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Los derechos como un producto histórico, como expectativas sociales ligadas a relaciones cambiantes
de poder y a concepciones éticas o normativas diversas. Así contemplados, resulta evidente que no
todas las comunidades políticas ni todos los ordenamientos constitucionales han reconocido los
mismos derechos, o no todas han considerado «fundamentales», o dignas de especial protección, las
mismas expectativas sociales. No todos los miembros de dichas comunidades han reclamado la
protección como «derechos» de los mismos intereses o necesidades, o han pretendido justificarlos de
igual manera. A lo largo de la historia constitucional, se han exigido y reconocido diferentes tipos de
derechos.
La historia de los derechos es una historia atravesada de luchas y disputas: entre sujetos fuertes y
sujetos débiles, entre expectativas y necesidades contrapuestas, entre concepciones diversas de la
justicia y de los intereses considerados «fundamentales».
Sobre esta base se adoptó, en 1945, la Carta de las Naciones Unidas. Este documento fue el primer
texto jurídico internacional en reconocer la existencia de derechos humanos inalienables,
interdependientes y de alcance mundial, que era necesario proteger. En 1948, la Asamblea General de
las Naciones Unidas proclamó la Declaración universal de los derechos humanos. En ella se insistía en
que la dignidad y la garantía a todos los miembros de la familia humana de derechos civiles, políticos,
sociales y culturales indivisibles e inalienables eran una condición básica para alcanzar la libertad, la
justicia y la paz en el mundo. El desarrollo de la Guerra Fría y la división del mundo en bloques, sin
embargo, favoreció un uso ideológico del discurso de los derechos que consolidó la idea de que existían
diferencias estructurales e incluso una cierta jerarquía entre ellos. En 1966 se aprobaron, en
consecuencia, dos pactos separados: el Pacto internacional de derechos civiles y políticos y el Pacto
Internacional de derechos económicos, sociales y culturales. Además, también se aprobaría en la ONU
numerosas declaraciones y convenios sectoriales.
Un aspecto importante de estos textos internacionales es que han contribuido a delimitar el estándar
de protección de los derechos reconocidos en el interior de los estados. Asimismo, han generado
mecanismos internacionales de supervisión y garantía.
1.2. LA REGULACIÓN REGIONAL DE LOS DERECHOS: EL SISTEMA DEL CONSEJO DE EUROPA
En 1949, se creó el Consejo de Europa, el Consejo impulsó dos instrumentos diferenciados para la
protección de los derechos civiles, políticos y sociales: por un lado, el Convenio -o Convención- para la
protección de los derechos y libertades fundamentales, o Convenio europeo de los derechos humanos
(CEDH), y dedicado básicamente a la protección de derechos civiles y políticos; por otro, la Carta social
europea, dedicada a la tutela de derechos sociales enriquecida en su contenido con la aprobación, en
1996, de la Carta social europea revisada.
La importancia del sistema de protección de derechos humanos derivado del Consejo de Europa ha
aumentado notablemente en las últimas décadas. El Convenio europeo, así como los protocolos que
han incluido nuevos derechos o han ampliado el alcance de los ya existentes, se han convertido en
textos de referencia en la mayor parte del continente. Y lo mismo puede decirse de la jurisprudencia del
Tribunal Europeo, que ha contribuido de manera decisiva a definir los estándares internos de
protección de derechos.
La ausencia de una referencia específica a la protección de derechos humanos básicos, sin embargo,
comenzó a resultar inquietante a medida que las instituciones comunitarias fueron asumiendo
mayores competencias y que se atribuyó al derecho producido por éstas «primacía» y «efecto directo»
sobre el derecho de los estados miembros.
Para mitigar esos recelos, el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas sostuvo que la
protección de los derechos fundamentales formaba parte de los «principios generales del derecho
comunitario», y que éstos debían definirse a partir de las «tradiciones constitucionales comunes de los
estados miembros» y del derecho internacional de los derechos humanos, singularmente, del Convenio
europeo.
