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GANDOLFO
Cuando su libro de cuentos Cada vez más cerca ganó el premio de la crítica en la Feria del
Libro de dos años atrás, se podía olfatear que algo empezaría a cambiar en la
consideración de Elvio E. Gandolfo como un escritor de culto. Y, por supuesto, no se
trataba de una supuesta canonización, ni mucho menos. Lo cierto es que ese libro editado
en Córdoba y ese premio marcarían el comienzo de una andanada de irrupciones de
Gandolfo en sellos pequeños e independientes, demostrando que, en los últimos años, la
suya era una de las obras favoritas entre los más nuevos. Después de la edición de sus
Cuentos completos (también por la cordobesa Caballo Negro), los artículos de La mujer de
mi vida (Letra Sudaca), los poemas de El año de Stevenson (de la rosarina Iván Rosado) y
los textos perdidos de los ochenta, Libro del mareo, rescatados por el 8vo Loco, ahora
presenta su novela Mi mundo privado, que acaba de publicar Tusquets. En esta entrevista,
Gandolfo reconstruye cómo entre Rosario, Montevideo y Buenos Aires se hizo periodista,
imprentero, poeta, narrador de cuentos y novelas breves. Y uno de los más admirados
secretos bien guardados de la literatura rioplatense, que ahora sale a la luz con fuerza
renovada y luminosa.
El fin del mundo según Elvio Gandolfo comienza en Escobar. Aunque, en realidad, no se
trata del fin del mundo propiamente dicho sino del fin de la cultura actual de la imagen.
Pero son tantas las muertes, casi al mismo tiempo y en todos lados, que es como si lo
fuera. Es el fin del mundo, digamos, tal como lo conocemos. La culpa de todo la tiene
nuestro sistema nervioso, que de pronto resulta incapaz de soportar la crueldad de ciertas
imágenes. La enfermedad lleva el nombreTrastorno Emocional Grave, TEG, y todo indica
que la primera vez que se manifiesta es en un bar de esa localidad al norte del conurbano,
donde un televisor encendido muestra a unos niños cruzando una calle justo cuando son
atravesados por los escombros despedidos por una explosión. Apenas aparecen estas
imágenes en la pantalla, todos los ocupantes del bar caen fulminados. Los únicos testigos
que pueden contar esta historia son un par de amigos, que tienen la suerte de haber
sacado la vista de la pantalla por apenas un instante decisivo, por alguna discusión tonta
entre ellos o un súbito interés en su bebida y su comida, y de pronto se dan cuenta que se
han quedado solos.
“No sabés el trabajo que me tomé para imaginar bien cómo es que pasa la cosa, porque
tenía que tener cierto realismo, no quería ponerme ni poético ni surrealista”, cuenta un
orgulloso Gandolfo, que explica que el TEG vendría a ser una excrecencia letal que
aparece en el sistema nervioso. Un tema –el sistema nervioso– sobre el que estuvo
leyendo, aclara, cuando su padre enfermó de Alzheimer. Su fin del mundo forma parte de
uno de los dos libros en los que asegura estar trabajando actualmente. En realidad, la
historia se desarrolla en uno de los tres libros que está escribiendo uno de los
protagonistas de uno de esos libros. Historias dentro de otras historias, Gandolfos dentro
de Gandolfo, eso es lo que se escucha y descubre cuando uno se sienta con un grabador
delante de Elvio y pretende (inútilmente) recorrer con cierto orden el pasado y presente
de un escritor que durante años ha sido más bien de culto, un prologuista, crítico y
traductor que ha dedicado toda su vida a leer y compartir la obra de otros autores,
saltando siempre mas allá de los decorados de la literatura con mayúscula e internándose
sin culpa en los géneros mal llamados menores, y que durante ese camino nunca dejó de
escribir. Casi en defensa propia.
“Si te soy honesto, no sé de dónde salieron todos estos cuentos”, dice Gandolfo ante el
admirable Vivir en la salina, el flamante volumen de sus cuentos completos, editado este
año por Caballo Negro, una pequeña editorial cordobesa. “No soy conciente de haber
escrito todo eso, ¡y además todavía faltan las novelas cortas, que van a salir en otro
libro!”, agrega con una de las tantas generosas carcajadas que acompañan una charla que
tiene como punto de partida la flamante aparición de su novela Mi mundo privado por
Tusquets, corolario de un abanico de publicaciones en diversas editoriales pequeñas,
como la marplatense Letra Sudaca (las notas y columnas de La mujer de mi vida), la
rosarina Iván Rosado (los poemas de El año de Stevenson) o la porteña El 8vo Loco (los
textos perdidos de Libro de mareo), a las que se podría sumar el volumen de entrevistas a
Mario Levrero que compiló para Mansalva, la reedición de La reina de las nieves, su primer
libro, que realizó Eudeba y la edición facsimilar de la revista literaria El Lagrimal Trifurca,
que sacaban allá lejos y hace tiempo junto a su padre en Rosario, por la Biblioteca
Nacional. Una avalancha que comenzó en realidad con la aparición de los cuentos de Cada
vez más cerca (Caballo Negro), premio de la crítica dos años atrás en la Feria del Libro
porteña.
