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LEER

Por Ricardo Silva Romero

E scribir es como lanzar una botella al mar. Lo más importante es que el mensaje se pierda sobre
el vaivén del océano. Los náufragos de las novelas se sienten mucho mejor cuando lo hacen. Es
el mismo gesto de quien le cuenta sus confidencias a un siquiatra que no responde o se arrodilla para
pedirle a un Dios, que nunca contestará las plegarias, que el mundo amanezca convertido en otro
mundo. Las botellas al mar jamás encuentran un puerto, eso es. Pero escribirlas ayuda a soportar la
soledad de cada isla.
Quiero decir que soy el primer lector de lo que escribo. Que lo escribo para traducirme, para
divertirme, para deshacerme de mí mismo. Y que en esa medida, si insisto en confesarme la verdad
sobre mi vida, si no desfallezco a la hora de reírme de mí mismo y no me doy por vencido cuando
todos mis personajes se me salen de las manos, lo más probable es que a alguien, al otro lado del
mar, puedan interesarle el fondo y la forma de mis textos. Porque sí, eso son: textos. Los tejo, día
por día por día, para que la espera no acabe con mis nervios. ¿Que qué espero? Que alguien, un
lector, aparezca de la nada.
Así que escribo. Y luego leo. Y, cuando siento que he conseguido afectarme a mí mismo, entrego el
manuscrito a mi familia. Y ellos me dicen si he dado mi brazo a torcer, si me he convertido en un
falsificador, si todavía se sienten orgullosos de la persona en la que acabo de convertirme. No, no se
lo entrego a nadie más en mucho tiempo. Raymond Carver decía que la escritura está en la
corrección. Y yo, que tiendo a pedir mil consejos antes de dar un solo paso, tiendo a seguir ese antes
que ninguno. Puedo corregir durante años.
Este párrafo, esta inocente frase entre comas, ha tomado unos minutos de mi vida. Porque tiendo a
oír mis sujetos y mis predicados antes de redactarlos. Y si no suenan bien, si no se elevan del suelo ni
se escapan de la pantalla del computador, pierdo el interés por ellos de inmediato. Y asumo que a
nadie más podrán interesarle. Porque si a mí me dejan frío, a mí, que soy un lugar común con
nombre y apellidos, que veo los mismos programas de televisión y me divierto con los mismos
partidos de fútbol, lo más probable es que los demás también se sientan desconcertados al oírlos.
Sí, muchas veces me quedo con mis propios textos. Se pierden por ahí, entre los otros papelitos del
escritorio, como las frases inconexas que lanzamos cuando estamos solos, y nunca más vuelven a
tener sentido para mí. Son útiles en su momento. Como la risa o la tos o los estornudos. Sí, como la
tos: la de uno no le sirve a nadie más en todo el mundo. ¿Cuándo le entrego mis textos a alguien
más, cuándo recuerdo las frases de mi soledad para empezar un diálogo, cuándo le contagio mi risa a
los otros? Cuando sobre un acceso de tos consigo articular el relato de una enfermedad. Cuando
comprendo que todos los demás están tosiendo. Cuando siento que cualquiera podría haberlo
escrito. Cuando me parece imposible que nadie lo haya creado antes que yo.
Eso es. Si escribo un poema espero que quien lo lea se diga, como yo, "he visto esto". Si conduzco
un cuento hasta su última escena aspiro a que el lector se diga, como me dije yo, "he sentido esta
falta de aire". Si desciendo a una novela rezo para que quien la reciba piense, en el silencio de las
páginas, "yo he estado en este mundo". Quiero, para no ir más lejos, que al final quede la sensación,
en el lector, de que hay alguien mirando por encima de sus hombros. Como cuando vemos la luna,
en la ventana, y caemos en la cuenta de que todas las personas en el mundo podrían estar mirándola.
Sé que el primer libro de cuentos que me publicaron en Arango Editores, Sobre la tela de una araña,
al menos fue un libro divertido. Estoy tranquilo porque es un volumen lleno de voces. Y porque,
sobre todas las cosas, es una suma de páginas honestas. Quiero de verdad a esos personajes. Y esa
es, según creo, la diferencia entre un hombre que escribe porque no tiene alternativa y uno que lo
hace porque quiere ser escritor cuando grande. No, no se debe crear a ninguna persona para
desquitarse con ella. Debemos estar enamorados de todos nuestros personajes. Y eso, ese amor que
se me nota, fue lo que les gustó a los lectores de aquellos cuentos.
De hecho, me casé con la editora. Porque una buena editora, claro, sabe en secreto todos nuestros
defectos, pero no por eso deja de leernos. Nos quiere tal como somos. Se enamora de nosotros y
nosotros, tarde o temprano, de ella. María del Rosario -conviene aclararlo antes de seguir adelante-
sigue siendo mi única editora. Sí, me veo con otras, pero son sólo buenas amigas. Es en ella en quien
confío de verdad cuando me deshago de mis textos. Es ella quien primero lee y me dice "¿estás
bien?" , "esto parece escrito por otra persona", "me encantó, pero le cambiaría estos cinco
capítulos".
En fin. Porque el protagonista de Sobre la tela de una araña anunciaba en un discurso solemne que
iba a suicidarse, algunos me pidieron que no cometiera una locura. Yo trataba de explicarles que
