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ESPECIAL
DE
ERNESTO PÉREZ
VALLEJO
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Esta obra forma parte de una iniciativa de Sexta Fórmula que
tiene como fin difundir las voces literarias de sus autores integran-
tes y ofrecer a sus lectores una alternativa de lectura en tiempos
donde la mayor parte de la jornada diaria transcurre en el calor del
hogar.
Reeditado ni vendido.
www.sextaformula.blogspot.com
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PRESENTACIÓN
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Preguntas existenciales:
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Tiene mejores cosas que hacer que estar aquí conmigo, por
ejemplo: no estar aquí conmigo. Yo pensaba que el camino
más cerca al éxtasis tenía un atajo a través del dolor, sin em-
bargo, al primer mordisco me quejé como una nena.
—La penetración —dice— lo hace cualquiera. El día que
me enteré de cómo venían los niños al mundo me dio verda-
dero asco, pensar en mis padres…, ya sabes. Me niego a re-
petir el acto de cualquiera —concluyó.
Tenía junto al pezón izquierdo la marca de sus dientes, era
como un sofá bonito en una casa fea, como una televisión de
cincuenta pulgadas en casa del pobre. Me echó el humo a la
cara y amé la niebla. Tres deseos. Si la lames hasta que brille,
son tres los deseos que te da a elegir, yo siempre me acabo
corriendo en el segundo, soy un hombre fácil. El que me
queda me lo guardo en el bolsillo como si fuera un tique de
supervivencia, para pensarla como ahora cuando ya no está.
Porque no está, es así y no la culpo, tiene mejores cosas que
hacer que estar aquí conmigo, por ejemplo: no estar aquí con-
migo.
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No es que me partiera las manos pegando a tu puerta, lo
hice tres veces y en la última hasta tuve la idea de hacer una
melodía con los nudillos. Que, por cierto, es nuestra última
canción.
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Me doblo como un reptil bajo las sábanas, o me recojo en
mí mismo como un contorsionista enamorado, por caber en
tu bolsillo y que nunca me eches en falta. Y no me rompo.
Me invento a mí mismo si te aburres, me hago invisible si
te sobro, me vuelvo de azúcar si lo exiges. Y nada te repro-
cho.
Y ahora que te pido que me folles, que me folles hasta que
nos falte el aire y respirar sea un lujo al que sólo aspiren los
solitarios, vas tú con esa cintura robada de un catálogo para
adultos… y me haces el amor. Y no te odio.
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mismo. El tiempo es tu muerte, el crimen perfecto, el amante
incompleto, tu entierro futuro. Tu asesino.
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RAZONES DE UN SER IRRACIONAL
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8-¿Sabes cuánto necesitas a alguien de verdad? Cuando a su
ausencia, en lugar de llamarla soledad, la llamas nostalgia.
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Son muchas las veces que tropiezo con su mirada, que resbalo
por el blanco de sus ojos como si patinara sobre hielo. Soy
incapaz de traducir el idioma de sus párpados, tal vez porque
cualquier negación me arrancaría cruelmente gran parte de
mis fantasías, o quizá porque una aprobación me haría de
golpe enfrentarme a ellas. No es cobardía. Si la beso, ya nunca
más volveré a preguntarme a qué saben sus labios. Si la aca-
ricio, mis torpes dedos reducirán a recuerdos cada vez más
borrosos esta manera eterna que poseo ahora de imaginar
cómo se le eriza la piel mientras mis manos le tiemblan en su
propio pulso. Si, incluso, tengo la mala suerte de llevarla a mi
cama, podría como mucho acabar en un poema donde sería
cualquiera menos ella. Esa ella, que ahora en un simple par-
padeo acaba de hacerme caer más allá de sus ojos y de los
míos, en un lugar tan maravilloso, que todavía ni existe.
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—¿Cuánto me quieres?
—Haremos algo, yo contaré tus lunares mientras tú cuentas
los míos y luego multiplicaremos ambas cifras. El resultado
es lo que te quiero, así sabrás si es mucho o es poco.
—Pero eso nos puede llevar toda la vida.
—De eso se trata, amor, de eso se trata.
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He puesto la tele,
ciento quince desahucios en un solo día,
yo comparto la tristeza,
maldigo este sistema,
insulto a los culpables.
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he muerto. Tampoco esta vez. Aunque podría hablar de que
algo ha crujido en mi pecho. Como si alguien hubiera arran-
cado de cuajo la bailarina de la cajita de música. Sigue la can-
ción, pero se ha acabado el baile. He perseguido su culo hasta
que ha encontrado un atajo que, aunque no llevaba a ningún
sitio en concreto, en su prisa al girar, se podría deducir que
había encontrado el olvido.
Como si fuera un perro. De esos que registran en la basura
con más falta de cariño que de hambre, que esperan en el
lugar exacto donde un paseo se convirtió en abandono; de
esos que ya no mueven la cola para que no confundan sim-
patía con desesperación.
Ha dejado la nostalgia de otros tiempos pegada en mis za-
patos, he caminado hasta pisar todos sus recuerdos y no he
hallado más atajo que un bar donde decoran el desamor con
un hielo de más. Y no, no me he muerto. Y en lugar de ladrar,
he suspirado.
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Ya me sé esta historia.
Te sentarás con las piernas cruzadas, jugaremos a las miradas,
crearemos un muro insalvable de excusas,
una línea invisible,
un agujero,
una guillotina que nos corte las caricias de raíz.
Dejaremos que el futuro juegue con las cartas marcadas
y lo llamaremos destino.
Porque ni siquiera tendremos cojones
de llamarlo miedo.
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tiempo, que la memoria es el único lugar donde podríamos
ser felices otra vez.
Nos deseamos lo mejor en aquel entonces, pero nos amá-
bamos todavía demasiado para ser sinceros.
Y así nos va, supongo.
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Pago su copa. Le ofrezco un cigarro. Vuelve a sonreír.
Imagino la barra libre de sus piernas. Largas como un matri-
monio sin hijos.
Está a dos billetes de enseñarme el idioma que decora los
polígonos. Y aun así la miro platónica, como a la chica de un
anuncio de perfume, como a la camarera siliconada de la dis-
coteca con el whisky más caro del país.
En breve ella se marchará, luego yo, y en casa escribiré
algo sobre el desamor, sobre que me hubiera gustado el roce
de su piel, o que me clavara en las costillas el rojo de sus uñas,
en la barbilla el vello de su pubis, en la garganta su nombre
como un eco. Y me beberé la última pensando en la terraza
lo que me hubiera gustado decirle que en estos tres últimos
años de mi vida, aun cobrando, es la mujer menos puta que
he llegado a conocer.
—Tal vez mañana —me digo mientras saco un folio y
muerdo el plástico de mi bolígrafo.
Recuerdo su sonrisa y escribo:
«Parece haber salido de una canción de Sabina.»
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Uso la mueca de los lunes para evitar la burla.
—Yo puedo ayudarte —dice mientras sus manos buscan
con soltura dónde acaba la oscuridad.
Sus pechos desnudos iluminan la casa. Como si antes toda
mi vida fuera un eclipse. Sus pezones son los interruptores
que le dan luz al mundo. La suave caída de sus pechos miente
sobre su edad, grita la palabra adolescencia. Parecen mano-
seados por un escultor cuya meta es la redondez del universo.
—Un poema, luego me olvidas —dice acercándose tanto,
que lo único que siento es que está lejos todavía.
Coge mis manos y las coloca en la cintura, en el filo de su
falda, se mueve ligeramente de izquierda a derecha, en un ba-
lanceo sutil que mece mi hambre al borde de su ombligo.
Acerco mi boca y desciendo mis dedos hasta hallar el color
de sus bragas.
—Demasiada ropa para un poema —le digo yo.
Ella asiente con la cabeza. Creo que sonríe. Ya no puedo
mirarle el rostro. Siempre que estoy en la orilla se me olvidan
las turistas. Ya no me importa el desnudo en las toallas. La
piel tostada es devorada por todo el azul del horizonte. Me he
enamorado de olas que tenían tus ojos, de ojos que tenían tu mar, de
mares que te cabían entre los muslos.
He dejado que sus braguitas besen el suelo. He tumbado
su espalda sobre el sofá, he elevado sus piernas a un techo
que prometía manchas de humedad, mientras bajaba la ca-
beza hasta sus piernas.
He clavado la lengua, como si fuera la bandera de la vic-
toria de un ejército de versos, que se habían apoderado de mi
garganta. Y he empezado a escribir, su poema, mi poema, con
toda la lluvia que cabía entre mis labios.
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He dejado que sea ella la que le ponga el título, mientras
yo he esperado sediento el diluvio.
Y el olvido.
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Así que voy a levantar la sábana, bajar su pijama como
quien descorre una cortina para que entre el sol y besar sua-
vemente alrededor de sus muslos. Sin apartar sus bragas, me
inventaré una playa con la punta de la lengua. Sus manos bus-
carán mi cabeza y al hallarla las pasará por mi pelo, como
quien tiene música en los dedos. No habrá bostezo ni odio.
Ni cinco minutos, ni lunes. El futuro será mi boca. Y en lugar
de viernes repetirá mi nombre tres veces, como quien tiene el
océano agarrado a una balsa. Se estirará para pegarme a su
piel. Le importará un carajo la despensa y tendrá dudas si va-
caciones no es el sinónimo de tenerme entre sus piernas. Pon-
drá en aleatorio una canción en mi garganta, mientras se des-
peina y desnuda y hallará en el espejo de mis ojos la verdad
sobre su físico. Dará sorbos largos sobre mis labios, tal vez
mil, o mil quinientos y la poseerá tanta hambre que tendrá
que comerme.
