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Autobiografía en 2500 caracteres

Lo primero que escribí seguía los trazos de una palabra impresa en mi libro de cuentos
infantiles. Desde entonces, soy escribiendo. Y escribo porque leo. Cuando garabateé mi
nombre por primera vez sentí la urgencia de ir por los de mamá, papá, mis cuatro hermanas y
nuestros abuelxs maternos. Con ellxs pasamos infancia y adolescencia en la casa que esos
inmigrantes italianos construyeron a principios de los años cincuenta en Salta Capital. Mi
madre tenía libros de las colecciones Billiken y Robin Hood, además de la enciclopedia Lo Sé
Todo. Ella, que nos había iniciado en el gusto por la escucha atenta de historias antes de
dormir, fue también mi compañera de lecturas. Con sus padres incorporé las palabras de una
lengua que siempre estuvo presente en el hogar.

La escuela trajo otras lecturas y me arrancó de mi mundo, construido con novelas e


historias de la biblioteca de mamá. Siempre me costaron las palabras habladas, esas que
fluyen o preguntan cuando la ocasión así lo requiere. Fui la niña gordita que lloraba cuando la
agredían en la Escuela y mi familia y los libros eran los mejores lugares a donde volver. Leía,
mucho, muy seguido. Los amores, también más allá de la familia, tienen que ver con la
literatura. En la Universidad conocí gente apasionada, me nombraron a los autores que no
estaban en los programas de estudio. Me enamoré, me desenamoré. Y tuve una gran amistad
con un poeta que marcó el rumbo de mis pensamientos. Con frecuencia, hablaba de los poetas
locales Manuel J. Castilla y Walter Adet. Tras su muerte, gané un concurso literario con un
ensayo sobre su poesía, explorando esa palabra y sus concepciones sobre los diálogos entre lo
urbano y lo indígena en Salta.

En aquellos días, descubrí “Prosa de prensa” de Juan Gelman y “Poemas humanos” del
gran César Vallejo. Cada vez que siento el desconsuelo, leo. Celebro los diálogos con aquellos
muertos que nos han dejado sus palabras. Entonces, no podía imaginar que la docencia sería
una vía para charlar sobre lecturas con adolescentes de distintos barrios de la ciudad. En las
escuelas públicas, ellxs me acercaron un mundo que desconozco y nunca termina de
sorprenderme por la rudeza entre la que pueden brotar sinceros cariños.

Actualmente, comparto un hogar con mi compañero de vida. En nuestra casa están mis
plantas y libros junto a sus cuadros y dibujos. El año pasado, ganamos con mi hermana y mi
amigo Osvaldo, un concurso literario. Elaboramos una historieta sobre la cultura wichí: los
dolores comunes en constante lucha por la dignidad que las lógicas occidentales les niegan
desde hace cientos de años. Y la vida de las mujeres indígenas en tiempos en que sus cuerpos
son también esa tierra que los blancos ultrajan y maltratan. Estos sentires son los que pautan
mi búsqueda actual. Quisiera asomarme en la comprensión de las palabras con las que ellxs
nombran su mundo. Oírlas, sentirlas moverse suaves y potentes como las aguas del gran Río
Pilcomayo. En wichí, “la voz del río” se dice tewok lapak.

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