Está en la página 1de 5

El lector

“Nací en el corazón de la ciudad, en 1899, en la calle Tucumán entre Suipacha y Esmeralda,


en una pequeña, modesta casa que pertenecía a mis abuelos maternos. Como la mayoría de
las casas de ese tiempo, era baja”.

Nació un 24 de agosto y en esa casa estaba la biblioteca heredada de su abuela inglesa. En la


biblioteca, que otros llaman universo, hay un número indefinido de galerías hexagonales,
pozos de ventilación, una escalera en espiral, gabinetes minúsculos, anaqueles, y unas
barandas bajísimas. Ahí están todos los libros y el lector -que es también el bibliotecario
imperfecto- se prepara para morir muy cerca del hexágono donde nació. No importa la ciudad
en donde esté, lo que importa es esa biblioteca soñada que es infierno y paraíso a la vez. El
escritor que forjó esa biblioteca desmesurada se ha convertido definitivamente en el Lector.
La biblioteca escrita es infinita, la del Lector no lo es.

Su biblioteca personal es una decepción para los visitantes. Mario Vargas Llosa visita el
departamento del sexto piso en el número 994 de la calle Maipú donde vive el Lector. Queda
pobremente impresionado: unos pocos volúmenes, traducciones de “La divina comedia” y la
“Enciclopedia Británica” completa. No parece la biblioteca de un escritor, ni siquiera de un
lector promedio. A lo mejor en Lima hacen las cosas así. Pero acá, en Buenos Aires, somos
menos devotos de la ostentación.

El Lector notó para siempre que los libros son una cifra del mundo.

El Lector también escribe, pero la lectura es una actividad posterior, más resignada, más
civil y más intelectual que la escritura. Su asunto principal es la literatura. Después del
Lector, nadie leyó igual.

De a poco y progresivamente las letras negras sobre el papel se fueron convirtiendo en una
niebla gris y se confundieron con el entorno. Solo iba quedando el amarillo, los tigres en los
zoológicos o en la naturaleza lejana. “¡Qué lástima no haber nacido tigre!”

Diferentes personas leen para él. Algunos son lectores ocasionales: un estudiante, un
periodista, un escritor que pasaba a visitarlo. Otros son fijos. Cuando llegan los recibe Fanny,
en la habitación después del pasillo intuyen la presencia de doña Leonor, la primera lectora,
ahora demasiado vieja para continuar. También está el gato junto al Lector que espera
impaciente. “Bueno, ¿y si leemos Kipling esta noche?”
Quiere que le busquen algo puntual en la enciclopedia: Stevensosn, Juana la Loca,
Schopenhauer. Escucha y asiente, hace conexiones y comentarios. Después pide que registren
algún dato en particular y el número de página. Por eso los libros de su biblioteca, en las
páginas de guarda, conservan anotaciones con diferentes caligrafías de sus lectores.

Una voz lee a Virgilio. El Lector interrumpe, se ríe, comenta y sigue los juegos de palabras,
habla de la traducción, se desvía o se detiene en “el arte de injuriar” a personas conocidas.
Una voz lee a De Quincey y él va moviendo sus labios sobre las frases conocidas, va
siguiendo en un murmullo superpuesto lo que ya leyó y no se cansa de leer.

Se acuerda de todo. Como Funes, no puede olvidar. Sabe que todo libro, que toda historia,
que todo verso cambia con un nuevo lector y toma sus atributos. Como Pierre Menard, el
Lector es autor de lo que lee.

Dice que no es capaz de recordar sus primeros textos. Cuando su interlocutor empieza a citar
unos versos de Borges y lo hace con algún error, el Lector lo corrige y entonces continúa el
poema hasta el final.

El Lector es también profesor. Está completa y definitivamente en contra de la lectura


obligatoria.

En su biblioteca hay libros en español, en inglés y en alemán. Están Joyce y Oscar Wilde, H.
G. Wells, Güiraldes y Lewis Carroll. Y diccionarios y matemática y filosofía. Están Kipling y
Dante, a los que siempre vuelve. Guarda la vieja edición en la que leyó por primera vez “El
Quijote'' (en inglés, dijo que cuando por fin lo leyó en español le pareció una mala
traducción). En otra estantería hay poesía, literatura islandesa y toda la anglosajona. Con
estos libros se dedica a estudiar “las ásperas y laboriosas palabras”. En algún lugar de la
casa al que los lectores ocasionales no acceden está la literatura argentina que acompañó a la
familia cuando se fueron a Europa: Sarmiento y Mármol y Lugones y hasta el “Martín
Fierro” que había seleccionado y poco antes de embarcarse su madre le hizo desechar.

No hay libros de Borges en la biblioteca del Lector.

El cartero trae un libro de Borges. Se lo mandan de regalo. Es “El congreso” en una edición
de lujo. Pide que se lo describan: hay un estuche y unas tapas de seda, una ilustración y letras
de oro.“Pero eso no es un libro, es una caja de bombones”, opinó el Lector antes de
regalárselo al cartero.
“Me gusta hacer de cuenta de que no soy ciego”, dice cuando se acerca a sus libros. Sabe
dónde está cada ejemplar, recorre con sus manos los lomos, imagina que puede seguir el
curso de los ríos en los mapas y descubrir maravillas en el azar de una enciclopedia.