Cuando se le pregunta si recuerda qué quería ser, de chico, cuando fuese grande,
Gandolfo se queda mirando, hace una pausa, y entonces vuelve la gran carcajada como
respuesta. “¿No viste alguna vez la serie animada Pinky y Cerebro? Si vivías en Rosario
querías lo mismo que ellos: dominar el mundo”. Calcula que tuvo la idea de ser escritor
desde muy temprano, probablemente en la secundaria, cuando notó que tenia lo que él
denomina como un poder. “Iba al turno vespertino, tocó redacción libre, y me mandé una
que una de mis compañeras, una mina madura que me comía el coco, leyó y me felicitó.
Así que yo me dije: a esto hay que darle bola”. Claro que por entonces ya le gustaba
ferozmente leer, algo que, imagina, casi siempre es previo a largarse a escribir. Cuenta
que sacaba los libros de cualquier lado, pero nunca de la biblioteca familiar, ya que
curiosamente fue descubriéndolo todo a la par de su padre: como Francisco no tenía
cursado el secundario, lo hicieron al mismo tiempo. “Así que arrancamos parejo y nos
recomendábamos cosas”, aclara. “Me acuerdo que una vez le pregunté qué onda con
Kafka, y me respondió que era un tipo complicado que le gustaba a los de la Facultad.
Pero yo fui a ver El Proceso de Orson Wells, y quedé loco, así que compré el librito de
Losada”, recuerda Elvio, que asegura que nunca olvidará la lectura iniciática del Ulises y
Gran Sertón: Veredas, devorados durante sucesivas vacaciones adolescentes en la casa de
un tío en Río Tercero.
Tal vez por esa ausencia de parámetros previos sumada a una persistente y voraz
vocación por la lectura, Elvio confiesa que desde el comienzo tuvo en funcionamiento
permanente una especie de máquina de clasificar, que separaba todo entre bueno y malo.
“Me apasionaba tanto hacerlo, que tipeaba en cuatro carbónicos una especie de antología
que abrochaba a mano, con las cosas que me habían gustado”.
Después de intentar con dos pequeñas revistas, llegó El Lagrimal Trifurca, mítica
publicación rosarina que editó junto a su padre Francisco, que se sumó al mundo de
revistas literarias de la época. Allí fue donde comenzó oficialmente con una larga e
ininterrumpida carrera de divulgador cultural en todas su formas, que se continúa hasta
hoy, siempre rebelándose –como escribió en el prólogo de La reina de las nieves– “contra
la lectura culta, informada, prejuiciosa, opuesta a la lectura orgánica, intensa, sutilmente
reveladora”. Un oficio que realizó primero en Rosario, y luego en Buenos Aires y
Montevideo, publicando en casi todas las secciones culturales de los medios que fueron
apareciendo en ambas orillas durante las últimas cuatro décadas, ya sean diarios o
revistas.
¿Sin cuáles de tus laburos no serías quien sos hoy como periodista?
–El Lagrimal es fundamental, pero los lugares donde me sentí más cómodo fueron durante
un período largo del Diario de Poesía, y también la revista V de Vian, que se merecería
alguna vez una antología. Y la aparición del suplemento cultural del diario uruguayo El
País, un invento de Homero Alsina Thevenet para volverse a Montevideo y huir del
menemismo. En su momento me salvó la vida, porque a esa altura ya estaba un poco
harto del periodismo freelance.
Para su amigo Mario Levrero, el primer cuento “de escritor” que leyó de Gandolfo fue el
admirable “Vivir en la salina”, que nada casualmente titula sus cuentos completos. “¿Ves?
Eso es tener un poder”, insiste Elvio. “Porque fue un invento. No sabía nada del asunto,
pero lo deduje, y es tal cual: los tipos cortan cachos de sal. Puede haber influido la lectura
de ‘La gran salina’, un poema maravilloso de Zelarayán, y también la incidencia de Horacio
Quiroga, si querés, por esa cosa salvaje”. Antes de ese cuento, confiesa Gandolfo, existe
un librito de cuentos sin publicar, que define como “abominable”. “Tiene apenas dos o tres
que anticipan lo que hice después”, desliza. Publicado primero en una antología de
autores rosarinos, y luego incluido en la primera edición de La reina de las nieves, la
perfección de “Vivir en la salina” supo también ser una condena, porque durante mucho
tiempo ante cada trabajo que publicaba tenía que escuchar que estaba bien, pero no era
como aquel cuento. “Te rompe un poco los quinotos porque vos querés seguir en carrera”,
se resigna Elvio. “Mi viejo tiene un libro muy corto, Presencia del secreto, que escribió
como si le hubiese llegado un rayo desde el espacio exterior. Es impresionante, lo debe
haber hecho de taquito. Lo otro, los poemas famosos, le costaban mucho más. Pero todo
el mundo le mencionaba aquel libro”. ¿Haberlo usado para titular los cuentos completos
funciona como un exorcismo? “No, ahí ya es una declaración ideológica. O sea: vivir, es
vivir en la salina”.
