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INTRODUCCIÓN
ESTAMOS en un nuevo milenio. El Papa san Juan Pablo II lo ha nombrado el milenio
del laico. Varios obispos lo resuenan con sus propias palabras: “El laico va a ser la
salvación de los sacerdotes.”; “El laico es la esperanza de la Iglesia.”; “El laico es la
solución a la escasez de sacerdotes”, etc. Solo Dios sabe que tanto de esto resulte
cierto. Lo que sí es cierto es que Dios ha designado un lugar importantísimo al laico en
la construcción de su Reino. Tú eres ese laico.
Este libro te ayudará a entender mejor al Espíritu Santo, lo que ha hecho, lo que
sigue haciendo y lo que puede hacer en ti, si te dejas. En la preparación para recibir el
presente Tercer Milenio se usó y se sigue usando la frase: “Cristo ayer, hoy y siempre”.
Aunque se aplique al Señor Jesús, se aplica al Padre igual que al Espíritu Santo. Dios no
cambia; Él sigue haciendo y siendo lo mismo por toda la eternidad. Así que el Espíritu
Santo te está esperando. Espera que le abras tu corazón para que Él pueda actuar en ti
como lo ha hecho en otros desde el principio de la creación.
EL DESCONOCIDO
La respuesta puede venir del catecismo el cual nos dice que el Espíritu Santo es el
Santificador y, aunque cierto, es más todavía. El catecismo también nos dice que es la
tercera persona de la Santísima Trinidad. Así es, pero lástima que algunos lo ven
solamente así: como en tercer lugar y olvidado. Ellos no se acuerdan que Él es Dios:
Dios Padre; Dios Hijo; Dios Espíritu Santo.
Sin embargo esta enseñanza tan sencilla nos dice muchísimo. Nos dice que Dios es
familia, no está solo. Dios es comunidad, vive unido. En Dios hay creación,
conocimiento y amor. Dios es la repartición de una vida singular. El Espíritu Santo es
el Amor que une al Padre y al Hijo.
Para nosotros el amor es un poder —el más poderoso del mundo— que logra lo
más increíble, lo más imposible. Pero para Dios amor es diferente. No es algo sino
alguien, una persona: la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo.
“…el amor de Dios ya fue derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo
que se nos dio” (Romanos 5, 5). Uno de los más profundos misterios se nos dio en la
persona del Espíritu Santo que es el Amor de Dios en toda su plenitud.
El Espíritu es un don, una gracia dada a nosotros por Dios Padre y constituye la
manera con que participamos en su naturaleza. Dios se nos da a Sí mismo. El Espíritu
se expresa en nosotros con el deseo de volver al Creador, de ver a Dios. Pues, hemos
sido creados para ver a Dios y estar unidos con Él.
Algunos místicos de la Iglesia dicen que el Espíritu Santo es el alma del alma del
hombre. Tanto las Sagradas Escrituras como la Tradición de la Iglesia enseñan que, si
el hombre vive, se debe a la acción del Espíritu. La acción del Espíritu nos hace
“espiritual”. Esto no quiere decir que por ser “espiritual” llevamos una vida superior a
la biológica, sino que vivimos una vida guiada y sometida al Espíritu Santo. El Espíritu
de Dios nos guía a nuestro destino el cual es estar plenamente gozando la vida eterna
en la presencia del Padre y en compañía de Cristo y el Espíritu Santo. La santificación,
transformación, y vida consagrada a Dios es por obra del Espíritu Santo. Él impulsa al
hombre hacia Cristo a quien hace presente.
¿Qué dice el Señor Jesús sobre el Espíritu Santo? “Si ustedes me aman,
guardarán mis mandamientos, y yo rogaré al Padre y les dará otro Intercesor
que permanecerá siempre con ustedes. Este es el Espíritu de Verdad, que el
mundo no puede recibir porque no lo ve ni lo conoce… En adelante el Espíritu
Santo Intérprete, que el Padre les enviará en mi Nombre, les va a enseñar todas
las cosas y les recordará todas mis palabras” (Juan 14, 15-17.26). Le llama
Intercesor o Paráclito. “Paráclito” es una palabra griega que tiene varios sentidos. El
Espíritu guía a los creyentes e inspira su oración. El Paráclito es defensor del hombre
delante el tribunal del Juez Supremo. “Cuando Él venga, rebatirá las mentiras del
mundo, y mostrará cuál ha sido el pecado, quién es el justo y quién es
condenado” (Juan 16, 8).
En el libro del profeta Ezequiel (37, 1-10) hay una historia interesante que habla
precisamente de como el Espíritu de Dios es el que da vida. El profeta fue llevado a un
llano el cual estaba lleno de huesos secos. Yavé dijo que les iba a dar vida y los juntó,
les puso nervio y carne y los cubrió con piel pero no se movían. Entonces Yavé le pidió
al profeta que pidiera al Espíritu que soplara sobre ellos. Cuando el Espíritu entró en
ellos “se reanimaron y se pusieron de pie”. El Espíritu les dio vida y nos da vida a
nosotros.
¿Cuándo están dos personas juntas? No cuando están tocándose. Judas no estaba
junto a Cristo cuando lo besó. Solamente cuando el corazón de dos personas está de
acuerdo uno con el otro están las dos personas presentes uno al otro. Igual con Cristo
y nosotros el Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo, nos unifica en corazón, sentido y
pensamiento para ser uno con Jesús. “…El que no tuviera el Espíritu de Cristo, no
sería de Cristo” (Romanos 8, 9). Solamente en el Espíritu somos cristianos. “…Y
precisamente nosotros tenemos el pensamiento de Cristo” (1ª Corintios 2, 16).
El Espíritu de Dios no solamente afecta nuestra relación con Dios, sino también
con nuestros semejantes. Cristo respetó a todos. Se puso en el mismo nivel de todos al
decir que teníamos el mismo Padre. Así, en otras palabras, reveló que somos
hermanos. Aceptó a todos como hermanos. Y nosotros también con el mismo Espíritu
de Cristo nos podemos aceptar tal como somos, tal como Cristo nos ha aceptado.
¡Somos hermanos!
El Espíritu de Cristo afecta nuestra relación con las cosas. El Señor Jesús estuvo
muy cerca a la naturaleza, la creación del Padre. También nosotros podemos apreciar
y respetar la creación más cada vez según como se nos va dando el Espíritu. Jesús era
completamente libre. El no se aferraba a las cosas sino renunció a las riquezas para
vivir en la pobreza. Él nos dijo que lo más importante es buscar el Reino de Dios y lo
demás se nos daría por añadidura (Lucas 12, 31).
Tenemos “el conocimiento de Aquel que nos llamó por su propia Gloria y
poder, entregándonos las promesas más extraordinarias y preciosas” (2ª Pedro
1, 3-4). Una de esas promesas nos hizo el Padre desde siglos antes de la venida de
Jesucristo. Él nos prometió que nos iba a mandar su Espíritu Santo a renovar la faz de
la tierra, a darnos una vida nueva, para hacer de nosotros un Pueblo nuevo. Isaías,
Jeremías, Joel, Ezequiel, y Juan el Bautista todos proclamaron esa promesa.
De la boca del profeta Joel se escucha: “Dice Yavé: «Vuelvan a mí con todo
corazón, con ayuno, con llantos y con lamentos. Rasga tu corazón y no tus
vestidos y vuelve a Yavé tu Dios, porque Él es bondadoso y compasivo, le cuesta
enojarse, y grande es su misericordia; envía la desgracia, pero luego
perdona…derramará mi Espíritu sobre todos los mortales. Tus hijos y tus hijas
hablarán de parte mía, los ancianos tendrán sueños y los jóvenes verán visiones.
En aquellos días, hasta sobre los siervos y las sirvientas derramaré mi
Espíritu»” (Joel 2, 12-13.3, 1-2).
Luego viene Jesús y confirma todas las profecías. Confirma la promesa de su Padre.
“Ahora yo voy a enviar sobre ustedes al que mi Padre prometió” (Lucas 24, 49).
“Mientras comía con ellos, les mandó: «No se alejen de Jerusalén, sino que
esperen lo que prometió el Padre, de lo que ya les he hablado: que Juan bautizó
con agua pero ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos
días…van a recibir una fuerza, la del Espíritu Santo, que vendrá sobre ustedes, y
serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta los limites de la
tierra” (Hechos 1, 4-5.8). Dios envió al Espíritu Santo en Pentecostés para constituir
la Iglesia y continua enviándolo.
Como se dijo los profetas anunciaron la venida del Espíritu Santo pero no se
manifestó en el Antiguo Testamento sino en unas cuantas personas: Moisés, Josué, los
Jueces, David y desde luego los Profetas.
No solamente lo que hizo Jesús fue guiado por el Espíritu Santo sino su propia vida
como hombre fue obra del Espíritu Santo. El ángel se le apareció a María la madre de
Jesús y le dijo que ella iba a ser madre del Hijo del Altísimo. María, siendo virgen y
queriendo guardar su virginidad no entendía como era posible tener un hijo. El ángel
le contestó: ”El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te
cubrirá con su sombra; por eso tu hijo será Santo y con razón lo llamarán Hijo
de Dios” (Lucas 1, 35). En Jesús se realiza plenamente el plan de Dios de unirse al
hombre. “…Cristo nos rescató de la maldición…y por la fe recibimos el Espíritu
prometido” (Gálatas 2, 13-14). Dios Espíritu Santo hace posible que Dios Hijo se
encarne. María con su fiat hace posible que Dios Hijo tome forma humana. Jesús, en la
potencia del Espíritu es la unión perfecta entre Dios y el hombre. Dios por obra del
Espíritu Santo se ha hecho hombre para que el hombre pueda hacerse como Dios.
Jesús fue el gran revelador del Espíritu Santo como persona y como Dios, ésta
revelación se hace clara en los Evangelios, principalmente en el Evangelio de san Juan.