gracias a aquel personaje nunca daría el último de los pasos en falso. Después les explicaba, claro,
que estaba hablando del suicido. Y más tarde les prometía, a regañadientes, que no iba a pegarme un
tiro. Y les juraba, por Dios, que nunca había tenido un revólver de verdad en la mano. Sí, así fue.
Era el comienzo de una cadena de preguntas que aún no ha terminado.
¿Quién es el profesor: su papá?, ¿quién es el cura que lanza una homilía contra el muerto: su
hermano?, ¿quién es el tipo que sufre un ataque de risa en una importante junta de negocios: usted?
La mejor respuesta hubiera sido "yo soy todos y ninguno", claro, pero, si por alguna razón llegaba a
decirla, sólo volverían a hablarme el tipo de personas que aún hoy no querría que me hablaran. Esos
que lanzan frases con adjetivos y hablan con comas en la vida de todos los días. Esos que despiden
un ingenio más bien tóxico en todas las situaciones cotidianas. Esos que en la fila de una caja, en el
supermercado, susurran "el ridículo humano haciendo cola".
Cuando apareció Réquiem, un poemario que escribí sobre un día en la vida de un tipo de mi edad,
algunos asumieron que yo era el personaje. Me ha costado muchísimo convencer a mi hermano,
Eduardo, de que jamás he pisado un burdel en toda mi vida. Mi mamá, más bien respetuosa, no ha
querido entrar en el tema. O, bueno, no que me haya dado cuenta. En cualquier caso, es difícil que
alguien entienda los poemas que uno escribe porque, entre otras cosas, muchas veces ni uno mismo
los entiende. Uno los ve. Y espera que los demás tengan gafas con el mismo aumento.
Relato de Navidad en La Gran Vía, una novela en la que trabajé durante tres años seguidos, llevó la
experiencia al extremo. Una amiga muy querida me llamó, cuando terminó de leerla, para
reclamarme que la hubiera descrito, en las páginas del libro, como una bruja histérica. Otra me
declaró su tristeza por la forma como había contado nuestra historia y me anunció que revelaría la
verdad de los hechos. Mi amigo de siempre dejó de confiar en mí durante algunos meses. Y un
lector desprevenido, que me encontré por la calle, me preguntó si mi familia todavía me hablaba.
No, no dije ni una palabra. Mi papá, que estaba conmigo, me dijo que la releería con muchísimo
cuidado.
Lo mejor que puede pasarle a una novela, repito, es que quien la lea sienta que ha hecho parte de
ella. Que todo lo que está ahí es, palabras más, palabras menos, la verdad y nada más que la verdad.
Y, aunque suene increíble, muchas personas creyeron que todo lo que ocurre en aquel libro en
realidad había sucedido: un hombre de mi edad había entrado en mi apartamento, se había comido
mi comida y se había bañado en mi ducha. Me dolió muchísimo confesar la verdad. Me entristeció
tener que reconocer que aquello de "segunda edición" era en verdad solo una broma. Que todo,
absolutamente todo, era ficción.
Recibí mensajes, llamadas, preguntas por la calle. No, no muchas. No quiero sonar como si contara
la historia de un éxito. Describo, acaso, el recorrido de un viaje. Y todo para concluir, claro, que cada
quién lee lo que quiere leer. Que cada quien desciende a su propio infierno cuando encuentra las
escaleras del libro que le sirve. Que quienes han leído mis tres relatos han visto en ellos lo que han
querido ver. Porque en el silencio de la lectura, en la soledad de los párrafos, uno reconstruye, como
lector, su propio mundo. Pone en escena las voces, las caras y los escenarios. Es el director de la
película.
Lo mejor de escribir, creo, es que el emisor le envía el mensaje a un receptor que desconoce. Por
eso, en el fondo, se lo envía a sí mismo. Porque no puede dar fe de los oídos de los demás. Y no, no
le interesa. Son las telenovelas las que saben, con pelos y señales, quiénes están frente a la pantalla.
Son los políticos los que aprenden a conseguir los votos de los incautos. Que un escritor se
encuentre con un lector, o viceversa, es tan milagroso como que dos seres humanos se vuelvan
buenos amigos.
Tener un libro en las manos es, pues, lo mismo que tener a una persona frente a frente. Está en
juego, desde ese momento, nuestra capacidad para ponernos en los zapatos del otro. Y de aceptar, al
final, que jamás seremos originales. Que si quisiéramos podríamos ser profesores suicidas, náufragos
que lanzan botellas, pacientes que se confiesan, hombres que rezan de rodillas o tipos que se meten
en el apartamento de los otros. Sí, eso es. Si hablar con alguien es poner a prueba lo que somos, leer
es llegar, por fin, hasta uno mismo.
Eso es. Por eso mi mamá, la abogada, me propone profundos cambios estructurales. Mi papá, el
bromista, me dice que la deje tal como está. Mi hermano, el lector, me pregunta si no podría volverla
una novela policíaca. Y María del Rosario me las entrega, cuando ha terminado de leerlas, con
muchas anotaciones en las páginas y ciertas ganas de llorar. Porque cuando uno lee se queda solo
con uno mismo. Oye su propia voz. Se dice su propio nombre. Y eso es, creo, lo que le agradecemos
a un buen libro: que nos deje ser, por unos días, los seres humanos que somos.

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