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TRAYECTORIA ESPIRITUAL: EL CAMINO HACIA LA UNIÓN TRINITARIA Y EL MATRIMONIO

ESPIRITUAL

1) Creación individual y muerte personal


Desde el instante de la concepción como ser humano, hasta el momento de la muerte, toda persona evoluciona hacia
una creciente espiritualización. Espiritualización es el proceso de nuestra transformación en Dios, realizada por Dios,
para conducirnos a la plena unión con El en amor. Morando en lo más íntimo de nuestro ser, el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo nos deifican. La Trinidad habitando en nosotros nos diviniza, nos santifica y regenera, recreándonos
poco a poco como Hijos amados del Padre, en la imagen de Cristo Jesús, según el Espíritu de Dios.
El universo entero sigue una dirección. Una dirección espiritual que tiene un único término: Dios mismo. Y «Dios es
Espíritu» (Jn 4,24).
Cada persona tiene una dirección espiritual única y singular. Todos estamos llamados a la unión transformante con
Dios de tal manera, que cada personalidad individual alcanza en Dios la plenitud de su propio ser, la total realización de
su libertad e identidad.
De todo lo que hacemos y padecemos a lo largo de nuestra vida, ¿qué cosas en concreto ejercen influencia en nuestro
crecimiento interior? ¿Cuáles son las que afectan nuestra transformación en Dios? La respuesta es contundente: todas
y todo. Todas las personas, todo acontecimiento, alegría, dolor, esperanza, desengaño; todo triunfo, fracaso, ilusión...,
entran de alguna manera a formar parte de nuestro progreso espiritual. «Sabemos que Dios interviene en todas las
cosas tornándolas para bien de los que le aman» (Rom 8,28). Nada, ni real ni imaginable, escapa a la divina
Providencia (Rom 8, 38-39).
El Señor integra y encaja todo lo que nos sucede a través de la vida, dentro del marco de nuestra historia de salvación
personal. Por supuesto que no todo es inmediatamente bueno, pero no hay absolutamente nada que no sea capaz de
tornarse en algo bueno para aquellos que aman a Dios y que creen en El. ¡Ni siquiera el pecado! Ya se trate de nuestro
propio pecado personal o del pecado de otros, afectándonos de algún modo (por ejemplo, su odio, envidia, ira, etc.),
algo bueno puede resultar de ello. La voluntad de Dios se lleva a cabo en nosotros con la misma facilidad por su parte,
tanto si le decimos sí como no. El Señor no deja que su palabra torne a El de vacío, sin realizar y cumplir aquello para
lo que la envió (Is 55,10-11). Sin embargo, cuanto antes y más plenamente nos abandonemos a seguir la amorosa
iniciativa de Dios, más evitamos las pesadumbres y tensiones innecesarias que nos acarrea nuestra resistencia a la
gracia.
Esta verdad necesita cierta explicación. Qué es lo que hace Dios para movernos a desear cada vez más libremente lo
que El quiere para nosotros es uno de los mayores misterios del Cristianismo (Rom 11,33-34). De hecho, en las Cartas
a los Efesios y a los Colosenses, San Pablo lo designa como «el misterio» (Ef 1,9; Col 1,26). Nunca seremos capaces
de expresar adecuadamente como nuestra libertad de decisión se compagina con la libertad de Dios de elección (Rom
8,28-30).

