extrasensoriales entre nosotros y
los fenómenos. Simplemente los damos por sentado.
Volvemos nuestros ojos al mar; y en seguida somos conscientes de que estamos
mirando uno de los cuatro elementos de los cuales están compuestas todas las cosas en
la Tierra, incluyendo nuestros propios cuerpos. Damos por sentado que estos elementos
tienen componentes invisibles, pues, por lo que se refiere a esa parte de ellos que está
incorporada a nuestros propios cuerpos, los vivimos interiormente como los cuatro
"humores" que pasan a constituir nuestro temperamento. (Hoy captamos todavía el
prolongado eco de esta participación, cuando Shakespeare le hace decir a Marco
Antonio acerca de Marco Bruto:

... y en él los elementos


se habían equilibrado de tal modo
que bien podía erguirse la naturaleza
y decir al mundo entero: "Éste era un hombre".4).

La tierra, el agua, el aire y el fuego son parte de nosotros mismos, y nosotros somos
parte de ellos. Y a través de ellos, también las estrellas están vinculadas con nuestro ser
interior, pues cada signo o constelación del Zodiaco está especialmente relacionado con
uno de los cuatro elementos, y cada elemento, por lo tanto, con tres signos.
Una piedra cae al suelo; la vemos buscando el centro de la Tierra, movida por
algo mucho más parecido al deseo que a lo que hoy llamamos ley de la gravedad. Nos
pinchamos un dedo y aparece una gota de sangre roja. Miramos la sangre... pero por
ahora no quiero seguir más con esto. El lector que conozca los productos de la mente
medieval, su alquimia, su medicina, su ciencia herbolaria, sus bestiarios, etc., puede
hacerlo mejor por sí mismo. Para el lector que no conozca tanto hay las bibliotecas; o
mejor aún, hay esas inagotables enciclopedias de piedra, las esculturas de las catedrales.
Cualesquiera que sean sus creencias religiosas o filosóficas, las personas de la
misma comunidad en el mismo periodo comparten cierta imagen de trasfondo del
mundo, y su relación con él. En nuestra época --ya sea que creamos que nuestra
conciencia es un alma acomodada en un cuerpo, tal como un espíritu en una máquina, o

43
que es alguna inextricable mixtura psicosomática--, cuando pensamos de manera
despreocupada, pensamos en esa conciencia como situada en algún lugar en el espacio,
que no tiene ninguna relación especial con el universo como un todo, y que, desde
luego, no está en ninguna parte cerca de su centro. Incluso aquellos que alcanzan el
contorsionismo intelectual de negar que haya tal cosa como la conciencia sienten que
esta negación viene de dentro de sus propios pellejos. Sea lo que sea a lo que debemos
llamar nuestros "yoes", nuestros huesos lo llevan consigo como porteadores. Esta no era
la imagen de trasfondo antes de la revolución científica. La imagen de trasfondo de
entonces era la del hombre como un microcosmo dentro del macrocosmo. Está claro que
no se sentía aislado por su pellejo del mundo fuera de él hasta exactamente el mismo
grado en que nos sentimos nosotros. Estaba integrado o encajado dentro de él, estando
cada parte suya unida a una parte diferente del mundo por algún hilo invisible. En su
relación con su entorno, el hombre medieval se parecía bastante menos a una isla y
bastante más a un embrión que como nos parecemos nosotros.

Notas
1
Myth, Magic and Morals.
2
Por ejemplo, el significado de la palabra jardín en el verso "hay un jardín en su rostro" es
poco probable que se confunda con el significado literal.
3
[Personajes de la obra de Shakespeare El mercader de Venecia; diálogo del acto V. Puede
verse, al respecto, la traducción de Ángel-Luis Pujante, Editorial Espasa Calpe, Colección
Austral, Madrid 2000, 3ª ed. corregida; la de Pablo Ingberg, Editorial Losada, Buenos Aires
2004; o la de Manuel Angel Conejero y Jenaro Talens, Ediciones Cátedra, Madrid 72004.]
4
[Tomado de la traducción de Ángel-Luis Pujante (William Shakespeare, Julio César, Editorial
Espasa Calpe, Colección Austral, Madrid 2001, 3ª ed. corregida, págs. 169-170).]

44
XII

ALGUNOS CAMBIOS

En el primer capítulo de este libro se ha indicado que nuestras representaciones


colectivas componen no sólo el mundo de la experiencia cotidiana, sino también el
mundo que investigan las ciencias (aparte del caso especial de la física). Por supuesto, la
ciencia no comenzó con la revolución científica. Pero antes de que eso hubiera tenido
efecto, el mundo del que se ocupaba la ciencia no era el de nuestros días, sino un mundo
como el que se ha esbozado en el capítulo anterior. Si, por tomar sólo un caso,
examinamos las teorías acerca de la sangre y su circulación que predominaban antes de
William Harvey, podemos ver enseguida por todo su carácter que representan la
aplicación del pensamiento-alfa a representaciones bastante distintas de las nuestras. La
imagen de trasfondo del hombre como microcosmo en el centro del mundo como
macrocosmo era, para la ciencia, más que una imagen de trasfondo. Allí, y
particularmente en el campo de su química, que ahora hemos de llamar alquimia, esa
imagen se explicitó como teoría. Y donde no era explícita, seguía siendo implícita. Pero
fué más allá que esto. De la misma manera que para nosotros la evolución, por ejemplo,
además de ser a la vez una imagen de trasfondo y una teoría explícita, se ha
generalizado como manera de pensar más allá de los confines de la biología; o que el
mecanismo ha pasado de la física a la química y a la fisiología; análogamente, la imagen
de trasfondo medieval de una participación recíproca entre el hombre y los elementos
que lo rodeaban influyó en otras ciencias además de la alquimia. Así, en medicina, el
corazón era el órgano central, ocupando casi la misma posición en el microcosmo del
hombre que la que el hombre mismo ocupa en el macrocosmo. Atraía la sangre hacia sí,
para rellenarla de pneuma o “espíritus vitales”, después de lo cual la sangre volvía de
nuevo por su propio movimiento al sistema del cuerpo. En vez de circulación, habían
dos tipos diferentes de sangre: la arterial, cuya función se acaba de describir y que
contenía esos espíritus vitales a los que aún nos referimos sin saberlo cuando hablamos
de animación o abatimiento [en inglés, "high" or "low" spirits, espíritus "altos" o
espíritus "bajos"], y la venosa, que fluía de una parte a otra en las venas, llevando el
alimento.
Hemos visto en el capítulo IV que los antropólogos se han visto especialmente
sorprendidos por la diferencia entre los rasgos distintivos que nosotros mismos
seleccionamos de toda la representación para fijar la atención y los que selecciona una
conciencia participante. Esto parece estar bien ilustrado en el caso de la sangre, tal como
se mostró y se conoció antes del siglo XVII. A la mente medieval no le interesaba
particularmente la parte mecánica de la representación; por otra parte, se daba cuenta
mucho más intensamente que nosotros de una diferencia cualitativa entre la sangre
arterial y la venosa. ¿Estamos seguros de que tenemos plenamente razón al excluir la
posibilidad de que la sangre venosa participada y la sangre arterial participada sean
realmente dos tipos distintos de fluido? Incluso es notable que aun antes, y hasta la
época de Galeno, se pensara que las arterias no contenían nada de sangre, sino
solamente aire.
Por otra parte, Harvey estaba claramente interesado en el mecanismo del
corazón; incluso hasta el punto de hablar del corazón como "una pieza de maquinaria en
la que, si bien una rueda da movimiento a la otra, todas las ruedas parecen moverse
simultáneamente". Esto le permitió finalmente demostrar la circulación de la sangre. Y
su descubrimiento, como muchos de los descubrimientos hechos en las ciencias no
mecánicas, tuvo dos consecuencias claramente rastreables. Por una parte, corrigió varios

45
errores mecánicos evidentes; por ejemplo, la creencia de que el aire pasaba directamente
de los pulmones al corazón, y que la sangre fluía en ambas direcciones por las venas.
Por otra parte, contribuyó a producir una visión exclusivamente mecanomorfa tanto de
la sangre como del corazón.
La segunda consecuencia surtió efecto sólo de manera gradual. El mismo
Harvey suponía todavía la presencia de espíritus vitales y conservaba la suficiente
conciencia participante para escribir con entusiasmo acerca del tema del corazón como
el órgano central --como una especie de sol-- del cuerpo humano. Igual entusiasmo se
puede observar en el escrito de Copérnico sobre el sol "macrocósmico"; y está claro que
ambos daban por sentada una relación entre las dos cosas. Pues el descubrimiento de la
circulación de la sangre por Harvey estaba basado, de manera bastante consciente, en
dos teorías aristotélicas y medievales, esto es, la relación participante y formal entre el
macrocosmo y el microcosmo a la que ya me he referido en este capítulo, y la
“perfección” del movimiento circular a la que me referí en las primeras páginas del
libro. De este modo, el desplazamiento de la participación no es una consecuencia
lógica de una observación más precisa del elemento mecánico de cualquier
representación; es una consecuencia práctica. Si asistimos a una misa donde está
oscilando un incensario, o podemos prestar atención a toda la representación o podemos
elegir para la atención la oscilación actual del incensario. En el segundo caso, si
fuésemos Galileo1, podríamos descubrir la ley del péndulo. Es bueno descubrir la ley del
péndulo. No es tan bueno perder, por esa razón, todo interés en el incienso, y finalmente
incluso su percepción, cuando la única finalidad del péndulo es esparcir su olor. La
participación deja de ser consciente precisamente porque dejamos de prestarle atención.
Pero, como ya se ha señalado, la participación no deja de ser un hecho porque deje de
ser consciente. Simplemente deja de ser lo que he denominado "participación original".
Desde un punto de vista ligeramente diferente, todo esto se podría expresar
diciendo que palabras como sangre y corazón han cambiado sus significados. Al
afirmar esto se me acusará, sin duda, de confundir la palabra con la cosa. Pero eso es un
error. La verdadera confusión está escondida en la acusación. En efecto, es posible,
cuando pensamos en la relación entre palabras y cosas, olvidar lo que son las "cosas", es
decir los fenómenos; esto es, que son representaciones colectivas, y, como tales,
correlativas a la conciencia humana. Pero quienes rehusan aceptar este recurso
encontrarán imposible separar la “cosa” de su nombre por medio de una especie de
operación quirúrgica. La relación entre las representaciones colectivas y el lenguaje es
de la índole mas íntima; y si se formulan acusaciones de pensamiento confuso, no
vacilaré en decir que los papeles están trastrocados. Quienes insisten en que las palabras
y las cosas están en dos categorías de la realidad mutuamente excluyentes están
simplemente confundiendo los fenómenos con las partículas. Están tratando de pensar
aquéllos como si fueran éstas. Mientras que, por definición, es únicamente lo no
representado lo que es independiente de la conciencia humana colectiva y, por
consiguiente, del lenguaje humano.
La palabra sangre es un ejemplo especialmente notable de tal cambio del
significado, ya que es una sustancia con la cual, como circula desde el corazón y los
pulmones en el centro hasta el cutis visible y la piel sensitiva en la periferia, todavía
podemos hasta cierto punto sentirnos unidos nosotros mismos por un vínculo
extrasensorial. Por ejemplo, podemos sentir dentro de nosotros mismos y a la vez ver a
través de la cortina de la piel de otra persona cuán instantáneamente cuadra la sangre
con el miedo y la vergüenza. Así, seguimos participando "originariamente" en nuestra
propia sangre hasta el mismo momento en que se vuelve fenoménica al derramarse. A
partir de ese momento, la abandonamos al mecanomorfismo que caracteriza todos

46
nuestros fenómenos. Para nosotros --es decir, para nuestra conciencia despreocupada, si
bien no para nuestros conceptos científicos-- existen realmente dos tipos de sangre: la
derramada y la no derramada; un poco como para Galeno había dos tipos de sangre, la
venosa y la arterial. Las dos de Galeno eran participadas, mientras que sólo una de las
nuestras lo es. Nos referimos a lo que queda de esa participación cuando hablamos, con
intención psicológica, de "mala sangre" o "a sangre caliente". Ya no distinguimos donde
él lo hacía. Distinguimos donde él no lo hacía, polarizando el antiguo significado de
sangre en dos significados, un significado metafórico y un significado literal. Y nuestra
medicina se interesa casi exclusivamente por el significado literal, es decir, por el ídolo.

Nota
1
En realidad, lo que él estuvo contemplando no era un incensario, sino una lámpara en la
catedral de Pisa.

47
XIII

LA TEXTURA DEL PENSAMIENTO MEDIEVAL

Una vez que se asiente al hecho de la participación, ha de reconocerse, como


hemos visto, que la conexión entre las palabras y las cosas es, en cualquier época,
mucho más estrecha de lo que se ha supuesto en los dos o tres últimos siglos. Además,
la participación consciente será consciente de esa conexión; y la participación original
era consciente. Sólo si enfocamos la cuestión así podemos esperar comprender la
extrema absorción del saber medieval en las palabras; y en la gramática, la dialéctica, la
retórica, la lógica y todo lo que tiene que ver con las palabras. Pues las palabras --y
especialmente los sustantivos-- no se consideraban entonces, ni podían considerarse
entonces, meras palabras. En mi primera clase en el colegio me enseñaron a recitar en
voz alta con el resto de la clase: "Un sustantivo es el nombre de algo", y los filósofos,
desde Plotino hasta Santo Tomás de Aquino solían tratar al mismo de las palabras y de
las cosas bajo el tema inclusivo de "nombres". Así, tanto a Dionisio "Areopagita" en su
De Divinis Nominibus [De los nombres divinos], como a Santo Tomás de Aquino en la
cuestión 13 de la Parte I de la Summa Theologiae [Suma de Teología] ("acerca de los
nombres de Dios") y en el opúsculo De Natura Verbi Intellectus [De la naturaleza del
verbo mental] y en otras partes, les interesa, no la filología, sino la epistemología y la
metafísica.
En los dos últimos capítulos he hablado un poco del mundo tal como era para el
hombre medio y un poco del mundo tal como era para la ciencia inmediatamente antes
de la revolución científica. Ahora hablaré un poco del mundo tal como era expuesto en
la filosofía. En todos los casos, el plan de este libro, además del tiempo a mi disposición
tanto para el estudio como para escribir, han determinado que ese poco haya de ser, en
efecto, muy poco. Soy sobradamente consciente de que no sería demasiado dedicar un
libro entero, en vez de un capítulo, sólo a la filosofía de ese mundo perdido. Una vez
más, es un mundo perdido... aunque la única finalidad de este libro es hacer ver que su
riqueza espiritual puede ser recuperada, e incluso, si hay que evitar un desastre
incalculable, debe serlo. De nada puede servir cualquier intento de volver a la
participación original de la que provino.
Ese mundo perdido, pues, era un mundo en el cual tanto el fenómeno como el
nombre eran sentidos o experimentados como representaciones. Por una parte, "la
palabra concebida en la mente es representativa de todo lo que es conocido en su acto"
(Verbum igitur in mente conceptum est repraesentativum omnis ejus quod actu
intelligitur)1. Pero, por otra parte, el fenómeno mismo sólo alcanza plena realidad
(actus) en el momento en que es "nombrado" por el hombre; es decir, cuando aquello
que en la naturaleza representa ese fenómeno es unido con aquello que en el hombre
representa ese nombre. Sin embargo, ese nombrar no implica pronunciación vocal. Pues
el nombre o la palabra no es mero sonido, o mera tinta. Para Santo Tomás, como para
San Agustín, existen, anteriores a la palabra pronunciada, la palabra del intelecto, la
palabra del corazón y la palabra de la memoria (verbum intellectus, verbum cordis,
verbum memoriae). La palabra humana procede de la memoria, como la Palabra Divina
procede del Padre2. Procede de ella, sin embargo sigue siendo una con ella. Pues el
mundo es el pensamiento de Dios realizado mediante Su Palabra. De este modo, la
Palabra de Dios es también forma exemplaris [la forma ejemplar]3; los fenómenos son
sus representaciones; como la palabra humana es la representación de intellectus in actu
[el entendimiento en acto]. Pero, una vez más, el fenómeno mismo sólo alcanza su plena
realidad (actus) al ser nombrado o pensado por el hombre; pues el pensamiento en acto

48
es la cosa pensada, en acto; lo mismo que los sentidos en acto son las cosas sentidas, en
acto. (Intellectus in actu est intelligibile in actu; sicut sensus in actu est sensibile in actu
[El entendimiento en acto es inteligible en acto, como el sentido en acto es sensible en
acto])4. Y en otra parte, Santo Tomás ratifica expresamente el aforismo de Aristóteles en
su De Anima [Acerca del alma], de que "en cierto modo, el alma lo es todo" (Anima est
quodammodo omnia)5.
Es sobre un trasfondo de pensamientos como éstos, y de las representaciones
colectivas en que se basaban, que debemos ver la idea medieval de las siete artes
liberales, encabezadas por la gramática, seguida inmediatamente de la retórica y la
dialéctica. Instruirse sobre la verdadera naturaleza de las palabras era, al mismo tiempo,
instruirse sobre la verdadera naturaleza de las cosas. Y era la única manera. Podemos
reflexionar cómo, desde la revolución científica, el significado mismo de la palabra
gramática se ha polarizado en el estudio de "meras" palabras, por una parte, y, por la
otra, en la medio mágica gramarye, que alteró su forma a glamour y fue útil para los
poetas durante una temporada antes de ser envilecida. Se puede reflexionar también
sobre las frecuentes apariciones de la gramática y de las otras artes liberales, como
personas, en la alegoría medieval, y la facilidad y naturalidad con la que se mezclan allí
con la extraña figura de la diosa Naturaleza (tan parecida a la Perséfone de la mitología
griega y tan distinta a la vez). Esto podría conducirnos fácilmente a un examen de la
alegoría misma: una forma literaria que nos gusta tan poco, y que, sin embargo, era tan
popular y omnipresente en la Edad Media. ¿No está claro que nosotros encontramos
desecada la alegoría precisamente porque, para nosotros, las meras palabras están, ellas
mismas, desecadas; mejor dicho, porque, para nosotros, las palabras son "meras"
palabras? Para nosotros, los personajes en una alegoría son "abstracciones
personificadas", pero, para el hombre medieval, la gramática o la retórica, la
misericordia o el peligro, eran reales, en primer lugar, simplemente porque eran
"nombres". Y los nombres podían ser representaciones de manera sólida para la
sensación, más o menos de manera idéntica a como eran las cosas.
Por esa misma razón corremos algún riesgo de confundir su alegoría con el
"simbolismo" en el cual nosotros mismos estamos empezando de nuevo a interesarnos,
o, por lo menos, de juzgarlas con las mismas normas. Esto es un error. El simbolismo se
expresa frecuentemente en el lenguaje, como lo hacen otras muchas cosas, aunque
también puede expresarse por otros medios. Sin embargo, la esencia del simbolismo no
es que las palabras o los nombres, como tales, se comprendan como representaciones,
sino las cosas o los acontecimientos mismos. Pero esto, como hemos visto, es el modo
de comprensión normal para una conciencia participante. Nuestro sentido de lo
“simbólico”, por lo tanto, es una aproximación a su "literalidad", o una variante de ésta.
Incluso cuando iban a lo fundamental de lo literal, seguían experimentando esa roca
como una representación. Y así, Santo Tomás de Aquino, al tratar del uso del lenguaje
en las Sagradas Escrituras, primero divide su significado en literal y espiritual y luego
subsume las interpretaciones alegóricas (y otras) bajo el título de espiritual. Pero
cuando llega al sensus parabolicus [sentido parabólico] (que es nuestro sentido
"simbólico") lo incluye en el literal (sub litterali continetur). Por ejemplo, cuando en la
Biblia se habla del "brazo de Dios", "el sentido literal no se detiene en la figura misma,
sino en lo figurado".6 Todo esto llevará un poco de meditación.
En efecto, comprender cómo la palabra "literal" ha cambiado su significado es
comprender lo esencial de la cuestión. Pues nuestro problema es, precisamente,
transportarnos al interior de mentes para las que el modo corriente de mirar los
fenómenos y de pensarlos era mirarlos y pensarlos como apariencias; es decir, como
representaciones. Para lo cual, por consiguiente, el conocimiento se definía no como la

49
invención de hipótesis, sino como un acto de unión con lo representado detrás de la
representación. Y es solamente reconstruyendo en la imaginación, y no solo en la teoría,
la naturaleza de las representaciones que confrontaban como podemos esperar realmente
comprender su modo de pensar. Si lo enfocamos desde este extremo, en vez de, como es
usual, por vía de nuestras propias representaciones y de nuestras propias consecuentes
distorsiones de los significados de entonces de sus términos, la terminología escolástica
revive repentinamente para nosotros, en efecto: forma y materia, actus y potentia,
especie, esencia, existencia, inteligencia activa y pasiva, y lo demás. Debemos
olvidarnos completamente de nuestras "leyes de la naturaleza", esas hipótesis
espectrales interpuestas, antes de poder comprender las "formas" del escolasticismo
medieval. Pues las formas determinaban las apariencias, no como lo hacen las leyes,
sino más bien como un alma determina a un cuerpo; y, en efecto, el alma humana y el
alma animal se definían como la "forma" del cuerpo. Debemos olvidarnos
completamente de la causalidad, tal como la entendemos, si queremos comprender
cómo la forma era también causa exemplaris [causa ejemplar o arquetípica]. Pero no
hay nada que olvidar, ya que no tenemos ni siquiera una supervivencia trasmutada, de
esa polaridad actus - potentia [acto - potencia] que era el sustento mismo o la sangre
vital del pensamiento escolástico, central en su corazón y manifiesto, por medio de sus
vasos capilares, en todos los sitios de su organismo superficial. La esencia [being] es la
existencia potencial; la existencia realiza [actualizes] la esencia. Sin embargo, en el
universo, actus precede a potentia, pues un sujeto no puede ser sacado de la
potencialidad excepto por una esencia que sea real [actual]. La esencia de Dios es
totalmente real, y es al mismo tiempo Su existencia; pero, para las criaturas, es sólo la
existencia de éstas lo que realiza... realiza no su propia esencia, sino la esencia de Dios,
de la que participan. En todas partes alrededor de nosotros debemos ver criaturas en un
estado de potentia que es elevada a actus: y sin embargo, detrás de las apariencias, el
actus ya está allí. ¿Qué es el alma intelectiva sino la potencialidad de determinar la
especie de las cosas? ¿Y qué son los fenómenos mismos? Realmente [o en acto], las
semejanzas o representaciones de toda clase de "especies"; pero potencialmente (es
decir, en la condición descrita como in potentia), inmateriales en el alma misma7. Los
fenómenos y la mente en perpetua interacción, con las "especies" rondando en alguna
parte entre ellos en el momento en el cual la una se convierte en los otros: Anima enim
quasi transformata est in rem per speciem8.
El "conocimiento", para tal conciencia, era concebido como la perfección o
consumación del proceso de "nombrar" del pensamiento. En el pensar o hablar
corrientes, tal como en la percepción, la participación era un proceso semiconsciente.
Pero el conocimiento era una unión real con lo representado detrás de la representación.
"El conocimiento de las cosas que son es las cosas" (Cognitio eorum, quae sunt, ea,
quae sunt, es), escribió Juan Escoto Eriúgena en el siglo VII, citando a Dionisio. "Pues
sólo se puede conocer lo verdadero, que es lo mismo que decir ser" (nihil enim scitur
nisi verum, quod cum ente convertitur), escribió Santo Tomas de Aquino 9. O, como un
medio entre potentia y actus, era el proceso de realización [actualization] de la
potencialidad del alma de convertirse en lo que contemplaba, y , de este modo, una
etapa en su camino de regreso a Dios. El propio conocimiento de Dios era igualmente la
causa de todas las cosas e idéntico a Su sustancia, y el hombre participaba de la esencia
de Dios. En efecto, es sólo en virtud de esa participación que podía afirmar tener alguna
esencia.
Ahora bien, la participación, como una experiencia real, sólo puede ser lograda
para nuestra aislada conciencia de hoy con esfuerzo especial. No es cuestión de teorizar,
sino de "imaginación" en el sentido genial o creador del término, y por tanto nuestro

50
primer vislumbre de ella es generalmente algún tipo de experiencia estética, proveniente
de la poesía o de la pintura. Y sin embargo, es necesario que adquiramos y apliquemos
verdaderamente esta experiencia, tan ajena a nuestra costumbre, antes de que podamos
esperar comprender el pensamiento de cualquier filósofo antes de la revolución
científica. Sin ella no entenderemos realmente lo que quieren decir cuando emplean los
términos más usuales: especie y género, forma y materia, sujeto y accidente, causa y
efecto. En cambio, los sustituiremos torpemente por un significado propio. En la obra
de Santo Tomás de Aquino, en particular, la palabra participar o participación se halla
en casi cada página, y podría escribirse un libro entero --en efecto, se ha escrito uno 10--
acerca de los usos que hace de ella. No es un término técnico de filosofía y a él no le
interesa definirlo más de lo que a un filósofo moderno le interesaría definir algún
instrumento usual de su pensamiento tal como, por ejemplo, la palabra comparar. Sólo
en un pasaje de la totalidad de sus voluminosas obras, según L. B. Geiger, creyó
necesario indicar su significado, y esto lo hizo principalmente ilustrándolo. Así, después
de decirnos que la especie participa del género, y el sujeto del accidente, que la materia
participa de la forma y el efecto participa de la causa, nos da un vislumbre de lo que
todas estas participaciones significan para él, al añadir: "Figurémonos que decimos que
el aire participa de la luz del sol, porque no la recibe con esa claridad con la que está en
el sol"11.
En un extremo de la escala, el sujeto participa de su predicado 12; en el otro
extremo, una participación formal o jerárquica per similitudinem era la base de toda la
estructura del universo; pues todas las criaturas eran, en mayor o menor grado,
imágenes o representaciones, o "nombres" de Dios, y su semejanza o desemejanza no
sólo medía, sino que era la emanación, más cercana o más distante, de Su Ser [Being] y
Bondad [Goodness] en ellos. Era una estructura espiritual, y gran parte de ella estaba
completamente más allá del mundo de la apariencia. Por ejemplo, los ángeles no son
simplemente el tema de una obra separada, o de un capítulo separado de Summa, sino
que se hallan en todas partes en ella y es probable que haga referencia a ellos tanto en
un contexto puramente epistemológico como en un contexto cosmológico.
Será bueno indicar aquí que si me he concentrado en un filósofo medieval
particular, más bien que haber tratado de efectuar un resumen de todo el campo de la
filosofía o las teorías del conocimiento de la Edad Media, ha sido porque ése es el
método que debe adoptar una historia de la conciencia, a diferencia de una historia de
las ideas. Debe intentar penetrar en la textura misma y la actividad del pensamiento,
más bien que cotejar conclusiones. A ella le interesa, semánticamente, el modo de
emplear las palabras más bien que el resultado del discurso. Expresado en términos de
lógica, su ocupación es más la proposición que el silogismo, y más el enunciado que la
proposición. Por lo tanto, debe particularizar. Debe elegir uno o, a lo más, unos cuantos
puntos para su penetración. Se trata de hacer la mejor elección, y para mí la mejor
elección me pareció ser el lenguaje y el pensamiento de Santo Tomás de Aquino.
Probablemente podría haber encontrado ejemplos más sensacionales de participación
en, por ejemplo, Juan Escoto Eriúgena o San Alberto Magno. Para los árabes, la
participación --con un especial énfasis intelectual-- era tan completa que prácticamente
excluía la identidad humana individual. Creo que habría encontrado menos ejemplos
entre los nominalistas, pero se los puede considerar con imparcialidad como precursores
de la revolución científica, en quienes la declinación de la participación proyecta su
sombra. Además, en la mente de Santo Tomás de Aquino, con su enorme erudición, está
recapitulado, de alguna manera, todo el corpus del pensamiento medieval; y él es tan
sobrio como profundo.