El Lector se complace al intuir la vida entera de un hombre a partir de dos o tres escenas.

Camina cada día desde el edificio de la calle México de la Biblioteca Nacional en la que es
director. Repasa en su recorrido la ciudad que había visto, como si fuera un texto. Las calles y
las casas y las plazas perdidas son las palabras de una cartografía que solo recuerda él. En el
centro de Buenos Aires el Lector ciego se ha convertido en un personaje literario.

Cuando al fin de su vida y enfermo en Ginebra reciba a Marguerite Yourcenar, el Lector le


hará un encargo. Que vaya a la casa en la que había vivido con su familia durante su estancia
en Suiza. Que la escritora vaya y mire y retenga cada detalle y que después le cuente.

Su tema preferido son los libros. No tiene paciencia para las teorías literarias, tampoco para
cualquier tipo de moda, canon o prescripción. Lee salteado e incompleto, a veces solo
resúmenes. El Lector cree en el azar.

Para el Lector el Nilo, Jonia, el Sahara o Roma no son lugares sino escenarios. Cuando los
recorre y los palpa, no es para adivinar su contorno y verlos con las manos. Lo hace para
recordar lo que ha leído en Homero, en Virgilio o en “Las mil y una noches”. El mundo está
ahí para confirmar los libros.

Necesita el orden y la rutina, imprescindibles para los ciegos. Recibe al lector de esa noche en
su casa y se sienta en el diván: la mirada fija en nada, en ese lugar del aire en el que se fijan
las palabras cuando suenan.

Para el Lector el mundo es verbal y lo que sucede, sucede para ser contado. El lenguaje, sin
embargo, es declarado insuficiente.

No se interesa por los géneros; recuerda un poema, un tango, una elegía o una parábola.
Encuentra los temas que busca -el coraje, los espejo, el duelo- allí donde lee. Se emociona
con los relatos épicos: llora con Dido y Eneas en Cartago. También cuando en cierto párrafo
de Manuel Peyrou escucha hablar de la calle Nicaragua; entonces la respiración se quiebra y
los ojos se llenan de lágrimas al reconocer un espacio cercano a su lugar de nacimiento.
“¡Carajo, la patria!”, dice a veces el Lector.
Con los libros, el Lector es todos los hombres.

Le gustan los detalles reveladores, las imágenes y la eficacia en las narraciones. Por eso
busca los relatos policiales y comenta su fórmula.

Es capaz de buscar un texto por el mérito de una sola palabra. Entonces se detiene en ella y le
da vueltas en su cabeza. Ensaya en voz alta los posibles reemplazos y pondera el acierto del
autor por la precisión al usar esa y no cualquier otra. Por eso le gusta el idioma alemán. Dice
que tres palabras bastan para leer en alemán. Si uno sabe el significado de Herz (corazón),
Liebe (amor) y Nachtigall (ruiseñor), ya está. Entonces, con la ayuda de un diccionario, se
podrá leer a Heine.

Es cruel con los autores que no le gustan. Tiene un amigo con el que se juntan a comer y a
hablar de libros. Leen y recitan lo peor de la literatura (enfático y agrícola, irresponsable
rimador, autóctono y prescindible).

Un objeto inimaginable llega a las manos de un lector: es un libro de arena, cada vez es único
y en el que es imposible encontrar dos veces lo mismo. Un libro así es un sueño y también
una pesadilla de la que cualquier hombre debería deshacerse. Entonces el protagonista toma
el libro y lo esconde donde nadie pueda encontrarlo, en los anaqueles de la biblioteca donde
trabaja.

El Lector imagina un mundo en el que las ficciones son un solo argumento con todas las
permutaciones imaginables.

Después imagina un mundo donde el arte no es necesario porque cada individuo es un artista,
todo es anónimo y no hay libro que espere el éxito o el fracaso. Dicen los lectores que el
Lector piensa en estas cosas cuando se aburre o se cansa por un rato de los libros.

Toma un libro de la estantería baja del salón, ahí donde están Stevenson, Chesterton, Kipling
y Henry James. Es rojo y pequeño, con un dios elefante y una esvástica hindú en la portada.
Lo había comprado en Ginebra cuando era un adolescente. El Lector le regala el librito rojo
de Kipling a uno de sus lectores porque se va del país. Cada lunes, miércoles y viernes,
durante los últimos cuatro años, tocó la puerta del sexto piso y le puso voz a lo que pedía el
Lector. Alberto Manguel tiene veinte años y deja de leerle a Borges.

Casi cuarenta años después escribe un libro -”Con Borges”- en el que termina de darle forma
a lo que fue descubriendo con el tiempo: el tamaño del privilegio de leerle al Lector.

Todo el mundo iba a la casa de Borges, recibía a periodistas, estudiantes, escritores de


distintas partes del mundo que querían conocerlo. Cuando Mario Vargas Llosa lo visitó
quedó impresionado por esa biblioteca mínima y la humildad del departamento, entonces le
preguntó por qué no vivía en un lugar más lujoso.

También podría gustarte