P: ¿Crees realmente posible que puedes ser santo? ¿O acaso desconfías de Dios y de ti mismo?
RyE: Santa Teresita definía a la santidad como una disposición del corazón, una disposición que crece con la oración,
porque la oración aumenta la fe, y la confianza en quien sabemos nos ama, y procura nuestro bien. Es normal que
desconfíes de ti mismo, pero no dejes que tu debilidad, te perturbe, te aleje de Dios. Recurre a Dios y deja que el actúe
y transforme tu flaqueza en virtud. Así también reflexionó que Dios no puede inspirar deseos irrealizables, de que a
pesar de su pequeñez, podía aspirar a la santidad. Basta desearlo, y esperar todo del que nos provee todo. Porque
Dios no llama a los capaces, sino que llama a los incapaces y los capacita. No esperes a ser perfecto para iniciar una
relación con Dios. Empieza ya, así como estás con tus flaquezas y debilidades, y deja que El haga el resto.
Todas y cada una de las personas están llamadas por Dios a la santidad, a la unión transformante en El, por amor y en
amor. Pero lo que normalmente se suele designar como «vocación» se refiere al llamamiento particular de un individuo
dentro de esa llamada general a la santidad, es decir, el modo singular y concreto de cada uno para llegar a la unión
transformante.
Nosotros recibimos nuestra vocación fundamental en el momento mismo en que Dios nos crea. Ocurre
simultáneamente. Nuestra vocación individual es parte integrante de quiénes somos, de lo que vamos a llegar a ser y
de cómo vamos a realizarnos. Esta llamada particular, de tal manera es parte de nuestra identidad personal que jamás
llegaremos a realizarnos plenamente a no ser que sigamos un determinado camino: el nuestro. Experimentamos
nuestra vocación como una incapacidad existencial para ser, obrar o llegar a ser de ningún otro modo más que del
nuestro. Es algo a lo que no podemos escapar, «pues había en mi corazón algo así como fuego ardiente, prendido en
mis huesos, y aunque yo me esforzaba por ahogarlo no podía» (Jr 20,9). No podemos esquivarlo ni sofocarlo.
Los profetas describen la irresistible llamada de Dios con expresiones como: «Yo te he llamado por tu nombre. Tú eres
mío» (Is 43,1). El mismo Jesús declara: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros»
(Jn 15,16)

P: ¿Ya discerniste cuál es tu vocación? ¿Has experimentado el deseo de servir a Dios y no sabes exactamente cómo
hacerlo? Empieza por poner tu corazón enteramente en Dios y vivir una vida de unión con Él.
RyE: - Recuerda que nuestra vocación principal es el amor, que el amor encierra todas las vocaciones. Así lo expresó
santa Teresita:
Entonces, llena de una alegría desbordante, exclamé: «Oh Jesús, amor mío, por fin he encontrado mi vocación: mi
vocación es el amor. Sí, he hallado mi propio lugar en la Iglesia, y este lugar es el que tú me has señalado, Dios mío.
En el corazón de la Iglesia, que es mi madre, yo seré el amor; de este modo lo seré todo, y mi deseo se verá
colmado».
Dios crea a todas y cada una de las personas humanas directa e inmediatamente con y en la materia preparada por la
actividad cocreativa de los padres. Durante el resto de la permanencia terrena del individuo, el Señor continua obrando
directa e inmediatamente con él, hasta que dicha persona esté plenamente formada a imagen de Dios (Gn 1,26; 2 Cor
3,18), hasta que Dios haya llegado a ser todo en ella (1 Cor 15,28; Col 3,11).
En el acto inicial de Dios, dándonos el ser, no sólo somos traídos a la existencia y admitidos a participar en la llamada
universal a la santidad, sino que también recibimos una vocación personal. Quién, cómo y qué es lo que debemos
llegar a ser en Dios está integrado en nuestra individualidad desde el comienzo mismo de nuestra existencia.
Recibimos una identidad personal en ese primer instante, pero nunca llegamos a realizar plenamente lo que estamos
llamados a ser hasta el momento de la muerte. Lo que engarza nuestro principio con nuestra total realización es lo que
