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¿DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS

DE INCLUSIÓN EDUCATIVA?

El autor señala que, tal como se plantea la Educación en la actualidad, la tarea pasa por la

integración, esto es, brindar ayudas para que el educando “se acomode” dentro de un sistema

que no incluye. Es decir, la escuela no ha cambiado para acoger la diversidad. Además plantea

una serie de medidas para que la inclusión sea una realidad y no una utopía.

Definiendo a priori la cuestión


“El término integración se basa en el supuesto de que se tomarán medidas adicionales para acoger a

estudiantes considerados especiales en un sistema escolar que se mantiene básicamente inalterado.

Sin embargo, actualmente muchos países están dando un giro hacia la educación inclusiva, que se

basa en el principio de reestructurar las escuelas con el fin de atender las necesidades de todos/as los

estudiantes”.

Tomado de: “Aprendiendo de la diferencia: una guía de investigación en acción” (Enabling

Education Network -EENET-). Universidad de Manchester, Reino Unido.

Poniéndonos en situación, ahora…

Las dos ¿simples? definiciones anotadas al comienzo aspiran a presentar en breves trazos las

diferencias entre las políticas e instituciones integracionistas, y las que sostienen la propuesta de la

inclusión.

Sin embargo, y más allá de lo que conceptualmente pudiera sostenerse, el tema supera la mera

distinción terminológica, para instalarse en la dimensión de lo que es hoy posible, a partir de lo que
es hoy real.

Mucha agua ha corrido y sigue corriendo bajo el puente… al menos en la República Argentina.

Quizás lectores avezados puedan hallar coincidencias y/o divergencias con respecto a la situación de

otros países.

Las ideas

La ideología de una educación plural, abierta para todos y sin restricciones por las diferencias de

posibilidades que son propias de todas las personas, implica el deseo y la voluntad de construcción

de una sociedad con justicia y posibilidad de incorporación activa de quienes son sus miembros.

Pero ha de tenerse en cuenta que -tanto a nivel comunitario en general, como educativo en

particular- la verdadera justicia ha de entenderse superando aquel principio de “dar a todos por

igual”, para instalarse en una propuesta de “dar a cada uno lo que necesita”.

Este cambio de mirada tiene un doble contenido: por una parte, reconoce las diferencias individuales
que caracterizan a las personas, es decir, señala concretamente que el “todo social en común” se

construye sobre la base de la diversidad; y, por otra, pone un alerta en el hecho de que dicha

diversidad requiere de un complejo/completo sistema de distribución de las oportunidades de

aprendizaje, de manera que éstas resulten accesibles a todos quienes son sus naturales destinatarios.

Considero que en los dos párrafos anteriores empieza a vislumbrarse la problemática de la dificultad,

de la “puesta en práctica” de esa sociedad más justa y equitativa.

En efecto, tal postura resalta ya la tensión entre dos fuertes principios: el respeto por la “diferencia”

y la necesidad de que ella no se instale como obstáculo para lograr “la comunidad” o para impedir la

vinculación efectiva de quienes son los protagonistas.

Quienes “hemos vivido” en las escuelas, o formando parte del sistema educativo en diferentes

instancias, conocemos la frecuente falta de respuesta equilibrada a tales extremos en tensión y

sabemos -con mayor o menor grado de academicismo- que las respuestas a la misma han oscilado,

como un péndulo, entre el extremo de conducir a la segregación cuando, de hecho, se acentúa la

visión de las diferencias; o negar las diferencias cuando se privilegia (la mayor parte de las veces,

acríticamente), una postura de “igualdad social”; y digo “acríticamente”, por cuanto la igualdad

social, la identidad entre uno y otro miembro de la comunidad, en realidad, no existe.

El tema (¡y vaya tema!) es cómo conjugar ambos constructos (singularidad, persona, individualidad -

por un lado- y comunidad, sociedad, participación plena -por otro lado), lo que conduciría, en caso

de lograrse, a un punto de equilibrio de nuestro imaginario “péndulo” que no significa que el mismo

se detenga, se inmovilice, sino que sus oscilaciones sean menos amplias y compensables en plazos

breves.
De lo contrario, los plazos para pasar de uno a otro extremo de la oscilación seguirán tomando años

(décadas más bien), y el tiempo, en este caso, juega en contra de las generaciones de personas que

atraviesan, como alumnos y docentes al menos cada una de las formas del sistema educativo que son

(o fueron en su momento) “actuales”.