La jurisprudencia del Tribunal de Justicia comenzó a reconocer carácter fundamental a derechos como
la prohibición de discriminación, la libertad de asociación, la protección de la esfera privada, el secreto
médico, el derecho de propiedad, la inviolabilidad de domicilio, el derecho a una protección jurídica
eficaz ante los tribunales o la libertad de expresión y de publicación. Esta jurisprudencia se vio
reforzada en los tratados posteriores. El Tratado de la Unión Europea marcó un punto de inflexión al
establecer la «ciudadanía de la Unión». Esta categoría, que venía a sumarse a la ciudadanía nacional
de los respectivos estados miembros, impulsó una serie de derechos políticos y civiles. El Tratado de
Ámsterdam dio un paso más al incorporar un Protocolo social anexado en Maastricht que obligaba a
los estados a respetar los derechos sociales recogidos en la Carta comunitaria de los derechos sociales
fundamentales de los trabajadores.
Ninguna de estas innovaciones, empero, permitió erradicar la idea de que el ordenamiento comunitario
carecía de una carta específica de derechos. Con el objetivo de afrontar este déficit, se redactó la Carta
de derechos fundamentales de la Unión Europea, que introduce algunos derechos novedosos en
relación con el constitucionalismo de los estados.
En términos generales, el objetivo de la Carta no era innovar, sino «hacer visible» y sistematizar
derechos ya reconocidos por la jurisprudencia del Tribunal de Justicia, por los tratados y por el derecho
comunitario derivado. Su principal problema es que se trataba de una carta «proclamada» pero no
«incorporada» a los tratados, lo cual, en principio, le privaba de eficacia vinculante. Lo cierto es que los
órganos de la Unión no tardaron en comenzar a invocarla. Su utilización por los abogados generales
del Tribunal de Justicia acabaría por reflejarse en la propia jurisprudencia del Tribunal, así como en la
de las jurisdicciones de los estados miembros.
También es posible detectar algunas influencias provenientes del constitucionalismo del entorno. De la
Ley fundamental de Bonn, la Constitución tomó la fórmula del «Estado social y democrático de
derecho», que se proyecta sobre todo el sistema de derechos, y otorgó centralidad al principio de
dignidad de la persona. La Constitución portuguesa influyó en el artículo 10.2 de la Constitución
española que consagra la apertura interpretativa del sistema de derechos al derecho internacional de
los derechos humanos, y que se relaciona con la dignidad de la persona.
En el concepto de derecho subjetivo se entienden comprendidas las expectativas de acción jurídica que
una norma atribuye a uno o varios sujetos, individuales o colectivos, sobre un determinado objeto. En la
dimensión subjetiva, típica de cualquier derecho subjetivo, sea constitucional o no lo sea, lo que está en
juego es la pretensión jurídicamente protegida del sujeto activo o titular. Tal pretensión está ligada al
uso y disfrute del conjunto de facultades que forman parte del contenido del derecho y que, en el caso
de los derechos constitucionales, debe ser garantizada de manera inmediata y permanente por los
poderes públicos. Y esa pretensión puede consistir en que un tercero no actúe, que actúe o que permita
ejercer un poder propio capaz de incidir en una relación jurídica determinada.
El resultado de la determinación del conjunto de todos los elementos que constituyen un derecho es lo
que se conoce por delimitación del mismo, operación que no consiste sino en exponer la composición
de todos y cada uno de ellos, es decir, en dejar sentado dónde empieza y dónde acaba ese derecho.
Esta afirmación esconde una serie de problemas. El primero es que en muchas ocasiones no existe una
clara determinación constitucional del contenido; el segundo surge cuando los derechos por sus
respectivos objetos pueden entrar en colisión; el tercero es que dentro de la diversidad de poderes
jurídicos que el derecho confiere, unos poderes son más necesarios que otros para que el derecho
mantenga su validez y su eficacia.
Existen derechos con una configuración constitucional más elaborada y otros que requieren de la
configuración definitiva del legislador para hacerles por completo operativos en su exigibilidad. Habrá
de estar al dictado constitucional para comprender en cada caso los elementos del derecho que
pueden ser extraídos de forma directa de la Constitución y aquellos otros que han de ser derivados de
la legislación correspondiente. El contenido de un derecho es deducible, en ocasiones, únicamente de la
Constitución y, en otras, de las leyes de desarrollo.
