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ANTOLOGÍA

ESPECIAL
DE
ERNESTO PÉREZ
VALLEJO

1
Esta obra forma parte de una iniciativa de Sexta Fórmula que
tiene como fin difundir las voces literarias de sus autores integran-
tes y ofrecer a sus lectores una alternativa de lectura en tiempos
donde la mayor parte de la jornada diaria transcurre en el calor del
hogar.

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PRESENTACIÓN

Voy a meterme dentro de otro libro, dejar que sean vuestras


manos las que me desnuden, que vuestras gargantas me pon-
gan voz y así no tener que sucumbir por mí mismo a su nom-
bre. Os permitiré odiarme también, a veces por cobarde,
otras por necio. Podréis clasificar mis vicios por orden alfa-
bético, mis manías por orden cronológico, mis sueños por
desorden afectivo; dejarme de lado cuando empiece vuestra
serie favorita, lanzarme al fondo de una biblioteca cuando es-
téis cansados de este amor eterno, llorar cuando un verso os
recuerde que a vosotros ese tren que yo perdí, también os
pasó de largo.
No pondré obstáculos al orgasmo, a la caricia, al espérate
que cene y ahora vuelvo. Soportaré cualquier excusa que no
se convierta en promesa. Seré la marioneta del hilo de vuestra
memoria. Hacerme danzar, nunca en un baile al tropezar lo
hemos llamado abrazo, hasta hoy.
Podréis volar conmigo, caer sin mí, flotar con ellos; anclar
vuestros ojos en una página cualquiera, garabatear todas las
esquinas de cada folio, agarrarse a cada punto suspensivo, ba-
lancearse del columpio de una coma, cambiar cada punto fi-
nal por un beso con lengua a la luz de la luna.
Estaré bien allí encerrado. Soy ese extraño pájaro que no
vuela si le sobra el cariño, que ha vuelto a su jaula a silbar
aquella canción de que todo es posible, que siempre prefirió
el mar al cielo y que llama a la poesía hogar, si eres tú quien
la lee.

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Uno manda en sus actos, pero no en su mente.

La mente es libre para que con estos dedos


de desvirgar margaritas adictas a los noes
haga lo mismo con tu sujetador rosa.

(Rosa porque se te veía un tirante.)

Y aunque mi acto era mirar tus ojos,


como atendiendo a ese diálogo absurdo
sobre lo jodido que está el invierno
y que la humedad se te mete tan dentro
que te crecen estalactitas bajo los párpados,
mi mente sedienta y sucia
te regalaba un verano interminable
justo ahí donde el amor se llama sexo.

Preguntas existenciales:

De si prometer es una forma de mentir a largo plazo.


¿Cuándo caduca una promesa? Quiero decir, si alguien te
dice:
«Te prometo que volveré», ¿en qué momento esa promesa
pierde el valor?, ¿cuándo tienes que convertir por ti mismo
una promesa en mentira y, lo más importante, cuándo debes
mandar la esperanza a la mierda?

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No creo que nadie vaya a sentarse a mirarme por dentro y, de


hacerlo, imagino que el color de mis pulmones tampoco hace
del paisaje algo hermoso. Mi corazón es un animal de com-
pañía que no late al uso como todos, él repite tu nombre hasta
la desesperación. Ojalá fueras cicatriz y pasar mi dedo por
encima ya no doliera, que tuvieras forma de luna creciente,
que brillaras y tu ocaso dependiera de mis ojos. De un simple
parpadeo. No creo que nadie vaya a sentarse a mirarme por
dentro, como se mira el mar o una lluvia de estrellas; de ha-
cerlo, imagino, que intentarán coser este agujero en mi gar-
ganta por donde me entra toda la nostalgia, o procurarán que
al tocar mi espalda las vértebras no suenen a suicidio. Soy una
canción a piano de un saxofonista borracho. Sueno a perro
abandonado en la gasolinera, más al norte de tus muslos. No
creo que nadie vaya a sentarse a mirarme por dentro, sin cen-
surar antes mis labios de besar orillas, mis manos de romper
costuras, mi lengua de lamer miserias. Alguien que no intente
doblarme, ni haga preguntas estúpidas que necesiten a cam-
bio mentiras absurdas. Alguien que se acomode y disfrute de
cómo puedo beberme el odio y vomitar en la alfombra un
poema de amor. Alguien que no diga te quiero y haga del
amor un puto acto cotidiano. No creo que nadie vaya a mi-
rarme por dentro y por si acaso ya he quitado la butaca donde
se mece el destino. No vaya a ser que… Y me joda.

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Tiene mejores cosas que hacer que estar aquí conmigo, por
ejemplo: no estar aquí conmigo. Yo pensaba que el camino
más cerca al éxtasis tenía un atajo a través del dolor, sin em-
bargo, al primer mordisco me quejé como una nena.
—La penetración —dice— lo hace cualquiera. El día que
me enteré de cómo venían los niños al mundo me dio verda-
dero asco, pensar en mis padres…, ya sabes. Me niego a re-
petir el acto de cualquiera —concluyó.
Tenía junto al pezón izquierdo la marca de sus dientes, era
como un sofá bonito en una casa fea, como una televisión de
cincuenta pulgadas en casa del pobre. Me echó el humo a la
cara y amé la niebla. Tres deseos. Si la lames hasta que brille,
son tres los deseos que te da a elegir, yo siempre me acabo
corriendo en el segundo, soy un hombre fácil. El que me
queda me lo guardo en el bolsillo como si fuera un tique de
supervivencia, para pensarla como ahora cuando ya no está.
Porque no está, es así y no la culpo, tiene mejores cosas que
hacer que estar aquí conmigo, por ejemplo: no estar aquí con-
migo.

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La culpa no es algo que pueda meterse en la lavadora como


un trapo sucio, la culpa es un peso invisible sobre los hom-
bros, una carga que te hace dudar o tambalearte, consi-
guiendo que el equilibrio sea una metáfora. La culpa es cen-
trifugar en la cama, un «no puedo dormir», un giro hacía aquí,
una vuelta hacía allá, un interminable cambio de postura ante
la inconformidad de una almohada agotada del no sueño.
La culpa es tu piel, el jeroglífico de tu pecho, este mirar a
través de los barrotes de tus pestañas como un preso mira un
rayo de sol desde su celda. La culpa es tu boca, ese laberinto
circular de tu rostro donde encontrar la salida es perder. Es
tus manos de agitar la vida por los hombros y no hallar más
que sus miserias.
Así que no me mires con esos ojos de profesora de quí-
mica si prefiero estallar por los aires, a quedarme observando
cómo el aire que no me das me explota por dentro. Que firmo
cien mil veces antes la culpabilidad de estar entre tus muslos
a la inocencia de no saber cómo hueles antes de dormir.
Soy culpable, sí, no sé a qué esperas para condenarme de
una vez a la dulce sombra de tus zapatos rojos.
Una vida y un día.

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Escribir es una fuga de mí mismo. Mirar a los ojos al suicidio


y dar un paso hacia atrás en la cornisa. Escribir es el espejo
donde puedo aguantarme la mirada, la foto que no me im-
porta que veas, la piel que no me asusta que toques.
Escribir es descoserte por el pecho, ponerle alas al odio,
volver a la infancia a por aquel sí que nunca te dieron. Des-
nudar la distancia de excusas e imposibles, desenterrar a los
muertos con el abrazo que adeudas y asesinar al olvido una y
otra vez hasta el recuerdo.
Escribir es lo más cerca que puedo estar de tus labios, lo
más lejos que puedo estar de mí mismo, lo más vivo que
puedo estar de la muerte.
Pero sobre todo escribir es tenerte, aunque tú no me ten-
gas, aunque tú no me quieras, aunque tú ni lo sepas.
Por eso escribo. Ahora.

No es que me haya roto las manos pegando a tu puerta. Lo


hice tres veces, la última incluso creé una melodía con los nu-
dillos. Tú no abriste, estabas dentro, lo sé porque tu olor se
metió por debajo de la puerta y me dio la bienvenida en el
felpudo. Me rozó el rostro como una brisa de verano. Él es
tuyo, pero va por libre, se quedó jugueteando con mi nostal-
gia un rato, se apoyó en mi jersey un mínimo segundo y hasta
me lamió el cuello por los viejos tiempos. Me fui, lo dejé allí
envenenando la entrada de tu puerta de un deseo irrefrenable.

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No es que me partiera las manos pegando a tu puerta, lo
hice tres veces y en la última hasta tuve la idea de hacer una
melodía con los nudillos. Que, por cierto, es nuestra última
canción.

Desaparecer como en un truco de magia. Uno, dos, tres, des-


pierta. Y nada. Cerrar los ojos y al abrirlos, no conocer abso-
lutamente nada de tu alrededor y ella, porque siempre existe
alguna ella que tenga nombre de constelación. Desorientarme
camino a casa, escribir mi destino en blanco a partir de unos
puntos suspensivos, habitar los sueños de mujeres de verdad,
de esas que te rompen el alma si les jodes la vida. Que una
rubia de bote cualquiera se coma las migas de pan de mi re-
greso y luego mi cuello y después de luego mi vida. Emborra-
charme en bares donde el humo inventa países que no exis-
ten, que el amor me sorprenda en cada esquina y el olvido no
se haga verbo conjugable. Y si no vuelve a ser en tus ojos no
verme, no verme nunca más en los espejos.

En las esquinas como las putas, allí te espero y no te cobro.


Y acepto collares al cuello y te ladro arrodillado a los pies
de la cama y te regalo mi lengua si necesitas un verso húmedo
bajo el ombligo. Y no me quejo.

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Me doblo como un reptil bajo las sábanas, o me recojo en
mí mismo como un contorsionista enamorado, por caber en
tu bolsillo y que nunca me eches en falta. Y no me rompo.
Me invento a mí mismo si te aburres, me hago invisible si
te sobro, me vuelvo de azúcar si lo exiges. Y nada te repro-
cho.
Y ahora que te pido que me folles, que me folles hasta que
nos falte el aire y respirar sea un lujo al que sólo aspiren los
solitarios, vas tú con esa cintura robada de un catálogo para
adultos… y me haces el amor. Y no te odio.

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El tiempo es adicto en devorar esperanzas, le gusta su sabor.


Me imagino que estarán rellenas de chocolate líquido o de
esos caramelos que se te pegan al cielo de la boca y hacen por
un instante que quieras besarte a ti mismo. El tiempo es un
señor obeso que se come nuestros postres, que se burla de
nuestros platos vacíos mientras se limpia la comisura de los
labios con una servilleta usada. Aniquila los sueños, los de-
forma, los vuelve plastilina y los moldea, al antojo de una ne-
cesidad cada vez más conformista. Llena los atajos de hierbas
para ocultarlos y nos muestra caminos preciosos que no aca-
ban nunca y que cuanto más avanzan más se afean. Y sigues
en ellos, porque ya no puedes volver atrás, porque temes lle-
gar tarde a todas las citas y porque en realidad te haces dueño
de tu propia mentira y decides que es la senda perfecta. O la
última. Calle rutina, sin número, en una ciudad al norte de ti

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mismo. El tiempo es tu muerte, el crimen perfecto, el amante
incompleto, tu entierro futuro. Tu asesino.

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No debe ser sencillo tenerla a pocos centímetros y no pensar


en arrancarle algún beso. Cuando digo alguno me refiero a
mil y en todos ellos usar la lengua. Hay mujeres de las que
uno no puede hacerse amigo. De serlo sólo la falsedad consi-
gue mantener ese contacto. No se puede luchar contra la san-
gre, de hecho puedo llegar a admirar a quien, teniendo cerca
la belleza, consigue tener un diálogo decente. A quien que es
capaz de hablar del clima mientras piensa en comerle las tetas
y que la temperatura cambie, hasta que el hombre del tiempo
piense en el suicidio por su enésimo fallo.
Hablo sólo desde el olor; no era perfume, era ella. He pa-
sado a tres metros, —quizás cuatro— y me ha pegado con la
fuerza de un boxeador, que acaba de enterarse que su mujer
le es infiel, en todo el cráneo. No he besado la lona, he lamido
su ausencia, a cada paso que me alejaba de su piel. He pen-
sado en los hombres de su vida, en sus vecinos, en sus ami-
gos, en sus compañeros de trabajo. En cómo harán para disi-
mular el deseo, cómo consiguen que una evidencia tan letal
sea cotidiana. Me han dado pena. Mucha. Saber que se lim-
pian con papel higiénico una atracción de la que seguramente
disimularán con frases absurdas sobre el invierno
Me he ido calle arriba, silbando una canción de hombre
feliz. Teniendo la certeza de que tener una «amiga» así, es
como conservar eternamente un Ferrari en el garaje. Y a me-
nos que sepas mucho de meteorología ni siquiera podrías de-
cir algo coherente.

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Creo que la muerte está sobrevalorada, no debe ser para tanto


echarse la siesta sin despertador. Nos pasamos los desperta-
res rogando cinco minutos más como quien pide agua en el
desierto y cuando deciden darnos una eternidad nos entra el
pánico. Somos estúpidos los humanos.
Igual pienso del sexo. Le damos toda la importancia al or-
gasmo cuando realmente lo maravilloso es cómo llegar a él,
lo hermoso no son esos siete segundos de electricidad, lo im-
portante son los minutos que le eches para llegar a esos vol-
tios que te regalan doce millones de hormigas por dentro de
la piel.
Para el amor creo que no estoy preparado para sacar al-
guna conclusión coherente, porque es la única sensación que
por mucho que planees una actuación, cuando este llega hace
contigo lo que le da la gana. (La línea que separa el pensa-
miento del acto es infinita.) Si lo decide te vuelve marioneta,
mientras algo invisible mueve los hilos hasta el ridículo, o te
arranca de cuajo todo ese orgullo del que has presumido tan-
tas veces. Incluso si le sale de dentro, te hace llorar como una
niña sin muñeca el día de reyes.
Espero la muerte y el próximo orgasmo con la misma in-
certidumbre, pero si alguien, alguien cualquiera, me dice
dónde está el amor, voy a coger el atajo más cercano a casa
para esconderme, no vaya a ser que me encuentre y no me
guste en absoluto dejar de ser yo.
Y sí. Quizá, de todos los humanos, yo sea el más estúpido.

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La mujer que habita mi memoria es la misma que hace añicos


mis recuerdos. La misma que un día decidió que doler era el
método más fiable para que la amara para siempre. Sabía que
el odio, es reversible, que cabe en un beso. Incluso en una
posdata. Tenía la certeza de que una vez se fuera se quedaría
para siempre.
De hecho, podía estar aquí ahora, haríamos el amor, ve-
ríamos alguna película antigua, hablaríamos de cosas cotidia-
nas mientras en la cocina por enésima vez se le quema la co-
mida. Podríamos haber sido felices, existir por si acaso como
el resto de los mortales, vivir la vida y el amor con la misma
inercia con la que se respira. Querernos con esa costumbre
con la que se quiere a un gato. Y ya si eso que la muerte nos
separe.
Pero no, ella, prefirió ser eterna.

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Versos que nunca fueron poemas ni lo serán:

«La preñé con un poema


y ahora tengo un hijo en verso
que me odia».

«Lo peor de la tristeza es cuando


tu alrededor te incita a que sonrías
como si enseñar los dientes fuera la llave
que abre los cerrojos de la desolación».

«Debes tener los amigos justos


para que ir a un cumpleaños
no se convierta en compromiso».

«Como mirar directamente al sol


una tarde de agosto,
así es verla pasear con otro de la mano
por las calles más abandonadas de mi pecho».

«“Nadie te querrá como yo te quiero”.


Me lo dijo un abril como este.
Y en ello confío».

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El deseo no es algo que quepa en un bolsillo, que puedas


guardar en un cajón, que puedas olvidar como un cumplea-
ños. El deseo crea violadores y suicidas, partos no deseados
y maridos cornudos. El deseo roba anillos de dedos anulares
con la misma eficacia que el amor los coloca. El deseo no se
puede pactar, es una guerra contra uno mismo donde siempre
gana la sangre.
El deseo es mirarte y, donde todos ven una sonrisa, yo
observar fuegos artificiales. Es subir mis ojos por tus piernas
hasta donde me permite tu falda y bucear imaginariamente
entre tus muslos aprovechando un suspiro como racha de
viento; es verte vestida de negro y que brilles, que te vayas y
que tu bendita luz siga parpadeando en mi cerebro como las
luces de un puticlub.
El deseo no es masturbarse pensando en ti, es pensar en
ti y tener que masturbarse. Es verte en el rostro de cualquiera,
olerte a kilómetros de distancia, tenerte a pesar de tus ausen-
cias. Eso es el deseo. Y esto es en lo que me convierte: un
hombre hambriento.

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El desamor no es otra cosa que estar en la estación solo y


esperando que pase el tren de tu vida. El amor es el viaje una
vez te hayas montado en él. Obviamente, hay viajes que duran
toda una vida, pero lo normal es que nuestros tiques sean efí-
meros, o no nos den para un viaje tan largo, o nos equivo-
quemos de andén.
Habrá trenes preciosos que sólo hacen trayectos de cerca-
nías (un polvo, quizás dos) no siempre nos debemos guiar
por el ruido de la locomotora, a no ser que el placer por el
destino final sea mutuo. Y sucede a veces, que el que creías el
viaje de tu vida, acaba por una razón o por otra y no te queda
más remedio que volver a la estación a esperar, pero créeme:
siempre pasan otros trenes y aunque recuerdes paisajes pasa-
dos hay que intentar disfrutar de los que aparecen en ese mo-
mento por la ventanilla.
(Supongo que viajar en bici es lo más parecido a irse de
putas.)
Así que, aunque ahora estés en la estación, triste y de-
solada, las vías te aguardan otros caminos que recorrer, otras
ciudades vertebrales que descubrir y un destino que tú misma
crearás raíl tras raíl.
Buen viaje.

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Uno no tiene idea de lo que es el amor, hasta que el amor, se


hace con todas las ideas de uno. Y entonces, sucede que de-
trás de cada pensamiento hay un suspiro. Los enamorados
podrían usarse para inflar globos en fiestas infantiles.
Uno piensa que el amor debe ser maravilloso, pero
cuando estás dentro y ese amor tuyo no golpea al amor ajeno
haciendo saltar las pulsaciones a ritmo de baja médica, es una
mierda.
Cuando el amor tiene más de imaginario que de acto, más
de sueño que de realidad, no estás amando a nadie por encima
de ti mismo. Es lo que se llama espejismos del amor propio.
Si ahora, la brisa te cambia el flequillo de lado, o el aire
juguetea entre tus muslos con la sádica intención de robarte
lo más perverso de tu perfume, no seas tan estúpida de culpar
al poniente. Soy yo, otra vez que te pienso.
Y suspiro.

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Me gustaba tanto. Ya era ese el único motivo por el que seguía


acudiendo a su consulta. Por el que no intentaba ganar la ba-
talla de la palabra y le cedía el terreno necesario para que me
clavara sus verbos bajo el paladar, su abecedario en la entre-
pierna. Miraba su boca y no pensaba en sexo oral, no fanta-
seaba sobre la profundidad de su garganta, no les contaba a
mis demonios internos lo mucho que nos divertiríamos ha-
ciendo que jadeara como si acabara de correr cinco kilóme-
tros. Miraba su boca y quería besarla. Besos de portal. De
hasta mañana. Besos sin lengua incluso. Besos que traen otros
besos. Y otros. Hasta que ya no sabes qué labios de verdad
son los que te pertenecen, ni qué sabor es el del de tu boca.
Miraba su boca y sabía que besarla era lo más maravilloso
que podía ocurrirme en la vida, porque en ese momento mi
vida era su boca. Y respirar lejos de ella, otra forma absurda
de morirse.

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Voy contando las farolas,


que ni saben de mi sueño,
ni reconocen tu sombra.

Continúan a lo largo de la calle


hasta el punto que confundes una sola
con el resto.

Justo eso, nunca me pasó contigo.

Incluso le dan la vuelta a la ciudad,


651, 652, 653…
Una vez llegué a contar hasta mil doscientas
y no te lo vas a creer
pero había más luz en tus ojos.

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Incluso el amor propio necesita de alguien externo a uno


mismo. No creo que la autoestima le crezca a alguien de mi-
rarse al espejo si nadie le recuerda de vez en cuando lo bueno,
guapo o increíble que es. O lo estúpido. Porque si una mujer
se molesta en decirte lo estúpido que le resultas, es que espe-
raba más de ti, y si esperaba más de ti ya es un halago, aunque
luego tú no sepas recompensar su esperanza con un hecho
que la corrobore.
Yo no tengo amor propio. De hecho, si he tenido un ver-
dadero desamor en todo este tiempo de vida, he sido yo
mismo. Dirán que, si no te quieres, mejor, que así tienes más
amor para repartir con los demás, pero eso es mentira. Si no
te quieres, acabarás culpando al mundo de ello, a ellas que no
te miran, o no te hablan, o no te llaman, a todos por no saber
valorarte como tú crees que deberían. Y entonces lo que fluye
se llama odio. El odio es un animal imposible de domesticar,
similar a encerrar a una pantera en el pecho. Alguna vez ad-
mitirá una caricia, quizás dos, pero nunca sabes en cuál de ella
puedes perder la mano.

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Lo normal es que, si no pueden hacerlo, te critiquen que lo


hagas. Que si sus espejos repelen sus escotes o una falda de-
masiado corta, tú seas una puta por llevar tal escándalo pe-
gado a la piel. Lo normal es que estés más gorda o demasiado
delgada, o quizás muy blanca, o tan morena que te diagnosti-
quen cáncer de piel en un futuro próximo. (Hasta quizás lo
deseen.) Lo normal es que no acaben de entenderte, aunque
seguramente asientan con la cabeza si te explicas. Lo normal
es que halaguen tus altos tacones y esperen tu caída en el pró-
ximo bordillo.
Lo que no es normal es que hagas los imposibles con dos
parpadeos y un dedo índice que indique la dirección que quie-
ras; que en tu escote la primavera esté de oferta, el verano de
resaca, el invierno si te alejas. Que si tu falda se baja la auto-
estima se suba tanto que se puedan lamer nubes hasta que
llueva. Lo anormal es que estés en tu peso, sesenta y seis kilos
de besos que quiero darte, que en tu piel el sol más que po-
sarse se masturbe. Que jamás asentiré, que deseo no enten-
derte y no romper el misterio. Que las huellas de tus tacones
son las migas de pan que llevan a la felicidad de tus muslos,
al aliento de tu boca. Que si te caes, me lanzo, más que a
recogerte, a revolcarnos.
Quizás ahora por llevarles la contraria debieras hacer lo
normal y besarme, que después de eso ya pondré yo la locura.

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Rubia como las putas más caras,


como la luz de mi alma,
como el jardín de mis sueños.
Fría como los mares de Islandia
Como la boca de Alba,
como las manos de un muerto.
Frágil como el amor sin los besos,
como el calor de mi invierno,
como una gota de agua.
Dulce como ganar la batalla,
anochecer en la playa
o amanecer en su sexo.

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RAZONES DE UN SER IRRACIONAL

1- Por lo general, las cosas van mejor en la cama cuando dejas


de asociar la palabra puta con un precio.

2- El destino es la palabra trampa. Los mismos que lo alaban


al encontrarte, son los mimos que lo culpan cuando se van.

3- Hay preguntas estúpidas: «¿Me quieres como el primer


día?» «¿Has pensado en mí todo el tiempo?» «¿Le has mirado
las tetas a esa morena?»
Te van a mentir de todos modos, deberías al menos no po-
nérselo tan fácil.

4- Es totalmente necesario que tu espejo y sus ojos no estén


del todo de acuerdo y siempre sientas más felicidad cuando
él te mira, que cuando tú te ves.

5- Si en tus caídas, en lugar de tumbarse contigo, te levanta,


se llama amigo.

6- Alguien cuyo propósito es cambiarte a su antojo, jamás lo


hace para quererte más a ti, si no para quererse él dos veces.

7 - Puede ser cierto que la ignorancia en el amor dé cierta


felicidad, pero suele ser mejor estar triste que ser felizmente
estúpido.

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8-¿Sabes cuánto necesitas a alguien de verdad? Cuando a su
ausencia, en lugar de llamarla soledad, la llamas nostalgia.