Piénsese que -al menos en el sistema educativo argentino- la franja entendida como “educación

obligatoria” suma 12 años… si hablamos de “década/s” en la modificación y adecuación de

estructuras, los resultados suelen ser de dos tipos:

a) Que un determinado niño se vea “atendido” por estructuras presumiblemente cambiantes en

profundidad a lo largo de su trayectoria educativa (pero como “el péndulo se fue de un extremo al

otro”, el cambio de estructuras en profundidad condiciona una variación de la direccionalidad y

hasta de la intencionalidad pedagógica).

b) Que a lo largo de su trayectoria educativa no haya cambios en profundidad, con lo cual el


resultado de la oferta educativa -y de los aprendizajes- resulta desactualizado a la hora de finalizar

ese período obligatorio que el sistema propone e impone.

Y agreguemos una “c)” : sin contar con que los alumnos que caben en las posibilidades a) y b) son

quienes han logrado superar las dificultades de un sistema que no suele favorecer la superación de

sus mismas dificultades… Y que no todos los que iniciaron su trayectoria educativa “como la ley

manda” la completan “como la ley desea”…

Y ni qué decir de los docentes, la mayor parte de los cuales acredita más de 10 años de antigüedad,

es decir, “formados en una cierta década” pero trabajando en un sistema “de la década siguiente, o

de la subsiguiente”, con alumnos de esas “nuevas décadas” y sin registrarse en realidad

actualizaciones sólidas, serias y responsables -de fondo- que les permitan ir promoviendo

aprendizajes de mayor calidad; y sin registrarse tampoco -en la práctica concreta, real, tangible,

visible- modificaciones de fondo en la formación de “los nuevos docentes de las nuevas décadas”.

La sola buena voluntad y experiencia de los docentes que atraviesan varias décadas en la educación

no garantizan la calidad de la oferta educativa, cuando los logros significativos que aún así pudieran

alcanzarse no se institucionalizan (sistematizan) de manera efectiva.

…pero vayan los lectores tomando en cuenta que hasta aquí ni siquiera he “rozado” la cuestión que

constituye la esencia de este trabajo, y me he limitado a pintar, en gruesas pinceladas, un panorama

de la educación en general… sólo a partir de las ideas.

Las utopías

Pongo en claro que la palabra “utopías” está aquí tomada en su sentido original, según la definición

del Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española, a saber: utopía o utopia: (Del griego ou
y topos: lugar; lugar que no existe): Plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que aparece como

irreal o irrealizable en el momento de su formulación.

De todos modos, para ser respetuosa y científicamente cauto, he de tomar del final de esta definición

el significado que considero esencial. Y ciertamente parece ser lo más coherente, ya que si se trata

de un “proyecto”, lo perseguido a través de él no existe, y lograrlo ha de ser su fundamento y

sentido.

¿Por qué utilizo aquí el concepto de “lo utópico” para referirme a la posibilidad de una educación

inclusiva, entendida en el sentido expuesto en el primer título de esta publicación? Básicamente, por

dos motivos:

El primero, porque las definiciones que hallamos acerca de esta educación en documentos

internacionales hace ver que el intento de transformar la ideología en una práctica se halla aún en el

plano de las “buenas intenciones” y de “declaraciones de principios”, con lo que no se supera el


plano teórico y de expresión de deseos ni se logra que los sistemas educativos se comiencen a

modificar en el sentido esperado.

En tal sentido, el más explícito y abarcativo documento resulta ser “La educación inclusiva: camino

hacia el futuro” -Conclusiones y recomendaciones de la 48ª Conferencia Internacional de Educación-

UNESCO, 25 al 28 de noviembre de 2008.

En las mencionadas conclusiones y recomendaciones, y siguiendo la línea de la referencia, no se

avanza -ni siquiera mínimamente- más allá de las recomendaciones que el organismo internacional

viene haciendo acerca de la distribución democrática de la educación superando barreras de sexo,

condición social, etc., y que por más de 40 años se han ido publicando y reformulando sin que, al

parecer y aunque se incorpore una terminología diferente, se hayan producido los resultados

deseados.

En efecto: si todas las recomendaciones surgidas como conclusiones de conferencias internacionales

se hubiesen concretado, en este momento no estaríamos una vez más discutiendo en qué consiste

(pero, sintomáticamente, no discutiendo cómo hacer para lograr) una educación que realmente

conduzca a la inclusión de quienes por algún motivo son estigmatizados por alguna forma de

segregación social y, en lo que a este artículo atañe, de segregación educativa.