normalmente llamamos nuestra «vocación»: el cómo vamos a actualizar, el qué y el quién para lo que hemos sido
hechos.
Dios no sólo imparte en toda persona la llamada a ser transformada en El, sino que dota a cada individuo con un modo
único y singular para llevar a cabo esa vocación universal. Estos modos, aun siendo únicos para cada uno, encajan
dentro de ciertos estilos de vida como son el matrimonio, el celibato, la soltería, etc. Dentro de estos estilos de vida
generales existe una enorme variedad de llamadas, funciones y servicios: la maternidad, el sacerdocio, diaconado, la
enseñanza, administración, etcétera. Normalmente solemos considerar todos estos ministerios como vocaciones y
dentro de nuestra vocación fundamental a un estado de vida dado. Y también solemos tender a categorizar todos estos
distintos tipos de vocación en términos de trazados rectos y definidos, aunque haya, por supuesto, excepciones
universalmente reconocidas, que no siguen esta conceptualización de líneas definidas. A veces la gente cambia de
carrera, personas viudas entran en una congregación religiosa; algunos sacerdotes y monjas obtienen dispensa y se
casan, etc.
Dios, sin embargo, no está atado a ninguna de nuestras categorías o trazados rectos. La vocación de un individuo
puede zigzaguear a través de todas nuestras conceptualizaciones y echar por tierra nuestros mayores esfuerzos por
establecer orden y lógica en un caso dado: «Mis caminos no son vuestros caminos. Mis pensamientos no son vuestros
pensamientos. Dice Yahvé» (Is 55,8). Toda persona posee una vocación única en la vida. Aun cuando a veces ciertos
aspectos de esa vocación entran dentro de nuestras fuerzas humanas de conceptualización y categorización, nunca
llegamos a abarcar (ni existencial ni intelectualmente) el alcance total de nuestra vocación más que en la muerte. No
somos capaces de comprender en esta vida todos los medios y maneras que Dios usa con nosotros, ni todas las
complejidades de su cooperación con cada uno de nuestros «sies» y «noes». No nos es posible ni imaginar cómo el
Señor convierte todo para nuestro bien o para el bien de aquellos que El ha puesto en nuestro camino. Este obrar de
Dios con nosotros y aun a pesar de nosotros es algo que nos sobrepasa completamente (Jn 5,17; Rom 11,33-36).
Nuesta vocación es aquello a lo que nos llama el amor de Dios aquí, ahora y para siempre. Nuestra vocación individual
se va desplegando y desarrollando de manera concreta minuto a minuto, con cada sí, cada no y cada quizá con que
respondemos.
Estrictamente hablando, nadie pierde nunca su vocación. Puede solamente encontrarla. Si decimos «sí». Dios sigue
hacia adelante con nosotros. Si nos resistimos, El derrumba nuestras resistencias hasta que no queda nada en pie más
que un «sí». Si nos empeñamos en seguir diciendo «no», el Señor continúa actuando con nosotros en otra línea, hasta
llevarnos finalmente a donde El nos quiere. Dios no cambia nuestra vocación. Nos cambia a nosotros. Dentro de la
llamada universal a la santidad, toda vocación es necesariamente temporal, puesto que se des-pliega y realiza dentro
de los límites de esta vida mortal. Dios nunca nos obliga a seguir una vocación a la fuerza.
Lo que pasa es que antes o después, de un modo o de otro acabamos asintiendo a ella voluntariamente y asumiéndola
irresistiblemente (Jr 1,4-10; 20,7). Nuestra vocación es como un fuego ardiendo en el corazón, prendido en los huesos.
No podemos sofocarla indefinidamente (Jr 20,9).
Por lo tanto, nuestra vocación no es una cosa. Es componente integral y evolutivo de nuestra propia persona. Es parte
de la autorrealización de nuestro verdadero ser en Dios. Nuestra vocación particularísima y única es el aspecto del
devenir de nuestra creación e identidad personal, que se prolonga y llega hasta la eternidad. Nuestra vocación es el
cómo llegamos a realizarnos plenamente en Dios. La muerte hace que todo confluya y encaje debidamente. La muerte
constituye la convergencia final de todo ese ir planificándonos en Dios.