51
Notas
1
Summa, parte I, cuestión 34, artículo 3 [La versión en castellano está tomada de la traducción
de José Martorell Capó (Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología, Vol. I, Biblioteca de
Autores Cristianos, Madrid 1988, pág. 358)].
2
De Differentia Divini Verbi et Humani [De la diferencia entre el verbo divino y el humano];
De Natura Verbi Intellectus [De la naturaleza del verbo mental], etc.
3
Summa, parte I, cuestión 3, artículo 8, a la segunda objeción [fuente citada, pág. 122].
4
Ibíd., parte I, cuestión 12, artículo 2. 3 [fuente citada, pág. 167, con una corrección].
5
Ibíd., parte I, cuestión 14, artículo 1 [fuente citada, pág. 201].
6
Ibíd., parte I, cuestión 1, artículo 10, a la tercera objeción [fuente citada, pág. 100].
7
Ibíd., parte I, cuestión 79, artículo 4, a la cuarta objeción [fuente citada, pág. 727].
8
Santo Tomás de Aquino, De Natura Verbi Intellectus.
9
Summa, parte I, cuestión 1, artículo 1. 2 [fuente citada, pág. 85].
10
L. B. Geiger, La Participation dans la Philosophie de S. Thomas d'Aquin [La participación en
la filosofía de Santo Tomás de Aquino], París 1942.
11
De Hebdomadibus [De las semanas], capítulo 2.
12
Ver capítulo IV.

52
XIV

ANTES Y DESPUÉS DE LA REVOLUCIÓN CIENTÍFICA

Para el hombre medieval, pues, el universo era una especie de teofanía en la cual
él participaba en distintos niveles, al existir, al pensar, al hablar o nombrar, y al conocer.
Y luego... comenzó el cambio evolutivo. Por supuesto, no en un momento determinado,
sino con anticipaciones, retrasos localizados, diferencias individuales. Pero ningún
comienzo es instantáneo; de lo contrario, la misma palabra "comienzo" sería innecesaria
e incluso no tendría sentido. No debemos prestar demasiada atención a los historiadores
que se niegan cautelosamente a detectar cualquier proceso en la historia porque es
difícil dividir en periodos o porque los periodos son difíciles de fechar con precisión.
Las mismas objeciones son aplicables al proceso de crecimiento de niño a adulto. Más
bien debiéramos recordarles que, si no hay proceso, en realidad no hay en absoluto tal
cosa como la historia, de manera que ellos mismos habrán de ser considerados como
meros cronistas y anticuarios... una limitación que no puedo imaginarme que les
gustaría. Por otra parte, la imagen mental que traspasan a la historia, de un proceso
amorfo determinado por el impacto fortuito de los acontecimientos, es, ella misma,
como vimos en el capítulo IX, un producto de la idolatría de la era de la literalidad.
Sea como fuere y cualesquiera que sean los límites cronológicos que escojamos
para asignarle, lo cierto es que hubo un cambio. El Profesor Butterfield ha hecho buenas
observaciones acerca de ello:

"(...) por el cambio sufrido en el uso habitual de ciertas palabras, ciertas cosas en la
filosofía natural de Aristóteles habían adquirido ahora un significado más vulgar, y
comenzaban a ser interpretadas mal. Quizá no sea fácil decir por qué había sucedido una
cosa así; pero los hombres delatan inconscientemente el hecho de que una tesis
aristotélica determinada, sencillamente, ha perdido todo su significado para ellos: no
pueden ya pensar en las estrellas y los cuerpos celestes como cosas ingrávidas, por
mucho que el libro les diga que es así. Francis Bacon no parece ser capaz de decir nada,
fuera de que es obvio que los cuerpos celestes poseen igual peso que cualquier otra
clase de materia que nos encontremos en el curso de nuestra experiencia. Bacon dice,
además, que es incapaz de imaginarse a los planetas fijados a esferas cristalinas; y toda
la idea le parece todavía más absurda si las esferas en cuestión están compuestas de esa
materia etérea y líquida que había imaginado Aristóteles. Entre la idea de una piedra
que aspira a alcanzar su sitio ideal en el centro del universo --y dándose más prisa
conforme se va acercando a su hogar natural-- y la idea de una piedra acelerando su
caída bajo la fuerza constante de la gravedad, hay una transición intelectual en la que,
en un punto u otro, se enlaza un cambio en los sentimientos del hombre respecto a la
materia"1.

Hemos visto que este cambio en el sentimiento de los hombres por la materia es
sólo un aspecto de un cambio mucho más profundo y fundamental. Y el cambio en el
sentimiento de los hombres por la naturaleza de las palabras y del pensamiento no fue
de ningún modo menos fuerte. Así, la polaridad de actus y potentia había influido quizá
en la mitad del pensamiento filosófico occidental durante todos los siglos que
transcurrieron entre Aristóteles y Santo Tomás de Aquino. Un filósofo medieval no
habría argumentado, como yo me vi obligado a hacerlo en el capítulo III, de que "no
hay tal cosa" como la solidez no palpada, exactamente como no hay tal cosa como un
arco iris invisible. Habría dicho que tanto la materia no palpada como el arco iris

53
invisible existían in potentia. No obstante, esta polaridad, dada por supuesta durante
más de un milenio por algunas de las inteligencias más agudas que ha conocido el
mundo, ¡se convirtió, para Bacon, en "frigida distinctio": en meras palabras! De nuevo,
en el Novum Organum dice a los hombres de modo terminante que no debieran pensar
más en las "formas". En realidad, se asemejan más a las "leyes":

"Aun cuando en la naturaleza no existen verdaderamente más que cuerpos


individuales que realizan actos puramente individuales sujetos a una ley, en la ciencia,
sin embargo, es esa ley, es la investigación, el descubrimiento y la explicación de la ley,
lo que constituye el fundamento, tanto del conocimiento como de la práctica. Esa ley y
sus párrafos es lo que nosotros comprendemos bajo el nombre de formas, conservando
así una expresión generalmente extendida y familiar al espíritu".2

En otros términos, la causa exemplaris [causa ejemplar o arquetípica] ha desaparecido,


y la causalidad mecánica y los ídolos ya están a la vista.
Si, con la ayuda de alguna máquina del tiempo funcionando marcha atrás, un
hombre de la Edad Media pudiese ser transportado de repente al pellejo de un hombre
del siglo XX, viendo a través de nuestros ojos y con nuestra "figuración" los objetos que
nosotros vemos, creo que se sentiría como un niño que mira por primera vez una
fotografía a través de la ingeniosa magia de un estereoscopio. Diría "¡Oh, mira cómo
sobresalen!". No debemos olvidar que en su época aún no se había descubierto la
perspectiva, ni tampoco debemos subestimar la importancia de esto. Es verdad que no
es más que un recurso para representar pictóricamente la profundidad y la separación en
el espacio. Pero ¿cómo es que este recurso nunca se había descubierto antes; o, si se
descubrió, nunca se había adoptado? Había muchísimos artistas hábiles, y seguro que
habrían dado con él bastante pronto si la profundidad espacial hubiese caracterizado las
representaciones colectivas que deseaban reproducir, como caracteriza las nuestras. No
lo necesitaban. Antes de la revolución científica el mundo se asemejaba más a una
prenda de vestir que los hombres llevaban encima que a un escenario donde se movían.
En tal mundo, la convención de la perspectiva era innecesaria. Para tal mundo, otras
convenciones de la reproducción visual, como el nimbo y el halo, eran tan apropiadas
como son inapropiadas para el nuestro. Era como si los observadores mismos estuvieran
en el cuadro. Comparados con nosotros, se sentían a sí mismos, y a los objetos
alrededor de ellos, y a las palabras que expresaban esos objetos, inmersos juntos en algo
así como un lago claro de --¿qué diremos?--, de "significado", si quieres. Parece la
palabra más adecuada. El verbum intellectus [verbo mental] de Santo Tomás de Aquino
era tanquam speculum, in quo res cernitur3: "como un espejo, en el cual se discierne el
objeto".
En una época en que estaba yo estudiando De Natura Verbi Intellectus, con esa
peculiar mezcla de perplejidad y deleite que despiertan las frases de Santo Tomás de
Aquino cuando su pensamiento está en su máxima intensidad y concisión, ocurrió que
tuve la suerte de recibir de un amigo el regalo de un libro con sus propios poemas. Me
pareció entonces, y me sigue pareciendo ahora, que en uno de ellos ha logrado, sin
proponérselo, transmitir, más vivamente de lo que yo habría podido esperar hacerlo, la
diferencia cualitativa entre un punto de vista participante del mundo y el nuestro.
Concluyo, por tanto, este capítulo con ese poema.

REFLEJO

Cuando a la colina, al árbol, a la nube, esas formas oscuras,

54
se las ve ascendiendo al cielo,
su necia belleza, desde lejos,
la admiro, un golfo en medio;

pero en el tranquilo río, cuando


sus verdaderas ideas encuentro,
ese río, unido a mí en éxtasis,
se convierte en mi segunda mente.4

Notas
1
Origins of Modern Science, p. 104 [Tomado de la traducción de Luis Castro (Herbert
Butterfield, Los orígenes de la ciencia moderna, Taurus Ediciones, Madrid 1982, págs. 120-
121)].
2
Novum Organum, II, 2 [Tomado de la traducción de Cristóbal Litrán (Francis Bacon, Novum
Organum, Ediciones Folio, Biblioteca de Filosofía, Barcelona 2002, págs. 83-84)].
3
De Natura Verbi Intellectus.
4
George Rostrevor Hamilton, The Carved Stone, Heinemann,1952.

55
XV

LA ERA GRECORROMANA
(LA MENTE Y EL MOVIMIENTO)

Antes en este libro, y especialmente en el capítulo X, he llamado la atención


sobre la diferencia entre una historia del pensamiento o de las ideas, por un lado, y una
historia de la conciencia, por el otro. Por supuesto que soy consciente de que las
diversas expresiones del pensamiento medieval que he tratado en los dos últimos
capítulos se explican generalmente de un modo totalmente distinto. Donde las he tratado
como resultantes --e indicadoras-- de una relación un poco diferente entre la mente
humana y sus fenómenos --y eso mismo, como significante de fenómenos un poco
diferentes--, la opinión corriente las considera pura y simplemente como una ideología
distinta superpuesta a fenómenos que, desde todos los puntos de vista, eran idénticos a
los nuestros. Siguiendo la pista de esta ideología a través de una cadena de pensadores
individuales --Platón, Aristóteles, los neoplatónicos, Galeno, Isidoro de Sevilla, Vincent
de Beauvais, Marciano Capella y otros--, la actitud mental medieval es presentada como
una etapa en la historia de las ideas (en su mayor parte, erróneas).
Ahora bien, un pensador relevante transmite, naturalmente, sus ideas a otros, y
especialmente en una época cuando los libros son pocos y difíciles de conseguir. Por
tanto, también existe una historia, válida y significativa, de las ideas como tales. Pero el
conflicto irreconciliable entre los dos enfoques --si lo que estamos buscando es una
historia fundamentalmente adecuada de la mente humana-- se hace especialmente
patente cuando evocamos, como procuré hacer en el capítulo anterior, las ideas que la
mente occidental se ha hecho en el pasado acerca de esta cuestión misma, de su relación
con los fenómenos, o, en otros términos, cuando examinamos sus teorías del
conocimiento. Entonces deberemos hacer nuestra elección. Toda la base de la
epistemología desde Aristóteles hasta Santo Tomás de Aquino suponía la participación,
y el problema era sólo la manera precisa en que actuaba esa participación. O podemos
inferir que esta continua suposición era una muestra de un elaborado engañarse a sí
mismos que perduró no solo desde Aristóteles sino desde el inicio de la reflexión
humana hasta el siglo XV o XVI, o podemos suponer que realmente existía esa
participación. Encontraría que la segunda hipótesis es la menos fantástica de las dos,
aun cuando no fuese necesario aceptar, por motivos distintos y que no tienen nada de
históricos (como he indicado), la participación como el fundamento permanente de
nuestras representaciones colectivas.
Para mí es un poco demasiado halagador opinar de los filósofos, ni siquiera
exceptuando a Aristóteles, para considerarlos como las causas eficientes y suficientes de
las representaciones colectivas compartidas por la mayor parte de la humanidad
occidental durante casi veinte siglos. Desde el punto de vista de una historia de la
conciencia, sus escritos son más bien hitos para indicar la naturaleza de esa conciencia,
ya que representan a la mente humana en su estado más despierto. Al mismo tiempo,
debido al sutil vínculo entre el pensamiento y la figuración, y también al papel
desempeñado por el lenguaje en la evocación y el sostenimiento de las representaciones
colectivas, de ningún modo carecen de significación causal. En las dos opiniones, que
elijamos tratar la historia de la mente o como una historia de la ideología o como una
historia de la conciencia, encontraremos que la continuidad entre la epistemología
griega y la medieval es mucho más sorprendente que la ruptura; y de nuevo, en las dos
opiniones, el lenguaje y la reflexión de Platón y Aristóteles son los dos hilos alrededor
de los cuales se agrupa esa continuidad.

56
Para la historia de la mente --sobre todo, cuando es tratada como una historia de
la conciencia--, los periodos en los cuales es más conveniente y más significativo dividir
la historia pasada de la humanidad no serán aquellos periodos consabidos que son
adaptados a una historia más superficial. Desde el punto de vista anterior, el periodo
grecorromano se ve que se extiende, de manera prácticamente ininterrumpida, hasta el
final de la Edad Media. Y más allá de ella; pues la revolución científica tardó unos tres
o cuatro siglos en llevarse a cabo completamente, y la participación no desapareció de
repente, sino palmo a palmo. Por ejemplo, perduró en la química más tiempo que en las
otras ciencias y, después de desaparecer enteramente, no sólo de las ciencias sino
también de las representaciones colectivas de la gente educada, o por lo menos
urbanizada, su eco siguió subsistiendo en el uso habitual del lenguaje de esta gente por
lo que toca a la reflexión. Es realmente sólo en nuestra época que estamos presenciando
su expulsión de este último reducto.
Ya hemos visto que Santo Tomás de Aquino basó la predicación lógica [el juicio
asertórico] en la participación. ¿No es evidente para el pensamiento o la reflexión que la
validez del pensamiento-alfa, en tanto que esté fundado en la lógica, está basada en esa
misma participación que él, por su funcionamiento, tiende a destruir? Podremos seguir
aprehendiendo los fenómenos como participando uno de otro, de modo que la
predicación lógica tenga sentido, sólo mientras sigamos aprehendiéndolos como
participados por nosotros mismos. Cuando esto cesa, se convierten en ídolos, y los
ídolos no participan uno de otro. Ni tampoco están conectados de algún modo necesario
con sus nombres. Simplemente están "ahí". Por consiguiente, los nombres no pueden
predicarse con sentido unos de otros. En la lógica de John Stuart Mill, por ejemplo,
todavía se supone tácitamente cierto residuo de participación. Cuando eso ha
desaparecido finalmente y la idolatría es total, species, genus y lo demás desaparecen
como realidades. Así, a principios del siglo XX, la lógica formal comienza a titubear
mucho más fuertemente ante la noción de predicación y a sentir realmente la dificultad
de distinguirla de una aserción de identidad numérica. Tarde o temprano surge
inevitablemente un L. Wittgenstein o un A. J. Ayer, convencido de que toda predicación
tiene que ser o falsa o tautológica: un estado de ánimo ya prefigurado en broma por
Platón hace más de dos mil años en su diálogo El Sofista. Para este punto de vista, la
creencia de que en el acto de predicación la mente está actuando no sólo sobre las
palabras, sino también sobre las cosas mismas, sólo puede parecer una especie de
totemismo. Y eso es realmente lo que es, si sustituimos "totemismo" por
"participación"1.
El propósito de los tres capítulos precedentes era caracterizar las
representaciones colectivas del periodo inmediatamente anterior a la revolución
científica, especialmente en cuanto más se diferenciaban de las nuestras. Se
ejemplificaron principalmente del final de ese periodo denominado la Edad Media; pero
la mayor parte de lo que se dijo se aplica con igual o mayor eficacia a la misma era
grecorromana propiamente dicha, en la cual comenzó ese periodo. En cuanto a la
participación, la diferencia entre el pensamiento medieval y el griego es de grado más
bien que de tipo; y me limitaré a muy pocas observaciones sobre esto último. En primer
lugar, existen convincentes indicios en la lengua griega y en otras partes,
completamente aparte de la filosofía, de que la participación del hombre corriente era
una experiencia más viva y más inmediata. Los dioses y los espíritus de la Naturaleza de
la mitología griega, y en particular todo el elemento dionisíaco en los cultos, vinculaban
al hombre y a la Naturaleza en una unidad que, por una muy buena razón, no podía
sobrevivir, como veremos, y no sobrevivió al impacto del cristianismo. Pero aparte de la
religión, si estamos atentos a los matices de la lengua griega, encontraremos muchas

57
señales de una participación viva en la Naturaleza --especialmente, quizá la naturaleza
de los propios procesos corporales humanos-- de la cual hoy día no sabemos casi nada.
Además, creo que la calidad superlativa de la escultura griega en su máximo esplendor
debe atribuirse a esa participación, antes que a alguna simple excelencia en el arte de la
imitación meticulosa.
A nivel filosófico, podemos reflexionar, desde este punto de vista, sobre el título
mismo de ese libro de Aristóteles del que Santo Tomás de Aquino cita más libremente
que de cualquier otro otro. En inglés es On the Soul [Acerca del alma]; en latín, De
Anima; pero en griego es  , y  (psiche) era en griego el término para
"vida" además de para "alma". Nuevamente, existe una cualidad vigorosa en el 
 y   (nous poieticus y nous patheticus) de Aristóteles, que ya
se ha debilitado algún tanto en sus equivalentes latinos intellectus agens e intellectus
possibilis. El nous2 de que hablaba y en que pensaba Aristóteles era claramente menos
subjetivo que el intellectus de Santo Tomás de Aquino; y cuando se ocupa del problema
de la percepción, polariza no sólo la mente, sino el mundo mismo, sin explicación o
apología, en los dos verbos  y  (poiein y paschein) ("hacer"3 y
"padecer"4). En los contextos psicológico y epistemológico en los que los usa, estas dos
palabras solas son tan intraducibles como nos es ajena la mentalidad que ellas revelan.
Por ejemplo, no es posible considerarlas equivalentes a la "materia" y "forma"
aristotélicas, si bien la materia es ciertamente pasiva, y la forma, activa. Pues en el
proceso de la percepción (nos dice), es lo percibido lo que es activo, y el organismo
perceptor, lo que es pasivo. El órgano de la percepción es potencialmente lo que lo
percibido ya es realmente [en acto]; "padece" algo distinto de él mismo, pero al hacerlo
se vuelve igual a lo que padece. La actividad () de lo percibido y de la
percepción son la misma cosa. Por otra parte, cuando llegamos al pensar, como algo
distinto del percibir, mientras que es la mente pasiva (nous patheticus) la que nos da
nuestra subjetividad, es la mente activa (nous poieticus) la que es operativa en el acto de
conocer5. El alma es el poiein del paschein del cuerpo; pero el alma y el cuerpo juntos
son (excepto en el acto de conocer) el nous patheticus. Tanto en el percibir como en el
pensar hay un movimiento activo y un movimiento pasivo, y en ambos casos el segundo
es el campo para la actividad del primero. Todos estos movimientos complejos, que son
la sustancia misma de la naturaleza humana, pueden concebirse como conocimiento
potencial; el conocimiento real [o efectivo] ocurre cuando el hombre se vuelve
vigilantemente consciente de ellos; ya que entonces (   6... 
'       )7 la mente se convierte en lo
que piensa y puede decirse que se conoce a sí misma.
Si este tipo de psicología era realmente tan tenue, sutil y oscuro --o, para
emplear el término de Bacon, tan "frío"-- como le parece a la mayoría de la gente hoy
en día, es difícil explicar por qué, durante tantos siglos, fue apasionante para tanta gente.
La verdadera explicación es, una vez más, que hemos perdido la mitad de los
significados de las palabras clave en que es expresado. Sobre todo, con la desaparición
de la participación, las palabras que tienen que ver con el pensamiento y la percepción
y las palabras que tienen que ver con el movimiento y el espacio se han separado. Para
Aristóteles, poiein y paschein no eran las abstracciones insustanciales, casi místicas, que
hacemos de ellas cuando las traducimos como "principio activo" y "principio pasivo".
Eran al mismo tiempo, respectivamente,  y : "mover" y "ser movido".
La locomoción o la tracción era para los filósofos griegos sólo un tipo de movimiento,
que incluía también el cambio, el crecimiento y la decadencia; y la kinesis, a la que
Aristóteles se refiere en tantos contextos diferentes, no era sencillamente en absoluto lo

58
que nosotros queremos decir con "movimiento", quienes pensamos en él como el mero
cambio de posición de un ídolo en el espacio newtoniano.
Si lográsemos alguna idea no sólo de lo que significaba "movimiento" antes de
la revolución científica, sino también de esa tendencia --para nosotros, absurda o
incomprensible-- de relacionar de algún modo el pensamiento puro con el espacio --que
ya hemos observado en el caso de la astronomía de Platón--, la encontraremos más
marcada y explícita en la reflexión de Platón y sus predecesores que en la de Aristóteles
y sus sucesores. En Theaetetus [Teeteto], por ejemplo, Platón nos dice que, para
Heráclito y sus seguidores, poiein y paschein (denominémoslos ahora acción y pasión)
eran los dos tipos principales de kinesis y que es de ellos de donde surge la percepción
sensorial. Cada uno de los dos estaba nuevamente subdividido en rápido y lento. Lo que
denominamos "el objeto" era la acción lenta y lo que denominamos el "sujeto" era la
pasión lenta; mientras que lo que llamamos la "cualidad" del objeto era la acción rápida
y lo que llamamos "sensación" era la pasión rápida. Es con tales imágenes en nuestras
mentes como debemos leer a Platón mismo cuando afirma, en otra parte, que a través de
la percepción tenemos parte o participamos ( ) en el proceso de empezar a
existir (). Es con tales imágenes en nuestras mentes como debemos procurar
interpretar --si realmente queremos penetrar en ello-- la reflexión de Aristóteles y la
filosofía y la ciencia de la Edad Media en las que pervivió gran parte de esa reflexión.
En cuanto a la relación entre pensamiento y espacio, es casi suficiente leer
Timaeus [Timeo] (que, incidentalmente, fue el principal medio por el cual el
pensamiento de Platón y sus predecesores se conoció en la Edad Media). En este
diálogo, Platón describe el mundo como "una imagen móvil de la eternidad" 8. Sin
embargo, no es simplemente cosa de unos cuantos usos reveladores de palabras clave,
aunque los hay de sobra: como cuando nos dice que de los siete tipos diferentes de
movimiento, el movimiento circular es       :
"aquél (...) que más relación tiene con la inteligencia y el pensamiento" 9, o de nuevo,
que contemplando las revoluciones no turbadas () de la inteligencia en los
cielos podemos servirnos de ellas para las revoluciones de nuestro propio intelecto, que,
aunque turbadas, son, sin embargo, análogas a aquéllas. Es, más bien, que todo el
desarrollo y la estructura de la reflexión en este diálogo es tal, que la astronomía celeste
y la metafísica son inseparablemente todo uno. En la discusión metafísica del problema
de lo uno y los muchos, de la identidad y la diferencia (que Platón llama aquí lo mismo
y lo otro), la noción abstracta de la igualdad o identidad es indistinguible del "círculo de
lo mismo" (es decir, del ecuador celeste), y la noción abstracta de la diferencia es
indistinguible del "círculo de lo otro" (es decir, de la Eclíptica, donde los planetas se
extravían y cambian)10.
Ya hemos visto que, incluso en la Edad Media, la vivencia humana del espacio
era claramente diferente de la nuestra, y la antigua tendencia a experimentar como uno
lo que hoy día distinguimos absolutamente como "mente", por un lado, y "espacio", por
el otro, aún encuentra eco en la Divina Comedia, particularmente cuando, en el canto X
de El Paraíso, Dante se refiere a las revoluciones celestes:

Quanto per mente e per loco si gira.10

Sin embargo, la impresión que recibimos es que para entonces ya estaba mucho más
cercana a nuestra propia experiencia que la experiencia de los griegos. A este respecto
es interesante observar cómo Aristóteles elige para la crítica precisamente esa
metafísica astronómica a la que me acabo de referir, sosteniendo que la unidad, o
identidad propia, del nous no conviene concebirla espacialmente (   ),