Creo que el problema, en realidad, es evitar la segregación en todos los ámbitos, y que se piensa a la

educación como el recurso privilegiado para lograrlo; pero siendo la Escuela un sector de la

comunidad en la que surge y con la que coexiste aún su “privilegio como recurso” no puede

sustentarse o sostenerse en su dimensión concreta, pragmática, porque no se definen ni las políticas

adecuadas, ni se forman los recursos necesarios y suficientes como para que los (posibles) logros
pedagógicos y en los aprendizajes vayan de la mano con los “espacios sociales” que deben albergar,

contener y dar oportunidades a quienes egresan del sistema educativo formal y no formal con las

calificaciones a las que sus méritos los hayan hecho acreedores.

Dicho de otro modo; si no existe consenso a nivel internacional (mínimamente, UNESCO) acerca de

los caminos a recorrer para alcanzar el resultado deseado y hoy lejano, esa meta se mantendrá

siempre como utopía.

Nos hallamos a casi nueve años del momento en que dichas Conclusiones fueron dadas a luz, y en

ese lapso, en la práctica, nada ha variado en la dirección señalada.

El segundo motivo, que analizaré especialmente en el contexto del sistema educativo argentino,

aparece detallado en el título siguiente.

Las realidades, las distancias…

Ubiquémonos en el contexto de la Conferencia de la UNESCO mencionada en el título anterior.


Y detengámonos unos instantes en el documento presentado por la República Argentina, que, como

el resto de los 188 países participantes, realizó una descripción de su sistema educativo.

Haré notar varios puntos a mi juicio relevantes en dicho documento, pero desde ya anticipo que su

importancia para este análisis no es meramente conceptual, sino que se traduce en la situación real

que hoy tenemos en el sis-tema educativo nacional:

En primer lugar, lo que resalta aún a los ojos menos advertidos, es que estas definiciones con

referencia al sistema educativo vigente muestran una confusión entre los planteos de inclusión y los

de integración de personas con discapacidades.

Entendiendo la idea de la “escuela inclusiva” como uno de los deberes democráticos en la oferta de

mejores oportunidades a todos los ciudadanos, se confunde el concepto, ya que de lo expuesto

oficialmente es que de lo que se está hablando es del acceso de todos a la educación (el antiguo

proyecto de la UNESCO de la década de 1990, “Educación para todos”), lo que significa que los

modelos institucionales siguen respondiendo a las propuestas “integracionistas” (generación de

apoyos especiales para quienes los pudieran requerir) y no a la modificación de las estructuras y las

dinámicas de las escuelas para que éstas se hallen preparadas para recibir, contener y educar a los

alumnos, por mayores diversidades que éstos presenten.

Se acentúa la mirada puesta en lo “remedial” o “lo supletorio”, pero se descuida la puesta en práctica

de un criterio organizacional, sistémico, que genere “un sistema preparado para la diversidad” y no

“un sistema que responda a la diversidad” cuando existe un requerimiento específico.

Tal sistema requeriría, entre otras características, la formación de docentes de muy otra manera que

como se lleva a cabo actualmente.


Dos puntos, al menos, sostienen esta aseveración:

1) En los avances acerca de la Educación Superior (y específicamente de la formación docente) que

también están incluidos en el documento del Ministerio de Educación argentino, puede verse que se

acentúan fundamentalmente dos aspectos: la formación disciplinar para el nivel en que los futuros

docentes se desempeñarán; y la formación en el uso y aprovechamiento de las Tecnologías de la

Información y la Comunicación (TICs).

Ni siquiera se señalan (y mucho menos destacan) horizontes de capacitación profesional docente

vinculados con la diversidad que da origen a los planteos de integración… y mucho menos de

inclusión educativa…

2) Aun cuando se intentase rescatar el valor de la ideología y la práctica “integracionista” en el

sistema educativo, no existe al interior de éste ninguna instancia de formación específicamente

orientada a la preparación de docentes integradores, roles habitualmente desempeñados por una


variedad de profesionales (no siempre docentes ni con experiencia de aula) que acreditan alguna/s de

estas calificaciones a su favor: medianamente extendida experiencia de aula; medianamente

extendida experiencia en la atención de estudiantes con “problemas de aprendizaje”; buena voluntad

y criterio flexible de trabajo pedagógico; disponibilidad para el trabajo en equipo con otros docentes;

interés y formación en temas de discapacidad y/o necesidades educativas especiales, sustentando

saberes en base a su propio esfuerzo.

