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LIBERTAD Y DISCERNIMIENTO DE LOS HIJOS DE DIOS

Valor psicológico y comunitario de la ley

Todos los psicólogos insisten en que desde el comienzo de la vida el ser humano necesita de la ley.
Nadie madura ni se humaniza cuando se deja llevar exclusivamente por sus propios gustos. Es el
principio de la realidad, que configura nuestro mundo pulsional, anárquico y caótico por
naturaleza, para hacer posible el paso a un nivel cultural donde la conducta no está regida
únicamente por el principio del placer o del capricho interesado. La ley, simbolizada en la figura del
padre, limita y coarta la espontaneidad instintiva del niño, para introducirlo en un mundo diverso,
en el que predominan otros criterios que regulan el comportamiento. La norma exterior, con su
dosis de coactividad y violencia, aparece entonces como un elemento pedagógico insustituible
para la maduración de la persona. Cualquier esfuerzo por liberarse de esta exigencia repercutiría
negativamente en su propio psiquismo.

Esta misma ley es una exigencia que brota también de la dimensión comunitaria de la persona. El
ser humano, de ordinario, no vive como un eremita solitario en el desierto, sino que su vida se
desarrolla en relación y contacto continuo con los demás. Su conducta debe tener en cuenta los
derechos y obligaciones de cada uno para que sean posibles la convivencia social y el respeto
mutuo. La ley marcará los límites que defienden tales espacios, con el deseo de que la instintividad
o los intereses individuales se configuren de acuerdo con el bien común y no sólo en función de las
propias apetencias. Someterse a tales obligaciones es un camino de maduración y equilibrio
personal y una forma de colaborar a la armonía del grupo. La liberación de este imperativo
desembocaría en un capricho infantil o en un anarquismo sin sentido. Cualquier persona sensata
aceptará con gusto esta función, aunque limite algunas de sus posibilidades.

Todo grupo que busque una cierta estabilidad y permanencia re- quiere además, por este motivo,
un mínimo de institucionalización. Es la única forma de vincular a los individuos, que desean
comprometer- se para tener todos una misma finalidad y conocer, por otra parte, los medios
concretos para conseguirla. Una promesa privada o la buena voluntad serán suficientes para
mantener una cohesión individual y bastante limitada; pero aplicar estos criterios cuando se trata
de llevar adelante una tarea mucho más amplia, estable y universal, no deja de ser una ingenua
ilusión. La institucionalización tiene también sus peli- gros cuando se esclerotiza e impide el
dinamismo y la evolución de la vida, pero, a pesar de estos riesgos, ofrece siempre una garantía
mayor y más eficaz que el simple compromiso de palabra. La ley manifesta- ría, en este caso, esas
reglas fundamentales que identifican a los miem- bros de una determinada sociedad y que
deberán ser respetadas por todos cuantos deseen formar parte de ella y colaborar en la realización
de una tarea específica. Sin esta legalización, con todo lo que ella com- porta, no es posible otorgar
existencia jurídica a los proyectos de nin- gún grupo. Y la experiencia está ahí para demostrarnos
que sólo por este camino hay esperanza de continuidad.

Dimensión religiosa

Desde una perspectiva religiosa, la ley encierra también un valor de extraordinaria importancia y
profundidad, pues era la memoria y el recuerdo constante, que resonaba en el corazón del judío
piadoso, de un hecho tan asombroso y desconcertante como el de la alianza de Dios con su pueblo
elegido. Un gesto inaudito y del que nunca podrá olvidarse, porque formará parte definitivamente
de su propia historia y marcará de manera significativa su propia identidad: «¿qué nación hay tan
grande cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley que yo os expongo hoy?» (Dt
4,7).

Es comprensible, por tanto, que la ley no despertara ninguna agresividad o rebeldía, sino que se
convirtiera en una realidad sagrada, digna de veneración y agradecimiento. Tenía un carácter
sacramental, como símbolo de la presencia y cercanía de Yahvé, que nunca abandonaría a los que
así había amado. Por eso, cuando en el destierro se encontraban sin Templo, la conservaron como
signo inequívoco de su destino histórico. Era una evocación permanente de todas las maravillas
que Dios había realizado con ellos.

Con razón, los judíos no experimentaban ninguna dificultad en aplicar a la ley, vivida en toda su
riqueza simbólica y espiritual, la afirmación que aparece en el prólogo del evangelio de san Juan
referida al Logos: «En el comienzo existía la ley». La doctrina del judaísmo rabínico quedaría
expresada con toda su fuerza y estima en aquella frase del sermón de la montaña: «mientras
duren el cielo y la tierra, no deja- rá de estar vigente ni una i ni una tilde de la ley sin que todo se
cumpla». (Mt 5,18). Aquí también, la lucha por sentirse liberados de ella destruiría, en este caso, la
identidad religiosa del pueblo elegido.

No es extraño, por tanto, que este aprecio de la ley se haya mante- nido en la espiritualidad
cristiana. Si la moral nos enseña no sólo a rea- lizarnos como personas, sino a vivir como hijos de
Dios y responder a su palabra, lo más importante para la vida del creyente es encontrarse con la
voluntad del Señor en un clima de fe, hacerse dócil y obediente a esa llamada que nos viene de
arriba. De ahí, la pregunta básica y fun- damental, en el campo de la praxis, de cómo es posible el
descubri- miento de esa vocación. La respuesta más común y ordinaria remitía de nuevo a la
moral: cumpliendo con los preceptos y normas de conduc- ta, expresamos nuestra obediencia a
Dios. De esa manera la ley se man- tenía como la señal más universal y explícita de su soberana
voluntad y manifestaba el camino más corto y evidente para conocer sus desig- nios concretos
sobre cada persona. Vivir cristianamente equivalía al cumplimiento lo más exacto posible de los
valores e imperativos éticos.

