Comentario a APUNTES PARA LA HISTORIA DE LA COCINA CHILENA Eugenio Pereira Salas
Pocos cuestionan el hecho de que la historia de la cocina
haya sido marginada de aquello que los alemanes llaman la Grosse Geschichte, es decir, la ‘gran historia’, aquella de complejidad tal que requiere de justificación metafísica o ‘dialéctica’, para usar un concepto del gusto de los filósofos. Son las transformaciones de las grandes ideas o ‘relatos’, o ‘metarelatos’, los que trata esta historia, y sólo de manera marginal e instrumental se ocupa de estudiar la comida preferida por un pueblo o el tipo de alimentos que constituye la identidad culinaria de un grupo humano. Estos suelen ser temas que inquietan más al antropólogo que al historiador. Pero como toda generalidad tiene sus excepciones, dentro del panteón de nuestros historiadores encontramos a don Eugenio Pereira Salas, quien, además de dedicar encomiables esfuerzos en la investigación histórica más tradicional, dejó señalado y avanzado un camino para el conocimiento de aquello que hemos comido desde que españoles y aborígenes entraron en contacto. Estudiar la cocina de un pueblo es estudiar un vínculo concreto y material que el hombre tiene con su entorno. ‘Somos lo que comemos’ cobra un sentido mucho más profundo cuando lo entendemos desde el punto de vista histórico: conocer a un pueblo es conocer lo que come, y conocer cómo ha evolucionado su comida en el tiempo es conocer la historia de ese pueblo. La evolución de la cocina chilena se desarrolla a partir de tres influencias, en opinión de nuestro historiador: la cocina indígena, la española y la europea, sobre todo la francesa. Concentrémonos ahora en la cocina practicada a la llegada de los conquistadores españoles: ¿qué comieron los primeros conquistadores? Lo primero es señalar que la alimentación de los primeros conquistadores fue paupérrima, debido a las dificultades propias de transportar alimento en los barcos, pero también al rechazo que les producían muchos de los frutos tropicales de América, a excepción del choclo y la yuca. En general, las expediciones posteriores adoptaron el cerdo y el pan de yuca como la base de su alimentación. En lo que respecta al territorio que hoy llamamos ‘Chile’, la historia gastronómica comienza con la llegada de Pedro de Valdivia y sus huestes en 1541. Los comienzos fueron tortuosos, pues ya en 1541 la gran arremetida encabezada por el cacique Michimalonco destruyó por completo la recién fundada ciudad de Santiago. Gracias a Inés Suárez se salvaron “dos porquezuelos y un cochinillo y una polla y un pollo y hasta dos almuerzas de trigo” (Pereira Salas, 1977, p. 41); trigo que anteriormente habría sido introducido, según los cronistas, por María de Escobar en Lima y Cañete, y cuya cosecha se destinó por tres años únicamente a propagar la semilla. Con el asentamiento, la situación alimenticia cambió rápidamente, pasando a ser copiosa debido al rápido aprovechamiento en conjunto de los productos americanos y españoles. Si bien el trigo tardó en adaptarse al clima diverso de Chile (en 1636 aún no había llegado a Chiloé), logró desplazar al maíz y otros cereales en la producción de harinas y sus derivados, llegando a ser Chile el principal productor de trigo de América del sur (Lacoste, 2018, p. 107). En un comienzo, era molido por cada persona en un ‘manito’ o metate, pero pronto se construyeron en Santiago los primeros molinos hidráulicos con la debida autorización del Cabildo: el de Bartolomé Flores al lado del Cerro Santa Lucía, el de Rodrigo de Araya, cerca de la Ermita del Socorro (actual Iglesia San Francisco), el de Jufré junto al Cerro San Cristóbal y el de García Cantero en la Cañada (actual Alameda). En 1614 ya había 39 molinos en Santiago. El primer tipo de pan que se hizo fue una hogaza grande, cocido de manera subcinericia o ‘al rescoldo’ y preparado por mujeres indígenas en hornos semiesféricos hechos de ladrillo y barro. Además de este pan, se hacía “pan español, con mucha grasa y miga, y el pan chileno, aplastado y cascarudo” (Pereira Salas, 1977, p. 49) cada uno de ellos en