De manera tal que una de las grandes distancias que podría señalarse entre la realidad educativa

actual y la utopía de la inclusión escolar podría ser expresada en la siguiente pregunta, que acaso

suene irreverente pero que simplemente procura sintetizar el estado de situación:

Al menos en Argentina, si aún, a casi 40 años (desde aproximadamente 1978) de iniciación del

movimiento integracionista a nivel mundial, a pesar de las declaraciones de principios de diferentes

organismos, de los propósitos enunciados en la (ahora derogada) Ley Federal de Educación (Ley

24.195, de 1993) y sus derivados resolutivos; de la reafirmación de esos mismos principios con una

nueva redacción pero idéntica ideología en la actualmente vigente Ley Nacional de Educación (Ley

26.606, de 2006), no hemos podido lograr la implementación de un adecuado “servicio de apoyo” a

los procesos de integración (reitero: integración) a cargo de las jurisdicciones provinciales (ya que el

Ministerio nacional sólo procura unificar criterios y decisiones, pero no posee establecimientos

educativos a su cargo)…

Reitero y resumo: si con toda esta historia “a cuestas” no hemos podido articular una seria política

de integra-ción… ¿no se confirma que la inclusión educativa sigue siendo una utopía?

Y dejo en claro que esta última aseveración -que lo es, a pesar de estar expresada como una
pregunta- no significa descalificar la propuesta, el proyecto ni la ideología contenidas en la utopía,

pero sí quiere servir de llamado de atención para que no volvamos a caer una vez más, en la

educación argentina, en desvirtuar las propuestas valiosas de manera tal que se convierten en una

moda pedagógica, en un palabrerío vacío de contenidos y ausente de resultados a causa de una

interpretación artificialmente simplificada que conduce, en lo profundo, al llamado “gatopardismo”,

es decir, a cambiar todo en la superficie, sin que en el fondo haya realmente modificaciones

sustanciales y positivas que conduzcan a mejores oportunidades para los destinatarios del sistema.

Aunque resulte muy “obvio”, como suele decirse, deberíamos recordar que estamos pensando y

hablando de acciones destinadas especialmente a los niños y jóvenes, pero también a los adultos, lo

que significa que la “hipoteca educativa” es, en realidad, una “hipoteca social y cultural”.

Parecería que con estos últimos párrafos estoy pintando una mirada pesimista y desencantada acerca

de las posibilidades del sistema educativo.


Aun no (quiero decir: a esta altura de mi vida, con más de 45 años de profesión en mi mochila)…

porque estoy convencido de que asumir las cuestiones críticas es el primer paso de un (muy) largo

camino para empezar a resolverlas.

Pero también estoy convencido de que venimos pasando largos años deteniéndonos en diagnósticos

de situación sin poder avanzar en la búsqueda, y peor aún, en la implementación de las soluciones

que dicha situación requiere…

Y vuelvo a algo que planteé en el primer título de este trabajo: mientras nos detenemos en

diagnósticos y nos enredamos en discusiones que no conducen a avances reales (en el sistema, en las

escuelas, en las aulas, en los docentes, y en los alumnos), miles de personas pasan como estudiantes

por las aulas, algunos ni llegan a ellas y otros las abandonan prematuramente…

El Estado argentino equivoca frecuentemente sus políticas en torno al tema de la inclusión educativa,

ya que -por motivos que son opinables y no caben en este trabajo- suelen adoptarse sobre el

problema educativo (segregación, deserción, repitencia, bajos niveles de aprendizaje), y sólo a título

de ejemplo lo menciono, medidas remediales que no apuntan al fondo de la cuestión, porque se

traducen en subsidios a la personas carenciadas (algo inobjetablemente positivo) pero no en

aplicación de fondos que mejoren la calidad del sistema educativo y su capacidad de inclusión (no de

mera “presencia” de alumnos en las aulas, sino de excelencia de la oferta educativa); porque se

acentúa la mirada en los contenidos educativos, su enriquecimiento, extensión y profundización,

pero no en las condiciones de aprendizaje, de acceso al saber que el sistema debe garantizar

Situaciones de este tipo ratifican y refuerzan lo utópico de los planteos de inclusión.

Sin embargo, no es mi intención detenerme, justamente, en el señalamiento de “lo utópico de la


utopía”, sino rescatar, a partir de esta suerte de toma de conciencia, algunos puntos que contribuirán

prácticamente a que el proyecto inclusivo se haga realidad. Sin duda lectoras y lectores

comprometidos con la educación podrán cuestionar y enriquecer lo que esquemáticamente se

menciona a continuación… ¡bienvenidos sean los comentarios críticos y los aportes…!