9- No se trata de que ame tus defectos, si no de que los con-


funda con virtudes.

10- La confianza es como la virginidad: una vez la pierdes ya


no hay modo de volver a ella.

11- Hay palabras que se llevará el viento y palabras que crea-


rán suspiros. Si eres capaz de diferenciarlas a tiempo ya tienes
todo el aire a tu favor.

12- A veces hay más amor en la intensidad de un portazo, que


en la suavidad de un te quiero; en el azote de un insulto, que
en el halago de una palabra amable. Si sólo eres capaz de ver
con el corazón, jamás podrás oír con la mirada.

13- Nunca te quejes del olvido de alguien, tuviste la oportu-


nidad de hacerte inolvidable y fracasaste.

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Se ha visto reflejada en un escaparate donde a la primavera le


han impuesto un curso para decorar esquinas. Piensa que le
sobran unos kilos, yo y su báscula nunca nos ponemos de
acuerdo. Yo afirmo que un número nunca sabrá más que mis
ojos, ella sostiene que mis ojos jamás podrán engañar a un
espejo.
La única razón de su heterosexualidad es que aunque se
mire bajo mis párpados no logra verse como la veo. De ha-
cerlo, ambos estaríamos amando a la misma persona.
Dentro de la tienda los maniquíes juegan al despiste geo-
gráfico. La dependienta que fue Miss Mentira Bonita en el
último festival de hipocresía sin dejar de sonreír, le acerca un
vestido donde la curva se hace metáfora. La observo desnu-
darse tras la cortina del probador con el mismo asombro que
si fuera la primera vez. Se ha colocado la mueca de no estar
de acuerdo mientras encoge el vientre y el azul se enamora de
su piel.
—Quizás una talla más —dice la dependienta con voz de
madre.
Ella asiente.
Y mientras repite el desnudo rezando por dentro para en-
trar en ese vestido, yo con la sonrisa puesta ya estoy imagi-
nando el momento de poder quitárselo.

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25

No, la luna no estaba más bonita que otras veces,


tampoco parecía más grande,
ni siquiera brillaba más que otro día cualquiera,
simplemente ella, estaba más cerca.
Hay mujeres tan asombrosas que les basta su presencia
para embellecer cualquier paisaje,
hacerlo más intenso,
devorarlo incluso,
por eso cuando se van,
cuando ya no las hallas a la altura de un abrazo,
al suspiro de un beso,
todo te parece horrible.
Hasta la luna.

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Son muchas las veces que tropiezo con su mirada, que resbalo
por el blanco de sus ojos como si patinara sobre hielo. Soy
incapaz de traducir el idioma de sus párpados, tal vez porque
cualquier negación me arrancaría cruelmente gran parte de
mis fantasías, o quizá porque una aprobación me haría de
golpe enfrentarme a ellas. No es cobardía. Si la beso, ya nunca
más volveré a preguntarme a qué saben sus labios. Si la aca-
ricio, mis torpes dedos reducirán a recuerdos cada vez más
borrosos esta manera eterna que poseo ahora de imaginar
cómo se le eriza la piel mientras mis manos le tiemblan en su
propio pulso. Si, incluso, tengo la mala suerte de llevarla a mi
cama, podría como mucho acabar en un poema donde sería
cualquiera menos ella. Esa ella, que ahora en un simple par-
padeo acaba de hacerme caer más allá de sus ojos y de los
míos, en un lugar tan maravilloso, que todavía ni existe.

27

—¿Cuánto me quieres?
—Haremos algo, yo contaré tus lunares mientras tú cuentas
los míos y luego multiplicaremos ambas cifras. El resultado
es lo que te quiero, así sabrás si es mucho o es poco.
—Pero eso nos puede llevar toda la vida.
—De eso se trata, amor, de eso se trata.

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28

Elige la carta que quieras,


la que más te guste,
memorízala por delante de cualquier recuerdo.
Ahora vuelve a meterla con el resto,
que nada ni nadie pueda diferenciarla.
Y no, no te la voy a adivinar
sólo intento que entiendas cómo me siento
cuando me olvidas.

29

Escogí de mi estantería «La senda del perdedor».


Hacía demasiado que no volvía a él
y tenía muchas ganas de releerlo.
Entre sus hojas había una nota,
era suya: «te quiero»,
así en minúsculas
como quien cuenta un secreto,
así en presente como si el tiempo
no nos hubiera pasado por encima.

Hace dos horas que la encontré


y aún no he podido pasar de página.

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30

La quise como se quieren las cosas que nunca serán tuyas: un


porsche en el garaje, un mar en la ventana, un viaje sólo de ida
a Nueva Zelanda. La quise como se debe querer, con ese
miedo anclado en el pecho de que esta vez el truco saliera
mal. La amé con todo mi miedo. Si amas sin miedo, no amas
realmente. Yo siempre, desde el primer día tuve pánico a per-
derla. La primera vez que la vi temí que al acercarme un poco
más dejara de ser ella para ser otra. Porque en mi cabeza, an-
tes de que ella existiera, ya la había dibujado tal y como estaba
delante de mis ojos aquella noche. Y a cada paso que daba
para acercarme tuve miedo a parpadear por si ya no estaba. Y
cuando por fin parpadeé, tuve miedo a cerrar los ojos por si
al despertar sólo era un sueño. Y cuando los abría y la veía
tenía miedo a tenerlos abiertos porque la realidad es que algo
tan bonito sólo podía soñarse y los cerraba de nuevo. Y tam-
bién la veía. Y durante mucho tiempo no sabía si estaba des-
pierto o soñando, si era real o mentira, si me la acaba de in-
ventar o existía. Porque sí, porque a veces la magia existe,
pero nunca me quité el miedo de encima. Porque temer per-
derla era mi modo de amarla. O porque ese miedo terrible era
el único modo de amar a una mujer como ella.

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31

He puesto la tele,
ciento quince desahucios en un solo día,
yo comparto la tristeza,
maldigo este sistema,
insulto a los culpables.

Cuando tú me echaste de tu vida


nadie dijo nada a lo que agarrarme,
incluso algunos se atrevieron a murmurar
que eras sólo una mujer.

Hay quien nunca entenderá el significado


de la palabra hogar.

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32

No me importa en absoluto que haya pasado por mi lado


como si fuera un perro. Yo mismo le he ladrado a la luna
alguna noche en la que la echaba de menos y aquella pelota
brillante era lo más parecido a tenerla. Siempre le decía que
besarla era como encender la luz del mundo, lo que no sabía
en aquel entonces es que no hallar sus labios era como pagar
la factura. Tampoco la hubiera besado menos de ser cons-
ciente de la deuda, pero quizás hubiera intentado morir en
ellos. Uno a veces habla de la muerte como si pudiera morir
más de una vez, incluso halla metáforas donde dejar de respi-
rar se parece a una resaca o a despertar y hallar vacío el lado
del colchón donde antes olía a vainilla. O si estás caliente te
invitas a que unas nalgas prominentes te enseñen en pleno
rostro que a veces cuanto más oscuro más aire te sobra. Yo
he dicho, casi he proclamado, que morí después de ella. Y me
imagino que la muerte, la de verdad, se descojona de la risa.
Como si fuera un perro. Y debo decir que no es tan hu-
millante. Yo mismo me he colocado a cuatro patas y he au-
llado a unas piernas que acababan en unos tacones, incluso
los he lamido, he sentido el placer de una caricia en la nuca
como la recompensa perfecta. He olfateado los rincones más
groseros, los menos transitados, los que hablan de humedad
en la rotura del silencio de un gemido. Esos donde el amor
está de luto y la perversión de moda.
Ha seguido su rumbo como quien se avergüenza de su
infancia mirando un columpio, como quien finge no tener
suelto ante la esperanzadora mirada de un mendigo. No me

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he muerto. Tampoco esta vez. Aunque podría hablar de que
algo ha crujido en mi pecho. Como si alguien hubiera arran-
cado de cuajo la bailarina de la cajita de música. Sigue la can-
ción, pero se ha acabado el baile. He perseguido su culo hasta
que ha encontrado un atajo que, aunque no llevaba a ningún
sitio en concreto, en su prisa al girar, se podría deducir que
había encontrado el olvido.
Como si fuera un perro. De esos que registran en la basura
con más falta de cariño que de hambre, que esperan en el
lugar exacto donde un paseo se convirtió en abandono; de
esos que ya no mueven la cola para que no confundan sim-
patía con desesperación.
Ha dejado la nostalgia de otros tiempos pegada en mis za-
patos, he caminado hasta pisar todos sus recuerdos y no he
hallado más atajo que un bar donde decoran el desamor con
un hielo de más. Y no, no me he muerto. Y en lugar de ladrar,
he suspirado.

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33

Transcurre la noche, he bebido tanto como me ha permitido


el bolsillo. No he hallado su mirada, ni siquiera cuando me he
rozado a conciencia, derramando un sorbo y he pedido dis-
culpas con voz de niño sin tobogán. Dice mi amigo que está
gorda; yo sólo veo curvas. Nunca me gustaron las mujeres
flacas. Siempre estuve a favor de que la flecha de la báscula
girara hasta que la sonrisa fuera una mueca. No me hace me-
jor persona, sólo que la recta la asimilo con bostezo. Ella es
una curva, luego hay otra, después una más cerrada, de esas
que si no aminoras la velocidad te falta el aire entre pecho y
pecho. Cuando la miro me siento culpable, me sobra dema-
siado viento dentro del alma. Es rubia, tal vez teñida; no
tengo ni idea de su nombre, pero se me ocurren cien maneras
de llamarla y que no venga. Baila mal, se mueve como si fuera
una ola, ni siquiera se preocupa de llevar el ritmo, como si en
realidad la música que suena no es la que lleva en la cabeza.
Cuando llevas un rato observándola ya no sabes lo que está
sonando y su cintura es la que marca toda la melodía que ne-
cesitas. De hecho, es la única de toda la pista que sigue el
compás, el resto parece intentar no caerse. Es tarde, echo de
menos aquel sorbo que derramé buscando sus ojos. No estoy
tan borracho como para acercarme, tampoco tan sobrio
como para olvidarla. Hoy la humedad llevará su nombre, aun-
que no sepa cómo se llama. La traeré hasta la cama, me pon-
dré de rodillas y entre los dos haremos que suene la misma
canción.
Y bailemos en un orgasmo.

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34

Uno rara vez encuentra el camino correcto. Incluso en él se


cuestiona mientras lo transita si de verdad es ese. En el error
absoluto es donde la duda deja de existir. Nunca en el acierto.
Porque uno desconoce qué había en el otro lado y es imposi-
ble la comparación. Cuando me quedé sin ti era tan enorme
la tristeza que supe que había errado. Cualquier otro sendero
era más feliz, incluso los atajos, hasta el quedarse quieto en
mitad de la nada. A veces todavía me culpo por ello. No hay
nada peor que elegir y saber que te has equivocado. Ojalá hoy
tuviera la duda de que tal vez había otro camino mejor, por-
que, sinceramente, contigo hasta la duda era hermosa.

35

Ya me sé esta historia.
Te sentarás con las piernas cruzadas, jugaremos a las miradas,
crearemos un muro insalvable de excusas,
una línea invisible,
un agujero,
una guillotina que nos corte las caricias de raíz.
Dejaremos que el futuro juegue con las cartas marcadas
y lo llamaremos destino.
Porque ni siquiera tendremos cojones
de llamarlo miedo.

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36

Hablamos del pasado como si ya no nos pudiera hacer daño.


Cara a cara, sin la aparente necesidad del beso, enumerando
los problemas en los que la vida nos sostiene ahora. Recuerdo
que cuando decidimos dejarlo ambos nos deseamos lo mejor,
como si en el amor fuera posible el empate. Nos han pasado
los años por encima, creo que si pudiéramos los dos acepta-
ríamos sin pensarlo demasiado volver a aquel junio que, más
que el comienzo de un verano, nos pareció la muerte de una
primavera.
Ya no te brillan los ojos, no eres la mujer más bonita del
mundo, ni tu sonrisa se cuela por las grietas de mi alma para
hacerme cosquillas por dentro de la piel. Ya no tengo un ejér-
cito de hormigas, ni soy el capitán de tus vellos de punta; tam-
poco soy el mismo, mi mirada ya no tiene fuerza y hallo siem-
pre más emoción en aquello que imagino que en todo lo que
veo. Nunca he vuelto a sonreír como lo hacía contigo, mis
manos perdieron el tacto de tanto buscarte en otros muslos y
supongo que mi voz es más triste desde que no digo tu nom-
bre.
Hablamos del futuro, como si tuviéramos resaca. Con los
planes dormidos en un andén, escribiendo con las manos
manchadas de errores un destino que no nos pertenece. De-
jamos nuestras sombras al borde del bordillo y nos despedi-
mos con cubitos de hielo en los labios. Supongo que ni si-
quiera hemos sido capaces de reconocernos, que hemos sen-
tido el miedo de una edad que ya no sabe perdonar nuestro
fracaso, que, si volvemos a imaginarnos juntos, no podríamos
ser esto que queda de nosotros sino aquello que fuimos hace

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tiempo, que la memoria es el único lugar donde podríamos
ser felices otra vez.
Nos deseamos lo mejor en aquel entonces, pero nos amá-
bamos todavía demasiado para ser sinceros.
Y así nos va, supongo.

37

Puede resultar absurdo y perverso. Tirar a conciencia un cu-


bierto al suelo para poder verle las piernas por debajo de la
mesa. Más cerca de una escena de porno cutre amateur que
del sutil erotismo que toda ella desprendía. Pero eso hice. Una
cuchara, para ser exactos. Ella abrió las piernas como quien
descorre las cortinas de una casa para que entre la claridad.
Ya había amanecido entre sus muslos. No llevaba bragas,
como si hubiera deducido antes de la cita que aquella noche,
tal vez, nos faltarían manos. Luego su sonrisa por encima de
los platos aún vacíos me quitó definitivamente la cuerda
donde sostenía mi equilibrio. La diferencia entre caer y flotar
dependía de sus ojos.
El camarero esperó pacientemente, no supimos qué pedir
y nos marchamos. Ambos sabíamos en aquel momento que
aquel restaurante no iba a poder hacer absolutamente nada
para saciar nuestra hambre.

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38

He pensado en ella riendo con otro; nunca lo había sopor-


tado, hoy sí. Me negaba a que pudiera ser feliz si no era yo el
culpable, me torturaba que tuviera un orgasmo lejos de mi
nombre, me mataba imaginar que alguien le hacía cosquillas
en sus diminutos pies y su risa perforaba otra garganta. He
sido incapaz de colocar sus tetas en otras manos, su culo en
otra cama, su coño en otra boca; de sostener sus labios en
otros besos, sus ojos en otros ojos, su pelo en otro espejo.
Siempre he acabado con una tristeza incapaz de camuflar
cuando me ha dado por idear su vida en otra vida.
Ni siquiera he hecho preguntas, ni a tu madre, ni a tus
primos, ni al felpudo de tu casa. Cualquier respuesta iba a do-
lerme. He optado por la ignorancia absoluta. Por esa fantasía
absurda de la esperanza. Por ese abismo profundo del por si
acaso.
Te he imaginado llorando, perdiendo trenes y trabajos,
buscando mi nombre en el bolsillo de tu chaqueta, mis manos
en la oscuridad de tu habitación, mi voz en el silencio de tu
lengua.
No he podido nunca en esta memoria mía verte sonreír
porque tu sonrisa multiplicaba mi fracaso, porque nunca he
podido desearle lo mejor a alguien, que a su vez me estaba
quitando lo mejor de la mía. Hoy sí. Hoy te he imaginado
sonriendo, en otra cama, en otra boca, en otra vida. Y esto
no significa que te haya dejado de querer, eso pasó hace mu-
cho tiempo. Hoy, simplemente, ya no te odio y supongo que
es ahora cuando empieza el olvido.

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39

Intento observarte desde la frialdad del diálogo. Procuro es-


cucharte mientras tus labios se mueven, ignorar que la hume-
dad de tu lengua apagaría la sed de mi boca. A veces fijo la
mirada lejos de tu rostro, en un punto perdido; temo que mis
ojos te cuenten lo que mi voz no sabría. Luego, casi al azar,
hallo tu cintura en mitad de la nada y apuesto media vida al
rojo de tus pómulos, al impar de los lunares de tu cuello.
Alguien me dijo que la suerte hay que buscarla, pero ol-
vidó mencionar qué hacer cuando la encuentras.
Tus palabras siguen danzando por toda la habitación, tro-
piezan con mi silencio, resbalan con esta torpe manera que
tengo de escuchar lo que no oigo. El destino es un crupier al
que le tiembla el pulso, e intento adivinar la próxima carta.
Supongo que es de corazones, pero desconozco si mayor o
menor, a la cantidad de suspiros que guardo por si me rozas
antes de marcharte. Invierto toda mi fortuna en asentir con
la cabeza, coloco una mueca para que en mi sonrisa no intu-
yas la derrota del siguiente hasta luego y dejo de ir de farol sólo
cuando caminas dándole la espalda a mi futuro. Luego me
siento a esperar la siguiente partida, sabiendo que no hay tru-
cos en tu forma de moverte, ni ocultas ases en la manga para
volver a hacer desaparecer toda mi tristeza.
Que la magia es que existas. Que la maga eres tú.

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40

Parece haber salido de una canción de Sabina.


—Para ser un héroe no siempre tienes que salvar a al-
guien, a veces basta con que no lo hundas —dice justo des-
pués de humedecerse tímidamente los labios.
Tiene gafas oscuras y está nublado. Imagino que ha dor-
mido mal. Vino ayer de una ciudad donde fingir un orgasmo
cuesta quince euros.
—Suelo ganar dos mil a la semana —dice sin rubor al-
guno.
Yo odio las matemáticas de golpe.
No lleva escote, ni falda. Tampoco le hace falta.
—Lo más raro que me han pedido es hacer el amor. Por
suerte eso no puede comprarse —dice a la vez que sonríe.
Conozco esa sonrisa. La he visto otras veces. Esa en la
que caben un millón de lágrimas. La que escuda la debilidad
por si viniera la guerra, desconozcas el color de la bandera.
No sé su nombre. Hace tiempo que decidí no preguntar a
las mujeres a qué palabra responden. Es más sencillo olvidar
si no tienes la respuesta correcta a la pregunta inapropiada. Si
tu garganta no se convierte en el horizonte, que repite como
un eco las sílabas del dolor.
Dice que estará por aquí una temporada y en sus palabras
dibuja una esquina con una farola fundida.
No ha intentado seducirme en toda la noche. Como si en
mí no viera un hombre. Y no sé si navegar en esa paz o nau-
fragar en un fracaso.

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Pago su copa. Le ofrezco un cigarro. Vuelve a sonreír.
Imagino la barra libre de sus piernas. Largas como un matri-
monio sin hijos.
Está a dos billetes de enseñarme el idioma que decora los
polígonos. Y aun así la miro platónica, como a la chica de un
anuncio de perfume, como a la camarera siliconada de la dis-
coteca con el whisky más caro del país.
En breve ella se marchará, luego yo, y en casa escribiré
algo sobre el desamor, sobre que me hubiera gustado el roce
de su piel, o que me clavara en las costillas el rojo de sus uñas,
en la barbilla el vello de su pubis, en la garganta su nombre
como un eco. Y me beberé la última pensando en la terraza
lo que me hubiera gustado decirle que en estos tres últimos
años de mi vida, aun cobrando, es la mujer menos puta que
he llegado a conocer.
—Tal vez mañana —me digo mientras saco un folio y
muerdo el plástico de mi bolígrafo.
Recuerdo su sonrisa y escribo:
«Parece haber salido de una canción de Sabina.»

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—Demasiada ropa —dice.


Tiene las piernas largas como infancia sin columpio, los
pies pequeños, de huellas borrosas.
—Sé que prefieres los tacones, pero yo adoro estar des-
calza.
Se eleva sobre sus dedos como si pretendiera ser más alta.
Yo la observo con la seguridad de que podría doblarme hasta
el suelo por rozar sus labios.
—¿Para ser un poema tengo que follar contigo? —me
pregunta con toda la boca llena de versos.
—Es más posible si me dejas con las ganas —me sincero.
—Si follas conmigo siempre tendrás más ganas —dice
plagiando la sonrisa de alguna actriz porno—. Demasiada
ropa —repite.
Se quita la camiseta con la misma torpeza que un hombre,
la lanza al suelo echa una bola y todo el suelo se arruga con
ella.
El sujetador es negro. Sus pechos pequeños. Caben en las
manos y en los sueños. Entran en la boca y en los ojos. Intuyo
los pezones rosados, sensibles al frío, cortantes como folios
en blanco.
Tengo la impresión de haberla visto antes. En otra escena
tal vez, de rodillas seguramente, rodeada de hombres que so-
ñaban ser músicos.
—Estoy segura de que eres torpe con el clic del sujetador,
que haces cosquillas en la espalda cuando te tiemblan las ma-
nos.

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Uso la mueca de los lunes para evitar la burla.
—Yo puedo ayudarte —dice mientras sus manos buscan
con soltura dónde acaba la oscuridad.
Sus pechos desnudos iluminan la casa. Como si antes toda
mi vida fuera un eclipse. Sus pezones son los interruptores
que le dan luz al mundo. La suave caída de sus pechos miente
sobre su edad, grita la palabra adolescencia. Parecen mano-
seados por un escultor cuya meta es la redondez del universo.
—Un poema, luego me olvidas —dice acercándose tanto,
que lo único que siento es que está lejos todavía.
Coge mis manos y las coloca en la cintura, en el filo de su
falda, se mueve ligeramente de izquierda a derecha, en un ba-
lanceo sutil que mece mi hambre al borde de su ombligo.
Acerco mi boca y desciendo mis dedos hasta hallar el color
de sus bragas.
—Demasiada ropa para un poema —le digo yo.
Ella asiente con la cabeza. Creo que sonríe. Ya no puedo
mirarle el rostro. Siempre que estoy en la orilla se me olvidan
las turistas. Ya no me importa el desnudo en las toallas. La
piel tostada es devorada por todo el azul del horizonte. Me he
enamorado de olas que tenían tus ojos, de ojos que tenían tu mar, de
mares que te cabían entre los muslos.
He dejado que sus braguitas besen el suelo. He tumbado
su espalda sobre el sofá, he elevado sus piernas a un techo
que prometía manchas de humedad, mientras bajaba la ca-
beza hasta sus piernas.
He clavado la lengua, como si fuera la bandera de la vic-
toria de un ejército de versos, que se habían apoderado de mi
garganta. Y he empezado a escribir, su poema, mi poema, con
toda la lluvia que cabía entre mis labios.

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He dejado que sea ella la que le ponga el título, mientras
yo he esperado sediento el diluvio.
Y el olvido.

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42

Prefiero de rodillas, o yo tumbado y tú en mi cara. Prefiero


que falte aire y que el que sobre huela a ti. Que si sales de la
habitación tu perfume me diga lo contrario. Prefiero sin mú-
sica, con la luz encendida; ni cenas, ni velas, ni postales que
nunca superarán la belleza de tu espalda desnuda. Las cosqui-
llas con las uñas y los besos con los dientes. Prefiero que due-
las, que te agites como una flor bajo una tormenta, que no
sepas conjugar verbos en singular, que me aten tanto tus pa-
labras como tus brazos. Prefiero llamarlo follar, que no te
quites los tacones, ni el orgullo y aun así «puta» te llegue a
parecer la palabra bonita de la noche. Prefiero tu saliva a otra
copa, tus tetas a otro plato, tus manos a otros sueños. Prefiero
que me hables de locura, que mi lengua nunca signifique ru-
tina; los versos a traición, los «siempre» con los ojos, los «casi»
abolidos. Prefiero a cuatro patas y que ladres o te pongas en-
cima y me bailes; los tangas sin armario, las bragas en el suelo,
los sueños en gotitas de sudor que podamos cumplirlos al la-
merlos. Prefiero tan al fondo que, al salirme, te sientas una
extraña en el vacío; que tengas que decir mi nombre para co-
nocerte, que tenga que responder el tuyo para que sonrías.
Prefiero en la cama y en el suelo. Prefiero en la cocina y
en el baño. Prefiero en la encimera, en una silla. Prefiero en
cualquier sitio que me digas, no hay más dirección que tus
caderas. No quedan más caminos que tus piernas. No busco
más placer que el de tu orgasmo. Prefiero aquí y ahora y
luego, luego. También prefiero siempre y por si acaso. Y por
si acaso siempre.
Te prefiero.