Faltan cinco minutos para la alarma, es verano bajo las
sábanas, ella aún duerme. Y yo creo que ya es el momento de
verificar los buenos días.
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puesto y jamás tomaba la dirección. Yo era el camino co-
rrecto. Eso dices, como dejando la culpa en el aire y suspi-
rando suavemente para acercarla a mi rostro.
—Te llamo mañana. Si no me lo coges, lo entenderé —
has dicho mientras el autobús cortaba de raíz toda la magia.
He vuelto a la cafetería, esa que me vio perder. Sigue la
misma camarera, el mismo decorado, el mismo señor de bi-
gote leyendo el periódico. La misma silla, la misma mesa, el
mismo vendedor de cupones y su mala suerte. Me he sentado
y he pensado en mañana como si todo mi futuro dependiera
de él. Luego he cogido la taza y he dado un sorbo pequeño,
como si besara al verano. Y he sonreído.
Hacía dos años que no tomaba café.
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en la orilla de sus párpados. No ha sido fácil porque yo la
amaba y después de amarla comencé a odiarla. Incluso puedo
afirmar que la he odiado sin salirme del amor y la he amado
dentro del odio más profundo. El amor y el odio son dos
lastres: el primero te hace vulnerable; el segundo, previsible.
Son antónimos que sueñan con besarse en la boca. Cuanto
más lejos estés de ellos, más cerca estarás de ti mismo. Con
esto hay un puto problema que ocurre con demasiada fre-
cuencia, y es que te halles a ti mismo y no te gustes. Que de
golpe te des cuenta de que a tu yo le falte un pedazo y que,
por ejemplo, se llame Alba y sea rubia y no deje de respirar.
Espero que al menos no seáis tan estúpidos de creerse eso
de que un clavo saca otro clavo. Ninguno —repito: nin-
guno— tiene el mismo tamaño. Si clavas en el mismo sitio
sólo lo metes más dentro. Si escoges otro lugar sólo multipli-
cas la herida. El clavo que entra de verdad, ese agujero per-
fecto por donde si entra el aire es a suspiros, no sale jamás.
Sólo el tiempo es capaz de conseguir que la piel no perciba su
presencia, que acaricies la ausencia y se llame cicatriz.
Alba tenía una preciosa (una cicatriz, me refiero) en la ro-
dilla izquierda. No era de ningún clavo, se cayó patinando un
domingo. Yo besé aquella herida hasta que dejó de dolerle y,
cuando dejó de dolerle, me dolían a mí tanto los labios que
tuvo que besarme hasta que dejaron de dolerme. Digamos,
para que me entendáis, que no había dolor si había besos, así
podéis imaginar cuánto he sufrido para estar en la situación
de ahora mismo, cuánto dolor he soportado sin su boca.
La llevo al mar. La idea es arrojarla desde el mirador
donde, una vez, después de un abrazo, me dijo con rotundi-
dad:
—No me importaría morirme con estas vistas.
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Recuerdo que respondí:
—A mí tampoco, mi amor.
Lógicamente, ella miraba el horizonte y yo su rostro.
Han sido casi dos años donde a la esperanza se la comió
la incertidumbre y a la incertidumbre la nostalgia; donde la
tristeza anidó en mi pecho y los pájaros, en lugar de volar,
picoteaban su nombre. Pensaba que no sería capaz de acabar
con ella, que una vez la tuviera delante, me vendría abajo; que
todo mi plan se iría a la mierda en el mismo momento que
dijera mi nombre; que volverían a dolerme los labios tanto,
que ni siquiera le haría falta usar la palabra perdón.
Pero no. La he mirado a los ojos, me he acercado suave-
mente, ni siquiera he dejado que haga un movimiento, jamás
me he fiado mucho de su cintura; siempre he tenido la sos-
pecha de que el demonio estaba de por medio cuando se mo-
vía sobre mí con aquellos círculos tan perfectos que jamás
tocabas sus vértices. Siempre estabas en el centro de ella
misma. Lo más cerca de salirte de aquella circunferencia se
llamaba orgasmo. Con los orgasmos tenía un problema. El
placer era máximo, pero una vez lo tenía, ella se levantaba de
mí y su ausencia era inmensa. Nunca supe en realidad si el
orgasmo como tal era tenerlo o no tenerlo. Si disfrutaba más
buscando el camino de hallarlo, que una vez encontrado. En
fin, como os decía: me he acercado a ella, como quien se
cruza con un vecino en el ascensor y, de un golpe seco y cer-
tero de indiferencia, la he dejado inconsciente. Y aunque el
desmayo era suyo, el descanso era mío. Luego la he metido
en el maletero y aquí estoy, junto al mirador que nos vio eter-
nos esperando el atardecer para que lo único que brille en su
caída sean mis ojos.
Ya apenas le queda aire.
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Así que ya sabéis que sí existe el crimen perfecto. Y se
llama olvido.
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tras tus pasos. Y hasta ignoras cuántos pasos nos separan.
Todavía.
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Porque si te quedas con cualquier ella que te encuentres,
porque le temes a la soledad, o a los silencios; porque necesi-
tas follar o un buenos días; porque no sabes volar sin empu-
jones, ni te sabes querer si no te quieren. No sólo habrás per-
dido la oportunidad de conocerla. Es que ni siquiera a tu yo
de verdad habrás conocido.
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ajeno totalmente a la melodía te la recuerda. Pues eso exacta-
mente es ella, por más que la quiero sacar de mi mente, mi
lengua no deja de nombrarla.
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resto. Su preferido lo tengo en el cachete izquierdo del culo.
Justo en el centro. Aunque si le preguntas jamás lo afirmaría.
Mi cabello es negro, muy negro, como el vestido de las viudas
cuando el luto era la única opción. Lo llevo largo y casi siem-
pre liso. A excepción de cuando salgo de marcha que me hago
rizos imposibles. No estoy muy segura de la razón pero creo
que es para desconocerme lo suficiente y poder cometer cual-
quier locura que jamás haría la niña decente de pelo liso.
Como si al volver al espejo yo no hubiera sido. Se parece al
olvido pero con la memoria intacta. Elsa, otra de mis amigas,
dice que cuando me recojo el pelo tengo cara de hija de puta
y que cuando me lo suelto lo confirmo. Tengo las orejas pe-
queñas, la nariz pequeña, las manos pequeñas. La talla no-
venta y cinco de pecho. Redondas con los pezones grandes y
aureolas como galletas de esas que apetece mojar en leche en
cualquier desayuno. No llevo tatuajes ni piercing. Mi culo es
duro como el enero de los albañiles y frío como el hocico de
las focas. No es lo que más me gusta de mí pero es lo que
más desean ellos, lo que más envidian ellas. Yo adoro mi boca
en general y mis labios en particular. También me gusta mi
vientre y odio profundamente mis piernas. Demasiado delga-
das, demasiado débiles y demasiado frágiles. Una falda me
sienta como un pijama a un luchador de sumo. Rozamos el
ridículo.
Soy adicta al chocolate blanco y al olor a vainilla. No es-
cucho ningún tipo de música que no sea en mi idioma. Bailo
mal pero bebo lo suficiente como para que me parezca lo
contrario. Canto horrible pero gimo mejor que ninguna mu-
jer que hayas escuchado antes. Fumo antes de los orgasmos
por si acaso no hay orgasmo. No confío en ningún hombre.
Tampoco confío en ninguna mujer que diga que confíe en
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ella. Prefiero el mar al campo. Elijo el no a cualquier duda y
el sí siempre. Descubrí que era bisexual a los quince años, me
desnudé ante el espejo y me gustó tanto la mujer que se refle-
jaba en él, que me masturbé como nadie me ha follado toda-
vía. Aun así nunca he estado con una mujer. Con ellas me
ocurre un caso curioso y es que haría exactamente lo contra-
rio que con los hombres. A ellos me gusta dominarlos; sin
embargo, con ellas siempre me pienso dominada. A día de
hoy no he tenido el impulso con ninguna de besar el suelo
que pisa. Tampoco la busco pero en un mundo de puertas
me resulta absurdo tirar la llave de alguna. Soy una apasionada
de los tacones porque embellecen un poco mis feas piernas
pero sobre todo por el sonido que hacen. La banda sonora de
cualquier amor debería empezar con esa música de fondo.
Con ese clic, clac, cloc que derrite el hielo de las copas y el
alma de los hombres. Cuando una mujer lleva la música con-
sigo no existe hombre que le niegue un baile. No toda la mú-
sica suena igual, hay mujeres que andan con tacones como si
estuvieran haciendo equilibrios por una cuerda floja y enton-
ces desafinan. Yo no, yo camino y ellos tararean la ausencia
mientras me voy. Porque yo siempre me voy y eso es innego-
ciable. Creo en el amor pero en el propio. Pienso que no se
puede querer a otra persona sin dejar de quererse a una
misma. El amor que nos restamos inconscientemente para
dárselo a cualquiera, algunos pueden llamarlo generosidad; a
mí, en cambio, me parece un acto donde entregas tu vulnera-
bilidad a precio de besos. Y sinceramente los besos se deva-
lúan hasta que no valen una puta mierda. Con lo cual el resu-
men es que entregas parte de lo que te quieres por una puta
mierda. El primer beso es magia, a partir de los mil ya empie-
zas a conocer el truco, con cinco mil el truco te parece hasta
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malo y la magia metáfora, a partir de los veinte mil, ¿qué
truco?, ¿qué magia?
