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La obra transformadora del Espíritu Santo en la vida personal (I)

“Dios se hizo hombre... no simplemente para producir mejores hombres de la


vieja clase, sino para producir una nueva clase de hombre.” (C.S. Lewis)(1)

Convertirse en una nueva persona es el deseo profundo de muchos. A menudo oímos frases
como “Ojalá pudiera empezar mi vida de nuevo”, o “cuánto me gustaría ser una persona
diferente”. ¿Es esto posible? La respuesta es “sí”. La transformación está en el corazón
mismo del Evangelio. Volver a empezar (un nuevo nacimiento) y ser transformados a la
semejanza de Jesús (la santificación) son elementos esenciales de la vivencia cristiana.

Estamos ante una realidad apasionante y una gran bendición. Ser transformado por el
Espíritu Santo constituye el meollo del discipulado y se convierte, además, en poderosa
herramienta de testimonio. Magnífico... pero necesitamos abordar este tema con mucha
sabiduría y, sobre todo, a la luz de las Escrituras. Como nos recuerda John Stott: “nunca
debemos divorciar lo que Dios ha casado, es decir, su Palabra y su Espíritu. La Palabra de
Dios es la espada del Espíritu. El Espíritu sin la Palabra no tiene armas, la Palabra sin el
Espíritu no tiene poder”(2).

De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí
todas son hechas nuevas (2 Co. 5:17). Esta memorable afirmación de Pablo es a la vez punto
de partida y resumen magnífico de nuestro tema. No podemos, sin embargo, interpretar este
versículo caprichosamente. Si no lo entendemos bien puede causar más frustración que
inspiración, más confusión que estímulo.

Algunos cristianos piensan que con el nuevo nacimiento pueden empezar de cero en todas
las áreas de su vida. Les gustaría que el Espíritu Santo los cambiara de forma total e
instantánea, borrando todo lo que no les gusta, ya sea en su temperamento, su personalidad
o los recuerdos del pasado. ¡Esperan nacer de nuevo en un sentido casi literal! Por tanto
debemos ser cuidadosos al adentrarnos en el tema.

Dios no nos promete eliminar un pasado doloroso o las limitaciones impuestas por nuestro
temperamento y personalidad aquí en la tierra. El trabajo del Espíritu Santo dentro de
nosotros no es destruir nuestro pasado sino construir nuestro presente y nuestro futuro,
capacitarnos para vivir una nueva vida, la vida abundante de Jesús (Jn. 10:10). En este
sentido, la paciente transformación del Consolador divino va mucho más allá de cualquier
técnica o recurso humano porque no es algo natural, es sobrenatural. “La santificación sin la
intervención de Dios es inimaginable. Con toda razón decía Pascal: Para hacer de un
hombre un santo es absolutamente necesario que actúe la gracia de Dios, y quien duda de
ello no sabe qué es un hombre ni qué es un santo”(3).

Tres preguntas nos guiarán para entender esta obra transformadora del Espíritu. En cada una
de ellas veremos, a su vez, nuestra parte de responsabilidad en el proceso.

 ¿Qué y para qué? La naturaleza y el propósito de la transformación. La necesidad


de ser guiados por el Espíritu.
 ¿Cómo y cómo puedo verlo? La dinámica y la evidencia de la transformación. La
necesidad de permanecer en Cristo.
 ¿Hasta dónde? Los límites y las frustraciones de la transformación. La necesidad de
aprender aceptación.
Consideraremos también un obstáculo que dificulta nuestro progreso en el camino: “el
espíritu de la época”, el molde social y cultural que se opone a la obra del Espíritu de Dios.

1. La naturaleza de la transformación: una metamorfosis divina

Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la


gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen,
como por el Espíritu del Señor (2 Co. 3:18).

Nuestra primera pregunta, ¿para qué?, nos lleva a ver la naturaleza y el propósito de la
transformación.

Cuando era niño me fascinaba la asombrosa transformación del gusano de seda en mariposa
después de un tiempo escondido en el capullo. Había algo de misterioso y emocionante para
la mente de un niño de 7-8 años en este increíble cambio. Cada invierno me ocupaba de los
gusanos para luego ver con entusiasmo emerger la mariposa. A esta temprana edad aprendí
mi primera lección de teología. Recuerdo a mi padre explicándome cómo este cambio se
llamaba metamorfosis y que la misma palabra se usaba para otro cambio aún más
fascinante: el cambio que el Señor Jesús hace en nosotros preparándonos para que un día en
el cielo podamos estar con Él(4). Nunca olvidé la ilustración y desde entonces he recordado
el significado y la meta de la transformación iniciada por Jesucristo y realizada por el
Espíritu Santo.