59
sino sólo numéricamente, y que, de acuerdo con esto, los círculos de que habla Platón
en Timeo han de excluirse cuando estemos tratando de psicología. El movimiento
característico de un círculo es la revolución o rotación; pero el movimiento
característico de la mente --insiste-- es el pensar. Esta separación de la idea de la
reflexión, primero respecto de la idea del movimiento en el espacio y luego respecto de
la idea de cualquier clase de movimiento, ha debido de ser no una pequeña proeza. Fue
el inicio del verdadero pensamiento-beta.
Aquí bien podemos hacer una pausa por un momento para volver a referirnos al
descubrimiento de Harvey de la circulación de la sangre. Recordemos del capítulo XII
que éste estaba basado en la perfección del movimiento circular y en la relación formal
entre microcosmo y macrocosmo. Aquí hay pues un ejemplo notable de la menguante
experiencia de la participación. Primero, los grandes círculos del macrocosmo son
abstraídos por Aristóteles del movimiento de la mente y concebidos como más
simplemente espaciales, y luego, mucho más tarde, esta misma abstracción facilita un
concepto mecanomorfo del movimiento de la sangre. Todavía más tarde, este concepto
de la sangre desempeña su papel en eliminar de la conciencia toda la relación del
microcosmo con el macrocosmo sobre la que estaba basado
Si bien Aristóteles era discípulo de Platón, hay muchos motivos para tratar a
aquél como iniciando una nueva época, y a éste, como terminando una época antigua,
aunque sin olvidar que tales limitaciones exactas de periodos tienen algo de artificial y
arbitrario. En algún momento, algo deja de ser flor y se convierte en fruto; pero ¿quién
dirá exactamente cuándo? En el fresco de Rafael La Escuela de Atenas en el Vaticano,
las figuras de Platón y Aristóteles están una al lado de otra, una con la mano levantada
señalando hacia arriba a los cielos, y la otra señalando hacia la tierra una escalera hacia
abajo. Si en la imaginación nos ponemos entre los dos, podemos, en efecto, considerar
el futuro mediante el pensamiento que encontró expresión en Aristóteles, hasta las
representaciones colectivas del mundo occidental, que seguirían su curso, durante las
llamadas Edades Bárbaras y Edad Media, hasta la revolución científica y mas allá.
Mientras que por el otro, mediante el pensamiento de Platón, envuelto en las estrellas y
el espacio, podemos mirar hacia atrás para ver lo que hay dentro de las representaciones
colectivas del Oriente y del pasado. La cosmogonía de Platón estaba todavía dentro de
la corriente pitagórica, y la tradición de que Pitágoras visitó la India --que en sí misma
sea legendaria o histórica-- es una señal oportuna de un proceso que está claro por la
evidencia interna. Hace ya muchos años que Max Müller señaló varias coincidencias
entre la filosofía de Platón y los Upanishads, entre ellas el concepto de la reencarnación,
pero agregó que creía poco probable cualquier relación real. Pero si lo que se ha dicho
en este libro (y, en particular, en el capítulo X) es correcto, el progreso de las ideas ha
sido más una función de la evolución de la conciencia que su vehículo. Es decir, de la
conciencia y de su correlativo, los fenómenos o representaciones colectivas. De acuerdo
con esto, esa evolución es mucho menos dependiente de relaciones o comunicaciones
que lo que generalmente se ha supuesto.
Cuando consideramos --como se está intentando aquí-- la evolución de la
conciencia como la declinación progresiva de la participación, el surgimiento del punto
de vista griego del antiguo punto de vista oriental es un hecho que podemos contemplar
sin estar demasiado inquietos por la ausencia de detalles biográficos acerca de
Pitágoras. Cualquiera que haya luchado por unas cuantas páginas con los Vedas en
traducción sabrá que, en su lenguaje, la maraña de sujeto y objeto, de psicología e
historia natural, de divino y humano, de palabra y cosa, es tal como para hacer la
reflexión virtualmente ininteligible para el lector moderno; si bien, por supuesto, éste
puede descifrar el "misterio" parafraseándolo en abstracciones moralizadoras

60
particulares. Por tomar sólo un ejemplo, la palabra Namarupa, o "nombre-forma", nos
devuelve inmediatamente a un grado de conciencia en el cual aún no había comenzado a
hacerse esa operación quirúrgica a la que me refería en el capítulo XII, por la cual la
cosa es separada de su nombre. En la medida en que el hombre participa de sus
fenómenos, el nombre es la forma y la forma es el nombre.
Sin embargo, en este punto --es decir, con el surgimiento de la reflexión griega,
en tanto que tenía tendencia platónica, de la conciencia hasta ahora casi completamente
religiosa de Oriente-- propongo concluir el movimiento de este libro en dirección al
pasado y volver su rostro de nuevo hacia el presente. Lo contrario requeriría, en primer
lugar, un conocimiento de lenguas orientales que no poseo. Pero hay otra razón. El tipo
de conciencia que he intentado describir hasta aquí, aunque caracterizado por una
participación de la que carecemos, está por lo menos, por decirlo así, a nuestra propia
vista. Podemos --o así lo he creído-- vislumbrarlo de manera descriptible, aunque con
dificultad, en el lenguaje infectado de ídolos que nos ha legado la revolución científica.
Pero describir el tipo de conciencia que fue general en periodos aún más antiguos
requiere, me parece, un método y una terminología diferentes. Puede que también exija
la ampliación de la imaginación histórica a una especie de clarividencia. Mi propósito,
más humilde, es el de establecer en el lenguaje y las metáforas cotidianas, el mero
hecho de que ha habido una evolución de la conciencia; y si eso es absolutamente
posible, lo será dentro de los límites de Pitágoras y Moisés.

Notas
1
Ver la nota 1 del cap. IV y la nota 12 del cap. XIII. De manera muy breve, la dificultad acerca
de la predicación, de donde surgió el positivismo lógico, etc., es la siguiente: si digo "un caballo
es un animal", entonces (a) si con la palabra "animal" quiero decir algo más o algo menos que
"caballo" o algo distinto de "caballo", he mentido; pero (b) si con la palabra "animal" no quiero
decir algo más o algo menos que "caballo" o algo distinto de "caballo", no he dicho casi nada.
Ya que también podría haber dicho "un caballo es un caballo". De aquí los intentos que ahora
estamos presenciando de reemplazar la lógica tradicional basada en la predicación por una
nueva lógica, en la que símbolos de precisión algebraica se refieren a hechos y sucesos
"atómicos" que no tienen la menor conexión con los símbolos ni una relación jerárquica unos
con otros.
2
[En español, intelecto o mente.]
3
[Es decir, obrar o actuar.]
4
[Es decir, sufrir, experimentar o sentir.]
5
[En español, intelecto pasivo o paciente, e intelecto activo o agente, respectivamente.]
6
Aristóteles, De Anima, libro III, cap. 4. [Cotejado con la traducción de Tomás Calvo Martínez
(Aristóteles, Acerca del alma, Editorial Gredos, Madrid 1978)].
7
Ibíd., libro III, cap. 7.
8
[Tomado de la traducción de Patricio de Azcárate (Platón, Apología de Sócrates. Diálogos,
Librería "El Ateneo" Editorial, Buenos Aires 1955, pág. 674).]
9
[Ibíd., pág. 668.]
10
[Ver ibíd., págs. 669 y 672.]
11
"Cuanto en la mente y el espacio gira" [Tomado de la traducción de Ángel Crespo (Dante
Alighieri, Comedia. Paraíso, canto X, 4, Seix Barral, Barcelona 22004, pág. 113), con una
modificación].

61
XVI

ISRAEL

Hemos estado siguiendo la pista de la desaparición gradual de la participación; y


hasta aquí, excepto una rápida referencia en el capítulo X, la hemos considerado
únicamente con relación al crecimiento de ese pensamiento-alfa que por primera vez
comenzó a desempeñar un papel predominante en la conciencia humana con el
surgimiento de la civilización griega desde Oriente. Pero mientras esto sucedía, había
otra fuerza, completamente independiente de ella, trabajando de un modo totalmente
distinto para producir el mismo resultado. Esta fuerza era el impulso religioso del
pueblo judío. Y aunque ambos impulsos actuaban para producir el mismo resultado,
difícilmente podría haber mayor contraste que el que encontramos entre ellos.
Volvámonos de un estribillo ático o de un diálogo platónico a, por ejemplo, el
salmo 104 y estaremos inmediatamente en un ambiente anímico completamente
diferente. Más que eso, estaremos entre representaciones diferentes.
[Dios:] El que se cubre de luz como de vestidura, que extiende los cielos como
una cortina, leemos en el segundo versículo de este salmo, y por un momento nos
inclinamos a sentir que el salmista, también, está viviendo las representaciones como
representaciones, y el mundo como una teofanía. Pero a medida que seguimos leyendo,
cada vez nos impresiona más y más la enorme diferencia entre este mundo y el mundo
de los griegos o del hombre medieval. Si buscamos un paralelo en la literatura
occidental, casi lo encontraremos más fácilmente en una época más reciente, cuando la
participación casi había desaparecido: quizá en Traherne o incluso en Walt Whitman.
Pues aquí no sólo no hay ningún indicio de mitología, sino tampoco ninguna de señal
real de manifestación. Todo proclama la gloria de Dios, pero nada Lo representa. Nada
podría ser más hermoso y nada podría ser menos platónico.
Los montes altos son para las cabras monteses; las peñas, para madrigueras de
los conejos [Sal 104, 18], pero se nos hace sentir que no es contemplando estos
fenómenos como nos elevaremos a la contemplación de la divinidad invisible que los
hizo existir. Aquí, también, las apariencias se basan realmente en la divinidad; pero no
se basan de la misma manera. No son apariencias --menos todavía, "nombres"-- de
Dios. Son cosas creadas por Dios. No hay, en resumen, nada que indique "inmanencia",
y todo indica lo contrario.
Si, además, examinamos el Antiguo Testamento en su totalidad, apenas
encontraremos indicado allí lo que encontramos supuesto tanto por Aristóteles como por
Santo Tomás de Aquino, a saber, que el conocimiento de la creación de Dios puede
convertirse en conocimiento de Dios. En el Antiguo Testamento, la relación del hombre
con Dios es lo único que tiene importancia, pero no tiene nada que ver con el
conocimiento pormenorizado; salvo que con eso queramos decir un conocimiento de la
ley moral. Del conocimiento, como participación consciente en el fundamento divino de
la naturaleza, y así en el Espíritu de Dios Mismo, no oímos ni un susurro. El judío podía
regocijarse en las apariencias; pero no tenía curiosidad acerca de ellas. No estaba
interesado en ellas. Estaba, sobre todo, desprendido de ellas.
Hemos visto que, antes de los tiempos de "las hipótesis para salvar las
apariencias", el conocimiento era inconcebible excepto como una forma de
participación, y no podemos oponernos a la conclusión de que este desprendimiento del
conocimiento provino, en el caso de los judíos, no tanto de alguna ausencia de
vigilancia mental como de una objeción positiva a la participación como tal. No

62
podemos oponernos a esta conclusión porque toda la historia de la familia judía, desde
el Éxodo en adelante, es la historia de esa objeción crónica.
La participación y la vivencia de los fenómenos como representaciones van de la
mano; y la vivencia de las representaciones, como tales, está estrechamente vinculada
con la creación de imágenes. Los hijos de Israel se convirtieron en nación y comenzaron
su historia en el momento en que Moisés, en el centro mismo de la antigua civilización
egipcia, les entregó esos diez mandamientos que incluían el inaudito mandato: "No te
harás escultura ni imagen alguna, ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay
abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra" [Dt 5, 8 1]. Esto es
quizá lo más inverosímil que jamás haya ocurrido. Que sepamos, en toda otra nación en
esa época predominaba de manera incontestable la conciencia participante, que percibe
los fenómenos como representaciones y que naturalmente se expresa creando imágenes.
Para los judíos, en lo sucesivo, cualquier trato con esas naciones estaba estrictamente
prohibido. En todas partes, por todo el mundo, la participación original estaba en plena
actividad. Para los judíos, desde ese momento, la participación original, y cualquier cosa
que huela a ello, se convirtió en pecado mortal. ¿Y qué es el Antiguo Testamento sino el
relato de su larga lucha contra ese pecado mismo, sus repetidas recaídas y su victoria
final?
La participación era incluso percibida por la nación judía como una especie de
incontinencia; y a menudo implicaba la incontinencia en el sentido más estricto.
Recordemos la escena de Finees en Sitim, agarrando una lanza con su mano derecha y
deteniendo la recaída general en la idolatría al traspasar a su compatriota en los brazos
mismos de la mujer madianita [Nm 25, 1-17]: y tendremos un emblema que servirá
bastante bien para blasón de Israel; tal como Palas Atenea, nacida del cerebro de Zeus,
completamente armada, servirá de emblema para los griegos. Para el hombre, ser
intensamente consciente de la participación es sentir identificado el centro de energía
dentro de sí con la energía cuya imagen es la naturaleza externa. De este modo, en el
aspecto religioso, la participación original siempre ha tendido a expresarse en cultos de
naturaleza fálica. El papel verdadero desempeñado por el emblema fálico, como imagen
de la participación del hombre en una Naturaleza aprehendida como femenina (como
más tarde también en el mito y la poesía), puede comprenderse fácilmente. La
degeneración de tales cultos en ritos orgiásticos y excesos es igualmente fácil --o, para
quienes no entienden la participación, mucho más fácil-- de imaginar.
La aceptación bruta de los fenómenos en su valor aparente, que fue despreciada
por Platón, tiene su paralelo, en la esfera de la voluntad, en la sensualidad, que busca
reposo o autoextinción en los contactos de los sentidos, tomados como fines en sí
mismos. Ambas son las "expensas" pasivas del espíritu, que reemplazan su
manifestación activa. Además, los cultos participantes se apiñan naturalmente en torno a
imágenes artificiales; las representaciones artificiales evocan y enfocan la experiencia
de la naturaleza como representación; el bosquecillo es hecho más numinoso por el
ídolo que hay en el bosquecillo. De este modo, el reconocimiento ritual de la
participación fue estrechamente asociado a la adoración de los ídolos, y el segundo
mandamiento, ya citado, concluye con el mandato: "No te inclinarás a ellas [las
esculturas e imágenes] ni las servirás" [Dt 5, 9]. Incluso, a los judíos no sólo les estaba
prohibido hacer imágenes; no sólo les estaba prohibido adorarlas o servirlas; les estaba
ordenado destruirlas: "Destruiréis sus altares, destrozaréis sus estelas y romperéis sus
cipos" [Ex 34, 131].
Ahora bien, en este libro he aplicado constantemente el término ídolo a las
representaciones características de hoy día; incluso lo he definido, para mis propósitos,
como "una representación o imagen que no es vivida como tal". Pero los ídolos

63
paganos que los judíos reprobaban eran vividos como tales; estaban participados. Se
podría creer, por lo tanto, que el término estuvo mal elegido. La respuesta a esta
objeción se encuentra en realidad en el libro mismo, tomado como un todo; en efecto, es
el libro; pero las observaciones siguientes quizá no estén fuera de lugar aquí.
En un marco de referencia más amplio que el adoptado hasta ahora, la idolatría
puede ser definida como la valoración de las imágenes o representaciones de manera
errónea y por razones erróneas; y un ídolo puede ser definido como una imagen
valorada así. De modo más particular, la idolatría es la tendencia efectiva a abstraer el
contenido sensorial de la representación entera y a buscarlo por él, transmutando la
imagen admirada en un objeto deseado. Esta tendencia parece haber estado siempre
latente en la participación original y, si pudiésemos mirar bastante profundamente para
ver lo que hay dentro de los cimientos del mundo, quizá encontremos escrito allí que el
pensamiento-alfa mismo es una de las formas que toma: quizá la forma más noble;
desde luego, la más sutil y permanente. En todo caso, la palabra ídolo ha llegado a
significar, mucho tiempo, no la imagen como tal (como originariamente lo hacía el
término griego eidolon), sino la imagen en vías de convertirse en un objeto. Por
consiguiente, no me parece estar forzando su significado excesivamente para extenderlo
a imágenes que han concluido ese trayecto.
Atacando, como hacían los judíos, no sólo la práctica de la idolatría, sino
también la religión total de los gentiles centrada en torno a ella, su impulso fue destruir
no sólo aquello en lo cual puede convertirse la participación, sino destruir la
participación misma. La participación original es, como se indicó en el capítulo VI, la
sensación de que detrás de los fenómenos, y al otro lado de ellos desde el hombre, está
lo representado, que es de la misma naturaleza que el hombre. Es a esto que Israel se
opuso resueltamente. El devoto, en presencia del tótem, siente que él mismo y el tótem
están llenos del mismo "mana". Ambos son "paraderos del mana". Fue este estado de
cosas que Israel conscientemente se levantó a destruir. Los ídolos, insistió su salmista,
no se llenaban de algo. No eran más que falsas pretensiones de vida. No tenían un
"dentro".

Los ídolos de ellos son plata y oro,


obra de manos de hombres.
Tienen boca, pero no hablan;
tienen ojos, pero no ven;
orejas tienen, pero no oyen;
tienen narices, pero no huelen;
manos tienen, pero no palpan;
tienen pies, pero no andan,
ni hablan con su garganta.2

Y, en cuanto a su representar algo de la misma naturaleza que el hombre, añadió de


manera amenazadora:

Como ellos serán los que los hacen,


cuantos en ellos ponen su confianza.3

De acuerdo con esto, existe el contraste más profundo que se pueda imaginar
entre la no participación alcanzada por los hijos de Israel bajo la jefatura de Moisés y la
no participación alcanzada por el Occidente pagano y cristiano bajo la influencia de
Aristóteles, si bien aquélla, en el curso del tiempo, correspondió a ésta. Aquí
consideraremos tres diferencias particulares. En primer lugar, no habían hipótesis

64
geométricas o mecánicas para transformar las apariencias en "ídolos" en el sentido en
que este término está siendo empleado en este libro. Si a los hijos de Israel se les ordenó
no adorar "el sol, la luna, las estrellas" [Dt 4, 19] era porque el esplendor de estas
apariencias los seducía a hacer eso mismo. Se abstuvieron porque se les ordenó
abstenerse, no porque hubieran sido educados para ver la lumbrera mayor y la lumbrera
menor [Gn 1, 16] como una bola de gas y una bola de roca que precisamente se
encontraban allí por casualidad. En otros términos, no era una no participación
materialista. En segundo lugar, sus representaciones colectivas estaban necesariamente
complicadas con su lenguaje y teñidas por él, y la antigua lengua hebrea tiene una
cualidad vocalmente figurativa que excede mucho la de cualquier lengua europea, viva
o muerta. Volveré a este aspecto en el capítulo subsiguiente.
La tercera diferencia no puede exponerse de una manera tan breve. Según el
Antiguo Testamento, poco antes de que los israelíes se marcharan de Egipto, el nombre
del Dios de Israel les fue revelado por primera vez por medio del representante de ellos,
Moisés. Y acerca de este nombre han de notarse particularmente dos cosas. Fue
considerado, en su mayor parte, demasiado sagrado para ser comunicable. De este
modo, si bien en los salmos, por ejemplo, se lo encontrará escrito, donde está escrita la
palabra "Señor" o "Dios"4, cuando era leído en voz alta era sustituido vocalmente por
otros nombres tales como "Adonai" (El Señor) o "Elohim" [Dios] (en todo caso, antes
del siglo III a. C)5. El Nombre mismo sólo era pronunciado por los sacerdotes en el
templo cuando bendecían a la gente, o por el sumo sacerdote el Día de la Expiación.
Otras precauciones y usos enfatizaban y preservaban su cualidad inefable.
Tipográficamente, el Nombre es representado con cuatro consonantes hebreas.
Etimológicamente, representa una leve modificación del verbo hebreo "ser", que
también significaba "respirar". En Éxodo 3, 14 --la primera revelación--, la primera
persona en singular de este verbo (YHYH) se halla dos veces como verbo ("YO SOY
EL QUE SOY") y una vez como sustantivo ("Así dirás a los hijos de Israel: YO SOY
me envió a vosotros."). En el versículo siguiente, es sustituido por la tercera persona,
YHWH (quizá el equivalente más cercano en sonidos, en inglés, del llamado
"Tetragrámaton")6:

"Además, Dios dijo a Moisés: 'Así dirás a los hijos de Israel: Jehová [YHWH],
el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob, me
ha enviado a vosotros. Este es mi nombre para siempre; con él se me recordará por
todos los siglos'." [Ex 3, 15].

El término hebreo para "judío" deriva del mismo verbo; de modo que un judío
devoto no podía nombrar su raza sin recordar el Tetragrámaton, ni afirmar su propia
existencia sin tender a pronunciar el Tetragrámaton. Escrito, como estaban todas las
palabras hebreas, sin vocales, cuando algún verdadero hijo de Israel leía con atención el
Nombre no hablado, YHWH tiene que haber parecido ¡que subía susurrando, por
decirlo así, desde lo más hondo de su propio ser!
Que esto, o algo parecido, era cada vez más así lo indica, al menos, el "progreso"
que observamos entre el relato en Éxodo 3 de la experiencia de Moisés y el relato dado
en 1 Reyes 19 de la experiencia de Elías con motivo de sus encuentros con Dios. A
Moisés se le apareció el ángel de Jehová en una llama de fuego, en medio de una zarza,
y Jehová mismo lo llamó de en medio de la misma zarza [Ex 3, 2-4]. Pero en la época
de Elías, el alejamiento de Israel de la participación era ya muy avanzado y se nos da,
en cambio, en los conocidos versículos, un crescendo de apariencias en cada una de las
cuales Dios no estaba.

65
"En ese momento pasaba Jehová, y un viento grande y poderoso rompía los
montes y quebraba las peñas delante de Jehová; pero Jehová no estaba en el viento. Tras
el viento hubo un terremoto; pero Jehová no estaba en el terremoto. Tras el terremoto
hubo un fuego; pero Jehová no estaba en el fuego. Y tras el fuego se escuchó un silbo
apacible y delicado (...)". [1 R 19, 11-12].

Claramente, este creciente alejamiento de la participación, que señala el Antiguo


Testamento, era, pues, un asunto muy distinto de ese desplazamiento o supresión de la
participación que el pensamiento-alfa llevó a cabo posteriormente en el mundo
occidental. Incluso podría describirse, con la misma verosimilitud, como una
concentración o ahondamiento centrípeto de la participación. En cuanto a las glorias
expuestas en el salmo 104, Dios ya no estaba en ellas; ya no eran Sus representaciones o
"nombres". Pues El tenía ahora un único nombre --YO SOY-- y del que participaba
cada ser que tenía ojos que veían y orejas que oían y que hablaba con su garganta 7. Pero
era incomunicable, porque su participación por el yo particular que en este momento lo
estaba pronunciando era parte inseparable de su significado. Cada uno puede denominar
"Dios" a su ídolo, y muchos lo hacen; pero ningún ser que hable con su garganta puede
denominar "Yo" a un totalmente otro y exterior Ser.
Aquí estaba el misterio del Nombre Divino. Era "ese nombre en el cual no hay
participación entre el Creador y cualquier otra cosa". Así escribió el renombrado rabino
judío Maimónides alrededor del año 1190. Y de nuevo:

"Todos los nombres del Creador que se encuentran en los libros están tomados
de sus obras, salvo uno de ellos, el Tetragrámaton, que es propio de él y que, por lo
tanto, se lo denomina "el nombre separado" (nomen separatum); porque significa la
sustancia del Creador por pura significación, en la cual no hay participación. Sus otros
nombres gloriosos implican participación, porque están tomados de sus obras".8

Notas
1
[Tomado de Biblia de Jerusalén, porque concuerda mejor con el original; ver Nota de la
traducción].
2
Salmo 115, 4-7.
3
Salmo 115, 8. [Tomado de Biblia de Jerusalén, porque concuerda mejor con el original.]
4
[Referencia a la primera traducción de la Biblia al inglés, Authorized Version (Versión
Autorizada, 1611). En castellano, ver al respecto, por ejemplo, la nota explicativa del término
"Señor" en la sección "Diccionario" en Santa Biblia, ver Nota de la traducción.]
5
[Ver al respecto, por ejemplo, la nota de Ex 3, 15 en Santa Biblia, ob. cit.]
6
La "Y" es aquí consonántica. Las vocales en la forma tradicional en inglés Jehovah [Jehová]
provienen de la costumbre de intercalar entre las consonantes del Tetragrámaton [YHWH] las
vocales apropiadas para las palabras Elohim y Adonai. [En castellano, ver al respecto, por
ejemplo, la nota de Ex 3, 15 y la nota explicativa del término "Tetragrámaton" en la sección
"Diccionario" en Santa Biblia, ob. cit.].
7
[Ver nota 3.]
8
Rabino Moisés ben Maimon , Moreh Nebuhim (citado por J. Drusius, un erudito del siglo XVI,
en un ensayo sobre el Tetragrammaton). [Tomado de la traducción de ... (Maimónides, Guía de
perplejos, Editorial Trotta, Madrid 1994, pág. ... )].