De ahí la excesiva y hasta ansiosa preocupación de los cristianos por las obligaciones y leyes
morales, tal como se expresaban en los catecismos y libros de texto. Se quería describir en ellos lo
bueno y lo malo, con sus fronteras y sus límites perfectamente definidos, para saber cómo
acercarse al Señor y evitar su lejanía por causa del pecado. En caso de duda, se acudía al técnico
para que él explicara el alcance y contenido de las diferentes obligaciones. Sólo así se obtenía la
certe- za de conocer con exactitud la divina voluntad. Las alabanzas a la ley y la invitación a su más
estricta observancia encontrarían aquí su jus- tificación humana y espiritual. La ascética religiosa
ha subrayado siempre este aspecto, aunque en algunas ocasiones lo haya hecho con excesivo
énfasis, y en otras no siempre por motivaciones transparentes y desinteresadas.

Los riesgos de un legalismo

No pretendo negar que semejante presentación sea verdadera en su conjunto, sobre todo si se
enmarca en un contexto mucho más matiza- do. Sin la menor duda, el querer de Dios se nos hace
cercano y presente en cada una de las obligaciones morales que se experimentan en lo más
profundo del corazón. Esta llamada resuena con un eco perfecto en la interioridad de la propia
conciencia que nos hace presente su voz.

Sin embargo, y a pesar de todas estas alabanzas psicológicas, co- munitarias y religiosas, cuya
objetividad nadie niega, la ley ha sido también objeto de importantes críticas desde esas mismas
ópticas. El cumplimiento de la ley ha tenido siempre el peligro de inclinarse hacia un legalismo que
psicólogos y profetas de todos los tiempos no se han cansado de condenar. Podríamos afirmar, sin
miedo a equivocarnos, que la raíz de muchos conflictos humanos y espirituales encuentra aquí su
más profunda explicación. La no aceptación de sí mismo, con la consiguiente intolerancia que
afecta también a los demás, y el fariseís- mo del hombre piadoso tienen mucho que ver con la
forma de relacio- narse con la ley, como ya hemos apuntado en capítulos anteriores.

La observancia ha degenerado a veces en una infantil búsqueda de seguridad que elimina otras
preocupaciones y responsabilidades; ha servido como instrumento para obtener el aprecio y la
estima de los demás, que lo ofrecen como recompensa a quienes obedecen y aceptan lo que está
mandado; sirve para satisfacer nuestro propio narcisismo cuando queremos responder a un yo
ideal y perfeccionista, que no tole- ra ningún desajuste entre lo que nos exige y lo que somos; y
hasta se pretende con ella obtener la salvación, intensificar la amistad con Dios y hacer presente el
reino de Dios entre nosotros.

Nadie está exento de estas desviaciones, que nacen de un legalis- mo que no tiene valor humano
ni religioso alguno. En este sentido, la liberación de la ley se impone como una exigencia ineludible
para vivir nuestra condición de personas y de cristianos. Pero, sobre todo, cuan- do se busca cómo
descubrir en serio la voluntad de Dios y cuál es la metodología cristiana para conseguir esa meta,
ni la moral ni la ley constituyen la mejor manera de alcanzar ese objetivo. Sólo un discer- nimiento
espiritual auténtico capacita de veras para una finalidad como ésta, por dos razones
fundamentales que vamos a explanar.

La vocación cristiana a la libertad

En primer lugar, conviene insistir con fuerza en un aspecto demasiado olvidado de nuestra praxis
cristiana. La economía de la salvación se caracteriza por situar al creyente en un clima de
relaciones familiares con Dios; Jesús ha venido para darnos la gran noticia, que nos abre a un
horizonte insospechado: somos hijos de Dios, y por eso, desde lo más hondo del corazón, nace una
exclamación jubilosa: ¡Abba! (Cf. Gal 4,7). Con la misma palabra que tantas veces oyeron a Cristo
en su oración, el cristiano puede ahora dirigirse al Señor. Y en una familia, donde las relaciones
deben ser afectivas y cordiales, lo que prevalece como factor más importante no será nunca la ley,
sino el amor que la supera y trasciende. De ahí el grito incontenible de Pablo cuando recuerda a los
cristianos su auténtica vocación: «Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (Gal
5,13). Sus palabras no se pue- den interpretar como si fueran un género literario o un simple
recurso oratorio. Son ideas que el apóstol explicita de manera constante y con un lenguaje muy
claro, pues no sólo las tiene profundamente asimila- das, sino que siente la obligación de
proclamarlas como parte funda- mental de su trabajo misionero.

Jesús aparece en su teología como el gran libertador. Nos ha resca- tado de la esclavitud del
pecado para que, a pesar de ese misterio de iniquidad que domina sobre la creación entera, el
hombre pueda reali- zar el bien; nos ha librado de la muerte, sembrando una nueva espe- ranza
que vence y supera la finitud de nuestra existencia; y nos ha dado una última y definitiva victoria,
pues él también «nos rescató de la mal- dición de la ley» (Gal 3,13). Todo régimen legal ha
caducado definiti- vamente con la venida de Cristo y ha sido sustituido por otro régimen de
relaciones familiares: «<...envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, sometido a la Ley, para rescatar a
los que se hallaban bajo la ley y para que recibiéramos la condición de hijos» (Gal 4,4-5). En la
economía actual de la salvación no existe nada más que una doble alternativa, sin ningún término
medio que suavice su radicalismo: o vivir en un régi- men de esclavitud que nos somete a su
imperio -«Porque todos los que viven de las obras de la ley incurren en maldición»: Gal 3,10–, o
seguir a Cristo para liberarnos de esa maldición, pues «si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo
la ley» (Gal 5,18).