P: ¿Cuál es tu visión acerca de la muerte? ¿Qué sensaciones te produce pensar en ella?


RyE: El refrán dice «Muerte, juicio, infierno y gloria ten cristiano en tu memoria».
Como decía santa Teresita: «La vida es un instante entre dos eternidades». Debemos de aceptar nuestra mortalidad y
nuestra vocación eterna, de que estamos hechos para la eternidad.

2) Inmersión en la creación y emergencia tras atravesar la creación


La vida de todo ser humano, desde el nacimiento a la muerte, está caracterizada por un doble ritmo: inmersión en la
creación por Cristo y emergencia con El tras atravesar esa misma creación. No son más que dos fases exhalar de de
un solo movimiento, como el inhalar y la respiración. «Todos los matices de la santidad están contenidos en los
innumerables ritmos de esta doble respiración por la que el alma alternativamente se llena de la posesión de las cosas
y después las sublima en Dios». Este es el aliento y la respiración del verdadero místico.
En el curso normal de los acontecimientos humanos, al principio debemos crecer para que Cristo crezca. En el curso
normal de los acontecimientos humanos, desarrollamos nuestros talentos, aprovechamos las oportunidades que nos
salen al paso, adquirimos y vamos construyendo una personalidad lo más rica posible y una vida fecunda según las
circunstancias nos lo permiten. A imitación del Verbo encarnado me sumerjo en el mundo y allí, mezclado con todas las
cosas creadas, «libo de ellas, por medio de la posesión, hasta la última partícula que contienen de vida eterna».
En cierto sentido, el conjunto de realidades que comprende lo que llamamos inmersión se extiende y abarca toda
nuestra existencia temporal. Mientras sigamos alentando, esas realidades van a estar presentes. No obstante, la etapa
o estado de inmersión es más prevalente y se hace notar más durante las fases iniciales del desarrollo humano. Según
vamos creciendo a través de la infancia, niñez, adolescencia y juventud, vemos la dinámica de la inmersión en plena
función.
Para la mayoría de la gente, este umbral y etapa (pues es ambos) interior resulta algo tan connatural que normalmente
no se dan cuenta de que está ocurriendo. Psicológica y físicamente, la inmersión es un estado o etapa que con
frecuencia abarca una gran parte de nuestra estancia terrena: desde el nacimiento hasta bastante entrada ya la época
adulta. Puesta en situación óptima, la inmersión, vista como un específico umbral interior, correspondería al despertar
espiritual y psicológico que suele ocurrir en la juventud.
Según vamos madurando en nuestra inmersión en la creación vamos descubriendo más a Dios y a Cristo como
persona y también como amigo cercano. Nuestra oración se va haciendo más personal, más dialogante, más
deliberadamente afectiva. Antes, tal vez, habíamos tendido a rezar de manera más formal, «recitando oraciones» o
leyendo las que otros habían compuesto. Ahora, sin embargo, es nuestra propia oración, tal y como nos comunicamos
espontáneamente de amigo a amigo. La calidad de nuestro trabajo adquiere una nueva dimensión de intencionalidad.
Es posible que siempre haya habido calidad tanto en nuestra actitud como en la productividad, pero cuando la etapa de
inmersión va avanzando esta calidad se hace más explícita en nuestras mentes. Por amor a Cristo tratamos y nos
esforzamos por vivir y obrar más cualitativamente tanto para nuestro bien como para el de los demás.
La necesidad y la práctica de una sana autodisciplina se hace cada vez más evidente según nos vamos introduciendo
y sumergiendo por Cristo en la creación. La vida está repleta de opciones difíciles. Además, la superación de nuestro
egoísmo e inmadurez se ve como el único modo realmente cualitativo de alcanzar la libertad y de asumir las
responsabilidades personales.
Si somos fieles a la vida y la gracia no podremos continuar indefinidamente en esa dirección del total desarrollo
humano de nuestras energías y talentos. Poco a poco, y como resultado de nuestra inmersión en la creación, caemos
en la cuenta de que una dirección va emergiendo desde nuestro interior. Y que ésta va creciendo y haciéndose más
predominante hasta desplazar nuestro impulso y deseo anterior por construir una fuerte personalidad. Esta nueva
dirección se presenta y manifiesta como una predilección por el desasimiento: es preciso que yo disminuya para que
Cristo crezca más dentro y fuera de mí (Jn 3,30).
La inevitable experiencia en la vida humana es que en cuanto logramos llegar al cénit de nuestros triunfos ya estamos
listos para abandonarlos, retirarnos e ir tras algo distinto. Habiendo probado y disfrutado en abundancia del mundo y de
nosotros mismos, de repente descubrimos que estamos poseídos por una fuerte necesidad de morir a nuestro yo y de
dejar atrás todo interés. Y el hecho es que para quienes son fieles a la vida y a la gracia esta predilección por el
desasimiento no es consecuencia ningún fracaso o desesperación, sino más bien el desarrollo normal del esfuerzo y el
éxito.
Así es, pues, como comienza el siguiente umbral y etapa de nuestra formación en Cristo Jesús, ese pasar totalmente a
través de la creación y ese emerger con El.
Nosotros aquí consideramos que el umbral de la emergencia con Cristo se ha cruzado cuando la persona está
claramente consciente de que ello es lo que predomina ya en su vida. Como tal, el paso de este umbral puede llevar
