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Problemas y desafíos en el Perú actual

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Tema El Fujimorato 1990 – 2000: Régimen económico y corrupción


Logro de la Al finalizar la sesión, los estudiantes analizan las principales características de la política
sesión económica del gobierno de Fujimori y de la corrupción que se produjo en el mismo.

Actividad 1. A partir de lo explicado en los videos y la lectura del texto de Campodónico contesten a las
siguientes preguntas:
▪ ¿En qué consistió el shock de precios de agosto de 1990?
El shock de precios consiste en atacar la hiperinflación, de manera de que los precios suban y llegar a la
estabilidad. En aquel entonces el ministro de Economía Juan Carlos Hurtado Miller anunció la eliminación de
los subsidios a la gasolina y a los alimentos, así como la liberalización de los precios y del tipo de cambio. Esto
significó que los precios se dispararan: la gasolina subió de 21,000 a 675,000 intis, el dólar se cotizó a 265,000
intis y los productos básicos se duplicaron o triplicaron; la leche, por ejemplo, subió de 120,000 a 330,000 intis.
El shock tuvo un alto costo social (aumentaron la pobreza y la pobreza extrema), aunque la economía empezó
a estabilizarse: la inflación pasó de 7,650% en 1990 a 139% en 1991 y el crecimiento del PBI de -4.9 en 1990
subió a 3%.

▪ ¿En qué consistió la reforma neoliberal del gobierno de Fujimori?

El neoliberalismo durante la gestión de gobierno del presidente Alberto Fujimori en el Perú, consistio en el
desmantelamiento del ordenamiento constitucional, conduciendo a la instauración de una dictadura sostenida
con el apoyo de las Fuerzas Armadas. El régimen fujimorista se prolongo por medio de dos reelecciones, la
primera en 1995, la segunda en abril del 2000, en las cuales predominaron la
corrupción, el fraude y el terrorismo de Estado. Durante este régimen los peruanos fueron desposeídos de sus
empresas, despojados de sus derechos sociales y garantías civiles, y víctimas de un genocidio que según la
Comisión de la Verdad y la Reconciliación causo la muerte de setenta mil personas.

“En agosto de 1990, Alberto Fujimori ganó las elecciones con un programa que negaba la aplicación de un
shock de precios. Sin embargo, al poco tiempo de ganar las elecciones, cambió de política y aplicó un programa
típico de reducción de la demanda interna –que se conoció como ´fujishock´– para enfrentar la hiperinflación. El
diagnóstico básico del programa de estabilización era que los precios dependían de la oferta monetaria: la inflación
estaba determinada directamente por el enorme crecimiento de la cantidad de dinero. Esta concepción tomó
cuerpo en un shock aplicado para revertir los principales desequilibrios macroeconómicos: déficit fiscal, baja
presión tributaria, déficit de la balanza de pagos, hiperinflación y desorden de los precios relativos. Dancourt y
Mendoza nos dicen que vinculados con el mencionado desequilibrio existían atrasos en los precios básicos de la
economía: tipo de cambio y tarifas de los servicios públicos (agua, electricidad, gasolina). Este shock vino
acompañado por un programa de compensación social para los sectores más pobres. Tuvo un impacto duro y
devastador, generando condiciones de elevada anomia social. Los programas sociales asistencialistas recién
fueron creados dos años después, cuando la situación había comenzado a mejorar.
En marzo de 1991, una vez estabilizada relativamente la economía, Fujimori puso en marcha el
denominado Programa de Ajuste Estructural (PAE), aplicación del Consenso de Washington. (…) Los PAE afirman
que los problemas de América Latina tienen un origen endógeno, vale decir que su causa radica en las políticas
intervencionistas del Estado en la economía bajo el modelo de Industrialización por Sustitución de Importaciones
(ISI). Por tanto, plantean una política integral que otorgue prioridad al mercado en la asignación de los factores de
producción. Así, los llamados diez mandamientos del Consenso de Washington fueron:
1. Disciplina fiscal
2. Reorientación del gasto público
3. Reforma tributaria: se priorizan los impuestos indirectos (impuesto general a las ventas [IGV])
4. Liberalización financiera: apertura de la cuenta de capitales de la balanza de pagos
5. Tipos de cambio reales unificados y competitivos
6. Liberalización comercial: baja de aranceles
7. Apertura a la inversión extranjera directa (IEI)
8. Privatización de las empresas estatales
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9. Desregulación
10. Mercados laborales flexibles
En consonancia con estos principios, los gobiernos latinoamericanos privatizaron las empresas estatales,
desregularon los mercados y abrieron las cuentas de capitales. Asimismo, se liberalizaron el tipo de cambio, las
tasas de interés y los mercados laborales, y se terminó con la reforma agraria.
Se crearon nuevas instituciones basadas en la libre competencia (Indecopi), se crearon las llamadas «islas
de eficiencia» -Comisión Nacional Supervisora de Empresas y Valores del Perú (CONASEV), SUNAT, PROMPERÚ,
PROMPEX, entre otras-, así como organismos reguladores para las políticas de precios de los servicios públicos,
casi todos basados en el enfoque de los costos marginales (electricidad y gas, Osinergmin; telefonía, Osiptel; agua
potable, Sunass).