¿Cómo se opera esta metamorfosis? Cuando nacemos del Espíritu recibimos la naturaleza
de Dios (Jn. 1:13, Jn. 3:6), somos participantes de la naturaleza divina (2 Pe. 1:4). Es como
recibir el código moral y espiritual de Dios, “el ADN divino”. Esta naturaleza, sin embargo,
“no significa que el creyente recibe una porción de divinidad, que es un poco Dios –idea
platónica o gnóstica más que cristiana-, sino en el sentido de que participa de su santidad” (5).
El Espíritu Santo no nos hace pequeños dioses, sino grandes imitadores de Dios y de Cristo
(Ef. 5:1, 1 Co. 11:1).

En esta transformación hay un elemento de misterio que trasciende nuestro razonamiento


humano. Sabemos qué ocurre, pero ignoramos mucho del cómo ocurre tal como Jesús
mismo le declaró a Nicodemo (Jn. 3:8). Wayne Grudem escribe: “La naturaleza exacta de la
regeneración es un misterio para nosotros. Sabemos lo que sucede -el resultado- pero no
cómo sucede ni qué hace Dios exactamente para darnos la nueva vida espiritual”(6).

Esta nueva naturaleza viene a ser como una semilla o un embrión que va creciendo hasta su
pleno desarrollo. Es un proceso muy similar al crecimiento de un niño de modo que el
propio Pablo usa esta metáfora: Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de
parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros (Gá. 4:19). Es un crecimiento hacia la
madurez. De hecho, la palabra “maduro”, o “perfecto” -téleios- aparece numerosas veces en
este contexto de transformación. Pero, ¿de qué tipo de madurez hablamos?

La respuesta a esta pregunta nos aclara el propósito del crecimiento: Somos transformados
de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor. El objetivo de
nuestra transformación es ser más y más como Cristo cada día. La transformación es, en
esencia, la formación del carácter de Cristo en nosotros. Somos llamados a ser como espejos
que reflejan “la imagen de Cristo”.

Un ejemplo notable de este poder transformador lo vemos en el apóstol Pablo quien pasó de
ser un perseguidor a ser perseguido. También los apóstoles fueron transformados de forma
tan sorprendente después de Pentecostés que la gente se maravillaba y les reconocían que
habían estado con Jesús (Hch. 4:13). La misma influencia transformadora ha continuado a lo
largo de los siglos cambiando a millones de personas.

Esta transformación personal tiene, además, implicaciones comunitarias. Es un cambio


individual, pero no individualista, va más allá de la esfera personal para influir en toda la
sociedad. Por citar solo un ejemplo: el impacto social de la obra del Ejército de
Salvación entre los marginados en Londres en el siglo XIX fue tan grande que Spurgeon
afirmó: “Si el Ejército de Salvación desapareciera de las calles de Londres, cinco mil
policías no serían suficientes para reemplazar su vacío en la prevención del crimen y la
delincuencia”(7). Cientos de vidas fueron rescatadas del lodo de la marginación y cambiadas
a la imagen del Señor Jesús.

Estamos, por tanto, ante una gran bendición, un enorme privilegio: “Sí, el mayor regalo que
el cristiano ha recibido, recibirá o podría recibir es el Espíritu de Dios mismo”(8).

¿Y qué se espera de nosotros? ¿Qué hemos de poner de nuestra parte? La voluntad, el


deseo genuino, de ser guiados por el Espíritu, «vivir (andar) por el
Espíritu» (Ro. 8:14, Gá. 5:16, 18, 25). Como un velero despliega sus velas para ser llevado
por el viento, así nosotros necesitamos dejarnos guiar por el viento del Espíritu.

2. Las evidencias de la transformación: un cambio en tres niveles

Nuestra segunda pregunta es ¿cómo? y ¿cómo puedo verlo?

¿Cómo? La dinámica de la transformación

La obra transformadora del Espíritu Santo es un proceso que ocurre en tres niveles:

 Ser una nueva persona: Recibimos una nueva identidad expresada en un nuevo
carácter (Gá. 5:22-23).
 Ver desde una perspectiva diferente: Recibimos una nueva mente expresada en
un nuevo propósito de vida.
 Vivir una nueva vida: Tenemos una nueva ética expresada en un nuevo
comportamiento. Creencia y vivencia son inseparables.