El hombre que me observa por encima de su café, mien-
tras hace como que escribe en una especie de agenda se debe
llamar Alberto. Siempre llega a las once de la mañana y se
sienta en la misma mesa y en la misma silla. Si está ocupada
espera en la barra hasta que está libre. Según Ana, mi compa-
ñera de trabajo, lleva haciendo lo mismo desde la primera vez
que entró hace casi un año.
—Desde que estás tú por lo menos levanta la vista de lo
que escribe —me dice con cierta sorna.
—¿Pero de verdad escribe? —pregunto con ciertas dudas.
—Escribía —me dice Ana con media sonrisa.
Llevo en esta cafetería un mes, en el turno de Ana, que
además es sobrina del dueño. Ana es fría como la mirada de
un notario. Sé que no le caigo bien desde el principio y ahora
se puede decir que es un sentimiento mutuo. Lo mío más
cerca de la indiferencia, lo de ella de la envidia. A veces las
mujeres cometemos el absurdo error de competir entre no-
sotras. Es un machismo feminista, donde la forma de vestir,
de actuar o de ser, crean conflictos interiores que se vuelven
críticas feroces en cuanto das la espalda. Ana es guapa pero
su belleza es cotidiana, no tiene ningún misterio. Como esos
regalos que antes de abrirlos ya sabes qué son por su forma.
Te pueden gustar pero no te sorprenden.
El chico que escribe no es de esos tipos atractivos que te
invitan a un sueño pasajero a primera vista, que te despiertan
de repente una aceleración en los latidos, o que te llevan a
fantasear sobre el amor o el sexo en un simple cruce de ace-
ras, el pasillo de un centro comercial, o en el minuto íntimo
de un ascensor fugaz. Pero todo lo que le falta de impactante
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le sobra de misterio. Descifrar el enigma que lo rodea, te lleva
a fijarte en sus labios carnosos, en el brillo de sus ojos, en su
rostro tenso como si estuviera esperando una cita que nunca
llega. Averiguar ese halo de tristeza que lleva consigo hace
que te fijes que sus manos están huérfanas de anillos, que son
pequeñas para albergar todo mi culo pero lo suficientemente
grandes para que mis pechos no se salgan por los lados. Esa
pose de indiferencia ante su alrededor, me lleva a recorrer su
pelo negro e inventar una postura donde puedo agarrarme de
él para llegar lo más alto posible. Su casi maniática forma de
comportarse trae su espalda hasta mi dedos para que teclee
una canción de cosquillas, donde quien ríe último no sólo ríe
mejor, sino también más tiempo.
Tal vez mañana, me suelo decir, no esquive mi mirada
cuando lo sorprendo en mis ojos y amago una sonrisa que se
pierde en la distancia. Tal vez mañana suelte unas palabras
diferentes al buenos días de siempre y pueda agarrarme a ellas
para comenzar un diálogo, o deje una nota de papel donde al
leerla me refleje mucho más bonita que en los espejos.
Tal vez mañana.
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que en realidad temo que al hacerlo encuentren algo que ni
yo misma sepa que existía.
Oscar se masturba a la misma vez que bucea. Sólo se de-
tiene para coger aire. Es un pez que, si se lo sacas de ahí, se
ahoga. Es aburrido, apenas pasa de las cosquillas. Mamá me
diría que cerrara las piernas, Eva me diría que cerrara las pier-
nas. Yo me recuesto un poco más por si en una de estas
acierta y consigo correrme, incluso intento guiarlo cogiendo
su cabeza para que el ritmo que baila su lengua sea exacta-
mente lo que mi canción interna necesita. Pero es imposible.
Y me pierdo en las manchas del techo, algunas parecen ini-
ciales, e invento nombres con ellas. Y me acuerdo de Alex.
Cuando Alex me comía el coño yo no pensaba en mi madre,
ni en Eva, ni sabía que había manchas en el techo. El recuerdo
de Alex me embriaga y siento que la humedad terca hasta
ahora, se empieza a parecer un poco a la lluvia. Creo que
lanzo un gemido, que consigue que él acelere el movimiento.
Pero de repente se detiene. La nube de la lluvia se aleja mien-
tras él se levanta torpemente del suelo y me mira como un
niño mira a su madre después de haber roto un cristal.
—Creo que me he corrido —dice.
—¿Crees? —le pregunto irónicamente.
—Bueno —balbucea un poco—, me he corrido pero si
me das diez minutos —dice medio avergonzado.
—No es necesario, no ha estado mal —le digo con cierta
frialdad.
—En serio, sólo diez minutos, podemos hacer otras cosas
—sugiere.
—¿Jugar al parchís, por ejemplo? —pregunto intentando
suavizar su malestar.
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Él ríe, su risa es una estafa, de esas que prefieres abusar
del silencio por si algo le hace gracia y le da por usarla.
Pienso en Alex, mientras Oscar se viste. Pienso en hacer
otras cosas con Alex. Distintas a las que hicimos, o las mismas
donde nos equivocamos. Quiero que me folle, que se ponga
encima y me diga lo puta que soy, que se coloque debajo y le
demuestre que la puta es su madre. Quiero que entre y que se
quede. Y que no se corra, que no se corra hasta que yo se lo
diga. Y que se ría, que se ría todo el tiempo que no estamos
follando, que follemos todo el tiempo que se esté riendo, que
ni siquiera sepamos diferenciar la risa del sexo.
Oscar se ha vestido.
—¿Nos vemos mañana?
Su pregunta más que una esperanza es un desafío.
Eva suele decir que su súper poder favorito es hacerse in-
visible después de los orgasmos, mamá no hablaba de ello
pero juraría que nunca tuvo uno.
—Pues mañana —ahora la que balbucea soy yo—…,
tengo un montón de cosas que hacer —le digo.
—¿Pasado? —insiste Oscar.
Cojo mi móvil de la mesita y busco a Alex en la agenda,
entro en su WhatsApp, no ha cambiado la foto, pero sí su
estado. Ya no pone la frase de Sabina: «No hay nostalgia peor
que añorar lo que nunca jamás sucedió». Ahora tan sólo dice:
«ENAMORADO», en mayúsculas, como un puto imbécil.
—Sí, pasado mañana te llamo —le digo saliendo del paso
con la misma elegancia con la que liga un portero de disco-
teca.
Escribo «Hola» abriendo una conversación con Alex, pero
sin darle a enviar. Y me quedo mirando la pantalla, pensando
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en lo bonito que sería coincidir en este mismo momento, en
una palabra tan simple y a la vez tan necesaria.
Oscar se despide, escucho la puerta cerrarse y suspiro le-
vemente. Luego vuelvo a la pantalla y a su nombre. Y, sin
pensarlo, borro el «hola» como una cobarde. La misma. La de
siempre.
Y cierro las piernas.
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DESPUÉS DE TI
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MES UNO DESPUÉS DE TI
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Y vuelvas. A por todas las cosas que te has olvidado. So-
bre todo a por mí, la más importante.
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MES DOS DESPUÉS DE TI
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En el bar ya saben qué voy a tomar. Creo que uno debe
considerarse un borracho, cuando el camarero al mirarte aso-
cia tu sed a una marca. No bebo para olvidar, soy consciente
de que lo mejor de mí es su recuerdo. Bebo para poder pres-
cindir de su boca, para vomitar su nombre al fondo de un
retrete, para que el camino a casa se me haga más largo, el
sueño más profundo, su ausencia un espejismo. Bebo porque
no puedo besarla, sobre todo por eso: porque no puedo be-
sarla.
He limpiado la casa. Ya no parece una batalla. Hago la
cama todos los días, huele al ambientador de mora que tanto
te gustaba. Los champús colocados de mayor a menor ta-
maño, los cuadros rectos, las plantas regadas, podrías incluso
reflejarte en los cristales del salón y en la cocina siempre hay
café recién hecho y chocolate en la despensa. Y todo sa-
biendo que no vas a volver nunca. Pero ya sabes, por si acaso.
Y porque soy estúpido.
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MES TRES DESPUÉS DE TI
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MES CUATRO DESPUÉS DE TI
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vida sin ti, como si, al dolerme todavía, una parte tuya estu-
viera conmigo. He sentido el miedo de perderte por siempre.
Y me he marchado de casa de Ariadna mientras ella dormía.
Despacio. Como una tortuga.
De camino a mi hogar la he pensado despertando confusa,
buscando mi rostro en su colchón.
Y ahí sí que me he acordado de ti.
Y he suspirado como un estúpido aliviado por la tristeza.
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MES CINCO DESPUÉS DE TI
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Supongo que he vuelto a la infancia incitado por el vacío,
para ser consciente de que se ha terminado el juego. Y que he
perdido.
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MES SEIS DESPUÉS DE TI
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noticias de una ciudad, en el mar y en esa sensación de felici-
dad que hay detrás de los orgasmos. Sobre todo, ahí, en esa
especie de paz y cansancio, con el sabor a playa en la punta
de la lengua y la legión de peces confusos por el pecho, bus-
cando salir a flote para convertirse en pájaros.
Te lo dije, yo no tengo mariposas, tengo peces de colores
que se creen pájaros. Y contigo tengo la sensación de que
nunca les crecerán las alas.
Con Ariadna existen los peces y existen los pájaros, pero
el vuelo dura lo que entra el sueño. Contigo, en cambio, siem-
pre estaban a punto de aterrizar, pero sin salir del pecho.
Nunca supe explicarlo con palabras. Imagino que esa es la
diferencia entre estar enamorado y querer. Cuando quieres,
sabes los motivos de por qué quieres; cuando estás enamo-
rado, ni siquiera te has detenido a buscarlos.