Arrancando de la afirmación de que, en general, los sujetos o titulares de los derechos son las
personas, en principio se puede hacer girar en torno a este concepto de persona las diversas
variaciones que pueden producirse: persona física contra persona jurídica; individual contra colectiva;
nacional contra extranjera; concreta contra abstracta. Todas esas variables pueden darse
acumulativamente en un derecho o de manera selectiva sólo alguna de ellas. Depende, pues, de la
propia naturaleza del derecho aunque, en ocasiones, el contenido del derecho varía en función de
quién sea el titular que lo ejerce.
La titularidad de cualquier derecho subjetivo se adquiere desde el mismo momento en que surge la
personalidad jurídica del sujeto aunque haya algunos derechos no fundamentales que se atribuyen
también al nasciturus (no nacido). La personalidad jurídica conlleva la titularidad del derecho, aunque
no necesariamente su ejercicio, ya que, además de la capacidad jurídica que atribuye la personalidad
se requiere también la capacidad de ejercicio o capacidad de obrar para poder producir los efectos
jurídicos que el derecho conlleva.
*La personalidad jurídica se refiere a la cualidad de la que deriva la aptitud para ser titular de derechos,
obligaciones y el reconocimiento de capacidad jurídica y de obrar. Si bien, en un sentido general, se
puede entender a la personalidad como la manifestación fenoménica de la persona, su exteriorización
en el mundo, su peculiar “manera de ser"; dentro del ámbito jurídico, se concibe como la aptitud o
idoneidad para ser sujeto y titular de relaciones jurídicas y derechos, reconocida por el Estado a través
del ordenamiento jurídico
Esto lleva a diferenciar con claridad los dos elementos que se acaban de indicar: una cosa es la
titularidad del derecho y, otra diferente, el ejercicio del derecho. La titularidad hace referencia al sujeto
depositario de las facultades jurídicas que el derecho confiere; el ejercicio supone la puesta en
funcionamiento de esas facultades por parte de su titular.
Esta doble proyección del derecho fundamental (titularidad y ejercicio) conecta con los caracteres que
tradicionalmente se han predicado de los derechos fundamentales: el ser imprescriptibles, inalienables,
irrenunciables y carecer de contenido patrimonial. Estos caracteres pueden ser proclamados en
cuanto se liguen a su titularidad. Pero sí puede negarse a ejercer las facultades que esos derechos le
confieren en cuanto que ningún derecho tiene para el sujeto un contenido de ejercicio obligatorio.
Dos consecuencias: la primera es que la decisión de no ejercer un derecho fundamental puede ser
jurídicamente válida, y la segunda es que el no ejercicio de un derecho también es una forma de
ejercicio (negativo) del mismo. El primer aspecto genera diversos problemas pues no toda renuncia al
ejercicio de los derechos es una renuncia legítima. Señala el Código civil que las renuncias a derechos
son válidas «cuando no contraríen el interés o el orden público ni perjudiquen a terceros». Por eso
habrá de verse en cada derecho concreto cuáles son las facultades que pueden dejar de ejercerse: es
obvio que se puede renunciar a interponer una acción judicial en defensa del propio derecho, o a
tolerar la invasión que un tercero realice en un derecho determinado (consentimiento ante el derecho a
la inviolabilidad del domicilio o a la intimidad personal); pero, en cambio, por razones de orden público
constitucional, no es válido el consentimiento para sufrir lesiones o recibir torturas o tratos inhumanos
y degradantes, como tampoco sería válido el consentimiento para sufrir privación de libertad personal
o de cualquiera de los derechos de participación reconocidos constitucionalmente.
Hay que dejar claro que aun en los supuestos en que cabe la renuncia al ejercicio de un determinado
derecho, esa renuncia es siempre revocable por decisión directa del sujeto.
No es esto lo que sucede en relación con los derechos constitucionales. Salvo en materia del derecho al
sufragio activo o pasivo o en algunos otros en que la capacidad de obrar coincide con la mayoría de
edad de dieciocho años, en el resto de los derechos fundamentales no existe norma general que
indique a qué edad se adquiere la plena capacidad de obrar. Por eso, partiendo de la base que la
personalidad se adquiere desde el momento mismo del nacimiento, el problema será el determinar a
partir de qué momento de la vida las personas físicas pueden ejercer los derechos de que son titulares.
En el Código Civil se indica que los menores podrán actuar por sí mismos de acuerdo con las leyes y
con sus condiciones de madurez.
