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¡Venga Tu Reino!

Retiro mensual Sección RC Bogotá


Sábado 13 de marzo de 2021

Meditación: la conversión

Conviérteme, Señor, y me convertiré (Jr 31,18)

Introducción: La Cuaresma, tiempo de conversión.

- Tiempo propicio para volver a Dios


- Tiempo de gracias especiales

El término conversión hace referencia a “transformar, hacer algo distinto, cambiar en algo
diferente”. Es decir, algo que deja de ser de un modo para ser de un modo nuevo.

En la Biblia se usan dos términos:

- En el AT, escrito en hebreo, se usa el término shub. Quiere decir “volver atrás”, sobre
los propios pasos, retornar al buen origen, aquel desde donde nos hemos empezado
a desviar.

Indica el acto de quien, en un cierto momento de la vida, se da cuenta de que está


“fuera del camino”. Entonces se para y vuelve a pensar; decide volver a la
observancia de la ley y a entrar en la alianza con Dios. Hace una verdadera y propia
inversión de marcha, un “retorno en U”.

La conversión, en este caso, tiene un significado moral; consiste en cambiar de


costumbres, en reformar la propia vida, en dejar de hacer esto y eso otro… lo que se
presenta como algo doloroso, penitencial.

Pero la conversión a la que nos llama Jesús no es exactamente esta…

- En el NT, escrito en griego, el término que se usa es metanoia. Su significado se


desprende de su etimología: “más allá” de la “mente”. Ir más allá del propio modo
de pensar: salir de los propios esquemas, liberarnos de nuestra mentalidad, para
abrirnos al horizonte amplio y lleno de vida que Dios nos propone. Se podría decir
que también es un cambio de dirección, pero a un nivel más profundo.

Pienso que en San José tenemos un buen ejemplo de esta conversión: los planes que
Dios le propuso sin duda que estaban fuera de sus esquemas:
o La noticia de María, de que estaba embarazada…
o El sueño del ángel…
Dios se cruzó por su camino y lo invitó a ir más allá de su propio modo de pensar
para entrar en el del Reino. Se puede decir que Dios vino a desordenarle la vida: tuvo
que dejar su tierra, la tierra de sus seguridades, para caminar aferrado a la única
seguridad de una promesa…

En esta meditación vamos a hablar de tres conversiones a las que Dios nos llama en nuestra
vida: la conversión de la fe, la conversión de la confianza y la conversión del amor. Son tres
conversiones de las que se habla en el NT: cada una resalta un aspecto diverso de esta
metanoia evangélica, y la idea es que cada uno de nosotros descubra la adecuada para sí
en este momento de su vida.

1. La conversión de la fe

Esta es la del primer anuncio de Jesús, con la que se abre el Evangelio:

El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en el


Evangelio (Mc 1, 15).

«Convertíos y creed» no significan dos cosas diferentes y sucesivas, sino la misma acción
fundamental: ¡convertíos, es decir, creed!

Prima conversio fit per fidem, dice santo Tomás de Aquino: “La primera conversión es
creer”. La fe es la primera y fundamental conversión. Ella es la puerta por la que se entra en
el Reino y en la salvación.

Si se hubiese dicho: la puerta es la inocencia, la puerta es la observancia exacta de todos los


mandamientos, la puerta es la paciencia, la puerta es la pureza, uno podría decir: no es para
mí; yo no soy inocente, no tengo tal o cual otra virtud. Mas se te viene dicho: la puerta es la
fe.

En los labios de Jesús “convertirse” ya no significa “volver atrás”, a la Antigua Alianza y a la


observancia de la ley, sino que significa más bien dar un salto adelante y entrar en el Reino,
captar la salvación que ha llegado gratuitamente a los hombres, por iniciativa libre y
soberana de Dios. Es pasar de la idea de un Dios que pide, que manda, que amenaza, a la
idea de un Dios que viene con las manos llenas para dársenos del todo.

Se puede decir que con Jesús conversión y salvación se han intercambiado de puesto. Ya no
es más primeramente la conversión por parte del hombre y, en consecuencia, la salvación
como recompensa por parte de Dios (salvación entendida como la acción liberadora de Dios
en nuestra vida); sino que es primero la salvación, como ofrecimiento generoso y gratuito
de Dios y, después, la conversión como respuesta del hombre.
Es decir, no es: «conviértanse para ser salvados», sino más bien: «conviértanse porque
están salvados, porque la salvación ha venido a ustedes».

En esto consiste el “alegre anuncio”, el carácter gozoso de la conversión evangélica. Dios no


espera a que el hombre dé el primer paso, que cambie de vida, que produzca obras buenas,
como si la salvación fuese la recompensa debida a sus esfuerzos. No, primero está la gracia,
la iniciativa de Dios. El cristianismo con la ley sino con la gracia.