El escándalo de un mensaje

El evangelio de la libertad fue motivo de escándalo para la gente pia- dosa de aquel tiempo.
Convertirse al cristianismo suponía renegar de una tradición sagrada en la que el judío había sido
educado. Las diver- sas sectas rivalizaban en su adhesión más incondicional a la ley y no podían
comprender que un verdadero israelita se atreviera a defender una doctrina tan contraria a esta
observancia religiosa. La reacción del pueblo, frente a un movimiento que rompía su propia
identidad histórica resulta bastante comprensible. Y no es extraño que desde entonces la misma
literatura rabínica no haga mención alguna de Pablo o lo con- sidere como un auténtico hereje y
cismático. No en vano, su pensa- miento chocaba de frente contra uno de los puntos básicos en la
teología de aquel tiempo.

A pesar de ello, podemos catalogar de intransigente su postura, pues se trataba de un punto donde
no cabían concesiones ni benévolas tolerancias de ningún tipo, si se trataba de defender lo más
específico de la experiencia cristiana. El cariño y la comprensión no debían disi- mular lo más
mínimo un aspecto tan importante de la fe. El episodio de Antioquía revela esa actitud
inquebrantable frente a la conducta más ambigua del mismo Pedro, que no tuvo el suficiente valor
para enfren- tarse a los partidarios de la circuncisión. No podía tolerar que algunos falsos
hermanos, como intrusos, quisieran privar de esa libertad a los cristianos para esclavizarlos de
nuevo con el yugo de la ley: «ni por un instante cedimos, sometiéndonos, a fin de salvaguardar
para vosotros la verdad del Evangelio» (Gal 2,5). Es una doctrina que va a mantener siempre con
una coherencia absoluta.

Que la doctrina paulina sobre la libertad de la ley fue captada en todo su radicalismo se deduce de
los intentos que desde el comienzo se produjeron por suavizar su pensamiento. No sólo hubo
copistas bien intencionados que, por su cuenta y riesgo, quisieron limar las afirma- ciones que
juzgaron exageradas, sino que, incluso en épocas recientes, se han ofrecido interpretaciones que
desvirtúan su auténtica originali- dad y fuerza. Y es que la aceptación de este mensaje no fue ni ha
sido nunca fácil, pues la tentación de acudir a la ley para encontrar en ella la salvación y la
seguridad de un guía certero ha sido demasiado fre- cuente en todos los tiempos. Si sus
afirmaciones admitieran una inter- pretación reductora y suavizada, no habrían sido motivo de
escándalo ni habrían provocado tanta crítica y discusión.
Interpretaciones defectuosas

Para algunos, el término «<ley», haría referencia exclusiva, en los escri- tos de Pablo, a todo el
conjunto de prescripciones, ritos y observancias propios del Antiguo Testamento, que perdieron
definitivamente su validez con la venida de Cristo. Un mundo de preceptos y normativas
secundarias que fue eliminado por la superioridad y plenitud del evangelio.

La explicación resulta, a primera vista, coherente y comprensible, pero no habría suscitado tanta
oposición si el objetivo de tal libertad hubiera sido tan sólo la eliminación de unos cuantos
preceptos, aunque alguno de ellos fuera tan estimado y tradicional como el de la circun- cisión.
Además, las afirmaciones del mismo Pablo no permiten esta exégesis tan poco objetiva. Cuando les
dice a los cristianos que «ya no estáis bajo la ley» (Rom 6,14) o que «quedasteis muertos con
respecto a la ley» (Rom 7,4) no se refiere exclusivamente a la ley judía ya cadu- cada, sino que lo
aplica también, y de una manera explícita, a un pre- cepto tomado del Decálogo, como el «no
desearás». Es decir, la mal- dición y esclavitud de la que Cristo nos ha liberado incluye cualquier
tipo de ley, aun la más sagrada y obligatoria.

No es tanto su contenido de mayor o menor trascendencia, sino el significado general, lo que


plantea el problema. Numerosos pasajes demuestran que Pablo emplea el término nomos, con o
sin artículo, para designar a la ley como tal, que se caracteriza por ser un manda- miento exterior al
hombre (cf. Rom 3,27.31; 5,20; 13,8, etc.). Sus expresiones demuestran que no hace distinción
alguna entre los pre- ceptos intangibles, como el Decálogo, y las otras leyes y preceptos
secundarios. La ley es un todo integral que revela la voluntad de Dios sobre la humanidad, de la
misma manera que para el judío piadoso tampoco cabían distinciones jurídicas entre mandatos
más o menos importantes. La observancia constituía siempre la única respuesta posi- ble, pues,
por muy onerosa y pequeña que fuese, era un motivo de gozo responder con absoluta fidelidad al
Dios de la alianza.

La ley era para él el símbolo de toda normativa ética impuesta desde fuera a la persona. El que vive
en función de ella no ha penetra- do todavía en la esfera de la fe ni se encuentra vivificado por la
pre- sencia del Espíritu. Su vida se mantiene todavía en una situación infan- til, ya que «la ley fue
nuestro pedagogo hasta Cristo» (Gal 3,24). Por eso el que permanece protegido por ella nunca será
un verdadero hijo de Dios, «porque todos los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de
Dios» (Rom 8,14). Tal vez la traducción actual más exac- ta de su pensamiento, para comprender el
choque que supuso con la mentalidad de su época, sería afirmar que el cristiano es una persona
rescatada por Cristo de la esclavitud de la moral, un ser que vive sin la maldición de esta ley.

Otras conclusiones equivocadas

Ya sé que esta afirmación puede resultarnos aún demasiado descon- certante y prestarse a
múltiples equívocos y falsas interpretaciones. De hecho, el mismo Pablo tuvo que luchar y corregir
ciertas conclusiones equivocadas que algunos pretendieron deducir de su enseñanza. El <<<todo
me es lícito» (1 Cor 6,12) podía servir de justificación para com- portamientos inaceptables, como
si el sentirse liberado de la ley se convirtiera en un camino de inmoralidad que justificara la gula y
la lujuria. Y el desenfreno no es la meta de esta liberación, pues, aunque todo me esté permitido,
«¡no me dejaré dominar por nada! (ibid.). Otros muchos, amantes y defensores de la ley, querían
conservar, por el contrario, la fidelidad más absoluta a las tradiciones de sus mayores, y ya
sabemos con qué energía se opuso Pablo a las prácticas judaizan- tes que empezaron a
introducirse dentro incluso de las comunidades cristianas.

