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Viajeros audaces

La Fundación Casa de la Lectura —que es al mismo tiempo librería, taller, centro

cultural y lugar de encuentro— tiene como punto de partida la relación entre Alberto

Rodríguez y Olga Ardila. Ambos nos lo contaron en distintos momentos. “Yo soy muy

romántica y entonces la casa nace del amor. O sea, estábamos en romance con Alberto y yo

quería trabajar. Yo trabajaba en teatro y él trabajaba en una Institución Educativa que se

llamaba José Holguín Garcés”.

Alberto nos confesó que por esa época sufría depresiones que lo dejaban mudo durante

varios días. “Solo nos salvarán nuestros afectos”, escribió el novelista argentino Ernesto

Sábato. Olga fue la única persona que pudo sacar a Alberto del silencio. Lo salvó.

Juntos fundaron La Casa de la Lectura en 1998. Han pasado 25 años. Es viernes en la

noche, y Alberto le habla a la cámara de su computador: “Hola, buenas noches. Es un gusto

estar con todos ustedes hoy en otra emisión del gabinete del Sr. Hyde. 1ro de septiembre del

2023, año pospandemia”. Olga, que trabajó en producción para la legendaria directora de

teatro Fanny Mikey, se las arregló para que la Casa de la lectura sobreviviera durante más

de dos décadas, incluso cuando el confinamiento los obligó a cerrar en 2020. A lo largo de

estos años, Alberto se concentró en hablar de libros. Lo ha hecho en auditorios repletos —

con autores como Juan Gabriel Vásquez, Andrés Neuman y Leila Guerriero—, y también

en transmisiones semanales en Facebook, los viernes en la noche, con menos de diez

personas conectadas.
La relación de Alberto con el libro es especial. Como los niños que crecen cerca de un

río y se zambullen en el agua antes de aprender a caminar, Alberto empezó a interactuar con

los libros cuando apenas estaba pronunciando sus primeras palabras: “Mi acercamiento a la

lectura fue mediado por mi viejo, que era lector, que era un lector y, por supuesto, él quería

que su hijo fuera lector. Entonces tenía una biblioteca en la que me metió yo creo que a los

dos años, tres años, me acuerdo de gatear y en cambio de tener juguetes, bajar libros, y

hacer casas con libros, y pararme en los libros, y manosear los libros. Fue una cosa muy

didáctica”.

68 años después, Alberto sigue viviendo entre libros. Entro en la Casa de la Lectura y

me siento rodeado por ellos. Están en todos los rincones. En el primer piso, al frente de la

sala, hay estantes llenos de libros ilustrados. Están ubicados sobre un escenario, quizá

porque son el tipo de libros a los que les gusta brillar, atraer miradas, convertirse en el

centro de atención. Más al fondo, a la derecha, está la biblioteca de la casa. Atiborrada de

libros de literatura universal, libros especializados y enciclopedias. Estos, a diferencia de

los ilustrados, son discretos y elegantes: les gusta vestir con tonos oscuros y son

conscientes de que solo los buscarán lectores experimentados, cultos o curiosos. En la

planta baja, en estantes viejos y deslucidos, están los libros que han caído en desgracia:

libros rotos, ediciones de baja calidad, obras que nunca fueron del gusto de nadie. Han

caído tan bajo que están mezclados con las revistas viejas.

En el otro extremo de la clasificación, están los libros que ocupan un lugar privilegiado

tanto en la casa como en el corazón de Olga y Alberto. Se destaca “La insoportable levedad

del ser”, una novela que leyeron hace años, juntos, en voz alta, durante varias tardes. Y un
libro infantil, “Cuento de osos”, que está ubicado en una repisa dentro de la oficina

principal y es uno de sus favoritos.

En algún momento de su historia, la Casa dejó de ser solamente de la lectura y se

convirtió en uno de los espacios más frecuentados por escritores en formación. Cada año, se

inscriben alrededor de doscientas personas a talleres como Écheme el cuento, Palabra

mayor y Ciudad crónica, que son dictados por Alberto en Casa de la lectura y otros espacios

cercanos.