“El Espíritu es quien da vida, la carne no sirve de nada. Las palabras que les he
dicho son Espíritu y, por eso, dan vida” (Juan 6, 63). También dijo: “…Dios es
Espíritu; por tanto, los que adoran, deben adorarlo, en Espíritu y verdad” (Juan
4, 24). En este capítulo nos interesamos en lo qué logró el Espíritu Santo en la vida de
Jesús a través de sus acciones, milagros y pensamientos.
Vamos comenzando con el bautismo de Jesús porque allí es cuando recibe el poder
del Espíritu Santo. Leemos en el Evangelio de san Marcos (1, 9-11): “En esos días,
Jesús vino de Nazaret, pueblo de Galilea, y se hizo bautizar por Juan en el río
Jordán. Cuando salió del agua, los Cielos se rasgaron para Él y vio al Espíritu
Santo que bajaba sobre Él como paloma. Y del Cielo llegaron estas palabras: «Tú
eres mi Hijo, el Amado; tú eres mi Elegido»”. Con estas palabras el Espíritu Santo
transformó y capacitó a Jesús para realizar la misión que el Padre le encomendaba. El
Espíritu Santo llenó a Jesús de los dones y carismas que necesitaba para lograr su
misión. En otras palabras Jesús recibió del Espíritu Santo lo necesario para iniciar y
cumplir su misión.
Esto estaba predicho por Juan el Bautista: “…He visto al Espíritu bajar del cielo
como paloma y quedarse sobre Él. Yo no lo conocía, pero Dios, que me envió a
bautizar con agua, me dijo también: Verás al Espíritu bajar sobre aquel que ha
de bautizar con el Espíritu Santo, y se quedará en Él. ¡Y yo lo he visto! Por eso
puedo decir que éste es el Elegido de Dios” (Juan 1, 32-34).
Después de su bautizo, Jesús fue al desierto a consultar con su Padre. “Jesús lleno
del Espíritu Santo, volvió de las orillas del Jordán y se dejó guiar por el Espíritu
a través del desierto, donde estuvo cuarenta días y fue tentado por el diablo”
(Lucas 4, 1-2). Al final de ese tiempo, Jesús regresa a Galilea. “Jesús, volvió a Galilea
con el poder del Espíritu, y su fama corrió por toda la región. Enseñaba en las
sinagogas de los judíos y todos lo alababan” (Lucas 4, 14-15). Allí en la sinagoga
proclama ese famoso pasaje del profeta Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí.
Él me ha ungido para traer la buena nueva a los pobres, para anunciar a los
cautivos su libertad y a los ciegos que pronto van a ver, para despedir libres a
los oprimidos y para proclamar el año de la gracia del Señor” (Lucas 4, 18-19). Así
comenzó su ministerio lleno del Espíritu Santo con todos sus dones y carismas. Desde
éste momento en adelante todo lo que realiza no será otra cosa que una actualización
de la fuerza del Espíritu Santo. Antes de su pasión y muerte se le fue dado a Jesús el
Espíritu Santo; después de su Pascua Él es quien nos lo da.
Hay dos puntos de esto en que pensar. El primero es que Jesús estaba esperando
una confirmaciôn de su Padre para comenzar su ministerio. Jesús supo de Juan, fue a
ver de que se trataba y tuvo el impulso del Espíritu para bautizarse. Al hacer esto
recibió la confirmación que esperaba: «Tú eres mi Hijo, el Amado; tú eres mi
Elegido». El segundo punto es que su misión no podía tomar inicio sin el poder del
Espíritu Santo. No solamente tenía que estar seguro que su tiempo había llegado sino
también tenía que tener el poder para hacerlo. Era su trabajo, su vocación y no podía
defraudar a su Padre. Tenía que cumplir totalmente lo que el Padre había pedido de Él.
Uno de sus primeros actos fue de expulsar un demonio de un ciego y mudo. Jesús
lo sanó de modo que pudo ver y hablar. Al contestarles a los que lo criticaban, Jesús les
dice: “Pero si yo echo los demonios con el soplo del Espíritu de Dios,
comprendan que el Reino de Dios ha llegado a ustedes” (Mateo 12, 28). Entonces
el Señor Jesús identifica el Reino con el poder del Espíritu.
Cuando los setenta y dos discípulos que Jesús había mandado en misión
regresaron, Jesús los felicitó y el Espíritu Santo lo impulsó a darle gracias al Padre, a
hacer oración: “En ese mismo momento, Jesús, movido por el Espíritu Santo, se
estremeció de alegría y dijo: «Yo te bendigo, Padre, porque has ocultado estas
cosas a los sabios e inteligentes y se las has mostrado a los pequeños” (Lucas 10,
21). Este relato de haber mandado a los discípulos habla no solamente del poder de
Dios sino que el Señor Jesús compartió sus propios poderes (dones) con sus
discípulos. Como dicen san Pablo y san Pedro, los dones son para la edificación de la
Iglesia. Jesús pone el ejemplo de como utilizar los dones del Espíritu Santo.
En la historia de la mujer samaritana Jesús le dice que Él le dará agua viva con la
cual nunca tendrá sed. Esa agua es el Espíritu Santo, el don de Dios Padre. Jesús lo
confirma en el Evangelio de san Juan. “Venga a mí el que tiene sed; el que crea en
mí tendrá de beber. Pues la escritura dice: «De Él saldrán ríos de agua viva».
Jesús, al decir esto, se refería al Espíritu Santo que luego recibirían los que
creyeran en Él. Todavía no se comunicaba el Espíritu, porque Jesús aún no había
entrado en su Gloria” (Juan 7, 38-39).
Aunque Jesús estaba lleno del Espíritu Santo Él no lo podía comunicar hasta
después de su Pasión, Muerte y Resurrección. Su misma misión evangelizadora de
Jesús es presentada en los evangelios como obra del Espíritu Santo. “…van a recibir
una fuerza, la del Espíritu Santo, que vendrá sobre ustedes, y serán mis testigos
en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los limites de la tierra” (Hechos 1,
8). Es el Espíritu quien da fuerza y vida a la evangelización.
En el evangelio de san Juan, Jesús le dice a Nicodemo que hay que nacer de nuevo,
hay que nacer del Espíritu. Jesús es el que nos regala el Espíritu porque Él lo tiene en
plenitud. Fue después de la resurrección que Jesús se apareció a los Apóstoles y les
dijo, “Así como el Padre me envió a mí, así los envío a ustedes. Dicho esto, soplo
sobre ellos: «Reciban el Espíritu Santo»” (Juan 20, 21-22).
Estos son unos cuantos ejemplos para darnos una idea de como Jesús, lleno del
Espíritu Santo, fue guiado por Él. En Jesús se realiza plenamente el plan de Dios de
unirse al hombre. Jesús como unión perfecta entre Dios y nosotros es el que le da éxito
a ese plan. “Pero a todos los que lo recibieron, les concedió ser hijos de Dios:
éstos son los que creen en su Nombre” (Juan 1, 12).
Es verdad que Jesús vino para hacer la voluntad del Padre (Juan 4, 34). Pero eso
fue posible solamente por la acción del Espíritu Santo en Jesús. Hay un solo Espíritu y
es el mismo Espíritu que actuó en Jesús y el que actúa en la Iglesia. Es el mismo
Espíritu que guía la Iglesia hoy como lo ha hecho estos 2000 años.
EL ESPÍRITU SANTO EN LA IGLESIA
EL ESPÍRITU que actuaba en Jesús y lo había conducido durante su ministerio, es el
mismo que continua actuando en Él después de su muerte y resurrección para animar
y dar las últimas instrucciones a los Apóstoles. Jesús Resucitado les pidió a los
Apóstoles que esperaran en Jerusalén hasta que llegara el Espíritu Santo sobre ellos.
Permanecieron en oración acompañados de María, la madre de Jesús y otros. Los
Apóstoles no se imaginaban de lo que iba a pasar, ni de la grandeza y la maravillosa
fuerza del Espíritu Santo que les iba a llegar. En ellos se iba a cumplir la promesa del
Padre.
Si seguimos leyendo vamos viendo que a través de este nuevo don, el don del
Espíritu Santo, comenzaron a proclamar la Buena Nueva, fueron dando testimonio de
Jesús con valentía. No solamente se atrevieron hablar en público de Jesucristo sino sus
palabras fueron fuertes y llenas de fuego. Pedro es el primero en proclamar el
Evangelio. “… Pedro daba testimonio y los animaba; «Sálvense de esta
generación descarriada.» Los que creyeron fueron bautizados, y ese día se les
unieron alrededor de tres mil personas” (Hechos 2, 40-41). Esto fue solamente el
inicio de la acción del Espíritu Santo en la Iglesia.
Esteban estaba tan lleno del Espíritu que dio su vida por causa del Señor Jesús.
Felipe fue arrebatado por el Espíritu del Señor en su misión. Santiago murió por
Jesucristo. Saulo tiene un encuentro con Jesucristo que le cambia completamente la
vida. Todo esto fue obra del Espíritu Santo.
Poco después de que Pedro da su primer testimonio, Él y Juan con el poder del
Espíritu Santo y en el nombre del Señor sanan a un hombre tullido. Es el Nombre de
Jesús el que tiene el poder y ese poder viene con y del Espíritu Santo. Luego arrestan a
Pedro y a Juan. Después de estar en la cárcel quedaron libres y regresaron a la
comunidad de Apóstoles para contarles lo que había sucedido. Cuando lo oyeron,
todos a una voz se dirigieron a Dios. “Cuando terminaron su oración, tembló el
lugar donde estaban reunidos y todos quedaron llenos de Espíritu Santo, y se
pusieron a anunciar con seguridad la palabra de Dios” (Hechos 4, 31).
Después Pedro fue conducido por el Espíritu Santo a visitar las iglesias y al
predicar la Palabra el Espíritu bajó sobre todos los que escuchaban. “Todavía estaba
Pedro hablando…cuando el Espíritu Santo bajó sobre todos los que escuchaban
la Palabra. Y los creyentes de origen judío que habían venido con Pedro
quedaron atónitos: «¡Cómo! ¡Dios regala y derrama el Espíritu Santo sobre los
no judíos!» Y era pura verdad: los oían hablar en lenguas y alabar a Dios”
(Hechos 10, 44-46). Está claro que el Don es para todos.
