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ESPIRITUAL
P: ¿Crees realmente posible que puedes ser santo? ¿O acaso desconfías de Dios y de ti mismo?
RyE: Santa Teresita definía a la santidad como una disposición del corazón, una disposición que crece con la oración,
porque la oración aumenta la fe, y la confianza en quien sabemos nos ama, y procura nuestro bien. Es normal que
desconfíes de ti mismo, pero no dejes que tu debilidad, te perturbe, te aleje de Dios. Recurre a Dios y deja que el actúe
y transforme tu flaqueza en virtud. Así también reflexionó que Dios no puede inspirar deseos irrealizables, de que a
pesar de su pequeñez, podía aspirar a la santidad. Basta desearlo, y esperar todo del que nos provee todo. Porque
Dios no llama a los capaces, sino que llama a los incapaces y los capacita. No esperes a ser perfecto para iniciar una
relación con Dios. Empieza ya, así como estás con tus flaquezas y debilidades, y deja que El haga el resto.
Todas y cada una de las personas están llamadas por Dios a la santidad, a la unión transformante en El, por amor y en
amor. Pero lo que normalmente se suele designar como «vocación» se refiere al llamamiento particular de un individuo
dentro de esa llamada general a la santidad, es decir, el modo singular y concreto de cada uno para llegar a la unión
transformante.
Nosotros recibimos nuestra vocación fundamental en el momento mismo en que Dios nos crea. Ocurre
simultáneamente. Nuestra vocación individual es parte integrante de quiénes somos, de lo que vamos a llegar a ser y
de cómo vamos a realizarnos. Esta llamada particular, de tal manera es parte de nuestra identidad personal que jamás
llegaremos a realizarnos plenamente a no ser que sigamos un determinado camino: el nuestro. Experimentamos
nuestra vocación como una incapacidad existencial para ser, obrar o llegar a ser de ningún otro modo más que del
nuestro. Es algo a lo que no podemos escapar, «pues había en mi corazón algo así como fuego ardiente, prendido en
mis huesos, y aunque yo me esforzaba por ahogarlo no podía» (Jr 20,9). No podemos esquivarlo ni sofocarlo.
Los profetas describen la irresistible llamada de Dios con expresiones como: «Yo te he llamado por tu nombre. Tú eres
mío» (Is 43,1). El mismo Jesús declara: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros»
(Jn 15,16)
P: ¿Ya discerniste cuál es tu vocación? ¿Has experimentado el deseo de servir a Dios y no sabes exactamente cómo
hacerlo? Empieza por poner tu corazón enteramente en Dios y vivir una vida de unión con Él.
RyE: - Recuerda que nuestra vocación principal es el amor, que el amor encierra todas las vocaciones. Así lo expresó
santa Teresita:
Entonces, llena de una alegría desbordante, exclamé: «Oh Jesús, amor mío, por fin he encontrado mi vocación: mi
vocación es el amor. Sí, he hallado mi propio lugar en la Iglesia, y este lugar es el que tú me has señalado, Dios mío.
En el corazón de la Iglesia, que es mi madre, yo seré el amor; de este modo lo seré todo, y mi deseo se verá
colmado».
Dios crea a todas y cada una de las personas humanas directa e inmediatamente con y en la materia preparada por la
actividad cocreativa de los padres. Durante el resto de la permanencia terrena del individuo, el Señor continua obrando
directa e inmediatamente con él, hasta que dicha persona esté plenamente formada a imagen de Dios (Gn 1,26; 2 Cor
3,18), hasta que Dios haya llegado a ser todo en ella (1 Cor 15,28; Col 3,11).
En el acto inicial de Dios, dándonos el ser, no sólo somos traídos a la existencia y admitidos a participar en la llamada
universal a la santidad, sino que también recibimos una vocación personal. Quién, cómo y qué es lo que debemos
llegar a ser en Dios está integrado en nuestra individualidad desde el comienzo mismo de nuestra existencia.
Recibimos una identidad personal en ese primer instante, pero nunca llegamos a realizar plenamente lo que estamos
llamados a ser hasta el momento de la muerte. Lo que engarza nuestro principio con nuestra total realización es lo que
normalmente llamamos nuestra «vocación»: el cómo vamos a actualizar, el qué y el quién para lo que hemos sido
hechos.