Un principio similar habrá de adoptarse para los incapaces allí donde posean condiciones bastantes
para poder manifestar autónomamente su voluntad. En cualquier caso, supuesta la incapacidad por
minoría o por otra causa, funciona la institución de la representación legal al igual que en el resto de
relaciones jurídicas.
El problema reside en determinar en qué grupo se encuentra cada uno de los derechos fundamentales
reconocidos en nuestro texto constitucional. A tenor de la doctrina sentada por el Tribunal
Constitucional podrían efectuarse los siguientes grupos de derechos: derechos comunes a los
españoles y extranjeros, con independencia de su situación legal; derechos comunes a españoles y
extranjeros con residencia legal; derechos comunes a españoles y extranjeros en las condiciones que
determinen los tratados y la ley interna; y los derechos exclusivos de los españoles.
Este entendimiento de la igualdad resultaba insuficiente: la ley puede ser la misma para todos, pero sus
destinatarios se hallan en situaciones personales, sociales y económicas muy diferentes, y en la medida
en que la ley aparte los ojos de esta constatación, estará contribuyendo a que dicha desigualdad
permanezca. A medida que el estado liberal se fue transformando en estado democrático al tiempo
que el movimiento obrero cobraba fuerza, también se fue modificando el principio de igualdad. El
legislador no tiene que tratar a todos por igual, sino que ha de tratar igual a los que están en igual
situación y diferenciar entre los que parten de situaciones desiguales.
Surge la dificultad de saber cómo podrían los poderes públicos perseguir la consecución de la igualdad
real si ello exige tratar de modo desigual a aquéllos que están en situación desigual, a fin de proteger
en mayor medida a quienes estén en peor situación y contribuir a que salgan de ella. En este punto
surge la necesidad de interpretar el principio de igualdad que contiene el artículo 14 de modo
coherente con el mandato del artículo 9.2. Ese tratamiento desigual legítimamente establecido puede
servir a la consecución de la igualdad real, ese mandato de consecución de la igualdad real puede
justificar que los poderes públi- cos introduzcan en sus normas diferencias de trato.
3.2.2. LA IGUALDAD COMO PRINCIPIO Y COMO DERECHO A LA NO DISCRIMINACIÓN
El artículo 14 de la Constitución contiene la formulación más tradicional del principio de igualdad, los
españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación por la serie de causas que
indica, serie que no constituye una lista cerrada en tanto que termina aludiendo a «cualquier otra
condición o circunstancia personal o social». Esta referencia abierta resulta tan útil como necesaria.
La primera se fija en si la norma trata o no de modo respetuoso con el principio de igualdad a sus
destinatarios. La igualdad en la aplicación de la ley se fija en si los aplicadores de la norma (poder
judicial, Administración…) la han aplicado a sus destinatarios del mismo modo en que lo han hecho en
ocasiones anteriores, o si la han aplicado de modo diferente.
La igualdad en la ley no puede significar una obligación de tratamiento uniforme en todos los casos y
una imposibilidad de fundamentar diferencia de trato alguna, sino que la diferencia es aceptable bajo
determinadas condiciones, y de lo que se tratará precisamente será de distinguir entre aquellos casos
en que un trato diferente o desigual será legítimo y cuándo la desigualdad no será aceptable y
generará discriminación. En cuanto a la igualdad en la aplicación de la ley tampoco puede entenderse
como una obligación de aplicar siempre la norma de idéntico modo, por lo que habrá que ver en qué
casos la diferencia en la aplicación es legítima y cuándo, por el contrario, genera discriminación.
Lo que interesa destacar es que el artículo 14, además de establecer el principio de igualdad, construye
un derecho a la igualdad entendido como derecho a no ser discriminado, como derecho a no ser
tratado de modo desigual en relación con otro que se halle en situación equivalente, salvo que exista
una justificación objetiva y razonable para ello.
En cuanto a los extranjeros, la mención literal a los españoles podría hacer pensar a simple vista que no
son titulares del derecho. Frente a esto, la jurisprudencia se ha encargado de aclarar que ello no es así,
porque no es el artículo 14 de la Constitución, con su mención exclusiva a los españoles, el único que
debe ser considerado a la hora de dar respuesta a esa cuestión, sino también el 13, que se refiere a los
derechos de los extranjeros. El Tribunal entiende que hay derechos que por su conexión directa con la
dignidad de la persona corresponden por igual a españoles y extranjeros.
