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Mi amigo Lucas me dice que no escriba esto, no entiende qué interés puede tener la vida privada

de un grupúsculo de porteños que no conoce nadie (cuando dice “que no conoce nadie” quiere
decir “que se creen conocidos”). Hablá de vos, no de la gente, me torea. Santiago igual, ¿por qué
te interesa escribir sobre “los amigos”? ¡Escribí sobre la vida! Le divierte más que analice, que
elabore teorías, que sea “lo brillante que puedo ser”. Qué alta ponés la vara amigo, send. La
pusiste vos, me responde y agrega, te he escuchado decir cosas profundísimas, no es mi vara, sos
vos. Mi madre, cuando comento la idea de esta columna, dice de manera neutral, como si
estuviese hablando de otra cosa, a toda la mesa: a mí no me gustan las personas chismosas.

A Lucas le diría que Gombrowicz se fue a Tandil a publicar un diario íntimo porque no era nadie.
Es el chiste, el truco, el encanto. Todo está ahí, en exponer, nunca disimular. Santiago dejó de
creer en la amistad hace varios años, todavía no sé cómo curarlo, pero tengo confianza. De mamá
no puedo decir mucho. Tiene razón. Las redes sociales son una nueva versión del chusmerío, una
versión más controlada, digitada, para eso están, para que cada uno elija qué chisme de sí mismo
quiere hacer circular entre la gente. A mí me encantaría publicar de todo, mostrar qué bombacha
me puse, qué poema me sé de memoria, por qué calles estoy caminando, cómo me quedan los
anteojos negros, qué pienso sobre el patriotismo, el exilio, la traducción, el peronismo, la
erudición, el amor, a quién vi, dónde estuve, qué me dijo. Resisto estoica mi pulsión
exhibicionista mientras me digo cada noche que jamás lo soportaría, y es cierto. Jamás podría
soportar mi fama, de lograrla. Pasé mi casamiento encerrada en un baño porque me daba fobia
que la gente quisiera sacarse una foto conmigo. No puedo firmar un libro sin que me dé un
ataque de desnudez en la intemperie. Dos segundos después, se suma la paranoia y una lluvia de
piedras golpean mi cuerpo expuesto. No sos tan importante, me dijo una vez mi director de tesis
y me salvó con esa sola frase de una vida de angustias.

De esta chica tan brillante que dice cosas tan profundas y es tan genial, desconfío.
Definitivamente me produce rivalidad, aunque sea yo misma, porque es la parte mía que nunca
sé dónde está. No ejerzo ningún control sobre ella. De alguna forma, siento que nunca fuimos
formalmente presentadas. No podría decir si tan inteligente como dicen, o tan linda como me
gustaría, yo quiero que sea como me siento cuando bajo caminando con ritmo por Libertador,
pero algunas vidrieras disienten, no todas, algunas, es inestable, se me escapa, no puedo terminar
de escudriñarla, altas chances de que sea un bluff, uno de esos capaces de abrazar su mentira
hasta llegar directo al éxito.

Pudo haber sido. Tuve todo para ser una influencer de las primeras. Absolutamente todo. Era
jovencísima, vivía en París, tenía ese carisma de la inocencia tardía y el swing mental que, con
suerte, todavía sigue ahí. Cuando dejo audios contando anécdotas, imito gente y por momentos
soy –lo juro– casi tan buena como Fernando Peña. La Faraona nunca se acercó siquiera al brillo
de mi espontaneidad; el Santu, con un estilo más complementario, hubiera sido probablemente
mi amigo. ¿Quién no hubiera querido serlo? Yo era un boom, un éxito rotundo escondido en un
departamento de la rue du Bourg l’Abbé, una cortadita del barrio 3 justo enfrente de Les Bains,
aquellos antiguos baños públicos que más de una vez habrán albergado la lujuria de Proust y que
ahora son un hotel al que me gustaba ir a tomar una copa en las tardes de invierno.