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Verte con otro ha sido


como si alguien de golpe
me hubiera robado todas mis promesas.
Como decir casa
y no saber qué significa,
como soplar las velas
en un cumpleaños que no es el tuyo,
que por más fuerte que pidas el deseo
sabes de sobra que no te pertenece.

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Muchas veces todavía nos duelen


aquellos trenes que pasaron de largo.
Y nos quejamos en silencio de nuestra suerte.
Otras ya en el interior del vagón
maldecimos al reloj
por haber llegado a tiempo a sus raíles.
Los que no sabemos ser felices,
lo único que necesitamos
es un culpable.

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Es verano bajo las sábanas. Ella aún duerme. Tiene un pijama


horrible y está tan bonita como con un vestido ajustado. He
pensado que sea mi lengua quien la despierte; en meterme
entre sus muslos y, en lugar de decirle buenos días, demos-
trarle que lo son. En quince minutos sonará su alarma, tardará
tres segundos en apagarla y suspirará odio en un bostezo. Se
estirará como quien pretende agarrar al lunes del cuello y aho-
gar su futuro. Con los ojos abiertos esperará cinco minutos,
tal vez pensando en qué ropa ponerse, memorizando la des-
pensa, haciendo planes que acabará abortando en el trans-
curso del día, fijando una fecha para tomarse una semana de
vacaciones. Seguramente ya habrá maldecido la velocidad a la
que pasa el fin de semana y dirá «viernes» tres veces, como
quien se agarra a una balsa en mitad del océano. Luego lan-
zará un suspiro al techo y saldrá de la cama. Primero el pie
derecho. Irá al baño, se lavará la cara y mantendrá una guerra
contra el espejo, que intentará ganar más tarde con algo de
maquillaje. Pondrá su lista de reproducción en aleatorio y
mientras se hace el café, jugará con su pelo hasta hallar la cola
perfecta. Se probará tres jerseys, decidirá el más oscuro, los
pantalones más pegados, los zapatos más cómodos. En ese
momento el espejo ya se habrá puesto a su favor. Tomará el
café, cinco sorbos, tal vez seis. Y se convencerá de que no
tiene hambre todavía. Luego volverá a la habitación y me dará
un beso antes de irse. Como quien deja el amor en los labios
ajenos para más tarde volver a por él. Será un lunes cual-
quiera, otra mañana sin memoria.

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Así que voy a levantar la sábana, bajar su pijama como
quien descorre una cortina para que entre el sol y besar sua-
vemente alrededor de sus muslos. Sin apartar sus bragas, me
inventaré una playa con la punta de la lengua. Sus manos bus-
carán mi cabeza y al hallarla las pasará por mi pelo, como
quien tiene música en los dedos. No habrá bostezo ni odio.
Ni cinco minutos, ni lunes. El futuro será mi boca. Y en lugar
de viernes repetirá mi nombre tres veces, como quien tiene el
océano agarrado a una balsa. Se estirará para pegarme a su
piel. Le importará un carajo la despensa y tendrá dudas si va-
caciones no es el sinónimo de tenerme entre sus piernas. Pon-
drá en aleatorio una canción en mi garganta, mientras se des-
peina y desnuda y hallará en el espejo de mis ojos la verdad
sobre su físico. Dará sorbos largos sobre mis labios, tal vez
mil, o mil quinientos y la poseerá tanta hambre que tendrá
que comerme.
Faltan cinco minutos para la alarma, es verano bajo las
sábanas, ella aún duerme. Y yo creo que ya es el momento de
verificar los buenos días.

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Tú lo has llamado casualidad, yo insistencia. Has pensado que


de pronto he aparecido donde sueles esperar el autobús, que
el destino ha guiado mis pasos hasta tu parada y mi rostro de
asombro era tan sincero como lo fue nuestro primer beso.
No esperaba un abrazo. Nunca he sabido abrazar a una mu-
jer, dónde colocar las manos, dónde mirar, cuándo se para.
No tengo ni idea de la cantidad de segundos que hacen falta
para que no signifique amor y sí cariño. Luego has sonreído
y te has tragado todo el alrededor y mi pasado. Como si el
tiempo nos debiera una, has dicho algo de un café. Recuerdo
aquel que se enfrió mientras te esperaba, la mirada compasiva
de la camarera, las palabras exactas que se me quedaron en la
punta de la lengua. El mensaje al móvil, el puto emoticono
sin sonrisa y las quince odiosas palabras que me han perse-
guido como un eco todo este tiempo.
Hablas, me cuentas que has vuelto hace un mes, que estás
sola, que has aprobado todas, que hace frío, que hace mucho
frío. En mi pecho aún es tanto el incendio del abrazo que ni
siquiera me había percatado de que, a pesar de ti, sigue siendo
invierno. No menciono que sabía tu regreso, que hace un mes
que vigilo esta parada del autobús, que todos estos días no he
tenido los huevos de cruzar el paso de peatones; que el rojo
del semáforo me ataba los pies a la duda, las manos al rencor,
los labios a tu nombre.
Dices que me pensabas llamar, pero que tal vez yo… Y
que lo sientes, dices que lo sientes mucho, que la vida está
llena de señales, que yo siempre estaba con el intermitente

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puesto y jamás tomaba la dirección. Yo era el camino co-
rrecto. Eso dices, como dejando la culpa en el aire y suspi-
rando suavemente para acercarla a mi rostro.
—Te llamo mañana. Si no me lo coges, lo entenderé —
has dicho mientras el autobús cortaba de raíz toda la magia.
He vuelto a la cafetería, esa que me vio perder. Sigue la
misma camarera, el mismo decorado, el mismo señor de bi-
gote leyendo el periódico. La misma silla, la misma mesa, el
mismo vendedor de cupones y su mala suerte. Me he sentado
y he pensado en mañana como si todo mi futuro dependiera
de él. Luego he cogido la taza y he dado un sorbo pequeño,
como si besara al verano. Y he sonreído.
Hacía dos años que no tomaba café.

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47

Se llama Alba, es rubia, está en el maletero y todavía respira.


Sé que no son suficientes detalles, pero al menos puedes ha-
certe a la idea de que no viajo solo. Para llegar hasta aquí (y
no me refiero a este maldito semáforo que ancla mi destino a
un simple color), para llegar a este momento en el que Alba,
en lugar de en el asiento del copiloto, le esté haciendo com-
pañía a un paraguas y a un bote para el limpiar el salpicadero,
han pasado muchas cosas. No busco que me entendáis, pero
a veces para contemplar la verdad del paisaje tienes que abrir
la ventana; tampoco necesito comprensión. No hay nada
peor para el alma que la comprensión. Que alguien esté de
acuerdo con el camino que has tomado para tu vida lo único
que quiere decir es que él hubiera hecho lo mismo que tú.
Pero no seas gilipollas, no por ello es el correcto. Es más,
cuanta más gente hay de acuerdo con una idea, más seguro
estoy de su fracaso. A veces me recordáis a esa manada de
ñus que avanzan siguiéndose unos a otros. Les da igual la pro-
fundidad del barranco, o lo grande que sean los cocodrilos.
El segundo piensa que si el primero va por ese camino será
por algo, el tercero piensa lo mismo del segundo y así sucesi-
vamente. Ni siquiera dudan. Sois similares. Y digo sois, para
desvincularme de vuestra especie porque yo decidí ser el
abismo, ser el puto cocodrilo que afila sus dientes esperando
el error.
El error se llama Alba. Ha dejado de patalear hace un rato.
Es por las pastillas, nunca ha sido dócil. Ella también era un
abismo; ahora no, ahora puedo mirarla a los ojos y hacer pie

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en la orilla de sus párpados. No ha sido fácil porque yo la
amaba y después de amarla comencé a odiarla. Incluso puedo
afirmar que la he odiado sin salirme del amor y la he amado
dentro del odio más profundo. El amor y el odio son dos
lastres: el primero te hace vulnerable; el segundo, previsible.
Son antónimos que sueñan con besarse en la boca. Cuanto
más lejos estés de ellos, más cerca estarás de ti mismo. Con
esto hay un puto problema que ocurre con demasiada fre-
cuencia, y es que te halles a ti mismo y no te gustes. Que de
golpe te des cuenta de que a tu yo le falte un pedazo y que,
por ejemplo, se llame Alba y sea rubia y no deje de respirar.
Espero que al menos no seáis tan estúpidos de creerse eso
de que un clavo saca otro clavo. Ninguno —repito: nin-
guno— tiene el mismo tamaño. Si clavas en el mismo sitio
sólo lo metes más dentro. Si escoges otro lugar sólo multipli-
cas la herida. El clavo que entra de verdad, ese agujero per-
fecto por donde si entra el aire es a suspiros, no sale jamás.
Sólo el tiempo es capaz de conseguir que la piel no perciba su
presencia, que acaricies la ausencia y se llame cicatriz.
Alba tenía una preciosa (una cicatriz, me refiero) en la ro-
dilla izquierda. No era de ningún clavo, se cayó patinando un
domingo. Yo besé aquella herida hasta que dejó de dolerle y,
cuando dejó de dolerle, me dolían a mí tanto los labios que
tuvo que besarme hasta que dejaron de dolerme. Digamos,
para que me entendáis, que no había dolor si había besos, así
podéis imaginar cuánto he sufrido para estar en la situación
de ahora mismo, cuánto dolor he soportado sin su boca.
La llevo al mar. La idea es arrojarla desde el mirador
donde, una vez, después de un abrazo, me dijo con rotundi-
dad:
—No me importaría morirme con estas vistas.

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Recuerdo que respondí:
—A mí tampoco, mi amor.
Lógicamente, ella miraba el horizonte y yo su rostro.
Han sido casi dos años donde a la esperanza se la comió
la incertidumbre y a la incertidumbre la nostalgia; donde la
tristeza anidó en mi pecho y los pájaros, en lugar de volar,
picoteaban su nombre. Pensaba que no sería capaz de acabar
con ella, que una vez la tuviera delante, me vendría abajo; que
todo mi plan se iría a la mierda en el mismo momento que
dijera mi nombre; que volverían a dolerme los labios tanto,
que ni siquiera le haría falta usar la palabra perdón.
Pero no. La he mirado a los ojos, me he acercado suave-
mente, ni siquiera he dejado que haga un movimiento, jamás
me he fiado mucho de su cintura; siempre he tenido la sos-
pecha de que el demonio estaba de por medio cuando se mo-
vía sobre mí con aquellos círculos tan perfectos que jamás
tocabas sus vértices. Siempre estabas en el centro de ella
misma. Lo más cerca de salirte de aquella circunferencia se
llamaba orgasmo. Con los orgasmos tenía un problema. El
placer era máximo, pero una vez lo tenía, ella se levantaba de
mí y su ausencia era inmensa. Nunca supe en realidad si el
orgasmo como tal era tenerlo o no tenerlo. Si disfrutaba más
buscando el camino de hallarlo, que una vez encontrado. En
fin, como os decía: me he acercado a ella, como quien se
cruza con un vecino en el ascensor y, de un golpe seco y cer-
tero de indiferencia, la he dejado inconsciente. Y aunque el
desmayo era suyo, el descanso era mío. Luego la he metido
en el maletero y aquí estoy, junto al mirador que nos vio eter-
nos esperando el atardecer para que lo único que brille en su
caída sean mis ojos.
Ya apenas le queda aire.

54
Así que ya sabéis que sí existe el crimen perfecto. Y se
llama olvido.

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Un amor platónico no es aquel que no puedes conseguir, sino


ese que, aun pudiendo lograr, no tuviste el coraje de inten-
tarlo; ese que tienes clavado como una interrogante en el pe-
cho, un pasado aferrado a la nostalgia, un «tal vez» que dis-
frazaste de «no» porque dolía menos oponerte a ti mismo,
que cualquier negación ajena.
Lo que duele pasado el tiempo no es el «qué hubiera pa-
sado entonces» sino el «qué estaría pasando ahora», no poder
volver atrás y hallar la respuesta, ya sea para pasar página o
para quedarte en ella lamiendo las esquinas y subrayando to-
das las frases que una vez planeaste decirle a su boca.
Dice Sabina en una canción que «no hay nostalgia peor
que añorar lo que nunca jamás sucedió», y no puedo estar más
de acuerdo.
Así que si en una de estas volvemos a quedarnos suspen-
didos en una mirada en la que el futuro se nos abre de piernas,
espero que tengas una respuesta preparada. Porque no pienso
dejar que la incertidumbre me robe ninguna hora más de
sueño. O los duermes conmigo, o bostezo sin ti.

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49

Eres lo mejor que no me ha pasado todavía. Eso pienso


cuando te veo caminar en el abismo que hay entre el próximo
bordillo y mi mirada. Podría decir que te había buscado sin
saberlo, pero lo cierto es que te he encontrado sin buscarte.
Que una tarde cualquiera pasaste por mis ojos como si desfi-
laras en París; que se me quedó la canción que hacían tus ta-
cones al alejarse y todavía la tarareo cada vez que te recuerdo;
que tu culo es un columpio de mi infancia y cada vez que se
mueve soy feliz; que tu nuca desnuda es el folio en blanco
donde debería empezar a contar mi vida; que tu boca, una
playa en mitad de una calle que sólo ha olido el mar cuando
sonríes.
Podría decir que te he perdido sin tenerte, pero lo cierto
es que te he tenido sin ganarte. Que sin permiso has invadido
la habitación más al fondo de este corazón desubicado y has
colocado las piernas encima de mi pecho, como quien busca
la comodidad para ver cómo se humedecen los recuerdos;
que has cabido en un bolsillo, tú, que aún no entras en mi
vida.
Podría decir que te había soñado antes de verte, pero lo
cierto es que sólo verte ha sido un sueño. Que tienes en el
rostro los lunares que trazan un futuro; en las manos, la au-
sencia de mi espalda; en los labios, la cura contra el hambre.
Que el aire que te mueve ahora el cabello no es levante ni
poniente, se llama suspiro y viene del otro lado de la calle, al
ver cómo te alejas.
Eres lo mejor que no me ha pasado todavía. Y no sabes
cuánto duele un todavía. Ni conoces cuánta añoranza te llevas

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tras tus pasos. Y hasta ignoras cuántos pasos nos separan.
Todavía.

50

Voy a lamer tu «i» hasta que el punto


me baile tu canción sobre la lengua,
hasta que la redondez de tu «o» se abra en cólera
y me encierre de por vida allí contigo.

Que te juro por la «H» intercalada


que cada vez que se me escapa tu nombre
los adjetivos se ponen en huelga de poesía
y una metáfora se lanza desde lo más alto
de la hermosa «Y» que nos une.

Se me corren las vocales de pensarte


desnuda al otro lado del teclado,
con las letras del amor desordenadas
en el dulce diccionario de tu cuerpo.

El día que tu boca sea mi boca


se morirán de silencio las palabras.

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51

—Ojalá lo pases bien a donde vayas.


Eso te dije.
Y ahora cuando imagino que lo haces,
te odio.

Estás en todas partes menos en mis brazos


y, cariño mío, no sabes cuánto me echo de menos
cuando no estoy contigo.

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Y lo bello que París le habita por los muslos


y el Sena allí tan relajado
mojándome la barbilla
y lo hermoso que es poder lamerle
la puntita de la torre Eiffel
y hablar francés sin palabras
en el arco del triunfo que dibujan
sus tobillos en el aire.

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53

Me ha dado por escuchar las canciones que oía hace unos


años y no sé si te estoy echando de menos a ti o a mí mismo.
54

Te juro que cuando me dijo que la vida era preciosa iba a


debatirlo. Pero entonces comenzó a desnudarse y de repente,
la palabra preciosa a la vida se le quedó corta.

55

Fóllame como si no me quisieras. Quiéreme como si quisieras


follarme.

56

El verano sólo acaba si tú me cierras las piernas.

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57

Si tu lugar favorito no lleva su nombre, no es ella. Si su sonrisa


no te hace cosquillas en el cielo de la boca, no es ella. No es
ella si en su ausencia no te sientes como si faltaras tú y en su
presencia no te sientes como si te sobrara el resto.
Si dudas, no es ella. Tampoco es ella si no hay un idioma
tras cada caricia o si un beso no significa otro beso y otro
beso no significa el siguiente. Si en el primer roce tu piel no
se eriza como si te trajera el invierno y en el segundo sus de-
dos no te prometen el verano, olvídate. Olvídate si no es la
culpable del cambio climático. O de que no te hayas enterado
de la trama de la película.
Si no te duele no es ella. Doler como una patada en los
huevos. Como un punzón el pecho. Un dolor inclasificable
que a la vez, sólo ella sea capaz de calmar. Porque ella debe
ser el veneno pero también el antídoto. Si el futuro no tiene
sus ojos, sigue tu camino. Si el destino no para el reloj, tuerce
a la derecha. No te detengas si el corazón no te suena como
una caja de música. Porque no puede ser ella si la canción no
se te pega a la lengua, o si la lengua no se te traba en su nom-
bre, o si su nombre no te encadena a la vida.
Si no te hace suspirar hasta que el aire que te falta le sobre
entre los labios, ignórala. Sigue adelante si no te atraviesa
como un rayo en plena calle. No mires atrás si no te moja la
sed como una tormenta inesperada. Si en la palabra «postre»
no se dibuja su silueta no es tu hambre. No te conformes si
no hay magia. Si al acariciarla no te cumple los tres deseos a
la vez, si no sientes la nostalgia a tres metros de distancia. Si
al echarla de menos no te añoras a ti mismo, no, no es ella.

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Porque si te quedas con cualquier ella que te encuentres,
porque le temes a la soledad, o a los silencios; porque necesi-
tas follar o un buenos días; porque no sabes volar sin empu-
jones, ni te sabes querer si no te quieren. No sólo habrás per-
dido la oportunidad de conocerla. Es que ni siquiera a tu yo
de verdad habrás conocido.

58

Dirán tu nombre y en sus labios


no podré reconocer tu cintura.
Porque tú solo eres tú si yo te nombro.

59

Siempre, al salir de casa, de algún bar, incluso del trabajo,


tengo la sensación de que se me está olvidando algo. No sé
cuánto tiempo tardaré en ser consciente de que no se trata de
lo que olvido si no de lo que te recuerdo.

60

Me hablarán del clima en ascensores


que no llevan a tu puerta,
como si invierno no fuera
todo aquello que no tocas.
Como si hubiera verano
más allá de tus caricias.

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61

Tú, que salías guapa hasta en la foto de carnet,


que brillabas como la las luces de un puticlub
en una carretera secundaria,
tú que tenías los ojos más bonitos
que había visto en mi vida,
la vida más bonita
que habían visto mis ojos,
tú que tenías en el dedo índice
el crujir de mis vértebras,
entre los labios mi hogar
y entre las piernas las llaves.
Tú, que llamabas mar al gemido
y orilla a mi lengua,
que decías para siempre
sin que temblara tu boca,
que decías hasta nunca
para que temblara la mía.

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¿Sabes esa canción que se te pega al cielo de la boca? Que te


asalta en un momento inesperado y te sorprendes tarareán-
dola. Que silbas por inercia mientras esperas el bus, a un
amigo, o a tu propia vida. Que luchas por matar el estribillo
sin éxito. Que está ahí en todo momento. Que hasta un ruido

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ajeno totalmente a la melodía te la recuerda. Pues eso exacta-
mente es ella, por más que la quiero sacar de mi mente, mi
lengua no deja de nombrarla.

63

Besarte, querida, hasta que te duelan los labios


y besarte para poder curártelos.
Que no sepas si mis besos te duelen o te calman
y en la duda, me beses,
hasta que me duelan los labios
hasta que consigas curármelos.

64

De muy pequeño (como presagiando el futuro), siempre que


un avión sobrevolaba el cielo levantaba las manos diciéndole
adiós, con esa efusividad que presta la inocencia. Hoy estoy
en el aeropuerto, te he visto embarcar y, cuando el avión ha
despegado trazando una despedida imperfecta por el gris del
cielo, no sólo no he sido capaz de levantar las manos, es que
además sin tu cuerpo cerca ni siquiera sé para que las tengo.

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65

Me llamo Natalia Rodríguez Luna. Mi mamá me llama Nata.


Mis amigos Luna. Mi ex antes me llamaba con diminutivos
espantosos, ahora me llama PUTA. Así, en mayúsculas. Los
hombres que no me conocen no me llaman pero me suelen
silbar. Es un sonido similar al que se usa en el campo para
que el rebaño se mantenga unido. Papá no me ha llamado
jamás. Y solamente mi abuela me llama Natalia. Aunque de
un tiempo a esta parte a veces no recuerda quién soy y me
lanza nombres que no he oído nunca. Así que supongo que
con este caos tengo derecho a sentirme muchas mujeres a la
vez. Y ninguna si me place.
Soy morena aunque el invierno me intente llevar al blanco
peligroso que tienen los folios de los poetas frustrados. Mido
un metro sesenta y cinco, con lo cual me he quedado alejada
quince centímetros de la tentación de hacerme modelo en al-
gún momento de mi vida. Y no sabe dios cuánto lo agra-
dezco. En dios no creo pero lo uso a menudo. Supongo que
a alguien hay que echarle la culpa o darle las gracias en según
qué momentos. Hay quien prefiere otro tipo de metáforas
pero a mí dios siempre me ha resultado la más recurrente.
Tengo veintitrés años, vine al mundo el último día de abril,
un domingo, a las cuatro de la mañana. Llovía a cántaros y mi
madre tenía las contracciones a la misma vez que los truenos
retumbaban en las ventanas del hospital. Nací en un relám-
pago. O eso dice mi abuela. Tengo los ojos color miel que es
como llamamos al marrón la chicas con clase. Según Ana, una
de mis amigas, tengo 42 lunares. Mi preferido decora la parte
superior de mi labio. Es como una estrella desorientada del

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resto. Su preferido lo tengo en el cachete izquierdo del culo.
Justo en el centro. Aunque si le preguntas jamás lo afirmaría.
Mi cabello es negro, muy negro, como el vestido de las viudas
cuando el luto era la única opción. Lo llevo largo y casi siem-
pre liso. A excepción de cuando salgo de marcha que me hago
rizos imposibles. No estoy muy segura de la razón pero creo
que es para desconocerme lo suficiente y poder cometer cual-
quier locura que jamás haría la niña decente de pelo liso.
Como si al volver al espejo yo no hubiera sido. Se parece al
olvido pero con la memoria intacta. Elsa, otra de mis amigas,
dice que cuando me recojo el pelo tengo cara de hija de puta
y que cuando me lo suelto lo confirmo. Tengo las orejas pe-
queñas, la nariz pequeña, las manos pequeñas. La talla no-
venta y cinco de pecho. Redondas con los pezones grandes y
aureolas como galletas de esas que apetece mojar en leche en
cualquier desayuno. No llevo tatuajes ni piercing. Mi culo es
duro como el enero de los albañiles y frío como el hocico de
las focas. No es lo que más me gusta de mí pero es lo que
más desean ellos, lo que más envidian ellas. Yo adoro mi boca
en general y mis labios en particular. También me gusta mi
vientre y odio profundamente mis piernas. Demasiado delga-
das, demasiado débiles y demasiado frágiles. Una falda me
sienta como un pijama a un luchador de sumo. Rozamos el
ridículo.
Soy adicta al chocolate blanco y al olor a vainilla. No es-
cucho ningún tipo de música que no sea en mi idioma. Bailo
mal pero bebo lo suficiente como para que me parezca lo
contrario. Canto horrible pero gimo mejor que ninguna mu-
jer que hayas escuchado antes. Fumo antes de los orgasmos
por si acaso no hay orgasmo. No confío en ningún hombre.
Tampoco confío en ninguna mujer que diga que confíe en