Pablo después de tener su encuentro con Jesucristo comenzó a ir por todos lugares
llevando consigo la Palabra de Dios. Constantemente Pablo, Pedro y todos los
Apóstoles pudieron hacer milagros y obras con el poder del Espíritu Santo. Por esta
razón se lee en los Hechos frases como: “en ese día se les unieron alrededor de tres
mil personas”; “cada día se integraban a la Iglesia en mayor número”.
El Espíritu Santo fue el que le dio vida a la Iglesia, no solamente en Jerusalén ese
primer Pentecostés, sino por todo el mundo a donde iban los Apóstoles: Antioquia,
Samaria, Damasco, Lida, Jafa, Cesarea y los demás lugares. Al final de los primeros dos
siglos noventa por ciento de la población del mundo como se conocía en esa época se
había convertido en católicos. El Espíritu sigue convirtiendo corazones hoy como
siempre lo ha hecho.
Los Apóstoles fueron guiados, iluminados y enseñados por el Espíritu Santo. Por
ejemplo, en Antioquia “Mientras celebraban el culto del Señor y ayunaban, el
Espíritu Santo les dijo: «Sepárenme a Bernabé y a Saulo, y envíenlos a realizar la
misión a que los he llamado.» Ayunaron, pues, e hicieron oraciones, les
impusieron las manos y los enviaron” (Hechos 13, 2-3). No todo lo que intentaron
los Apóstoles fue permitido por el Espíritu Santo. Él sabe por qué. Lo que sí se sabe es
que fue guiándolos dondequiera que fueran. “Atravesaron Frigia y la región de
Galacia, pues el Espíritu Santo les había prohibido predicar la Palabra de Dios
en Asia. Estando cerca de Misia, intentaron dirigirse a Bitinia, pero no se lo
consintió el Espíritu de Jesús” (Hechos 16, 6-7).
Más importante que los signos sensibles inmediatos son los efectos permanentes,
o los frutos, que deben aparecer y manifestarse como consecuencia de la presencia del
Espíritu Santo en la persona. Todos son dones del Espíritu Santo. “En cada uno el
Espíritu revela su presencia con un don, que es también un servicio” (1ª
Corintios 12, 7).
Pentecostés es para la misión. El don del Espíritu, como poder de Dios, es ante
todo para dar testimonio de la presencia viva de Jesús en nuestras vidas, para
testificar de lo que Él ha hecho por nosotros, con nosotros y en nosotros. Pentecostés
es un compromiso al apostolado. Sólo con el Espíritu Santo derramado en abundancia
en las personas y en la Iglesia hay pasión y entrega misionera. Los Apóstoles habían
conocido a Jesús y, fueron enseñados por Él. De Él recibieron la misión pero no podían
cumplirla hasta que recibieron el don del Espíritu Santo. Esta es la condición y la clave
para la tarea misionera de la Iglesia, sólo con ella se tiene una visión universal
misionera con ese poder interior, la pasión encendida y la entrega plena a la misión
que solo el Espíritu Santo nos puede dar.
Muchas veces asociamos la palabra misión con ir a otros países pero esto no es
necesariamente correcto. La misión comienza en nuestro hogar, en la escuela, en el
trabajo, en nuestro mundo personal. “Ten fe en el Señor Jesús y te salvarás tú y tú
familia” (Hechos 16, 31). Todos tenemos la misma vocación de profeta: “…vayan y
hagan que todos los pueblos sean mis discípulos…y enséñenles a cumplir todo lo
que yo les he encomendado” (Mateo 28, 19-20). Hay que comenzar en nuestro
pequeño mundo, sea el que sea.
El segundo fruto es que el Espíritu Santo forma comunidades cristianas. Este fruto
de Pentecostés (del Espíritu Santo) aparece como algo nuevo y extraordinario: una
vida nueva en Jesús con Él al centro de la comunidad y la presencia activa del poder
del Espíritu Santo.
El Espíritu Santo, vinculo de Amor del Padre y el Hijo, produce la comunidad con
características especificas. Las comunidades son comunidades orantes que alaban a
Dios. Comunidades que se enseñan la doctrina, parten el pan juntos, y se edifican unos
a otros. “Acudían asiduamente a la enseñanza de los Apóstoles, a la convivencia,
a la fracción del pan y a las oraciones…Acudían diariamente al Templo con
mucho entusiasmo y con un mismo Espíritu y compartían el pan en sus casas,
comiendo con alegría y sencillez. Alababan a Dios y gozaban de la simpatía de
todo el pueblo; y el Señor hacía que los salvados cada día se integraran a la
Iglesia en mayor número” (Hechos 2, 42.46-47).
La primera comunidad cristiana era una que daba testimonio con el poder del
Espíritu Santo que había recibido. “Y ahora, Señor, mira sus amenazas y concede a
tus siervos anunciar tu palabra con toda seguridad. Manifiesta tu poder,
realizando curaciones, señales y prodigios por el Nombre de tu santo siervo
Jesús. Cuando terminaron su oración, tembló el lugar donde estaban reunidos y
todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y se pusieron a anunciar con
seguridad la palabra de Dios” (Hechos 4, 29-31).
Esta promesa del Padre de la cual hemos hablado es para todos y para siempre.
San Pedro en su primer discurso lo hizo muy claro: “…«Conviértanse y háganse
bautizar cada uno de ustedes en el Nombre de Jesucristo, para que sus pecados
sean perdonados. Y Dios les dará el Espíritu Santo; porque la promesa es para
ustedes y para sus hijos y para todos los extranjeros a los que el Señor llame»”
(Hechos 2, 38-39).
En la HUMANE SALUTIS (21) el Papa Juan XXIII nos dice a través de su oración:
“Repítase ahora en la familia cristiana el espectáculo de los Apóstoles reunidos en
Jerusalén. Dígnese el Espíritu Divino escuchar la oración que todos los días sube a Él
desde todos los rincones de la tierra: renueva en nuestro tiempo los prodigios como de
un nuevo Pentecostés”.
EL ESPÍRITU SANTO EN LOS
SACRAMENTOS
EL deseo del Espíritu es que vivamos de la vida de Cristo resucitado.
Consecuentemente el Espíritu hace a Cristo presente a través de los signos salvíficos, o
sea los sacramentos, que el mismo Jesús nos ha dejado. Usa las acciones salvíficas de
Cristo —su nacimiento, vida, enseñanzas, milagros y, sobre todo, su muerte y
resurrección— para acercarnos más al Reino de Dios. Estas acciones salvíficas o
misterios cuando se celebran en la Iglesia son llamadas liturgia.
“La liturgia cristiana no sólo recuerda los acontecimientos que nos salvaron, sino que
los actualiza, los hace presentes. El Misterio pascual de Cristo se celebra, no se repite; son
las celebraciones las que se repiten; en cada una de ellas tiene lugar la efusión del
Espíritu Santo que actualiza el único Misterio” (CEC 1104).
El reunir su pueblo en Iglesia es obra del Padre que tiene un fin de formar el
Cuerpo de Cristo, pero es el Espíritu que impulsa y aconseja a cada uno en unirse al
Cuerpo de Cristo. Nosotros unidos y reunidos como Iglesia rendimos culto movidos
por el Espíritu. “La finalidad de la misión del Espíritu Santo en toda acción litúrgica es
poner en comunión con Cristo para formar su Cuerpo. El mismo Espíritu es como la savia
de la viña del Padre que da su fruto en los sarmientos (Cf. Jn 15, 1-17; Gálatas 5,22). En
la liturgia se actúa la cooperación más íntima entre el Espíritu Santo y la Iglesia. Él, el
Espíritu de comunión, permanece indefectiblemente en la Iglesia y por eso la Iglesia es el
gran sacramento de la comunión divina que reúne a los hijos de Dios dispersos. El fruto
del Espíritu en la liturgia es inseparablemente comunión con la Trinidad Santa y
comunión fraterna” (CEC 1108).
La Palabra de Dios en la liturgia posee una particular vitalidad y una eficacia real.
La Palabra se hace viva por el Espíritu Santo. “En efecto, la palabra de Dios es viva y
eficaz, más penetrante que espada de doble filo. Penetra hasta la raíz del alma y
del Espíritu, sondeando los huesos y los tuétanos para probar los deseos y los
pensamientos más íntimos” (Hebreos 4, 12).
De todas las liturgias y medios salvíficos que tenemos como dones hay tres que
queremos enfocar un poco aquí. Estos tres son los tres sacramentos de la iniciación
cristiana: se nace con el Bautismo, se fortalece con la Confirmación y se alimenta con
la Eucaristía.
EL BAUTISMO
El Bautismo es el fundamento de la vida cristiana. Este sacramento nos abre la
puerta, no solamente a recibir los demás sacramentos, sino al Espíritu Santo. Por el
Bautismo somos liberados del pecado original y la gracia de Dios que se perdió por
ese pecado es restaurada. Con este sacramento nos hacemos hijos de Dios y como
hijos vamos tomando las características de nuestro Padre. Es el Espíritu de Dios, de
nuestro Padre, el que va formando y perfeccionando esas características en nosotros.
“En el bautismo volvimos a nacer y fuimos renovados por el Espíritu Santo que
derramó Dios sobre nosotros por Cristo Jesús, Salvador nuestro” (Tito 3, 5-6). El
Bautismo es nuestro segundo nacimiento; el nacimiento a la vida divina. El Espíritu
Santo construye de nosotros un templo y nos hace portadores de la Santísima
Trinidad. Esa construcción es una renovación total y tan radical que se le nombra re-
nacimiento. “Por esa misma razón, el que está en Cristo es una criatura nueva.
Para Él lo antiguo ha pasado; un mundo nuevo ha llegado” (2ª Corintios 5, 17).
Cuando somos ungidos por el Espíritu Santo en el Bautismo somos ungidos para
poder participar en las obras de Cristo. Esa unción hace de nosotros sacerdotes,
profetas y reyes. Sacerdotes para orar por los demás; profetas para llevar la Palabra
de Dios a nuestros semejantes; reyes para ser justos y amables con los demás. “…el
que cree en mí hará las mismas cosas que yo hago, y aún hará cosas mayores”
(Juan 14, 12).