Si me hubiera animado a hacer vivos cuando no abundaban, a publicar puentes y bares como
hace Emily in Paris, a comentar las idioteces del día en una story, a ostentar lo cancheros que
eran mis amigos… no quiero ni imaginarme la cantidad de seguidores que hubiera tenido una
chica así. La chica que no fui, la que no soy.

Cuando cautivo momentáneamente la atención embelesada de seis pupilas en una mesa de Dadá,
soy por un segundo Evita en la plaza, Marilyn al micrófono brillando en el vestido que arruinó
hace poco una de las Kardashian (puedo todavía decir que no sé quiénes son ni cómo se llaman,
aunque mucho más difícil fue llegar hasta acá sin tener más que una vaga idea de qué significa la
palabra “Alfa”). Todo ese potencial de minor celebrity sigue vivo en mí. Cada día me convenzo
más de que lo mejor que hice en la vida fue desperdiciarlo.

Mejor que tener es perder. No solo por el charme innegable que tiene el fracaso, sino por el
deleite de ese goteo, esa merma parsimoniosa, años de pérdida por venir hasta que no quede
nada. Quizá lo que me gusta es el alivio que hay del otro lado del éxito. La persona que más me
entendió en esto fue Sor Juana Inés de la Cruz cuando escribió “Consuelos seguros en el
desengaño”, una endecha que me sé de memoria y me encantaba recitar en mis clases frente a la
apatía general de mis alumnos musulmanes. Nunca lo entendieron, ni siquiera cuando llegaba a
la parte en que decía “pues no teme ladrones desnudo el pasajero”. “En la pérdida misma, los
alivios encuentro, pues si perdí el tesoro, también se perdió el miedo”.

Ir por la vida perdiendo tesoros es una vocación. Y sin embargo, puedo nombrar casi todo lo que
perdí, aunque si lo tengo en las palabras, ¿está realmente perdido? ¿Quise ser una influencer y
me sobró pudor o nunca quise ser más que un nombre que suena y se esconde? Una vez le dije a
mi exmarido, afligida por el perfil de alguna persona cuya existencia en ese momento me había
intimidado: “no entendés, son tan famosos que nadie los conoce”. Ahí nació mi movimiento. Ser
famoso es vulgar, pero ser el amigo más querido del famoso, de quien nadie sabe el nombre,
puede ser muy elegante. Durante un tiempo me pareció un gran proyecto, y lo hice fracasar.

Volví a Buenos Aires por un amor al país tan absurdo y tan real que hace que mis amigos me
acusen de ser kirchnerista. Vivo una vida que ya no da para influencer, aunque alcanzaría quizá
para llevar un buen feed y –¿por qué no?– tener algunos –¿miles?– de seguidores mirando mis
historias de Instagram. No lo hago, no publico nada. No dejo que nadie me mire por la rendija de
internet. ¿Escuchan esa risa? Es mi amiga Dolores, descostillada por lo que llama “mi paranoia”.
¿Quién te va a mirar?, me dice. Dolores no entiende, soy tan importante que nadie me conoce.
¿No te digo? Por las dudas nada, mejor no saber. Mi sentido común la hace estallar. Pero claro
que soy vulgar, claro que también quiero ser contemporánea, exhibir mi vida y autopercibirme
cool, o no estaría acá contándoles lo que hubiese puesto en Instagram este fin de semana si me
animara a usar las redes para montarme en escena y existir. Estas son las stories de Vicky
Liendo.