66
XVII

EL DESARROLLO DEL SIGNIFICADO

En el curso de este libro se han hecho muchas referencias dispersas a las


palabras y el lenguaje. Es conveniente hacer ahora un intento de unir los hilos.
Cuando discutimos sobre el significado apropiado que hay que dar a una
determinada palabra en una frase, la etimología sirve poco. Solo los niños corren al
diccionario para resolver una discusión. Pero si quisiéramos examinar la naturaleza del
significado, y la relación entre la reflexión y las cosas, no podemos prescindir
provechosamente de la etimología. Hace tiempo que los hombres renunciaron a la idea
de que la variedad de especies naturales y los secretos de su relación mutua pueden
entenderse aparte de su historia; pero muchos pensadores intentan todavía limitar la
ciencia del lenguaje, tal como los seguidores de Linneo limitaron antiguamente la
botánica, dentro de una especie de red de abstracciones intemporales. El método, para
ellos, es otro nombre para la clasificación; pero eso es un callejón sin salida.
Ahora bien, la etimología describe el proceso del lenguaje en el tiempo. Y es
cosa corriente del asunto que, cualquier palabra con que tropecemos, si buscamos el
origen de su significado bastante lejos, lo encontramos, al parecer, expresivo de algún
objeto tangible, o, en todo caso, perceptible, o de alguna actividad física. Understanding
[entendimiento, comprensión (en inglés)] significaba antiguamente "standing under"
[estar debajo o abajo], y abstracciones tales como concepto e hipótesis simplemente
disfrazan, en el ropaje de una lengua muerta, un origen igualmente humilde. Incluso se
dice que right y wrong [correcto y erróneo (en inglés)] han significado antiguamente
"straight" y "sour" [recto y agrio].
En tiempos mucho más recientes, podemos observar la evolución de gran
cantidad del significado emocional y psicológico de palabras contemporáneas desde un
pasado astrológico, químico o fisiológico. Mucha gente es consciente, sin necesidad de
recurrir a un diccionario, de lo que solían significar palabras como disposición,
influencia, melancolía, etc., y ya me he referido en el capítulo XII al hecho de que
cambios similares continúan todavía en el caso de palabras tales como corazón y
sangre. Sería conforme al proceso general del cambio etimológico si, en el futuro, el
significado de corazón se volviese puramente emocional, siendo alguna otra palabra, tal
como cardium, apropiada para el órgano físico.
Es verdad que aquí y allá podemos observar un cambio en la dirección opuesta;
y es ciertamente sorprendente que el más abstracto de todos los términos abstractos --
relation [relación; (en inglés)]-- se haya vuelto capaz de significar una tía o prima
maciza, tridimensional [es decir, "pariente"]. Pero estas son las raras excepciones.
Durante toda la historia escrita del lenguaje, el movimiento del significado ha sido de lo
concreto a lo abstracto.
Aquí estoy empleando la palabra "abstracto", en su sentido más amplio --y, sin
duda, vago--, para abarcar todo lo que en el mundo corriente, del que hablamos, no es,
de hecho o teóricamente, accesible a los sentidos; es decir, todo lo que un lógico del
siglo XIX habría denominado "atributo"; y lo que algunos filósofos del siglo XX
clasifican como mera parte del discurso. En este sentido, los términos melancolía y
buen corazón pueden ser tan abstractos como los términos concepto e hipótesis:
depende de cómo pensemos en ellos. El cómo debemos pensar en ellos puede ser
discutido, y, en efecto, me dedico a discutirlo. Pero para mi propósito actual es
suficiente que casi todos hoy piensen en ellos como separados de las "apariencias" de la

67
naturaleza, que son accesibles a los sentidos; es decir, de un modo que casi todos no lo
hacían antes de la revolución científica.
La reflexión sistemática sobre la historia del lenguaje apenas empezó antes de la
segunda mitad del siglo XIX, cuando la idolatría, como hemos visto, ya estaba cerca de
su punto culminante; y cuando ya había deformado, como se describió en el capítulo XI,
la imagen que los hombres se formaban de su pasado remoto. Fue sobre este trasfondo,
por lo tanto, que los filólogos del siglo XIX intentaron explicar ese evidente progreso
semántico de lo concreto a lo abstracto --o de lo "exterior" a lo "interior"-- al que acabo
de referirme. En esas circunstancias, su respuesta al problema fue: la metáfora. Antes de
que se inventara el habla, dijeron, el hombre primitivo vivía en un mundo muy parecido
al nuestro, salvo detalles. Su siguiente paso fue inventar palabras simples para las cosas
simples que veía a su alrededor: árboles y animales, el sol y la luna, etc. Y luego,
cuando su razón había evolucionado y encontró que necesitaba palabras en las que
expresar su vida interior, empleó nuevamente estas palabras simples, pero esta vez
como metáforas. Herbert Spencer y Max Müller fueron más lejos que esto y añadieron
que, más tarde, los hombres cometieron el error de tomar literalmente sus propias
metáforas; y que éste fue el origen de la mitología. La mitología, dijo Müller, es "una
enfermedad del lenguaje".
Por supuesto, con el tiempo (dijeron), las metáforas "se desvanecieron".
Nosotros ya no evocamos ninguna imagen mental de "standing beneath" [estar debajo
(en inglés)] cuando empleamos la palabra understand [comprender], o de un "exprimir"
físico cuando hablamos de expresar un sentimiento o una idea. Se supuso que el
progreso fue de la metáfora, a través del tropo (que es una especie de metáfora
moribunda: como cuando hablamos de estar siguiendo el hilo de un argumento), hasta el
sencillo "significado" corriente. Pero cualesquiera significados puedan tomar sus
palabras hoy día, el lenguaje fue considerado históricamente como un tejido de
metáforas marchitas o muertas.
Ahora bien, no hay duda de que, en los últimos siglos, los significados de
bastantes palabras con las que procuramos expresar hechos u opiniones psicológicas
han nacido precisamente de esa manera: por transferencia deliberada del mundo exterior
al mundo interior. Probablemente, emoción es un ejemplo. Pero es igualmente cierto
que la gran mayoría no han nacido así. Si los investigamos, descubrimos que nos
indican atrás no la metáfora, sino la participación; ya sea por medio de la astrología,
como disposición, influencia y muchos otros, ya sea por medio de la antigua fisiología,
como temperamento y humor, ya sea sin estar relacionadas de manera averiguable con
ningún sistema determinado de pensamiento, provienen, de un modo o de otro, de un
tiempo anterior a esa disyunción exclusiva entre lo exterior y lo interior que el término
"metáfora" presupone. Tal es el caso de muchas de las palabras más antiguas en el
lenguaje (como corazón y sangre, a las que ya me he referido). Además, se descubrirá
que muchas palabras mucho más recientes, a las que quizá se atribuya sin reflexión un
simple origen metafórico, dejan ver, con un examen más detallado, similares marcas de
nacimiento. Por ejemplo, el término depresión parecería a primera vista ser del mismo
grupo que el término emoción. Pero los datos recogidos por el Oxford Dictionary hacen
pensar que su significado psicológico no se originó, de hecho, de una metáfora espacial,
sino como una descripción literal del estado de los "espíritus vitales".
Hace muchos años, en un libro titulado Poetic Diction [Dicción Poética], llamé
la atención sobre otra objeción fatal a esta teoría de que las palabras que hoy día tienen
un contenido mental o emocional adquirieron originariamente ese contenido como una
extensión metafórica de su significado. La objeción es la siguiente: si descubrimos que
el lenguaje se vuelve cada vez mas metafórico, cuanto más atrás investigamos el

68
pasado, ¿qué justificación posible puede haber para suponer una época todavía anterior
en la que no era en absoluto metafórico? Así, Max Müller postuló la existencia de un
"periodo metafórico" durante el cual el progreso de los significados literales a los
metafóricos tiene que haber tenido lugar. Pero ¿qué es esto sino una conjetura
puramente arbitraria? ¿Y no es altamente improbable? ¿Por qué se encontró necesaria
tal suposición? Simplemente para que los datos presentados por la historia del lenguaje
cuadren, de un modo u otro, con esa "evolución de los ídolos" a la que me he referido en
los capítulos V y IX.
Tomaría muchísimo tiempo seguir la pista de todas las influencias ejercidas por
este género de ideas preconcebidas sobre las teorías que se han formado los hombres
acerca del origen y la evolución del lenguaje, e incluso sobre la lexicografía misma. Se
detectan más fácilmente por la serie de inconsecuencias que han dejado detrás suyo.
Tomemos, por ejemplo, la antigua enseñanza filológica de la composición de
inflexiones y palabras complejas a partir de simples "raíces" del habla. Algunas lenguas,
entre las cuales el hebreo es, probablemente, un ejemplo destacado, están claramente
formadas alrededor de un número relativamente pequeño de grupos de consonantes que
consisten en tres o incluso dos letras cada uno. He aquí el hecho desnudo. Pero lo que
pensemos de ello dependerá de las ideas preconcebidas con las cuales lo enfoquemos. Si
hemos preconcebido un mundo en el cual los primeros hablantes estaban rodeados de
ídolos parecidos a los nuestros desde todos los puntos de vista, trataremos a estos
grupos de consonantes prácticamente como "palabras" y les atribuiremos significados
que eran amplios porque estaban generalizados a partir de significados particulares. Esto
es lo que hicieron los filólogos; y es especialmente interesante observar a Max Müller
relacionar este concepto de "raíz", tal como fue presentado en su tiempo, con su teoría
de un "periodo metafórico", al que ya me he referido.
Inventó una distinción entre metáfora radical y metáfora poética.

"La denomino metáfora radical cuando una raíz que significa 'brillar' es aplicada
para formar los nombres no sólo del fuego o del sol, sino también de la primavera del
año, la luz de la mañana, la brillantez del pensamiento o el alegre arranque de himnos de
alabanza. Las lenguas antiguas están rebosantes de tales metáforas, y bajo el
microscopio del etimólogo casi cada palabra revela indicios de su primera concepción
metafórica.
De esto hemos de distinguir la metáfora poética, a saber, cuando un sustantivo o
un verbo, confeccionado y asignado a un determinado objeto o acción, es transferido
poéticamente a otro objeto o acción. Por ejemplo, cuando a los rayos del sol se los llama
las manos o los dedos del sol".1

La suposición es que los hombres tenían en sus labios las raíces y en sus mentes los
significados casi como hoy tenemos las palabras y sus significados, y luego se ponían a
"aplicarlos" a una selección variada de fenómenos. Pero como se indicó en el libro ya
mencionado2, esta suposición es inconsecuente desde dos puntos de vista con todo lo
que sabemos de las lenguas primitivas. Entre los pueblos muy primitivos, y por lo
demás casi silenciosos, lo que no encontramos son, precisamente, palabras muy cortas.
En cambio, los antropólogos nos hablan de la "holofrase" o larga y enmarañada
conglomeración de sonido y significado. Las palabras se vuelven más largas, no más
cortas, cuanto más nos acercamos al final de nuestro trayecto hacia atrás, hacia el origen
del lenguaje. En segundo lugar, una palabra que signifique "brillar" en general, como
algo distinto de cualquier tipo concreto de brillar, es exactamente lo que una mente
primitiva es incapaz de comprender. Incluso, generalizaciones mucho más sencillas,

69
tales como "árbol" --como algo distinto de un cocotero o de un eucalipto--, están
igualmente fuera de su alcance. Por lo tanto, si en cualquier lengua las raíces existían
desde el principio, entonces, fuesen lo que fuesen, no pueden haber sido palabras
inventadas por los hombres con el fin de expresar ideas generales.
No creo, pues, que haya tal cosa como una "metáfora radical". Pero creo que la
reflexión sobre la actividad de una metáfora puede ser, no obstante, una buena
aproximación a la reflexión sobre el carácter de las raíces. Pues la peculiaridad del
lenguaje metafórico es que, a primera vista, se asemeja con frecuencia muy exactamente
al lenguaje de la participación; aunque con un examen más detallado se ve que su
existencia depende precisamente de la ausencia de participación3. En todo caso, es
importante haber hecho un poco de este examen antes de que abordemos el tema más
amplio de la naturaleza y el origen del lenguaje.

Notas
1
Science of Language, p. 451.
2
Poetic Diction, Faber 21952.
3
Ver capítulo XIX.

70
XVIII

EL ORIGEN DEL LENGUAJE

Hemos visto que en la doctrina más antigua de las "raíces del habla" inventadas
y aplicadas, como indicando el origen del lenguaje, y en la doctrina más reciente de la
"metáfora", como el principal instrumento del desarrollo del significado, tenemos que
cargar con dos nociones que, ambas, son inconsecuentes con el testimonio del lenguaje
mismo. Si, por otra parte, enfocamos la historia del significado, libres de todas las
suposiciones basadas en teorías biológicas de la evolución, y si nos aferramos
simplemente a un estudio exacto de la naturaleza del lenguaje, no nos seducirá ninguna
de tales conjeturas arbitrarias. En lugar de eso, estaremos obligados a admitir que
"metáfora" es un concepto erróneo para aplicar a cualquiera de las fases del lenguaje,
menos las más recientes y más sofisticadas. Pues todos los indicios señalan más bien esa
especie de "polarización" de una antigua unidad en un significado exterior y un
significado interior, que se esbozó en el capítulo XII. En otros términos, señalan la
fuente del lenguaje en la participación original; y, al hacerlo, indican la dirección en que
debemos buscar una verdadera comprensión de esas misteriosas "raíces". Es allí
también donde podemos esperar finalmente divisar la función histórica de la palabra al
determinar la relación entre la reflexión y las cosas.
Hemos visto que la diferencia entre lo que he denominado participación
"original" y la participación que puede ser comprendida hoy día en el pensamiento-beta
es, sobre todo, una diferencia de dirección. En la participación original, se siente que lo
representado está al otro lado de los fenómenos desde el yo perceptor. Al mismo
tiempo, se siente que está vinculado, o relacionado, con ese yo de otra manera que por
medio de los sentidos. El yo, en cuanto lo haya todavía, sigue sabiendo que él y los
fenómenos derivan de la misma fuente suprasensible. Este tipo de conciencia, pues, es
el aspecto subjetivo de ese empezar a existir, a ritmo parecido, del hombre y de sus
fenómenos, al que se hizo referencia en el capítulo X. Objetivamente, las etapas más
tempranas de este proceso solo podríamos describirlas como una época en que el
hombre --no sólo como cuerpo, sino también como alma-- formaba parte de la
naturaleza de un modo que hoy día, por supuesto, nos es difícil de concebir.
Subjetivamente, él no podía aún "denominar suya a su alma". Cuanto más atrás
penetremos, sus actos y palabras se volverán más indistinguibles de los procesos que
tienen lugar en lo que desde entonces se ha convertido en la naturaleza "exterior".
Es a condiciones como éstas a las que deberíamos esforzarnos por dar realidad
en nuestra imaginación si esperamos comprender el elemento "raíz" en el lenguaje. El
habla no surgió como el intento del hombre de imitar, de dominar o de explicar la
"naturaleza"; pues el habla y la naturaleza empezaron a existir uno junto con otro. En
rigor, sólo los idólatras pueden plantear el problema del "origen del lenguaje". Para
cualquier otra persona, hacerlo es como preguntar por el origen del origen. Las raíces
son el eco de la naturaleza misma sonando en el hombre. O más bien, son el eco de lo
que una vez sonó y se formó en los dos al mismo tiempo. Y es por esta razón por la que
siempre han fascinado a esas almas aventureras --tales como Fabre d´Olivet, Court de
Gébelin o, en nuestra época, Herman Beckh, A.D. Wadler y otros-- que han intentado
explorar en ese territorio difícil y complicado --devastado, como lo ha estado, por
subsiguientes milenios de divergencia cultural y accidentes etimológicos-- la relación
entre los sonidos del lenguaje y sus significados.
La división entre sonido y significado --pues su relación en cualquier lengua
moderna no es más que un vestigio-- es un aspecto del abismo, que se ensancha

71
continuamente, entre lo exterior y lo interior, el fenómeno y el nombre, la cosa y la
reflexión, de que se ocupa este libro. Hemos visto cómo esa polarización en Hombre-
Naturaleza, que era el medio de obtener la autoconciencia del Hombre, fue exagerada
por la revolución científica transformándola en una disyunción exclusiva. Seguía siendo
polaridad mientras subsistiera algo de conciencia de la imagen, algo de participación.
Hemos visto también, en el capítulo anterior, cómo la disyunción fue intentada por la
nación judía de manera deliberada. Creo que algún día se reconocerá que su misión era,
al mismo tiempo, preparar a la humanidad para el día en que sería completa: es decir,
nuestra época.
La lengua hebrea, por medio de la cual (como hemos visto) se reveló más tarde
la interioridad del Nombre Divino, es al mismo tiempo, según algunas opiniones, la
lengua, entre las lenguas antiguas, en la cual las raíces preservan más claramente
(aunque, sin embargo, bastante débilmente) la antigua unidad de sonido y significado.
Si intentamos pensar en estas raíces como "palabras", entonces tendremos que pensar en
palabras con un significado potencial más bien que real. Ciertamente, será aconsejable
que quienes tengan alguna sensibilidad para el simbolismo sonoro, y deseen
desarrollarlo, las ponderen. Quizá encuentren en el elemento consonántico del lenguaje
vestigios de aquellas fuerzas que hicieron existir la estructura exterior de la naturaleza,
inclusive el cuerpo del hombre; y, en los sonidos vocálicos originarios, la expresión de
esa vida interior de sentimiento y memoria que constituye su alma. Son los dos juntos
que han hecho posible, encarnándola primero físicamente y luego verbalmente, su
inteligencia personal.
El objetivo de este libro es, sin embargo, limitado, a saber, demostrar por causas
generales la necesidad de destruir los ídolos. No puede, por lo tanto, intentar investigar
en detalle qué clase de conocimiento puede resultar de hacerlo, y estaría totalmente
fuera de su alcance llevar más lejos este asunto difícil. Baste decir que las lenguas
semitas parecen señalarnos, hacia atrás, la antigua unidad del hombre y la naturaleza,
por medio de las formas de sus sonidos. Sentimos esas formas no sólo como sonidos,
sino también, por así decirlo, como gestos de los órganos del habla; y no es tan difícil
comprender que estos gestos fueron antiguamente gestos hechos con todo el cuerpo;
antiguamente: cuando el cuerpo mismo no estaba separado del resto de la naturaleza
según el modo firme de hoy, cuando el cuerpo mismo era hablado incluso mientras
estaba hablando.
Por otro lado, en una lengua indoeuropea, como el griego, donde los significados
naturales y los mitológicos se encuentran y se mezclan tan fácilmente, podemos sentir
más fácilmente la naturaleza de la participación fenoménica; es decir, imaginal1. Las
lenguas indoeuropeas señalan la misma antigua unidad que las lenguas semitas; pero lo
hacen mediante la cualidad de su significado. Entre los hablantes de los dos tipos de
lenguas apareció unos pocos siglos antes de la era cristiana un último débil eco de esa
unidad, en forma de tradición y doctrina.
Por ejemplo, en el Sefer Yezirah, cuya autoría se atribuyó tradicionalmente a
Abraham, y que quizá fue puesto por escrito por primera vez alrededor de 600 a.C., el
relato de la creación dado en el libro del Génesis es extendido y relacionado bastante
detalladamente con los sonidos y los signos de un lenguaje a la vez divino y humano. Y
la influencia de la doctrina judía de la Palabra de Dios, que era simultáneamente la
fuente del mundo fenoménico y la encarnación de la sabiduría en el hombre, es todavía
claramente evidente en el libro de los Proverbios y en los apócrifos Eclesiástico y
Sabiduría de Salomón. En el mundo del pensamiento griego, el desarrollo, en una
dirección similar, del logos de los filósofos griegos, y especialmente por la secta estoica,
es mejor conocido; y es una antigua historia cómo las dos corrientes se encontraron en

72
Alejandría y se unieron en una forma cuyo mejor ejemplo son probablemente los
escritos de Filón el Judío.
Todas las cosas nacieron mediante la Palabra. Esta enseñanza de la Palabra
creadora, este último testimonio de una creación que no era una mera creación de
ídolos, y de una evolución que no era una mera evolución de ídolos, el pensamiento
cristiano, gracias a los primeros versículos del Evangelio de San Juan, nunca ha podido
ignorarla completamente, aunque ya se ha acercado a hacerlo. Pero el significado de
esto habrá que diferirlo a un capítulo posterior.

Nota

[1 Neologismo; alude a la imaginación creadora o activa.]

73
XIX

SÍNTOMAS DE ICONOCLASTIA

Hemos visto que la teoría de la metáfora como medio a través del cual el
lenguaje adquirió originalmente sus significados "interiores" es incorrecta. Pero lo
importante es recordar como surgió. Surgió porque existe una estrecha relación entre el
lenguaje tal y como es empleado por una conciencia participante y el lenguaje empleado
metafórica o simbólicamente en una etapa posterior. Al emplear el lenguaje
metafóricamente ocasionamos voluntariamente que la apariencia tenga un significado
distinto y, generalmente, que algo manifiesto "signifique" algo no manifiesto.
Empezamos con un ídolo y nosotros mismos lo convertimos en una representación.
Utilizamos el fenómeno como "nombre" de lo que no es un fenómeno. Y esto es,
recordemos, lo característico de la participación. El simbolismo es posible por la
eliminación de la participación, como vimos en el capítulo XI. Pero al final del capítulo
XVI se observó que en ciertas circunstancias esto puede dar lugar a un nuevo tipo de
participación: una participación que ya no podría denominarse "original".
¿Qué ha sucedido, entonces? Si hacemos una revisión rápida del desarrollo
histórico completo de "la palabra", debemos afirmar que la memoria se hace posible en
cuanto los procesos orgánicos inconscientes o subconscientes se han polarizado lo
suficiente como para dar lugar a los fenómenos, por un lado, y a la conciencia, por el
otro. Al desarrollarse la conciencia en autoconciencia, los fenómenos recordados se
desprenden o liberan de sus originales y así, como imágenes, están, en alguna medida, a
disposición del hombre. Cuanto más a fondo se haya eliminado la participación, mayor
será esta disposición para ser usadas por la imaginación del hombre. Si ésta decidiese
conferir su propio significado, haría, pro tanto, con los fenómenos recordados, lo que
hizo su Creador con los fenómenos mismos. Existe, por tanto, una verdadera analogía
entre el uso metafórico y la participación original; pero es una analogía que solo puede
reconocerse a este nivel alto, incluso profético. Solo puede reconocerse si finalmente se
abandona la burda concepción de una evolución de los ídolos que ha dominado los
últimos doscientos años, o, de algún modo, se ilumina con una concepción más en línea
con la antigua enseñanza del Logos. Existe una analogía válida si, y solo si, admitimos
que en el curso de la historia de la tierra algo similar a la Palabra Divina se ha estado
vistiendo gradualmente con la humanidad que primero creó gradualmente..., de manera
que lo que primero fue hablado por Dios, al final será hablado de nuevo por el hombre.
Suponiendo todo esto, podemos ver cómo el lenguaje ha mediado, en efecto, en
la transformación de los fenómenos en ídolos, a lo largo del curso de su historia. Pero
también podemos observar cómo, por este mismo hecho, dentro del hombre los
fenómenos han cesado gradualmente de funcionar como procesos naturales compulsivos
y en su lugar se han convertido en meras imágenes de recuerdos, disponibles para su
propio "discurso" creativo (utilizando "discurso" ahora en el sentido amplio que da
Santo Tomás de Aquino a "palabra").
Según esto, deberíamos esperar que, con la progresiva disminución de la
participación a lo largo de la era grecorromana o aristotélica, encontraríamos una
conciencia creciente --por muy débil que fuera-- de esta capacidad del hombre para el
discurso creativo. Y esperaríamos encontrar un marcado aumento de esa conciencia
después de la revolución científica. Y es precisamente esto lo que encontramos.
Tomemos, por ejemplo, la teoría romántica de la "imaginación creativa" y
contemplemos brevemente su historia previa. Las primeras pistas que atribuyen al
hombre un poder "creativo" como artista o poeta aparecen ya en el primer siglo de la era

74
cristiana, con Dión Chrisóstomo. Un siglo más tarde, Filostrato dijo de las obras de
Fidias y de Praxíteles:

La imaginación las hizo, y es ella mejor artista que la imitación, porque mientras una
esculpe solo lo que ha visto, la otra esculpe lo que no ha visto.

En el siglo III, Plotino mantiene que:

Si alguien menosprecia las artes porque imitan a la naturaleza, debemos recordarle que
los objetos naturales mismos no son sino imitaciones, y que las artes no imitan
simplemente lo que ven, sino que ascienden a esos principios () de los que la
naturaleza misma deriva.

En el siglo XVI, Scaliger (seguido de cerca por Sidney en su Apología de la Poesía)


dice que el poeta es uno que "crea una nueva naturaleza y se crea a sí mismo como si
fuera un nuevo Dios".1
La doctrina de Coleridge sobre la imaginación primaria y secundaria, cuando
apareció, y todo el énfasis del romanticismo inglés y alemán sobre la función "creativa"
del arte y la poesía no fueron, en modo alguno, una totalmente nueva aventura en el
pensamiento. Se trataba, más bien, de que la actitud entera hacia la naturaleza, que
implicaba, se había hecho aceptable para un círculo mucho más amplio por la
rápidamente creciente idolatría de los siglos XVII y XVIII. Algo muy similar ya había
sido pensado por unos pocos. Se convirtió casi en un movimiento popular en un mundo
que por fin tenía ganas de iconoclastia.
Ya hemos tenido ocasión de señalar la estrecha relación existente entre la
percepción de las imágenes y su creación. Mientras la naturaleza misma continuaba
percibiéndose como una imagen, al artista le bastaba con imitar a la naturaleza.
Inevitablemente, la vida o el espíritu del objeto seguía viviendo en su imitación, si ésta
era fiel. Al mismo tiempo no podía ser más que una imitación, en tanto en cuanto el
artista mismo participaba del ser del objeto. Pero la imitación de un ídolo es un proceso
meramente técnico; un proceso que se hace mejor a través de la fotografía (como se
descubrió rápidamente). Hoy día, un artista no puede basarse en la vida inherente al
objeto que imita, como el poeta tampoco puede basarse en la vida inherente a las
palabras que usa. Tiene que sacar la vida de su propio interior.
Es por esta misma razón por la que se otorgó una importancia siempre creciente
a la imagen inventada, y los hombres quedaron cada vez menos satisfechos con las
imitaciones de la naturaleza, tanto en la teoría como en la práctica del arte. Es fácil
comprender como se llegó a sostener que "la poesía más verdadera es la que más finge";
ya que no existe la menor duda acerca de donde procede la vida en una imagen ficticia o
inventada. No puede existir aquí ninguna "falacia patética". Lo peculiar del movimiento
romántico --como su mismo nombre lo indica-- es la reacción postrera de su entusiasmo
por las representaciones ficticias y fabulosas sobre los fenómenos, y sobre la naturaleza
misma. Es esto también lo que llevó a la concepción romántica del arte, entendida con
propiedad, un paso mas allá de la teoría neoplatónica a la que me he referido más
arriba. La teoría neoplatónica sostiene que el hombre artista es, en alguna medida, un
creador. La concepción romántica está de acuerdo con esto; pero va más allá y lo
devuelve, en esta capacidad creativa, a la naturaleza.
¿Con qué resultado? Ya no es simplemente que las artes "vuelvan a ascender a
aquellos principios de los que deriva la naturaleza misma". Los "principios" mismos han
cambiado de lugar. La teoría romántica nos dice que ya no debemos buscar a los

75
espíritus de la naturaleza --o a la diosa Natura-- en el lado más alejado de las
apariencias; debemos buscarlos dentro de nosotros mismos.