LA CONFIRMACIÓN
Si recibimos el Espíritu Santo en nuestro Bautismo, lo recibimos en su plenitud
cuando fuimos Confirmados. La Confirmación es el sacramento del Espíritu por
excelencia. “Con el Bautismo y la Eucaristía, el sacramento de la Confirmación
constituye el conjunto de los sacramentos de la iniciación cristiana, cuya unidad debe ser
salvaguardada” (CEC 1285). El Amor de Dios personificado es el Espíritu Santo y se
nos da para ponernos en comunión con Dios Trino. Este auto donarse no cesa porque
el Amor de Dios es inagotable. Aunque el fin del Espíritu Santo es unirnos a Jesucristo
él actúa en diferentes formas y a diferentes tiempos para lograr esto en nosotros.
Otra vez en la Confirmación, el Espíritu Santo nos marca con su signo indeleble que
reafirma que somos de Cristo. “Somos el buen olor que de Cristo sube hacia Dios, y
lo perciben tanto los que se salvan como los que se pierden”(2ª Corintios 2, 15).
El sello tiene forma de Cristo y todos nosotros que somos marcados somos partícipes
en su vida.
El Catecismo de la Iglesia Católica afirma estos siete dones y dice que: “Pertenecen
en su plenitud a Cristo, Hijo de David. Completan y llevan a su perfección las virtudes de
quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las
inspiraciones divinas” (CEC 1831).
El don de sabiduría hace a uno experimentar las cosas divinas en lo intimo de su
ser. Inteligencia nos da el sentido de lo divino. Consejo nos da la razón de Dios y la
mente de Dios. Fortaleza nos ayuda a superar las dificultades y resistir la tentación.
Ciencia nos hace ver toda creación como reflejo de Dios. Piedad desarrolla en nosotros
el amor filial a Dios. Temor impide que nos apartemos de Dios. Con estos dones
estamos llamados a ser testigos fieles y poderosos de nuestra fe y a defenderla con
nuestras palabras y nuestro ejemplo.
LA EUCARISTÍA
En la Eucaristía está ciertamente presente el Señor Jesús, pero esta presencia no es
inmóvil sino es dinámica, porque en este Sacramento se celebran todos los misterios
salvíficos de Jesús: su vida, pasión, muerte, resurrección y Pentecostés. La misma
presencia eucarística de Cristo es un reflejo y una ampliación de su Encarnación. El
cambio del pan en el Cuerpo del Señor por obra del Espíritu Santo es una renovación
del acto maravilloso de esa otra obra del Espíritu en el seno de María la Virgen. La vida
nueva de la Resurrección de Cristo se nos da en la Eucaristía a través de la acción del
Espíritu. Así el Espíritu actualiza el misterio pascual en la Misa. El Espíritu ha
transformado la muerte de Cristo en ofrenda de amor filial por el Padre y de Salvación
por los hombres y lo ha resucitado. En la Eucaristía el mismo Espíritu hace que este
misterio de amor se actualice a fin de que se puedan gozar sus frutos. A través del
Espíritu es posible participar en la muerte redentora de Cristo igual que en su
Resurrección salvadora.
Aunque el Espíritu Santo sea ya huésped del alma, esté en ti y tenga su morada en
ti, puedes invocarle para que salga, te de vida y vitalidad. Hay que dejar el Espíritu de
Jesús, el Espíritu Santo, formar tu vida, tu forma de pensar, actuar y vivir. El Espíritu
continua diariamente formando la imagen de Cristo en nosotros. Él transforma y
trasfigura de tal manera nuestra vida y opera un cambio tan profundo en nosotros que
no puede pasar sin notarse. Por eso san Pablo pudo reconocer la ausencia del Espíritu
Santo en la vida de los doce discípulos en Efesio (Hechos 19, 2).
En el libro del profeta Jeremías se nos dice que Yavé mandó al profeta a la casa del
alfarero y esto es lo sucedido: “…el cántaro que estaba haciendo le salía mal,
mientras amoldaba la greda. Lo volvió entonces a empezar, transformándolo en
otro cántaro a su gusto. Yavé, entonces, me dirigió esta palabra: «Yo puedo
hacer lo mismo contigo…como el barro en la mano del alfarero, así eres tú en mi
mano” (18, 4-6). Dios es el Alfarero y el Espíritu Santo es la acción de sus manos. Así
el Espíritu nos hace participes de la vida divina. Esta obra santificadora del Espíritu se
llama “divinización” o el acto de hacernos santos. La santidad comienza aquí en la
tierra y el Reino de Dios es inaugurado.
Seguir a Dios implica cambiar nuestros esquemas internos, caminar con Dios y
compartir la vida con Él. La vida santa es lo que Dios comparte. El seguimiento es
nuestra respuesta a la oferta. La santidad no se trata de cumplir con la Ley, hacer
obras de caridad ni milagros. Al contrario estas cosas o acciones son resultados de la
gracia que hemos recibido del Padre a través del Espíritu Santo. La santidad es una
invitación a vivir una vida mejor, una vida divina. Nuestra respuesta a la invitación es
una de colaboración y disponibilidad para recibir el regalo.
La llamada a ser santo es una invitación que, como cualquier otra invitación se
puede libremente aceptar o rechazar. Al aceptarla impone en nosotros una obligación
de seguir a Cristo. Esta obligación es el resultado de la libre elección que hemos hecho.
“Cristo nos liberó para que fuéramos realmente libres” (Gálatas 5, 1). En fin la
llamada a la santidad es una llamada a vivir la libertad y vivir la caridad.
Frecuentemente podemos consultar a san Pablo que tiene un modo preciso de
expresarse: “…yo no tendría ningún mérito con sólo anunciar el Evangelio, pues
lo hago por obligación. ¡Pobre de mí si no anuncio el Evangelio!” (1ª Corintios 9,
16).
Dios Padre, por medio del Espíritu Santo, hace que Cristo habite en nuestro
corazón. “…no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gálatas 2, 20). La vida en Cristo
se expresa en una vida filial, una vida de Padre e hijo. Según san Pablo, el Espíritu nos
hace hijos de Dios: “Pues todos aquellos a los que guía el Espíritu de Dios, esos
son hijos de Dios. Ustedes no recibieron un Espíritu de esclavos para volver al
temor, sino que recibieron un Espíritu de hijos adoptivos, el que nos enseña este
grito: ¡Abbá!, o sea: ¡Papaíto! El mismo Espíritu le asegura a nuestro Espíritu
que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, somos también herederos. Nuestra
será la herencia de Dios, y la compartiremos con Cristo; pues si ahora sufrimos
con Él, con Él recibiremos la gloria” (Romanos 8, 14-17). San Juan lo confirma
cuando nos dice: “Vean qué amor singular nos ha dado el Padre: que no
solamente nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos” (1ª Juan 3, 1).
Cuando nos dejamos guiar por el Espíritu nuestra vida se volverá en una constante
búsqueda de la voluntad del Padre. Esta búsqueda nace del amor y no del temor. “Yo
no puedo hacer nada por mi propia cuenta; para juzgar, escucho (al Padre), así
mi juicio es recto, porque no busco mi voluntad, sino la de Aquel que me envió”
(Juan 5, 30).
El Espíritu de Jesús nos permite decir: “Jesús es el Señor” (1ª Corintios 12, 3).
Esta frase tan sencilla, tan fácil de decir es la más difícil para orar. Al orar que Jesús es
el Señor aceptamos su soberanía sobre nosotros; nos abandonamos completamente a
Cristo. Él es Señor. Le permitimos decirnos que hacer, como hacerlo y donde hacerlo.
Y aceptamos su voluntad sin renegar, sin vacilación. Al orar “Jesús es el Señor” es
admitir que Él es el Señor del universo. Todo lo demás no es importante porque Él es
el Todopoderoso.
Por tanto, se puede decir que uno no puede orar ni tener una experiencia de Dios y
las cosas de Dios si no es por el Espíritu Santo. La experiencia de Dios a través de su
Palabra es dada por el Espíritu que nos orienta hacia la verdad. El Espíritu actúa para
que nosotros podamos experimentar el misterio de la vida, la comunión con Dios y
con los demás. La obra del Espíritu Santo es edificar la Iglesia en la unidad. “…hemos
sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un único cuerpo” (1ª
Corintios 12, 13). En Él se encuentra la fuente de todo don que nos da Dios. En suma,
entonces, el Espíritu Santo es Dios y regalo de Dios. ¡Qué estupendo misterio!
El Espíritu Santo nos hace testigos de Cristo Resucitado; esa es su misión. “Yo les
enviaré, desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre. Este
Intercesor, cuando venga, presentará mi defensa. Y ustedes también hablarán
en mi favor, pues han estado conmigo desde el principio” (Juan 15, 26-27). De
hecho no es posible dar testimonio de Cristo sin la fuerza del Espíritu Santo. “Ahora
yo voy a enviar sobre ustedes al que mi Padre prometió. Por eso, quédense en la
ciudad hasta que hayan sido revestidos de la fuerza que viene de arriba” (Lucas
24, 49). Cada uno de nosotros somos llamados a ser testigo del Evangelio. Dar
testimonio de Cristo con la fuerza del Espíritu significa involucrarse en la Palabra del
Evangelio. “Y les dijo: «Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Nueva a
toda la creación. El que crea y se bautice se salvará. El que se resista a creer se
condenará. Y estas señales acompañarán a los que crean: en mi Nombre echarán
los espíritus malos, hablarán en nuevas lenguas, tomarán con sus manos las
serpientes y, si beben algún veneno, no les hará ningún daño. Pondrán las
manos sobre los enfermos y los sanarán»…Y los discípulos salieron a predicar
por todas partes con la ayuda del Señor, el cual confirmaba su mensaje con las
señales que lo acompañaban” (Marcos 16, 15-18.20)
Es conocido que la contradicción entre carne y Espíritu está dentro de cada uno de
nosotros; somos ya hijos de Dios y tenemos el Espíritu, pero persisten en nosotros
posibilidades y probabilidades de volver al pecado. “Es fácil ver lo que viene de la
carne: libertad sexual, impurezas y desvergüenzas; culto de los ídolos y magia;
odios, celos y violencias; furores, ambiciones, divisiones, sectarismo,
desavenencias y envidias; borracheras, orgías y cosas semejantes” (Gálatas 5, 19-
21). Para poder dominar y superar estas debilidades en nosotros el Espíritu cultiva en
nosotros su fruto: “… el fruto del Espíritu es caridad, alegría y paz, paciencia,
comprensión de los demás, bondad y fidelidad, mansedumbre y dominio de sí
mismo” (Gálatas 5, 22-23). Existe, además, un fruto del Espíritu que brota del amor y
del hecho que somos hijos de Dios. Ese fruto es la libertad. “El Señor es el Espíritu y
donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2ª Corintios 3, 17). San
Pablo también nos dice en la Carta a los Gálatas: “Ustedes, hermanos, fueron
llamados para gozar la libertad; no hablo de esa libertad que encubre los deseos
de la carne; más bien, háganse esclavos unos de otros por amor. Pues la Ley
entera está en una sola frase: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Gálatas 5,
13-14).