Jueves pasado, festival Poesía Ya. Mi amigo Santi Venturini viene a Buenos Aires. Se queda en
casa, en el cuarto de invitados que siempre imaginé para él. Es poeta, santafesino, de una belleza
germana dolorosa, el ojo verde, el pelo cano, debe medir 1,96; trae consigo la risa. Es un día
juntos después de meses de no vernos. Siempre es así. Santi saca fotos, no sé cómo hace para
descubrir belleza en todos los lugares, incluso en los más feos. A mí me saca siempre bien.
Sentate, me dice, ponete ahí que te saco. Corro al cuarto, me tiro encima cualquier vestido,
cualquier cosa que no me pondría jamás. Me calzo una pollera abajo de los brazos, la convierto
en vestido, me siento al lado del balcón, me siento Bella Hadid en un photo shooting de Vogue.

A la tarde lee en un evento. La vieja casona de Carlos Pellegrini y Juncal se llama ahora “Casa
Patria Grande”. Néstor Kirchner guiña un ojo en la foto que ocupa la pared del salón principal.
Más artístico y más efectivo sería verlo haciendo pis sobre el parquet. La política es canina,
territorial. Me pregunto qué poeta le entregaría su alma a un presidente. A pesar de todo, el
antiguo palacio sigue siendo majestuoso en sentido porteño, de esa decadencia que nunca
termina de caer… aunque está cada vez más cerca. Es nuestra marca, nuestro no-sé-qué.

La poeta Anne Boyer da una entrevista. Escribió un libro sobre su experiencia superando un
cáncer de mama y fue furor. Habla en inglés y otra mente brillante la traduce en simultáneo.
Dolores Gil está en el público, parada con su vestido mexicano largo hasta los pies. Me pregunto
qué estará pensando mientras escucha a su alma gemela, como la va a llamar después, desafiando
mis celos. La veo de espaldas, siempre bella; a su lado, el hombre que la enamoró. Santi
Venturini dice en susurros: “¿Es el novio? Ya lo había fichado yo, es re lindo”. Un recreo de
primaria a los 40, tanto mejor que ser teen. Hay jóvenes también, una multitud de gente que usa
la e y abraza el feísmo. ¿Quién convirtió a la fealdad en una virtud moral? ¿Siempre fue así?

En la academia, solía notar este fenómeno que ahora irradia en la juventud. Me acuerdo de estar
sentada, durante un congreso en Lisboa, en una mesa al lado de la puerta del baño al fondo del
restorán más sucio de la zona. Me acuerdo de la chica que la había elegido, la más amada, tan
bien aplicada como mal vestida. Me acuerdo del atuendo que tenía puesto. El grupo de
intelectuales parecía contento con la locación. Yo observé el plástico percudido de la mesa, la
mugre reunida alegre en las esquinas de todos los azulejos que dibujaban la pared, el relieve
pegajoso del respaldo de la silla en la que me tocaba sentarme; en un segundo lo había entendido
todo: ils n’aiment pas assez la beauté. La plata no es un problema, ¡si la tienen! No era eso, no
era lo que cuestan las cosas sino lo que parecen. La izquierda de esos grandes hombres, pensé
entonces, les impedía rigurosa cualquier cercanía con la belleza. Era el precio a pagar, una
prohibición que los alejaba de mí tanto como los acercaba a esa mesa al fondo a la izquierda.
¿Hay en el fondo de la izquierda una mesa al lado de un baño donde una chica de pelos
maltratados viste un vestido violeta en el que mentes adornianas comulgan al fin aliviadas del
peso inmoral de sus vidas burguesas, sus almas diciéndose entre sí “Estamos a salvo: todo a
nuestro alrededor es feo”?