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ella. Prefiero el mar al campo. Elijo el no a cualquier duda y
el sí siempre. Descubrí que era bisexual a los quince años, me
desnudé ante el espejo y me gustó tanto la mujer que se refle-
jaba en él, que me masturbé como nadie me ha follado toda-
vía. Aun así nunca he estado con una mujer. Con ellas me
ocurre un caso curioso y es que haría exactamente lo contra-
rio que con los hombres. A ellos me gusta dominarlos; sin
embargo, con ellas siempre me pienso dominada. A día de
hoy no he tenido el impulso con ninguna de besar el suelo
que pisa. Tampoco la busco pero en un mundo de puertas
me resulta absurdo tirar la llave de alguna. Soy una apasionada
de los tacones porque embellecen un poco mis feas piernas
pero sobre todo por el sonido que hacen. La banda sonora de
cualquier amor debería empezar con esa música de fondo.
Con ese clic, clac, cloc que derrite el hielo de las copas y el
alma de los hombres. Cuando una mujer lleva la música con-
sigo no existe hombre que le niegue un baile. No toda la mú-
sica suena igual, hay mujeres que andan con tacones como si
estuvieran haciendo equilibrios por una cuerda floja y enton-
ces desafinan. Yo no, yo camino y ellos tararean la ausencia
mientras me voy. Porque yo siempre me voy y eso es innego-
ciable. Creo en el amor pero en el propio. Pienso que no se
puede querer a otra persona sin dejar de quererse a una
misma. El amor que nos restamos inconscientemente para
dárselo a cualquiera, algunos pueden llamarlo generosidad; a
mí, en cambio, me parece un acto donde entregas tu vulnera-
bilidad a precio de besos. Y sinceramente los besos se deva-
lúan hasta que no valen una puta mierda. Con lo cual el resu-
men es que entregas parte de lo que te quieres por una puta
mierda. El primer beso es magia, a partir de los mil ya empie-
zas a conocer el truco, con cinco mil el truco te parece hasta

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malo y la magia metáfora, a partir de los veinte mil, ¿qué
truco?, ¿qué magia?
El hombre que me observa por encima de su café, mien-
tras hace como que escribe en una especie de agenda se debe
llamar Alberto. Siempre llega a las once de la mañana y se
sienta en la misma mesa y en la misma silla. Si está ocupada
espera en la barra hasta que está libre. Según Ana, mi compa-
ñera de trabajo, lleva haciendo lo mismo desde la primera vez
que entró hace casi un año.
—Desde que estás tú por lo menos levanta la vista de lo
que escribe —me dice con cierta sorna.
—¿Pero de verdad escribe? —pregunto con ciertas dudas.
—Escribía —me dice Ana con media sonrisa.
Llevo en esta cafetería un mes, en el turno de Ana, que
además es sobrina del dueño. Ana es fría como la mirada de
un notario. Sé que no le caigo bien desde el principio y ahora
se puede decir que es un sentimiento mutuo. Lo mío más
cerca de la indiferencia, lo de ella de la envidia. A veces las
mujeres cometemos el absurdo error de competir entre no-
sotras. Es un machismo feminista, donde la forma de vestir,
de actuar o de ser, crean conflictos interiores que se vuelven
críticas feroces en cuanto das la espalda. Ana es guapa pero
su belleza es cotidiana, no tiene ningún misterio. Como esos
regalos que antes de abrirlos ya sabes qué son por su forma.
Te pueden gustar pero no te sorprenden.
El chico que escribe no es de esos tipos atractivos que te
invitan a un sueño pasajero a primera vista, que te despiertan
de repente una aceleración en los latidos, o que te llevan a
fantasear sobre el amor o el sexo en un simple cruce de ace-
ras, el pasillo de un centro comercial, o en el minuto íntimo
de un ascensor fugaz. Pero todo lo que le falta de impactante

67
le sobra de misterio. Descifrar el enigma que lo rodea, te lleva
a fijarte en sus labios carnosos, en el brillo de sus ojos, en su
rostro tenso como si estuviera esperando una cita que nunca
llega. Averiguar ese halo de tristeza que lleva consigo hace
que te fijes que sus manos están huérfanas de anillos, que son
pequeñas para albergar todo mi culo pero lo suficientemente
grandes para que mis pechos no se salgan por los lados. Esa
pose de indiferencia ante su alrededor, me lleva a recorrer su
pelo negro e inventar una postura donde puedo agarrarme de
él para llegar lo más alto posible. Su casi maniática forma de
comportarse trae su espalda hasta mi dedos para que teclee
una canción de cosquillas, donde quien ríe último no sólo ríe
mejor, sino también más tiempo.
Tal vez mañana, me suelo decir, no esquive mi mirada
cuando lo sorprendo en mis ojos y amago una sonrisa que se
pierde en la distancia. Tal vez mañana suelte unas palabras
diferentes al buenos días de siempre y pueda agarrarme a ellas
para comenzar un diálogo, o deje una nota de papel donde al
leerla me refleje mucho más bonita que en los espejos.
Tal vez mañana.

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Puedes estar en pleno centro de Nueva York, en París bajo el


arco del triunfo, en Berlín observando el muro invisible que
separaba Alemania, o en una playa del Caribe con la playa de
fondo, mientras saboreas un cóctel de nombre impronuncia-
ble. Y en lugar de disfrutarlo, estar recordando lo feliz que
fuiste ese fin de semana lluvioso en aquel pueblo pequeño
alejado de toda civilización.
Porque felicidad no reside en dónde estás, sino con quién.

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Fue justo en el momento de soplar las velas,


cuando me di cuenta de que ya no entrabas
en mi próximo deseo.
Y de repente me faltó el aire.
Lo jodido de olvidar,
es que solamente se consigue
cuando dejas de intentarlo.

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Tu cuerpo es una playa del Atlántico,


la orilla está en el centro de tu boca,
la espuma los orgasmos que te debo.
Las olas del tamaño de tus pechos
invitan a nadar contracorriente,
imagino que ya sabes que la isla
está justo debajo del ombligo
y todo el mar me cabe en la garganta.
Luego flotar de nuevo hacia la orilla,
atracando mi sonrisa en cada puerto,
dejando que gobierne tu marea
el próximo destino de los besos,
hasta romper mi piel contra las rocas
que hay justo detrás de los gemidos.

Supongo que ahora entiendes el naufragio.

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Viene a decirme que la vida ha pasado,


pero que los sueños siguen intactos,
que sólo tengo que cerrar los ojos
y tender la mano al horizonte.
Que aparecerá de la nada como aquel día
y jugaremos a acariciar al destino hasta domesticarlo.
La vida es un monstruo al que si miras directo a los ojos
el que se asusta es él.
Porque nada da más miedo que alguien valiente.
Porque hay que quererse mucho,
para poder querer a otro
y que ella ahora se quiere tanto
que también hay un sitio para mí,
en ese lugar tan imposible
donde se cumplen los sueños.

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Ella tiene el puñetero poder


de al volver parecer que no se ha marchado nunca.
Ni siquiera necesita pedir perdón,
le basta su presencia.
¿Qué hacer con el amor
cuando uno sólo se ama si es contigo?

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Que a la falta de tus manos hasta me sobre la piel.

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La idea no es llegar lejos sino llegar juntos. Que prefiero estar


en lo más abajo de la montaña contigo, que en la cima sin ti.

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Se acercó y con cierto descaro me dijo:


—Los hombres que meten las manos en sus bolsillos, es
porque no saben qué hacer con ellas.
—Es todo lo contrario —le respondí después de mirarla
como quien observa la cristalera de una pastelería—. Si las
saco, me temo que no podré controlarlas.

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Para entender la locura


primero hay que conocer la razón.
El diagnóstico no es el desde cuándo
sino el desde cuánto.
Y ya hace mil besos.

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Luego las canciones hablando de ti,


los teléfonos sin cobertura,
la orilla echándote de menos,
los camareros echándome de bares,
luego otro luego sin ti,
y otro más,
hasta que el luego se hizo siempre.
Y mi vida polvo.

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No sabes lo horrible que está la ciudad


sin mirarse en tus ojos.
Es como si le quedaran grandes las fachadas
y pequeñas las casas,
como si hubiera comprado deprisa y en rebajas
los paisajes que la rodean.

Hay quien habla de la primavera como si te hubiera conocido.

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El destino es la palabra trampa. Los mismos que lo alaban al


encontrarte, son los mismos que lo culpan cuando se van.

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Mamá solía decirme que lo más importante en una mujer son


las piernas, que depende con quién las abras llegas a ser feliz
o no. Luego yo miraba el rostro de mi madre y sabía que se
había equivocado siempre. Ahora estoy aquí tumbada, mien-
tras él de rodillas intenta a conciencia hallar el punto donde
el gemido se hace eco, sin embargo pienso en mi madre, así
que supongo que me acabo de equivocar de nuevo. Se llama
Oscar, lo he conocido en internet, la soledad es tan puta que
folla gratis. Empezó la conversación con frases interesantes,
rebuscadas, incluso rozando lo inteligente. El fondo siempre
es el mismo, sólo cambia la manera de llegar a él. Oscar se lo
curraba. Intentaba aparentar cierta sensibilidad y la mezclaba
con alguna anécdota donde dejaba ciertos aires de misterio.
El misterio es una puerta cerrada que te apetece abrir para ver
que hay detrás. Da exactamente igual que lo intuyas, porque
a cierta edad (y yo tengo la mía) ya sueles saber qué hay detrás
de las puertas pero aun así, siempre giras el pomo por si acaso.
Es ligeramente guapo, agradable a la vista, los ojos de un
verde intenso que te recuerdan al mes de abril justo después
de una lluvia. Tiene una sonrisa amplia que te contagia cierta
paz y su risa no desafina, apetece que la use y te invita con
ella a hacer alguna que otra tontería para llegar a ella. Eva dice
que el primer día de una cita no puede haber sexo, que el sexo
es lo que buscan todos y, si se lo das a la primera de cambio,
ya han encontrado lo suficiente como para no seguir bus-
cando más allá de él. Eva tiene razón casi siempre, pero no
cuenta con que yo no deseo que sigan buscando. Supongo

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que en realidad temo que al hacerlo encuentren algo que ni
yo misma sepa que existía.
Oscar se masturba a la misma vez que bucea. Sólo se de-
tiene para coger aire. Es un pez que, si se lo sacas de ahí, se
ahoga. Es aburrido, apenas pasa de las cosquillas. Mamá me
diría que cerrara las piernas, Eva me diría que cerrara las pier-
nas. Yo me recuesto un poco más por si en una de estas
acierta y consigo correrme, incluso intento guiarlo cogiendo
su cabeza para que el ritmo que baila su lengua sea exacta-
mente lo que mi canción interna necesita. Pero es imposible.
Y me pierdo en las manchas del techo, algunas parecen ini-
ciales, e invento nombres con ellas. Y me acuerdo de Alex.
Cuando Alex me comía el coño yo no pensaba en mi madre,
ni en Eva, ni sabía que había manchas en el techo. El recuerdo
de Alex me embriaga y siento que la humedad terca hasta
ahora, se empieza a parecer un poco a la lluvia. Creo que
lanzo un gemido, que consigue que él acelere el movimiento.
Pero de repente se detiene. La nube de la lluvia se aleja mien-
tras él se levanta torpemente del suelo y me mira como un
niño mira a su madre después de haber roto un cristal.
—Creo que me he corrido —dice.
—¿Crees? —le pregunto irónicamente.
—Bueno —balbucea un poco—, me he corrido pero si
me das diez minutos —dice medio avergonzado.
—No es necesario, no ha estado mal —le digo con cierta
frialdad.
—En serio, sólo diez minutos, podemos hacer otras cosas
—sugiere.
—¿Jugar al parchís, por ejemplo? —pregunto intentando
suavizar su malestar.

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Él ríe, su risa es una estafa, de esas que prefieres abusar
del silencio por si algo le hace gracia y le da por usarla.
Pienso en Alex, mientras Oscar se viste. Pienso en hacer
otras cosas con Alex. Distintas a las que hicimos, o las mismas
donde nos equivocamos. Quiero que me folle, que se ponga
encima y me diga lo puta que soy, que se coloque debajo y le
demuestre que la puta es su madre. Quiero que entre y que se
quede. Y que no se corra, que no se corra hasta que yo se lo
diga. Y que se ría, que se ría todo el tiempo que no estamos
follando, que follemos todo el tiempo que se esté riendo, que
ni siquiera sepamos diferenciar la risa del sexo.
Oscar se ha vestido.
—¿Nos vemos mañana?
Su pregunta más que una esperanza es un desafío.
Eva suele decir que su súper poder favorito es hacerse in-
visible después de los orgasmos, mamá no hablaba de ello
pero juraría que nunca tuvo uno.
—Pues mañana —ahora la que balbucea soy yo—…,
tengo un montón de cosas que hacer —le digo.
—¿Pasado? —insiste Oscar.
Cojo mi móvil de la mesita y busco a Alex en la agenda,
entro en su WhatsApp, no ha cambiado la foto, pero sí su
estado. Ya no pone la frase de Sabina: «No hay nostalgia peor
que añorar lo que nunca jamás sucedió». Ahora tan sólo dice:
«ENAMORADO», en mayúsculas, como un puto imbécil.
—Sí, pasado mañana te llamo —le digo saliendo del paso
con la misma elegancia con la que liga un portero de disco-
teca.
Escribo «Hola» abriendo una conversación con Alex, pero
sin darle a enviar. Y me quedo mirando la pantalla, pensando

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en lo bonito que sería coincidir en este mismo momento, en
una palabra tan simple y a la vez tan necesaria.
Oscar se despide, escucho la puerta cerrarse y suspiro le-
vemente. Luego vuelvo a la pantalla y a su nombre. Y, sin
pensarlo, borro el «hola» como una cobarde. La misma. La de
siempre.
Y cierro las piernas.

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Existe. Me quedan dos deseos.

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A veces uno se pega toda la vida,


buscando algo con insistencia,
con desesperación, incluso,
sin esperanza a veces.
Y llega un instante que eso que buscabas
como un milagro, o magia,
se te coloca justo delante de la cara
y tú, que eres estúpido, tiemblas,
o giras la cabeza y das la vuelta.
O simplemente huyes.

Y claro que estoy hablando del amor.

¿De qué coño, si no, iba a tener miedo un hombre?

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DESPUÉS DE TI

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MES UNO DESPUÉS DE TI

Todavía estiro la mano por las mañanas hacia tu hueco y


duermo para el lado izquierdo para que seas lo primero que
veo al despertarme. No consigo acostumbrarme a tu ausen-
cia, no la soporto, ni siquiera la asumo. No es una cuestión
de esperanza, simplemente no acepto la derrota, no hallo el
modo de salir ileso; me duele igual callar tu nombre que gri-
tarlo. Es como tener una herida en la punta del dedo con el
que te tocas el resto de la piel. En realidad, sólo te duele el
dedo, pero lo ignoras.
A mí sólo me dueles tú, pero se me está quejando el
mundo.
La calle es un inmenso agujero. No tener tu mano al otro
lado es como estar en una eterna caída. Apenas salgo.
La casa tampoco ayuda mucho. Estás por todas partes y
en ninguna. Te has olvidado tu olor, parte de tu ropa, dos
palabras de amor en el espejo del baño, un cuadro a medio
pintar, ese maldito cantautor en la radio, una lágrima en mi
chaqueta preferida y un viaje de ida al centro del infierno por
el atajo que existe en el cajón de tus bragas.
Espero que donde estés no te encuentres bien. Y que me
eches de menos. Que te duela decir mi nombre, que te agobie
callarlo. Que la calle también sea un puto agujero; la cama,
una guerra; dormir, un suplicio. Que no consigas escribir la
palabra orgasmo en el crucigrama de tu coño. Y que si lo haces
sea con una herida en la punta del dedo. Que ignores si es
placer por ti misma o el dolor de mi ausencia.

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Y vuelvas. A por todas las cosas que te has olvidado. So-
bre todo a por mí, la más importante.

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MES DOS DESPUÉS DE TI

He empezado a dormir hacia el otro lado, aunque siempre, al


despertar, lo primero que hago es darme la vuelta, por si
acaso. El por si acaso es la esperanza de los estúpidos. Reco-
nozco que mi esperanza es nula, pero soy mucho más estú-
pido desde que no estás.
He estado observando algunas fotos: tú siempre son-
riendo y yo con esa rara mueca de incertidumbre, como si
antes del flash eternizador, ambos supiéramos del futuro, am-
bos conociéramos nuestro destino.
Hoy pienso en todo más fríamente. No puedo culparte.
La primavera no puede ocuparse de una sola flor. Ninguna
tormenta nace para mojar una simple acera. El mar deja mar-
char a sus olas, las mece, las lleva consigo, se deja acariciar y
lamer, pero siempre hay una orilla donde acaba todo. Debí
suponer el naufragio, divisar alguna isla y no esperar tu re-
greso, pero no pude y acabé destruyendo, al romper, los cas-
tillos de arena de mi infancia.
En la calle tengo la extraña sensación de haberme hecho
invisible. Todos miran el espacio en el que no estás tú y a mí
nadie me ve. Llevo el peso de tu ausencia agarrado a mis to-
billos. No hay mayor condena que una libertad sin ti.
Ana dice que todo está en mi cabeza.
—Sobre todo ella —he contestado.
—Ese es el problema —confirmó sin reparo.

83
En el bar ya saben qué voy a tomar. Creo que uno debe
considerarse un borracho, cuando el camarero al mirarte aso-
cia tu sed a una marca. No bebo para olvidar, soy consciente
de que lo mejor de mí es su recuerdo. Bebo para poder pres-
cindir de su boca, para vomitar su nombre al fondo de un
retrete, para que el camino a casa se me haga más largo, el
sueño más profundo, su ausencia un espejismo. Bebo porque
no puedo besarla, sobre todo por eso: porque no puedo be-
sarla.
He limpiado la casa. Ya no parece una batalla. Hago la
cama todos los días, huele al ambientador de mora que tanto
te gustaba. Los champús colocados de mayor a menor ta-
maño, los cuadros rectos, las plantas regadas, podrías incluso
reflejarte en los cristales del salón y en la cocina siempre hay
café recién hecho y chocolate en la despensa. Y todo sa-
biendo que no vas a volver nunca. Pero ya sabes, por si acaso.
Y porque soy estúpido.

84
MES TRES DESPUÉS DE TI

Casi es verano. Digo «casi» porque sin ti todo es incompleto.


También fue casi primavera; sin embargo, creo que, cuando
llegue el invierno, se multiplicará por dos: el que será y el que
tú has dejado. Hará un frío de cojones, estoy seguro. Desde
hace unos días, cuando despierto y no estás al otro lado, tengo
la sensación de haber estado toda la noche soñando con otra.
Una mezcla entre la culpabilidad y el vacío se apoderan de mi
pecho y me escucho latir tan desafinado, que temo seriamente
morir en un acorde. Quien te ha visto bailar, sabe que es po-
sible morir de música.
He estado yendo a los lugares donde ser feliz era sencillo;
sin embargo, ni siquiera me he acercado un poco a esa sensa-
ción de que el mundo está girando a la misma velocidad a la
que yo camino. Supongo que el verdadero secreto de la feli-
cidad está en no cuestionarla, en no tener la necesidad de ha-
cerse ninguna pregunta, porque es en las respuestas, donde se
hallan todas las tristezas.
Mi padre decía:
«Cuando creas que tu vida es una mierda, basta con que
veas los diez minutos primeros de cualquier telediario y tu
infierno te resultará un hotel de cinco estrellas.»
Jamás he cuestionado esa teoría; sin embargo, pienso que
lo verdaderamente jodido no es el infierno en sí, sino el ta-
maño de los demonios que lo habitan.
Y ella todavía aquí en el mío, continúa siendo enorme.

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MES CUATRO DESPUÉS DE TI

Se llama Ariadna. Ni siquiera se lo pregunté yo. Fue antes de


los dos besos. Sonaba bien. Lo dije voz alta: «Ariadna». Como
quien está de acuerdo con un precio. Ella sonrió. Es la pri-
mera chica que me sonríe desde que te fuiste. También juraría
que es la primera que me ve, no que me mira; las miradas van
y vienen, desfilas por los ojos de cualquiera en un momento,
pero eso no significan que te vean.
Me ha dicho algo sobre un concierto, sobre una fiesta y
sobre un recital de poesía. Al final sólo la palabra «casa» ha
conseguido activarme. Vive sola. Bueno, tiene una tortuga,
dice que le encanta que la vida vaya despacio.
Nos hemos besado y te juro que no he pensado en ti.
Tiene la piel suave. Soplas en sus hombros y se le caen los
tirantes del sujetador. Resbala en cada caricia. Crees haberla
perdido en un roce y, de golpe, está otra vez ahí. Tengo en
las manos su ausencia y su cuerpo casi a la misma vez. Y no
he pensado en ti. Ha mordido mi labio con tanta fuerza que
me han dolido los siguientes besos, ha clavado sus uñas en
mi pecho como si buscara un latido que rimara con su nom-
bre y ha ahogado mis suspiros con sus tetas como si fuera de
su propiedad el aire que respiro. Y no me he acordado de ti.
No he sentido la culpa de ser feliz sin tu boca. Y al no
sentir la culpa me he sentido culpable. He buscado la herida
de tu ausencia y la he abierto de par en par, como si echara
de menos el dolor que dejaste, como si mi vida sin él fuera mi

86
vida sin ti, como si, al dolerme todavía, una parte tuya estu-
viera conmigo. He sentido el miedo de perderte por siempre.
Y me he marchado de casa de Ariadna mientras ella dormía.
Despacio. Como una tortuga.
De camino a mi hogar la he pensado despertando confusa,
buscando mi rostro en su colchón.
Y ahí sí que me he acordado de ti.
Y he suspirado como un estúpido aliviado por la tristeza.

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MES CINCO DESPUÉS DE TI

De pequeño jugaba a un juego muy simple: uno se la quedaba


y tenía que intentar coger a los demás. Había un lugar —o
varios— denominado casa o taco, donde estabas a salvo y no
te podían coger. Recuerdo que yo era de los más valientes,
quiero decir que pasaba más tiempo fuera del refugio que
dentro. Confiaba mucho en mí mismo. La mayoría se bajaba
tres segundos y volvían al taco. Además, casi siempre lo ha-
cían cuando el individuo encargado de cogerte estaba lejos o
de espaldas. Yo me sentía a salvo estando conmigo. Me creía,
supongo, mi propia casa.
Ha pasado mucho tiempo de aquello, pero me he vuelto
a acordar de esa época. Ahora han cambiado las cosas. Ya no
confío nada en mí y me siento mi mayor enemigo. En el cen-
tro no hay un niño gordito y con gafas, en el centro está el
mundo y te mira amenazante sabiendo que te tiene cogido
por los huevos, que si te da la espalda se llama rechazo y no
distracción y que el único lugar que puede recordarme al taco
o a casa eres tú y ya no estás. Sin ti no he vuelto a sentirme a
salvo, sin ti estoy esperando que alguien me diga que me toca
quedarme en el medio y, sinceramente, si no es a ti, no quiero
tocar a nadie. Ni sé a quién perseguir.
Pero tú ya estarás en tu refugio. Y ni siquiera tendrás ganas
de jugar. Como mucho bajarás si te doy la espalda, o pasarás
por mi lado con la cabeza alta diciéndome sin palabras que ya
no estás a mi alcance. Que, aunque estire la mano, no puedo
tocarte; que, aunque vuelva al pasado, ya no siento tu piel.

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Supongo que he vuelto a la infancia incitado por el vacío,
para ser consciente de que se ha terminado el juego. Y que he
perdido.