En el Evangelio de san Lucas se narra la historia del hijo pródigo (15, 11-31). Al
darse cuenta de su situación y que ha hecho mal, el hijo menor regresa a la casa de su
padre. Este retorno, o cambio de orientación es debido al Espíritu Santo. Él es el que
nos convence de nuestro pecado, nos lleva al arrepentimiento y concede el perdón. El
Espíritu Santo no sólo nos mueve a arrepentirnos sino también restaura en nosotros
la vida divina, la gracia santificante.
Cada bautizado, cada confirmado, al tomar parte de las riquezas de estos dos
sacramentos y aceptar las obligaciones impuestas por ellos descubre una dimensión
carismática de la Iglesia. Como fuerza y obra del Espíritu Santo esta dimensión
carismática le da sentido al servicio del creyente. La fuerza del Espíritu Santo viene a
expresarse en todas aquellas formas personales y comunitarias que existen hoy y aún
han existido en la Iglesia desde el primer Pentecostés. Los miembros del Cuerpo de
Cristo son varios y cada uno tiene su función pero también se le llega a cada uno según
esa función. Por esa razón hay diferentes movimientos en la Iglesia hoy.
Si es cierto, y sí lo es, que la misión de la Iglesia es Evangelizar: “…vayan y hagan
que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos, en el Nombre del Padre
y del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he
encomendado” (Mateo 28, 19-20). Entonces la única manera de hacerlo es con el
liderazgo del Espíritu Santo y eso implica usar todos sus dones y carismas necesarios
para lograr “que todos los pueblos sean mis discípulos”. La fe que Jesucristo nos
pide seguir es una fe radical y hay que vivir la radicalidad de caminar en el Espíritu.
“En cada uno el Espíritu revela su presencia con un don, que es también un
servicio…es obra del mismo y único Espíritu, el cual reparte a cada uno según
quiere” (1ª Corintios 12, 7.11).
Todo bautizado está invitado a vivir el servicio del testimonio y del amor, lo cual es
una responsabilidad de confesar la fe católica. “…cuéntales lo que el Señor ha hecho
contigo y cómo ha tenido compasión de ti” (Marcos 5, 19). No se trata de ser sólo
“devotos” del Espíritu Santo, sino sencillamente de vivir y respirar del Espíritu. Será
provechoso recuperar unos valores básicos de la vida cristina. Por ejemplo, descubrir
la importancia de la vida en el Espíritu, significará dar una firme estructura al mundo
de hoy. Con la fecundidad del Evangelio, la eficacia de su mensaje y el conocimiento
del Espíritu Santo como verdadero dador de Vida, la Iglesia tendría una auténtica
renovación. No se busca tanto los dones carismáticos, sino la sincera y humilde
conversión que nos llevará al misterio de Cristo y dar testimonio de Él.
El desafío está claro: “El Espíritu y la esposa dicen: «Ven.» Que el que escucha
diga también: «Ven.» Que el hombre sediento se acerque; quien lo desee, reciba
gratuitamente el agua de la vida” (Apocalipsis 22, 17).
VIDA SOBRENATURAL
El Papa San Juan XXIII dijo que el peligro más grave que enfrenta la Iglesia es el de
pelagianismo, o sea negar lo sobrenatural. Negar lo sobrenatural es decir que Dios al
crearnos nos abandonó y no interviene en nuestra vida. El pelagianismo niega la
existencia del demonio y la existencia de un Salvador verdadero, y, por supuesto, la
necesidad de ese Salvador. Niega el poder del Espíritu Santo, y desacredita sus dones.
“Se perdonará a los hombres cualquier pecado y cualquier palabra escandalosa
que hayan dicho contra Dios. Pero las calumnias contra el Espíritu Santo no
tendrán perdón” (Mateo 12, 31).
Sin embargo la vida cristiana es sobrenatural. Más aún el libro “Hechos de los
Apostoles” está repleto de historias que demuestran que la vida cristiana sobrenatural
es la norma que debemos llevar.Cierto que Hay cosas que el hombre no puede hacer,
pues sobrepasan sus capacidades. Pero con el poder del Espíritu, todo es posible.
La Biblia nos habla mucho de la gracia de Dios que nos hace capaces de vivir esta
vida que nos pide el Señor. “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”
(Romanos 5, 20). “Te basta mi gracia; mi mayor fuerza se manifiesta en la
debilidad” (2ª Corintios 12, 8).“Pues por la gracia de Dios han sido salvados; por
medio de la fe. Ustedes no tienen mérito en este asunto; es un don de Dios”
(Efesios 2, 8).
San Pablo muy bien sabía que esa gracia es absolutamente necesaria: “…ahora no
vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Todo lo que vivo en lo humano se hace vida
mía por la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gálatas 2, 20-
21).
La gracia de Dios se puede manifestar a través de lo que llamamos los dones del
Espíritu Santo. Hay muchos dones y se pueden clasificar en varias maneras. En la
Biblia se encuentran a menudo: en Isaías 11, Romanos 12, Efesios 4 y en 1ª Corintios
12 igual que en otras partes.
¿Qué es un don? Es una gracia, o regalo, de Dios que nos ayuda a cumplir con lo
que Él nos pide. Los dones son dados a cada uno en la medida que se necesitan en la
persona y en la comunidad y según como se piden. Los dones no son solo para uso
personal, sino para edificar la Iglesia. San Pedro nos dice: “Sírvanse mutuamente
con los talentos que cada cual ha recibido; es así como serán buenos
administradores de los dones de Dios” (1ª Pedro 4, 10).San Pablo lo expresa con
estas palabras: “En cada uno el Espíritu revela su presencia con un don, que es
también un servicio” (1ª Corintos 12, 7).
Sin duda todos tenemos dones que Dios nos ha obsequiado. Aunque los dones son
recibidos y auténticos, no son automáticos. Se pueden tardar en tomar efecto y en
desarrollarse, no es como un botón para prender o apagar la luz. Dios puede tomar su
tiempo en actuar. Por eso no hay que desanimarnos ni perder la confianza. Dios sabe
qué, cómo y cuándo hace las cosas. Lo importante es evitar el pelagianismo, tener fe y
crecer en los dones que el Espíritu nos regala.
El don de curación es muy ordinario porque Dios usa personas y cosas muy
ordinarias para sanar. Por ejemplo los médicos y medicamentos son instrumentos de
Dios, Él los usa para sanar y aliviarnos(cf. Sirácides 38, 1-9). El Apóstol Santiago nos
exhorta a pedir oración de los presbíteros de la Iglesia para que el enfermo,
ungiéndolo con aceite en el Nombre del Señor, sea curado (Santiago 5, 14-15). Aunque
esta oración y unción forman el sacramento para enfermos, se puede hacer la oración
fuera del sacramento. La oración es muy importante y hay que recordar que la
curación puede ser inmediata o se puede tardar. Dios es el que decide.
El don de milagros se da cuando no hay
instrumento, como Pedro caminando
sobre las aguas. Cuando uno ora por un
cambio en las circunstancias y se logra, eso
es un milagro. Por ejemplo: en una cárcel
había un interno sentenciado injustamente
porque era inocente. Se pidió en oración
que se hiciera justicia y en su apelación fue
absuelto y le otorgaron su libertad. En otro
caso uno hablaba de suicidarse y después
de que se le hizo oración hasta su
semblante cambio.
LOS dones de comunicación son: profecía, reconocimiento (también se le nombra
discernimiento) y lenguas. Ya sabemos que la comunicación tiene dos sentidos: hay
que hablar y hay que escuchar. Dios nos da estos dones precisamente para
comunicarse con nosotros, para poder oírle y hablarle. Él comunica su mensaje y
nosotros comunicamos el nuestro a través de la oración. “Mis ovejas conocen mi voz
y yo las conozco a ellas. Ellas me siguen” (Juan 10, 27). Si las ovejas siguen a Jesús
entonces quiere decir que no solamente escucharon su voz, sino que entendieron lo
que dijo. Conocer su voz y entenderla es reconocimiento del Pastor.
Profecía es, en parte, anunciar. Cuando Dios nos anuncia algo, nos habla de varias
maneras: la conciencia, una idea, la Biblia o a través de otra persona, sea amigo,
familiar o un sacerdote, etc., etc. Todo esto es profecía en el sentido más sencillo de la
palabra. Cuando alguien nos dice algo que nos pone a pensar que tenemos que
cambiar en nuestra manera de actuar, Dios se está manifestando a través de esa
persona usando los dones de comunicación.
El don de lenguas es, quizá, el más mal interpretado, y el más fácil de fingir e
imitar, pero es una manera auténtica de comunicarse con Dios.
¿Cuáles palabras son las que usamos para alabar a Dios? Glorioso, maravilloso,
fantástico, increíble, divino, bueno, poderoso, etc., etc. Estas mismas palabras se usan
para anunciar el jabón que usamos para lavar la ropa. Dios merece mejor que esto,
pero nuestro vocabulario está limitado y en algunas ocasiones quisiéramos tener
otras palabras para alabar a Dios, pero no podemos porque no tenemos la capacidad.