Dios no sólo imparte en toda persona la llamada a ser transformada en El, sino que dota a cada individuo con un modo
único y singular para llevar a cabo esa vocación universal. Estos modos, aun siendo únicos para cada uno, encajan
dentro de ciertos estilos de vida como son el matrimonio, el celibato, la soltería, etc. Dentro de estos estilos de vida
generales existe una enorme variedad de llamadas, funciones y servicios: la maternidad, el sacerdocio, diaconado, la
enseñanza, administración, etcétera. Normalmente solemos considerar todos estos ministerios como vocaciones y
dentro de nuestra vocación fundamental a un estado de vida dado. Y también solemos tender a categorizar todos estos
distintos tipos de vocación en términos de trazados rectos y definidos, aunque haya, por supuesto, excepciones
universalmente reconocidas, que no siguen esta conceptualización de líneas definidas. A veces la gente cambia de
carrera, personas viudas entran en una congregación religiosa; algunos sacerdotes y monjas obtienen dispensa y se
casan, etc.
Dios, sin embargo, no está atado a ninguna de nuestras categorías o trazados rectos. La vocación de un individuo
puede zigzaguear a través de todas nuestras conceptualizaciones y echar por tierra nuestros mayores esfuerzos por
establecer orden y lógica en un caso dado: «Mis caminos no son vuestros caminos. Mis pensamientos no son vuestros
pensamientos. Dice Yahvé» (Is 55,8). Toda persona posee una vocación única en la vida. Aun cuando a veces ciertos
aspectos de esa vocación entran dentro de nuestras fuerzas humanas de conceptualización y categorización, nunca
llegamos a abarcar (ni existencial ni intelectualmente) el alcance total de nuestra vocación más que en la muerte. No
somos capaces de comprender en esta vida todos los medios y maneras que Dios usa con nosotros, ni todas las
complejidades de su cooperación con cada uno de nuestros «sies» y «noes». No nos es posible ni imaginar cómo el
Señor convierte todo para nuestro bien o para el bien de aquellos que El ha puesto en nuestro camino. Este obrar de
Dios con nosotros y aun a pesar de nosotros es algo que nos sobrepasa completamente (Jn 5,17; Rom 11,33-36).
Nuesta vocación es aquello a lo que nos llama el amor de Dios aquí, ahora y para siempre. Nuestra vocación individual
se va desplegando y desarrollando de manera concreta minuto a minuto, con cada sí, cada no y cada quizá con que
respondemos.
Estrictamente hablando, nadie pierde nunca su vocación. Puede solamente encontrarla. Si decimos «sí». Dios sigue
hacia adelante con nosotros. Si nos resistimos, El derrumba nuestras resistencias hasta que no queda nada en pie más
que un «sí». Si nos empeñamos en seguir diciendo «no», el Señor continúa actuando con nosotros en otra línea, hasta
llevarnos finalmente a donde El nos quiere. Dios no cambia nuestra vocación. Nos cambia a nosotros. Dentro de la
llamada universal a la santidad, toda vocación es necesariamente temporal, puesto que se des-pliega y realiza dentro
de los límites de esta vida mortal. Dios nunca nos obliga a seguir una vocación a la fuerza.
Lo que pasa es que antes o después, de un modo o de otro acabamos asintiendo a ella voluntariamente y asumiéndola
irresistiblemente (Jr 1,4-10; 20,7). Nuestra vocación es como un fuego ardiendo en el corazón, prendido en los huesos.
No podemos sofocarla indefinidamente (Jr 20,9).
Por lo tanto, nuestra vocación no es una cosa. Es componente integral y evolutivo de nuestra propia persona. Es parte
de la autorrealización de nuestro verdadero ser en Dios. Nuestra vocación particularísima y única es el aspecto del
devenir de nuestra creación e identidad personal, que se prolonga y llega hasta la eternidad. Nuestra vocación es el
cómo llegamos a realizarnos plenamente en Dios. La muerte hace que todo confluya y encaje debidamente. La muerte
constituye la convergencia final de todo ese ir planificándonos en Dios.