Afortunadamente, estoy en condiciones de comentar aquí que en al menos tres provincias de la

Argentina, distintos grupos, heterogéneos entre sí (algunos conformados por juristas, otros por

padres y también varios de nivel universitario) se hallan abocados a la iniciativa para elaborar una

propuesta o proyecto de ley que determine la inclusividad del sistema educativo en toda región e

institución. Es un paso importante. Pero como, sin embargo, los criterios sociales no pueden

modificarse por ley, el tiempo de logro de lo que tal ley pudiese disponer ha de ser aún extenso.

Por eso mismo…

…entiendo que los primeros pasos para comenzar a recorrer el camino entre las realidades y la
utopía han de conducir, en principio, a la implementación de estrategias de política educativa y

recursos de práctica institucional que conduzcan a la integración efectiva de las personas que hasta el

momento han quedado fuera de la escolaridad común (o “regular”, como también suele llamarse).

¿Por qué? Sólo por aplicación del sentido común a la realidad del sistema social y educativo:

En primer lugar, porque si la distancia entre la “educación segregada” y la “educación inclusiva” no

ha podido ser satisfactoriamente recorrida aún (como también lo señalamos en este trabajo que usted

está leyendo ahora) en más de 30 años de demandas, propuestas y sugerencias en el ámbito mundial

y de cerca de 25 años en el mismo sentido en nuestro país, mal puede suponerse que el “salto

virtuoso” requerido pueda lograrse en lo inmediato.

En segundo lugar, porque la propuesta integradora, contiene, en sí misma, la mayor parte de los

elementos requeridos para la propuesta inclusiva, pero esta última requiere de un “plus” sumamente

significativo, como lo es -según acabo de expresar- la conciencia social acerca de lo que la inclusión

significa, masivamente más difícil de lograr que la aceptación de la integración educativa.

Sintéticamente, pues, las cuestiones centrales pasarían por:

1) El fortalecimiento de las instituciones educativas y la reducción de los procesos burocráticos que

afectan a las posibilidades de brindar apoyo especial, dentro de ellas, a las personas que lo requieren

2) La intensificación de la formación de nuevos docentes capacitados para el trabajo con alumnado

diverso. Si bien en las nuevas propuestas curriculares de la formación docente se incluyen

asignaturas/contenidos vinculados con la comprensión y la atención de personas con necesidades

educativas especiales, este aporte conceptual no se ve complementado por la realización de prácticas

y/o residencias en las que los estudiantes de profesorados o licenciaturas deban trabajar en relación
directa con dichas personas.

3) La sistematización (con coherencia y continuidad) de acciones de capacitación, orientación y

seguimiento destinadas a los docentes en servicio, dado que los desafíos -aun de la integración- se

renuevan cotidianamente y se hace necesario abordar una diversidad cada vez mayor, a la luz de los

“diagnósticos” de todo tipo (pedagó-gicos, psicopedagógicos, neurológicos y hasta psiquiátricos)

con los que los alumnos llegan a las escuelas.

4) La revisión de los criterios y estrategias de evaluación, promoción y acreditación relativas al

colectivo del alumnado del sistema educativo, ya que los que se hallan en vigencia (enunciadas o

bien “ocultas” pero que forman parte de las prácticas habituales) resultan restrictivas para con las

personas que requieren mayores apoyos y demasiado permisivas para quienes no los requieren,

generando de esta manera, además de una situación de doble injusticia, la verdadera imposibilidad

de que las “calificaciones” obtenidas sean un reflejo de la responsabilidad, el esfuerzo, la capacidad


y los verdaderos logros (aprendizajes) de los alumnos.

5) Garantizar que la permanencia de los alumnos en el sistema educativo no sea la resultante de

medidas compensadoras y/o remediales exclusivamente, sino también producto del esfuerzo que está

al alcance de los alumnos y sus grupos familiares.

6) Garantizar en cada jurisdicción provincial la disponibilidad permanente de recursos humanos de

apoyo al interior de los sistemas educativos (“docentes integradores” y/o la designación que resultare

más adecuada adoptar según los criterios de las autoridades educativas), supervisando asimismo con

criterio eminentemente pedagógico a dichos recursos, cuando provienen de entidades privadas ajenas

a la órbita oficial.

A modo de cierre, pero dejando la puerta abierta…

Como se ve, la realidad dista aún mucho de estar próxima a la utopía… o al revés, si se prefiere

interpretárselo así…

El camino ha de estar lleno de dificultades…Quizás no lo veamos realizado en el lapso de nuestras

vidas. Pero nuestro tiempo es hoy, y somos co-responsables por él y por lo que condicionemos para

el “mañana”.

Prof. Miguel A. Ricci


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