¿No sería bueno tener otro lenguaje para usar palabras diferentes? Pues el Espíritu
Santo nos puede poner palabras nuevas en nuestra boca para poder alabar de una
manera diferente. San Pablo nos dice: “Además el Espíritu nos viene a socorrer en
nuestra debilidad; porque no sabemos pedir de la manera que se debe, pero el
propio Espíritu intercede por nosotros con gemidos que no se pueden expresar”
(Romanos 8, 26).
Todos tenemos estos dones ordinarios para usar diariamente en nuestra vida
como cristianos. Hay que hacernos conscientes de ellos y reconocer que vienen del
Espíritu Santo. Pidámosle al Espíritu Santo que nos colme de los dones que más
necesitamos para edificar su Reino.
DONES CARISMÁTICOS
TODO, pero todo, es un don, un regalo, una gracia de Dios. Dios mismo se hace Don
cuando se entrega a nosotros en la Eucaristía, en una visión, en su Palabra o cualquier
otra forma que le agrada.
“La gracia es, ante todo y principalmente, el don del Espíritu que nos justifica y nos
santifica. Pero la gracia comprende también los dones que el Espíritu Santo nos concede
para asociarnos a su obra, para hacernos capaces de colaborar en la salvación de los
otros y en el crecimiento del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Estas son las gracias
sacramentales, dones propios de los distintos sacramentos. Son además las gracias
especiales, llamadas también “carismas”, según el término griego empleado por S.
Pablo, y que significa favor, don gratuito, beneficio… Cualquiera que sea su carácter, a
veces extraordinario, como el don de milagros o de lenguas, los carismas están
ordenados a la gracia santificante y tienen por fin el bien común de la Iglesia. Están al
servicio de la caridad, que edifica la Iglesia…” (CIC 2003).
San Pedro y San Pablo enseñan que los dones son para servir a Dios y la
comunidad y nos llevan a la acción. Santiago también es muy específico cuando habla
del don de la fe (y se aplica a todo don) diciendo que la fe (don) “…si no se
demuestra por la manera de actuar, está completamente muerta” (Santiago 2,
17). Agregando que “…la fe que no produce obras está muerta” (2, 26). Así que los
dones son ministerios también.
El Profeta Isaías nos habla de los dones comunes, ordinarios, los cuales recibimos
del Espíritu Santo a través de los sacramentos. En la Carta a los Romanos se nos habla
de la diversidad de dones y la consecuente aplicación de los mismos y estos los vimos
brevemente en el capítulo anterior.
San Pablo le escribe a los Efesios y a nosotros: “…Cristo es el que dio a unos el
ser apóstoles, a otros, ser profetas, o aun, evangelistas, o bien pastores y
maestros. Así preparó a los suyos para los trabajos del ministerio en vista a la
construcción del cuerpo de Cristo…” (Efesios 4, 11-12).
Dios nos regala sus dones para que podamos glorificarlo con ellos. Su criterio es
muy sencillo: nos los da según la necesidad de la comunidad y el tiempo o situación. Él
los obsequia a quien quiere y cuando quiere. Los dones son para todos, según la
voluntad del Espíritu y no son para qué el hombre se luzca, sino son Cristo obrando a
través del hombre.
Todo cristiano hasta el más humilde o más pobre, puede tener talentos con que
puede servir a los demás. Cuando uno se compromete a seguir a Jesús, el Espíritu
despierta en él, o ella, nuevas fuerzas muchas veces sorprendentes e inesperadas. Con
frecuencia los dones ordinarios maduran y se convierten en extraordinarios.
“Los seglares también pueden sentirse llamados o ser llamados a colaborar con sus
pastores en el servicio de la comunidad eclesial, para el crecimiento y la vida de ésta,
ejerciendo ministerios muy diversos según la gracia y los carismas que el Señor quiera
concederles” (CIC 910).
Hay que notar que aunque lo escrito en el Nuevo Testamento puede dar la
impresión que el bautismo en el Espíritu Santo es algo que se hace al momento como
impulso, en realidad no es así. Se requiere preparación, estudio, entrega y mucha
oración.
“Extraordinarios o sencillos y humildes, los carismas son gracias del Espíritu Santo,
que tienen directa o indirectamente, una utilidad eclesial; los carismas están ordenados
a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo” (CIC
799).
La Iglesia hoy en día necesita construir un mundo justo con menos corrupción; un
mundo que regrese al Cristo que abandonó y reconocer al Desconocido Espíritu. Se
necesita urgentemente la presencia de Cristo y el Espíritu de Dios vivos entre
nosotros. Hay que manifestar que el Espíritu sí está vivo y actúa en, con y a través de
nosotros. Y una manera de lograr esto es utilizando los dones espirituales según como
los reparte el Espíritu y como quiere que se usen.
¿Cuáles son los dones espirituales, y cómo se usan? Son los mismos que san Pablo
nos da pero aquí los veremos con otro enfoque (1ª Corintios 12, 4-11):
“En cada uno el Espíritu revela su presencia con un don, que es también un
servicio. A uno se le da hablar con sabiduría, por obra del Espíritu. Otro
comunica enseñanzas conformes con el mismo Espíritu. Otro recibe el don de la
fe, en que actúa el Espíritu. Otro recibe el don de hacer curaciones, y es el mismo
Espíritu. Otro hace milagros; otro es profeta; otro reconoce lo que viene del
bueno o del mal espíritu (discernimiento); otro habla en lenguas, y otro todavía
interpreta lo que se dijo en lenguas. Y todo esto es obra del mismo y único
Espíritu, el cual reparte a cada uno según quiere”.
Con esta gracia nos abrimos más a las aciones del Espíritu Santo, nos sometimos
más a su voluntad. “Pues todos aquellos a los que guía el Espíritu de Dios, ésos
son hijos de Dios. Y si somos hijos, somos también herederos” (Romanos 8,
14.17).
ENSEÑANZAS… Los fieles con este don tienen una facilidad de explicar la doctrina
y hacerse entender. Son bendecidos con otros dones como sabiduría y fe que
uniéndose unos con los otros pueden ablandar corazones y corregir errores.
FE… Fe es confiar en lo que Dios ha dicho (Mateo 14, 22-33). Sabemos que todo lo
que dice Dios es la verdad; Él no miente. Cuando aceptamos eso podemos tener la
certeza que algo bueno va a suceder… y sucede. Jesús prometió que mandaría el
Espíritu (Juan 14, 15-17; Lucas 24, 49) y el Espíritu llegó con fuerza y fuego (Hechos 2,
1-11). No es suficiente creer en Jesús, sino hay que creerle a Jesús. No es suficiente
conocer de Jesús, sino conocer a Jesús. Hay que vivir la vida de tal manera que cuando
conoces alguien por primera vez les brota el deseo de conocer a Jesús.
Nuestra fe nos enseña que hay cuatro condiciones con que cumplir para ser
buenos cristianos: Creer (fe) y conversión (Mateo 4, 17; Marcos 1, 15); denuncia
(Lucas 14, 26-27); y ser bautizado (Marcos 16, 16; Hechos 2, 38). Igual, estas cuatro
condiciones, son necesarias para recibir el Espíritu Santo. Y para entrar al cielo se
necesita todo esto más cumplir con la voluntad de Dios Padre (Mateo 7, 21).
Es cierto que hay médicos y medicamentos que nos han sido dados en plenitud,
pero en ocasiones Dios quiere sanar a una persona con el poder del Santo Nombre de
Jesús.
El primer ejemplo de esto lo tenemos con los santos Pedro y Juan. Ellos sanaron un
hombre tullido con las palabras: “No tengo oro ni plata, pero lo que tengo te lo doy:
¡Por el Nombre de Jesucristo de Nazaret, camina!” (Hechos 3, 6). Luego tomándolo
de la mano lo levantaron.
En el transcurso de los años han existido muchas personas con el don de sanación.
Uno de ellos fue el sacerdote Emiliano Tardif autor del libro Jesús Esta Vivo quien tenía
un ministerio de sanación conocido por todo el mundo. Otro es el Padre Pedro Núñez
que conduce el program Conozca Su Fe Católica en EWTN televisión.
La Iglesia permite que laicos responsables oren e impongan manos sobre los
enfermos. Cuando se hace con fe, en nombre de Jesús, se aumentan las curaciones que
hace el Señor.
MILAGROS… Los milagros de Cristo y los de los santos y profetas son testimonio
del poder y grandeza de Dios. La Resurrección de Jesús es el principio del poder del
Nombre de Jesús porque de este se harán todos los milagros.
Jesús respalda sus palabras con numerosos milagros, prodigios y signos (Marcos
16, 15-20; Hechos 2, 22) los cuales atestiguan que Jesús es el Mesias (CIC 547). Los
milagros fortalecen la fe de los fieles en Aquel que es el Hijo de Dios. Sin embargo no
todos aceptaron ni los milagros ni Aquel que los hizo.
Tenemos sin numero de ejemplos auténticos con los santos. Cada santo
canonizado tiene cuando menos un milagro atribuido a su nombre. Entre los más
recientes milagros se incluye Mónica Bersa que fue sanada de un tumor en el
abdomen en 1998 por intercesión de Santa Madre Teresa de Calcuta. La monja
francés, María Simón-Pierre fue sanada en 2005 de Parkinson por intercesión del
santo Juan Pablo II.
Cuando se habla de milagros es muy normal pensar en resucitar muertos, sanar
personas de enfermedades incurables o terminales, restaurar la vista a un ciego u
otras hazañas como las que logró Jesús en las Sagradas Escrituras.
Sin embargo, también existen milagros de otro tipo, milagros que dan vida
espiritual y logran un sin número de obras buenas.
A los 18 años pensó que su futuro consistiría en casarse, tener hijos, vivir en
constante dolor y ser miserable el resto de su vida. Fue cuando algo extraordinario le
pasó que le dio un giro a su vida: tuvo una sanación de su intestino la cual le hizo tener
fe en Jesús y enamorarse de Él. Tuvo un encuentro profundo con El Niño Dios y entró
en el convento, tomando el nombre sor Angélica.