grandes hogazas que eran trozadas en la mesa. El ganado europeo se incorporó gradualmente, desplazando a los auquénidos, cuya carne parece haber sido reservada para ocasiones muy especiales, según el jesuita Diego de Rosales (Residente en el museo «Mito, el llamito», pariente de antiguos habitantes del territorio, s. f.). Cerdo, carnero, vaca, oveja, fueron introducidos por los españoles y rápidamente se transformaron en alimento cotidiano, mediante la intervención del Cabildo, el cual prohibió en 1567 la venta privada de carne y abrió una carnicería. En lo que respecta a las especies vegetales aborígenes, estas se incorporaron naturalmente a la dieta. Lo primero en usarse fue el Algarrobo, que usaban frecuentemente los indígenas del norte para preparar aloja, harinas, licores y arropes, y con el que las tropas de Diego de Almagro prepararon una especie de miel en su expedición. Una función similar la cumplió en el sur el pehuén. De las plantas de cultivo las que más rápidamente asimilaron los españoles fueron el zapallo camote y la quínoa. Pero sin duda fue la trilogía de porotos, papas y choclo el aporte americano más trascendental a la alimentación mundial: “Tenemos prolija documentación que prueba que desde 1548 se sembraba “maíz, frejoles, papas y zapallos”, en las chacras de Santiago” (Pereira Salas, 1977, p. 44). Con estos ingredientes se crearon los primeros platos y guisos, usando como materia grasa el aceite de madi o meloza. Así lo relata García Hurtado de Mendoza a su padre, el virrey del Perú: “hallase una semilla menuda llamada madi, que molida y cocida da de sí gran cantidad de aceite tan claro y excelente que se gasta en la comida sirviendo en las demás cosas que suele el olivo” (Pereira Salas, 1977, p. 45). El aceite de madi se usó hasta el siglo XVII. Junto con él, se incorporó el olivo, traído por Antonio de Ribera en su viaje a Perú. De 300 estacas de olivo, sólo 3 sobrevivieron y una de ellas vino a dar a Chile. Pero el aceite de oliva sólo se usó como condimento para las ensaladas. Para la cocción se adoptó desde un comienzo la grasa de vacuno: “es la gordura que se saca de las vacas entre cuero y carne, tan útiles en aquella tierra que generalmente guisan con ella”(Pereira Salas, 1977, p. 46, n. 13) escribía González de Marmolejo en 1609. Un buen plato de aquella época era un trozo de vaca, cordero o chancho, acompañado por alguna legumbre, o zapallo guisados de diversa forma. Las aves también formaban parte de la dieta, al igual que el pescado, vendido salado o fresco y entre los que ya destacaba en 1607 el pejerrey de Aculeo. Su abasto lo arrebató el Cabildo a los particulares para evitar intoxicaciones, entregándole el monopolio a Jacome Vedo en 1576 y estableciendo en 1591 el cargo de alguacil del pescado para vigilar la venta. Carnes, legumbres y guisos hechos sobre todo de choclo y papa se condimentaban con ají. El más importante fue la huminta o humita, cuya receta original nos transmite el historiador Gómez de Vidaurre:
“Se hace con maíz fresco y tierno y aún de leche, cortando
primero con un cuchillo sus granos sobre la mazorca y majándolos entre dos piedras lisas como preparan el cacao los chocolateros. La masa jugosa y como leche que proviene de esto, la aliñan con buena grasa, sal y algunos con un poco de pimienta o azúcar sola; repártenla después en tantos panecillos, los cuales envueltos en las hojas mas tiernas de los mismos choclos, los cuecen en agua hirviendo o los asan al horno”(Pereira Salas, 1977, p. 48) Los españoles rápidamente conocieron y usaron el cochayuyo, el luche y el ulte. Relata el padre Alonso de Ovalle: “Críase en toda la costa una yerba a manera de escarolas que llaman luche, la cual se arranca de las peñas donde crece como yerba ordinaria en la tierra y se recoge en la primavera cuando está más crecida, y puesta al sol se hacen unos panes grandes que se estiman por gran regalo, tierra adentro, particularmente en Cuyo y Tucumán, porque sirve para muchos géneros de guisados”. Respecto del ulte escribe que son “unas raíces, de donde nace un tronco como la muñeca que se