89
MES SEIS DESPUÉS DE TI

Ariadna, después de revisar con esmero tu armario, ha pen-


sado que antes vivía con una puta. No lo he desmentido. Dice
que no quiere saber nada de mi pasado, que desea comenzar
de cero; tampoco quiere que sepa nada del suyo. Empezar de
cero, ha repetido. Como si escondiera monstruos que me pu-
dieran asustar. Me gustaría decirle que yo tengo que empezar
desde el número al que todavía marco alguna noche y que ya
no existe. Pero me he callado. Casi siempre ando callado.
He aceptado no hablar de ti. Una vez leí que una mujer lo
perdona todo, menos que le hablen de otra mujer. No sé
hasta qué punto será cierta esta teoría, sí sé que hablar de ti
es como desmerecer al resto. Y más allá de que se me perdo-
nara o no, tengo claro que no me saldría el pedir disculpas.
Así que cuando ella dice con la mueca torcida eso de que
casi siempre estoy callado, yo le sonrío esperando que en-
tienda que a veces el silencio evita el odio. Supongo que no
lo comprende. Pero es sencillo de perdonar lo que no se dice,
lo que no se sabe.
De verdad que hay momentos en los que no existes, en
los que carece de importancia si estás viva o muerta; si te
fuiste por tristeza o por rutina, si necesitabas otras emociones
u otra boca, si ambas cosas, si todo a la vez, si nada de mí.
Pero otras veces, cuando menos lo espero, cuando incluso es
innecesario, apareces. En un simple diminutivo, en el olor a
café, en una película, en una canción, en un perfume, en las

90
noticias de una ciudad, en el mar y en esa sensación de felici-
dad que hay detrás de los orgasmos. Sobre todo, ahí, en esa
especie de paz y cansancio, con el sabor a playa en la punta
de la lengua y la legión de peces confusos por el pecho, bus-
cando salir a flote para convertirse en pájaros.
Te lo dije, yo no tengo mariposas, tengo peces de colores
que se creen pájaros. Y contigo tengo la sensación de que
nunca les crecerán las alas.
Con Ariadna existen los peces y existen los pájaros, pero
el vuelo dura lo que entra el sueño. Contigo, en cambio, siem-
pre estaban a punto de aterrizar, pero sin salir del pecho.
Nunca supe explicarlo con palabras. Imagino que esa es la
diferencia entre estar enamorado y querer. Cuando quieres,
sabes los motivos de por qué quieres; cuando estás enamo-
rado, ni siquiera te has detenido a buscarlos.
Ariadna se ha quedado a dormir. Me ha preguntado qué
lado prefiero y le he dicho debajo. Ha sonreído. Cuando son-
ríe es como si tú nunca hubieras existido. Adoro ese mo-
mento. Creo que debo memorizar de una vez, los lugares de
su cuerpo donde tiene cosquillas, tal vez sea el único modo
de conseguir que mi corazón vuelva a ser una pecera o una
jaula y abandone de una vez por todas el silencio por temer a
tu nombre.

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MES SIETE DESPUÉS DE TI

Decía Daniel, un «amigo», que si vas al cine con una chica y


te enteras de la trama, eso no es amor. Esperando en la cola,
Ariadna y yo dudábamos qué película escoger. Teníamos gus-
tos totalmente contrarios. Por poner un ejemplo contun-
dente: a ella le gustaba yo. Había un par de comedias; a mí es
complicado hacerme reír, aunque cierta persona tenía una fa-
cilidad inmensa. Ahora se llama cierta persona. Dice la psicó-
loga que si le robas el nombre, olvidas la esencia. Supongo
que a la psicóloga no la han abandonado nunca, que lo más
importante que ha llegado a olvidar es una cita con el dentista
y tal vez a conciencia. En cartelera abundaba la acción, quizás
era lo que necesitábamos Ariadna y yo, ella un poco de
músculo y yo un tanto de sangre. Entre disparo y disparo, sus
muslos podrían enseñarme que la verdadera acción no estaba
en la pantalla sino en las butacas. También había un par de
películas de terror. Supuse que, si ella se mantenía a mi lado
después de los orgasmos, a ver qué coño iba a poder asustarla.
Sus orgasmos merecen mención aparte, parece que invoca a
los espíritus del placer. Gime como si cantara en la ducha.
Tiembla como un perro abandonado en la lluvia. Y luego ríe,
se ilumina, parpadea en luces que desafían a los colores que
existen. Y sigue riendo, tanto, que follar, más que amor, pa-
rece un chiste. Luego se aprieta, se pone dura como una roca
y pronuncia alguna frase despectiva mientras hace círculos
con la pelvis, como si bailara una canción dentro del mar.

92
Como si yo fuera el mar y ella entrara y saliera de él sucesiva-
mente hasta conseguir la ola perfecta, la que arrasa con todo
para comenzar de nuevo.
Como dos adolescentes escogimos la última fila, sólo nos
faltaba el acné. Teníamos la mala educación y las palomitas,
teníamos las manos llenas de caricias llamadas por la oscuri-
dad de la sala. Ariadna se había recogido el pelo, no hubo una
actriz capaz de eclipsarla durante toda la película, ni paisaje
que sedujera más que su vestido de flores subido más allá de
los pecados, ni pelea tan intensa como para ignorar la guerra
de besos, ni músculos que le hicieran ignorar lo afilado de mis
costillas, ni sangre capaz de competir con el rojo de sus pó-
mulos.
No, no hubo película. Supongo que Daniel, aquel
«amigo», no dudaría en llamarlo amor. Yo ni siquiera había
encontrado una palabra para definirlo todavía. Y Ariadna sólo
pensaba en llegar a casa y hacerme pez. Dos veces.

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MES OCHO DESPUÉS DE TI

Antes de cierta persona estuvo Paula. Paula, la mujer eclipse.


La llamaba así por su culo. No había ni luna ni sol si estaba
delante. Ni estrellas, ni nubes, ni vida inteligente a cien metros
de distancia de sus prominentes nalgas. Paula me mostró que
las matemáticas no eran tan exactas, que, si sumabas su edad
y la mía, siempre daba quince. Con ella siempre fui un niño,
un niño de sueños intactos y hambre confusa. Que como no
podía comerme el mundo le comía el coño y, sinceramente,
tampoco había tanta diferencia.
Paula se acercó una noche y se quedó diez meses. Me dijo
que ni siquiera le gustaba, simplemente me vio una persona
tan triste que supo que era sencillo hacerme feliz. Y cuando
una persona consigue la felicidad de otro, esta proyecta la
suya.
—El amor es así —decía—. Amas lo que te hace bien a ti
mismo. No lo llamaría egoísmo, pero casi. Hacer que sonrías
es como conseguir acariciar un león sin que te muerda. Es
sencillo domesticar a un perro. Todos esos —decía señalando
a la multitud— dejan de ladrar en cuanto me contoneo un
poco; tú, en cambio, no alteras la mueca hasta que no te hago
cosquillas en el alma. Te quiero porque quererme contigo es
complicado, pero cuando lo consigo me quiero mucho. No
es efímero, no dura un polvo, ni un beso. Tu sonrisa es un
tatuaje que eriza la piel.
Pero la tinta duró hasta que halló a otro tipo triste. La
realidad es que hay demasiada gente apenada en el mundo, así

94
que decidió dejarme y lo hizo más triste de lo que estaba a su
llegada, pero ya no hallaba heroicidad en cambiarme el gesto.
Ya era rutina. Supongo que había sonreído demasiadas veces
seguidas con su culo cerca y se perdió la magia. La magia deja
de ser un acto maravilloso cuando te sabes el truco.
Me he acordado de Paula y no de cierta persona, mientras
Ariadna estaba en la cocina preparando la cena. No he son-
reído por el triunfo. Sinceramente, no estoy seguro de si me
estoy curando o si estoy enfermo dos veces.
La luna sobre la terraza me recuerda que sin Paula no hay
eclipse. Que sin cierta persona no hay dudas de quién brilla
más. Ojalá Ariadna, cuando vuelva, no haya preparado pos-
tre. Lo único que tengo claro es que tengo muchas ganas de
volver a sonreír.

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MES NUEVE DESPUÉS DE TI

Hace un embarazo que te fuiste, ha salido a ti. Tiene tus ojos


y tu mala leche, posee esa inercia de hacerse invisible cuando
más la necesito. Tiene tus muecas y tu pelo, tu luz y tu som-
bra, tu cara y mi cruz. De mí sólo ha sacado esa hambre de
estar agarrado siempre a tus pechos. Y a veces también llora
como yo, sin ruido, por dentro. La queja muda.
Tú, que a lo máximo que aspirabas era a un gato de esos
callejeros que solían comerse los restos de la cena; de esos
atigrados, a los que siempre les ponías nombres mitológicos
y que acababan desapareciendo por arte de magia. Y ahora
dejas sobre la alfombra algo que nos pertenece a ambos, que
ha pataleado más en mi vientre que en el tuyo y que no quiere
desaparecer, que se agarra a mis tobillos y me pesa por las
habitaciones donde fuimos felices.
No le gusta las caricias y repele los besos. Si silbo tu can-
ción preferida se duerme; si digo tu nombre se gira y me mira
a los ojos, como si fuera culpable del vacío que nos alberga.
No la quiero. No me duele si tropieza. La observo con más
indiferencia que cariño. Con más odio que amor. La dejo
abandonada y la olvido cada vez que me da por sonreír.
Aunque sí, también tengo mis debilidades y a veces la re-
cojo del suelo y la beso en la nada, la arropo y la dejo entrar
en mi pecho, o subirme por la piel hasta que tu recuerdo me
hace cosquillas en el olvido. Supongo que no estoy preparado
todavía para desprenderme de ella.
Como no estabas he elegido yo el nombre. Se llama Au-
sencia y estoy deseando que aprenda a andar para ver cómo
se aleja.

96
MES DIEZ DESPUÉS DE TI

Si perdonar es olvidar, te pido perdón si nunca acepto tus


disculpas. Hablo en el hipotético caso de que un día cual-
quiera aparezcas con el arrepentimiento entre los labios y di-
ces perdón con la boca pequeña, como cuando pedías un se-
gundo helado. Hace unos meses quería borrarte de mi vida,
tener la capacidad de destruir tus recuerdos, que existieras era
un lastre, un peso enorme e invisible que viajaba conmigo.
Era duro llevarte a cuestas y no poder tocarte; jodido aceptar
tu compañía sin que hicieras acto de presencia; un fracaso sin
medidas que estuvieras sin estar, que vivieras sin vivirme y
que murieras sin matarme.
Sin embargo, ahora creo que no necesito olvidarte; es más,
pienso que hacerlo sería como arrancar el mejor capítulo del
libro de mi vida. Luego, al leerme sin esas páginas, ni siquiera
sabría lo que es la verdadera felicidad y tampoco lo que es
estar en el más profundo infierno. Y ambas cosas son nece-
sarias. Quiero saber quién soy y es indudable que, para llegar
a ese conocimiento, tengo que decir tu nombre en voz alta;
que para saber de dónde vengo es más importante hacer men-
ción a tu cintura que a mi barrio; que para tener cierta idea de
dónde quiero estar tengo que cerrarte las piernas en los hue-
cos de mi memoria donde aún perviertes a la lluvia.
Te necesito, necesito tu peso invisible y tu adiós sin por-
tazo, tu ausente compañía y tu maleta de ruedas girando la
curva que cerraba una vida; tu vivir sin matarme y mi morir
sin vivirte. Necesito que existas, saber quién fuiste para que

97
el puto espejo del baño me diga quién soy. Y sobre todo, me
diga por qué.
Y no, no podría nunca aceptar tu perdón, porque no es
sólo que no quiera olvidarte, es que ni siquiera podría.

98
MES ONCE DESPUÉS DE TI

Ariadna ya no es la chica que sonreía sin parar, no es la misma


que giraba a la misma velocidad que el mundo. Ahora se te
planta enfrente y te mira a los ojos como si pudiera arrancar-
los en dos parpadeos, ahora hace preguntas que me obligan a
mentir. Me acusa incluso de cierto pasotismo. En algunas co-
sas me recuerda a ti. Sobre todo, en la prisa. En el «ya», en el
«ahora» y en el «porque a mí me sale del coño». Está dispuesta
a cambiarme. Debe haberse acordado del molde del hombre
con el que ella soñaba cuando era más joven y no debo pare-
cerme una mierda. A veces me pregunto cómo he llegado
aquí, cómo soy tan imbécil de empezar una relación nueva sin
ni siquiera haber sido capaz de acabar del todo con la anterior.
Supongo que no sé estar solo, que no me soporto. Hay una
diferencia tremenda entre estar y sentirse solo. Ayer, por
ejemplo, en su cumpleaños, rodeado de gente, me sentía solo.
Casi siempre la soledad depende solamente de una persona;
si no estás con ella, con tu elegida, da igual que estés en medio
de un concierto, la soledad te aplasta.
No es que yo necesite estar a toda costa con cierta per-
sona. He aprendido en este tiempo que el amor está hecho de
estados, de lo que otra persona consigue activar en ti. No te
enamoras de una mujer, lo haces de ti mismo pero ese amor
propio sólo lo consigues con ella. Cierta persona me hacía
feliz y yo amaba a cierta persona por la felicidad en la que me
hallaba. Pero si ella viniera ahora ya jamás llegaríamos de
nuevo a ese estado. Habría un muro de reproches demasiado

99
grande como para poder saltarlo a base de sonrisas y cosqui-
llas por dentro de la piel.
Ariadna llegó con otros estados y en ciertos momentos he
llegado a amarme a través de ella, pero no ha conseguido que
no me sienta solo. No es su culpa. El amor es como un ta-
blero y hay que avanzar por él para llegar a la meta. Eso nos
han enseñado. Pero nadie realmente ha dicho que la meta es
una puta mierda. Eso Ariadna no lo sabe y lanza el dado en
mi pecho y siempre saca seis y, de golpe, me habla de que si
tenemos una niña quiere que lleve su nombre, y yo miro hacia
atrás, a la casilla de salida y me quedo allí parado echando de
menos el comienzo de todo, con miedo a seguir hacia ade-
lante, a veces por vértigo y otras por principios.
Mis principios son sus finales. Siempre ha ocurrido así. A
veces una nota, otras un portazo, otras nada. Como cuando
se apaga una hoguera por una racha de viento. Ariadna tam-
bién se irá, lo hará en el momento que sepa que los dados de
mi vida tienen truco, que no puedo ir hacia adelante porque
yo sí conozco la meta.
Me ha costado once meses averiguar que cierta persona
no se fue por falta de amor hacía mí, lo hizo porque, tal y
como debe ser, se amaba a ella por encima de lo nuestro y
seguramente, en alguna casilla bastante más avanzada de
donde me encontraba yo, ella también se sentía sola.
Cierto es que, tras su marcha, hubiera corrido por el ta-
blero hasta dar con ella y de un abrazo interminable conseguir
avanzar hasta ponerle fecha a una boda. Cierto es que cuando
te das cuenta de que tu felicidad se ha ido a la mierda, echas
de menos los dados y pides un nuevo lanzamiento como
quien pide disculpas con lluvia en el pecho. Cierto es que, en
el momento del abandono, la meta te parece el mejor lugar

100
del mundo, porque el mundo, el de verdad, era el que a cierta
persona le bailaba en la mano y en la risa.
Con ella yo nunca me sentí solo y era bastante feliz y eso
es lo que echo de menos: ese estado, esa sensación de tener
relámpagos en los bolsillos, música en las vértebras, posdatas
de amor entre los labios; esa bendita magia de sonreír sin mo-
tivo y de motivar sus sonrisas, esa impresión de vivir en un
continuo orgasmo. Aunque suene egoísta, sigo completa-
mente enamorado del hombre que conseguí ser con cierta
persona. A ella, como ya he dicho, ya ni siquiera la espero, ya
ni siquiera la odio.

101
UN AÑO SIN TI

Querido:

No te gustaría nada esta ciudad, no tiene mar y siempre llueve


cuando eres más feliz. El sol sale por nostalgia, para que eche
de menos el barrio. Luego se esconde y deja todas las heridas
a merced de un gris que no se parece a la duda, ni a la incer-
tidumbre; se parece a ti y a tu falta de cariño. A veces te añoro,
te lo digo de verdad, no de esas verdades a medias que me
hacían torcer la boca.
Supongo que sigues respirando, jamás te dio por cumplir
una promesa. Que has visto el violeta del sobre y ya sabías
que era yo. Que luego, antes de abrirlo, has buscado un remite
y el odio te ha acorralado. Debe ser duro tener tanto que decir
y que te hagan un nudo en la punta de la lengua. Bendita len-
gua, querido, bendita fue.
Se llama Marcos. Seamos realistas, ninguno de los dos po-
demos estar solos. Tú porque te odias más y yo porque me
quiero menos. Y no, yo no quiero saber su nombre; a dife-
rencia de ti, yo no necesito un nombre para llegar al rencor.
Marcos, como tú, también fue casualidad, aunque imagino
que todavía sigues sin creer en ellas.
Es un poco más alto que tú y bastante más guapo. Tiene
los ojos verdes y las manos grandes, en su pecho puedo dor-
mir ochos horas del tirón. Es sobre todo más hombre, sobre
todo eso. Con él no hay columpios en la cabeza y, en lugar de

102
los te quiero que pegabas en la nevera, hay una lista de la com-
pra. El amor de verdad es así, hay que llenar la despensa, que
no siempre los besos quitan el hambre. Con él la paz no pa-
rece una trinchera y la guerra no admite rehenes. No le tiene
miedo al bullicio ni a la alopecia; no necesita pastillas para la
ansiedad, le basta una caricia y sabe decir «para siempre» sin
que le tiemble el labio inferior.
Parece un actor y tú sólo un poeta.
Sin embargo, en ocasiones, más de las que quisiera, apare-
ces en sus abrazos y en su silencio, también cuando se apaga
la luz. No te imaginas lo jodida que llega a ser la oscuridad sin
tu boca. Incluso en las caricias, ciertas veces, sus dedos pare-
cen cuchillos y, al rozarme donde lo hacías tú, duele tu ausen-
cia.
Pero estoy bien, en poco más de seis meses ya hemos ha-
blado de hijos y de boda; él es una gacela, tú una tortuga. Su
madre es maravillosa y moderna y no me observa como si su
hijo estuviera a punto de pagarme un servicio. Su alrededor
es cercano y cariñoso. Yo, que nunca tuve una familia digna,
casi podría decir que he tocado casa y me he quedado dentro.
Una vez me dijiste «si alguna vez te marchas, lo único que
espero es que seas más feliz que conmigo». Supongo que lo
he conseguido, así que ahora podemos sonreír los dos, ¿no?
Ojalá no fumes tanto, no hayas necesitado la barra de otro
bar; si lo haces, recuerda —esto es importante—, que detrás
haya un camarero, nunca camareras; a ti las camareras siem-
pre te han dado sed. No dejes que tu talento se duerma; es-
cribe, no pierdas la fe, ni dejes que nadie te robe tus sueños.
(Para esto último omite la parte que me toca.) Dale un beso
de mi parte a todos esos sitios que fueron nuestros y que lo

103
serán siempre, porque mientras haya memoria, no hay cadá-
veres.
Te quise mucho, querido; aún te quiero, pero para avanzar
a veces hay que elegir entre el amor que das y el que te quitas
y, por una vez en la vida, quise ganar yo. Contigo tenía esa
sensación de ir siempre cuesta arriba y a mitad de camino me
cansé y rodé hasta a mí misma. Ha sido un placer hallarme de
nuevo.

Posdata: En el amor no hay que querer más, sino mejor y,


en el sexo, justamente, al contrario. Estabas equivocado.
Posdata 2: Cuídate.

104
UN AÑO SIN MÍ

No tan querida:

Hay una diferencia abismal entre querer saber dónde estás o


que resulte irrelevante. Ha sido sencillo dar contigo: tú te
amas demasiado a ti misma como para no dejar huellas y yo
sigo manteniendo este maldito olfato de perro para todo
aquello que me hace daño.
De esa ciudad no me gusta ni el nombre y a partir de ahora
mucho menos. Si te sirve de consuelo, aquí el verano sin ti
fue más malo que el peor de los inviernos. Ya sabes que opino
que el clima lo marcan las compañías. Del mar, es curioso.
Después de marcharte, cada vez que lo contemplo es como
si te hubieras llevado la orilla, como si fuera incapaz de hacer
pie, me da más miedo que tregua.
Sigo respirando y me hace gracia que seas tú la que hables
de promesas incumplidas. Podría enumerar las tuyas hasta
aburrirte y que esto, en lugar de una carta, pareciera el inven-
tario de un hombre hecho de humo. Nunca soporté tu me-
moria selectiva, tu —y tú más— infantil como una niña sin
espejo; tu humor cuando no conseguías lo que querías —rara
vez— influía en el mío al no ser yo lo que querías conseguir.
Hablas de paz, de trincheras y rehenes, como si la guerra hu-
biera sido contigo, cuando la verdadera batalla se ha produ-
cido sin ti. Y la he perdido. Intentar olvidarme de ti ha sido
como recordarte dos veces: la que pasaba porque sí y la que
no quería que ocurriese. Una vez me dijo un amigo que en el

105
amor hay que irse cuando todavía queda fuego, porque si lo
haces cuando la relación está apagada, la sensación que te
queda es como de haber perdido el tiempo. Tú lo hiciste en
plena hoguera, en un jodido incendio, es normal que todavía
sigan las llamas y aunque mi sensación no sea de haber per-
dido el tiempo, sí creo que el tiempo me ha perdido a mí, o
que sigo en él, anclado en la manecilla de un reloj que en lugar
de un «tic, tac» consecutivo, marca tu nombre una y otra vez
hasta el infinito.
A veces eres muy inteligente. Se llama Ariadna. No entraré
en una descripción de ella con la crueldad como base, como
has hecho tú, sólo te diré que no se parece en nada a ti y esa
es su mejor cualidad. No hemos hablado de boda y su vientre
tiene la edad de la paciencia. Me importa una mierda cómo
sea su madre, sus tíos, o su alrededor. Yo tuve un hogar y me
lo arrancaste de los sueños, supongo que entenderás lo poco
que importa a estas alturas la palabra casa. Mi madre, por
cierto, no te miraba como a una puta, sólo que siempre supo
que te acabarías marchando (se llama lógica), pero a mí el
amor me metía una nube en cada ojo y nunca vi más allá de
tu boca. Ni quise.
Una vez me dijiste: «te quiero tanto que si algún día me
separo de ti me tendrás que llevar flores al cementerio». Su-
pongo que no puedo sonreír tranquilo, por si acaso.
Ojalá ya no tengas esas pesadillas que te hacían sudar, ese
estúpido complejo del kilo de más, ojalá y —esto también es
importante— hayas aprendido que «nunca» significa «a lo me-
jor»; y «siempre», «mientras tanto». Espero que nadie intente
acortar tus faldas, ni aligerar tu vuelo, que jamás dejes que te
dinamiten el ego, que consigas hallar en el espejo la mitad de

106
lo que veían mis ojos. Con sólo esa mitad debe bastarte para
creerte la mujer más bonita del mundo.
Yo también te quise. Contigo tenía la sensación de estar
flotando. Fue en tu ausencia donde empezó mi cuesta arriba,
pero ya la he subido y, desde aquí arriba, mi amor por ti se
parece demasiado a la indiferencia, al ya no me importas, al
ya no te espero, al ya ni me dueles.

Posdata: Si intentas querer mejor, el amor se parece a una


estrategia y las estrategias no se sienten, se pactan. En el sexo
el más nunca fue mucho y el mejor me pareció poco. Era una
cuestión de límites y todos eran tuyos.

Posdata 2: Mi mejor modo de cuidarme, es no tener cui-


dado. Tú me lo enseñaste.

Posdata 3: Cuando estés triste, di mi nombre; no voy a


aparecer, pero estarás menos sola. A mí me funciona.

Posdata 4: Laura.

107
108
Y CONTANDO

109
110
I

A menudo perderse es el único modo de encontrarse. Quiero


decir que buscar algo sin éxito es el modo más seguro de aca-
bar hallándose con uno mismo.
Y claro, joder, que hablo de una mujer. ¿De qué otra ma-
nera podría perderse un hombre? ¿De qué otro modo encon-
trarse?

II

Casi siempre las cosas más maravillosas o interesantes ocu-


rren mientras esperas otras totalmente distintas, ya sea el au-
tobús, la cola en una caja de unos grandes almacenes, la en-
trada de un cine, un empaste, que anochezca o la próxima
tormenta. Yo no recuerdo qué esperaba cuando apareció por-
que al verla me olvidé. Pero estoy completamente seguro de
que no la esperaba a ella, porque no se puede esperar lo que
crees que no existe.