Y entre estos extremismos radicales no faltaban quienes confun- dían el mensaje de la libertad con
un cambio sociológico que los con- virtiera en ciudadanos libres para escapar de su condición de
siervos esclavizados (1 Cor 7,21-24), o se apoyaban en él para actuar sin nin- guna discreción,
olvidando el bien de los otros (1 Cor 8,9). Pablo no era un iluminado ingenuo, que desconociera la
situación de pecado que atenaza a los seres humanos y los condiciona en su interior. Ni preten- día
liberarse, como el adolescente que busca su independencia, en un gesto de regresión, como si no
tuviera ningún sentido y se pudiera vivir con absoluta autonomía. La esencia de su pensamiento
nos hará com- prender cómo su enseñanza continúa siendo aplicable a nuestra situa- ción actual.

La libertad de la ley tenía para él un sentido fundamentalmente soteriológico. Lo que no podía


tolerar, de acuerdo con la teología vigente entre los fariseos e incluso entre los humildes fieles de
Qumran, es que la salvación ofrecida por Dios fuera fruto y conse- cuencia de los méritos
personales, obtenidos con nuestra obediencia y sumisión; ni que sólo cuando el hombre supera
sus culpas e infidelida- des, con el cumplimiento escrupuloso de la ley, podrá sentirse salvado y
obtener la amistad divina. El esfuerzo individual conseguiría de esa manera lo que sólo se puede
esperar como don y como gracia. Aquí radicaba el punto decisivo de toda su predicación. Para
Pablo, al con- trario que para toda la mentalidad judía, la ley queda despojada por completo de su
carácter salvífico.

La esencia del pensamiento paulino

Por la fe aceptamos que la justificación es obra exclusiva de la gratui- ta benevolencia de Dios.


Cualquier intento de alcanzarla por otro cami- no desemboca irremisiblemente en una
autosuficiencia que nos hace absolutamente impermeables a su gracia. Es una verdad latente en
todas las páginas de la revelación, como condición básica e insusti- tuible: Dios nunca podrá estar
cerca de quien se cree con méritos posibilidades.

Y es que, bajo el imperio del pecado que nos atenaza, la observan- cia se vive como una garantía
del premio, y todo cumplimiento desem- boca entonces en una pseudojustificación, como si la
gracia pudiera comprarse. Al liberarnos del pecado, nos rescata también de la muerte y de esta
maldición de la ley. El don del Espíritu es el signo de la nueva economía. Animados por El, nuestra
conducta se desarrolla con otra actitud radicalmente distinta. La idea paulina sólo puede
comprender- se teniendo en cuenta el trasfondo social, que sus contemporáneos conocían a la
perfección.

Sabemos que en la antigüedad existían grandes mercados de escla- vos universalmente conocidos
por el prestigio de su organización. Allí estaban los vendedores para ofrecer su mercancía, y los
que necesita- ban esclavos para ponerlos a su servicio, intentando cada cual obtener las mejores
condiciones. Con la compra, el esclavo quedaba en pro- piedad exclusiva de quien sería en
adelante su único dueño y señor. Sin embargo, no eran raros los casos de liberación por filantropía
y recom- pensa. Al que había sido comprado se le entregaba después el título de hombre libre, que
le situaba para el futuro en un nivel social diferente. Ya nunca más sería esclavo, sino que gozaría
de los derechos y prerro- gativas de los demás ciudadanos. Algunos, no obstante, como respues- ta
y agradecimiento a esta generosidad, permanecían voluntariamente al servicio del templo o de su
señor, pero no ya como esclavos, some- tidos a la fuerza, sino como personas jurídicamente libres
que desea- ban entregarse a esa tarea.

En este contexto, Cristo aparece también como el gran mecenas que, después de pagar el precio
del rescate -«no os pertenecéis, ¡habéis sido bien comprados!»: 1 Cor 6,20-, nos libera del pecado,
de la ley y de la muerte y nos otorga la más absoluta libertad respecto de cualquier esclavitud.
Como signo de amor y agradecimiento, el cristiano se con- vierte, por su propia voluntad, en el
esclavo del Señor. Una dinámica distinta -la que nace de su condición de ser libre- será la que
oriente en adelante su conducta. Sirve a Dios porque quiere, porque está lleno de cariño y desea
responder a quien tanto le ha amado con anteriori- dad. De la misma manera que un individuo
podía, mediante un contra- to especial, enajenar su libertad en beneficio de un amo o patrono a
quien se obliga a servir, el rescatado vive bajo la fuerza del Espíritu, sin que ninguna norma exterior
le coaccione desde fuera, porque «el amor de Dios nos apremia» (2 Cor 5,15). La conducta será ya
una res- puesta de cariño agradecido, pero en la conciencia de que «todo lo esperamos de su
gracia».

La fuerza de un dinamismo diferente

La libertad cristiana alcanza así su densidad más profunda. Vivir sin ley significa tan sólo que la
filiación divina produce un dinamismo diferente, que orienta la conducta, no con la normativa de la
ley, sino por la exigencia de un amor que radicaliza aún más el propio compor- tamiento. Para el
cristiano, vivificado por el Espíritu e impulsado por la gracia interna, no existe ninguna norma
exterior que le coaccione o que le sea impuesta desde fuera y ante la que se siente molesto. Poner
de nuevo la ley en el centro de su interés significaría la vuelta a un esta- dio primitivo e infantil,
pues <<hemos quedado emancipados de la ley, muertos a aquello que nos tenía aprisionados, de
modo que sirvamos según un espíritu nuevo y no según un código anticuado» (Rom 7,6). La
iluminación de la vida, para saber cómo actuar y comportarse, no se efectúa ya por el
conocimiento de unos principios éticos ni por el análisis exacto y detallado de todos sus
contenidos, sino sólo cuan- do, movidos por la fuerza interior del Espíritu y libres de toda coacción
legal, nos dejamos. conducir por la llamada del amor. Este dinamismo original y sorprendente es el
que inventa la propia conducta del cris- tiano. El que tema vivir en este régimen de libertad no
pertenece a la familia de Dios, donde la única ley existente está oculta en el interior: <pondré mi
Ley en su interior y la escribiré en sus corazones, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jer
31,33).