Hoy EWTN está en servicio 24 horas al día y llega a 258 millones de hogares en
144 países la difusora de radio y televisión católica más grande del mundo. Esto se
logró milagrosamente sin anuncios comerciales únicamente con donaciones de los
televidentes y, por supuesto, mucha ayuda de Dios.
Entre sus numerosos logros vale mencionar un ministerio de libros con una
distribución en 38 países con más de un millón y medio de ejemplares. Ella fue autora
de 53 libros religiosos.
Puede ser que el Espíritu le de una palabra de consejo a un profeta con el motivo
que se le entregue en privado a cierta persona. La función del profeta siempre es
variable y por eso tiene que estar alertó a los impulsos del Espíritu.
DISCERNIMIENTO… Los Carismas que en realidad vienen del Espíritu son una
riqueza tremenda para la Iglesia y deben ser sometidos al discernimiento de los
Pastores.
Este don señala la voluntad de Dios en cualquier situación a veces con ayuda
externa y a veces sin ella, por ejemplo, hay algunos que al ver o oír a otra persona
pueden discernir una condición o necesidad en ella que no es evidente.
LENGUAS… El don de lenguas es una manera excelente de orar y alabar a Dios.
Hablando en lenguas es como un sacramento en que es una manifestación visible de
una gracia interior.
Cuando uno recibe el bautismo en el Espíritu recibe un amor tan profundo que es
difícil de expresar. Consecuentemente Dios obsequia el don de lenguas para que sea
alabado. El que ora no está consciente de lo que dice pero puede imaginar el sentido.
La oración no debe ser dirigida a nosotros, sino a Dios y Él sí la entiende.
San Pablo lo expresa de esta manera, “Si estoy orando en lenguas, mi espíritu
reza, pero mi entendimiento queda ocioso” (1 Corintios 14, 14).
Cuando es una alabanza se dirige a Dios y no hay necesidad de saber qué se dice
porque Dios no necesita un intérprete.
Estos nueve dones se hacen extra ordinarios con el poder del Espíritu Santo y
sirven la comunidad en casos especiales y necesarios para el crecimiento y madurez
de la misma.
Los discípulos son enviados para sanar al pueblo. Los milagros y la sanación de
males no son el fin principal sino son señales de la presencia viva de Jesús entre su
pueblo y la acción del Espíritu Santo actuando entre los bautizados. El fin es la
evangelización y la renovación de todos.
Cerramos este capítulo con una cita de la Carta de San Pablo a los Romanos (12, 4-
8):
“Asimismo, debes dar con la mano abierta, presidir con dedicación y, en tus
obras de caridad, mostrarte sonriente”.
¿QUÉ HACER?
PODRÍAMOS caer en un grave error si pensáramos que al conocer lo que se ha
explicado en los capítulos anteriores es lo suficiente para tener una vida nueva o creer
que ya conocemos al Desconocido. Para poder conocer bien a alguien hay que tratarlo,
hay que experimentarlo. En otras palabras hay que hacer vida lo que hemos
aprendido, ponerlo en práctica. No sólo hay que entender con la cabeza sino aceptar
con el corazón y ponerlo en acción. “Si vivimos por el Espíritu, dejémonos conducir
por el Espíritu” (Gálatas 5, 25).
En el libro del Profeta Ezequiel (37, 1-10) se nos relata un incidente muy curioso:
La devoción al Espíritu Santo es mucho más que rezarle una novena, publicar una
oración en laredo tener un prendedor de una palomita en la solapa. La devoción al
Espíritu Santo no significa que le vamos a dejar todo el trabajo, sino requiere nuestra
colaboración: 1) estar convencidos que Él habita en nosotros y actúa a través de
nosotros; 2) que se trata de un trabajo de conjunto —Él y nosotros; 3) creer y aceptar
que el Espíritu Santo sigue haciendo milagros, curaciones y cambios en la Iglesia de
hoy como lo hizo en los primeros años de su historia; 4) tener el deseo de ser su
instrumento según su voluntad.Además, nosotros podemos colaborar con los
siguientes cuatro pasos:
1. CONVERSIÓN Y ARREPENTIMIENTO
2. CONSAGRACIÓN
3. ORACIÓN.
Haz oración todos los días pidiéndole al Padre que cumpla en ti su promesa: “Los
recogeré de todos los países, los reuniré y los conduciré a su tierra. Derramaré
sobre ustedes agua purificadora y quedarán purificados. Los purificaré de toda
mancha y de todos sus ídolos. Les daré un corazón nuevo, y pondré dentro de
ustedes un Espíritu nuevo. Les quitaré del cuerpo el corazón de piedra y les
pondré un corazón de carne. Infundiré mi Espíritu en ustedes para que vivan
según mis mandatos y respeten mis órdenes. Habitarán en la tierra que yo di a
sus padres. Ustedes serán para mí un pueblo y a mí me tendrán por su Dios”
(Ezequiel 36, 24-28). Jesucristo habló de esa promesa del Padre con estas palabras:
“…ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días…van a
recibir una fuerza, la del Espíritu Santo, que vendrá sobre ustedes, y serán mis
testigos…hasta los limites de la tierra” (Hechos 1, 5.8). Hay que pedir para recibir.
Ruégale todos los días al Espíritu Santo que haga en ti otro Pentecostés, que te dé
un Espíritu de misionero, testigo con poder, y que te una más a tu comunidad sea la
que sea. No pidas tanto los carismas sino un Espíritu nuevo, un cambio de vida, una
manera diferente de pensar. Acepta de Él lo que te quiere dar y hay que decírselo. Dile
que estás dispuesto y anhelas ser conducido por Él, pero díselo con toda sinceridad.
No basta en decir, “Señor, Señor” hay que, sobretodo, hacer la voluntad del Padre
(Mateo 7, 21). Hay que someterse a esa voluntad para que el Espíritu trabaje en ti. El
Espíritu Santo te transformará para poder vivir de acuerdo a los criterios de
Jesucristo: “Vengan a mí los que se sienten cargados y agobiados, porque yo los
aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy paciente de corazón y
humilde, y sus almas encontrarán alivio. Pues mi yugo es bueno, y mi carga
liviana” (Mateo 11, 28-30).
4. ESPERANZA
Espera en constante oración con fe, confianza y ardiente sed el cumplimiento de la
promesa como lo hicieron los Apóstoles después de la Ascensión del Señor. Deja que
te acompañe María en tu espera. Pídele a nuestra Señora que interceda por ti. “Pero
los que esperan en Yavé sentirán que se les renuevan sus fuerzas, y que les
crecen alas como de águilas. Correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse”
(Isaías 40, 31).
NO SEAS INCRÉDULO
Por otro lado no hay que extinguir al Espíritu Santo. San Pablo nos dice: “No
apaguen el Espíritu” (1ª Tesalonicenses 5, 19). También nos dice: “No entristezcan
el Espíritu santo de Dios; éste es el sello con el que fueron marcados en espera
del día de la Salvación” (Efesios 4, 30). Al contrario hay que permanecer llenos del
Espíritu, “…llénense del Espíritu Santo. Júntense para rezar salmos, himnos y
cánticos espirituales. Canten y celebren interiormente al Señor, dando gracias a
Dios Padre, en nombre de Cristo Jesús, nuestro Señor, siempre y por todas las
cosas” (Efesios 5, 18-20).
El ser humano es como un coche. El coche puede caminar solamente mientras que
tenga combustible. Cuando se le acaba la gasolina, ya no funciona el motor. Nosotros
también necesitamos combustible para poder caminar en el Espíritu. Ese combustible
es el Espíritu Santo. Necesitamos urgentemente una nueva efusión de Espíritu Santo
para poder vivir la vida que el Padre intentó para nosotros desde nuestra creación.
Caminar en el Espíritu requiere fe. Fe en Dios Padre, fe en Dios Hijo y fe en Dios
Espíritu Santo. Sin fe no lo hacemos, es imposible.
El Señor Jesús nos repite decenas de veces que hay que tener fe, que la fe es la
clave de nuestra vida en Dios:
“El que crea y se bautice se salvará, el que se resista a creer se condenará”
(Marcos 16, 16).
“…todo lo que pidan en la oración, crean que ya lo han recibido y lo tendrán”
(Marcos 11, 24).
“…Puedes irte, y que te suceda como creíste” (Mateo 8, 13).
“… Todo es posible para el que cree” (Marcos 9, 23).
“Yo…les digo la verdad y ustedes no me creen” (Juan 8, 45).
“Pero ustedes no creen porque no son de mis ovejas” (Juan 10, 26).
“…Tú crees porque has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!” (Jn 20,
29).
Así se repite nuestra historia: algunos sí creen, algunos no. Jesús dijo: “Si ustedes
no ven señales y prodigios, no creen” (Juan 4, 48). Sin embargo hay algunos que los
ven y no creen; no creen que el Espíritu de Dios esta activo en el mundo hoy. No creen
que se manifiesta con señales y prodigios. Creen que las señales y prodigios que se ven
son mentiras y se burlan de aquellos que aparentemente tienen más fe. Quizá sí hay
algunos que mienten para quedar bien, tratar de ganar más discípulos o cualquier otra
razón. La verdad es que el Espíritu Santo y el Señor Jesús están logrando muchas
curaciones y conversiones. Jesús acepta ser criticado por los que no entienden su
manera de actuar. Pero otra cosa es llamar obra mala la que es evidentemente buena.
Blasfemar contra el Espíritu Santo es atribuir al espíritu malo una obra que es
manifiestamente buena. “Pero el que calumnia al Espíritu Santo no tendrá jamás
perdón, sino que arrastrará siempre su pecado” (Marcos 3, 29). El que reconoce la
verdad y no a Dios, está en mejor camino que el que dice creer en Dios y no reconoce
la verdad. San Pablo frecuentemente tiene la respuesta: “Examínenlo todo y
quédense con lo bueno” (1ª Tesalonicenses 5, 21).