III

Seguramente tú, como yo, habrás escuchado que el amor a


primera vista es maravilloso, una sensación única, como una
montaña rusa dentro del pecho. Como si de pronto en la
fiesta más aburrida en la que has estado nunca ponen tu can-
ción favorita. Pero no, señores, nada que ver; el amor así es
una patada en los huevos y sólo se alivia el dolor —un
poco— si te sonríe.

111
IV

Por cierto, su sonrisa es como follar a pelo, como el escote


de una camarera agitando un cóctel, como si un vendaval re-
pentino levantara las faldas de las mujeres del paseo marítimo
y todas ellas a la vez se hubieran olvidado de las bragas. Con
esto no quiero decir que su sonrisa era erótica o pornográfica.
Todo lo contrario, en realidad. Sólo pretendo que podáis en-
tender, que hay otros caminos para llegar al orgasmo.

Porque me niego a que orgasmo sea una palabra condenada


a siete segundos de placer. Amar las letras consigue que no
estés de acuerdo con su significado o que no sea lo suficien-
temente amplio. Por ejemplo «madre» nunca le llegará ni a la
sombra de lo que para mí significa la mía. O «muerte» jamás
podrá dañar la eternidad de mi padre. «Orgasmo», el punto
máximo de placer, no puede ser llamado a algo que consigues
con cualquiera. O incluso solo. Yo al punto máximo de placer
he llegado con su sonrisa, incluso más que follando con al-
guna de la que omito el nombre por nostalgia o por olvido.
A ella le ha bastado abrir la boca y mi placer, mi orgasmo, ha
durado mucho más de siete segundos. De hecho, juraría que
aún sigo en él.

112
VI

Para los escépticos respecto al amor a primera vista, esos que


diréis convencidos que el amor se construye desde los cimien-
tos y esta sensación mía no es más que deseo o, en el peor de
los casos, una simple atracción, os contaré algo:
Yo una vez estuve enamorado y me enamoraba cada vez
que la miraba. Siempre era amor a primera vista, porque cada
vez que paseaba por mis ojos era como si la viera por primera
vez. De hecho, ni siquiera entiendo el amor de otra forma, así
que vosotros podéis continuar con vuestro paso a paso hasta
llegar a la cima soñada que todo lo une, que si ella vuelve a
sonreírme no seré yo quien le diga a mis alas a qué altura han
de llevarme.

VII

Hace dos días de su sonrisa y el orgasmo empieza a perder


intensidad. He empezado a acudir a lugares a los que he su-
puesto que iría una mujer como ella. Sin embargo, en realidad
no sé cómo es ella. Sé de su boca, sí, pero lo eclipsó todo de
tal modo, que no pude prestar la atención necesaria al resto
de detalles. Ni siquiera me fijé en sus zapatos, porque cuando
una mujer me gusta de ese modo, carecen de importancia las
huellas, ya que me siento torpemente dentro de su mismo ca-
mino. El tipo del espejo, con su frialdad rutinaria, me ha di-
cho que tal vez no fue una sonrisa, sólo una mueca, que las
mujeres de hoy en día no le sonríen a desconocidos y «menos

113
a ti, joder, que tienes más pinta de necesitar una limosna que
un abrazo». También me ha recalcado, por enésima vez, que
no debería sacar al poeta de casa, que él tiene los ojos llenos
de niebla.
—Hazme caso —ha dicho muy serio—. Yo quiero lo me-
jor para ti. ¿O acaso tú le mentirías a alguien que amas?
He omitido la respuesta por evidente y lo he dejado allí a
la sombra de un champú.
Lo cierto es que, si no es por amor, no se me ocurre nin-
guna otra razón para mentir.

VIII

«Yo tengo las cosquillas en la punta de tus dedos.» Esta frase


se la dije una vez a la mujer de mi vida. De la vida aquella que
ya no tengo. Porque aunque uno sólo muera una vez, vidas
se tienen tantas como mujeres hayas amado. Que hayas
amado y te hayan amado, claro. Imagino que eso se entiende,
porque cuando el amor no es mutuo, el desamor es propio.
Y un desamor no cuenta ni como vida, ni como muerte, aun-
que se le parezca. También le dije que me moriría sin ella y
aquí me ves, persiguiendo otras bocas. He recordado la frase
en cuestión porque no sé si cuando la chica del orgasmo en
la sonrisa me sonrió yo fui capaz de devolverle el gesto. He
forzado la memoria siendo incapaz de visualizar otra cosa que
su rostro. Seguramente lo máximo que hice fue poner esa
mueca extraña y frágil que me sale por inercia en el momento
antes de una foto. Y es este otro de los motivos, tal vez el
más importante, por el cual necesito verla de nuevo. No me

114
gustaría que pensase que yo no tengo cosquillas, cuando ella
ni siquiera ha necesitado acariciarme para que me atraviese un
relámpago.

115
IX

He despertado con la sensación de haberla visto de nuevo, así


que supongo que he soñado con ella. Digo «supongo» porque
no suelo recordar lo que sueño y eso siempre me ha parecido
una putada. Es como si a un libro le arrancaras algunas pági-
nas, o de una serie que sigues te perdieras algún capítulo, o
que en mitad de una película se fuera la luz. No es una vida
plena si no vives lo que sueñas. Y si no sabes lo que sueñas,
ni siquiera sabes si lo que vives es uno de tus sueños. Sólo me
quedan sensaciones; a veces, felicidad; otras, angustia; mu-
chas, unas inexplicables ganas de follar; a menudo, nostalgia;
raras veces, miedo. Si tengo las punzadas de ir a algún sitio
por primera vez y tener la certeza de haber estado antes. Esto
también me ocurre con las personas. Pero no es más que un
pinchazo en el costado, una aceleración en los latidos que
apenas dura un minuto, exactamente la misma punzada con
la que he despertado y, la sensación de haberla visto de nuevo,
ha crecido en mi instinto como un trébol de cuatro hojas al
borde de un precipicio. Seguramente, mientras yo roncaba
con estrépito, la señorita del orgasmo entre los labios me ha-
bía dicho su nombre, su canción favorita, su marca de per-
fume. Mientras yo invadía el lado izquierdo de esta cama cada
vez más amplia, la mujer que hacía cosquillas en el cielo de la
boca, tal vez me estaba contando algún secreto de su infancia,
o el lugar de su piel donde prefiere los suspiros, o la esquina
donde doblarme a su encuentro.
La sensación ha ido desapareciendo al mismo tiempo que
he abierto la persiana y me he convencido de ir a trabajar. No
hay un solo día que no me cuestione la idea de mandar la

116
fábrica al infierno. Al fin y al cabo, no debe haber mucha di-
ferencia entre ambos lugares.
A veces la pesadilla es despertar, he dicho mientras me
lavaba la cara.
El tipo del espejo ha asentido con la cabeza.
Hacía mucho tiempo que no estábamos de acuerdo en
algo.

117
X

—Lo que me estás diciendo es que ha pasado una chica por


delante de tu cara, te ha sonreído y tú ahora no haces otra
cosa que pensar en ella, ¿es así?
—Sí, exactamente así —dije.
Sonia se atusó un poco el pelo. Primero hacía la izquierda,
luego hacia la derecha.
—¿Cuántas veces tuviste que verme a mí para pensarme?
—dijo inventando una guerra de egos.
Me recordó a aquella chica que una vez me preguntó sin
titubear: «¿Qué tiene ella que no tenga yo?»
Las personas a veces hacemos preguntas estúpidas, bus-
camos la mentira o el odio y luego nos quejamos del daño.
Cualquier respuesta duele y, en el remoto caso de que consi-
gas salir ileso de ella, con una respuesta basada en la magia de
Disney, no te la consigues creer del todo, lo cual crea un muro
de desconfianza con el que es más sencillo chocar que evitar.
—Es distinto —le dije a Sonia intentando esquivar una
batalla que, como cualquier guerra, no tenía ganador.
—Joder, tienes treinta y siete años, los flechazos se tienen
con quince. A tu edad se tienen anillos, hijos y vacaciones en
verano en un lugar con mar, para que las olas borren las hue-
llas que ha dejado la rutina.
Jorge entró por la puerta del bar quejándose del calor,
como si en verano hubiera hecho alguna vez frío.
—Aquí nuestro amigo que se ha enamorado de un fan-
tasma —le dijo Sonia en tono sarcástico.

118
—Siempre quise enamorarme de uno —contestó Jorge—
. ¿Es de esos que aparecen si dices tres veces su nombre
frente al espejo? —preguntó sin abandonar la ironía.
—Ni siquiera sabe su nombre —dijo Sonia.
—Vaya mierda de fantasma.
Jorge besó a Sonia en la boca, un beso pactado, el mismo
de siempre, el de hola, el de adiós, el de buenas noches, el de «¿qué
tal te ha ido el día?», el mismo beso repetido una y otra vez.
Luego, por encima de su hombro, persiguió el culo de Ingrid,
la camarera pelirroja del bar.
Sonia se volvió a atusar el pelo. Estaba preocupada por las
puntas.
—Deberías venirte un verano a Lanzarote, tiene unas pla-
yas magníficas; allí te olvidas de todo, hasta de los fantasmas
—sugirió Jorge.
—Mañana salimos —dijo Sonia con una sonrisa frágil—.
Estoy deseando estar frente al mar —concluyó.
—El año que viene —sentencié, como lo había hecho
otras veces.
Luego empezaron a hablar de sus hijos mientras yo sabía
que no había mar lo suficientemente feroz como para borrar
las huellas que aún no se han caminado.

119
XI

Si has tenido un día de mierda, tienes la voz de tu jefe en el


oído como el golpe repetitivo de un martillo; si lo único en
común que tienes con tus compañeros son las ganas de que
el reloj avance más rápido y, de vez en cuando, soltar alguna
frase sobre el clima. Si tienes sueño y estás cansado, si nadie
te espera en casa y te das cuenta de que en realidad da igual
lo rápido que camines porque el fracaso te esperará aunque
te retrases. Si hace un calor tan terrible que te acuerdas del
invierno con cariño, si necesitas un abrazo, un beso en la me-
jilla, una canción pegada en los azulejos del baño de una voz
tan cercana que te aleje de todo, una nota en la nevera donde
no reconozcas la caligrafía… Resumiendo, si tu vida es un
jodido desastre y, de pronto, justo por tu misma acera, una
chica camina como si escribiera versos con los tacones cerca
de los bordillos; una chica de esas que huelen a promesa, que
te lanza su aroma a la camisa, que además te mira y en ese
segundo que dura una muerte, la vida se para; que encima le
da por sonreír, que aunque tal vez para ella sólo signifique un
«hola», pero para ti en ese momento es toda una declaración
de amor. Si te deja temblando en mitad de una calle y evitas
mirar hacia atrás para no envejecer de repente. Si te ocurre
algo similar, no significa que estés enamorado. El amor no es
así, joder. Si hubiera sido dentro de un centro comercial
donde llueven escotes y el roce de la cajera al pagarle te sua-
viza la piel, o en la playa en esa huelga de bikinis para que el
sol incendie el verano, en una discoteca donde las faldas son

120
tan cortas que imaginar deja de ser necesario. Si hubiera ocu-
rrido un día precioso, una tarde con amigos tomando tinto de
verano en una terraza con vistas al mar, o después de una
buena noticia (por ejemplo, que el tanga ha pasado para siem-
pre de moda), de una sorpresa agradable (algo así como el
divorcio de tu amor de la infancia), de unas vacaciones mere-
cidas, entonces sí que puedes plantearte que ella es la mujer
de tu vida. No quiero decir que su recuerdo haya dejado de
humedecer mi memoria, pero he empezado a ser consciente
de que un diamante brilla más en un vertedero que en el es-
caparate de una joyería. Que una canción de Sabina sabe me-
jor si has tenido que tragarte antes tres de esas que se bailan
como follando, pero sin orgasmo. No cuestiono las cosqui-
llas, pero sí la risa. Una isla tiene más valor dentro del naufra-
gio. Cuanto más cerca estés de la felicidad, más difícil es re-
conocerla. Supongo que el amor comienza desde la necesi-
dad, que no es más que un estado de ánimo, un trueque mo-
mentáneo donde das a cambio de recibir. No pretendo decir
que no la busque por las calles, que no pise la misma acera y
a la misma hora todos los días que han pasado después de su
sonrisa, pero sí tengo la duda de si sentiré lo mismo o al me-
nos algo parecido. Por eso la búsqueda es sin el ansia de en-
contrarla. Como si en mi recuerdo estuviera mejor que en mis
ojos, con ese temor absurdo de perder lo que nunca he ga-
nado. Y con ese ganar inútil de seguir estando perdido.

121
XII

¿Cómo coño se te ocurre pasar por mi vida y quedarte a la


vez que te vas? ¿No sabes lo jodido que está el mundo para
andar sonriendo por ahí? ¿O es que no has visto al resto? Van
como hormigas. ¿En qué momento tú decidiste ser luciér-
naga? Sonreírme a mí, joder, a mí, que me basta un escote. Y
a veces ni eso. Vas provocando, señorita, deberías saberlo.
Ponte una falda corta, dime al oído que no llevas bragas,
mueve el culo hasta romperme el cuello, pero no sonrías. Haz
cosas lógicas, agacha la cabeza al cruzarte con un descono-
cido, o mira al horizonte, o levanta la vista por encima de su
hombro, pero no sonrías. O cámbiate de acera. Sí, eso me
parece una buena idea: cambiar de acera, hazme sentir infe-
rior, haz que te odie y te olvide al mismo tiempo. Sonreír,
joder, con la que está cayendo. En el mejor de los casos cual-
quiera va a pensar que eres feliz y ser feliz en estos tiempos
es ofensivo, como bailar en un tanatorio. El universo cayén-
dose a pedazos y tú como si no fuera contigo. ¿Te imaginas
que a todos nos diera por sonreír? Estaríamos todos enamo-
rándonos por ahí, con la de cosas importantes que hay que
hacer, con la de problemas que tenemos que intentar dejar
resueltos: que si llegar a fin de mes, que si poner la música
más alta que el vecino, que si criticar al que no está presente;
ahorrarte unos euros por aquí, un par de puñaladas por la es-
palda por allá, un «te niego el saludo» hacia el oeste, un «vaya
pinta de zorra tiene aquella» por el sur, un «hola, ¿qué tal?,
aunque me importa una mierda» por el norte. Y tú a otro

122
ritmo, decorando de belleza los escombros, curando a los he-
ridos de una guerra que siempre está a punto de empezar,
regando las flores que crecen en ese precipicio al que llama-
mos tiempo, haciendo malabares con el destino, brindando la
oportunidad de llamar suerte al que no la ha conocido. No se
puede ir a contracorriente, señorita desconocida. No se
puede. Te lo deberían haber dicho. Ni se puede pervertir el
ego de un cualquiera. Porque un cualquiera, por ejemplo yo,
si me vuelvo a cruzar contigo y te desnudas los labios lo
mismo te paro en mitad de la calle y te beso. Que es igual que
sonreír pero hacia dentro. Y a ver qué haces luego con el
amor cuando te diga:
Si es que te lo estabas buscando, señorita, te lo estabas
buscando.

123
XIII

Llevaba un vestido rojo, corto y tan pegado como un baile de


boda. Cada ocho pasos se le subía y, cada ocho pasos, sus
manos intentaban asegurar la integridad del paisaje y se lo
volvía a bajar. Así todo el tiempo. Su culo era como cantar
bajo el agua; no tengo ni puta idea de cómo será cantar bajo
el agua, pero tampoco de cómo describir su culo. Sin tacones,
sin ruido, como si para despertar a su alrededor una imagen
valiera más que mil sonidos. Quince metros de distancia, su-
ficientes para que no notara mi suspiro en la nuca. Creo que
los suspiros están demasiados valorados. En realidad, casi
siempre los produce la nostalgia, el deseo no correspondido,
la ausencia, aquello que se te escapa de las manos. Si con el
aire de diez de mis suspiros inflara un globo, estoy casi seguro
de que no se levantaría del suelo.
Ha vuelto a ser casualidad, esta vez de las malas, con una
de esas camisetas viejas que uso para dormir, un pantalón
corto de cuando el deporte significaba algo más que sentarme
a ver la tele y unas horribles zapatillas de cuadros, de esas que
te condenan al asilo tengas la edad que tengas. Para ser más
trágicos, todavía ha sido en el momento que he salido a tirar
la basura. Supongo que el amor es así de hijo de puta: te
ofrece la oportunidad, pero en condiciones tan pésimas, que
para llegar a él tienes que pasar algunas pruebas. Me recuerda
a «la princesa está en el castillo, pero hay un dragón». Aquí,
caminando a su espalda, el dragón soy yo mismo y hace de-
masiado que no sé vencerme. Y ya si somos sinceros del todo,

124
la princesa…, bueno, a ver cómo decirlo para que no suene
grosero del todo: la princesa tiene más pinta de pedirte cin-
cuenta euros a la luz de una farola, que de estar esperando,
mientras se atusa el cabello, al hombre de su vida.
La he perdido en la calle que gira al centro del barrio. Me-
terme entre el bullicio con esta imagen me ha hecho claudicar.
El dragón ha ganado, pero joder, esta vez lo tenía todo a su
favor. No me voy con la sensación de una derrota, ni siquiera
estoy seguro de si en realidad poder verla de nuevo es la vic-
toria máxima a la que puedo aspirar. Así que he vuelto a casa
con una bolsa apestosa en la mano y su culo dando vueltas en
mi cabeza, de un lado a otro, como si alguien me cogiera de
los hombros y me sacudiera hasta el infinito. Yo, que sólo
buscaba una sonrisa.
Y supongo que he suspirado. Otra vez.

125
XIV
DÍA UNO DESPUÉS DE LA PUTA CASUALIDAD

No era así como lo había imaginado; en la cabeza de uno todo


es más sencillo, mucho más mágico, bastante más real. De
hecho, es más real que la propia realidad. Creo que lo que
hace tropezar al ser humano con más frecuencia es el tamaño
de sus expectativas: cuanto más grandes sean, mayor es el
golpe. En mis expectativas estaba besarte, así que imagínate
desde qué altura acabo de romperme el alma.
Escribirte sabiendo que no vas a leerme no es otra de mis
locuras. Es el método más certero que poseo para lograr es-
cucharme, lo hago así desde siempre, así que quita esa pose
de superioridad porque este triunfo no te pertenece. Tal vez,
como el resto, me aconsejarías que me abriera ante las perso-
nas. Te seré sincero: las personas no me gustan. Me aturden,
aburren y cansan. Pondré un ejemplo: si esta historia fuera
contada a cien personas al azar, noventa y nueve de ellas sin
ni siquiera llegar al parpadeo dirían la palabra «destino». Y a
mí la única que podría llegarme a interesar es la que hace cien.
¿Vale la pena la búsqueda? No hace falta que respondas, por-
que también sé la respuesta, igual que sé que esa persona no
serás tú, pero contigo, chica del culo implacable, haría tantas
excepciones como me sugiriera tu sonrisa. La superficialidad
es algo que no soy capaz de dominar, supongo que por eso
huyo de mi propio reflejo. El ser incapaz de gustarme hace
que viva toda una vida con alguien a quien no consigo aceptar
y, vivir así, se parece más a la muerte que morirse.

126
Por cierto, noventa y nueve personas de esas cien habrán
dicho decenas de veces esa frase de «la belleza está en el inte-
rior», mientras abonan la cuota del gimnasio, compran cremas
de futuro incierto, se follan con los ojos a la chica del escote
prominente o sueñan a oscuras con el actor de moda. Es una
puta mierda estar tan cerca de la mayoría.
He estado a punto de lanzarte al vacío de mi memoria. De
intentarlo, más bien. Pero me haces falta. Necesito tener
abierta la ventana de tu boca, que me haga temblar la incerti-
dumbre de encontrarme con tus ojos detrás de cualquier es-
quina. Necesito que existas, que estés ahí, en cualquier parte,
lejos incluso de mis torpes brazos, a años luz de una promesa,
de una herida o de un suspiro. Me basta con imaginar un tro-
piezo y luego tu sonrisa iluminando todo. Y que, de repente,
sin venir a cuento, me llames Destino y a mí no se me ocurra
siquiera un nombre más hermoso.

127
XV

Se llama Alma. No tengo ningún dato que lo afirme, pero se


llama Alma. Porque yo quiero. Porque necesito decir un nom-
bre en voz alta y que me venga su sonrisa a la cabeza. Porque
no todos tienen alma y ahora yo tendría dos. Aunque de nin-
guna de ellas tenga constancia física, las noto: una dentro de
la piel, la otra fuera de mi vida. Pero ambas mías. Hay quien
necesita encerrar a un pájaro en una jaula para sentirse dueño
de algo, yo prefiero abrirla y que la posesión sea mutua.
Soy totalmente consciente de que esta historia es una es-
tupidez. Que he hecho una bola cada vez más grande de una
sonrisa y ahora la bola me tiene aplastado contra una ilusión
cuyo margen de victoria es casi nulo. Pero si yo te contara,
querida Alma, la de estupideces que he cometido a lo largo
de mi vida y te pusieras a compararlas, esta de encapricharme
contigo te parecería la más sensata.
He puesto tu nombre y tus apellidos…, porque sí, hace
un momento también tenías apellidos, aunque te los he ido
cambiado al azar hasta que te ha quedado un nombre pre-
cioso, de esos que de repente te dan ganas de tener una hija,
solamente para que se llame como tú. Decía que he puesto tu
nombre y tus apellidos en una red social y ni rastro de ti. Una
parte de mí ha respirado aliviada, no hubiera soportado verte
en tu foto de perfil abrazando a cualquiera o que estuvieras
sonriendo y no fuera por mi culpa. He dejado tu recuerdo en
la mesita de noche y me he masturbado pensando en otra. No

128
es una cuestión de despecho o de carencia de detalles, sim-
plemente todavía, querida Alma, nos falta confianza.
Luego me he echado hacia el otro lado, como si necesita-
ras más espacio, y he intentado dormirme. Supongo que lo he
conseguido; sin embargo, desde hace un tiempo tengo la sen-
sación de estar despierto mientras duermo. Y lo verdadera-
mente extraño es que cuando de verdad estoy despierto te
estoy soñando. Y sinceramente empiezo a no tener ni puta
idea muchas veces a qué realidad pertenezco, aunque sí sepa
de sobra en cuál quiero quedarme.

129
XVI

Si no existieras no me hubiera afeitado esta mañana, tampoco


me habría cortado el pelo hace dos días. Seguramente no ten-
dría puesta esta camisa a rayas que un maniquí con cuerpo de
atleta me obligó a comprar apuntándome con una mentira
bonita en la sien. No hubiera saludado al vecino del quinto,
ni hablado del clima con la señora, que saca a pasear a su pe-
rro al parque que hay frente a mi casa. No estaría sonriendo,
sobre todo eso. También me he echado perfume. Me lo com-
pró «ella», espero que no te importe. Algún día, si no quieres,
te hablaré de «ella». Si hay algo que una mujer no perdona es
que le hablen de la belleza de otra y, quien no perdona, no
olvida. Imagino que te parecerá un modo sucio de involu-
crarme en tu memoria, pero ahora mismo, querida, no dis-
pongo de otros métodos. He planeado un sinfín de frases de
toma de contacto, algunas rutinarias y otras más elocuentes.
Incluso me he permitido responder por ti. Hemos tenido,
desde mi propia garganta, algunos diálogos largos, aunque
casi siempre tu boca me dejaba sin palabras. Esto puede re-
sultarte absurdo, pero es que no sabes lo bonita que te pones
también cuando te invento.
Ingrid, la camarera pelirroja del bar, me ha dicho al ser-
virme:
—Hoy estás guapo, como si hubieras follado.
—No es eso —le he contestado sonriendo—. Es simple-
mente que ahora de golpe tengo futuro.

130
—El futuro siempre está un paso por delante, jamás po-
drás alcanzarlo —ha soltado con esa franqueza que tienen las
mujeres que nunca duermen solas.
Luego su culo driblando las mesas ha vuelto a ponerle pre-
cio a mi hambre. Te decepcionaría, querida, lo barato que soy
a veces.
En cuanto a ti, en cuanto al futuro, ha sido como si pu-
diera verte por una ventanita pequeña alejarte, hasta que una
calle sin fondo te ha tragado.
Y me he puesto triste.
Otra vez.