Unbewusst der Freuden, die sie schenket,


Nie enzückt von ihrer Herrlichkeit,
Nie gewahr des Geistes, der sie lenket,
Sel´ge nur durch meine Seligkeit,
Fühllos selbst für ihres Künstler Ehre,
Gleich dem toten Schlag der Pendeluhr,
Dient sie knechtisch dem Gesetz der Schwere,
Die entgötterte Natur.2

El dios Pan ha cerrado su tienda, pero no se ha retirado del negocio; simplemente ha


pasado a la trastienda. O, en las bien conocidas palabras de Coleridge:

Recibimos solo lo que damos


y solo en nuestra vida vive la naturaleza.3

Está más allá del enfoque de este libro el explicar cómo el origen de la respuesta
romántica a la naturaleza queda ejemplificada en la asociación entre Coleridge y
Wordsworth que dio origen a las Baladas Líricas. El abatido autor del Ancient Mariner
comprendió la teoría, pero fue Wordsworth quien de hecho escribió la poesía sobre la
naturaleza.
Si la naturaleza está, en efecto, "desprovista de Dios" y a pesar de ello
empezamos a experimentarla de nuevo, como lo hizo Wordsworth --y como la han
hecho millones de personas desde su época--, ya no como muerta, sino como viva; si no
existe "algo representado" en el lado más alejado de las apariencias y a pesar de ello las
empezamos a experimentar una vez más como apariencias, como representaciones;
surge la pregunta: ¿de qué son representaciones? Es sin duda la dificultad de responder
a esta pregunta la que condujo a Wordsworth a una recaída ocasional en ese anhelo
nostálgico por la participación original llamado panteísmo, y al que Coleridge fue
inmune debido a su familiaridad con la filosofía kantiana. Encontraremos un contraste
parecido, en este sentido, entre Goethe y Schiller.
Es debido a su incapacidad de responder esta pregunta que el verdadero, y
pudiera decirse tremendo, impulso subyacente en el movimiento romántico nunca
creciese hasta su madurez; y después de la adolescencia, la alternativa a la madurez es
la puerilidad. Solo existe una respuesta a esta pregunta. En lo sucesivo, si la naturaleza
va a experimentarse como representación, será experimentada como representación...
del Hombre. Pero ¿qué es el Hombre? Aquí es donde yace la posibilidad más espantosa
inherente a la idolatría. Puede vaciar de espíritu no solo a la naturaleza, sino también al
Hombre mismo (y casi ha tenido éxito en hacerlo). Porque entre todos los otros ídolos
está su cuerpo. Y es parte del credo de la idolatría que, cuando hablamos del Hombre,
queremos decir solamente el cuerpo de ese o de aquel hombre o, como mucho, su
personalidad finita, la cual concebimos cada vez más como un atributo de su cuerpo.
Es así como se han descarriado el gran cambio traído por la evolución de la
conciencia y las grandes lecciones que empezaban aprender los hombres. Habíamos
llegado por fin a darnos cuenta de que el arte ya no puede contentarse con imitar las
representaciones colectivas, ahora que éstas se están convirtiendo en ídolos. Pero en
lugar de disponernos a destruir los ídolos, hemos concluido dócilmente que nada que de
cualquier modo nos recuerde a la naturaleza puede ser arte; e incluso que prácticamente

76
cualquier cosa que no lo haga puede ser arte. Hemos aprendido que el arte no puede
representar más que al Hombre mismo, y hemos interpretado esto como significando
que el arte existe para el propósito de permitirle al "Sr. Smith" "expresar su
personalidad". Y todo porque no hemos aprendido que la naturaleza misma es la
representación del Hombre, tal y como nos lo dice a gritos nuestra propia física.
De aquí el tumulto de simbolismos privados y personales en que han degenerado
tanto el arte como la poesía. Si sé que la naturaleza misma es el sistema de mis
representaciones, no puedo más que adoptar una actitud más humilde y responsable
hacia las representaciones del arte y las metáforas de la poesía. Pues en el caso de la
naturaleza no hay peligro de que yo crea que existe para que yo exprese mi
personalidad. Sé, en ese caso, que cuando digo que ella es mi representación, eso
significa que estoy, me guste o no, en una relación de "creador dirigido" con respecto a
ella (no me gusta esta expresión, pero no puedo encontrar otra más apropiada). Pero sé
también que lo que está así no es mi pobre personalidad temporal, sino El Nombre
Divino en las profundidades insondables detrás de ésta. Y si me esfuerzo por producir
una obra de arte, no puedo hacer sino esforzarme humildemente por crear más
aproximadamente como eso crea, en lugar de seguir los deseos de mi idiosincrasia.
Después de todo, hay justificación para ello. Al principio del primer capítulo me
detuve en el fenómeno del arco iris porque ahí es particularmente fácil darse cuenta de
hasta qué punto es una creación "nuestra". Pero de igual modo sabemos que no son solo
la curva y los colores del arco iris los que proceden del ojo; no es solo "Iris" lo que ha
entrado dentro; sabemos que la luz misma --como luz (sea lo que sea lo que pensemos
sobre las partículas)-- procede de la misma fuente. Para los pintores impresionistas, esto
se convirtió en una experiencia real. Pintaron la naturaleza a la luz del ojo, como ningún
pintor lo había hecho anteriormente. Se estaban esforzando por darse cuenta en la
conciencia de la actividad normalmente inconsciente de la "figuración" misma. No
imitaron, se expresaron "a sí mismos", en tanto en cuanto pintaron la naturaleza como
una representación del Hombre. Servirán como recordatorio --aunque no el único-- de
que el rechazo de la participación original puede significar no la destrucción de las
imágenes, sino su liberación.

Notas
1
Este importante pequeño episodio histórico se encuentra bien resumido por el profesor C.S.
Lewis al principio del libro III de English Literature in the Sixteenth Century, Clarendon Press,
1954.
2
De la obra de Schiller Die Götter Griechenlands: "Inconsciente de las alegrías que brinda,
nunca extasiada por su magnificencia, nunca consciente del espíritu que la dirige,
bienaventurada solo por mi bienaventuranza, insensible incluso para el honor de su artista, como
el toque muerto de la péndola, la naturaleza sin Dios obedece como esclava a la ley de la
gravedad."
3
Ode to Dejection.

77
XX

LA PARTICIPACIÓN FINAL

Me referí en el capítulo XIII al simbolismo como algo en lo que volvemos a


estar interesados hoy día. No hay ningún aspecto en el cual la literatura fantástica y el
drama actuales difieran tanto de los de hace cincuenta años. En esos días había un Ibsen,
había un Maeterlinck, pero nadie realmente entendía a qué se dedicaban y todo el
mundo estaba dudoso e incómodo. En cambio hoy día casi todos los autores se
esfuerzan por insinuar algún tipo de contenido simbolizado, e incluso, si no lo hacen,
para eso están sus críticos, que han leído a su Freud y a su Jung. Sería un experimento
interesante resucitar a un lector habitual del Suplemento Literario del Times de finales
del XIX para enfrentarlo a la segunda mitad de The New Statesman en los años 50 y ver
qué sacaba en claro.
Al mencionar a Freud y Jung he tocado, por supuesto, el fenómeno más
sorprendente de todos. La inenarrable rapidez con que una generación sin imaginación
desarrolló una respuesta favorable a la gnosis psicoanalítica de la imaginería de los
sueños, aceptando la (a uno le habría parecido) fantástica idea de un ámbito inmaterial
de "lo inconsciente" es otra señal, además de las mencionadas en el capítulo X, de que
el desarrollo de la conciencia humana es un proceso evolutivo y también dialéctico.
¿Quién podría haberlo anticipado en el año de la Gran Exposición? ¿Quién podría haber
dejado de negar la posibilidad de tal cambio, si se le hubiera dicho por anticipado?
Probablemente el mayor valor del psicoanálisis, y el único duradero, resida en su
aspecto clínico. Puede que sea así o puede que no. Pero para el historiador de la
conciencia lo más significativo será siempre la manera en que "prendió"; la cantidad de
sus términos técnicos --y aun más, los personajes de la mitología griega--, que se
convirtieron en palabras de uso corriente incluso antes de la muerte de su fundador.
Parece que Pan no sólo no se ha retirado de su negocio; no solo se ha ido a la trastienda;
apenas ha cerrado la puerta y ya le estamos oyendo moverse por dentro.
Pero aquí de nuevo, en lo referente a cualquier valor extraclínico, el historiador
del futuro observará la influencia fatalmente ruinosa de la idolatría convencional. No
parece que a Freud se le ocurriera jamás que la "mente inconsciente" de un individuo
pudiera ser otra cosa sino "algo" alojado en la caja de sus huesos. Acepta la
representación, como principio, como cosa lógica, puesto que una gran parte de la
imaginería de los sueños se interpreta como simbolizando funciones físicas particulares.
Por la percepción de que las funciones y órganos físicos son en sí mismos
representaciones está, sin embargo, aislado de todos los supuestos de la idolatría. De
nuevo, hemos observado con interés el desarrollo de Jung de su concepto de
"inconsciente colectivo" de la humanidad como un todo, un concepto que es
inherentemente repugnante a las bases de la idolatría sobre las que lo tuvo que construir.
Pero, debido a esa misma idolatría, él supone que los mitos tradicionales y los
arquetipos, que nos dice que son las representaciones del inconsciente colectivo, están y
han estado siempre aislados del mundo de la naturaleza, con el que, según su propia
explicación, estaban mezclados o unidos.
Es cierto que la interpretación psicológica de la mitología está mucho más cerca
de una comprensión de la participación que las viejas "causas personificadas" de Tylor
y Frazer y del Diccionario Clásico de Lemprière. Pero aún está muy lejos. En último
término, cuando se enfrenta al contenido de naturaleza de los mitos, sigue apoyándose
en el antiguo supuesto antropológico de la "proyección". Creo que al historiador del
futuro le parecerá muy extraño que una generación sin imaginación empiece a aceptar la

78
realidad de un "inconsciente colectivo" antes incluso de que pueda admitir la posibilidad
de un "consciente colectivo"... en forma del mundo de los fenómenos.
Sin embargo, no creo que pase mucho tiempo antes de que se acepte esto
también; ya que no solo abre posibilidades de un nuevo conocimiento, cuya necesidad
se siente cada vez más, sino que también retira muchas contradicciones de la imagen
contemporánea del mundo, cada vez más evidentes con el paso del tiempo. La idolatría
lleva en sí las semillas de su propia destrucción. El lector recordará, por ejemplo, el
dilema de la "prehistoria", mencionado de manera breve en el capítulo V. Hemos
elegido formar una imagen, basada en gran medida en la ciencia física moderna, de una
tierra fenoménica existente durante millones de años antes de que apareciese la
conciencia. La misma ciencia física nos dice que el mundo fenoménico es correlativo a
la conciencia. Los fenómenos atribuidos a estos millones de años son por lo tanto, en
realidad, modelos abstractos o "ídolos del estudio". Podríamos buscar un compromiso y
llamarlos "fenómenos posibles", dejando implícito que esa es la manera en que se
hubiera visto, oído, olido y palpado el mundo si hubiera habido alguien como nosotros
presente. Pero si el único fenómeno que conocemos son las representaciones colectivas
y lo que está representado es el inconsciente colectivo, queda el extraño hecho de que es
altamente dudoso, si no absurdo, pensar en cualquier proceso no percibido en términos
de fenómeno potencial, a menos que también supongamos un inconsciente dispuesto a
convertirse en fenómeno real en cualquier momento del proceso.
Evidentemente esto se aplica no solo a la prehistoria, sino a todo el proceso
imperceptible dado por supuesto en nuestra imagen del mundo contemporáneo; por
ejemplo, a lo que ocurre en el fondo del mar. Pero en el caso de la prehistoria debemos
además recordar que no basta con aceptar la realidad de un inconsciente colectivo
ahora. Tenemos que aceptar que un inconsciente disponible para ser representado es al
menos contemporáneo de cualquier proceso susceptible de ser descrito en términos de
fenómenos. El uso de "modelos" para el propósito del pensar puede estar muy bien; para
el propósito del exponer puede ser incluso esencial... mientras sepamos lo que hacemos
y no convirtamos a los modelos en ídolos. Y sabremos lo que estamos haciendo con la
prehistoria cuando hayamos asimilado el hecho de que el mundo de los fenómenos
surge de la relación entre algo consciente y algo inconsciente y que la evolución es la
historia de los cambios que ha sufrido y que sufre esa relación.
Pero darnos cuenta de esta verdad --que los fenómenos son representaciones
colectivas de lo que ahora puede denominarse con propiedad el inconsciente "del
hombre"-- es esencial no solo para el estudio de la prehistoria. Es vital para el futuro de
las ciencias, en especial para las que está en la vertiente opuesta a las tecnológicas,
aquellas para las que, en resumen, no es suficiente el "conocimiento de salpicadero" 1.
Por ejemplo, cuando tratamos con organismos vivos, todo nuestro enfoque, toda nuestra
posibilidad de entender el proceso como tal, está restringida por la falta, precisamente,
de conceptos tales como el fenómeno en potencia y el fenómeno en acto.
Con la ayuda de los eruditos árabes, el concepto aristotélico de la existencia
"potencial" fue gradualmente trasvasado hacia la mera "posibilidad" nocional de ser: un
ser contingente. Así, la palabra potentialis (en sí misma una traducción de la vigorosa
palabra griega de donde tomamos "dinámico" y "dinamita") cambió a possibilis antes de
que Santo Tomás de Aquino comenzara a escribir, aunque su possibilis tenía un
significado más amplio que nuestro "posible". Desde la revolución científica, para la
ciencia preguntar si algo "es" o "no es" equivale a preguntar si es o no un fenómeno (o
experimentado, o extrapolado). Se recordará que Francis Bacon encontró que la
distinción entre actus y potentia era una "frigida distinctio"; y así debía ser mientras los
fenómenos se estaban convirtiendo en ídolos y lo seguirá siendo mientras sigan siendo

79
ídolos. Pero hoy día, quien considere lo inconsciente como algo más que una ficción ya
no puede sostener que el concepto del fenómeno en potencia, es decir, de la existencia
potencial, sea demasiado difícil de entender para la mente humana.
Aún así, el mero entendimiento del concepto no llevará muy lejos a la
humanidad. El pensamiento-beta puede ir hasta allí. Puede convencerse de que, de la
misma manera que para la participación original, la existencia potencial era algo muy
diferente del no-ser, para el tipo de participación a la que hemos llegado hoy, los
fenómenos en potencia no son lo mismo que la nada. Llamemos participación final a la
participación antropocéntrica de la que se ocuparon los primeros capítulos de este libro.
Por consiguiente, el pensamiento-beta puede convencerse del hecho de la participación
final. Puede convencerse de que participamos en los fenómenos con nuestra parte
inconsciente. Pero eso no tiene trascendencia epistemológica. Solo la puede tener en la
medida en que la participación final se la viva conscientemente. Quizá (si ya podemos
empezar a usar la antigua terminología que acabamos de sacar del congelador) podamos
decir que la participación final misma debe ser elevada de la potencia al acto.
¿Existen señales de que esté ocurriendo esto? Hemos visto, en el movimiento
romántico y en otras partes, síntomas de una especie de impulso instintivo hacia la
iconoclastia. ¿Hay señales hasta ahora de una aproximación sistemática a la
participación final? ¿Y qué implica tal aproximación?
Se señaló en el capítulo XIII que la participación como experiencia real solo
puede alcanzarse hoy día con un esfuerzo especial; no es una cuestión de teorización,
sino de imaginación en el sentido genial o creativo. Una aproximación sistemática hacia
la participación final puede verse, por lo tanto, como un intento de utilizar la
imaginación de forma sistemática. Esta fue la base de la obra científica de Goethe. En
su libro sobre La metamorfosis de las plantas y en los escritos relacionados en los que
describe su método, así como en el resto de su obra científica, existe el germen de una
investigación sistemática de los fenómenos a modo de participación. Pues sus Urpflanze
y Urphänomen no son, más o menos, sino fenómenos potenciales percibidos y
estudiados como tales. Son procesos entendidos directamente y no hipótesis inferidas de
fenómenos reales, como es el caso desde la revolución científica hasta ahora.
He utilizado aquí las palabras "científico" y "percibido" de forma deliberada,
aunque en tal contexto ambas se oponen a todos los supuestos de la idolatría
generalmente aceptada. Es una objeción común que el método de Goethe no debe
denominarse "científico", porque no era puramente empírico; pero es obvio que esta
objeción no puede formularse aquí sin dar por sentado todo el argumento de este libro.
En cuanto a "percibido", hemos visto que la mayor parte de cualquier fenómeno
percibido consiste de nuestra propia "figuración". Por lo tanto, ya que la imaginación
llega a mejorar la figuración misma, partes hasta ahora no percibidas de todo el campo
del fenómeno se vuelven necesariamente perceptibles. Es más, esta participación
consciente mejora la percepción no sólo de los fenómenos presentes, sino también de las
imágenes de la memoria que se derivan de ellos. Goethe no consiguió que sus
contemporáneos aceptaran todo esto. La idolatría era demasiado omnipotente y entonces
no existían signos premonitorios de su colapso, como existen hoy día. Por ejemplo,
nadie había oído hablar de "lo inconsciente".

Para un estudioso de la evolución de la conciencia es especialmente interesante que


surgiera una persona con las características precisas de Goethe en ese momento preciso
de la historia occidental. A mediados del siglo XVIII, cuando nació, la participación
original había prácticamente desaparecido, y Goethe mismo era una persona
completamente moderna. Pero desde su más temprana infancia se le notó un residuo

80
fuerte, casi atávico, de esa participación, y lo mantuvo durante toda su vida. Respira a
través de su poesía como la actitud peculiar de Goethe ante la naturaleza, a la que se
siente como un ser vivo, casi como una personalidad, como un "tú", más que como un
"ello" o como un "yo". Es casi como si los dioses hubieran retenido a propósito en
Goethe este sentido como una especie de semilla de la cual pudieran brotar los
comienzos de la participación final, por primera vez, en el mundo de la ciencia. Quizá
fuese una comprensión instintiva de esto lo que lo determinó a no tener nada que ver
con el pensamiento-beta.

Mein kind, ich hab'es klug gemacht,


Ich hab' nie über das Denken gedacht.2

Pues el pensamiento-beta lleva a la participación final a través de la inexorable


eliminación de toda participación original. En consecuencia, Goethe fue capaz de
desarrollar una técnica elemental de la participación final, pero fue incapaz, o no quiso,
erigir una metafísica de la participación final. En este aspecto, el contraste con Schiller,
que conocía bien a su Kant y se mantenía firme en la idolatría de sus contemporáneos --
especialmente tal como apareció en cierta conversación 3 entre ambos a propósito del
Urphänomen-- es esclarecedor y, en cierto modo, análogo, como dije, al contraste entre
Coleridge y Wordsworth. Por lo que sé, hay más de la teoría histórica de la
participación en el poema de Schiller Die Götter Griechenlands (del que ya he citado en
el capítulo XIX) que en cualquier cosa que Goethe llegó a escribir. Aun así, Schiller no
podía aceptar del todo la posibilidad práctica de la participación final. Le dijo a Göethe
que su Urphänomen no era más que una idea, una hipótesis; y el poema mismo, después
de una magnífica explicación de la retirada de los dioses desde la naturaleza hacia el
hombre, no tiene nada más significativo o profético con qué concluir que el bastante
trillado:

Was unsterblich im Gesang soll leben


Muss im Leben untergehen.4

La importancia de Goethe en la historia de la ciencia se apreciará, con el paso


del tiempo, en la medida en que se supere la idolatría. Su teoría del color, por ejemplo,
será siempre heterodoxa mientras el fenómeno de la luz sea identificado simplemente
con las "partículas" no representadas. Pero esa importancia, por muy grande que pueda
parecer a la larga, palidece ante la importancia de Rudolf Steiner (1861-1925), quien, en
la primera parte de su vida, estudió y desarrolló el método de Goethe. Sin embargo, a
diferencia de Goethe, Steiner no eludió el pensamiento-beta. Al mismo tiempo que
estuvo editando las obras científicas de Goethe en Weimar se dedicó a escribir su libro
La filosofía de la libertad, en el cual la metafísica de la participación final está íntegra y
lúcidamente expuesta. Educado en la "vertiente moderna" (como habríamos dicho
entonces) en la escuela y en la universidad, estaba completamente familiarizado con los
ídolos y nunca se basó en algún vestigio de la participación original, que pudiera haber
existido en su redacción, para superarlos. Es en su obra y en la de sus seguidores donde
el lector podrá buscar más señales de un desarrollo hacia la participación final en el
campo de la ciencia.
Limitémonos a un solo ejemplo, fijándonos en la investigación que ahora tiene
lugar sobre el cáncer. El cáncer es un proceso de generación, y una vez que admitimos
el concepto del fenómeno en potencia, debemos aceptar que la generación no es una
transición del no-ser al ser, sino una transición de la existencia potencial a la existencia

81
fenoménica. El método de Steiner, basado en la percepción de lo fenoménico en
potencia, era diagnosticar un estado precanceroso de la sangre, un estado aun no
detectable por síntomas físicos, tomando así a la enfermedad en una fase donde
responda mejor al tratamiento. Esta es otra forma de decir que el método supone la
investigación de una parte del campo del fenómeno entero denominado sangre, que para
una conciencia no participante está excluida de él, no por prueba empírica, sino más
bien por definición (como vimos en el capítulo XII). Buscó aplicar el mismo método
para el descubrimiento de remedios, y la Sociedad para la Investigación del Cáncer
fundada por sus seguidores continúa pacientemente este difícil trabajo en Arlesheim,
Suiza. En el momento en que estoy escribiendo, sin embargo, probablemente haya más
gente que conoce el método "biodinámico" en agricultura que este ejemplo que he
elegido.
Por supuesto que la mente de Rudolf Steiner no se aplicó solo a la esfera
científica, y quizá ni siquiera fuera ésta la parte más importante de su trabajo. Por
ejemplo, sobre el tema del lenguaje y sus orígenes es mucho más esclarecedor, y yo
diría fiable, que Fabre d'Olivet y los otros mencionados en el capítulo XVIII. Decir que
propugnó y practicó "el uso sistemático de la imaginación" es poner tanto énfasis en el
mero inicio de lo que enseñó e hizo que es más bien como decir que Dante escribió un
poema sobre un galgo. Steiner mostró que la Imaginación, y la participación final a la
que conduce, involucran, a diferencia del pensamiento hipotético, al hombre entero --
pensamiento, sentimiento, voluntad y carácter-- y sus revelaciones propias estaban
claramente extraídas de aquellas etapas ulteriores de la participación --Inspiración e
Intuición-- a las que puede conducir el uso sistemático de la Imaginación. Aunque el
objetivo con que se concibió originalmente este libro no era otro que intentar y eliminar
uno de lo principales obstáculos a la apreciación contemporánea de, precisamente, la
enseñanza de esta persona --cuyo estudio y utilización creo que serán cruciales para el
futuro de la humanidad--, no diré más sobre ello. Esto es un estudio de la idolatría, no
de Rudolf Steiner5.

Notas
1
Ver capítulo VIII.
2
"¡Hijo mío! He sabido ingeniármelas para no pensar nunca sobre el pensar." Zahme Xenien,
VI.
3
Naturwissenschaftliche Schriften (Kürschner-Ausgabe). Vol I, p.109; Apéndices a
Metamorphosenlehre (Glückliches Ereignis).
4
"Lo que es inmortal en la canción, en la vida debe perecer".
5
[La obra completa de Rudolf Steiner está editada por Rudolf Steiner Verlag en Dornach, Suiza,
en el original alemán.]

82
XXI

SALVANDO LAS APARIENCIAS

Sería conveniente, antes de proseguir, volver a enunciar brevemente el objetivo


de este libro. Se ha intentado mostrar, primero, que la evolución de la naturaleza es
correlativa a la evolución de la conciencia; y, en segundo lugar, que la evolución de la
conciencia hasta ahora puede entenderse mejor como un progreso, más o menos
continuo, desde una conciencia vaga pero inmediata del "significado" de los fenómenos
hasta una preocupación creciente de los fenómenos mismos. La conciencia anterior
implicaba la vivencia de los fenómenos como representaciones; la preocupación
posterior implica vivirlos, de manera no figurativa, como objetos por derecho propio,
que existen con independencia de la conciencia humana. Es a esta última vivencia, en su
forma extrema, a la que he denominado idolatría.
Idolatría es una palabra fuerte y fea y se la eligió de manera deliberada para
subrayar ciertas características feas, y aún más ciertas posibilidades feas, inherentes a la
situación actual. No se ha dicho mucho acerca de los beneficios --no solo materiales--
que esta "idolatría" ha dado a la humanidad, y todavía nada sobre su beneficio supremo,
del que se tratará en los últimos capítulos. En cuanto a los primeros, la mayoría de la
gente es tan consciente de estos beneficios, y éstos los han subrayado tantas veces y tan
en detalle otros autores, que no he creído necesario prestarles atención. Sin embargo,
mencionaré dos de ellos en este momento. En primer lugar, junto con la capacidad de
experimentar los fenómenos como objetos independientes de la conciencia humana, ha
nacido nuestro poder, enormemente desarrollado, de entenderlos en detalle, cuantitativa
y exactamente. (En efecto, esa capacidad se adquirió al fijar nuestra atención sobre estos
detalles). Con ello ha venido la progresiva eliminación de esos errores y confusiones en
los que inevitablemente está enmarañado el pensamiento-alfa mientras, en sus fases
iniciales, está todavía a la sombra de la participación; es decir, la conciencia vaga pero
inmediata del "significado" a la que ya me he referido. Y con ello ha venido también el
poder de manipulación efectiva sobre el que se basa nuestra civilización, con sus
muchas obras de ayuda. Por ejemplo, la cirugía presupone un conocimiento exacto de la
anatomía humana, de la misma manera que nuestro conocimiento de una máquina es
exacto.
Pero estas consideraciones prácticas no son las únicas. Junto con su idolatría, o
debido a ella, el hombre moderno ha descubierto la posibilidad de establecer una
relación emocional, completamente nueva y encantadora, con la naturaleza. Por
ejemplo, el amor devoto que han sentido miles de naturalistas hacia algún aspecto de la
naturaleza por el que se han sentido atraídos no existe a pesar de su vivencia de las
"apariencias" como sustancialmente independientes de ellos mismos, sino que en
realidad es dependiente de esa vivencia. Toda su alegría depende de que se trata de una
relación "yo-ello": ajena o despectiva al enfoque teleológico que dominó a Aristóteles y
la Edad Media. El alegre ornitólogo no dice: "Vamos a ver qué es lo que podemos
aprender de nosotros mismos de la naturaleza". Dice: "Vamos a ver qué es lo que está
haciendo la naturaleza, ¡bendita sea! ". Sin la idolatría no hubieran existido los Gilbert
White, Richard Jefferies, W.H. Hudson o Lorenz. Tampoco está limitada esta relación
emocional a los naturalistas, profesionales y aficionados. Simplemente, son el ejemplo
más llamativo. La posibilidad de un amor desinteresado y atento por los pájaros, los
animales, las flores, las nubes, las rocas, el agua, impregna la mente moderna entera, su
ciencia, su arte, su poesía y su vida cotidiana. Es algo que solo un loco tendría prisa por
sacrificar.