–Aprendí que se te va afinando algo que podrías llamar un estilo, aunque vos no creas
que siempre sea el mismo. Y aprendí también que lo que más me gusta leer y escribir es
el cuento, o la novela corta. Me parece un formato genial. Porque es algo que rinde como
una novela, pero como diría Borges, no tiene ningún ripio. Además es fascinante cuando
tirás de un hilo y ves que la cosa funciona. Me han enseñado los cuentos muchísimo más
que las novelas. Y las novelas que me han enseñado son las cortas, como El Gran Gatsby,
o alguna de Boris Vian.
Ahora que ha editado sus cuentos completos, y empezó a imaginar el tomo con las
nouvelles completas, el jubilado –al menos en Uruguay– Gandolfo parece haber entrado
en una nueva etapa de su vida. “Cuando pasás los 65, hay algo que cambia. ¿Sabés quien
lo describió perfecto? Ese monstruo que es Oliver Sacks. En la famosa columna que
publicó en el New York Times cuando se enteró que tenía cáncer, decía que había pasado
a ver la realidad en un ángulo de 60 grados. No es que ya no te importa la guerra de
Medio Oriente, pero la ves de otra manera, y te embobás con pelotudeces insignes como
la luz del sol en los árboles, o alguna chica que pasa por ahí. Al mismo tiempo, la cabeza
me funciona todo el tiempo, imaginando proyectos nuevos. Y te tranca mucho la parte
económica, lo que no es ninguna novedad, pero a esta altura ya te rompe los huevos”,
confiesa Elvio, que también ha terminado entendiendo que su obra crítica está a la altura
de su poesía y su narrativa, algo que –aclara– jamás se le había ocurrido. Y por eso
también ahora anda recopilando sus artículos, una vida escribiendo sobre otros, sin
guardarse nada y con opiniones propias y a veces a contrapelo, pero siempre concretas y
muy fuertes. Una de sus primeras notas largas en El Lagrimal, por ejemplo, un ambicioso
repaso por la nueva novela argentina escrito con apenas 21 años, impresiona al releerla
por su solidez y su contundencia al dejar de lado en los antecedentes a nombres como
Marechal o Filloy, y a la hora de los nuevos apostar por Vanasco y un Puig que recién
estaba empezando. “Sobre Filloy, que siempre me pareció un bluff, tengo una anécdota
increíble”, revela Gandolfo. “Uno de sus fanáticos un día vino a verme con un regalo. Me
traía una edición de La reina de las nieves subrayada por Filloy, que tenía anotaciones al
margen que decían ‘estupidez’ o si no ‘otra boludez’, hasta que al final había trazado una
línea y escrito: ‘no leo más’”.
Pero Gandolfo sigue leyendo, en particular a los escritores nuevos. “Leo todo, y cada vez
que me proponen ser jurado, acepto. Me gusta Luciano Lamberti, también ese loco
chaqueño, Quirós, y me sorprendió Alejandro Güerri, al que le escribí una contratapa. Así
sea un autor nuevo o no, lo que le pido es pasión por la estructura, por el estilo, y que
descubra lugares nuevos”, enumera Elvio, que confiesa que lo que no se banca es a los
que se creen escritores. “El que cree en cierta carrera”, explica. “Es algo que se nota en la
escritura, porque es como si lo hiciera con la mirada de los demás arriba. O peor, sólo con
algunos demás”, agrega, y se ríe cuando piensa en el precio que tuvo que pagar durante
toda su carrera por sus opiniones. “Hay gente de la que yo jamás comenté sus libros y
que nunca me comentarían los míos en sus revistas. ¡Pero es un precio razonable! Y ojo
que no considero que sea gente horrenda ni nada, eh. La cosa es así, nomás”, se ríe,
acostumbrado y curtido el autor del flamante Mi mundo privado, que escribió, explica,
para dejar de quejarse por dos obsesiones idiotas con las que venía molestando a todos
sus allegados.
“Me dije: dejate de joder. Y el cruce entre un video de la BBC y una novela que alguna vez
pensé pero nunca escribí me llevaron a eso que yo llamo un descubrimiento, que es que la
combinación de la realidad más la imaginación y la fantasía de cada uno, crean un mundo
propio”, resume Gandolfo, que asegura haber escrito la novela muy rápido, sin saber muy
bien adónde iba, una frescura –y un cuelge– que se nota y se disfruta en su lectura,
aunque a veces cueste percibir de qué se trata específicamente ese mundo privado. “Para
mi está muy claro”, asegura. “En el fondo, se trata de mi ideología. Yo defiendo mucho el
escapismo, que hoy tiene muy mala prensa, tanto de parte de la religión, como de los
comunistas, los peronistas o los macristas. Lo defiendo sobre todo como reacción ante el
realismo de esto es lo que hay’. Andá a cagar, hay más. Y el que siempre lo descubre es el
cuentista, aún más que el novelista”.