Por tanto, los extranjeros son titulares del derecho a la igualdad en relación con cuantos derechos e
intereses legítimos pretendan ejercer, siempre que no se correspondan con aquellos ámbitos en que la
Constitución ha dispuesto por sí misma su exclusión. A ello se añade la salvedad también expuesta de
que en determinados derechos podrán preverse modulaciones o límites por los tratados o la ley.
En cuanto a las personas jurídicas, el Tribunal Constitucional ha señalado que la mención genérica a los
españoles las comprende tanto a ellas como a las personas físicas, sin perjuicio de que siendo las
primeras una creación del legislador, éste pueda introducir, al regularlas, alguna condición o límite.
Por ello y para reclamar la plena eficacia del derecho, quien sostenga que se le trata de modo diferente
o desigual en el ejercicio de un determinado derecho o interés legítimo deberá, en primer lugar, indicar
respecto de qué situaciones jurídicas correspondientes a otros sujetos o grupos se le da dicho trato.
Deberá aportar un tertium comparationis, esto es, un término de comparación con el que se considere
en situación equivalente. La función del tertium comparationis es asegurar que quien pretende ser
tratado igual que otro está realmente en una situación equiparable respecto de éste como término de
comparación.
El TC señala que para que la diferenciación introducida por la norma no se repute discriminatoria, debe
existir una «justificación objetiva y razonable» de tal diferenciación, y esa justificación se dará cuando
se cumplan los siguientes requisitos:
➢ Una finalidad constitucionalmente admisible: debe poder discernirse una finalidad no contradictoria
con la Constitución. Debe existir ausencia de contradicción entre el fin perseguido y la norma
constitucional, y en particular con los valores y derechos que ésta recoge y protege.
➢ Congruencia entre las normas sujetas a comparación: dicha estructura coherente apunta a la
adecuación o congruencia entre el tratamiento desigual que se dispone y la finalidad
constitucionalmente legítima cuya consecución se persigue mediante el establecimiento de la
diferencia.
➢ Proporcionalidad con el fin perseguido: este requisito exige que los medios adoptados para
conseguir el fin sean proporcionados en relación con la consecución de dicho fin o que tales medios
que se traducen en un trato desigual no sean exagerados, desproporcionados.
Finalidad constitucionalmente legítima, congruencia (o coherencia) normativa y proporcionalidad son
los tres elementos que han de concurrir obligatoriamente para que el trato desigual tenga una
justificación objetiva y razonable y no sea, por contra, constitutivo de discriminación.
Las medidas de discriminación inversa y de acción positiva son dos formas de llevar lo anterior a sus
últimas consecuencias y de poner la acción de los poderes públicos al servicio de la tarea de acabar
progresivamente con situaciones históricamente enraizadas de discriminación de determinados
colectivos. Tanto la discriminación inversa como la acción positiva lo que pretenden es, precisamente,
introducir un trato diferente basado en los criterios del artículo 14 para favorecer a los colectivos que
tradicionalmente han sido discriminados por razón de nacimiento, sexo, raza, religión, opinión…
Las medidas de acción positiva son aquéllas que, mediante ayudas, incentivos y estímulos diversos, se
dirigen a mejorar directamente la situación de los miembros de colectivos tradicionalmente
discriminados por cualquiera de las causas del artículo 14. Es importante que se formulen
cuidadosamente y con conocimiento preciso de sus objetivos y de sus efectos, pues de lo contrario
pueden generar el efecto de potenciar la percepción que la sociedad o amplios sectores de la misma
puedan tener de un colectivo como diferente o desfavorecido.
Distintas de las medidas de discriminación inversa son las normas protectoras que se basan
implícitamente en la consideración de un grupo o colectivo como inferior o más débil que otro y que por
ello le someten a un régimen protector que no hace más que perpetuar la situación de desigualdad de
ese grupo.
3.6. LA IGUALDAD EN LA APLICACIÓN DE LA LEY
Si la noción de igualdad en la ley remite al examen del contenido de la norma, la noción de igualdad en
la aplicación de la ley exige dar un paso más y examinar cómo la norma es aplicada por aquéllos que
están llamados a hacerlo: en concreto, la Administración y el Poder Judicial.