83
Por otra parte, y precisamente si no estamos locos, nuestro mismo amor por los
fenómenos naturales "por su propio bien" será suficiente para prevenirnos de hacer la
vista gorda precipitadamente a cualquier nueva luz que, desde cualquier dirección,
pueda iluminar su verdadera naturaleza. Este será el caso, sobre todo, si sentimos que
están en peligro. Y si las apariencias son, tal y como he pretendido demostrar,
correlativas a la conciencia humana y si la conciencia humana no permanece inalterada,
sino que evoluciona, entonces el futuro de las apariencias, es decir, de la naturaleza
misma, tendrá que depender del curso que tome esa evolución.
Ahora, al considerar las posibilidades futuras existen, como se ha sugerido, dos
tendencias opuestas que deben tenerse en cuenta. Por un lado, un desarrollo ulterior en
la dirección y sobre la base de la idolatría; desarrollo que, al final, implicaría la
eliminación de los últimos vestigios de participación original que, como vimos en el
capítulo XV, aún sobreviven en nuestro lenguaje y, por lo tanto, en nuestras
representaciones colectivas. Por otra parte está el impulso, aún rudimentario, de la
imaginación humana de sustituir la participación original por otro tipo de participación,
que he denominado "final". Hemos visto que esto está basado en la aceptación (hasta
ahora, principalmente impulsiva, pero ocasionalmente explícita) del hecho de que el
hombre mismo está ahora en una "relación de creador dirigido" 1 con respecto a las
apariencias. Parecería que las apariencias están en peligro desde ambos lados y que
necesitarán "salvamento", en un sentido bastante diferente del término usado en la
antigüedad por Simplicio.
El hecho puro y duro es que toda la unidad y coherencia de la naturaleza
depende de la participación de uno u otro tipo. Si, por consiguiente, el hombre logra la
eliminación de toda la participación original sin sustituirla por otra, no habrá hecho sino
eliminar todo el significado y toda la coherencia del cosmos. Hemos visto que, aquí y
allá, ya está empezando a intentar eliminar el significado de su lenguaje --es decir, una
relación válida con la naturaleza--, y con ello está asestando un golpe a las raíces
mismas de sus representaciones colectivas. De manera menos notable pero mucho más
efectiva y sobre un campo mucho mayor, su ciencia, con la desaparición progresiva de
la participación original, está perdiendo su control sobre cualquier principio de unidad
que penetre la naturaleza como un todo y el conocimiento de la naturaleza. La hipótesis
de lo aleatorio ya se ha encaramado desde la teoría de la evolución hasta la teoría de la
formación física de la tierra misma; pero quizá sea aun más grave la rápidamente
creciente "fragmentación de la ciencia", que ocasionalmente llama la atención de la
Asociación Británica. No existe una "ciencia de las ciencias", ni una unidad del
conocimiento. Solo hay un aumento acelerado de ese conocimiento encasillado de
individuos que saben cada vez más acerca de cada vez menos, y que, si perdura
indefinidamente, solo puede llevar a la humanidad a una especie de "idiotez" (en el
sentido original del término): una situación en que cada vez menos representaciones
serán colectivas y cada vez más serán privadas, con el resultado de que al final no
habrán medios de comunicación entre una inteligencia y otra.
El segundo peligro surge de la participación final misma. La imaginación no es
simplemente sinónimo de lo bueno, como han pensado algunos poetas. Puede ser buena
o mala. Mientras el arte siguió siendo fundamentalmente mimético, el mal que podía
producir la imaginación estaba limitado por la naturaleza. De nuevo, mientras se lo
consideraba un entretenimiento, el mal que podía hacer estaba limitado a ese ámbito.
Pero en una era en que la conexión entre imaginación y figuración se está comenzando a
vislumbrar, en que la realidad de la relación de creador dirigido está comenzando a
incorporarse a la conciencia, tanto lo bueno y lo malo latentes en el funcionamiento de
la imaginación empiezan a parecer ilimitados. Hemos visto en el movimiento romántico

84
un ejemplo de la manera en que la formación de imágenes puede afectar las
representaciones colectivas. Es un ejemplo bastante rudimentario, pero aun así ya ha
superado los sueños y las reacciones de algunos ociosos. Por ejemplo, la estructura
social y económica de Suiza está notoriamente afectada por su industria turística, y eso
se debe solo en parte a las mayores facilidades de viaje. Se debe también, en no menor
medida, al hecho de que las montañas que ve el hombre del siglo XX no son las
montañas que veía el hombre del siglo XIX (se diga lo que se diga acerca de sus
"partículas").
Se puede objetar que éste es un asunto muy pequeño y que pasará mucho tiempo
antes de que la imaginación del hombre altere de manera sustancial aquellas apariencias
de la naturaleza que le proporciona su figuración. Pero entonces estoy adoptando una
visión a largo plazo. Aun así, no debemos ser demasiado confiados. Incluso si el ritmo
de cambio permaneciera constante, alguien que es realmente sensible a, por ejemplo, la
diferencia entre las representaciones colectivas de la Edad Media y las nuestras será
consciente de que, sin recorrer una distancia mayor a la recorrida desde siglo XIV,
podríamos avanzar muy bien hacia un mundo caóticamente vacío o increíblemente
espantoso. Pero el ritmo de cambio no ha permanecido constante. Se ha acelerado y se
está acelerando.
Deberíamos recordar esto al valorar las aberraciones de las artes formalmente
figurativas. Por supuesto, en la medida en que éstas se deben a la afectación, carecen de
importancia. Pero en la medida en que son genuinas, lo son porque el artista ha vivido,
de una manera u otra, el mundo que representa. Y en la medida en que son apreciadas,
lo son por aquellos que están dispuestos a dar un paso para ver el mundo de esa
manera, y, en última instancia por consiguiente, para ver ese tipo de mundo. Debemos
recordar esto cuando contemplemos imágenes de un perro de seis patas emergiendo de
una médula vegetal, o de una mujer con su pecho izquierdo sustituido por una
motocicleta.
En el futuro, el uso sistemático de la imaginación será, por consiguiente, un
requisito no solo para el aumento del conocimiento, sino también para salvar las
apariencias del caos y de la inanidad. Tampoco debe implicar ninguna renuncia a la
capacidad que hemos ganado de vivir y amar la naturaleza como objetiva e
independiente de nosotros mismos. En efecto, no lo puede implicar. Pues cualquier
renuncia semejante significaría que lo que estaba ocurriendo no era un acercamiento
hacia la participación final (que es el objetivo apropiado de la imaginación), sino un
intento de volver a la participación original (que es el objetivo del panteísmo, del
espiritismo y de gran parte del denominado ocultismo). La imaginación consiste en ser
capaz de vivir las representaciones como ídolos y luego ser capaz también de llevar a
cabo de manera consciente el acto de la figuración, para vivirlas como algo participado.
El extremo de la idolatría hacia el que nos estamos moviendo hace necesario el
logro de esta relación dual con la naturaleza tanto para el arte como para la ciencia. Es
en el intento de unir la creatividad voluntaria exigida por el arte con la receptividad
pasiva exigida por la ciencia donde reside la importancia de la contribución de Goethe a
la mente occidental, como es en el logro de ello donde reside la importancia de Rudolf
Steiner. Quizá aún no es demasiado tarde para escuchar estos presagios. Las apariencias
se "salvarán" solo si, mientras los hombres se acercan cada vez mas a la figuración
consciente y se dan cuenta de que es algo a lo que pueden afectar sus opciones, la
participación final que se les está lanzando se ejerce con el más profundo sentido de la
responsabilidad, con la mayor gratitud y piedad hacia el mundo tal y como se les había
dado en la participación original, y con una plena comprensión del trascendental
proceso de la historia que ocasiona el que la una surja de la otra.

85
Nota
1
Ver final del capítulo XIX.

86
XXII

ESPACIO, TIEMPO Y SABIDURÍA

Se podría afirmar que el tipo de conciencia occidental comenzó, como hemos


visto al final del capítulo XV, con el surgimiento del pensamiento griego desde Oriente.
Puesto que el punto de vista occidental se basa esencialmente en ese giro de la atención
del hombre hacia los fenómenos, que aquí hemos denominado pensamiento-alfa. Esto
contrasta fuertemente con el impulso oriental (que aún resuena en Platón) de abstenerse
de los fenómenos, de permanecer, por decirlo así, en el seno de lo Eterno, de ignorar
como irrelevante para el verdadero ser del hombre todo aquello que, en su experiencia,
se basa en "los contactos de los sentidos". La filosofa oriental, apenas discernible de la
teología oriental, se basa, sobre todo, en una determinación de considerar el mundo de
los sentidos como Maya o ilusión. Fue por esta razón que, en su redescubrimiento en el
siglo XIX, atrajo muchísimo a los pocos que entonces comenzaban a darse cuenta
vagamente que la cultura de Occidente está basada en la idolatría. Sin embargo, está
claro que el camino de Occidente está hacia adelante, no hacia atrás; no en el
retraimiento de los contactos de los sentidos, sino en su transformación y redención.
Hemos visto también que el auge y desarrollo del pensamiento-alfa estuvo
asociado a un cambio en la vivencia humana del espacio. La distinción total entre el
movimiento, y especialmente el movimiento en círculo, y la actividad mental se hizo
primero con dificultad; y esto se aplicaba especialmente a las revoluciones celestes, que
se enfocaron de una manera que sugiere que lo que denominamos espacio se concebía
más bien como una especie de continuo no individualizado que lo abarcaba todo, o un
mobile mental, para el que la mejor palabra moderna que podemos encontrar quizá sea
sabiduría. El espacio entendido como un vacío mecánico, sin sabiduría y sin vida no fue
una noción común nunca antes de la revolución científica; así, al final del capítulo XI
vimos cómo la vivencia del espacio era distinta de la nuestra, incluso en épocas tan
recientes como la Edad Media. Para los restos de participación que aún sobrevivían
entonces, el hombre, como microcosmos, estaba colocado en el centro del
macrocosmos; pero lo importante era que él era un centro orgánico. El aspecto espacial
de la relación era secundario. Ha sido solo cuando el espacio mismo se ha convertido en
un ídolo --cuando se ha convertido simplemente en la ausencia de fenómenos,
concebida como fenómeno-- cuando la perspectiva ha ocupado el lugar de la
participación. Para el tipo de visión que la perspectiva reproduce, cada par de ojos está
situado en el centro de una esfera puramente espacial, y cualquier posible relación
orgánica es secundaria.
Por lo tanto, si quisiéramos revivir en nosotros la facultad de experimentar la
forma espacial como representación y quisiéramos buscar para ello ayuda en el pasado
histórico del hombre, haríamos bien en mirar hacia atrás al Oriente, por la ruta que
condujo, a través de los griegos, a la revolución científica.
Sin embargo, hemos visto que existe otra línea por la cual también podemos
llegar a observar la misma fuente. En el capítulo XVI se expuso cómo, mucho antes de
que el pensamiento-alfa de los griegos hubiera comenzado su larga tarea de eliminar la
participación de la conciencia humana, la nación judía, con un impulso diferente y un
propósito más considerado, había iniciado un proceso similar. En su caso no se trataba
de un giro de la atención hacia el fenómeno por él mismo. La eliminación de la
participación era un fin en sí mismo y la imaginería de todo tipo era el objetivo de la
destrucción.

87
Se ha señalado con frecuencia que en la literatura antigua de los judíos
encontramos un sentimiento completamente nuevo de la importancia de la historia, y
quizá del tiempo mismo. Es en sus apocalipsis donde detectamos primero una
concepción de la historia como algo que tuvo un principio y que se mueve hacia un
final. Incluso se ha señalado a los apocalipsis como el ejemplo más antiguo de algo que
podría llamarse una doctrina de la evolución. Quizá no se haya señalado muchas veces
que también la lengua hebrea refleja un sentido peculiar de la importancia y la forma del
tiempo. Por ejemplo, el verbo hebreo no sólo carece de presente, tal y como lo
entendemos en las lenguas indoeuropeas; el pasado se utiliza para todos los momentos
hasta el presente, y el futuro para todos los momentos a partir del presente. Además, el
pasado y el futuro son intercambiables en maneras que nos resulta difícil comprender.
Mas de un estudioso de la gramática hebrea, por ejemplo, ha declarado que el tiempo
pasado se usaba para la profecía, y el futuro para la historia.
De nuevo sentimos un agudo contraste con lo que había ocurrido antes. La
concepción oriental del tiempo era esencialmente cíclica. La idea era de repetición
eterna más que de principio, desarrollo y final, y el camino del alma individual al seno
de la eternidad era un camino hacia atrás de liberación de las ruedas del deseo en que se
había dejado enredar. El objetivo era alcanzar, o reasumir, la Identidad Suprema con
Brahma, con lo Eterno, y el lograrlo era un asunto que radicaba directamente entre el
individuo y lo Eterno. Por otro lado, la vía semítica era una vía hacia adelante a través
de la historia, una vía compartida por el individuo, pero recorrida por la nación como un
todo.
En un estudio como este, que necesariamente intenta cubrir mucho terreno en
muy poco espacio, uno debería guardarse de subrayar en exceso un parecido para hacer
un paralelismo bonito. Pero creo que es cierto que, de la misma manera que al mirar
hacia atrás a través de la mente griega hacemos revivir la percepción de la forma en el
espacio como una imagen o representación, al mirar hacia atrás a través de la mente
judía hacemos revivir la percepción de la forma en el tiempo, es decir, de los hechos
mismos, como imágenes, pasadas o futuras, o de un estado mental.
El segundo es un logro mucho más difícil para nosotros que el primero. Pero
creo que cualquiera que considere bien el modo de vivir la historia del Antiguo
Testamento que está implícita en los Salmos y en la liturgia judía, y luego en el arte
cristiano antes de la Reforma, entendería lo que quiero decir. El sumergirse en las
representaciones medievales de los Misterios y en aquellas secuencias y paralelismos
entre el Antiguo y el Nuevo Testamento que constituyen la columna vertebral misma, el
principio formal esencial de las esculturas de las catedrales es sentir, en un sentido muy
real, que el Antiguo Testamento se perdió con la Reforma.
Para una conciencia no participante es o lo uno o lo otro. Una narración es o
bien un documento histórico o bien una representación simbólica. No puede ser ambas
cosas. Y las prefiguraciones del Nuevo Testamento en el Antiguo y todo el elemento
profético en el Antiguo Testamento son ahora aptos para ser considerados como
disparates. Sin embargo, en una esfera paralela --la vida-historia del hombre
individual-- ya no se da por supuesto con tanta seguridad que lo histórico y lo simbólico
sean contradictorios. En el siglo XIX se necesitó la potente imaginación de John Keats
para percibir que "cada vida humana es una perpetua alegoría". En nuestros días, el
desarrollo de la psicología ha bastado para extender esta percepción a personas mucho
más corrientes. Aunque puede que no mucha gente esté de acuerdo con él, ya no se
considera lunático a alguien que vaticina que las cosas que le ocurren a una persona y
el orden en que ocurren pueden formar parte de ella de la misma manera que su
organismo físico. Y parece estar en el orden natural de las cosas el que, con el

88
crecimiento de la participación final, esta percepción debería extenderse a las biografías
de naciones y razas, y de la humanidad en general.
Considerando todo esto, antes de que rechacemos de plano la posibilidad de
algún principio imaginario en el tiempo y en los acontecimientos de la historia,
haríamos bien en repasar nuestra propia concepción del tiempo y el espacio.
El concepto del espacio como un vacío ilimitado o tridimensional --una especie
de "perspectiva" extrapolada--, que surgió con la desaparición de la participación, es
todavía, por supuesto, el concepto del hombre corriente. También le sirvió a la ciencia
hasta finales del siglo XIX. Los indicios de que este concepto resulta ahora inadecuado
son tan numerosos que no necesito subrayarlos. Por ejemplo, cuando se nos dice que el
espacio debe concebirse como algo esférico, o cuando se nos pide que pensemos en
términos de un "continuo de espacio-tiempo", a duras penas podemos evitar la
conclusión de que el antiguo, o más bien aún nuevo, "ídolo" de la infinitud como algo
que "dura para siempre", ya sea en el espacio o en el tiempo, está mostrando señales
inequívocas de tensión. Parece que, al tratar de la periferia y del centro del universo
físico, existe una fuerte tendencia a sustituir lo que de hecho son patrones de
pensamiento por aparatos espaciales plausibles y seriamente supuestos. ¿Acaso la idea
bastante agitada de un universo expandiéndose en todas las direcciones con una
velocidad casi infinita no es, en esencia, una noción geométrica antes que física? Me
dicen de cualquier modo que tiene un marcado parecido con la geometría proyectiva. En
abril de 1955, con motivo de la muerte de Einstein, Lord Russel dijo en un programa de
radio:

"Parece que el universo es de tamaño finito, aunque carece de fronteras. (No intente
entender esto a menos que haya estudiado geometría no euclidiana). Parece también que
el universo está creciendo continuamente".

Nos volvemos de la periferia al centro infinitesimal de nuestro espacio


"perspectivizado", y escuchamos a la misma voz en el mismo programa asegurándonos
que:

“Antes de la teoría cuántica nadie dudaba de que en cualquier momento dado una
partícula está en algún lugar definido y moviéndose con alguna velocidad definida. Este
ya no es el caso. Cuanta mayor sea la precisión con que se determine el lugar de una
partícula, menor será la precisión de su velocidad, y cuanto mayor sea la precisión con
que se determine su velocidad, menor será la precisión de su posición. Y la partícula
misma se ha convertido en algo bastante vago, ya no es la bonita pequeña bola de billar
que solía ser antes. Cuando se cree que se la ha sujetado, produce una coartada
convincente como una onda y no como una partícula. De hecho, lo único que
conocemos son ciertas ecuaciones cuya interpretación es oscura."

El lector se habrá dado cuenta de que, en este libro, a ese "algo bastante vago" lo
he denominado o bien "las partículas" o bien "lo no representado", y luego, por las
razones dadas, no he entrado a analizarlo. Quizá este sea el lugar para decir algunas
palabras finales acerca de ello. La ciencia física postula algo no representado como algo
que es independiente de nuestra conciencia de una manera, o en un grado, en que los
fenómenos no lo son. Sin embargo, nuestra conciencia no es independiente de ello; pues
nuestros sentidos y nuestra figuración y pensamiento construyen conjuntamente el
mundo fenoménico en respuesta a su estímulo. No obstante, últimamente está
empezando a verse que todos los intentos de concebir lo no representado en términos de
materia-ídolo en un espacio-ídolo y en un tiempo-ídolo se acaban desplomando.

89
Enfocándolo así, aprendemos que solo recogiéndolo en ecuaciones matemáticas
podemos producir resultados tecnológicos deslumbrantes.
De ello parecen derivarse dos consecuencias. En primer lugar, sería precipitado
suponer que no existe otro enfoque aparte del matemático. ¿Quién puede asegurar, y
sobre qué evidencia, que además de mediante la hipótesis matemática no es posible
aprender a aproximarnos a lo no representado por vía de una mejora de nuestra
figuración1, para hacerla un proceso consciente? Pues la sensación y la figuración son el
momento --actualmente inconsciente-- en el cual nos encontramos realmente con lo no
representado en la experiencia (o, por lo menos, encontramos su resistencia), como algo
distinto de aplicarle a posteriori el pensamiento-alfa. De este modo eliminaríamos
gradualmente lo no representado al hacerlo fenoménico. Eso también ocuparía su lugar
entre las representaciones colectivas. Entonces, por lo menos deberíamos averiguar si lo
que he dicho acerca de los fenómenos puede o no aplicarse, en último caso, también a lo
(aún) no representado; es decir, si son o no representaciones del inconsciente colectivo.
Por supuesto que ese "algo bastante vago", que con paciencia puede lograrse que
produzca una explosión atómica, no se parece mucho a un inconsciente colectivo --pero
tampoco se le parece lo representado, que subyace a las apariencias comunes-- hasta
que empecemos a considerarlos de manera seria.
En segundo lugar, sería precipitado descartar de entrada esa concepción
diferente y esencialmente figurativa del espacio y del tiempo que he mencionado al
principio de este capítulo. ¿Cuál de las dos es un callejón sin salida y cuál es una
autopista? ¿Es más práctico y directo, y hará avanzar a la mente humana, el pensar en el
hombre como rodeado por un cosmos o esfera de sabiduría; o, por el contrario, el pensar
que el espacio es esférico y que el universo tiene un tamaño finito, aunque carece de
fronteras y está creciendo? Todas éstas son cuestiones que cada uno decidirá por su
cuenta. De cualquier modo, es sobre la primera concepción (como el lector ya se habrá
dado cuenta) sobre la cual converge todo el argumento de este libro; y de aquí en
adelante daré por supuesta su validez.
Podemos pensar en la sabiduría cósmica como algo relacionado con las
apariencias, un poco como en el hombre la palabra interior no pronunciada (el verbum
cordis, verbum intellectus, del que escribió Santo Tomás de Aquino) está relacionada
con la palabra (vox) que en realidad se pronuncia. Al menos, únicamente sobre alguna
base similar podremos esperar entender algún día un fenómeno como la historia y
literatura de los judíos, o su culminación en el cristianismo, de una manera que no nos
aísle, simplemente, de la sabiduría y comprensión acumuladas del pasado.
En el capítulo XVI se dijo algo acerca del papel desempeñado por el impulso
judío en el desarrollo del mundo occidental. Si quisiéramos ir más lejos y considerar su
lugar en toda la historia del hombre, la mejor manera de hacerlo sería a través de una
reflexión acerca de la naturaleza de la memoria. Lo mismo que cuando se forma o
pronuncia una palabra, la unidad original de la palabra "interior" se polariza en una
dualidad de exterior e interior, es decir, de sonido y significado, cuando el hombre
mismo fue "pronunciado", es decir , creado, la sabiduría cósmica se polarizó, en él y a
través de él, en la dualidad de apariencia e inteligencia, representación y conciencia.
Pero cuando la creación se polarizó en conciencia, por un lado, y fenómenos, o
apariencias, por el otro, se hizo posible la memoria, y ésta comienza a desempeñar un
papel esencial en el proceso de evolución. Pues por medio de su memoria, el hombre
convierte las apariencias exteriores en experiencia interior. Adquiere de ellas su
autoconciencia. Cuando experimento los fenómenos en mi memoria, los hago "míos",
ahora no en virtud de alguna participación original, sino por mi propia actividad
interior. Según Santo Tomás de Aquino, se recordará, es de esta actividad de la

90
memoria de donde "procede" la palabra humana; ya que, una vez que los fenómenos son
"míos", los puedo reproducir en forma de palabras.
Así, la palabra humana procede, según Santo Tomás de Aquino, de la memoria
(como vimos en el capítulo XIII), como la Palabra Divina procede de Dios Padre.
Entenderemos el lugar de los judíos en la historia de la tierra, es decir, del hombre como
un todo, cuando veamos a los Hijos de Israel ocupar en esa historia el mismo lugar que
ocupa la memoria en la composición de un hombre individual. Los judíos, con su
lengua dejando vestigios del Creador del mundo y con su conciencia especial de la
historia, eran el amanecer de la memoria en la raza humana. También arrancaron a los
fenómenos de su marco de participación original y los hicieron interiores, con el objeto
de volverlos a pronunciar desde dentro como palabra. Cultivaron la interioridad de lo
representado. Señalaron la participación del Nombre Divino, el YO SOY dicho solo
desde dentro, y fue la lógica de todo su desarrollo el que el cosmos de sabiduría tuviese
en lo sucesivo su fuente perenne no fuera de las apariencias y detrás de ellas, sino
dentro de la conciencia del hombre; no enfrente de sus sentidos y de su figuración, sino
detrás de ellos.

Nota
1
Como hizo Goethe (ver capítulo XX).

91
XXIII

RELIGIÓN

Cuando uno se aventura a hablar del hombre situado "en una relación de creador
dirigido" respecto a los fenómenos, como lo hice en el capítulo XIX, está claro que se
ha planteado un tema teológico. La religión es, en esencia, una relación "Yo-Tú" entre
el hombre, por un lado, y el Creador del hombre y de sus fenómenos, por el otro. Un
hombre que no puede pensar en su Creador como un Ser distinto de él mismo no puede
decirse que tenga una religión. Esta es una verdad de la que la teología moderna, en su
reacción contra el vago evolucionismo creativo que a veces se consideró religión a
finales del siglo XIX, es muy y muy sanamente consciente.
Por desgracia, es precisamente sobre la interpretación y aplicación de esta
verdad fundamental donde nuestra idolatría moderna ha fijado sus garras. Pues la
idolatría ha vuelto basto el significado mismo de "la otredad": la manera misma en que
pueden ser pensados "lo otro" y "lo mismo". Hemos visto, en el capítulo XIII, cómo
distinciones no determinadas por los sentidos eran antes vivencias concretas, antes de
desvanecerse en la "frialdad" de las ideas subjetivas con el advenimiento de la
revolución científica. Por ejemplo, hemos visto que Schiller era incapaz de concebir que
el Urphänomen de Goethe pudiera ser algo en absoluto, a menos que fuera o bien un
fenómeno perceptible por los sentidos o bien una idea abstracta. De manera que para la
mente moderna típica, rígida en su idolatría, Dios debe ser sólo una idea, a menos que
se piense en Dios como no sólo distinto de ella misma, sino distinto u otro en el modo
fenoménico y según la manera en que los ídolos son otros.
Sin embargo, esto no puede ser sino una ceguera pasajera. Antes se recordaba, y
algún día se comprenderá de nuevo, que "el alma de alguna manera es todo", Dios Padre
no es menos sino más "distinto" a mí que los fenómenos. Pero si pienso en Él como
distinto u otro en el mismo modo que los fenómenos, entonces Lo sustituyo por un
ídolo; y si paso a adorarle de esta manera, diga lo que yo diga acerca de ello, en los
recovecos secretos de mi alma estaré adorando... quizá a una especie de ángel guardián,
pero desde luego no a mi Creador. Para estar seguro de distinguirlo numéricamente de
mí mismo, y en nombre de la humildad, me he atrevido a pensar en él como una
existencia paralela a mi propia existencia. Aquí está la idolatría que infecta a la religión
contemporánea.
Vimos, en el capítulo XVI, cómo la expulsión voluntaria de la participación, que
constituía el impulso, o la obediencia, primordial de los judíos pudo contribuir al mismo
resultado aportado por el pensamiento-alfa de los griegos y sus sucesores. Pero vimos
también cómo una vivencia creciente de la interioridad del Nombre Divino era el polo
contrario apropiado a su pérdida de la participación original. Sin embargo, nos paramos
en seco antes del momento en que esta vivencia se perdió. Cuando nació Jesús, el
hombre ya no pronunciaba el Nombre Divino ni en el templo ni en ningún otro lugar.
Los fariseos lo habían convertido en el nombre de un Ser exclusivamente objetivo,
remoto, inaccesible, infinitamente superior al hombre, pero imaginado como
existencialmente paralelo a él. Así, los judíos apenas habían vislumbrado, antes de
perderlo de vista de nuevo, aquello que constituye el polo opuesto de la otredad del
hombre con respecto al YO SOY, esto es, su suprema identidad con ello.
Poner tal abismo entre Dios y hombre no fue fatal para la religión mientras
quedara algún grado de participación original. Para una conciencia participante, que
percibe el mundo y la palabra como imagen, muchos sustantivos son los nombres del
Creador ("non proprie sed per similitudinem") y el sustantivo Dios es solo uno de ellos.

