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Santiago le hizo una broma nuevamente y ella entró en cólera.

Le había dicho mil veces que no le


gustaban las bromas, que las bromas para ella eran una forma de la mentira y el fraude. Santiago
trató de defenderse de una forma estúpida: le recordó que la Broma infinita era uno de sus libros
favoritos. Pero ella se enojó más, no podía creer que su novio fuera tan imbécil y generar
conexiones tan absurdas: ¿Si te gusta un libro llamado la Broma infinita, es porque te gustan las
bromas? ¿Qué clase de silogismo es ese?

—Estúpido, estúpido. Además, nunca entendiste ese libro. Nunca.

Santiago lo único que hizo fue ignorarla y sentarse nuevamente a escribir. Lo de siempre:
desconectarse, evadir el conflicto. Era un zorro en esto de las discusiones, porque toda la vida —
desde la infancia hasta la adultez— había tenido novias que le gritaban. Nathalia hasta le pegaba
al imbécil. En Grecia, casi lo mata y solo por un capricho. Ah, cómo pudo pensar que la felicidad
iba a estar al lado de semejante inservible, que iba a pasar una vida entera con él. A estas alturas,
prefería que cayera un asteroide a través de un aro de fuego y arrasara con todo.

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