Cuando uno ha tenido la oportunidad de escuchar testimonios de conversión, si es una


conversión auténtica, siempre es así: la iniciativa es de Dios, que sale al encuentro de quien
a veces ni siquiera lo esperaba y le transforma la vida con su amor. Y entonces, la persona
entra a vivir según las lógicas del Reino, lógicas de gozo, de libertad, de paz, porque Dios ha
entrado en su vida y de este modo puede dejar atrás el pecado.

Reflexión del joven en “Te puede pasar a ti” de Juan Gonzalo Callejas, mientras hablaban
con Juan Manuel Cotelo en la casa rodante: él no se lo esperaba.

Por eso, si alguno ha venido a este retiro porque está lejos de Dios, pídale la gracia de
experimentar con fuerza su amor para poder convertirse y empezar una vida nueva.

2. La conversión de la confianza

Esta conversión es para quien ya ha empezado el seguimiento de Jesús pero no termina de


entender al Maestro y la lógica del Reino:

En ese momento, los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron: “¿Quién es el


más grande en el Reino de los cielos?”. Entonces Jesús llamó a un niño junto a sí
mismo, lo colocó en medio de ellos y dijo: “En verdad les digo: si no se convierten y
se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los cielos” (Mt 18, 1-3).

Los discípulos preguntan por lugares, seguramente porque han tenido una discusión sobre
el tema y quieren que Jesús la zanje. ¿Qué supone la discusión? Que su preocupación ya no
es el Reino, sino el propio lugar en él, y hacen cálculos. Quieren asegurarse un buen lugar.
Y Jesús, al ponerles a un niño al frente, les está diciendo de un modo muy fino que no
entienden nada, que, como le dijo a Pedro, “piensan como los hombres, no como Dios”.

Esta es la conversión de aprender a apoyarnos no en nuestras seguridades humanas, en


nuestros propios recursos (ya sean bienes materiales, cualidades, contactos, etc.), en
nuestros cálculos sino en Dios.
Significa el abandono de los planes y visiones propias, significa el abandono de todo para
poder entregarse plenamente al Señor. Nosotros estamos siempre llenos de planes y
visiones propias, mientras que la voluntad y los planes de Dios, con frecuencia, son distintos.

Y ocurre que no encontraremos verdadera paz hasta que aprendamos a abandonarnos de


verdad en Él. Todo lo que nosotros podamos prever puede fallar. Y vivimos llenos de
inquietudes por todo lo que no podemos controlar o lo que se nos puede escapar de las
manos. La verdadera paz está en dejarlo a Él ser Dios de nuestra vida, dejar que Él tome las
riendas, con la tranquilidad del niño, que vive confiado, porque sabe en manos de quién
está.

El niño no calcula, lo espera todo. Los cálculos proceden de la lógica humana, de la lógica
de los adultos. El niño, en cambio, desconoce los límites de las posibilidades y por lo tanto
está siempre abierto a asombrarse, es terco hasta la locura y abierto a todo lo que es nuevo.
Una persona con una actitud así le deja las manos libres a Dios para que haga y deshaga.
Sabe que para Dios no hay nada imposible, que Dios no se rige por nuestras categorías
humanas sino que es soberanamente libre y poderoso.

Para entrar en esta lógica se requiere atravesar la puerta de la pobreza de espíritu. En la


medida que reconozcamos con fe nuestra propia incapacidad permitiremos que el poder
de Dios actúe en nosotros. El que se sabe pobre, sin los recursos suficientes, ya no pone en
sí mismo su seguridad, porque sabe que no la tiene. Entonces no le queda otra que abrirse
a Dios y dejar que Él actúe. En ese sentido, nuestra pobreza, nuestra insuficiencia, nuestra
debilidad, puede ser una bendición, porque nos ayuda a abrirle espacio a Dios para que
entre con su poder.

El pobre de espíritu es rico solo de una promesa, la de la fidelidad de Dios, y de una


presencia, la de Jesús, que no lo dejará solo.

Entonces, si alguno de los que estamos aquí siente que no podrá ser un buen discípulo o
una buena discípula de Jesús hasta que sea una persona más fuerte, sepa que es todo lo
contrario. Sus necesidades o sus heridas son la ocasión para que Cristo entre y pueda
transformarse en su verdadera seguridad. No teman en convertirse en niños. No traten de
gestionar sus vidas sólo a partir de sus esfuerzos porque estos tarde o temprano se
revelarán insuficientes. Más bien ábranle a Jesús su pobreza y déjenlo entrar ahí.

3. La conversión del amor

Esta tercera conversión es la de los que después de muchas idas y venidas empiezan a
aceptar con humildad su miseria radical y, por lo tanto, a desprenderse de sí mismos para
dejar ese lugar a Dios. Es la del duro reproche a la Iglesia de Laodicea que aparece en el
Apocalipsis:
«Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente… Porque eres tibio, no eres ni frío ni
caliente, te voy a vomitar de mi boca… Reanima tu fervor y conviértete» (Ap 3, 15-
16.19).