Venturini lee sus poemas desfachatados con la voz desfachatada, fueron años difíciles, en el
poema está tocando el testículo de silicona de un grindr, avanza, nos tiene imantados, sus versos
van de a poco reemplazando la realidad:

Antes me daba vértigo pensar en la duración


hacía cálculos mentales
una casa dura más que una persona
una vaca dura menos que un árbol
dos palabras que tu mamá te dijo
en una tienda de pueblo en los 80
van a durar hasta que te mueras
antes todo me daba vértigo me sentía
mareado pero demasiado vivo
hasta que una mañana
abrí los ojos y mi cama estaba
en el medio del salón
me levanté salí de ahí empecé a ver
las cosas petrificadas
pájaros de Portland en el cielo
comida de cerámica en el plato
caras familiares tildadas en un tic
perdí la naturalidad que no sabía que tenía
y aunque tampoco sé cuánto tiempo
voy a pasar en este túnel
mis pupilas se adaptaron a la oscuridad
y ya soy capaz de distinguir todos
los matices de lo negro

La casa explota de energía, la siento en la sangre, la poesía existe, es real, está en este segundo
transformando el mundo. Tálata Rodriguez fuma un cigarrillo conmigo afuera, charlamos, ¿cómo
llegamos hasta acá? La última vez que nos vimos fue hace veinte años, no éramos amigas y a mí
me gustaba su novio. Hoy tiene una hija de la misma edad que el mío. ¿Vos sos una mamá
luchona o estás con el padre?, me pregunta. No sabía que se decía luchona, le digo, sí, se dice
así. Luchona, luchona, nos reímos. Sus ojos me hacen sentir en casa. Sobre la 9 de Julio, un cielo
demoledoramente rosa.

Sábado a la noche, cumpleaños de Butelman. El edificio de Ugarteche es conocido por su


arquitecto Antonio Ubaldo Vilar; el departamento de Butel por sus fiestas. Siempre hay buena
música y siempre pasa algo. Llegamos con mi hermana Josefina deslumbrando a la multitud con
nuestro parecido. ¿Son mellizas?, nos pregunta primero uno, después otra, y así. Me alegro que
no se note quién es la más grande. Mientras miro cómo bailan los que bailan, una chica muy
bajita y muy rubia, de un rubio de colegio inglés, se me acerca con una mirada tan amable que
hipnotiza. Hola, soy Támara Tenembaum, me dice. Quiero decirle que miré su serie embelesada,
balbuceo algo pero mi fervor necesita intimidad para manifestarse. Gracias, me responde, vos sos
fina así que me importa que me lo digas, dice antes de volver a la pista.

Mi story de este sábado sería una toma de Tamara Tenembaum perreando al ritmo de L-Gante
rodeada, cual Lali, de un entourage tatuado y abierto a la carne, al meneo, al sudor. Tamara se
mueve ágil por Ugarteche, como si el living fuera una selva y ella su leona. Top negro, mini
negra, una petite robe noire deconstruida, tiene el hechizo de la moda Picapiedras y un touch de
uniforme de guerra. Baila hasta tocar el piso, con una fuerza abdominal que la vuelve liviana,
casi etérea. Al lado, yo soy un pequeño animal embalsamado. Me invita a bailar, me agarra de las
manos, le digo no, no me deja, me lleva a la pista. Esta es la música que bailan los pobres, me
burla gritándome al oído sin dejar de saltar, al menos por curiosidad antropológica, la tenés que
bailar. Me muevo tiesamente, confundida; cuando trato de soltarme, soy mi madre con un vaso
de coca-cola y una cafiaspirina encima. Mi swing solo es mental. El entourage me rodea
plástico, dominante. Una chica eléctrica zarandea un cuerpo generoso como si no existiera ni la
gravedad ni la anorexia. Son libres, están de moda, tienen en todo caso la frescura de una
adolescencia apenas trasnochada que, como todo lo tardío, tiene un plus encantador.

En mi story no saldría yo, ni mi vestido colorado, ni mis movimientos pacatos. Saldrían ellas,
saldría la ventana que da al jacarandá al que le pusimos de nombre “Mundo” hace seis veranos,
saldría la diputada de la oposición brillando en el pasillo con su conversación y su pollera
plateada, saldría la risa de Butelman, la felicidad a secas, sin después, de mi amigo Butelman,
saldría la luna sobre Libertador y Sánchez de Bustamante, el spot exacto donde más linda es.

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