Ariadna se ha quedado a dormir. Me ha preguntado qué
lado prefiero y le he dicho debajo. Ha sonreído. Cuando son-
ríe es como si tú nunca hubieras existido. Adoro ese mo-
mento. Creo que debo memorizar de una vez, los lugares de
su cuerpo donde tiene cosquillas, tal vez sea el único modo
de conseguir que mi corazón vuelva a ser una pecera o una
jaula y abandone de una vez por todas el silencio por temer a
tu nombre.
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MES SIETE DESPUÉS DE TI
92
Como si yo fuera el mar y ella entrara y saliera de él sucesiva-
mente hasta conseguir la ola perfecta, la que arrasa con todo
para comenzar de nuevo.
Como dos adolescentes escogimos la última fila, sólo nos
faltaba el acné. Teníamos la mala educación y las palomitas,
teníamos las manos llenas de caricias llamadas por la oscuri-
dad de la sala. Ariadna se había recogido el pelo, no hubo una
actriz capaz de eclipsarla durante toda la película, ni paisaje
que sedujera más que su vestido de flores subido más allá de
los pecados, ni pelea tan intensa como para ignorar la guerra
de besos, ni músculos que le hicieran ignorar lo afilado de mis
costillas, ni sangre capaz de competir con el rojo de sus pó-
mulos.
No, no hubo película. Supongo que Daniel, aquel
«amigo», no dudaría en llamarlo amor. Yo ni siquiera había
encontrado una palabra para definirlo todavía. Y Ariadna sólo
pensaba en llegar a casa y hacerme pez. Dos veces.
93
MES OCHO DESPUÉS DE TI
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que decidió dejarme y lo hizo más triste de lo que estaba a su
llegada, pero ya no hallaba heroicidad en cambiarme el gesto.
Ya era rutina. Supongo que había sonreído demasiadas veces
seguidas con su culo cerca y se perdió la magia. La magia deja
de ser un acto maravilloso cuando te sabes el truco.
Me he acordado de Paula y no de cierta persona, mientras
Ariadna estaba en la cocina preparando la cena. No he son-
reído por el triunfo. Sinceramente, no estoy seguro de si me
estoy curando o si estoy enfermo dos veces.
La luna sobre la terraza me recuerda que sin Paula no hay
eclipse. Que sin cierta persona no hay dudas de quién brilla
más. Ojalá Ariadna, cuando vuelva, no haya preparado pos-
tre. Lo único que tengo claro es que tengo muchas ganas de
volver a sonreír.
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MES NUEVE DESPUÉS DE TI
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MES DIEZ DESPUÉS DE TI
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el puto espejo del baño me diga quién soy. Y sobre todo, me
diga por qué.
Y no, no podría nunca aceptar tu perdón, porque no es
sólo que no quiera olvidarte, es que ni siquiera podría.
98
MES ONCE DESPUÉS DE TI
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grande como para poder saltarlo a base de sonrisas y cosqui-
llas por dentro de la piel.
Ariadna llegó con otros estados y en ciertos momentos he
llegado a amarme a través de ella, pero no ha conseguido que
no me sienta solo. No es su culpa. El amor es como un ta-
blero y hay que avanzar por él para llegar a la meta. Eso nos
han enseñado. Pero nadie realmente ha dicho que la meta es
una puta mierda. Eso Ariadna no lo sabe y lanza el dado en
mi pecho y siempre saca seis y, de golpe, me habla de que si
tenemos una niña quiere que lleve su nombre, y yo miro hacia
atrás, a la casilla de salida y me quedo allí parado echando de
menos el comienzo de todo, con miedo a seguir hacia ade-
lante, a veces por vértigo y otras por principios.
Mis principios son sus finales. Siempre ha ocurrido así. A
veces una nota, otras un portazo, otras nada. Como cuando
se apaga una hoguera por una racha de viento. Ariadna tam-
bién se irá, lo hará en el momento que sepa que los dados de
mi vida tienen truco, que no puedo ir hacia adelante porque
yo sí conozco la meta.
Me ha costado once meses averiguar que cierta persona
no se fue por falta de amor hacía mí, lo hizo porque, tal y
como debe ser, se amaba a ella por encima de lo nuestro y
seguramente, en alguna casilla bastante más avanzada de
donde me encontraba yo, ella también se sentía sola.
Cierto es que, tras su marcha, hubiera corrido por el ta-
blero hasta dar con ella y de un abrazo interminable conseguir
avanzar hasta ponerle fecha a una boda. Cierto es que cuando
te das cuenta de que tu felicidad se ha ido a la mierda, echas
de menos los dados y pides un nuevo lanzamiento como
quien pide disculpas con lluvia en el pecho. Cierto es que, en
el momento del abandono, la meta te parece el mejor lugar
100
del mundo, porque el mundo, el de verdad, era el que a cierta
persona le bailaba en la mano y en la risa.
Con ella yo nunca me sentí solo y era bastante feliz y eso
es lo que echo de menos: ese estado, esa sensación de tener
relámpagos en los bolsillos, música en las vértebras, posdatas
de amor entre los labios; esa bendita magia de sonreír sin mo-
tivo y de motivar sus sonrisas, esa impresión de vivir en un
continuo orgasmo. Aunque suene egoísta, sigo completa-
mente enamorado del hombre que conseguí ser con cierta
persona. A ella, como ya he dicho, ya ni siquiera la espero, ya
ni siquiera la odio.
101
UN AÑO SIN TI
Querido:
102
los te quiero que pegabas en la nevera, hay una lista de la com-
pra. El amor de verdad es así, hay que llenar la despensa, que
no siempre los besos quitan el hambre. Con él la paz no pa-
rece una trinchera y la guerra no admite rehenes. No le tiene
miedo al bullicio ni a la alopecia; no necesita pastillas para la
ansiedad, le basta una caricia y sabe decir «para siempre» sin
que le tiemble el labio inferior.
Parece un actor y tú sólo un poeta.
Sin embargo, en ocasiones, más de las que quisiera, apare-
ces en sus abrazos y en su silencio, también cuando se apaga
la luz. No te imaginas lo jodida que llega a ser la oscuridad sin
tu boca. Incluso en las caricias, ciertas veces, sus dedos pare-
cen cuchillos y, al rozarme donde lo hacías tú, duele tu ausen-
cia.
Pero estoy bien, en poco más de seis meses ya hemos ha-
blado de hijos y de boda; él es una gacela, tú una tortuga. Su
madre es maravillosa y moderna y no me observa como si su
hijo estuviera a punto de pagarme un servicio. Su alrededor
es cercano y cariñoso. Yo, que nunca tuve una familia digna,
casi podría decir que he tocado casa y me he quedado dentro.
Una vez me dijiste «si alguna vez te marchas, lo único que
espero es que seas más feliz que conmigo». Supongo que lo
he conseguido, así que ahora podemos sonreír los dos, ¿no?
Ojalá no fumes tanto, no hayas necesitado la barra de otro
bar; si lo haces, recuerda —esto es importante—, que detrás
haya un camarero, nunca camareras; a ti las camareras siem-
pre te han dado sed. No dejes que tu talento se duerma; es-
cribe, no pierdas la fe, ni dejes que nadie te robe tus sueños.
(Para esto último omite la parte que me toca.) Dale un beso
de mi parte a todos esos sitios que fueron nuestros y que lo
103
serán siempre, porque mientras haya memoria, no hay cadá-
veres.
Te quise mucho, querido; aún te quiero, pero para avanzar
a veces hay que elegir entre el amor que das y el que te quitas
y, por una vez en la vida, quise ganar yo. Contigo tenía esa
sensación de ir siempre cuesta arriba y a mitad de camino me
cansé y rodé hasta a mí misma. Ha sido un placer hallarme de
nuevo.
104
UN AÑO SIN MÍ
No tan querida:
105
amor hay que irse cuando todavía queda fuego, porque si lo
haces cuando la relación está apagada, la sensación que te
queda es como de haber perdido el tiempo. Tú lo hiciste en
plena hoguera, en un jodido incendio, es normal que todavía
sigan las llamas y aunque mi sensación no sea de haber per-
dido el tiempo, sí creo que el tiempo me ha perdido a mí, o
que sigo en él, anclado en la manecilla de un reloj que en lugar
de un «tic, tac» consecutivo, marca tu nombre una y otra vez
hasta el infinito.
A veces eres muy inteligente. Se llama Ariadna. No entraré
en una descripción de ella con la crueldad como base, como
has hecho tú, sólo te diré que no se parece en nada a ti y esa
es su mejor cualidad. No hemos hablado de boda y su vientre
tiene la edad de la paciencia. Me importa una mierda cómo
sea su madre, sus tíos, o su alrededor. Yo tuve un hogar y me
lo arrancaste de los sueños, supongo que entenderás lo poco
que importa a estas alturas la palabra casa. Mi madre, por
cierto, no te miraba como a una puta, sólo que siempre supo
que te acabarías marchando (se llama lógica), pero a mí el
amor me metía una nube en cada ojo y nunca vi más allá de
tu boca. Ni quise.
Una vez me dijiste: «te quiero tanto que si algún día me
separo de ti me tendrás que llevar flores al cementerio». Su-
pongo que no puedo sonreír tranquilo, por si acaso.