Es sábado en la mañana, estamos en el Banco de la República y Alberto camina de un

lado a otro en el auditorio del área cultural. Veinte estudiantes lo escuchan con atención. Es

un orador elocuente y apasionado, que logra seducirlos con el ritmo y la precisión de sus

palabras. También es un crítico implacable durante la revisión de los cuentos que se

escriben en el taller; un proceso de edición pública y colectiva al que se le conoce como

“sentarse en el banquillo”.

Es un método cuestionado por algunos, pero que ha dado buenos resultados: el taller

Écheme el cuento sigue recibiendo más de cien inscripciones cada año y muchos de sus

egresados continúan escribiendo, participan en concursos literarios, antologías y

convocatorias, y hasta han publicado sus propios libros de cuentos. Annie Montenegro es

un ejemplo de ello: fue estudiante de Écheme el cuento en la edición del 2015, y del énfasis

del taller en 2016. Desde entonces, ha publicado dos libros de relatos, y ha sido finalista

varias veces del concurso de cuento La cueva, uno de los más prestigiosos a nivel nacional.

Otro tallerista destacado es Pablo Concha, que se ha consolidado como un autor del género

de terror y ha participado en varias antologías. Se suman los nombres de Wvenly Ríos,


Martha Lucía Bonilla, Ana María Reyes, Carlos Andrés Ibarra y, por supuesto, del mismo

Alberto, que ha publicado más de cinco libros entre antologías de cuento y novelas.

Todos ellos, como reflexiona Janet Burroway en su ensayo Escribir ficción, son

“viajeros audaces, exploradores de un país neblinoso, que mediante su visión interna

atraviesan la niebla en la que la mayoría de los hombres se pierden, mientras otros siguen

sus pasos”.

Yo también pasé por los talleres de la Casa de la lectura. Escribí cuentos mediocres, pero

recibí lecciones valiosas sobre el oficio. Me senté en el banquillo. Conocí personas que

cambiaron el rumbo de mi existencia. Aprendí que creamos en compañía de otros, así solo

sea por el eco que sus palabras e ideas tienen en lo que escribimos.

De alguna manera u otra, todos los que pasamos por la Casa de la lectura, o por lo

menos la mayoría, seguimos los pasos de Olga Ardila y Alberto Rodríguez. Los viajeros

audaces.

Todos ellos, como escribió Truman Capote en el prólogo de Música para camaleones, “se

han encadenado, de por vida, a un amo noble pero despiadado”.

La Casa de la Lectura es una librería compuesta, en buena medida, por libros concebidos en

sus talleres de escritura.


"Podemos considerar al escritor un viajero audaz, explorador de un país neblinoso, quien

mediante su visión interna atraviesa la niebla en la que la mayoría de los hombres se

pierden, mientras otros siguen sus pasos. Pero ni siquiera el escritor puede ir muy lejos, y

todos nosotros andamos a tientas a través de esa niebla. La ficción nunca puede ser una

mímesis completamente lúcida. Lidiamos con aproximaciones y con la creación de

ilusiones, porque la realidad en sí misma va más allá de nuestro alcance cuando tratamos de

expresarla en palabras". Janet Burroway

El método de Alberto

el libro Está ubicado en una repisa del primer piso.

Jerarquía

Un libro no es un objeto cualquiera. Cuando vemos

Una silla no es más que una silla. Un zapato no es más que un zapato.

Lo primero que llama la atención

Ese primer contacto con el libro se da en espacios como el Picnic literario y la Cocina de

cuentos.

La lectura, eventualmente, derivó en escritura.


Olga, que trabajó como productora para Fanny Mikey, se las arregló para que un proyecto

cultural sobreviviera durante 25 años, incluso cuando el confinamiento del 2020 los obligó

a cerrar a lo largo de varios meses. Alberto siempre estuvo concentrado en el aspecto

académico: publicó varios libros sobre lectura y pedagogía, y logró consolidar talleres

como Écheme el cuento, Palabra mayor y Ciudad crónica. En junio del año pasado, obtuvo

por tercera vez el estímulo del Ministerio de Cultura para la publicación de obras de

literatura.

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