131
XVII

He pensado, querida, que tal vez vuelva a cruzarme en tu ca-


mino y no me reconozcas. Incluso es probable que para ti yo
no exista todavía. Que tal vez tu sonrisa es el modo de en-
frentarte al mundo y el mundo y yo nunca nos hemos llevado
demasiado bien. Él marca un ritmo al que soy incapaz de so-
meterme, por eso tengo estos rasgos de estar siempre lle-
gando tarde. Te diré que soy el tipo de los ojos pequeños y
tristes. Me reconocerás porque no te miraré a ellos por temor
a mi reflejo, o porque cuando algo me gusta mucho —y tú
me gustas mucho—, puedo estar un minuto sin parpadear.
Mido metro ochenta, aunque al observarte ambas veces, me
he hecho tan pequeño que he llegado a caber en todos los
sueños que aún no has tenido. Mi rostro es una mezcla entre
el hombre que quise ser cuando era niño y el niño que soy
ahora a pesar del hombre. Mi punto débil es la nuca. Si respi-
ras cerca de ella me faltará tu aire el resto del día. Tengo tan-
tos lunares que no hay un solo lugar de mi piel donde no
puedas trazar una galaxia. Cicatrices que resumen lo divertido
que puede ser caer cuando eres joven y lo difícil que es volar
cuando maduras.
Tengo las manos pequeñas, pero no dudes de que con un
solo dedo, el que tú elijas, espantaría todos tus miedos y con
el resto acariciaría tus deseos hasta cumplirlos. No sé idiomas,
pero puedo traducir las cosas verdaderamente importantes.
Por ejemplo, sé cuándo un suspiro es de alivio, de nostalgia o
de beso. El de beso es mi favorito, aunque imagino que eso

132
ya lo suponías. También puedo traducir los gemidos. El que
más me gusta es el de «si paras te mato», aunque también me
encanta el de «quédate dentro», cuando comienza a bajar la
marea y todo es orilla menos tu boca.
Seguramente no sabría quererte para el resto de tu vida,
pero sabría amarte para el resto de la mía. No sé querer por-
que no sé hacer nada que no se haga por inercia.
Pelo negro, delgado, labios gruesos. Suelo caminar rápido,
hablar poco, reír menos. Supongo que estos rasgos son he-
rencia de una vida, que ni se detiene, ni escucha, ni me hace
ni puta gracia. Arrugas en la frente de no estar de acuerdo con
casi nada, estrías en el alma de tanto tiempo conmigo, com-
plejos en el pecho de tanto tiempo sin ti.
Es cierto que todavía podría ser cualquiera, pero no temas,
querida, el no saber reconocerme. Si nos cruzamos y no sien-
tes el corazón en el cielo de la boca, o si tu sonrisa no es más
que otro acto rutinario; si no suspiras de beso, o no sientes la
necesidad de saber mi nombre, no te preocupes. No temas al
error de no saberme, de confundirme, de otro espejismo. Si
no te crecen alas, o no te cambia el clima de repente, o no se
te viene una canción a la cabeza, no importa, en serio. De
hecho, puedes seguir con tu camino y no haré absolutamente
nada por retenerte.
Simplemente era yo el que me había equivocado.

133
XVIII

—El problema es que cuando imaginas algo, la mente no en-


tiende de límites. Tú de repente has visto a esa chica y la ima-
ginas, la vuelves a imaginar, no dejas de imaginarla. Un día
cualquiera, por la circunstancia que sea, la conoces y la reali-
dad de repente apenas se asemeja a aquello que había creado
tu cabeza. Y entonces ocurre la parte jodida del tema, que te
decepcionas. Pero no por su culpa si no por la tuya. Y eso es
como multiplicar un fracaso —dijo Víctor.
Víctor Castillo Bocanegra, así se llamaba el viejo con el
que compartía barra, confesiones y vicios desde hacía mucho
tiempo.
«Mis amigos me llaman Vic, pero nunca he tenido ami-
gos.» Esa fue su primera frase de contacto. «Se empieza be-
biendo para olvidar y si lo haces bien acabas olvidando por
qué bebías.» Esta, su segunda. «Al final todo se resume entre
elegir corazón o hígado. Yo siempre elijo lo mismo. Pon otra
copa, Ingrid.» Y esta, su tercera.
Yo creo que en cierto modo bebía algunas noches en ese
bar solamente por escucharlo. No me había sucedido jamás
que el alcohol borrara una huella. De hecho, creo que incluso
la hacía más intensa. Y tampoco había sido nunca tan estú-
pido como para confundir resaca con nostalgia o vómito con
vacío.
—Lo que me cuentas de esa chica y su sonrisa parece la
historia sacada de una película de sobremesa, de esas que
nunca ves el final porque te quedas dormido o cambias de
canal al primer anuncio. Pero sinceramente, querido Alex,
prefiero que ames una sombra a que te odies a ti mismo.

134
—¿Pero es una locura? —pregunté.
—Claro que lo es, pero qué coño es el amor si no —con-
testó Víctor sin titubear.
Víctor tenía el pelo blanco como nieve de congelador, es-
taba bastante delgado, pero su imagen, al observarlo, era an-
tónimo de fragilidad. Entre sesenta y setenta años, su edad
exacta no la conocía nadie, tal vez ni él mismo.
—La edad a partir de los dieciocho sólo es un número que
sirve para encasillar o etiquetar a las personas —solía decir si
alguna vez salía el tema.
Todo en él era pausado, como visionar una escena a cá-
mara lenta, hasta el tiempo a su lado parecía anclarse.
—La gente que hace las cosas rápido, que tiene prisa, que
va acelerada, tiene la sensación de que la vida se le hace de-
masiado corta. Si no marcas el ritmo adecuado no sabrás bai-
lar la vida, porque la vida no se vive, se baila y si lo haces bien
y no la pisas, ni la haces tropezar, ella seguirá el compás que
tú le marques —decía mientras se le consumía un cigarro en
la mano—. Háblame de ella, ¿cómo es? ¿Qué posee de dife-
rente para que sólo te haya bastado verla dos veces para creer
que puede ser el amor que buscabas?
—Su belleza es devastadora, como leerle Palahniuk a un
aspirante a poeta. Peligrosa como follar sin condón en la no-
che de bodas. Mágica como la garganta profunda de Phoenix
Marie —dije cerrando los ojos para llevarla con más intimi-
dad a mi memoria.
Cuando los abrí, Víctor sonreía.
—No sé muchas cosas, pero sé que deberías dejar la poe-
sía y el porno, lo que desconozco todavía es el orden de aban-
dono. ¿Y qué harás cuando la tengas cerca por fin? ¿Mentirle?
—No sé por qué motivo debería hacer eso —dije.

135
—¿Y por qué motivo no deberías hacerlo? La mentira es
útil. Obviamente me refiero a la sutil, no a una que te persiga
como una sombra malvada de lo que no eres. ¿O es que pien-
sas decirle que un día de hace un mes ella, que seguramente
no se acuerde, te sonrió y tú jamás has vuelto a olvidarla?
¿Que otro día la seguiste por la calle durante cinco minutos,
pero no te atreviste a mediar palabra? ¿Que escribes un relato
donde es la protagonista? ¿Que tiene un nombre al que jamás
respondería? ¿Que te has enamorado de ella, pero a través de
lo que has creado tú mismo?
Me quedé callado, pensando en todo lo que me decía Víc-
tor. Él tampoco esperaba una respuesta.
—Mi padre engañaba a mi madre; ahí no había sutilidad,
lo hacía con otras mujeres. Si mi madre se hubiera enterado,
comprensiblemente no hubiera seguido con la relación y yo
no estaría aquí. No te pido que lo comprendas, pero acepta
que la mentira es la causante de que ahora estés aquí sentado
conmigo. Todos venimos de ella en algún momento. Todos
vamos a usarla para salir ilesos. Es un puto manual de defensa
para evitar el dolor; el nuestro por egoísmo, el del resto por
compasión. Y a veces al contrario.
—También existe el perdón —dije—. Hay personas que
hacen algo mal, lo cuentan y son perdonados. No es necesaria
siempre la mentira.
—El perdón es el sofá donde descansa la excusa. Dime
cuántas veces has dicho «lo siento» y te diré lo hijo de puta
que has sido. El perdón no cierra heridas, no es una máquina
del tiempo, ni siquiera es capaz de arreglar algo. Su único va-
lor es la desconfianza y que, un día cualquiera, cuando menos
lo esperes, te lo echen en cara. «¿Recuerdas cuando hiciste
esto, o lo otro?» Es como una venganza que nunca se llega

136
cumplir. Una bala que le das a alguien para que la use en tu
contra.
Hubo una pausa. Siempre había una pausa. Apuró el ciga-
rro, dio otro trago y siguió.
—Obviamente, si me das a elegir entre el perdón y la men-
tira, me quedo con el primero. Pero un perdón, tal vez dos.
A partir del tercero te hubiera venido mejor haberme men-
tido al menos me hubiera dado la impresión de que realmente
te importaba. El problema es que estrechamos tantos los
márgenes en la relaciones, que es casi imposible no mentir o
tener la sensación de pedir disculpas. Colocamos límites que
es imposible no saltarse. Está claro que le vas a mirar el escote
a la rubia de turno, que habrás fantaseado con la idea de tener
algo con una de sus amigas, que aquella noche no estabas
echando horas extras. El problema es ignorar que no estamos
tan alejados de los animales. Cuanto más pequeño sea el
círculo en el que metemos una relación, más cerca estaremos
de salirnos de él.
Víctor pidió la cuenta. Era tarde, decía.
«Es tan tarde que casi es temprano.»
—¿A quién le toca pagar hoy Ingrid? —preguntó.
Ingrid, obediente, miró el mismo papel de siempre en el
que nunca había escrito nada y luego soltó:
—A Alex.
—¿Segura? —volvió a preguntar intentando hacer memo-
ria.
—Eso pone aquí —contestó ella.
—Sí, supongo que es así —dijo Víctor despejando sus du-
das.
No era cierto. Yo había llegado a un acuerdo con Ingrid
para pagar la mayoría de las veces. Conocía la ridícula pensión

137
con la que resistía Víctor y, en cierto modo, siempre después
de hablar con él, sentía una especie de deuda por sus palabras.
Despacio, como no podía ser de otra forma, se levantó del
taburete y se encaminó a la salida. Yo preferí aguantar un
poco más. Una vez me pongo a beber, me gusta poner todo
equilibrio en duda.
Ingrid se acercó a llenarme la copa con su diluvio de pecas
formando planetas en su rostro, con la tormenta pelirroja de
su cabello cayendo por inercia a lo más profundo de los sue-
ños, con la orilla húmeda de sus labios anunciando el naufra-
gio.
—¿Has tenido alguna noticia de…?
—No digas su nombre por favor —corté de inmediato la
pregunta—. No, no he tenido noticias —dije tajantemente
intentando evitar cualquier tema al respecto.
—Hija de puta —soltó Ingrid como en un gruñido—.
¿Crees que habrá muerto? Es demasiado tiempo —preguntó
de nuevo.
Era demasiado tiempo, sí. Ingrid la acababa de empujar
otra vez a mi cabeza. Con sus ciento diecisiete lunares y sus
cinco cicatrices, con los hoyuelos que le salían en la cara cada
vez que se reía, con sus piernas interminables, el laberinto de
sus pechos, la curva cerrada de su espalda. Con sus razones y
sus excusas, sus mentiras y sus perdones, con esa maldita nos-
talgia de echarme de menos a mí mismo cada vez que la pen-
saba o escuchaba su nombre.
Así que sólo pude responder:
—No, Ingrid, no está muerta. Aún no.

138
XIX

Alma abraza a un chico. Lo abraza en uno de esos lugares


donde yo alguna vez abracé a una chica. No es más que una
casualidad, pero jode. El chico es guapo. Digo «guapo» mar-
cando los límites que tiene un hombre de calificar la belleza
masculina. Yo no entiendo de belleza masculina, pero en-
tiendo de espejos. El espejo, además de objeto, también es un
estado de ánimo. No sabéis lo guapo que yo era antes, lo ho-
rrible que estoy ahora. El chico guapo la abraza como si alre-
dedor de sus brazos no hubiera más que aire. Ella, en cambio,
lo hace como intentando que entre ambos cuerpos ni siquiera
quepa un suspiro. No era este el modo escogido para nuestro
siguiente encuentro; me siento como si en mitad de una pelí-
cula alguien de repente me contara el final y, además, fuera
tan decepcionante que ni siquiera me apetece quedarme para
acabarme las palomitas.
Yo soy masoquista, así que no abandono la butaca, per-
manezco en la fila de atrás, donde los besos se dan con lengua
y me permito la estupidez de soñar con la suya.
El abrazo dura un minuto de reloj y cuatro años de mi
vida. Luego se sonríen. La sonrisa de ella es un punzón que
sólo me duele a mí; la de él, un amago de felicidad que sólo
la entristece a ella. Cuando acaba la sonrisa llega un taxi, o
llega un taxi y acaba la sonrisa. A quince metros de distancia
es complicado saberlo todo. Él sube una maleta al maletero,
donde seguramente cabe toda su ropa, pero ninguno de sus
sueños, y se sienta en la parte delantera. Se dicen adiós con

139
distinta efusividad. Me sorprendo sonriendo y me aver-
güenzo de mí mismo. A menudo la felicidad depende de otras
tristezas, me digo para intentar convencerme, para sentirme
menos cabrón.
Agradezco al guionista el espectacular giro de la trama. Y
me acomodo en primera fila donde besar ya no es secreto.
Alma se queda plantada en mitad de la calle. Parece una
de esas flores que crece entre las grietas de las aceras. Se riega
a sí misma mientras observa cómo el taxi es devorado por la
distancia. Yo ordeno alfabéticamente todas las maneras que
se me ocurren para consolarla y las guardo en un cajón de mi
memoria mientras ella lentamente comienza a abandonar el
paisaje, despacio, como si su sombra se negara a su siguiente
destino. Yo la observo marcharse sin permitirme un solo par-
padeo, sin moverme del sitio, como si mi sombra pesara más
que mi cuerpo.
Lo importante de nuestros caminos no es dónde empie-
zan o dónde acaban, sino en qué momento se cruzan.
Y sigo esperando.

140
XX
BANDEJA DE ENTRADA EN MI CORREO

Señor poeta:

No te llamo señor por la edad; aunque podría, lo hago por


respeto. Es curioso que me haya pasado bastante tiempo que-
riendo ser una de esas mujeres que salen en tus escritos y,
ahora que lo soy, ni siquiera sé qué hacer conmigo. Y recalco
el «conmigo» porque contigo sí que sabría. Soy Alma, sí. Pue-
des quitar la cara de asombro. Ahora la de incredulidad.
Ahora la de odio. No es que sea adivina, es que el miedo nos
hace previsibles, señor poeta. Y ahora tú tienes miedo.
Por supuesto, no me llamo Alma, pero me gusta. Cuando
tengamos una hija le quedará precioso su nombre en nuestras
bocas. Ahora supones que bromeo, ¿verdad? Es posible, pero
no estés tan seguro de nada, ahora que podría ser tu todo.
Obviamente te sonreí a conciencia, esa y una docena de
veces antes. Pero para ver, aunque sea necesario mirar, no es
suficiente.
Otra curiosidad es que, siendo un hombre que no cree en
las casualidades, para mí tú seas eso: una casualidad. Una no-
che en la que yo estaba triste, alguien que tenemos en común
me acercó un libro y me dijo:
En el desamor siempre hay alguien que está más jodido
que tú. «Y encima es del barrio», matizó.
Lo primero que ocurrió al leer fue que me enamoré de
Laura; más allá de la mitad del libro me enamoré de ti y, justo
al acabar, de mí misma. Tuve la sensación de estar llorando
contigo y eso me resultó tan romántico que te seguí leyendo,

141
en el blog, en Facebook y, las veces que te he visto, también
en tus ojos, siempre tristes como los de los animales del zoo.
Imagínate, señor poeta, las cosquillas que me entraron
cuando me vi en tus letras. Aunque te confieso que tus pala-
bras me empequeñecen. Me siento como en un pijama cuatro
tallas más grande.
Te escribo y sé que no es la mejor elección, que me nece-
sitas platónica y lejana, que ponerme a tu alcance es matar al
poeta, que avanzas mejor en los «tal vez» que en la certeza,
que tu palabra preferida es «ojalá». Te escribo sabiendo que
dudas más de mi existencia ahora que existo, que segura-
mente me acabes prefiriendo sobre el teclado que sobre tu
cama, que estás tan acostumbrado a perder que, ahora que la
victoria se te está abriendo de piernas, eres capaz de firmar
un empate.
Te escribo para que sepas que sé. Para que dejes de buscar
mi sonrisa, está aquí ahora en mi boca mientras te hablo. Y
es tan tuya, si quieres, que sólo vale un hola, para estrechar
tanto el camino que sólo quepamos los dos, para borrar pre-
cipicios de cualquier horizonte, para que quieras buscarme sin
soñar que me encuentras, y me encuentres soñándote en mi-
tad de tu búsqueda.

Posdata 1: El chico que te hizo envejecer cuatro años en


un abrazo es lo que más quiero del mundo, pero es mi her-
mano. Ya puedes volver a tu edad.
Posdata 2: Deja de temblar, yo sólo muerdo cuando tengo
hambre y tú sólo me das sed.
Posdata 3: Te espero, ni siquiera sé el qué, pero sé el
cuánto, y es mucho. Todavía.

142
XXI

Señorita Alma, durante este tiempo te he imaginado de mu-


chas formas; de tantas, que cuando te cambiaba el oficio o la
personalidad, tenía la sensación de estar amando a cien muje-
res a la vez. Reconozco que en ninguna de ellas he estado
cerca de verte barajando la cartas de mi destino, esperando
que la pelotita que gira en la ruleta cayera en tu número de la
suerte y gritaras mi nombre como si yo también pudiera su-
marme. Te juro que no he temblado en la lectura de tu correo.
Lo primero que me ha asaltado es la duda, pero la duda es
necesaria; la duda es incluso un acto de romanticismo. Me
gusta la gente que llega a una heladería y se queda muda, ese
silencio crea un amor incondicional al resto de sabores que
no tendrán la suerte de besar en ese preciso instante. No hay
nada más aburrido que estar siempre seguro de uno mismo.
¿Qué coño aprende esa gente que piensa que no se equivoca
nunca? Yo una vez me enamoré profundamente del camino
que no llegué a tomar, y no porque pensara que era mejor que
el que había terminado eligiendo, simplemente porque lo des-
conocía. Lo desconocido tienta, querida Alma. Y la tentación,
cuando no caes en ella, te persigue el resto de tu vida con
preguntas insolentes en los momentos más inoportunos. Y
ahí uno también debe elegir, si prefiere preguntas sin respues-
tas, o responder sin que ni siquiera se le haya cuestionado
nada. Y esa es mi duda.
También me sentí algo ridículo. ¿Sabes esa sensación de
estar bailando y pensando que nadie te ve y al girarte te en-
cuentras a una persona sonriendo? Pues algo así. Nadie se

143
puede esperar que la actriz de una película de pronto se gire
y te guiñe un ojo a ti y con ese gesto la trama quede relegada
por completo a tu siguiente movimiento.
No me das miedo, señorita Alma, me doy miedo yo y me
dan miedo los escombros tras tu huida. No temo abandonar
el papel y escribir a lengua sobre tu nuca los próximos ren-
glones de mi vida, tampoco me asusta que al final no huelas
a coco por las mañanas, que prefieras el tanga a la sorpresa,
que odies el verano o adores la navidad. Soportaría incluso
que cantaras en la ducha canciones de reguetón, que tu libro
de cabecera fuera la biblia, que odiaras los lunes, o tu sueño
de verdad fuera formar una familia con cuatro hijos, dos gatas
y una tortuga que se llamara Rápida. No me da miedo que
estés alejada de la realidad que había creado para ti, lo que de
verdad sí me asusta es que tú hayas hecho lo propio conmigo,
que hayas ideado al hombre que no soy y lo estés esperando,
que hayas imaginado que el tipo que hay detrás de los poemas
en realidad tiene que ver algo conmigo, que no hayas su-
puesto que me desdoblo y lejos del folio sólo sea un tipo vul-
gar al que se le anuda la lengua cuando debe decir algo im-
portante. O que se sonroja como un adolescente si lo besan
por sorpresa. O que jamás mira a los ojos porque piensa que
su reflejo puede afear el paisaje.
Así que ahora la duda, tan necesaria siempre, la dejo en tu
camino. Yo voy a seguir un rato más de pie observando en la
cristalera, aunque al final, como siempre, elegiré una orgía de
sabores. Y cada vez que lo pruebe pensaré que te beso.

Posdata: Gracias, hay una canción en mi pecho que ya ha-


bía olvidado.

144
XXII

Señor poeta:

La vida es eso que pasa mientras yo estoy esperando a que


escribas. Y ni siquiera es necesario que me escribas a mí,
porque yo hago mío aquello que piensas y haría tuyo aquello
que ansías.
Este párrafo era el que tenía previsto por si no hallaba
respuesta a mi mensaje. Como ves, yo también dudo, aunque
al final siempre acabo eligiendo la vainilla.
Sobre el miedo del que hablas, podría extenderme hasta
espantar a tus monstruos, pero entonces no podría conocer-
los y tal vez aquello que temes a mí me resulte encantador.
Así que, si das un paso adelante, prefiero que vengas con
ellos, ya veré yo si los exilio o los beso hasta domarlos. Tam-
poco tendría problema en amar al poeta y al hombre por se-
parado. En realidad, siempre he sido un poco infiel. Nunca
he querido a nadie por encima de mí misma. Supongo que se
llama ego, pero infidelidad suena más aplastante. Yo, por
ejemplo, soy maquilladora en mi trabajo, cantante en la du-
cha, lectora en el sofá, muy puta en la cama y a veces también
en el suelo; muy silenciosa en el cine, muy educada en casa de
mis padres, impaciente en las colas, estúpida con las confian-
zas, modelo en el espejo del baño y diosa si me pongo tacones
rojos. Y esto sólo es un resumen aleatorio para que te hagas
una pequeña idea de cómo de grande tienes que tener el co-
razón para albergar a la vez a tantas mujeres. Con el resto de

145
tamaños no tengo problemas, pero sí te digo que a veces soy
tan profunda, que me llena más un detalle cualquier veinti-
cinco centímetros.
No, señor poeta, no he leído la biblia. De hecho, es muy
posible que sea el único libro que ha estado en casa y no he
abierto nunca. Con esto no sé si iré al infierno, pero de ha-
cerlo estoy tranquila, porque estoy segura de que también nos
encontraremos por allí. Con el reggaetón me ocurre como
con los hombres: por más que llego a odiarlos, al final siem-
pre acaban en la punta de mi lengua. Si quieres indagar en
cómo huelo por las mañanas, tendrás que acercarte bastante
más. Prefiero las bragas a los tangas y ninguna de las dos co-
sas si te pienso ahora mismo. Mi día preferido no tiene nom-
bre porque odio generalizar. Hay lunes maravillosos y sába-
dos de mierda. Prefiero la vida sin calendarios ni reloj para no
sentirme parte del rebaño. Sobre la familia, es pronto para
hablar, señor poeta, pero ya he encargado una tortuga por si
tu miedo supera a la duda, por si tu duda le gana a mi boca, o
por si mi boca se pierde sin ti.
Desde donde vivo a donde mueres hay seiscientos trece
metros (eso dice una de esas aplicaciones que mide el deseo
en distancia); es curioso que estemos usando este método
para comunicarnos. No diré que no me gusta, pero ahora que
he plantado mi bandera al alcance de tus manos quiero ver si
la agarras o prefieres verla ondear en el paisaje por un viento,
que sabe más de suspiros que de aire.

Pd: En mi corazón también hay música de fondo, pero


todavía no sé qué hacer con ella.

Pd2: ¿Bailamos?