Ojalá ya no tengas esas pesadillas que te hacían sudar, ese
estúpido complejo del kilo de más, ojalá y —esto también es
importante— hayas aprendido que «nunca» significa «a lo me-
jor»; y «siempre», «mientras tanto». Espero que nadie intente
acortar tus faldas, ni aligerar tu vuelo, que jamás dejes que te
dinamiten el ego, que consigas hallar en el espejo la mitad de
106
lo que veían mis ojos. Con sólo esa mitad debe bastarte para
creerte la mujer más bonita del mundo.
Yo también te quise. Contigo tenía la sensación de estar
flotando. Fue en tu ausencia donde empezó mi cuesta arriba,
pero ya la he subido y, desde aquí arriba, mi amor por ti se
parece demasiado a la indiferencia, al ya no me importas, al
ya no te espero, al ya ni me dueles.
Posdata 4: Laura.
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108
Y CONTANDO
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I
II
III
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IV
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VI
VII
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a ti, joder, que tienes más pinta de necesitar una limosna que
un abrazo». También me ha recalcado, por enésima vez, que
no debería sacar al poeta de casa, que él tiene los ojos llenos
de niebla.
—Hazme caso —ha dicho muy serio—. Yo quiero lo me-
jor para ti. ¿O acaso tú le mentirías a alguien que amas?
He omitido la respuesta por evidente y lo he dejado allí a
la sombra de un champú.
Lo cierto es que, si no es por amor, no se me ocurre nin-
guna otra razón para mentir.
VIII
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gustaría que pensase que yo no tengo cosquillas, cuando ella
ni siquiera ha necesitado acariciarme para que me atraviese un
relámpago.
115
IX
116
fábrica al infierno. Al fin y al cabo, no debe haber mucha di-
ferencia entre ambos lugares.
A veces la pesadilla es despertar, he dicho mientras me
lavaba la cara.
El tipo del espejo ha asentido con la cabeza.
Hacía mucho tiempo que no estábamos de acuerdo en
algo.
117
X
118
—Siempre quise enamorarme de uno —contestó Jorge—
. ¿Es de esos que aparecen si dices tres veces su nombre
frente al espejo? —preguntó sin abandonar la ironía.
—Ni siquiera sabe su nombre —dijo Sonia.
—Vaya mierda de fantasma.
Jorge besó a Sonia en la boca, un beso pactado, el mismo
de siempre, el de hola, el de adiós, el de buenas noches, el de «¿qué
tal te ha ido el día?», el mismo beso repetido una y otra vez.
Luego, por encima de su hombro, persiguió el culo de Ingrid,
la camarera pelirroja del bar.
Sonia se volvió a atusar el pelo. Estaba preocupada por las
puntas.
—Deberías venirte un verano a Lanzarote, tiene unas pla-
yas magníficas; allí te olvidas de todo, hasta de los fantasmas
—sugirió Jorge.
—Mañana salimos —dijo Sonia con una sonrisa frágil—.
Estoy deseando estar frente al mar —concluyó.
—El año que viene —sentencié, como lo había hecho
otras veces.
Luego empezaron a hablar de sus hijos mientras yo sabía
que no había mar lo suficientemente feroz como para borrar
las huellas que aún no se han caminado.
119
XI
120
tan cortas que imaginar deja de ser necesario. Si hubiera ocu-
rrido un día precioso, una tarde con amigos tomando tinto de
verano en una terraza con vistas al mar, o después de una
buena noticia (por ejemplo, que el tanga ha pasado para siem-
pre de moda), de una sorpresa agradable (algo así como el
divorcio de tu amor de la infancia), de unas vacaciones mere-
cidas, entonces sí que puedes plantearte que ella es la mujer
de tu vida. No quiero decir que su recuerdo haya dejado de
humedecer mi memoria, pero he empezado a ser consciente
de que un diamante brilla más en un vertedero que en el es-
caparate de una joyería. Que una canción de Sabina sabe me-
jor si has tenido que tragarte antes tres de esas que se bailan
como follando, pero sin orgasmo. No cuestiono las cosqui-
llas, pero sí la risa. Una isla tiene más valor dentro del naufra-
gio. Cuanto más cerca estés de la felicidad, más difícil es re-
conocerla. Supongo que el amor comienza desde la necesi-
dad, que no es más que un estado de ánimo, un trueque mo-
mentáneo donde das a cambio de recibir. No pretendo decir
que no la busque por las calles, que no pise la misma acera y
a la misma hora todos los días que han pasado después de su
sonrisa, pero sí tengo la duda de si sentiré lo mismo o al me-
nos algo parecido. Por eso la búsqueda es sin el ansia de en-
contrarla. Como si en mi recuerdo estuviera mejor que en mis
ojos, con ese temor absurdo de perder lo que nunca he ga-
nado. Y con ese ganar inútil de seguir estando perdido.
121
XII
122
ritmo, decorando de belleza los escombros, curando a los he-
ridos de una guerra que siempre está a punto de empezar,
regando las flores que crecen en ese precipicio al que llama-
mos tiempo, haciendo malabares con el destino, brindando la
oportunidad de llamar suerte al que no la ha conocido. No se
puede ir a contracorriente, señorita desconocida. No se
puede. Te lo deberían haber dicho. Ni se puede pervertir el
ego de un cualquiera. Porque un cualquiera, por ejemplo yo,
si me vuelvo a cruzar contigo y te desnudas los labios lo
mismo te paro en mitad de la calle y te beso. Que es igual que
sonreír pero hacia dentro. Y a ver qué haces luego con el
amor cuando te diga:
Si es que te lo estabas buscando, señorita, te lo estabas
buscando.
123
XIII
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la princesa…, bueno, a ver cómo decirlo para que no suene
grosero del todo: la princesa tiene más pinta de pedirte cin-
cuenta euros a la luz de una farola, que de estar esperando,
mientras se atusa el cabello, al hombre de su vida.
La he perdido en la calle que gira al centro del barrio. Me-
terme entre el bullicio con esta imagen me ha hecho claudicar.
El dragón ha ganado, pero joder, esta vez lo tenía todo a su
favor. No me voy con la sensación de una derrota, ni siquiera
estoy seguro de si en realidad poder verla de nuevo es la vic-
toria máxima a la que puedo aspirar. Así que he vuelto a casa
con una bolsa apestosa en la mano y su culo dando vueltas en
mi cabeza, de un lado a otro, como si alguien me cogiera de
los hombros y me sacudiera hasta el infinito. Yo, que sólo
buscaba una sonrisa.
Y supongo que he suspirado. Otra vez.
125
XIV
DÍA UNO DESPUÉS DE LA PUTA CASUALIDAD
126
Por cierto, noventa y nueve personas de esas cien habrán
dicho decenas de veces esa frase de «la belleza está en el inte-
rior», mientras abonan la cuota del gimnasio, compran cremas
de futuro incierto, se follan con los ojos a la chica del escote
prominente o sueñan a oscuras con el actor de moda. Es una
puta mierda estar tan cerca de la mayoría.
He estado a punto de lanzarte al vacío de mi memoria. De
intentarlo, más bien. Pero me haces falta. Necesito tener
abierta la ventana de tu boca, que me haga temblar la incerti-
dumbre de encontrarme con tus ojos detrás de cualquier es-
quina. Necesito que existas, que estés ahí, en cualquier parte,
lejos incluso de mis torpes brazos, a años luz de una promesa,
de una herida o de un suspiro. Me basta con imaginar un tro-
piezo y luego tu sonrisa iluminando todo. Y que, de repente,
sin venir a cuento, me llames Destino y a mí no se me ocurra
siquiera un nombre más hermoso.
127
XV
128
es una cuestión de despecho o de carencia de detalles, sim-
plemente todavía, querida Alma, nos falta confianza.
Luego me he echado hacia el otro lado, como si necesita-
ras más espacio, y he intentado dormirme. Supongo que lo he
conseguido; sin embargo, desde hace un tiempo tengo la sen-
sación de estar despierto mientras duermo. Y lo verdadera-
mente extraño es que cuando de verdad estoy despierto te
estoy soñando. Y sinceramente empiezo a no tener ni puta
idea muchas veces a qué realidad pertenezco, aunque sí sepa
de sobra en cuál quiero quedarme.
129
XVI
130
—El futuro siempre está un paso por delante, jamás po-
drás alcanzarlo —ha soltado con esa franqueza que tienen las
mujeres que nunca duermen solas.
Luego su culo driblando las mesas ha vuelto a ponerle pre-
cio a mi hambre. Te decepcionaría, querida, lo barato que soy
a veces.
En cuanto a ti, en cuanto al futuro, ha sido como si pu-
diera verte por una ventanita pequeña alejarte, hasta que una
calle sin fondo te ha tragado.
Y me he puesto triste.
Otra vez.
131
XVII
132
ya lo suponías. También puedo traducir los gemidos. El que
más me gusta es el de «si paras te mato», aunque también me
encanta el de «quédate dentro», cuando comienza a bajar la
marea y todo es orilla menos tu boca.
Seguramente no sabría quererte para el resto de tu vida,
pero sabría amarte para el resto de la mía. No sé querer por-
que no sé hacer nada que no se haga por inercia.
Pelo negro, delgado, labios gruesos. Suelo caminar rápido,
hablar poco, reír menos. Supongo que estos rasgos son he-
rencia de una vida, que ni se detiene, ni escucha, ni me hace
ni puta gracia. Arrugas en la frente de no estar de acuerdo con
casi nada, estrías en el alma de tanto tiempo conmigo, com-
plejos en el pecho de tanto tiempo sin ti.