El miedo y recelo existente a utilizar este lenguaje de la revelación es un indicio de la esclavitud de


muchos cristianos, que la prefieren para mayor seguridad y para eximirse de todo compromiso
responsa- ble. Y es que resulta duro comprender --tal vez porque no vivimos en ese clima- que
para los hijos de Dios no existe ya otra ley que la que nace de dentro, como imperativo del amor, y
que lleva a una vida moral y honesta: <<proceded según el Espíritu y no deis satisfacción a las ape-
tencias de la carne... si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la ley» (Gal 5,16-18). El «ama y
haz lo que quieras» de san Agustín pare- ce todavía demasiado peligroso. Pero olvidarlo equivale a
eliminar el sentido más auténtico de la diaconía cristiana: «servíos unos a otros por amor. Pues
toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gal
5,14).
Más allá de las obligaciones generales

La ética, en segundo lugar, como ciencia de principios válidos para todas las personas que la
aceptan, tampoco puede revelarnos las obli- gaciones concretas del cristiano en cada situación. Se
necesita un per- sonalismo más auténtico que rompa los horizontes minúsculos de una moral
excesivamente legalizada. Tan erróneo y peligroso sería no encontrarle ningún sentido a la ley
como creer que todo valor y obli- gación ética debe tener su origen en ella. Existe una zona íntima
y exclusiva de cada persona, donde las leyes y normas universales no tie- nen ni pueden tener
entrada. Se trata de una esfera de la vida moral y religiosa que, por el hecho de no estar
reglamentada, no queda tampo- co bajo el dominio del capricho ni de una libertad absoluta. Dios
es el único que puede penetrar hasta el fondo de esa intimidad, oculta a cualquier otro imperativo,
para hacer sentir su llamada de manera per- sonal, exclusiva e irrepetible.

La negativa de esta posibilidad supondría la eliminación de una ética individual que, sin ir contra
las leyes universales, nos afecta per- sonalmente e impone unos deberes que no nacen de la
aplicación de una ley, sino de la palabra de Dios escuchada en el propio corazón. Incluso el núcleo
más íntimo de cada persona queda siempre sometido a su querer, pues sería absurdo e inadmisible
que Él no pudiera diri- girse a cada uno nada más que como miembro de una comunidad, y no de
una forma única y exclusiva.

En la práctica, sin embargo, este personalismo ético quedaba muy difuminado en nuestra moral, ya
que la verdadera obligación sólo podía deducirse de la exigencia concreta de una ley. Por eso se
dejaba a otra disciplina el estudio de la espiritualidad y de aquellos consejos que, aunque se
consideraban como llamadas y exigencias de Dios, no se presentaban como auténticas
obligaciones. Parecía una ética dema- siado burocrática, pues su fundamentación se apoyaba sobre
una base legal, sin dar ningún contenido obligatorio a la voluntad de Dios que se manifiesta a un
individuo concreto. Como si su palabra no tuviese la fuerza suficiente para obligar a un cristiano
cuando le sale al encuen- tro en cualquier circunstancia de la vida.

De esta manera, aunque se obedeciesen todas las normas morales, el exacto cumplidor de las
mismas sería incapaz de responder a las lla- madas personales de Dios, sin un plus que vendría a
ofrecerle la asig- natura de espiritualidad. Ésta tenía como tarea dirigir a las personas que
aspirasen a una mayor perfección, mientras que la moral presenta- ría tan sólo el mínimo
requerido e indispensable para vivir como simple cristiano, sin perder la gracia y la amistad de
Dios. Lo menos que debe decirse de este planteamiento es que semejante ética no merece
adjetivarse como cristiana y es ajena por completo a las enseñanzas radicales de la revelación. La
distinción clásica entre preceptos y con- sejos estaba imbuida de esta mentalidad. Si los primeros
eran obliga- torios, estos últimos no constituían ninguna obligación, ya que no se imponen a todos
los creyentes

La búsqueda de lo que agrada al Señor a través del discernimiento

Si la moral, como insistimos en un capítulo anterior, es la ciencia que nos enseña a ser dóciles y
obedientes a la Palabra, cualquier llamada que de ella provenga, por muy privada y original que
sea, creará de inmediato una obligación de la que el cristiano tiene que sentirse res- ponsable.
Cuando Dios se acerca e insinúa su voluntad para llevar a cada uno por un sendero concreto, nadie
puede excusarse alegando que tales exigencias no pertenecen al campo de la ética o no
constituyen verdaderos y auténticos imperativos, puesto que no son universales. Una ética
cristiana debería ser siempre una ayuda para descubrir esta vocación personalizada. Pero cuando
se trata de encontrarla, no basta con el simple conocimiento y aceptación de todos los valores y
princi- pios éticos, incapaces, por su universalidad, de cumplir con una tarea semejante, sino que
se requiere un serio discernimiento espiritual, como el único camino para semejante
descubrimiento interior. Por eso resulta desconcertante que el tema no se exponga en ningún
tratado de moral, ni siquiera se hable de él en los escritos de ética relacionados con la Biblia.

Es san Pablo, sobre todo, quien otorga al discernimiento una importancia decisiva en la vida
ordinaria de cada cristiano. La expre- sión «<lo que agrada al Señor», tan constante y repetida en
sus escritos, se encuentra siempre relacionada con este discernimiento personal. No se trata de ver
cómo se aplica una norma a las situaciones particulares, ni de interpretar su contenido en función
de las circunstancias, sino de enfrentarse con el querer de Dios para descubrir lo que me exige de
una forma muy particularizada, más allá de las obligaciones generales. De ahí el interés que reviste
el término dokimasein en orden a conocer su voluntad, como el único camino válido y acertado.