Ser, ver y vivir como Jesús se convierte en el núcleo y la meta de la obra transformadora del
Espíritu Santo.

¿Cómo puedo verlo? Las evidencias de la transformación

Esta triple transformación se manifiesta de muchas maneras prácticas. Podemos resumir en


dos las evidencias visibles de la santificación:

Recibimos un “nuevo corazón”: un cambio radical e integral. Algunos de estos cambios


son inmediatos y totales, otros son progresivos y parciales, pero todos son radicales.
Radicales en el sentido original de la palabra, es decir, llegan hasta las raíces de nuestra
persona, afectan a cada “habitación” de nuestra vida. Se opera una transformación
existencial, emocional y moral.

C.S. Lewis lo expresó de esta manera: “El hombre regenerado es totalmente diferente del no
regenerado, ya que la vida regenerada, el Cristo que se forma en él, transforma toda su
persona: su espíritu, alma y cuerpo”(9). Sin duda Lewis tenía en mente las palabras de
Pablo: Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma
y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo (1 Ts. 5:23).

Ya en el Antiguo Testamento Dios mismo explica este cambio con una hermosa
metáfora: Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré
de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de
vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los
pongáis por obra (Ez. 36:26-27). Los nuevos nombres dados a Abraham, Jacob, Mateo,
Pedro o Saulo, entre otros, simbolizan esta nueva persona resultante de su encuentro
personal con Dios.

Recibimos ojos nuevos: la mente de Cristo. A medida que el Espíritu Santo nos va
cambiando somos capaces de mirar todas las cosas (y a todas las personas, incluidos
nosotros mismos) con ojos nuevos porque las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas
nuevas.

Esta nueva mirada es posible porque tenemos la mente de Cristo (1 Co. 2:16). La
palabra mente aquí (nóos) no significa tanto pensar como percibir. Es una nueva
percepción, una mirada nueva con ojos distintos. Cambia toda la perspectiva de la vida,
nuestra cosmovisión. Pasamos a tener actitudes diferentes, nuevas prioridades, una nueva
escala de valores, nuevas relaciones, una perspectiva de futuro llena de esperanza... todo se
ve de forma diferente. El apóstol Pablo lo resume de forma muy precisa: andamos en
novedad de vida (Ro. 6:4 RVR1977)(10).

¿Qué se espera de nosotros aquí? Necesitamos permanecer en Cristo. Estar en Cristo es la


única condición (Jn. 15:4-5). Para ello contamos con dos grandes recursos que son la
esencia de nuestro alimento espiritual:

 La oración que nos permite cultivar la presencia de Dios.


 Las Escrituras que nos permiten nutrirnos de la Palabra de Dios.

Pablo Martínez Vila

Eddy Alvarado González 3/3/2024


La obra transformadora del Espíritu Santo en la vida personal (II)

3. El Espíritu Santo dentro y el “espíritu de la época” fuera

Llegados a este punto debemos responder a una pregunta frecuente: ¿cuál es la diferencia entre
el crecimiento personal promovido por las ciencias humanas (psicología, filosofía, sociología) y
el cambio espiritual operado por el Espíritu Santo? ¿Acaso no es lo mismo?

Esta cuestión tiene implicaciones importantes porque evidencia los peligros y la tensión que hemos
de afrontar en el proceso de transformación. La obra del Espíritu Santo no ocurre en una esfera
celestial, sino terrenal; no vivimos en un ambiente de “asepsia moral”, sino de corrupción global; el
barro del camino nos mancha a diario porque el mundo nos presiona con sus ídolos e interfiere en
nuestra santificación.

Por ello debemos prestar atención brevemente a otro tipo de espíritu, el espíritu de la época. Pablo
lo describió como la forma de ser de este siglo (Ro. 12:2). No es casual que en filosofía se le llame
“el espíritu del tiempo” (el zeitgeist alemán, “el fantasma de la época”). Su presencia es invisible,
pero su influencia es bien perceptible. Se comporta como una fuerza seductora que nos enreda y
engaña con sueños de autorrealización y felicidad aquí y ahora.