Es cierto que todavía podría ser cualquiera, pero no temas,
querida, el no saber reconocerme. Si nos cruzamos y no sien-
tes el corazón en el cielo de la boca, o si tu sonrisa no es más
que otro acto rutinario; si no suspiras de beso, o no sientes la
necesidad de saber mi nombre, no te preocupes. No temas al
error de no saberme, de confundirme, de otro espejismo. Si
no te crecen alas, o no te cambia el clima de repente, o no se
te viene una canción a la cabeza, no importa, en serio. De
hecho, puedes seguir con tu camino y no haré absolutamente
nada por retenerte.
Simplemente era yo el que me había equivocado.
133
XVIII
134
—¿Pero es una locura? —pregunté.
—Claro que lo es, pero qué coño es el amor si no —con-
testó Víctor sin titubear.
Víctor tenía el pelo blanco como nieve de congelador, es-
taba bastante delgado, pero su imagen, al observarlo, era an-
tónimo de fragilidad. Entre sesenta y setenta años, su edad
exacta no la conocía nadie, tal vez ni él mismo.
—La edad a partir de los dieciocho sólo es un número que
sirve para encasillar o etiquetar a las personas —solía decir si
alguna vez salía el tema.
Todo en él era pausado, como visionar una escena a cá-
mara lenta, hasta el tiempo a su lado parecía anclarse.
—La gente que hace las cosas rápido, que tiene prisa, que
va acelerada, tiene la sensación de que la vida se le hace de-
masiado corta. Si no marcas el ritmo adecuado no sabrás bai-
lar la vida, porque la vida no se vive, se baila y si lo haces bien
y no la pisas, ni la haces tropezar, ella seguirá el compás que
tú le marques —decía mientras se le consumía un cigarro en
la mano—. Háblame de ella, ¿cómo es? ¿Qué posee de dife-
rente para que sólo te haya bastado verla dos veces para creer
que puede ser el amor que buscabas?
—Su belleza es devastadora, como leerle Palahniuk a un
aspirante a poeta. Peligrosa como follar sin condón en la no-
che de bodas. Mágica como la garganta profunda de Phoenix
Marie —dije cerrando los ojos para llevarla con más intimi-
dad a mi memoria.
Cuando los abrí, Víctor sonreía.
—No sé muchas cosas, pero sé que deberías dejar la poe-
sía y el porno, lo que desconozco todavía es el orden de aban-
dono. ¿Y qué harás cuando la tengas cerca por fin? ¿Mentirle?
—No sé por qué motivo debería hacer eso —dije.
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—¿Y por qué motivo no deberías hacerlo? La mentira es
útil. Obviamente me refiero a la sutil, no a una que te persiga
como una sombra malvada de lo que no eres. ¿O es que pien-
sas decirle que un día de hace un mes ella, que seguramente
no se acuerde, te sonrió y tú jamás has vuelto a olvidarla?
¿Que otro día la seguiste por la calle durante cinco minutos,
pero no te atreviste a mediar palabra? ¿Que escribes un relato
donde es la protagonista? ¿Que tiene un nombre al que jamás
respondería? ¿Que te has enamorado de ella, pero a través de
lo que has creado tú mismo?
Me quedé callado, pensando en todo lo que me decía Víc-
tor. Él tampoco esperaba una respuesta.
—Mi padre engañaba a mi madre; ahí no había sutilidad,
lo hacía con otras mujeres. Si mi madre se hubiera enterado,
comprensiblemente no hubiera seguido con la relación y yo
no estaría aquí. No te pido que lo comprendas, pero acepta
que la mentira es la causante de que ahora estés aquí sentado
conmigo. Todos venimos de ella en algún momento. Todos
vamos a usarla para salir ilesos. Es un puto manual de defensa
para evitar el dolor; el nuestro por egoísmo, el del resto por
compasión. Y a veces al contrario.
—También existe el perdón —dije—. Hay personas que
hacen algo mal, lo cuentan y son perdonados. No es necesaria
siempre la mentira.
—El perdón es el sofá donde descansa la excusa. Dime
cuántas veces has dicho «lo siento» y te diré lo hijo de puta
que has sido. El perdón no cierra heridas, no es una máquina
del tiempo, ni siquiera es capaz de arreglar algo. Su único va-
lor es la desconfianza y que, un día cualquiera, cuando menos
lo esperes, te lo echen en cara. «¿Recuerdas cuando hiciste
esto, o lo otro?» Es como una venganza que nunca se llega
136
cumplir. Una bala que le das a alguien para que la use en tu
contra.
Hubo una pausa. Siempre había una pausa. Apuró el ciga-
rro, dio otro trago y siguió.
—Obviamente, si me das a elegir entre el perdón y la men-
tira, me quedo con el primero. Pero un perdón, tal vez dos.
A partir del tercero te hubiera venido mejor haberme men-
tido al menos me hubiera dado la impresión de que realmente
te importaba. El problema es que estrechamos tantos los
márgenes en la relaciones, que es casi imposible no mentir o
tener la sensación de pedir disculpas. Colocamos límites que
es imposible no saltarse. Está claro que le vas a mirar el escote
a la rubia de turno, que habrás fantaseado con la idea de tener
algo con una de sus amigas, que aquella noche no estabas
echando horas extras. El problema es ignorar que no estamos
tan alejados de los animales. Cuanto más pequeño sea el
círculo en el que metemos una relación, más cerca estaremos
de salirnos de él.
Víctor pidió la cuenta. Era tarde, decía.
«Es tan tarde que casi es temprano.»
—¿A quién le toca pagar hoy Ingrid? —preguntó.
Ingrid, obediente, miró el mismo papel de siempre en el
que nunca había escrito nada y luego soltó:
—A Alex.
—¿Segura? —volvió a preguntar intentando hacer memo-
ria.
—Eso pone aquí —contestó ella.
—Sí, supongo que es así —dijo Víctor despejando sus du-
das.
No era cierto. Yo había llegado a un acuerdo con Ingrid
para pagar la mayoría de las veces. Conocía la ridícula pensión
137
con la que resistía Víctor y, en cierto modo, siempre después
de hablar con él, sentía una especie de deuda por sus palabras.
Despacio, como no podía ser de otra forma, se levantó del
taburete y se encaminó a la salida. Yo preferí aguantar un
poco más. Una vez me pongo a beber, me gusta poner todo
equilibrio en duda.
Ingrid se acercó a llenarme la copa con su diluvio de pecas
formando planetas en su rostro, con la tormenta pelirroja de
su cabello cayendo por inercia a lo más profundo de los sue-
ños, con la orilla húmeda de sus labios anunciando el naufra-
gio.
—¿Has tenido alguna noticia de…?
—No digas su nombre por favor —corté de inmediato la
pregunta—. No, no he tenido noticias —dije tajantemente
intentando evitar cualquier tema al respecto.
—Hija de puta —soltó Ingrid como en un gruñido—.
¿Crees que habrá muerto? Es demasiado tiempo —preguntó
de nuevo.
Era demasiado tiempo, sí. Ingrid la acababa de empujar
otra vez a mi cabeza. Con sus ciento diecisiete lunares y sus
cinco cicatrices, con los hoyuelos que le salían en la cara cada
vez que se reía, con sus piernas interminables, el laberinto de
sus pechos, la curva cerrada de su espalda. Con sus razones y
sus excusas, sus mentiras y sus perdones, con esa maldita nos-
talgia de echarme de menos a mí mismo cada vez que la pen-
saba o escuchaba su nombre.
Así que sólo pude responder:
—No, Ingrid, no está muerta. Aún no.
138
XIX
139
distinta efusividad. Me sorprendo sonriendo y me aver-
güenzo de mí mismo. A menudo la felicidad depende de otras
tristezas, me digo para intentar convencerme, para sentirme
menos cabrón.
Agradezco al guionista el espectacular giro de la trama. Y
me acomodo en primera fila donde besar ya no es secreto.
Alma se queda plantada en mitad de la calle. Parece una
de esas flores que crece entre las grietas de las aceras. Se riega
a sí misma mientras observa cómo el taxi es devorado por la
distancia. Yo ordeno alfabéticamente todas las maneras que
se me ocurren para consolarla y las guardo en un cajón de mi
memoria mientras ella lentamente comienza a abandonar el
paisaje, despacio, como si su sombra se negara a su siguiente
destino. Yo la observo marcharse sin permitirme un solo par-
padeo, sin moverme del sitio, como si mi sombra pesara más
que mi cuerpo.
Lo importante de nuestros caminos no es dónde empie-
zan o dónde acaban, sino en qué momento se cruzan.
Y sigo esperando.
140
XX
BANDEJA DE ENTRADA EN MI CORREO
Señor poeta:
141
en el blog, en Facebook y, las veces que te he visto, también
en tus ojos, siempre tristes como los de los animales del zoo.
Imagínate, señor poeta, las cosquillas que me entraron
cuando me vi en tus letras. Aunque te confieso que tus pala-
bras me empequeñecen. Me siento como en un pijama cuatro
tallas más grande.
Te escribo y sé que no es la mejor elección, que me nece-
sitas platónica y lejana, que ponerme a tu alcance es matar al
poeta, que avanzas mejor en los «tal vez» que en la certeza,
que tu palabra preferida es «ojalá». Te escribo sabiendo que
dudas más de mi existencia ahora que existo, que segura-
mente me acabes prefiriendo sobre el teclado que sobre tu
cama, que estás tan acostumbrado a perder que, ahora que la
victoria se te está abriendo de piernas, eres capaz de firmar
un empate.