años o incluso décadas. Además, una vez iniciado, este emerger se va intensificando con el paso del tiempo hasta
alcanzar su cumbre en la muerte. Los otros umbrales críticos de la génesis espiritual adulta (conversión personal,
desposorio y matrimonio espiritual) son afianzamientos cada vez más radicales de esa emergencia.
La conversión personal es una modalidad especial de la emergencia. Es un momento muy singular en nuestra vida.
Emergencia y conversión van juntas como las dos caras de una misma moneda.
La «emergencia» denota no sólo un umbral, sino también un impulso dinámico que continúa hasta el final de nuestros
días. La «conversión personal», por otro lado, designa un instante particularísimo de irrupción y definitiva estabilización
en el proceso de emergencia. Desde ese momento nos sabemos poseídos por Cristo y somos conscientes de nuestro
ardiente deseo de entregarnos a El en amor, fe y esperanza.
El desposorio espiritual es una intensificación radical de nuestra conversión a Dios en términos de un insaciable anhelo
de unión plena con El. Nos abandonamos al Amado como lo hacen los enamorados en sus desposorios. Este anhelo
alcanza su cúspide en el matrimonio espiritual, donde el alma experimenta la más íntima comunión con Dios que es
posible en esta ladera de la resurrección. Este último umbral nunca ocurre mucho antes de la muerte, ya que nuestra
existencia mortal no puede soportar por mucho tiempo la fuerza abrumadora de la intimidad divina.
El umbral de la emergencia marca el comienzo de la contemplación, como también de la noche del sentido, aunque
ciertos indicios de ambas estuvieran ya presentes en las últimas fases de la inmersión.
P: ¿Qué significa estar enamorados? ¿Qué ese enamoramiento del que hablan los santos y cómo se experimenta?
RyE: Desde este momento. En el que entramos en la emergencia, umbral en el que nosotros disminuimos para que
Cristo crezca en nosotros, para que El emerja, experimentamos a Dios no sólo como amigo, sino muy concretamente
como Amado. No solamente le amamos, sino que estamos realmente enamorados de El. No con un enamoramiento
meramente sentimental (que un día ama con locura y al siguiente desaparece), sino en el sentido místico de inmersión
definitiva en Dios, de unión íntima (Jn 15,4-5), de absoluta fe en el Padre, Hijo y Espíritu Santo. A pesar de todas
nuestras limitaciones, resistencias y vacilaciones, vamos entrando cada vez más voluntaria y libremente en una
relación más profunda con la Santísima Trinidad en fe, esperanza y amor.
P: ¿Cuál es el estado de tu oración? ¿La ves como un deber, un placer o una necesidad?
RyE:
En el transcurso de toda una vida, la oración personal de uno pasa por diversos estados sucesivos de desarrollo. Cada
estado se caracteriza por un modo particular de consciencia subjetiva, que a su vez refleja algo de la intensa actividad
de Dios en la persona en un momento dado.
Al principio la oración se la ve generalmente como un deber. Debemos bendecir la mesa antes de comer, debemos
rezar el rosario, debemos asistir a misa los domingos, etc. Con frecuencia, la reacción emocional al omitir alguna de
esas prácticas es la de cierto remordimiento. Hay gente que experimenta gran descanso -una nueva sensación de
libertad- al dejar, ya sea en parte o del todo, este sistema de obligaciones que hay que cumplir.
Una segunda modalidad de vivir la oración es la que está conectada con la etapa de inmersión. Aquí el orar es muchas
veces casi un placer. Con frecuencia hay exuberancia, entusiasmo, ilusión, una sensación de fervor que nos anima a
orar más y más. Disfrutamos de la oración y deseamos que llegue ese rato con la ilusión con que esperamos el
encuentro con un amigo cercano.
Esta sensación, sin embargo, no dura indefinidamente, pues de manera inevitable da paso a la aridez. Y entonces la
oración viene a resultar una pesada tarea. Cuanto más nos esforzamos menos gustamos de Dios, de los demás o de
las cosas. El orar puede incluso convertirse en verdadero tedio y hastío. Cuando estamos así, con frecuencia nos
sentimos tentados de dejarla del todo, para ocuparnos en algo que parezca más útil o que se le encuentre más sentido.
Mucha gente abandona en estos momentos su oración personal, sobre todo si esta situación se les va prolongando
durante varios años.
Una última intensificación en la forma de orar (que en realidad nunca termina, sino que va progresando con la
madurez) es la oración como necesidad. Aquí se tiene sed de oración y soledad. Se ansía más intimidad espiritual
con el Amado. Resulta paradójico, pero para alguna gente esta etapa final empieza a darse sólo después de haber
abandonado la oración por algún tiempo y, quizá, después de haber intentado alejarse totalmente de Dios (Jr 20,9). Es
como si su porfiante anhelo de independencia llegara por fin a hartarles, causándoles un cambio drástico y radical (Lc
15,17). Su mismo narcisismo les hace rendirse y caer de rodillas. Interiormente han dado un giro completo. En sus
comienzos es posible que hubieran rezado porque creían que eso es lo que debían hacer. Estaban movidos por la
normativa de la ley o su deber de conciencia. Ahora, sin embargo, oran porque interiormente lo necesitan. Tienen que
orar por lo mismo que tienen que comer, respirar o dormir. No pueden acabar el día sin un tiempo serio de oración.
Esta es la vivencia de las personas que van madurando y avanzando en contemplación.