Mientras el Espíritu Santo obra dentro de nosotros, el espíritu secular (y secularizante)


actúa fuera de nosotros. Por ello, discernir el zeitgeist no es un lujo reservado a unos pocos
cristianos intelectuales, es un ejercicio necesario en todo creyente a fin de no ser contaminados por
el mundo (Stg. 1:27). La transformación a imagen de Cristo requiere ojos bien abiertos –estad
alerta y velad- ante los ídolos, la forma de ser de este siglo.

Uno de estos ídolos es precisamente cierto crecimiento personal. Los manuales de autoayuda, tan
populares hoy, giran alrededor de un ideal de cambio que es muy atractivo, en especial entre gente
joven. Su lema viene a ser “desarrolla tu potencial al máximo y alcanza lo mejor de ti mismo
ahora”, “crece y cambia tu vida”.

El cambio divino es radicalmente diferente del que ofrecen estas cosmovisiones seculares.
Se diferencian en su punto de partida y en su objetivo. El cambio predicado por el mundo es un
espejo de sus valores e ídolos. Su punto de partida está en el ego y gira en torno a “mis derechos”;
es un enfoque egoísta. Podríamos resumirlo en tres afirmaciones cada una de las cuales refleja un
ídolo:

 Mi derecho a ser yo mismo: el individualismo


 Mi derecho a ser feliz: el hedonismo
 Mi derecho a decidir en todo: la autonomía absoluta

La transformación del Espíritu Santo va justo en la línea contraria. Su punto de partida no son
mis derechos, sino mis necesidades; gira en torno a Cristo, no en torno a mí mismo; su objetivo no
es sentirse cada día más feliz, sino ser cada vez más como Cristo.

Estas diferencias nos proporcionan un buen “test de evaluación”. Si el Espíritu Santo está haciendo
su obra en mí, voy a anhelar menos cada día mi auto realización personal, el ser señor de mi vida,
hacerme un nombre o ser autosuficiente; por el contrario, voy a buscar más y más imitar a Jesús,
servir al Rey Siervo y dar gloria al Dios en cuyas manos está mi vida.
Y a medida que avance en este camino descubriré la verdadera felicidad, una profunda realización
personal y una paz que ninguna cosmovisión humana puede proporcionar. En una palabra,
experimentaré que el Espíritu Santo dentro de mí es mucho más deseable que el espíritu de la
época que me rodea.

4. Límites y frustraciones en la transformación

Hasta aquí hemos considerado aspectos muy alentadores de la obra del Espíritu Santo, pero alguien
puede objetar con razón que el cambio no siempre es posible, por lo menos en ciertas áreas. Por ello
nuestra última pregunta es ¿hasta dónde?, ¿hay límites en esta transformación?

Podemos resumir la respuesta recordando el realismo del apóstol Pablo: Tenemos este tesoro en
vasos de barro (2 Co. 4:7). Sí, somos cambiados y moldeados, pero seguiremos siendo vasos de
barro hasta que no se escriba el punto final de nuestra transformación, aquel día cuando seremos
glorificados juntamente con Cristo en el cielo.

Mientras no llega este momento necesitamos un equilibrio entre el idealismo y el realismo. La


vida de fe es una tensión constante entre dos estados: el “ya... pero todavía no”; ya no somos lo
que éramos, pero tampoco somos lo que Dios y nosotros mismos anhelamos ser. La santificación no
está libre de esta tensión perceptible en todos los ámbitos de la vida de fe. El Reino de Dios aquí en
la Tierra ya está presente pero no es completo, es celestial pero todavía no es el Cielo.

Por tanto, debemos tener cuidado con las expectativas poco realistas o los enfoques súper-
espirituales de la fe. Ciertamente hay mucho triunfo en nuestra transformación, pero no hay lugar
para el triunfalismo. Sí, somos, nuevas criaturas, pero seguimos siendo “vasijas de barro”.

En aquellas áreas donde el cambio todavía no es posible, Dios continúa su trabajo de otras maneras
¡El Espíritu Santo no dimite! No hay barreras para Su poder y usa otras herramientas con el mismo
propósito, que Cristo sea formado en nosotros. Lo hace de tres maneras:

 Controla
 Moldea
 Proporciona la gracia para aceptar

Veámoslo en dos ejemplos: nuestro temperamento y nuestra vida pasada.

Nuestro temperamento: El Espíritu Santo controla y pule

El temperamento es la parte más genética del carácter, siendo influida principalmente por factores
hereditarios. Nacemos con un temperamento determinado. El temperamento no puede ser cambiado,
pero puede ser moldeado y controlado por el Espíritu Santo. No podemos esperar un cambio
drástico en la composición genética de nuestra persona, pero sí podemos esperar que las aristas sean
eliminadas a fin de no caer en pecado.