92
Para una conciencia no participante, que percibe el mundo como objeto, la mayoría de
los sustantivos son los nombres de ídolos y el sustantivo Dios no puede ser una
excepción1. Si el sustantivo Dios fuera realmente el Nombre Divino no aparecería
frecuentemente en el discurso como sujeto de frases fáciles y cotidianas. Mientras que,
de hecho, desde hace mucho tiempo esta libertad se ha convertido casi en la señal
reconocida que nos permite distinguir el sermón de otras formas de expresión. La
pérdida progresiva de la participación original necesariamente supone una de dos
alternativas, o bien una siempre creciente vivencia de la interioridad del Nombre Divino
y de la Presencia Divina --que constituye el aspecto religioso de lo que he denominado
"participación final"-- o bien una siempre creciente idolatría, en la religión, igual que en
otras partes.
Creo que este dilema es el que otorga la máxima y más íntima significación al
protestantismo, cuyo desarrollo fue más o menos contemporáneo al de la revolución
científica. Pues la idolatría que acabo de describir no es, por supuesto, toda la historia.
En muchos rincones, en muchos movimientos, tanto dentro como fuera de las iglesias
establecidas, ha ganado fuerza un nuevo impulso hacia la participación final, a medida
que las personas han intentado convertir la máxima paulina: "No vivo yo, sino que es
Cristo quien vive en mí" [Ga 2, 20] en una experiencia viva. William Law (autor de "La
llamada seria") escribió:

Aunque Dios está presente en todas partes, solo está presente para tí en la parte más
profunda y central de tu alma. Tus sentidos naturales no pueden poseer a Dios, ni unirte
con Él; tus facultades internas de entendimiento, voluntad y memoria solo pueden tratar
de llegar a Dios, pero no pueden ser el lugar de Su morada en tí. Pero en ti hay una raíz
o fondo de donde salen todas estas facultades, como líneas desde un centro o como ramas
desde el cuerpo de un árbol. Este fondo se denomina el centro o el fondo del alma. Este
fondo es la unidad, la eternidad y casi diría lo infinito de tu alma; pues es tan infinito
que nada puede satisfacerle o darle paz sino la infinitud de Dios.2

Este es uno de los dos polos, opuestos y complementarios, entre los cuales ha estado
girando el protestantismo hasta ahora. El otro polo lo constituye ese valiente intento,
que comenzó con la Reforma y acabó en fundamentalismo, de entender y aceptar
literalmente --y sólo literalmente-- las palabras de la Biblia, precisamente cuando sus
significados estaban siendo sutilmente vaciados por la idolatría.
Si este libro ha tenido éxito en demostrar algo es que la única respuesta posible a
la idolatría, que hoy día infecta todo nuestro pensamiento, es la aceptación y el
seguimiento consciente de esa relación de creador dirigido respecto al mundo de los
fenómenos que sabemos que es un hecho, queramos o no. ¿Es la creación de Dios
menos imponente porque yo sepa, por ejemplo, que la luz de la que está tejida su
sustancia visual fluye de mis propios ojos? El autor del Eclesiástico [Si 43, 11-123]
escribió:

Mira el arco iris y a su Hacedor bendice,


¡qué bonito en su esplendor!
Rodea el cielo con aureola de gloria,
lo han tendido las manos del Altísimo.

¿Acaso me hago eco de estas palabras de manera menos afectuosa cuando


recuerdo que es Yahveh o Jehová quien está creando el arco iris a través de mis ojos?
¿O cuando sé que pensar de otro modo es una ilusión o una pretensión? ¿Depende la
devoción de la participación original? Si es así, una cosa es cierta: no tiene futuro. Pero,

93
afortunadamente, no depende de ella. Yo no he creado mis ojos. Y si entender la forma
de mi participación en la aparición de un arco iris no disminuye mi respeto reverencial
ante su Creador, ¿por qué habría de ser ése el caso con otros fenómenos más palpables?
¿Qué cosa, excepto la idolatría, me podría hacer suponer que ese fuera el caso? "No se
turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí" [Jn 14, 1].
Yo no he creado mis ojos. Pero hemos visto al principio de este libro cómo, a fin
de que pueda surgir el mundo de las apariencias, no basta con que solo los sentidos se
añadan a lo no representado. Ese mundo depende en no menor medida de la figuración
del hombre; y con ello depende también de su imaginación. Es porque la imaginación
participa en la actividad creativa de esta manera por lo que se ha sentido y descrito
como "creativa". Vimos en el capítulo XXI cómo esto significa que el futuro del mundo
fenoménico ya no puede considerarse como enteramente independiente de la volición
humana. Esta es la diferencia entre la participación original y la participación final.
Esta es también una conclusión ante la cual la devoción se puede acobardar.
Debemos preguntarnos entonces (totalmente aparte de nuestra obligación de aceptar la
verdad porque es verdadera) si debemos acobardarnos ante la noción de que debemos
compartir la responsabilidad de mantener una tierra que parece que ya nos ha sido
entregada para destruir. Es más, ¿tiene la historia alguna significación real a no ser que
en el curso de ella sea cambiada la relación entre criatura y Creador?

La visión de Dios es la visión de la mente como tal, pues se corresponde con la


estructura real de la existencia. La tendencia de cualquier mente, en la
proporción en que supera sus limitaciones de criatura, debe ser la de gravitar
hacia el centro divino, y compartir la visión divina de las cosas. Ese es el
objetivo; no puede ser el punto de partida.4

¿Tiene la historia alguna significación a no ser que podamos aplicar estas palabras a
todo el desarrollo de la mente del hombre? ¿No sería más sabio que en lugar de
acobardarnos recordáramos las palabras de San Pablo: Porque el anhelo ardiente de la
creación es el aguardar la manifestación de los hijos de Dios [Ro 8, 19], y la glosa del
poeta alemán Novalis: El hombre es el Mesías de la naturaleza?

Por otra parte se podría objetar que toda esta discusión acerca de la relación del
hombre con el mundo de los fenómenos es una cosa fría, que tiene poco o nada que ver
con la religión, cuyo campo es el alma y su salvación. Pero esta postura "hermética" es
en sí misma un producto de la idolatría. Lo que el Salmista escribió de los viejos ídolos
no es menos cierto de los ídolos del siglo XX: "Semejantes a ellos son los que los
hacen" [Sal 115, 8]. El alma es, en cierto modo, todas las cosas, y los ídolos que
creamos son incorporados en las almas de nuestros hijos; quienes aprenden cada vez
más a pensar en sí mismos como objetos entre objetos; quienes crecen cada vez más
vacíos. A largo plazo seremos incapaces de salvar almas sin salvar las apariencias, y es
un error cargado de las más terribles consecuencias el imaginar que lo haremos.
Sin embargo, no nos agobiemos demasiado por el miedo a perder todo a lo que
estamos acostumbrados, ya sea ese deleite en un mundo de la naturaleza completamente
independiente del que hablé en el capítulo XXI, o algún tipo especial de devoción que
depende de él. Pero tampoco nos equivoquemos en cuanto a la magnitud de la demanda
moral que se nos hace. Con respecto a eso no hace falta que el moralista se preocupe. Al
fin y al cabo no se trata de una cosa tan fría. El mundo de la participación final brillará
algún día a la luz del ojo como nunca había brillado temprano en la mañana a la luz
original del sol. Pero, el advenimiento de esta luz presupone una bondad de corazón y

94
una firmeza en la voluntad que no se han subrayado en este libro sólo porque no
constituyen su tema.
La moralidad de la imaginación es sutil y profunda y de mucho alcance; sutil,
sobre todo, porque la imaginación misma está todavía en su tierna infancia. Ya he
señalado que la imaginación y la bondad no son sinónimos. Pero creo que si somos
sensibles a ello, podremos descubrir en esta era una muy estrecha y especial relación
entre ellas. Esta relación fue la intuición que guió a ese gran y confundido espíritu --el
San Jorge de la iconoclastia-- William Blake, quien mantuvo que la imaginación es la
virtud cardinal, porque la literalidad que sostiene la idolatría es el principal defecto de
nuestra era. Pero aquí debemos andarnos con cautela.
Es natural que si en algún momento se hace algo así como una nueva demanda
moral a la humanidad, los juicios morales crezcan durante un tiempo ambiguos y
confusos. Así, en el capítulo XIX hablé de ciertos "síntomas de iconoclastia" consistente
en una nueva voluntad de percibir simbólicamente. Si ahora sostengo que éstos tienen
una importancia moral, e incluso una importancia moral primordial, me encuentro en
seguida con la dificultad de que la escala de valores que he establecido no solo no se
corresponde con la escala de valores morales cristianos generalmente aceptada, sino que
parece trascenderla. Hay mucha gente con un gusto natural por la psicología de los
sueños, o por el arte o la literatura de carácter simbólico, por lo sacramental en la
religión, o por otras cosas cuyo significado no puede comprenderse sin un movimiento
de la imaginación, y que es arrogante o egocéntrica o, en otros aspectos, no mejor de lo
que debería ser. Y, a la inversa, hay almas prosaicas, rutinarias, literales, ante cuyo
coraje y bondad nos avergonzamos. No es una tarea alegre el tener que sostener que,
desde un punto de vista, extremadamente importante, la primera persona debe
considerarse moralmente superior a la segunda. Pero tampoco habría sido una tarea
alegre el tener que sostener, digamos, ante un discípulo del rabino Hillel, que desde un
punto de vista extremadamente importante algunos de los miembros más bribones de la
congregación de San Pablo en Corinto tenían una cosa necesaria de la que carecía el
rabino. La virtud "necesaria" es lo que combate el principal defecto. Y el principal
defecto hoy día es el defecto de la literalidad 5, o idolatría. Los valores morales relativos
no son tan simples como los lugares relativos en una clase en la escuela. Existe una
tragedia del progreso.
Y sin embargo, para una intuición moral fina y sincera, tal vez en ningún caso la
irrelevancia aparente es tan absoluta como acabo de sugerir. La relación entre la mente
y el corazón del hombre es un misterio delicado, y la dureza se está contagiando. Creo
que se encontrará que existe una conexión válida, sin embargo profunda en algún nivel,
entre lo que he denominado "literalidad" y una cierta dureza de corazón. Escucha
atentamente la respuesta de una mente torpe o literal a lo que se presenta
insistentemente como alegoría o símbolo y detectarás cierta irritación, una leve e
incipiente agresividad en su rechazo. Aquí creo que hay un gesto moral profundo. Por
ejemplo, puede ser que escuches al hombre literal objetar con suspicacia que se le está
"atacando". Y tiene razón. Se le está "atacando". De la misma manera que su
inconsciente le está "atacando" con el simbolismo de sus sueños. Se está haciendo un
intento, del que él es vagamente consciente, de socavar sus ídolos, y sus pies están
siendo invitados a iniciar el largo camino que al final le debe de conducir al
conocimiento de sí mismo, con todas las humillaciones inaceptables que eso implica.
Instintivamente, no quiere. Prefiere seguir siendo "literal". Pero, claro, apenas sabe que
lo prefiere, puesto que el conocimiento de sí mismo es exactamente lo que está
evitando.

95
Podríamos continuar con el tema y mencionar como ejemplo, en el lado positivo,
una cierta receptividad del corazón, humilde y tierna, alimentada por una imaginación
profunda y cada vez más profunda y por el conocimiento de sí mismo que eso
inevitablemente implica. Tal vez era esto lo que William Blake tenía en mente cuando a
la imaginación llamaba "el Cuerpo Divino del Señor Jesucristo, bendito para siempre";
pero ya nos hemos apartado mucho del camino principal.
De todos modos, diré unas últimas palabras antes de que nos alejemos del
aspecto específicamente moral. Se podría objetar que todo lo que he expuesto, aun
siendo verdadero, es excesivamente difícil que tenga mucho que ver con la religión del
hombre común. Esta no es una objeción que habría apelado a San Agustín o a los Padres
de la Iglesia, pero considerémosla. En primer lugar, gran parte de la complejidad de mi
argumento se debe al enraizado error, con sus consecuentes ramificaciones
innumerables, que ese argumento ha tratado de desentrañar. Los movimientos de los
dedos al desenredar una madeja liada son complicados, pero el resultado final no es una
complicación. En segundo lugar, desde un punto de vista, Dios es siempre simple, como
lo es la luz, y el alma más simple puede volverse hacia Él, cualquiera sea su educación o
sabiduría. Pero desde otro punto de vista, ya que es omnipresente, tiene que ser por lo
menos tan complicado como la cosa más complicada de Su creación. La visión de Dios
es "la visión de la mente como tal", y fuera de la idolatría no podemos separar
realmente Su "visión" de la creación de la creación misma... salvo de la manera en que
las Personas de la Trinidad están "separadas".
Existe, además, una aplicación tópica de esta verdad. En el mundo industrial y
urbanizado de hoy, muchas de las mentes "simples" que se encuentran con indiferencia
o con protesta indignada con cualquier indicio de dificultad o complejidad en el campo
de la teología no son tan simples cuando se trata de abordar las complejidades del
mundo de los fenómenos en la naturaleza o en la maquinaria. En efecto, la relación
entre la mente y el corazón del hombre es estrecha y delicada, y cualquier grieta
sustancial entre ellas es malsana y no puede durar mucho. De ahí que, como quiera que
sea la situación de momento o la de algunos individuos aquí y allí, lo cierto es que, sin
peligro, no se puede dejar que la mente del hombre como un todo se ocupe de ídolos
mientras una moral, o incluso una adoración del "espíritu en la máquina", responda a la
otredad de Dios con amor y obediencia y cultivo de la superación de sí mismo.
Habrá un renacer del cristianismo cuando se vuelva imposible escribir un
manual popular de ciencia sin referirse a la encarnación de la Palabra. Es a estos libros,
y no a la teología popular (por más excelente y simplemente escrita que esté, como
suele ser el caso hoy día), a los que se aferra la mente el proletariado al despertar de su
antiguo soñar de campesino y sabiduría de campesino. Son estos libros --especialmente
si tienen una buena dosis de marxismo-- los que el necesitado estudiante oriental en
Bloomsbury devora y se lleva a casa; son estos libros los que constituyen hasta ahora el
legado de respuesta de Occidente a Oriente, de donde otrora derivó su religión. Los
corderos hambrientos miran hacia arriba y no los alimentan. Pero el marxismo sigue
adelante, porque el punto de vista científico (que está en la sangre del proletariado,
porque está en las representaciones colectivas de las que está tomando conciencia)
forma parte de su mensaje; mientras que para la doctrina cristiana, tal y como se la
presenta ahora, es en el peor de los casos un escollo y, como mucho, completamente
irrelevante.
He intentado demostrar en este libro que, en realidad, no es irrelevante ni mucho
menos; puesto que la revolución científica caracterizó una etapa crucial en la evolución
de la participación original a la participación final, que es la encarnación progresiva de

96
la Palabra. He tratado de demostrar que los fenómenos no pueden entenderse en su
verdadera naturaleza sin un entendimiento, precisamente, de esa evolución.
En una carta a The Times, sobre la misión evangélica del Dr. Graham, el obispo
de Plymouth escribió el año pasado:

(...) Nuestro Señor enfatizó constantemente su ministerio de sanación para el hombre


entero; si no es Señor de nuestras mentes, no es el salvador que esta generación, que
es nuestra preocupación inmediata , necesita con tanta urgencia.

Estoy convencido de que, en nuestra época, la batalla entre los poderes del bien
y del mal está situada en la mente del hombre más que en su corazón, puesto que se
sabe que éste seguirá en última instancia a aquélla. En la doctrina cristiana de la
Trinidad, el Logos, o la Palabra, es una de las tres Personas. La concepción de una
naturaleza triple de la divinidad no es, sin embargo, exclusiva del cristianismo. Se
encuentra también en religiones orientales y es quizá el principio formal subyacente en
todo el complicado organismo de la mitología griega. Es el fondo de toda teología. Lo
que sí es peculiar del cristianismo es el nexo que eso reconoce que entre la Segunda
Persona de la Trinidad y cierto acontecimiento histórico en el tiempo. Para el cristiano,
por consiguiente, la religión nunca puede ser simplemente la relación directa entre su
alma individual y la Trinidad eterna. Mientras nosotros mismos estemos ocupando un
lugar en el tiempo, entre la Primera y la Tercera Persona está, en cierto modo, toda la
historia.
El no darse cuenta al máximo de la otredad de Dios respecto de nosotros mismos
es negar al Padre. Pero, igualmente, el no esforzarse por darse cuenta de la identidad --
renegar de la Identidad Suprema-- es negar al Espíritu Santo. Esto puede sentirlo
cualquier hombre profundamente religioso, cualquiera sea la terminología que haya
aprendido a usar. A esto --en mi opinión--, un verdadero cristiano debe añadir: el
relacionar lo primero con el pasado y lo último con el futuro del mundo de ninguna
manera es tratar de privar a la historia, y quizás al tiempo mismo, de toda trascendencia
religiosa.

Notas
1
Santo Tomás de Aquino, Summa I, c. 13, a. 9.
2
The Spirit of Prayer, primera parte, capítulo 2.
3
[Tomado de Biblia de Jerusalén, porque este libro apócrifo no figura en Santa Biblia; ver Nota
de la traducción].
4
Austin Farrar, A Rebirth of Images, Dacre Press, 1949.
5
Es en este momento donde puedo reconocer con el mayor gusto la verdadera deuda que tiene
este libro con el estímulo y la ilustración derivados de la conversación y los escritos de mi
amigo Roger Home. En efecto, el recuerdo de su saeva indignatio sobre el tema de la
"literalidad" bien puede haber sido el catalizador, sin el cual una recopilación de notas e ideas
bastante caprichosa nunca habría tomado en absoluto forma de un libro.

97
XXIV

LA ENCARNACIÓN DE LA PALABRA

Cuando miramos períodos pasados de la historia, a menudo nos enfrentamos a


contradicciones y puntos débiles en el pensamiento humano que nos son tan palpables
que casi nos asombra creerlos. Nos cuesta dar crédito al hecho inexorable de que,
durante décadas o siglos, permanecieron completamente invisibles no solo para la
generalidad de los hombres, sino también para los espíritus más selectos y sabios de la
era. Ejemplos: el énfasis ateniense en la libertad... con el sistema esclavista aceptado
como cosa natural; la idea de que se podía averiguar la verdad y hacer justicia con la
ayuda del juicio por combate; la doctrina calvinista de la predestinación a la condena
eterna; la coexistencia de una ética cristiana con una despiadada doctrina económica de
laissez-faire; y, sin duda, hay otros y mejores ejemplos.
Creo que el punto débil en los, más o menos, últimos cien años de la civilización
occidental que a la posteridad le resultará más sorprendente será, por un lado, que tuvo
una religión distinta de todas las demás en su aceptación del tiempo, y de un momento
particular del tiempo como elemento cardinal de su fe; y, por otro lado, que tuvo un
cuadro mental de la historia de la tierra y del hombre como un proceso evolutivo; y que
ni vio ni supuso ninguna conexión entre las dos.
He ofrecido una explicación propia de esta curiosidad señalando, como hice en
el capítulo IX, el gran peso que suponía la idolatría en la mente occidental en la época
en que apareció la teoría de la evolución. A esto hay que añadir la fuerte renuencia de
los cristianos a admitir cualquier tipo de relación entre su propia religión y cualquier
religión precedente, salvo la judía, y últimamente ni siquiera mucho con ella. Es cierto
que San Agustín afirmó que siempre había existido una verdadera religión y que,
después de la Encarnación, esta religión se llamó cristianismo 1. Pero la tendencia
general ha sido a la inversa; y el estudio comparativo de religiones, que apenas llega al
siglo de existencia, encontró inicialmente la misma hostilidad implacable cuando se
hacía cualquier intento de aplicarlo al cristianismo, aunque ahora esta hostilidad muestra
algunas señales de transigencia. He sugerido en otro lugar que la pérdida de toda
experiencia participante del tiempo puede estar relacionada con esto. Para la idolatría,
un acontecimiento es o bien histórico, o bien simbólico. No puede ser ambos. Había, en
consecuencia, un gran miedo, un miedo en parte justificado por las circunstancias. Si,
por ejemplo, se admitiera que el dios del trigo o los cultos de los Misterios tuvieron
alguna importancia para el cristianismo, o condujeron a éste de alguna manera, se
supondría rápidamente que el cristianismo "deriva de" éstas religiones y se disolvería en
la antropología y el simbolismo.
Cualquiera que sea la explicación, se trata de un hecho extraño. Cuando en el
siglo XIX se expandió de pronto el horizonte del tiempo, uno habría esperado que
aquellos que aceptaban la evolución y seguían siendo cristianos vieran la encarnación de
su Salvador como el momento culminante de la historia de la tierra: un momento
decisivo en el tiempo, al que al principio condujo todo y desde el que a partir de
entonces se conducirá todo. Por otra parte, al conceder credibilidad a la antigüedad que
ahora se atribuye a la tierra y al hombre, uno habría esperado que ellos sintieran que aún
nos encontramos muy cerca de ese momento decisivo, incluso apenas fuera de él; que
apenas sabemos aún lo que significa la Encarnación; pues ¿qué son dos mil años en
comparación con las eras que les precedieron?
En realidad, no es eso lo que piensa y siente el relativamente pequeño número de
personas que aún cree en la Encarnación. He descubierto que cuando se les insta a

98
"entender", por decirlo así, las eras que precedieron el nacimiento de Cristo --eras en las
que también vivieron y murieron personas--, la costumbre es conseguirlo postulando un
efecto retrospectivo de la Encarnación. Realmente, esto es abandonar una noción de
ídolo y aceptar una noción participante o imaginal del tiempo; pero seguramente
también supone ¡un repentino e incómodo salto del pensamiento desde el tiempo a la
eternidad!2. Tal salto se aísla, al abstenerse de una comprensión del mundo de los
fenómenos y es, por lo tanto, más apropiado para la religión oriental y precristiana que
para la religión de Occidente, que abarca el tiempo.
¡Mira esta imagen aquí y ésta! Los escollos solo desaparecerán cuando
sustituyamos la imagen falsa, en nuestras mentes, de una evolución de los ídolos, por la
verdadera imagen de la evolución de los fenómenos. Hemos visto cómo la participación
original, que comenzó como la identidad inconsciente del hombre con su Creador,
disminuyó a medida que crecía su autoconciencia, y cómo esto estaba relacionado con
el origen y el desarrollo del lenguaje. Hemos visto cómo, en los últimos siglos antes de
Cristo, la participación original se había contraído hasta llegar a ser una leve conciencia
de la actividad creadora tanto en la naturaleza como en el hombre, a la que se dio el
nombre de Logos o Palabra (o Verbo). Y luego hemos visto (en el capítulo XIX) cómo
los primeros leves síntomas premonitorios de la participación final ya aparecían en los
primeros siglos de nuestra era.
Entre estas dos fases --si meditamos con la suficiente profundidad acerca de la
naturaleza y el desarrollo del significado en el lenguaje--, podríamos inferir, sin otra
ayuda, que el momento decisivo en el tiempo ha tenido que ocurrir. Podríamos inferir
que la encarnación de la Palabra ha tenido que culminar.
¿Qué ocurrió en realidad según el documento? En el corazón de aquella nación,
cuyo impulso total había sido eliminar la participación original, nació un hombre que
simultáneamente se identificaba con el Creador del mundo y con cuidado se distinguía
de Él, a quien llamaba Padre. Por un lado, decía: "No soy yo solo, sino yo y el Padre
que me envió" [Jn 8, 16], etc., y por otro: "el Padre y yo uno somos" [Jn 10, 30], etc. La
interioridad del Nombre Divino se había hecho plena realidad en un hombre; se había
consumado la participación final, por medio de la cual el Creador del hombre habla
desde el interior del hombre mismo. La Palabra se había hecho carne.
En otros hombres --aunque hemos señalado ciertos síntomas premonitorios (la
mayoría, triviales)--, esa realización consciente todavía apenas ha comenzado a notarse;
pero el tierno retoño de la participación final ha sido reconocido y protegido por la
Iglesia, desde el principio, en la institución de la Eucaristía. Pues todos los que
participan de la Eucaristía reconocen, primero, que el hombre que nació en Belén era
"de la misma sustancia que el Padre que ha creado todas las cosas"; y luego introducen
esa sustancia en sí mismos, junto con sus representaciones llamadas pan y vino.
Después de todo, ese es el meollo del asunto. No había ninguna dificultad en entenderlo
mientras sobrevivía bastante de la antigua conciencia participante. Fue solo al
desvanecerse ésta, fue solo cuando una "sustancia" existente detrás de las apariencias
dejó de ser gradualmente una experiencia y se redujo a una hipótesis o un credo, cuando
empezaron a desarrollarse las dificultades y las disputas doctrinales acerca de la
transubstanciación.
Pero en el acto físico de la comunión como tal, los hombres solo pueden
introducir la sustancia divina, el "Nombre aparte", directamente en la parte inconsciente
de ellos; por vía de su propia sangre. Y en esto, como vimos en el capítulo XII,
participamos de dos maneras: exteriormente, de una mera apariencia (y actualmente, por
lo tanto, de un ídolo), e interiormente, con la participación original. Por consiguiente, la
relación entre la participación original y la participación final en el acto eucarístico es,

99
como es de esperar, compleja y misteriosa en grado sumo. Si aceptamos lo que dijo
Jesucristo en cuanto a su propia misión, debemos aceptar que vino para hacer posible,
con el tiempo, la transición de todos los hombres de la participación original a la
participación final; y tendremos que considerar la institución de la Eucaristía una
preparación, una preparación que (no lo olvidemos) hasta ahora solo ha sido funcional
durante el escaso periodo sidéreo de unos diecinueve siglos.
Especular, en un contexto teológico o cosmológico, sobre qué habría sido si las
cosas hubieran transcurrido de otra manera es, desde un punto de vista, absurdo. Es,
desde luego, disparatado, si no blasfemo, el hacerlo por hacerlo. Pero como medio para
lograr un mejor entendimiento de lo que ha sido y de lo que es, tal especulación puede
ser esclarecedora. Toda la profundidad y el patetismo del ¡felix peccatum Adae! de San
Agustín3 se perderían en alguien que no estuviera preparado para suponer, aunque fuera
por un instante, que Adán podría no haber caído.
Con este final a la vista, entonces, podemos permitirnos preguntar qué hubiera
pasado si la encarnación de la Palabra hubiese sido comprendida en el momento en que
ocurrió; si Cristo hubiese sido reconocido en vez de ser crucificado. De hecho, en el
momento en que ocurrió el Acontecimiento, el elemento farisaico en la religión judía
parecía haber triunfado, obstaculizando a la nación la oportunidad de cumplir con su
destino. En vez de hacer realidad la interioridad del Nombre Divino --una consumación
a la que había estado conduciendo toda su historia--, los Hijos de Israel se desviaron. El
Nombre había dejado de ser pronunciado incluso por los sacerdotes en el templo, y el
Creador había sido alejado a una distancia exterior infinita, como un Ser omnipotente e
infinitamente superior, pero, tal y como era pensado, existencialmente paralelo al
hombre mismo.
Sin embargo --podemos especular--, no era necesario que esto sucediera. Al
contrario, precisamente a los fariseos no les habría hecho falta ni siquiera recordar el
destino de su nación por las elocuentes palabras del Salvador; deberían haber
reconocido al instante al Creador del hombre hablando con la voz y por medio de la
garganta de un hombre. Lógicamente existía la posibilidad de una transición suave, no
trágica, de la participación original a la participación final, desarrollándose una a
medida que la otra se desvanecía. Dentro de los límites de esta especie de especulación,
podríamos incluso decir que era esto lo que se "pretendía". Pues todo el tenor del
Antiguo Testamento sugiere que la conciencia imaginal característica de la participación
original estaba siendo destruida, precisamente para que pudiera renacer.

"El rechazo de la idolatría", escribe el Dr. Austin Farrar 4, "no significó la


destrucción, sino la liberación de las imágenes. En ningún parte tienen las
imágenes más vigor que en el Antiguo Testamento, donde hablan de Dios, sin
ser Él (...), no existe estudio histórico más importante que el estudio de su
transformación. Tal transformación encuentra su expresión en el nacimiento del
cristianismo; es un visible renacimiento de las imágenes".