3) Unión transformante y noche oscura


El esquema de los umbrales críticos representa la mayor plenitud posible de vida en Cristo en este mundo. Todo ser
humano atraviesa ese recorrido, por lo menos cualitativamente en el momento de la muerte.
En la línea de la unión transformante, San Juan de la Cruz utiliza tres términos para indicar el nivel de progreso interior
característico de las personas caminando hacia Dios. «Principiantes», que son aquellos a los que el Señor está
empezando a introducir por esas zonas más profundas de misterio y de fe que son los principios de la contemplación.
«Aprovechados», que son los avanza-dos, los que se hallan ya bien adentrados en el proceso de divinización, que
están aprovechando la acción de Dios en sus almas. Y «perfectos»>, los que, habiendo sido probados y superado las
tribulaciones, permanecen fieles y entregados. Estos son los que están siendo preparado para el salto último a la
eternidad.
Reflexionemos sobre la noche oscura y como es necesario pasar por ella para llegar al matrimonio espiritual.
En la línea de la noche oscura (la cual es causada directamente por la intensidad de la acción transformante de Dios
en nosotros) el santo usa tres palabras para describir las heridas producidas por la gradual intensificación de nuestro
amor al Señor. «Herida»: herida de amor con la que denota ese penar por Dios que se experimenta en y a través de
todo lo criado. «Llaga»: herida de amor interpersonal. Nuestro amor hacia otras personas añade una nueva y más
honda cualidad a nuestro encuentro con Dios en y a través de la creación. No sólo lo experimentamos en las cosas,
sino de manera especial en las personas. Y de manera inalienable lo creado nos va abriendo al Increado. Lo finito nos
conduce más allá de sí, lanzándonos al Infinito. «Cauterio»: la herida del amor ardiente que consume. Este cauterio lo
produce la fuerza de la Llama de Amor Viva en nosotros: el Espíritu Santo. Las dos primeras heridas las causa Dios
tanto directamente como por medio de las criaturas, pero resaltando principalmente el papel de éstas. Pero la herida
del cauterio la ocasiona casi por completo la acción directa e inmediata del Señor en nuestro interior, con poquísima
intervención de las criaturas. Y así es como Dios mismo nos va preparando para nuestro abandono definitivo a El en la
muerte.
San Juan de la Cruz distingue cuatro fases a lo largo de la misma noche oscura del alma. La noche del sentido puede
compararse a la oscuridad que sigue a la puesta del sol, que avanza hasta la medianoche y se prolonga unas cuantas
horas más, lo cual constituye la noche del espíritu. La noche sosegada puede asemejarse a ese tiempo en que
empiezan a asomar tenuemente los primeros alboreos del amanecer. La noche serena sería la aurora precediendo la
salida del sol. La muerte personal por supuesto que es la luz plena del nuevo día.
En su dibujo de la Subida del Monte Carmelo, el místico carmelita nos traza tres veredas que llevan al monte. La de la
izquierda (el camino de los «bienes del cielo») llega a un corte donde se acaba y tiene estas observaciones: «Cuanto
más tenerlo quiero con tanto menos me hallo. Cuando ya no lo quería, téngolo todo sin querer». La de la derecha (el
camino de los «bienes de tierra» también se trunca y termina con estas frases: «Cuanto más buscarlo quise con tanto
menos me hallé. Cuando menos lo quería, téngolo todo sin querer». La tercera vereda (una senda recta y estrecha que
sube hasta la mitad) es el camino de la nada: «Nada-nada-nada... y aun en el monte nada». Pero este camino de la
nada no llega hasta la cima del monte. Como hacia la mitad se abre. Y entonces, cerca de la cumbre, donde parece
que tendría que haber continuado el camino recto y estrecho, Juan de la Cruz escribe: «Ya por aquí no hay camino,
porque para el justo no hay ley, él para sí se es ley».
Al final, en nuestra muerte y resurrección personal, el Padre, el Hijo y el Espíritu son nuestro todo. «Dios todo en todo»
(1 Cor 15,28): «Cristo todo en todos» (Col 3,11).

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