Cada temperamento tiene sus aspectos positivos y sus puntos débiles. Jesús no cambió el
temperamento de sus discípulos después de Pentecostés. Pedro, por ejemplo, siguió siendo una
persona extrovertida, espontánea e impulsiva (¡incluso explosiva a veces!); el Espíritu Santo no
alteró su temperamento básico, pero sí lo pulió y lo moldeó. ¡Pedro no cortó más orejas después de
Pentecostés!

Nos alienta saber que el Señor nos usa con y a través de nuestro temperamento como es evidente en
la vida de muchos de sus siervos. El nuevo nacimiento no cambia el temperamento, pero la gracia
nos ayuda a vivir con él, aceptarlo y pulirlo.
Nuestro pasado: El Espíritu Santo nos da la gracia para aceptar

No podemos retroceder en la vida, no podemos cambiar nuestro pasado. Esta realidad, sin embargo,
no debería paralizarnos ni ser una fuente de desánimo. Algunas personas invierten mucha energía
espiritual y emocional buscando maneras de olvidar errores o pecados pasados. En vez de luchar
contra el pasado, es mucho mejor descubrir cómo Dios cumple su propósito en tu vida (Sal. 138:8)
por muy pesado que sea el equipaje del pasado.

El Espíritu Santo nos da nuevos ojos que nos permiten una mirada nueva a las “cosas viejas”. Ya no
vemos el pasado como un enemigo, sino como un aliado. Un aliado es alguien con quien trabajas,
independientemente de que te guste o no, para lograr un propósito concreto. Esto es parte de la
“novedad de vida” antes mencionada. El divino Transformador alivia la carga de un pasado
doloroso de tres maneras: aligera su peso, ilumina su oscuridad y quita su aguijón.

Así lo vemos en la vida de los patriarcas y de muchos héroes de la fe. El apóstol Pablo o Mateo son
dos ejemplos notables de un pasado equivocado con una trayectoria de vida y un balance final
excelentes.

Otro ejemplo destacado es el patriarca José. Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo
encaminó para bien (Gn. 50:20), les dijo a sus hermanos. Los dolorosos acontecimientos vitales de
José fueron la materia prima que Dios usó para elaborar una historia con propósito. A nosotros
algunas experiencias vividas nos pueden parecer “basura”, pero a ojos de Dios no lo son. Para Dios
no hay material de desecho en la vida de sus hijos porque Él es capaz de reciclarlo todo. Dios es el
gran especialista en reciclar nuestras experiencias de basura y convertirlas en eventos fructíferos.
De hecho, esto es una parte integral del asombroso trabajo del Espíritu Santo en nosotros.

Ahí radica el secreto de la verdadera aceptación, en la convicción de que Dios nos usa no sólo a
pesar de nuestro pasado sino a través de él. Y se llega a esta convicción por una experiencia
espiritual por cuanto no es un proceso natural sino sobrenatural. El Espíritu Santo nos da la gracia
necesaria para aceptar y experimentar que el plan de Dios es restaurar y no quebrar la caña cascada,
ni apagar el pábilo que humea (Is. 42:3).

A modo de conclusión, una ilustración nos recuerda las implicaciones pastorales del tema.
Imagina que mientras conduces llegas a un cartel que te avisa: “Obras en la carretera. Precaución.
Tenga paciencia”. Esta es exactamente nuestra situación como creyentes aquí en la tierra: estamos
en el tramo de “obras” de nuestra vida. Ten paciencia con los demás. Conduce con toda humildad y
mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor, solícitos en guardar la
unidad del Espíritu en el vínculo de la paz (Ef. 4:2-3).

Y ten paciencia contigo mismo. Recuerda que el gran Transformador es también el gran
Intercesor: el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no
lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles. Mas el que
escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, porque conforme a la voluntad de
Dios intercede por los santos (Ro. 8:26-27).

La señal de “obras” terminará el día de nuestra glorificación con Cristo en el Cielo. Entonces la
obra transformadora del Espíritu Santo habrá llegado a su fin porque seremos como Él es.

¡Qué inmenso privilegio y qué esperanza saber que Aquel que comenzó en vosotros la buena obra,
la perfeccionará hasta el día de Jesucristo (Fil. 1:6).

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