llaman ulte, se monda como un tronco de lechuga y como el de la alcachofa aunque tiene muy distinto sabor”(Pereira Salas, 1977, p. 49). Señala Pereira Salas que en las vigilias de ayuno de la cuaresma se hacía vailcán, una “gran batea de marisco guisado con ají”, y que Oreste Plath parece llamar “vaicán”, definiéndolo como un “guiso de pescado desmenuzado, marisco y bastante ají”(Plath, 2018, pp. 183, 266) Los postres fueron traídos por los españoles: suspiros de monja, alfajor, mantecados y polvorones, el manjar blanco, sopaipillas, hojaldres, etc. Su incorporación debió ser lenta debido a la escasez de azúcar y su alto valor, pues era traída del Perú, siendo reemplazada muchas veces por miel de abeja o palma. En cuanto a las bebidas, el vino se transformó rápidamente en la predilecta. Las primeras cepas españolas llegaron a Islas Canarias y desde ahí a Perú. En 1551 ya se comían uvas en Santiago y en 1555 los eclesiásticos pidieron al Cabildo vino para las misas. Los viñedos proliferaron en la zona centro y en 1603 llegaban hasta Angol. Tinto del año de uva mollar, el añejo, el blanquillo, el moscatel y algunas especialidades dulces más caras, eran comercializados en pulperías con tal avidez que los obispos avisaron al rey y se intentó implantar la ley seca en 1558, que fracasó. En efecto, los españoles bebían sin moderación y se culpó a Pedro de Valdivia de introducir la costumbre de brindar ‘a la flamenca’, es decir, brindando por cuanto hombre y mujer se conocía. La misma acusación se hizo contra el gobernador Alonso de Ribera en 1602. Casos similares de intemperancia, esta vez con la comida, los encontramos en el relato de Pineda y Bascuñán El Cautiverio Feliz, al referirse a un capitán cautivo entre los indígenas que comía: “de unos choros y erizos con extremado pescado fresco y en lugar de pan unas rosquillas fritas y buñuelos de miel de abeja que le enviaba la española mujer de su amigo Quilalebo”(Pereira Salas, 1977, p. 53). “Al salir del cautiverio quiso mostrarles a los indígenas la excelencia de la comida española dándoles de comer de cuatro a cinco potajes de carne y ave […] fueron tantas las ollas que ocurrieron con diferentes guisados, que sobró de comer para los pobres soldados que no estaban sirviendo con su asistencia […] envió la sopa tostada con muchos huevos fritos por encima, cual un guisado de pescado seco, y otros el marisco de choros secos, machas, ostiones y otros géneros; unas enviaban las papas fritas y guisadas; otros los porotos y garbanzos, y el Capitán que tenía dispuesto otros cinco o seis potajes; y por postre unos buñuelos bien sazonados con mucha azúcar y canela, que de todos fuimos enviando a nuestros afligidos soldados”(Pereira Salas, 1977, p. 54). Las características de la sociedad de la época se reflejaban en la economía doméstica: en las casas la cocina estaba al fondo, oculta a la vista de los comensales. Ahí operaba “la gente de adentro”, mujeres españolas o indígenas sometidas que cocinaban en torno a un fogón. El pan era preparado ahí pero horneado en casa de los vecinos que poseían horno; almacenaban comida y bebida en la despensa, en barriles, botijas, costales de arpillera y de cuero. La comida la servían yanaconas o indígenas esclavizados. Esta es, a grandes rasgos, la dieta de los primeros españoles llegados y asentados en el territorio del actual Chile. Comida servida con cuchara, aunque rápidamente se incorporó el tenedor, que había sido introducido en Italia por una princesa bizantina y que desde 1600 se popularizó en el resto de Europa. El cuchillo parece haber sido sólo trinchante en un comienzo, pues recién desde el siglo XVIII se usó el cuchillo individual de mesa. De manera similar, la comida era servida en un plato de peltre al centro, pues el plato individual es una creación francesa del siglo XVIII. Los hechos muestran que las bases de la cocina chilena ya estaban echadas en este período. La primera cocina chilena, o ‘protochilena’, no es creación española, ni tampoco aborigen. Ella nace de la peculiar combinación de elementos provenientes de ambas tradiciones.