No resulta extraño, por tanto, que cuando se busca una caracteriza- ción en la fisonomía del adulto
espiritual, a diferencia de los rasgos específicos del niño, se nos dé precisamente este signo:
«tienen las facultadas ejercitadas en el discernimiento del bien y del mal» (Heb 5,14). Esto último
sería suficiente para fijar, al menos en teoría, dónde se encuentra el ideal de la vida cristiana y
superar ese miedo, más o menos latente, a que los cristianos caminen por ese sendero. Muchos
creen todavía que la mejor manera de educar en la fe es mantenerlos en un estado de infantilismo
espiritual permanente, arropados por la ley y la autoridad, sin ninguna capacidad de
discernimiento. La afir- mación bíblica es demasiado clara cuando considera como niños a quienes
no tienen este juicio moral (cf. Hb 5,13).

El único peligro que existe en este campo, como en tantos otros, es darle al discernimiento un
significado ajeno a lo que nos enseña la revelación. No se puede negar el riesgo de un subjetivismo
engañoso y autosuficiente para acomodar la voluntad de Dios a la nuestra y guiar la conducta en
función de nuestros propios intereses. Todos tenemos experiencias constantes de nuestras faltas
de objetividad, que hacen ver las mismas cosas desde perspectivas muy diferentes. Son múltiples
los factores que pueden influir en el psiquismo y que dificultan la lucidez de nuestros puntos de
vista.

El sujeto que discierne no es un absoluto incondicionado, sino que se encuentra ya con una serie
de influencias que escapan de ordinario a su voluntad. Nunca se sitúa de una forma neutra ante
sus decisiones, pues ya está afectado por su estructura psicológica, con todo el mundo de
experiencias pasadas y sentimientos con respecto al futuro, que le están condicionando. Un
esfuerzo por analizar la situación personal y concreta desde la que se efectúa es una condición
imprescindible para no espiritualizar en exceso lo que se explica por otras raíces. La misma
ideología política, la cultura ambiental o el nivel económico con que cada uno se encuentra
identificado influyen, más de lo que a veces se piensa, en que los análisis y juicios de una misma
realidad se hagan divergentes. Si a esto añadimos el influjo de los mecanismos incons- cientes, que
operan de manera subrepticia y condicionan con más fuer- za la visión personal, el peligro de
deformación o de engaño es fácil y comprensible.

El abandono de los esquemas humanos


Cuando se constatan, sin embargo, las exigencias básicas para efec- tuarlo con garantía, que
aparecen en la revelación como condiciones previas y básicas, se comprende fácilmente que, a
pesar de las dificultades, no quede tanto espacio para la anarquía, el engaño o el liberti- naje. El
mismo san Pablo aconseja a los fieles la prudencia y la refle- xión: «no seáis insensatos, sino
comprended cuál es la voluntad del Señor» (Ef 5,17). Y es que, siempre que se habla de discernir,
los tex- tos manifiestan la urgencia y necesidad de una transformación profun- da en el interior de
la persona. La inteligencia y el corazón, como las facultades más específicas del ser humano,
requieren un cambio radi- cal que las coloca en un nivel diferente del anterior y les posibilita un
conocimiento y una sensibilidad que han dejado de ser simplemente humanas. Se trata ahora de
conocer y amar, de alguna manera, con los ojos y el corazón de Dios.

El presupuesto fundamental, por tanto, es una previa conversión, en su sentido más auténtico,
para recibir esa nueva forma de enjuiciar y sentirse afectado siempre que se deba tomar una
opción. Algunos textos paulinos señalan expresamente la urgencia de este cambio y renovación.

Al comienzo de la parte moral aparece una súplica vehemente a los cristianos de Roma, con el
deseo de que respondan a la elección mise- ricordiosa de Dios, haciendo de la propia vida una
entrega y una obla- ción que constituyen la liturgia y el culto verdadero. Si los romanos han sido
objeto de la mirada cariñosa y benevolente de Dios, ellos tie- nen que responder de una manera
semejante, «de forma que podáis dis- tinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo
perfec- to» (Rom 12,2). La única condición para conseguir esa meta es vol- verse intransigente con
el estilo y los esquemas humanos -«no os aco- modéis al mundo»>- y sentirse recreados por una
inteligencia superior --<<antes bien, transformaos mediante la renovación de vuestra mente»>. Lo
más significativo es la fuerza de los verbos empleados. La asi- milación superficial, pasajera y
mentirosa (sjema), como la de los fal- sos apóstoles que se disfrazan de mensajeros de la luz (2 Cor
11,13- 14), es la que hace semejantes al mundo, mientras que para la renova- ción profunda y
verdadera emplea siempre los compuestos de morfé. Una renovación que, en este caso concreto,
afecta a la inteligencia (nous) no como simple facultad de conocimiento, sino como principio de un
juicio práctico, y de tal manera la modifica que emplea la misma palabra para designar el cambio
cualitativo y completo que se opera con el bautismo.

Sólo cuando se abandonan los criterios mundanos, la propia esca- la de valores, y se acepta un
nuevo orden desconcertante, una sabidu- ría diferente (cf. 1 Cor 1,20-21), se está capacitado para
discernir de verdad. Las personas vendidas al mundo no podrán comprender nunca los criterios de
Dios. Y es que la unidad profunda entre el ser y el actuar del cristiano tiene también aquí una
perfecta aplicación. Mientras no se realice una conversión interna, no es posible un discernimiento
adecuado.