Se trata de la conversión de la mediocridad y de la tibieza al fervor del amor.

En las vidas de los santos, probablemente el ejemplo más famoso de la primera conversión,
la del pecado a la gracia, es el de San Agustín. De esta tercera, quizá el más gráfico sea el de
Santa Teresa de Ávila. Lo que dice de sí misma en su autobiografía ciertamente es exagerado
y dictado por la delicadeza de su conciencia, pero, en cualquier caso, puede servirnos a
todos para un examen útil de la conciencia:

De pasatiempo en pasatiempo, de vanidad en vanidad, de ocasión en ocasión, a


meterme tanto en muy grandes ocasiones y andar tan estragada mi alma en muchas
vanidades […] Dábanme gran contento todas las cosas de Dios; teníanme atada las
del mundo. Parece que quería concertar estos dos contrarios —tan enemigo uno de
otro— como es vida espiritual y contentos y gustos y pasatiempos sensuales.

El resultado de este estado era una profunda infelicidad:

Con estas caídas y con levantarme y mal -pues tornaba a caer- y en vida tan baja de
perfección, que ningún caso casi hacía de pecados veniales, y los mortales, aunque
los temía, no como había de ser, pues no me apartaba de los peligros. Sé decir que
es una de las vidas penosas que me parece se puede imaginar; porque ni yo gozaba
de Dios, ni traía contento en el mundo. Cuando estaba en los contentos del mundo,
en acordarme lo que debía a Dios era con pena; cuando estaba con Dios, las aficiones
del mundo me desasosegaban.

Muchos podrían descubrir en este análisis la verdadera razón de su insatisfacción y


descontento.

En el fondo, el dilema se reduce a que, como dice Jesús, “no se puede servir a dos señores”.
Entonces la pregunta es: ¿a quién sirvo? ¿a Dios o a mi propio egoísmo? Y es que si no vivo
en el amor de Dios que me libera, inevitablemente viviré para mí, dando rienda suelta a mi
hombre viejo.

Si bajamos a lo concreto: ¿cuándo nos ocurre esto? Cuando dejamos que sea el “yo” viejo
y pecador quien hable en nosotros, exprese libremente sus juicios, sus condenas, destile
resentimientos y rencores; cuando cedemos a iras, celos, autocompasiones. Nuestro
espíritu se nubla, se encierra, y se respira aire viciado dentro de nosotros.

¿El remedio? Convertirse, cambiar completamente la perspectiva y la dirección. Lo que


Jesús propone es una verdadera revolución copernicana. Es necesario “descentralizarse de
uno mismo y centrarse en Cristo”.
San Pablo exhortaba a los cristianos de Roma con las palabras: «No sean perezosos en hacer
el bien, sean, en cambio, fervorosos en el Espíritu» (Rm 12, 11). Se podría objetar: Pero
¿cómo pasar de la tibieza al fervor, si uno por desgracia se desliza hacia ella? Poco a poco
podemos caer en la tibieza, como se cae en las arenas movedizas, pero no podemos salir de
ellas solos, como tirándonos del pelo. Nuestro egoísmo es como una fuerza de gravedad
que nos jala continuamente, sin que nos demos cuenta…

Pero la clave nos la da el mismo San Pablo, al decir: “en el Espíritu”. Efectivamente, es el
Espíritu de Dios el que nos da el amor para desprendernos de nosotros mismos y poder
experimentar sus frutos: la paz, la alegría, la concordia, la comunión; en una palabra, “la
vida nueva”.

Mis “mini conversiones” en los momentos de oración matutinos, cuando llego ofuzcado,
preocupado o con algún padre atravesado, rumiando… y después de esas casi dos horas en
la capilla salgo manso, sereno.

Conviérteme, Señor, y me convertiré (Jr 31,18)

Cierre

Quizá, de estas tres conversiones Dios nos pueda estar invitando a una de ellas
principalmente. O puede ser también que se nos aplique un poco de cada una… Pero en
cualquier caso, me parece importante terminar diciendo que la conversión, entendida en
sentido evangélico, no es sinónimo de renuncia, esfuerzo y tristeza, sino de libertad y de
alegría.

Porque Dios siempre nos invita a más, a crecer en el amor, a una vida más plena. Él quiere
entrar cada vez más en nuestra vida. Y sin importar el punto en que nos encontremos, en
esta Cuaresma nos invita a que caminemos hacia Él, de modo que al terminarla estemos un
poco más cerca Suyo, un poco más llenos de su amor. Todo, cualquier circunstancia en que
nos encontremos actualmente, puede servir para esto.

Fuentes:
Primera Predicación para la Cuaresma 2020 y 2021, R. Cantalamessa.

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