Te escribo para que sepas que sé. Para que dejes de buscar
mi sonrisa, está aquí ahora en mi boca mientras te hablo. Y
es tan tuya, si quieres, que sólo vale un hola, para estrechar
tanto el camino que sólo quepamos los dos, para borrar pre-
cipicios de cualquier horizonte, para que quieras buscarme sin
soñar que me encuentras, y me encuentres soñándote en mi-
tad de tu búsqueda.
142
XXI
143
puede esperar que la actriz de una película de pronto se gire
y te guiñe un ojo a ti y con ese gesto la trama quede relegada
por completo a tu siguiente movimiento.
No me das miedo, señorita Alma, me doy miedo yo y me
dan miedo los escombros tras tu huida. No temo abandonar
el papel y escribir a lengua sobre tu nuca los próximos ren-
glones de mi vida, tampoco me asusta que al final no huelas
a coco por las mañanas, que prefieras el tanga a la sorpresa,
que odies el verano o adores la navidad. Soportaría incluso
que cantaras en la ducha canciones de reguetón, que tu libro
de cabecera fuera la biblia, que odiaras los lunes, o tu sueño
de verdad fuera formar una familia con cuatro hijos, dos gatas
y una tortuga que se llamara Rápida. No me da miedo que
estés alejada de la realidad que había creado para ti, lo que de
verdad sí me asusta es que tú hayas hecho lo propio conmigo,
que hayas ideado al hombre que no soy y lo estés esperando,
que hayas imaginado que el tipo que hay detrás de los poemas
en realidad tiene que ver algo conmigo, que no hayas su-
puesto que me desdoblo y lejos del folio sólo sea un tipo vul-
gar al que se le anuda la lengua cuando debe decir algo im-
portante. O que se sonroja como un adolescente si lo besan
por sorpresa. O que jamás mira a los ojos porque piensa que
su reflejo puede afear el paisaje.
Así que ahora la duda, tan necesaria siempre, la dejo en tu
camino. Yo voy a seguir un rato más de pie observando en la
cristalera, aunque al final, como siempre, elegiré una orgía de
sabores. Y cada vez que lo pruebe pensaré que te beso.
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XXII
Señor poeta:
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tamaños no tengo problemas, pero sí te digo que a veces soy
tan profunda, que me llena más un detalle cualquier veinti-
cinco centímetros.
No, señor poeta, no he leído la biblia. De hecho, es muy
posible que sea el único libro que ha estado en casa y no he
abierto nunca. Con esto no sé si iré al infierno, pero de ha-
cerlo estoy tranquila, porque estoy segura de que también nos
encontraremos por allí. Con el reggaetón me ocurre como
con los hombres: por más que llego a odiarlos, al final siem-
pre acaban en la punta de mi lengua. Si quieres indagar en
cómo huelo por las mañanas, tendrás que acercarte bastante
más. Prefiero las bragas a los tangas y ninguna de las dos co-
sas si te pienso ahora mismo. Mi día preferido no tiene nom-
bre porque odio generalizar. Hay lunes maravillosos y sába-
dos de mierda. Prefiero la vida sin calendarios ni reloj para no
sentirme parte del rebaño. Sobre la familia, es pronto para
hablar, señor poeta, pero ya he encargado una tortuga por si
tu miedo supera a la duda, por si tu duda le gana a mi boca, o
por si mi boca se pierde sin ti.
Desde donde vivo a donde mueres hay seiscientos trece
metros (eso dice una de esas aplicaciones que mide el deseo
en distancia); es curioso que estemos usando este método
para comunicarnos. No diré que no me gusta, pero ahora que
he plantado mi bandera al alcance de tus manos quiero ver si
la agarras o prefieres verla ondear en el paisaje por un viento,
que sabe más de suspiros que de aire.
Pd2: ¿Bailamos?
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XXIII
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más obstáculos en el camino. El daño que te hagan hoy, lo
pagará la siguiente persona que pase por ahí.
Supongo que es esa la razón por la que sigo aquí, inmóvil;
la razón por la que no te digo un lugar y una hora y te miro a
los ojos hasta poder sentir que me caigo dentro de ellos. A
estas alturas, ya no eres un polvo rápido en el baño de un
restaurante, ni un paseo por la playa mientras me hablas de tu
infancia, ni una película donde su argumento sea devorado
por los besos. Yo te he creado de la nada, como si no hubieras
existido antes de la primera vez que dije tu nombre. Ni si-
quiera te ha sido necesario esquivar obstáculos para llegar al
primer latido, yo mismo te he cogido con dos dedos y te he
colocado en la entrada de mi pecho. Y de repente cobras vida
por ti misma y te metes más dentro. Y hurgas en él. Incluso
intentas con cierta ignorancia crear algo bonito de este mon-
tón de escombros que decoran la parte del fondo, y te sientas
y observas desde dentro a fuera quién soy. Y ni siquiera yo
estoy seguro de eso.
Hoy he visto a una chica. La he visto cien veces antes. O
mil. O un millón. A veces incluso sale en mis sueños. Nunca
está desnuda, es como si mi deseo me llevara la contraria. La
he mirado igual que si pasara por delante del escaparate de
una pastelería y el corazón ha bailado una canción que ya co-
noce. Ella está lejos de él porque también se sabe la música.
Le importa tanto lo que habita en mi pecho como a mí el
anillo que decora su dedo. Una palabra bien colocada hubiera
dado más amplitud al diálogo; una sonrisa en el momento
justo, más complicidad; y un roce hubiera sido suficiente para
perderme en su tímido escote. Pero no ha ocurrido nada por-
que yo espero que sea ella quien dé ese paso y ella tal vez ni
siquiera lo ha imaginado antes. Luego, al meterme en casa, he
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dicho su nombre para que volviera a mis sueños. No ha ha-
bido suerte. Supongo que el único sueño seguro es el que eres
capaz de cumplir, que una vez que cierras los ojos, no sólo se
oscurece tu alrededor, también lo hacen los deseos. Puedes
pedirlos, imaginarlos, traerlos a ti, pero en el momento de
alargar la mano para ver si son reales se desvanecen y se que-
dan apilados con los demás en un desván olvidado de la me-
moria, que a veces visitas por ese masoquismo interno de or-
denar los fracasos. Una persona no se mide por lo que tiene,
sino por aquello que ansía.
Supongo, querida Alma, que debería escribirte. Contarte
que donde estás sentada ahora, antes había otra mujer y que
fue ella quien lo dejó todo en este estado, que el tiempo aún
no nos ha matado del todo y que la echo de menos. Decirte
que estás ahí para que duela menos. Y que te suene tan injusto
el leerlo como a mí el escribirlo. Que mi corazón, el mismo
que te abrió la puerta, es incapaz de cerrarla y dejarte dentro,
y ni siquiera sabe si es por si ella regresa o porque todavía no
se fía de ti. Incluso puede que por ambas cosas a la vez. Estoy
de acuerdo en que la canción que suena de fondo es preciosa
y nada me apetece más que agarrarte la mano y dejarme llevar,
pero sería justo que supieras que en esta misma caja de música
yo he sido la bailarina arrancada de golpe y abandonada en el
suelo mientras el mundo seguía con su puta melodía.
Y que tampoco hice crac, como debería.
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XXIV
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de la herida, reivindico su belleza, incluso la abro con los de-
dos al menor atisbo de cierre. Cicatrizar se parece demasiado
al olvido, y el olvido nos hace terriblemente dóciles, estúpi-
damente frágiles. Una vez que acepté que ella se había mar-
chado, que volar y caer son verbos sinónimos, que la espe-
ranza es una puerta que se cierra con el aire de un suspiro…,
una vez que fui consciente de la derrota, que tuve la certeza
de que en el amor ni uno más uno son dos, ni uno menos uno
cero, dejé de odiarla y amé su ausencia. Y fui a los lugares
donde habíamos sido felices, no para no olvidarme de quién
era ella, si no para poder acordarme de quién era yo. Y me vi
allí sentado, esperándome junto al árbol donde su sujetador
hizo clic como una granada antes de estallar, sonriendo en las
rocas del muelle mientras se recogía el pelo para que no nos
estorbara en los besos, cantándole al oído en los escalones del
parque aquella de Chaouen que tanto le gustaba, comiéndole
el coño en el callejón más oscuro mientras sus ojos brillaban
como los focos de un coche, hablando de hijos en la cama de
un hostal, sudando de risa en los columpios del parque, so-
ñando unos sueños que nunca cumplimos. Y me abracé a mí
mismo al encontrarme. Y me pedí disculpas. Y prometí no
volver a abandonarme mientras el futuro se abría de piernas
con la misma facilidad que una actriz porno. Y ambos acep-
tamos que eras un pájaro, que te quedarías para siempre. Y
durante unos minutos, como es normal, te echamos de me-
nos, nos acordamos de ti, de tu imagen y, como siempre me
ocurre, no supe qué decir. Ni hacía falta.
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XXV
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Cuando yo tenía poco más de quince años, me enamoré
de mi profesor de literatura. Lo importante para mí en aquel
entonces no es que fuera guapo, sino que además le pareciera
guapo también a las demás chicas de la clase. Creamos una
especie de competición silenciosa entre nosotras para ver cuál
se acercaba más al imposible, a lo prohibido, al no puede ser,
pero por si acaso. Una simple sonrisa era celebrada como un gol.