Una antítesis a esta postura quedaba recogida en el capítulo prime- ro de la misma carta, al
exponer el problema de la justificación. La vida malvada de los paganos que les lleva a realizar lo
que no conviene -es decir, todo lo contrapuesto a lo bueno, agradable y perfecto (Rom 12,2), pues
están «<llenos de toda injusticia, perversidad, codicia, mal- dad...» (Rom 1,28-29)– es una
consecuencia del rechazo de Dios, que les provoca la perversión precisamente de la inteligencia
para conocer. Como había explicado poco antes, «se ofuscaron en sus razonamien- tos, y su
insensato corazón se entenebreció» (1,21). El desconocimien- to y la lejanía de Dios les ha llevado
a la degradación más espantosa, pues no pueden ya discernir lo que les conviene.
Una nueva forma de conocer y experimentar

Por eso, su oración por los filipenses tiene un objetivo muy concreto: <«<que vuestro amor crezca
más y más», pues la consecuencia de ese cariño será un crecimiento posterior en el conocimiento
y sensibilidad necesarios «para que podáis aquilatar lo mejor» (Flp 1,9-11). El amor ejerce una
función iluminadora sobre la inteligencia (epígnosis) que posibilita un conocimiento más pleno y
profundo -precisamente lo que les faltaba a los paganos, en el texto comentado con anterioridad-,
al tiempo que un afinamiento exquisito de la percepción espiritual (aisce- sis), en el sentido moral
práctico. El judío intentaba acertar con lo mejor valiéndose de la ley como norma orientadora;
pero ese camino era falso y engañoso. El apoyo que buscaba en ella sólo le servía para convertirse
en <«guía de ciegos, luz de los que andan en tinieblas, edu-. cador de ignorantes, maestro de
niños, porque posees en la ley la expre- sión misma de la ciencia y de la verdad» (Rom 2,19-20). El
cristiano utiliza otra metodología en la búsqueda del bien, cuando se siente reno- vado por dentro
y el amor sustituye al antiguo régimen legal. Y es que, aun humanamente, nunca se puede conocer
a fondo una realidad o a una persona, ni juzgarla con objetividad y plenitud, mientras no se dé un
acercamiento a ellas con una dosis grande de amor y comprensión. En la carta a los Efesios esboza
también con extraordinaria nitidez la diferencia existente entre los hijos de la luz -que se
manifiesta «en toda bondad, justicia y verdad», mirando siempre lo que agrada al Señor (Ef 5,9-
10)- y la vida de los paganos, los hijos de las tinieblas. Lo más característico de estos últimos, como
su rasgo más distintivo, es justamente el hecho de encontrarse con una inteligencia (nous) vacía y a
oscuras, con un corazón encallecido y con una falta de sensibilidad: <<que no viváis ya como viven
los gentiles, según la vaciedad de su mente, obcecada su mente en las tinieblas y excluidos de la
vida de Dios por la ignorancia que hay en ellos y por la dureza de su corazón, los cuales, habiendo
perdido el sentido moral, se entregaron al liberti- naje, hasta practicar con desenfreno toda suerte
de impurezas» (Ef 4,17-19). Mientras que a los cristianos les enseñaron a despojarse de <<la vieja
condición humana»... a cambiar su actitud mental (nous) y a revestirse de esa nueva condición
(nueva humanidad) creada a imagen de Dios, con la rectitud y santidad propias de la verdad (Ef
4,22-24). Es decir, la gran diferencia consiste de nuevo en la renovación que afecta a lo más
profundo de la persona para enjuiciar la realidad que nos rodea.

Podríamos decir, pues, que la realización del discernimiento es el fruto y la consecuencia de una
recreación ontológica: el nuevo ser del cristiano posibilita la búsqueda de «lo que agrada al
Señor», que capa- cita para apreciar y discriminar como por instinto lo que está bien o mal. Los
gentiles fueron incapaces de ello, debido a su desorden reli- gioso, y los judíos no pudieron por
causa de su apego a la ley. Si el cris- tiano acierta con lo mejor, es sólo por la fuerza del cariño, que
lo trans- forma y renueva de tal manera por dentro que le lleva a descubrir lo bueno, lo agradable y
lo perfecto. Vivificado por el Espíritu, adquiere una visión y una hipersensibilidad extraordinaria
para saber lo que Dios pide en cada momento. Es una forma de percibir, pero ya con una
perspectiva diferente, lo que está de acuerdo con Él y no lo que gusta o apetece.

La identificación con Dios

Toda persona actúa en función de los esquemas de valores que jerar- quizan su vida; pero aquí se
trata de aceptar una subversión radicaliza- da para vivir de acuerdo con la verdad de Dios y pensar,
no con la pro- pia cabeza, sino con los criterios de Jesús. Esta purificación de ele- mentos
mundanos y la connaturalidad que produce la cercanía del Evangelio realiza la primera
transformación indispensable para el dis- cernimiento. Mientras no se renuncie a las propias ideas
excesivamen- te naturales, no es posible tampoco recibir la iluminación íntima que en un clima de
libertad cristiana, que nos salva de la esclavitud de la ley y donde el discernimiento ocupa el lugar
de preferencia, ¿tiene algún sentido, entonces, la moral como conjunto de normas? Para la
persona creyente que vive en un régimen de amistad, impulsado por la gracia del Espíritu, ¿cuál
será su función? Si el cumplimiento más exacto y observante de todas las normas éticas no sirve en
modo algu- no para justificarnos y convertirnos en hijos de Dios, ni el conoci- miento de todas las
leyes basta para descubrir su voluntad, ¿no habrá perdido por completo su misión?

La función pedagógica de la moral

Si todo lo que hemos dicho es verdadero, la moral, como conjunto de normas y leyes, debería
representar para los cristianos un papel bas- tante más secundario y accidental de lo que ha
significado para mu- chos. San Pablo utiliza una metáfora que todavía conserva una riqueza y una
expresividad extraordinarias. La ley ha ejercido la función de pedagogo, como un maestro que
orienta y facilita la educación de las personas, hasta la llegada de Cristo (Gal 3,24). Ella nos abrió la
senda que nos conduce hacia el Salvador, por un mecanismo del que todos hemos sido
conscientes.