Sin embargo, ese renacimiento no tuvo lugar. Lo que tuvo lugar fue la crucifixión.
La participación original enciende el corazón desde una fuente externa a él; las
imágenes avivan el corazón. Pero en la participación final --desde la muerte y la
resurrección--, el corazón es encendido desde el interior por Cristo; y el corazón tiene
que avivar las imágenes.
De nuevo, más tarde --quizá hacia el final de la era grecorromana, aristotélica--,
podemos especular sobre una posibilidad similar que nunca se hizo realidad. Una vez
más sentiremos que "hubo una oportunidad" de que la transición necesaria se hubiera

100
efectuado con relativa suavidad y sin primero vivir la pérdida al máximo; pues para
entonces habían aparecido muchas mentes cristianizadas capaces de mantener juntas,
por decirlo así, en tensión, la conciencia religiosa no figurativa, característica de los
judíos, y la conciencia figurativa derivada de Grecia y Roma. Dionisio Areopagita
enseñaba que Dios era a la vez "anónimo" y "poliónimo": sin nombre y de muchos
nombres. Y su tratado sobre Los Nombres Divinos, al que ya me he referido, tuvo
profunda influencia en el pensamiento medieval. La filosofía de Santo Tomás de
Aquino, y en particular quizá los dos tipos de participación que encontramos aludidas en
ella (ver el capítulo XIII), parecían estar en el umbral de efectuar la transición con
suavidad. Pues mientras que su participación por composición (sujeto y predicado,
forma y materia) es específicamente aristotélica y mira atrás la participación original, su
participación jerárquica per similitudinem, derivada, en parte, de Dionisio, más bien
mira adelante la variedad "final". Y ya, antes de la época de Santo Tomás de Aquino, la
sorprendente súbita aparición y difusión por toda Europa de una rica cosecha de
leyendas del Santo Grial sugiere un intento de levantar el misterio eucarístico desde un
estado básicamente inconsciente a un estado básicamente consciente (y no sacerdotal).
Ir más allá de la mención de tales asuntos aquí sería ir demasiado lejos. Basta
con que la posibilidad, si es que existió, no se hizo realidad. En cambio, antes de que se
pudiese decir que la participación final había empezado bien, las representaciones
colectivas, "las imágenes", fueron bien barridas del último vestigio de participación
original por ese farisaísmo intelectual engendrado (pero, de nuevo, no necesariamente)
por la revolución científica.
Es hora de volver de las abstracciones de lo que podría haber sido a la realidad
concreta de lo que ha sido y lo que es.

Notas
1
Retractationes, I, 13; 3.
2
A pesar de mi profunda admiración, ésta sería mi crítica de la teología del fallecido Charles
Williams.
3
"¡Feliz pecado de Adán!".
4
A Rebirth of Images.

101
XXV

EL MISTERIO DEL REINO

Se señaló en el capítulo XXIII que la adquisición de un nuevo punto de vista


moral por la humanidad puede significar distorsionar los juicios morales. Algo de
violencia es inevitable cuando se apela a los hombres, en cualquier ámbito, no a que
corrijan sus ideas previas eliminando algún error, sino, en realidad, a que avancen a un
nuevo nivel que incluye al antiguo en lugar de reemplazarlo. En el ámbito moral, lo que
hasta ahora era simplemente "bueno" se ve por primera vez ya no como algo absoluto,
sino también como enemigo de algo mejor... y aún así ha de seguir comprendiéndose
como bueno. Esta "tragedia del progreso", como la he llamado, es la fuente de la
mayoría de las "declaraciones difíciles" en los Evangelios. Consideremos, por ejemplo,
las parábolas de los obreros de la viña, y del hijo pródigo. Nuestra profundamente
arraigada sensibilidad para la bondad de la justicia y de la equidad tiene que estar
escandalizada, porque nos están llamando por señas hacia una actitud en dirección
opuesta a la habitual; porque se nos invita a ver la tierra, por un momento de cualquier
modo, más bien como tiene que manifestarse desde el sol; a experimentar el mundo del
hombre como el objeto de una inmensa y positiva emanación de amor, en la abundancia
de cuya radiación tales nimiedades como el mérito y la recompensa son meras
irrelevancias.
Bueno, no pueden encontrarse declaraciones más difíciles en los Evangelios que
el grupo que trata del uso y el propósito de las parábolas. Tomemos, por ejemplo, los
versículos que siguen inmediatamente a la parábola del sembrador en el capítulo 13 del
Evangelio de San Mateo (Mt 13, 9-13):

"El que tiene oídos para oír, oiga."


Entonces, acercándose los discípulos, le preguntaron:
--¿Por qué les hablas por parábolas?
Él, respondiendo, les dijo:
--Porque a vosotros os es dado saber los misterios del reino de los cielos, pero a ellos no
les es dado, pues a cualquiera que tiene, se le dará y tendrá más; pero al que no tiene,
aun lo que tiene le será quitado. Por eso les hablo por parábolas: porque viendo no ven, y
oyendo no oyen ni entienden.

Haciendo una pausa ahí por un momento, debemos admitir que si intentamos
aceptar todo esto tal y como está 1, y sin ningún contexto o clave para su significado, el
decir que "distorsiona" los juicios morales es quedarse corto. El significado superficial
no solo es severo, es brutal. Y no existe ninguna diferencia sustancial a este respecto
entre el pasaje citado y los pasajes paralelos en San Marcos 4, 9-12 y San Lucas 8, 9-10.
Si queremos entender lo que realmente estaba en la mente del Hablante, debemos
profundizar más. Y, en primer lugar, nos daremos cuenta de que todo precede a una
frase que contiene un fuerte eco de ciertos pasajes del Antiguo Testamento:

Porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden. [Mt 13, 13].

Tales ecos son frecuentes en las declaraciones relatadas de Jesús y a menudo se llama la
atención sobre ellos en los márgenes de las Biblias anotadas. Está claro que todo su
lenguaje estaba saturado de recuerdos de esta índole, aun cuando no se pueda establecer
una alusión precisa. El Nuevo Testamento está, en cierto sentido, latente en el lenguaje
del Antiguo Testamento. Sin embargo, en este caso, en la versión de San Mateo del

102
discurso, la alusión al Antiguo Testamento es precisa y explícita. Pues Nuestro Señor
continúa inmediatamente:

De manera que se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dijo:


"De oído oiréis, y no entenderéis;
y viendo veréis, y no percibiréis,
porque el corazón de este pueblo se ha entorpecido,
y con los oídos oyen pesadamente,
y han cerrado sus ojos;
para que no vean con los ojos,
ni oigan con los oídos,
ni con el corazón entiendan, ni se conviertan y yo los sane". [Mt 13, 14-15].

Para rastrear la reverberación hasta su fuente no basta simplemente con ir al


capítulo 6 de Isaías. "Ojos que no ven, y orejas que no oyen"... ¿dónde nos hemos
encontrado con esto antes? En aquellos versos del salmo 115 que ya he citado dos
veces, en los capítulos X y XVI. Este salmo era muy familiar a los oídos judíos. Es uno
de los seis salmos Halel [113-118], obligatorios en muchas fiestas, y, según la
Enciclopedia Judía, habría sido parte del "himno" que cantaron los Trece después de la
Última Cena [Mt 26, 30]. Además, estos versos están repetidos casi al pie de la letra en
el salmo 135:

Los ídolos de las naciones son plata y oro,


obra de manos de hombres.
Tienen boca y no hablan;
tienen ojos y no ven;
tienen orejas y no oyen;
tampoco hay aliento en sus bocas.
Semejantes a ellos son los que los hacen
y todos los que en ellos confían.

Volvamos de nuevo al libro de Isaías y leamos el capítulo 44, que se ocupa


principalmente de la idolatría:

Los que modelan imágenes de talla, todos ellos son nada, y lo más precioso de ellos
para nada es útil (...) hace un dios (un ídolo suyo), se postra delante de él, lo adora y le ruega
diciendo: "¡Líbrame, porque tú eres mi dios!".
No saben ni entienden, porque cerrados están sus ojos para no ver y su corazón para no
entender.

Queda claro que para entender las palabras enigmáticas que en los Evangelios
Sinópticos están interpuestas entre la parábola del sembrador y su interpretación,
debemos escuchar en ellas, como una resonancia, tanto la voz del profeta Isaías como la
familiar voz del salmista arremetiendo contra las imágenes talladas. No podemos hacer
otra cosa sino leerlas como haciendo alusión a la idolatría.
¿Pero a qué clase de idolatría? Es totalmente imposible suponer que Jesús
pensaba en la idolatría primaria --es decir, la adoración de imágenes como algo
numinoso-- de la que los Hijos de Israel habían sido una vez culpables. Pues ¿cómo es
posible meter tal alusión en el contexto? Además, esa clase de idolatría ya no era un
gran defecto; ya que prácticamente había dejado de existir entre el pueblo judío. Así,
Condler en su "Outlines of the Life of Christ", haciendo hincapié en la degeneración
moral prevaleciente entre los judíos en la época de la Natividad, pudo escribir (la

103
cursiva es mía): "Con excepción de la idolatría, los cuadros más sombríos pintados por
los profetas del Antiguo Testamento de Israel se hicieron realidad."
Ya se dijo algo en el capítulo XVI acerca de dos tipos diferentes de idolatría.
Los profetas del Antiguo Testamento estaban conscientes no sólo del primer y obvio
tipo de idolatría. Existen una veintena de diferentes palabras hebreas que se han
traducido por "ídolo" o "imagen" en las versiones de la Biblia, y además de la presencia
de una espiritualidad falsa o impura, está claro que los escritores hebreos asociaban con
imágenes la casi opuesta noción de vacío o nada: la ausencia de cualquier clase de
espiritualidad. Está también claro de los pasajes ya citados que era esta visión
secundaria de los ídolos la que era concebida como probable de ser transferida al estado
subjetivo del idólatra:

Semejantes a ellos son los que los hacen; y todos los que en ellos confían [Sal 135. 18].

Este vacío subjetivo --que quizá era también el "desierto" o "lugar solitario"
donde se describe a San Juan Bautista predicando el "arrepentimiento"-- parece ser la
condición psíquica que se provoca cuando la eliminación de la participación ha privado
al "reino" exterior --el mundo exterior de las imágenes, ya sean artificiales o naturales--
de toda sustancia espiritual, mientras que el nuevo reino interior aún no ha comenzado
a hacerse realidad. Es, por decirlo así, el punto nulo entre la participación original y la
participación final.
La parábola particular que Jesús relacionó de esta manera con la idolatría fue la
parábola del sembrador, pero se nos da a entender que lo que dijo se aplicaba a todas las
parábolas, y que la capacidad para "entender" esta parábola era una especie de
condición previa para la comprensión, o entendimiento, de cualquier otra.

¿No entendéis esta parábola? ¿Cómo, pues, entenderéis todas las parábolas? 2

¿Qué tiene, entonces, esta parábola particular --la del sembrador-- que requiriera este
comentario particular? Escuchemos, en primer lugar, la exclamación con que concluye
la parábola:

El que tenga oídos para oír, oiga.

Eso no es peculiar de este pasaje. Es incluso una frase que era utilizada por otros
rabinos además de Jesús. Pero si nos tomamos el trabajo de examinar todas las
ocasiones en que Jesús utilizó estas palabras, siempre las encontraremos asociadas a la
enseñanza de "el Reino" interior, de la luz, sea de una vela o del sol, que ahora brilla
desde dentro, del movimiento de dentro hacia afuera, en contraposición al movimiento
de fuera hacia adentro. Y así aquí: a los discípulos se les dice, primero, "A vosotros os
es dado saber los misterios del reino de los cielos" [Mt 13, 11], o, según San Marcos 3:
"A vosotros os es dado saber el misterio del reino de Dios; pero a los que están fuera,
por parábolas todas las cosas."

Luego sigue la interpretación, empezando con el breve y abrupto verso:

El sembrador es el que siembra la palabra.

La parábola, por consiguiente, era acerca de la siembra de la palabra, del Logos, en la


tierra. Era un intento de despertar a sus oyentes a la comprensión de que esta semilla
estaba dentro de sus propios corazones y mentes, y ya no en la naturaleza o en cualquier

104
lugar fuera. Hemos visto algo del cambio en la naturaleza de toda la imaginería y
representación que tiene lugar con la transición de la participación original a la
participación final. Pero "transición" es una palabra equívoca para describir el violento
cambio en toda la dirección de la conciencia humana que, en último término, esto tiene
que implicar. De ahora en adelante, la vida de la imagen debe provenir de dentro. La
vida de la imagen no ha de ser más que la vida de la imaginación. Y es propio de la
naturaleza de la imaginación el que no pueda inculcarse. En primer lugar, tiene que
existir el movimiento voluntario desde dentro. En efecto, no tiene que crearse a sí
misma, pero, por supuesto, tiene que existir por voluntad propia, de lo contrario... no
será en absoluto imaginación; y será. por lo tanto, incapaz de ser iconoclasta. La
iconoclastia se hace posible mediante la semilla de la Palabra, activa dentro de nosotros,
como imaginación. Al que no tiene esta semilla --de la participación final -- , aun el
residuo --de la participación original-- que tiene le será quitado.
Comprender verdaderamente, o (si puedo usar la expresión) "darse cuenta de", lo
que significan la palabra y su siembra supone alguna comprensión elemental de, o
sensibilidad para, la naturaleza de la participación final, y por lo tanto también de la
naturaleza de las declaraciones parabólicas. Solo es posible para aquellos en quienes la
palabra ya ha arraigado, por débilmente que sea. Y a la inversa: el no tener
absolutamente ningún vislumbre de lo que ocurre en el momento de la declaración
parabólica es ser incapaz de comprender, o "entender", ninguna parábola, ninguna
metáfora, ningún símbolo y ningún sacramento.
Por consiguiente, es imposible que el objetivo principal que busca alcanzarse
con una parábola pueda ayudarse con explicaciones. Solo aquellos en quienes la semilla
ya ha germinado, en quienes el movimiento ha tenido lugar, pueden beneficiarse de
cualquier explicación. A ellos, en efecto, les ayudaría convertir lo poco que tienen en
abundancia. Pero para aquellos que aún no han hecho un movimiento voluntario interior
en dirección de la iconoclastia, para aquellos que no han sufrido ese cambio de
dirección de toda la corriente de la existencia de un hombre --la metanoia, o cambio de
la mente, cuyo nombre para el corazón es "arrepentimiento"--, las explicaciones son
inútiles. Simplemente sustituirán un tipo de ídolo por otro. La interpretación misma
seguirá necesitando interpretación, y esa interpretación también la malinterpretarán
inevitablemente en términos de su idolatría. Esto es lo que le ha ocurrido, de hecho, al
tremendo epígrafe: "El sembrador es el que siembra la palabra". Y uno puede
imaginarse muy bien la reticencia con que Cristo lo lanzó al océano del malentendido
idolátrico, donde todavía lo encontramos, en general, hoy día.
Comúnmente se supone que la siembra de la palabra no es sino una manera
gráfica de referirse a la predicación y a la actividad misionera. ¿Pero cómo es posible
que esto sea así? Si este simple paralelismo era toda la intención, ¿por qué se nos
advierte de manera tan solemne que la facultad de entenderlo presupone el acceso a "el
misterio del reino"? Ciertamente, el autor del Evangelio de San Mateo no nos deja
dudas acerca de sus convicciones, a saber, que tanto el nacimiento de "la Palabra del
Reino" en el hombre como su encarnación en la parábola eran algo a lo que siempre
había estado conduciendo la historia judía. Pues más tarde, en el mismo capítulo, al
cierre de una serie de parábolas y símiles destinados a sugerir el Reino, añade
(aludiendo al largo e histórico salmo 78):

Todo esto habló Jesús por parábolas a la gente, y sin parábolas no les hablaba, para que
se cumpliera lo que dijo el profeta:
"Abriré en parábolas mi boca;
declararé cosas escondidas
desde la fundación del mundo".4

105
Si, por otra parte, lo que se señala como la siembra de la palabra es el
advenimiento de Dios mismo a la naturaleza y al hombre; si lo que está oculto en ésta y
en las otras parábolas y metáforas que se refieren a "el reino" es el momento decisivo
del tiempo mismo, es el cambio a esa relación de creador dirigido a la que ya nos hemos
referido, entonces deberíamos esperar lo que de hecho encontramos. Deberíamos
esperar que estas declaraciones sean las más "duras" de todas, y deberíamos esperar que
se conecten con la superación humana de la idolatría con ayuda de una imaginería
inventada o creada por el hombre; pues ese es el primer paso, vacilante, en el camino
que conduce a la participación final.
Nadie que no tenga algún vislumbre de todo lo que la palabra y la Encarnación
de la Palabra significan en la evolución humana puede "recibir" verdaderamente tales
declaraciones. Esto lo he intentado describir en este libro con la perspectiva más global
y precisa con la que puede verse hoy día. Pero una comprensión de la esencia de ello,
con una perspectiva diferente, más antigua --esto es, en las versiones griega y hebrea de
una enseñanza del "Logos"--, ya se había vuelto posible, como hemos visto, antes de
que Cristo viniera a la tierra. Era a esta comprensión a la que apelaba en las
declaraciones difíciles.
Para imaginar verdaderamente el efecto de estas declaraciones sobre aquellos de
sus seguidores que tenían la comprensión, tenemos que tener oídos para oír; para oír a
Cristo como el Representante de la Humanidad hablando realmente al puñado de gente
en Palestina hace mucho tiempo. Recordemos, por ejemplo, la gran serie de
declaraciones "Yo soy..." en el Evangelio de San Juan: "Yo soy el camino, la verdad, y
la vida...", "yo soy la luz del mundo...", "el Padre y yo uno somos..." y reflexionemos lo
parecido que era al hebreo el dialecto arameo que hablaba, de manera que en cada "Yo
soy" los discípulos casi tienen que haber oído el Nombre Divino mismo, el Creador del
hombre, hablando por medio de la garganta del hombre; hasta que casi no hayan podido
saber si les hablaba a ellos o hablaba en ellos, si era su voz lo que oían o si eran sus
propias voces.
Ahora bien, hemos visto que los judíos no estaban interesados en los fenómenos.
Estaban interesados en la moralidad. Y en su civilización fue el mundo de la moralidad,
y no el de la naturaleza, el que el pensamiento del tipo alfa se había dedicado a
transformar de una fuente de vida en un sistema de leyes. Nuestra propia idolatría,
nuestro farisaísmo mental y sensual, casi no había surgido todavía; era la idolatría del
farisaísmo moral la que debía disolverse primero. No nos debe sorprender que la otra
idolatría, siempre latente, solo esté haciéndose completamente patente en nuestros
tiempos. La participación final es, en efecto, el misterio del reino --del reino que vendrá
a la tierra, como en el cielo-- y todavía estamos solo en el borde de su umbral exterior.
Dos mil años no son casi nada en comparación con las eras que precedieron a la
Encarnación. Hubieron de pasar más de mil años antes de que la Iglesia occidental
alcanzara siquiera ese vislumbre premonitorio de la participación final que expresó al
añadir el Filioque al Credo, y al reconocer que el Espíritu Santo procede del Hijo así
como, originariamente, del Padre.
La eliminación de la participación original implica una contracción de la
conciencia humana desde la periferia al centro (ver el capítulo XI) --una contracción
desde el cosmos de la sabiduría a algo así como una actividad puramente cerebral--,
pero igualmente implica un despertar. Pues despertamos, de la conciencia universal a la
autoconciencia. Pero un proceso de despertar sólo puede ser contemplado de manera
retrospectiva por el durmiente después de que su despertar es total; ya que solo
entonces está lo suficientemente libre de sus sueños para recordarlos e interpretarlos.

106
Así, la posibilidad de evocar la historia del mundo y lograr una imagen completa,
despierta, de su propia aparición gradual desde la participación original solo surgió
realmente para el hombre con la culminación de la idolatría en el siglo XIX. Aún no ha
aprendido a hacer uso de ello.
A medida que lo hagamos, el relato de esa aparición gradual estará desplegado
ante nosotros con una luz cada vez más clara. Y a medida que el misterio del reino se
revele cada vez más, la Iglesia, madre lactante del todavía apenas naciente impulso de
Cristo en los hombres, tendrá que afrontar inevitablemente graves decisiones. Nada es
mas fácil que criticar a la Iglesia por una especie de ilustración presuntuosa. Pero en
verdad ha sido poco menos que insuperable la dificultad de mantener la indispensable
firmeza de continuidad con la tradición antigua, mientras que al mismo tiempo los
significados de todo su arsenal de palabras estaban siendo disueltos lentamente desde
dentro por una idolatría que había arraigado sin referencia a ella. En las cáscaras secas
que quedan se han inflado y multiplicado problemas y dilemas que, como hemos visto,
simplemente no existían para la antigua conciencia participante que dio origen a la
liturgia y los credos.
Por ejemplo, una conciencia no participante no puede evitar distinguir
precipitadamente entre el concepto de "hombre", o "humanidad", u "hombres en
general", por una parte, y el de "un hombre" --un espíritu humano individual--, por la
otra. Esta dificultad no se planteó a nada del mismo alcance mientras sobrevivió la
participación original. Por consiguiente, nuestros predecesores eran capaces, bastante
interiormente, de aceptar el pecado de Adán como el pecado original de ellos también.
Y por consiguiente, nosotros no somos capaces..., porque, para nosotros, Adán (si
existió) fue, después de todo, ¡otra persona! Esto ha traído consigo la pérdida del
concepto entero de lo "caído" como elemento esencial en la composición de los seres
humanos; lo cual a su vez es la causa de la devastadora frivolidad de tanta ética y
psicología contemporáneas.
Con la doctrina de la evolución, el concepto de "hombre", como una entidad
imaginable, con una historia detrás de él y un destino delante de él, tuvo una primera
reaparición confusa. Pero, debido a la forma que adoptó esa doctrina bajo la influencia
de la idolatría imperante, este "hombre" de la evolución carece de unidad interior con el
espíritu de cualquier hombre individual particular vivo en la tierra y en cualquier
momento particular. Cuando nuestra supuesta evolución de los ídolos 5 se sustituya por
la evolución de los fenómenos, creo que se verá sin mucha dificultad que la evolución
del espíritu humano individual siempre ha ido paso a paso con la evolución de la
naturaleza; y que, incluso, las dos son "caídas". De hecho, la evolución biológica del
género humano es solo una mitad del relato; la otra mitad queda por contar.
La claridad despierta de la retrospección, a la que acabo de referirme, estará
obligada a reconocer, estoy convencido, que la aparición gradual del hombre desde la
participación original equivale también a la aparición gradual de "los hombres" desde
"el hombre"; que no es solo la historia cumulativa del género, sino también la biografía
de cada espíritu individual. Ni veo cómo esto puede dejar de implicar el reconocimiento
de la existencia --mejor dicho, existencias--, prenatal individual. Alguna comprensión
de esto parece haber sido común para la mayoría de los hombres antes de que el
Occidente surgiera del Oriente, y comenzara la expulsión sistemática de la
participación original, hace unos tres mil años. Una renovación de esa intuición perdida
será, casi seguro, uno de los primeros pasos que habrá de dar la religión mediante el
renacimiento en ella de esa sabiduría cósmica, que es la fuente no solo del mundo de las
apariencias, sino también de la cambiante relación del hombre con ellas.

107
Sospecho que no será fácil para la Iglesia. No será fácil para la madre lactante
aceptar la posibilidad de que el niño a su cargo ha llegado a necesitar más alimento; o
que el grifo de la revelación del misterio del reino no se cerró cuando se cerró el canon
del Nuevo Testamento, sino que es la labor de una época terrenal. Tal paso no se dará
fácilmente; pero al fin, si Cristo infunde a mi ser humano entero, tanto a la mente como
al corazón, el cosmos de sabiduría, con todas sus verdades olvidadas, morará en mí,
quiera o no quiera; pues Cristo es la sabiduría cósmica en su camino desde la
participación original hacia la participación final.
Este libro es un estudio de la idolatría, y en particular del último y mayor paso
de la idolatría, que denominamos la revolución científica. En él he llamado la atención
sobre los grandes beneficios que ha ocasionado esta revolución, y podría haber dicho
mucho más sobre esto. Razas que durante toda la historia del mundo nunca han tenido
suficiente para comer están siendo alimentadas, mientras escribo, por la gran
tecnocracia de América. También hice alusión a los inapreciables regalos de la exactitud
y la precisión. Sin embargo, cuando se llegue a hacer el último balance entre lo bueno y
lo malo, no creo que serán estas cosas por las que los hombres recordarán la revolución
científica con gratitud.
El hombre, dijo J.P. Sartre, es un ser que está condenado a la libertad. Esa es
una manera de considerarlo. Y es la única manera, si el hombre mismo no es nada más
que un ídolo hueco. Pero si el hombre no está hueco, sino que es el escenario en el cual
la participación ha muerto para resucitar, entonces también existe otra manera de
considerarlo. Si en Cristo participamos finalmente del Espíritu del que en otro tiempo
participamos originariamente; si, al hacerlo, participamos uno del otro, de manera que
los "hombres" se convierten una vez más también en el "hombre"; si en la participación
original éramos soñadores y no éramos libres, y si Cristo es un Ser de quien puede
participarse solo con vigilancia y libertad, entonces lo que se recordará principalmente
de la revolución científica será la manera en que limpió las apariencias de los últimos
vestigios de espíritu, liberándonos de la participación original, para la participación
final. Y si lo que de ese modo produjo fue, como he sugerido, un mundo de ídolos,
todavía así como San Agustín antaño pudo contemplar el mayor de los males y
exclamar ¡Felix peccatum!, así nosotros, mirando fijamente ese mundo y aceptando la
carga de la responsabilidad existencial que nos impone la participación final, podemos
todavía ser inducidos a añadir:

¡Felix eidolon!

"Baal-Peor abandona su templo oscuro...", después de todo, el otro nombre para la


participación original, en todas sus formas largamente ocultas, en todas sus formas
diluidas, en la ciencia, en el arte y en la religión, es: paganismo.

Notas
1
Tomo los Evangelios tal y como están, tratándolos (cuando quiera que hayan sido escritos)
como documentos válidos legados por hombres sabios y profundamente responsables. Creo que
muchos de los argumentos propuestos en favor de disecarlos desaparecerán con la idolatría
(como me he atrevido a llamarla aquí) que ahora obstruye nuestra comprensión de un sentido
más profundo. Entretanto, aquellos que prefieran todavía seguir a Jülicher, C.H. Dodd, Jeremias
y otros, al descartar Mateo 13, 9-13 y sus paralelos en Marcos y Lucas como interpretaciones
posteriores añadidas por la iglesia primitiva, pueden también preocuparse por ponderar si es

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posible que la iglesia primitiva haya entendido más o menos que el comentarista del siglo XX el
contenido real de esta y otras parábolas.
2
Marcos 4, 13.
3
Marcos, 4, 11.
4
Mateo 13, 34 y 35.
5
Ver capítulos IX y X.

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