146
XXIII

«Crac». Ese es el sonido que debe hacer un corazón cuando


se rompe. Ruidoso y seco como un jarrón contra el suelo. No
un vaso, o una botella, o una taza; como un jarrón, porque si
tienes un jarrón en casa debe tener algún valor sentimental,
ya sea porque era de tu madre, o de tu abuela, el recuerdo de
un viaje, o simplemente porque ha tenido tantas flores dentro
que la primavera se hace de repente si pasas por su lado. Lo
justo sería que lo vieras antes tambalearse para que formes
parte de lo jodido que puede resultar el equilibrio y luego crac.
El romanticismo es ese acto de fe que existe en aquel que
intenta juntar los trocitos.
Pero no, un corazón se rompe y no hace ningún tipo de
sonido. De hecho, se rompe y a la vez sigue intacto. Como si
a una caja de música le arrancas la bailarina. Ha muerto la
belleza y la melodía sigue. Pero, a ver, ¿quién coño es el guapo
que baila ahora?
«El tiempo lo cura todo», es esa frase que nunca pasará de
moda. Pero el tiempo lo que hace no es curarlo, es matarlo.
Te arranca unos años de vida y a cambio te da la capacidad
absurda de ir olvidándolo todo. Y en cierto modo lo haces:
olvidas. Tu cuerpo olvida, tus ojos olvidan, tu mente olvida,
pero tu corazón jamás formará parte de ese juego. Tu cora-
zón ya ha creado un sistema nuevo de defensa y a la persona
que venga, no le será tan sencillo entrar como a la anterior.
El corazón se va haciendo más pequeño y a su vez coloca

147
más obstáculos en el camino. El daño que te hagan hoy, lo
pagará la siguiente persona que pase por ahí.
Supongo que es esa la razón por la que sigo aquí, inmóvil;
la razón por la que no te digo un lugar y una hora y te miro a
los ojos hasta poder sentir que me caigo dentro de ellos. A
estas alturas, ya no eres un polvo rápido en el baño de un
restaurante, ni un paseo por la playa mientras me hablas de tu
infancia, ni una película donde su argumento sea devorado
por los besos. Yo te he creado de la nada, como si no hubieras
existido antes de la primera vez que dije tu nombre. Ni si-
quiera te ha sido necesario esquivar obstáculos para llegar al
primer latido, yo mismo te he cogido con dos dedos y te he
colocado en la entrada de mi pecho. Y de repente cobras vida
por ti misma y te metes más dentro. Y hurgas en él. Incluso
intentas con cierta ignorancia crear algo bonito de este mon-
tón de escombros que decoran la parte del fondo, y te sientas
y observas desde dentro a fuera quién soy. Y ni siquiera yo
estoy seguro de eso.
Hoy he visto a una chica. La he visto cien veces antes. O
mil. O un millón. A veces incluso sale en mis sueños. Nunca
está desnuda, es como si mi deseo me llevara la contraria. La
he mirado igual que si pasara por delante del escaparate de
una pastelería y el corazón ha bailado una canción que ya co-
noce. Ella está lejos de él porque también se sabe la música.
Le importa tanto lo que habita en mi pecho como a mí el
anillo que decora su dedo. Una palabra bien colocada hubiera
dado más amplitud al diálogo; una sonrisa en el momento
justo, más complicidad; y un roce hubiera sido suficiente para
perderme en su tímido escote. Pero no ha ocurrido nada por-
que yo espero que sea ella quien dé ese paso y ella tal vez ni
siquiera lo ha imaginado antes. Luego, al meterme en casa, he

148
dicho su nombre para que volviera a mis sueños. No ha ha-
bido suerte. Supongo que el único sueño seguro es el que eres
capaz de cumplir, que una vez que cierras los ojos, no sólo se
oscurece tu alrededor, también lo hacen los deseos. Puedes
pedirlos, imaginarlos, traerlos a ti, pero en el momento de
alargar la mano para ver si son reales se desvanecen y se que-
dan apilados con los demás en un desván olvidado de la me-
moria, que a veces visitas por ese masoquismo interno de or-
denar los fracasos. Una persona no se mide por lo que tiene,
sino por aquello que ansía.
Supongo, querida Alma, que debería escribirte. Contarte
que donde estás sentada ahora, antes había otra mujer y que
fue ella quien lo dejó todo en este estado, que el tiempo aún
no nos ha matado del todo y que la echo de menos. Decirte
que estás ahí para que duela menos. Y que te suene tan injusto
el leerlo como a mí el escribirlo. Que mi corazón, el mismo
que te abrió la puerta, es incapaz de cerrarla y dejarte dentro,
y ni siquiera sabe si es por si ella regresa o porque todavía no
se fía de ti. Incluso puede que por ambas cosas a la vez. Estoy
de acuerdo en que la canción que suena de fondo es preciosa
y nada me apetece más que agarrarte la mano y dejarme llevar,
pero sería justo que supieras que en esta misma caja de música
yo he sido la bailarina arrancada de golpe y abandonada en el
suelo mientras el mundo seguía con su puta melodía.
Y que tampoco hice crac, como debería.

149
XXIV

Nunca he estado del todo de acuerdo con que una imagen


vale más que mil palabras, lo que sí es cierto, al menos en mi
caso, es que a mí la suya me sigue dejando sin ninguna. Antes
las tenía, justo cuando se fue; todas eran desagradables, in-
cluso algunas las escribía en el polvo que se acumulaba en el
mueble del salón. Siempre en minúsculas, como si no mere-
ciera que la dignificara ni siquiera en el odio, pero el polvo
borró también el polvo, y empecé otra vez con ese incómodo
silencio que sucede cuando la pienso. No hay fotos deco-
rando el salón, ni un solo rincón de la casa guarda un paisaje
que se le parezca. Tampoco es necesario, ella habita en mi
cabeza. Es como un pájaro sin alas: no tiene intención de irse,
ni sabe dónde. Se agita a veces en la memoria y hace cosqui-
llas desde el cielo de la boca hasta el infierno del alma; otras,
picotea la nostalgia y duele hasta en el aire que respiras. A lo
lejos cualquier chica se le parece, se le parece tanto, que in-
cluso es ella, luego, a medida que te vas acercando, comienza
a diluirse hasta convertirse en nadie. La realidad es que ese es
mi deseo: ir despacio a su encuentro y con cada paso adelante
que doy, ella dé uno hacia atrás. Que el acercarme signifique
lejanía, que la distancia crezca cuanto más próximo estemos.
Soy totalmente sincero si digo que ya no la quiero en mi vida,
que tendría demasiadas preguntas y ni una sola de sus res-
puestas acabaría en un beso. Lo que hace débil a las personas
no es pedir perdón, es aceptarlo. En este tiempo he aprendido
varias cosas: una, por ejemplo, es que en lugar de quejarme

150
de la herida, reivindico su belleza, incluso la abro con los de-
dos al menor atisbo de cierre. Cicatrizar se parece demasiado
al olvido, y el olvido nos hace terriblemente dóciles, estúpi-
damente frágiles. Una vez que acepté que ella se había mar-
chado, que volar y caer son verbos sinónimos, que la espe-
ranza es una puerta que se cierra con el aire de un suspiro…,
una vez que fui consciente de la derrota, que tuve la certeza
de que en el amor ni uno más uno son dos, ni uno menos uno
cero, dejé de odiarla y amé su ausencia. Y fui a los lugares
donde habíamos sido felices, no para no olvidarme de quién
era ella, si no para poder acordarme de quién era yo. Y me vi
allí sentado, esperándome junto al árbol donde su sujetador
hizo clic como una granada antes de estallar, sonriendo en las
rocas del muelle mientras se recogía el pelo para que no nos
estorbara en los besos, cantándole al oído en los escalones del
parque aquella de Chaouen que tanto le gustaba, comiéndole
el coño en el callejón más oscuro mientras sus ojos brillaban
como los focos de un coche, hablando de hijos en la cama de
un hostal, sudando de risa en los columpios del parque, so-
ñando unos sueños que nunca cumplimos. Y me abracé a mí
mismo al encontrarme. Y me pedí disculpas. Y prometí no
volver a abandonarme mientras el futuro se abría de piernas
con la misma facilidad que una actriz porno. Y ambos acep-
tamos que eras un pájaro, que te quedarías para siempre. Y
durante unos minutos, como es normal, te echamos de me-
nos, nos acordamos de ti, de tu imagen y, como siempre me
ocurre, no supe qué decir. Ni hacía falta.

Exactamente como ahora…

151
XXV

Señor poeta, mi padre decía a menudo que el silencio era


nuestro mayor grito, que cuando alguien calla demasiado es
porque tiene mucho que decir y a su vez es tan importante
que no halla a la persona adecuada para que lo oiga, y es así
como nacen los secretos. Las personas se aman las unas a las
otras, a animales, incluso a cosas, pero sobre todo amamos
nuestros propios secretos. Cuando comenzamos a compar-
tirlos también dejamos de amarlos, o de temerlos, que suele
ser lo mismo. El amor y el miedo están sujetos por el mismo
nudo, así que llegados a este punto, no sé si prefiero que me
grites o me calles, si quiero ser tu secreto o la dueña de tus
próximas palabras, aunque supongo que para ser tu secreto,
estoy llegando tarde. Que en lugar de escribirte, lo sensato
hubiera sido crear una casualidad, fingir una sorpresa, seguir
con la manga llena de ases; leerte a escondidas, como leen las
madres los diarios de las adolescentes sin acné; mentir sobre
el destino después de tu tercera frase, lograr que consiguieras
tu imposible. En el amor una de las cosas más importantes es
la magia: si ya te sabes el truco, el interés se pierde.
Todos tenemos un pasado, señor poeta. También la ma-
yoría poseemos un amor que se fue a la mierda, un par de
traiciones como mínimo. Y a menos que te jodieran la infan-
cia, también nos maneja la nostalgia como barca a la deriva.
Quién más, quién menos se cuestiona su camino, se lamenta
de errores, tiene algún nombre prohibido, algún sueño incon-
fesable, algún deseo reprimido.

152
Cuando yo tenía poco más de quince años, me enamoré
de mi profesor de literatura. Lo importante para mí en aquel
entonces no es que fuera guapo, sino que además le pareciera
guapo también a las demás chicas de la clase. Creamos una
especie de competición silenciosa entre nosotras para ver cuál
se acercaba más al imposible, a lo prohibido, al no puede ser,
pero por si acaso. Una simple sonrisa era celebrada como un gol.
Que nos sacara a la pizarra, como si nos hubiera llevado a
cenar. A mí, por ejemplo, mi nombre en su boca me producía
tal cosquilleo que la risa tonta me duraba hasta que terminaba
la clase. La sirena, en lugar de devolvernos a la libertad, nos
la robaba, porque la libertad, señor poeta, también es un es-
tado de ánimo. Se puede ser más libre encerrada bajo llave
con la persona adecuada, que en mitad de una avenida devo-
rada por la multitud. Como dirías tú para simplificarlo todo:
«mi lugar favorito es contigo». Volviendo al tema del que te
hablaba, justo cuando cumplí los dieciséis, el profesor me pi-
dió que me quedara después de clase para hablar sobre un
tema relacionado con mi bajada de notas. Ya por aquel en-
tonces sabía lo que quería ser en la vida y desde luego no es-
taba relacionado con Juan Ramón Jiménez, ni con Lorca, ni
con Machado. Mi padre decía que hay que dejar en la mente
hueco libre para las cosas importantes, que nuestra cabeza es
como un baúl: hay que seleccionar con buen criterio lo que
realmente vamos a utilizar, lo que nos hará el futuro más sen-
cillo, ese tipo de elementos que un día nos acordamos de ellos
y están ahí esperando su uso. He conocido a mucha gente que
tienen una sola contraseña para todo tipo de cosas por temor
a que se les olvide y, por ejemplo, se saben una canción de
mecano, la alineación completa de un equipo de fútbol , o la
capital de un país africano al que ni siquiera serían capaz de

153
colocarlo en un mapa. Cosas que no le van a servir para nada
en su puta vida. ¿No te ha pasado que has abierto cinco cajo-
nes buscando algo sin éxito y, un día, sin venir a cuento, apa-
rece en un lugar en el que no se te ocurrió mirar y ya no te
sirve para nada? Tal vez en tu vida yo soy ese algo y deberías
aprovecharme ahora que estoy a la vista. Que lo mismo un
día te me pones a buscarme y no te encuentras. O me hallas
en un cajón de la memoria y la necesidad, la de ambos, ya no
es mutua.
Debes disculpar, señor poeta, que te cuente tantas cosas a
la vez, pero es que escribirte se parece demasiado a pensar en
voz alta. Digamos que soy como la lluvia: si me pongo a llover
no me preocupo solamente de una calle, de un jardín, o de
una flor. Lo empapo todo. Mi opinión poética al respecto es
que la lluvia siempre quiso ser mar y el mar siempre deseó ser
cielo y cuando llueve es como si se besaran en la boca. Ahora
mismo sólo consigo un pequeño charco, pero si me dejas, si
te atreves, vas a naufragar como un patito de goma en el
océano. Puedo incluso ser la ola que llega a tu orilla y que, en
lugar de romper, te acaricie; o el tsunami que arrasa con todo
y te crea de nuevo, desde el cero más absoluto a un número
que todavía no existe porque nadie ha llegado tan lejos.
Pero como te decía, justo antes de comenzar a chispear,
el profesor, el sueño húmedo, el secreto adolescente, me citó
en su despacho. Cumplía dieciséis como te he dicho. Su voz
era suave, casi un susurro. Se colocó tan cerca que su perfume
violó mi inocencia, como hace un vendaval con una casa de
paja. Su mano encima de la mía erizó el vello que ni siquiera
era consciente que tenía. Y después de un diálogo insulso so-
bre el futuro que apenas recuerdo, dijo:

154
—Hoy has cumplido años. No los que quisiera, pero sí los
suficientes para decidir por ti misma ciertas acciones.
—¿Por ejemplo? —pregunté yo.
Y me besó. De golpe. Como un accidente a conciencia.
Me quedé petrificada, hasta que su mano en mi cintura me
despertó de nuevo. Allí estaba yo, a solas con mi sueño.
Como soplar las velas y que la magia hiciera el resto. Aquello
con lo que habíamos fantaseado todas las chicas de la clase,
incluso inventando historias con lo maravilloso que sería, es-
taba pasando y me estaba pasando a mí y lo único que sentí
fue asco. Asco y odio. Porque con un simple beso se había
cargado mi mayor deseo, porque a veces y, aunque parezca
absurdo, lo jodido de los deseos es que se cumplan, ya que
cumplirlos es también matarlos.
Esto ocurrió de verdad, señor poeta, pero espero que ha-
yas entendido la moraleja. Y me digas si tal vez tú ahora tienes
miedo de cumplirme, si ahora que soy posible prefieres soplar
velas en otra dirección. Sería realmente bueno saberlo porque
empiezan a no quedarme demasiados suspiros y llover sola es
como llorar delante de la gente. Y sobre todo porque mi si-
lencio también es mi mayor grito y empieza a joderme que no
te des cuenta de que lo que estoy gritando y lo que estoy ca-
llando es exactamente lo mismo: tu nombre.

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XXVI

Señorita Alma:

Ayer soñé contigo. Tu rostro estaba algo difuso pero sé con


certeza que eras tú, porque yo no paraba de sonreír. Llevabas
vestido negro casi hasta las rodillas, tacones finos y altos, de
esos que al caminar, el equilibrio y el vértigo se follan las ga-
nas a cada paso. No llevabas bragas por aquello de que no se
te marcaran bajo el vestido. Creo que fue después de la se-
gunda copa el primer beso. Pero si te soy sincero, incluso el
primer sorbo me supo a ti. No mucho tiempo después apar-
camos la sed y nos comimos la boca en cada oscuridad que
hallamos mientras buscábamos algún lugar donde también
ocuparnos del hambre.
Era un hotel. Ni idea de sus estrellas con tus ojos cerca.
La cama te pareció un lugar demasiado confortable y me ti-
raste al suelo. Te cogiste una cola con elegancia mientras tu
culo se sentaba en la única silla de la habitación. Cruzaste las
piernas como si cerraras el único camino posible al cielo.
Como si pudieras poner un muro en mitad del mar. Tu tacón
izquierdo dibujaba en el aire figuras geométricas. Después del
cuarto triángulo equilátero, me acerqué a ti de rodillas. Como
quien pide permiso. O perdón. O ambas cosas. Cuando iba a
colocar mis manos en tus muslos se interpuso tu pie presio-
nando mi pecho levemente. Hiciste un gesto con la cara su-
giriendo que empezara por el principio. Te quité los tacones
con la misma torpeza, de quien abre un regalo con la inten-
ción de que el papel salga impune. Besé tus pies, lamí tus
pies…, podría entrar en detalles pero estoy seguro de que mi

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fetichismo acabaría asustándote. Tracé un camino con la
punta de la lengua desde los tobillos hasta las rodillas. Escribí
con saliva mi nombre en tu gemelo derecho como si le pu-
siera un precio a toda a mi vida. Sabía tu piel al primer café
de la mañana, al postre de los domingos, al primer beso del
segundo amor. Tu piernas se abrieron lentamente, hasta que
el verano nos cogió por sorpresa. Juraría ahora que fue tu
mano la que guio mi cabeza a la orilla pero estoy seguro que
fue mi cabeza la que buscó tu mano para que me hundieras
el mar en la garganta. Luego la melodía perfecta, gemidos es-
tallando contra las paredes, suspiros ventilando la habitación,
palabras que no debe escuchar una madre rompiendo las nor-
mas pactadas del respeto mutuo.
No recuerdo si después de estallar en mi boca dijiste «te
amo». Sé que en un alarde de elasticidad y de magia, mi polla
despareció entre tus labios y te juro que en aquel momento,
no se me hubiera ocurrido ningún sinónimo más acertado
para declarar amor. Y era tan mutuo que descarté la precoci-
dad del quinceañero y esperé pacientemente que te subieras
en mí, que tus piernas aprisionaran mi vida, que mi libertad
dependiera de la presión de tus muslos.
Nos besamos. Con la boca abierta y la lengua fuera. Como
jodidos animales recién fugados de un zoo. Te corriste en mi
piel pero estallaste dentro de mis labios. Como un eco inter-
minable se repitió el último alarido de placer. Contigo entendí
por qué se le llama cielo a una parte de la boca. Brillabas como
el escaparate de una joyería. Roja como si tu sangre quisiera
salir para agradecerme el encuentro. Caliente como el agua de
la ducha en el invierno de Alaska.
Joder, querida Alma, ayer te soñé y quería que lo supieras.
Luego después de eso cerré los ojos. Y me dormí.

157
XXVII

La vida me da la espalda. He esperado este momento desde


la primera vez que la vi. Camina despacio, como si el reloj
estuviera de su parte. Calculo su estatura y me juego el sueldo
del mes al metro sesenta. Lleva botas negras, planas, como
quien no necesita el ruido para avisar de que ha llegado. Unas
mallas oscuras y un jersey de un color inclasificable pero que
se parece mucho al de mi hambre. El jersey le tapa el culo
pero en cada paso es como si lo desnudara por completo. El
pelo suelto baila una canción que desconozco pero que po-
dría silbar el resto de mi vida. A unos diez metros de distancia
la abrazo y el pecho me cruje como si alguien pisara insectos
dentro de él. Tiemblo como un niño en la Antártida. Busco
mentalmente la mejor opción para que no se pierda en cual-
quier atajo y tenga que volver al principio. Tal vez decir
«Alma» en voz alta y que sus ojos se encuentren con los míos
como dos trenes por el mismo raíl. O colocar mi mano en su
hombro y que al girarse la poesía de repente cobre un sentido.
Al final, en un impulso cobarde, decido encontrármela de
frente forzando la casualidad, engañando al destino, escri-
biendo sobre el futuro sin su permiso. Abandono la avenida
principal y corro por una calle paralela entre los edificios que
le daban sombra a mi infancia hace ya muchas vidas. Después
de unos quinientos metros giro de nuevo y cruzo por el pri-
mer paso de peatones que hallo a mi encuentro para colo-
carme delante del miedo, de la duda y del amor. Para que la
belleza me rompa en mil pedazos, como si yo fuera confeti y

158
ella carnaval. Avanzar hacia ella es como hacerlo hacia un pre-
cipicio: cuanto más cerca, mayor es el encanto del paisaje,
pero también aumenta el peligro. Aminoro el paso y espero
con paciencia que sea el abismo el que me trague a mí. Veo
su silueta devorando la distancia, dejando de ser una mancha
negra para convertirse en un cuerpo que se agiganta a cada
segundo. Cuanto más grande se hace ella, más pequeño me
hago yo. Ahora mismo quepo en un soplo de aire, en un bol-
sillo y en la palabra «hola». Soy una mota de polvo, una lá-
grima derramada en el cine, la primera nota a piano de un
guitarrista borracho. A quince metros la calle es un túnel y la
única luz que brilla es ella al fondo. Se ha tragado el paisaje,
no hay árboles ni taxis, no hay casas ni aceras, no hay vida
más allá de ella. A diez metros ni siquiera quepo en mí, me
caigo por los lados, el equilibrio es un amor platónico. Soy
algo inerte e indefenso, me siento como una margarita en las
manos de una niña de diez años, como mi canción favorita
en la garganta de cualquiera de mis exnovias, como el centí-
metro que separa un país de otro. A cinco metros su rostro y
la seguridad de que se llama Alma por cojones. A cuatro sus
ojos profundos como lagos de Finlandia. A tres metros el «no
se puede ser más bonita y existir». A dos el «mírame, por fa-
vor, mírame». A uno su aroma rompiéndome los recuerdos
de todas las personas que he sido antes de ella.
Alma pasa por mi lado como un atardecer en la playa. No
sé si no me ha visto o me ha visto y no sabe. Le pongo un
lazo a la esperanza y suelto su nombre pero su nombre es-
quiva su espalda y muere sin eco al borde del silencio.
—¡Oye! —grito antes de que la distancia se convierta en
ausencia.

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Ella se gira confusa. Sus lagos se clavan en mis ojos ante
de que diga:
—¿Quieres algo?
Creo que no es la pregunta adecuada. Se me ocurren más
de cien respuestas en menos de tres segundos. Sin embargo,
el tono de su voz expresa lejanía; lo tenso de su rostro, des-
conocimiento; y el modo de agarrar su bolso, desconfianza.
—Nada, creo que me he confundido —le digo—. Te pa-
reces tanto a…
—Lo siento, no creo que me conozcas —dice duramente
sin dejar que acabe la frase.
Vuelve a girarse siguiendo su camino. Aunque ahora el re-
loj parece jugar en su contra y su paso es rápido como si qui-
siera escapar del pasado.
—Te pareces tanto a la mujer de mi vida —digo en voz
baja acabando la frase.
Y acabando conmigo.
Y acabando sin mí.

160
XXVIII

Me llamo Ernesto.
Nadie me llama Ernesto.
Nadie me llama.

Nadie no es una persona.


Nadie es nada, cero.
Folio en blanco.
Teléfono sin agenda.
Amor sin wifi.

He amado a casi todas las mujeres


que se han cruzado conmigo.
Ellas no lo saben.
En su ignorancia salvo el ridículo.

Soy de los que se caen


y hacen como que están buscando una moneda.
Prefiero que me tachen de pobre
que de vértigo.
Prefiero que me tachen.
Que nadie me llame.
Nadie de ella.
Ojalá fueras nadie.

Tú, que te crees Alma,


que te llamo Alma,
que te gritan rubia en los pasos de peatones,
que te silban a Vivaldi en la boca del metro.

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Ojalá yo fuera la boca de un metro.
Que tu boca estuviera a un metro de mi boca.
Que entraras y salieras cada mañana
sin reconocer que mi lengua
te lame los lunes más pesados de la nuca.

Ojalá fuera lunes.


Y no me llamara Ernesto.
Y no amara a todas las mujeres
que se cruzan por mi vida.

Que hubiera una moneda tras la caída.


Que saliera cara. Tu cara.
Que pensaran todos que he tenido suerte
y no vértigo.

Y quedarme en el suelo
hasta que nadie me levante
y me llame por mi nombre.
Una vez.

Pero nadie de todo.


Del total y de rubia.
Y de Vivaldi.
Y de boca de metro.
Y de Alma.
Sobre todo de Alma.

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