Así es con la religión, Dios nos ofrece tanto que en veces decimos que no podemos
con todo. Pero no hay que descartar algo solamente porque nuestro prejuicio nos
indica que no está bien o no es para nosotros. Muchas veces perdemos lo mejor que
nos tiene Dios por ser flojos, por miedo a lo desconocido o miedo de tener que
cambiar nuestra manera de ser, por no poner atención o resistimos por un capricho o,
mejor dicho, por nuestra soberbia.
Alguien dijo: “La persona más triste es la que no sabe que no sabe”. No sabemos
que hay algo mejor en la vida que lo que hemos experimentado. Aunque pensemos
que somos totalmente felices, no hemos logrado la plena felicidad. Si creemos que no
hay nada mejor de lo que tenemos, estamos equivocados porque sí lo hay. No nos
ponemos a pensar que el cofre de Dios es inagotable. No nos damos cuenta que Dios
tiene maravillas para nosotros, “Llámame y te responderé; te mostraré cosas
grandes y secretas que tu ignoras” (Jeremías 33, 3).
El Señor Jesús mandó sus Apóstoles en una misión: “Vayan por todo el mundo y
anuncien la Buena Nueva a toda la creación…Y estas señales acompañarán a los
que crean: en mi Nombre echarán los Espíritus malos, hablarán en nuevas
lenguas, tomarán con sus manos las serpientes y, si beben algún veneno, no les
hará ningún daño. Pondrán las manos sobre los enfermos y los sanarán” (Marcos
16, 15.17-18). San Marcos concluye diciendo: “los discípulos salieron a predicar
por todas partes con la ayuda del Señor, el cual confirmaba su mensaje con las
señales que lo acompañaban” (Marcos 16, 20). Esta es nuestra misión también.
Todo es posible con el poder del Espíritu Santo. Como dice san Pablo, “Todo lo puedo
en aquel que me fortalece” (Filemón 4, 13).
Que bien me caen las palabras del profeta Jeremías, “…Con amor eterno te he
amado, por eso prolongaré mi favor contigo” (Jeremías 31, 3). Pues ese 12 de
noviembre de 1932 Dios me hizo el favor de darme un padre judío de la propia raza
que Yavé había elegido, del mismo linaje de Jesús. Me dio una madre mexicana del país
elegido por la Virgen de Guadalupe. Y desde ese momento me comenzó a preparar el
Espíritu Santo en la misión que el Padre había elegido: “Antes de formarte en el
seno de tu madre, ya te conocía, antes de que tú nacieras, yo te consagré, y te
destiné a ser profeta de las naciones” (Jeremías 1, 5).
Se supone que hubo la propia y adecuada formación para prepararme para recibir
los sacramentos de Confesión, Primera Comunión y Confirmación. No recuerdo qué
tanto se dijo, o no se dijo, del Espíritu Santo. Supongo que sí fue algo que se enseñó
porque recuerdo que nos dijeron que el Espíritu Santo es la Tercera Persona de la
Santísima Trinidad. No fue hasta que tenía unos 46 o 47 años de edad que conocí al
Espíritu de Verdad, el Dador de Vida, el Espíritu Santo.
En ese año tuve una experiencia religiosa que fue bastante impresionante. Fue
durante una Hora Santa. Arrodillado ante el Santísimo expuesto en el altar me entró
un calor, un sentido inexplicable que sin duda era el Amor de Dios que me penetraba y
me colmaba. Fue algo que nunca había sentido en mi vida. Creo que fue la primera vez
que lloré con lagrimas de amor. Pasaron más de 25 años hasta que volví a sentir el
fuego de ese amor.
Pero pronto me olvidé. Esa sensación pasó y la memoria de esos momentos tan
dulces y tan hermosos también pasó. Como frecuentaba los sacramentos pensé que
estaba cerca de Dios y era lo suficiente para vivir bien. No sabia ni me interesaba
saber más.
Desde ese tiempo comenzó mi vida en el sube y baja. Al principio iba a Misa todos
los domingos y recibía la Comunión. No sé cuando exactamente comenzaron las
tentaciones, quizá cuando comenzó a llegar el dinero. El diablo me cogió y no me quiso
soltar. Deje de ir a Misa. Dar limosna y hacer obras de caridad me molestaban
tremendamente. Lo que sí me agradaba era todo lo mundano. Me enamoré del dinero,
chismes y cuentos groseros. Creo que para mí ya no existía Dios. Pero me hacia el muy
sabio con mis amigos en hacerles creer que conocía a Dios muy bien y que sabia
mucho de Él, o sea que era muy católico.
Poco después un sacerdote amigo mío me vio y me invitó a unas charlas que daba.
Él sabía que yo estaba alejado de la Iglesia y creo que por eso me invitó. Los que
asistían eran hombres de negocios y de dinero. Como el grupo era impresionante de
“títulos” y con dinero me quise asociar con ellos. Nos reuníamos temprano en la
mañana a desayunar café y donas y a escuchar una charla. Qué tranza me hizo el
sacerdote: no eran tanto charlas como un taller. Él funcionaba de coordinador pero
cada asistente se turnaba en dar la plática cada semana. Sin embargo me gustó y no
fue mucho tiempo después que yo también di mi primera presentación.
Qué cosa tan maravillosa como Dios usó el borracho para darme un toque y ver el
pecado dentro de mí y luego me mandó el sacerdote para acercarme más a Él. Estos
dos incidentes fueron como los primeros peldaños de la escalera tan larga y alta que
tengo que subir para llegar a Dios.
El dinero seguía siendo mi dios. Como me gusta leer compraba libros con el tema
del éxito: como tener poder; cómo ser un líder distinguido; como llegar a ser el
“número uno”, etc. Lo más interesante que leía lo subrayaba para referirme a eso
después. Pero, como lo descubrí años después, lo que subrayaba eran valores
cristianos. Hasta en mi ambición me guiaba el Espíritu Santo al bien.
Un amigo que había conocido en las charlas del sacerdote me invitó a unas
reuniones de oración. Le dije que no me interesaban. Entre mí pensé: ¿Qué hago entre
esos locos cantando, bailando y haciéndose los ridículos? Llegamos, mi amigo y yo, a
comer juntos casi todas las semanas y frecuentemente sin ser agresivo ni pesado me
invitaba a la asamblea. Y yo con toda persistencia le decía que “no”. No sé qué tanto
tiempo pasó.
Me caía bien mi amigo, era sincero y hablaba claro y con facilidad; seguía con sus
invitaciones pero yo ya no sabía como decirle “no” otra vez. Decidí entonces que iba
aceptar para poder decirle que había ido y que no me había gustado. Hasta pensé
entre mí decirle: “Yo fui, yo vi, yo escuché y no me gustó”. Un miércoles llegué y lo que
sucedió en las siguientes dos horas cambió mi vida completamente, totalmente,
radicalmente. Fue estupendo como el Espíritu Santo y el Señor Jesús se manifestaron
esa noche tan inolvidable para mí. Ahora le tenía que decir a mi amigo, “Yo fui, yo vi,
yo escuché y Cristo me conquistó.”
Desde esa noche asistí cada miércoles casi sin falta. En una ocasión extendieron
una invitación a todos que no habían asistido a un retiro de VIDA NUEVA EN EL
ESPÍRITU SANTO a tomar el retiro. El retiro duró quince semanas y salí de allí un
hombre nuevo. Era una oportunidad de reavivar el Bautismo y la Confirmación.
Despertó en mí un deseo de conocer la Biblia, de predicar, de orar y de servir.
Comencé a darme cuenta que hacía mis actividades en la Iglesia sin amor y dejé de
hacerlas por un tiempo hasta que pude hacerlas con amor y entrega sin interés propio.
Aunque todavía tengo mucha soberbia el Espíritu Santo me ha quitado muchísima, y
me está enseñando a ser humilde. Pero como digo, me falta mucho: no ha terminado
conmigo todavía. El Espíritu ha aumentado mi fe y mi amor. Lo que antes me daba
asco en la gente, ahora lo acepto. En vez de asociarme solamente con gente de dinero
ahora si tengo preferencia sería asociarme con los pobres. Lo repugnante de ir a una
cárcel a visitar a presos el Espíritu Santo me lo ha cambiado por un deseo de estar con
ellos porque Él me dio el entendimiento de saber que Cristo habita en ellos y son mis
verdaderos hermanos en Cristo. Poco a poco el Espíritu de Verdad me está enseñando
que, “El Reino de Dios no es cuestión de comida o bebida; es ante todo justicia,
paz y alegría en el Espíritu Santo” (Romanos 14, 17).
Aunque no siento que los frutos del Espíritu —”…caridad, alegría y paz,
paciencia, compresión de los demás, bondad y fidelidad, mansedumbre y
dominio de sí mismo” (Gálatas 5, 22)— se manifiesten muy bien en mí hay días que
sí puedo decir con san Pablo, “…no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gálatas 2,
20).
Le doy gracias a Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo por todo lo que ha
hecho en mí, para mí y a través de mí. Que de Él sea todo honor y gloria por los siglos
de los siglos.
Y para ti, querido lector, te doy la bendición que san Pablo le dio a los Efesios (3,
17-21):
“Que Cristo habite en sus corazones por la fe. Que estén enraizados y cimentados
en el amor. Que sean capaces de comprender, con todos los creyentes, la anchura, la
longitud, la altura y la profundidad, en una palabra, que conozcan este más allá del
conocimiento que es el amor de Cristo. Y, en fin, que queden colmados hasta recibir
toda la plenitud de Dios. A Dios, que demuestra su poder en nosotros y puede realizar
mucho más de lo que pedimos o imaginamos, a Él la gloria, en la Iglesia y en Cristo
Jesús por todas las generaciones y todos los tiempos. Amén”.
NOTAS
[1]DE TU ESPÍRITU, SEÑOR, ESTÁ LLENA LA TIERRA, página 158, CELAM.
[2]EL ESPÍRITU SANTO, PRENDA DE LA ESPERANZA ESCATOLÓGICA Y FUENTE
DE LA PERSEVERANCIA FINAL (Discurso de Juan Pablo II en la audiencia general del 3
de Julio de 1991).