La única condición, en efecto, para recibir la gracia es experimen- tar la urgencia de sentirse
salvado por una fuerza trascendente. En la medida en que perciba su pobreza, indigencia y
pecaminosidad, bus- cará fuera la salvación que él no puede conseguir. Ahora bien, «la ley no da
sino el conocimiento del pecado» (Rom 3,20). Al confrontarnos con ella, aunque su cumplimiento
no justifique, se comprende el mar- gen de impotencia y limitación que la persona nunca supera
por sí misma, pues <<aunque quiera hacer el bien, es el mal el que se presen- ta» (Rom 7,21). Esta
dolorosa sensación que la moral nos revela des- pierta un grito de esperanza: «¿Quién me librará
de este ser mío, ins- trumento de muerte? Pero ¡cuántas gracias le doy a Dios por Jesucristo
nuestro Señor!», quien «lo que resultaba imposible a la Ley... lo ha hecho» (Rom 7,24; 8,3). A
través del fracaso, experimentado por la inobservancia de la ley, se ha descubierto la necesidad de
un Salvador. Se reconoce la propia indigencia que nos abre a la posibilidad de una gracia.

El régimen legal, que debería ser tan sólo una etapa pasajera e introductoria, no debe convertirse
en algo absoluto y definitivo. Si, en lugar de preparar al cristiano para una libertad adulta y
responsable, se prefiere seguir manteniéndolo en un estado infantil -con la ley como una niñera
que no se aparte de su lado-, la crítica que aparece en la carta a los Hebreos tendrá en nuestro
ambiente una perfecta aplicación: <<<Cierto, con el tiempo que lleváis, deberíais ya ser maestros y,
en cam- bio, necesitáis que os enseñe de nuevo los rudimentos de los primeros oráculos de Dios;
habéis vuelto a necesitar leche, en vez de alimento sólido; y, claro, los que toman leche están faltos
de juicio moral, por- que son niños» (Hb 5,13).

Recuerdo de otras exigencias interiores

Incluso para los justos, la moral puede servir de termómetro para medir el grado de nuestra
vivificación interior. La afirmación de Pablo no deja lugar a dudas: «Si sois guiados por el Espíritu,
no estáis bajo la ley» (Gal 5,18). Es decir, cuando existe una tensión interna, espiritual y dinámica,
no se requiere ninguna reglamentación. Mientras los cris- tianos celebraban la Eucaristía y
comulgaban con frecuencia, no fue necesario que la Iglesia obligara al precepto dominical o
impusiera la comunión por Pascua. El precepto surgió a medida que el pueblo iba olvidando esta
dimensión eucarística, como un intento de recordar lo que ya se había perdido. En este sentido,
puede afirmarse con toda pro- piedad que ninguna ley o código ético «ha sido instituido para la
gente honrada; está para los criminales e insubordinados, para los impíos y pecadores... y para
todos los demás que se opongan a la sana enseñan- za del Evangelio» (1 Tm 1,9-11)

El día en que la exigencia interior decaiga en el justo, la ley vendrá a recordarle que ya no se siente
animado por el Espíritu. Desde fuera oirá la misma invitación, pero que ya no resuena por dentro.
Es más, cuando la coacción externa de la ley se experimente con demasiada fuerza, cuando resulte
excesivamente doloroso su cumplimiento, será un síntoma claro de que nuestra tensión
pneumática ha ido en descen- so progresivo. Si la ley se vivencia como una carga molesta, como
una forma de esclavitud, habría que sentir una cierta nostalgia, pues «don- de hay Espíritu del
Señor, hay libertad» (2 Cor 3,18). La moral, de esta forma, no sólo nos ayuda a sentirnos salvados
por Cristo, sino que des- cubre a cada uno la altura de su nivel espiritual.

Finalmente, tampoco debe olvidarse que nuestra libertad, como nuestra salvación, se mantiene en
un estado imperfecto, sin haber alcanzado la plenitud, pues sólo tenemos la primicia (cf. Rom 8,23)
y la garantía (cf. 2 Cor 1,22) de la liberación definitiva. En este estado, la norma objetiva ayudará a
discernir sin equívocos posibles las obras de la carne y los frutos del Espíritu, a no confundir las
inclinaciones y apetencias humanas con la llamada de Dios. El que peregrina todavía por el mundo
está todavía sujeto a sus engaños y mentiras, y su liber- tad, por ello, es demasiado frágil e
imperfecta. Tener ante sí unas pau- tas de orientación con las que poder confrontar la propia
conducta es un recurso prudente y necesario. En aquellas ocasiones, sobre todo, en que la
complejidad del problema y la falta de conocimiento impiden una valoración más personal, las
normas iluminan, dentro de sus posi- bilidades, el camino más conveniente. Pero nunca deberían
ocupar el puesto de privilegio que tantas veces se les ha concedido.

Lo mismo que el legalismo supuso un período de infancia en la his- toria de la humanidad hasta la
liberación traída por Jesús (Gal 4,1-7), en la vida moral de cada persona se da también una etapa
infantil -que frecuentemente se prolonga durante mucho tiempo o incluso hasta el final de la vida-,
caracterizada por la preponderancia de lo moral y lo jurídico. Caminar hacia la libertad y el
discernimiento supone un es- fuerzo constante en busca de la madurez cristiana. Sólo quienes
consi- guen esta meta viven el ideal evangélico. Para los demás, únicamente queda elegir entre una
doble esclavitud: la de la ley, cuando se quiere encontrar en ella el fundamento y la plenitud de
nuestra conducta, o la del libertinaje, si se orienta la vida de acuerdo con los gustos y ape- tencias
humanos. La pregunta de san Pablo hay que seguir repitiéndo- la: «¿Queréis ser sus esclavos otra
vez como antes?» (Gal 4,10).

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