Que nos sacara a la pizarra, como si nos hubiera llevado a
cenar. A mí, por ejemplo, mi nombre en su boca me producía
tal cosquilleo que la risa tonta me duraba hasta que terminaba
la clase. La sirena, en lugar de devolvernos a la libertad, nos
la robaba, porque la libertad, señor poeta, también es un es-
tado de ánimo. Se puede ser más libre encerrada bajo llave
con la persona adecuada, que en mitad de una avenida devo-
rada por la multitud. Como dirías tú para simplificarlo todo:
«mi lugar favorito es contigo». Volviendo al tema del que te
hablaba, justo cuando cumplí los dieciséis, el profesor me pi-
dió que me quedara después de clase para hablar sobre un
tema relacionado con mi bajada de notas. Ya por aquel en-
tonces sabía lo que quería ser en la vida y desde luego no es-
taba relacionado con Juan Ramón Jiménez, ni con Lorca, ni
con Machado. Mi padre decía que hay que dejar en la mente
hueco libre para las cosas importantes, que nuestra cabeza es
como un baúl: hay que seleccionar con buen criterio lo que
realmente vamos a utilizar, lo que nos hará el futuro más sen-
cillo, ese tipo de elementos que un día nos acordamos de ellos
y están ahí esperando su uso. He conocido a mucha gente que
tienen una sola contraseña para todo tipo de cosas por temor
a que se les olvide y, por ejemplo, se saben una canción de
mecano, la alineación completa de un equipo de fútbol , o la
capital de un país africano al que ni siquiera serían capaz de
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colocarlo en un mapa. Cosas que no le van a servir para nada
en su puta vida. ¿No te ha pasado que has abierto cinco cajo-
nes buscando algo sin éxito y, un día, sin venir a cuento, apa-
rece en un lugar en el que no se te ocurrió mirar y ya no te
sirve para nada? Tal vez en tu vida yo soy ese algo y deberías
aprovecharme ahora que estoy a la vista. Que lo mismo un
día te me pones a buscarme y no te encuentras. O me hallas
en un cajón de la memoria y la necesidad, la de ambos, ya no
es mutua.
Debes disculpar, señor poeta, que te cuente tantas cosas a
la vez, pero es que escribirte se parece demasiado a pensar en
voz alta. Digamos que soy como la lluvia: si me pongo a llover
no me preocupo solamente de una calle, de un jardín, o de
una flor. Lo empapo todo. Mi opinión poética al respecto es
que la lluvia siempre quiso ser mar y el mar siempre deseó ser
cielo y cuando llueve es como si se besaran en la boca. Ahora
mismo sólo consigo un pequeño charco, pero si me dejas, si
te atreves, vas a naufragar como un patito de goma en el
océano. Puedo incluso ser la ola que llega a tu orilla y que, en
lugar de romper, te acaricie; o el tsunami que arrasa con todo
y te crea de nuevo, desde el cero más absoluto a un número
que todavía no existe porque nadie ha llegado tan lejos.
Pero como te decía, justo antes de comenzar a chispear,
el profesor, el sueño húmedo, el secreto adolescente, me citó
en su despacho. Cumplía dieciséis como te he dicho. Su voz
era suave, casi un susurro. Se colocó tan cerca que su perfume
violó mi inocencia, como hace un vendaval con una casa de
paja. Su mano encima de la mía erizó el vello que ni siquiera
era consciente que tenía. Y después de un diálogo insulso so-
bre el futuro que apenas recuerdo, dijo:
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—Hoy has cumplido años. No los que quisiera, pero sí los
suficientes para decidir por ti misma ciertas acciones.
—¿Por ejemplo? —pregunté yo.
Y me besó. De golpe. Como un accidente a conciencia.
Me quedé petrificada, hasta que su mano en mi cintura me
despertó de nuevo. Allí estaba yo, a solas con mi sueño.
Como soplar las velas y que la magia hiciera el resto. Aquello
con lo que habíamos fantaseado todas las chicas de la clase,
incluso inventando historias con lo maravilloso que sería, es-
taba pasando y me estaba pasando a mí y lo único que sentí
fue asco. Asco y odio. Porque con un simple beso se había
cargado mi mayor deseo, porque a veces y, aunque parezca
absurdo, lo jodido de los deseos es que se cumplan, ya que
cumplirlos es también matarlos.
Esto ocurrió de verdad, señor poeta, pero espero que ha-
yas entendido la moraleja. Y me digas si tal vez tú ahora tienes
miedo de cumplirme, si ahora que soy posible prefieres soplar
velas en otra dirección. Sería realmente bueno saberlo porque
empiezan a no quedarme demasiados suspiros y llover sola es
como llorar delante de la gente. Y sobre todo porque mi si-
lencio también es mi mayor grito y empieza a joderme que no
te des cuenta de que lo que estoy gritando y lo que estoy ca-
llando es exactamente lo mismo: tu nombre.
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XXVI
Señorita Alma:
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fetichismo acabaría asustándote. Tracé un camino con la
punta de la lengua desde los tobillos hasta las rodillas. Escribí
con saliva mi nombre en tu gemelo derecho como si le pu-
siera un precio a toda a mi vida. Sabía tu piel al primer café
de la mañana, al postre de los domingos, al primer beso del
segundo amor. Tu piernas se abrieron lentamente, hasta que
el verano nos cogió por sorpresa. Juraría ahora que fue tu
mano la que guio mi cabeza a la orilla pero estoy seguro que
fue mi cabeza la que buscó tu mano para que me hundieras
el mar en la garganta. Luego la melodía perfecta, gemidos es-
tallando contra las paredes, suspiros ventilando la habitación,
palabras que no debe escuchar una madre rompiendo las nor-
mas pactadas del respeto mutuo.
No recuerdo si después de estallar en mi boca dijiste «te
amo». Sé que en un alarde de elasticidad y de magia, mi polla
despareció entre tus labios y te juro que en aquel momento,
no se me hubiera ocurrido ningún sinónimo más acertado
para declarar amor. Y era tan mutuo que descarté la precoci-
dad del quinceañero y esperé pacientemente que te subieras
en mí, que tus piernas aprisionaran mi vida, que mi libertad
dependiera de la presión de tus muslos.
Nos besamos. Con la boca abierta y la lengua fuera. Como
jodidos animales recién fugados de un zoo. Te corriste en mi
piel pero estallaste dentro de mis labios. Como un eco inter-
minable se repitió el último alarido de placer. Contigo entendí
por qué se le llama cielo a una parte de la boca. Brillabas como
el escaparate de una joyería. Roja como si tu sangre quisiera
salir para agradecerme el encuentro. Caliente como el agua de
la ducha en el invierno de Alaska.
Joder, querida Alma, ayer te soñé y quería que lo supieras.
Luego después de eso cerré los ojos. Y me dormí.
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XXVII
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ella carnaval. Avanzar hacia ella es como hacerlo hacia un pre-
cipicio: cuanto más cerca, mayor es el encanto del paisaje,
pero también aumenta el peligro. Aminoro el paso y espero
con paciencia que sea el abismo el que me trague a mí. Veo
su silueta devorando la distancia, dejando de ser una mancha
negra para convertirse en un cuerpo que se agiganta a cada
segundo. Cuanto más grande se hace ella, más pequeño me
hago yo. Ahora mismo quepo en un soplo de aire, en un bol-
sillo y en la palabra «hola». Soy una mota de polvo, una lá-
grima derramada en el cine, la primera nota a piano de un
guitarrista borracho. A quince metros la calle es un túnel y la
única luz que brilla es ella al fondo. Se ha tragado el paisaje,
no hay árboles ni taxis, no hay casas ni aceras, no hay vida
más allá de ella. A diez metros ni siquiera quepo en mí, me
caigo por los lados, el equilibrio es un amor platónico. Soy
algo inerte e indefenso, me siento como una margarita en las
manos de una niña de diez años, como mi canción favorita
en la garganta de cualquiera de mis exnovias, como el centí-
metro que separa un país de otro. A cinco metros su rostro y
la seguridad de que se llama Alma por cojones. A cuatro sus
ojos profundos como lagos de Finlandia. A tres metros el «no
se puede ser más bonita y existir». A dos el «mírame, por fa-
vor, mírame». A uno su aroma rompiéndome los recuerdos
de todas las personas que he sido antes de ella.
Alma pasa por mi lado como un atardecer en la playa. No
sé si no me ha visto o me ha visto y no sabe. Le pongo un
lazo a la esperanza y suelto su nombre pero su nombre es-
quiva su espalda y muere sin eco al borde del silencio.
—¡Oye! —grito antes de que la distancia se convierta en
ausencia.
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Ella se gira confusa. Sus lagos se clavan en mis ojos ante
de que diga:
—¿Quieres algo?
Creo que no es la pregunta adecuada. Se me ocurren más
de cien respuestas en menos de tres segundos. Sin embargo,
el tono de su voz expresa lejanía; lo tenso de su rostro, des-
conocimiento; y el modo de agarrar su bolso, desconfianza.
—Nada, creo que me he confundido —le digo—. Te pa-
reces tanto a…
—Lo siento, no creo que me conozcas —dice duramente
sin dejar que acabe la frase.
Vuelve a girarse siguiendo su camino. Aunque ahora el re-
loj parece jugar en su contra y su paso es rápido como si qui-
siera escapar del pasado.
—Te pareces tanto a la mujer de mi vida —digo en voz
baja acabando la frase.
Y acabando conmigo.
Y acabando sin mí.
160
XXVIII
Me llamo Ernesto.
Nadie me llama Ernesto.
Nadie me llama.
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Ojalá yo fuera la boca de un metro.
Que tu boca estuviera a un metro de mi boca.
Que entraras y salieras cada mañana
sin reconocer que mi lengua
te lame los lunes más pesados de la nuca.
Y quedarme en el suelo
hasta que nadie me levante
y me llame por mi nombre.
Una vez.
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