La privatización
El escenario hiperinflacionario y recesivo que prevaleció en el Perú y en el resto de la región a fines de los
ochenta, legitimó un planteamiento fuertemente negativo sobre la pertinencia de la actividad empresarial del
Estado. Esto, unido a la caída de la Unión Soviética y al escenario de guerra interna, fue aprovechado para generar
un consenso en torno a la privatización de empresas públicas como solución para la inflación, lo que proporcionó
elementos para una privatización sin mayor resistencia. Así, el presidente Fujimori inició la reestructuración del
Estado, dando curso a una importante transformación de las relaciones con la sociedad, que a su vez condicionó
los vínculos entre los distintos grupos sociales y actores políticos en el Perú.
La privatización constituyó un componente esencial del programa de reformas. El gobierno consideró que
era una herramienta a través de la cual el Estado dejaba en el sector privado la iniciativa empresarial, con el fin de
tornar eficiente la acción pública en aquellas áreas donde había perdido presencia en las últimas décadas:
educación, salud, seguridad y administración de justicia.
Por tanto, en el modelo correspondía al sector privado encargarse directamente de la actividad productiva
y constituirse en el motor del desarrollo del país. Así, la privatización no fue considerada como un fin en sí misma,
sino como un medio para reasignar los roles del Estado y el sector privado, a fin de conseguir una mayor eficiencia
en la asignación de recursos y en la producción de bienes y servicios.(…)
El dinero obtenido por el Estado gracias a la privatización no fue bien empleado. Casi un tercio de los
ingresos fue gastado en programas sociales asistencialistas a los sectores pobres, llamados también de
“focalización”. Esa ayuda social también fue funcional al desarrollo de un extenso clientelismo que subordinó las
ilusiones populares a los designios del poder político.
Un segundo tercio de los ingresos fue empleado en adquisiciones de bienes del extranjero, principalmente
en compra de armas. En estas compras el gobierno no cumplió con los procedimientos administrativos, debido a
la formación de una amplia red de corrupción. Cabe señalar, además, que buena parte del armamento que se
compró era obsoleto y de mala calidad y fue comprado a precios elevados pagando enormes sobornos a
funcionarios del gobierno peruano.
Finalmente, el último tercio de los ingresos sirvió para el pago de la deuda externa, sobre todo en los años
1999 y 2000, a los acreedores de la banca multilateral. Así, se logró “aliviar” la difícil situación del presupuesto de
la República, al no requerirse ingresos internos para atender el servicio de la deuda.
El dinero de la privatización utilizado para gastos sociales pudo mitigar los niveles de pobreza –con
políticas de corte populista–. No sucedió lo mismo con el dinero gastado en armas, como ya hemos visto, mientras
que el pago de la deuda externa puso menos presión a las cuentas fiscales. Así, la venta de los activos del Estado
produjo una ilusión poco duradera por definición, ya que estos solo pueden venderse una vez, por lo que no
generan ingresos sostenibles”. (Campodónico 2015: 189-195, 202-207 En: Zapata 2015)

Actividad 2. A partir de lo explicado en los videos y la lectura de texto de Quiroz, conteste a la siguiente
pregunta:
▪ ¿Por qué puede hablarse de una red de corrupción durante el gobierno de Fujimori?

Las investigaciones confirman que cerca de seis mil millones de dólares “desaparecieron” del erario nacional,
pues solo se utilizaron mil millones de los siete mil millones producidos por las privatizaciones.
No podemos agradecerle algo a un gobierno que destinó 14,091 millones de dólares a depredar instituciones
del Estado, a corromper medios de comunicación y proponer reformas económicas distorsionadas.
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Alberto Fujimori engañó al país porque ni bien asumió el poder aplicó los paquetazos ; todo lo contrario de su
discurso populista que se oponía al plan transparente de Mario Vargas Llosa .
Si bien se controló la crisis económica, el golpe destrozó a los pobres que no estaban preparados; es decir, se
generaron problemas sociales que hasta hoy no se solucionan. El problema es que Fujimori se rodeó de los
grandes del FMI, a quienes no les importaba el lado social.
Asimismo, la pobreza se situó en un 60%, se desapareció a los sindicatos y gremios laborales, y los despidos
masivos generaron un alto nivel de informalidad que hoy lo vivimos en el transporte público y comercio.
Fujimori gana las elecciones con un discurso de izquierda, pero privatizó las empresas públicas a precio de
huevo roto, y gracias a la lucha de Talara la refinería no se privatizó. En esa medida el Perú se convirtió en un
atractivo porque en ningún lugar se encontraban empresas tan baratas y con salarios controlados.
También se cometieron violaciones a los derechos humanos como la masacre de la Cantuta y Barrios Altos,
asimismo las estilizaciones sin consentimiento de más de 370,000 peruanos.

“Montesinos y Fujimori celebraban, bajo un manto de secreto, algunas ocasiones especiales en compañía
de amigos y asociados íntimos. Los reporteros de prensa quedaban excluidos de estos acontecimientos, un
indicador simbólico de los lazos poco transparentes entre el poder ilimitado y sus colaboradores encubiertos. Estas
reuniones quedaron registradas solamente en las fotografías y videos del servicio de inteligencia. En el
quincuagésimo tercer cumpleaños de Montesinos, el 20 de mayo de 1998, había bastante que celebrar en las
lúgubres habitaciones y corredores del SIN. El régimen estaba consolidado en el poder, la maquinaria corrupta
venía operando con pocos problemas y la campaña para la segunda reelección de Fujimori marchaba viento en
popa. A la extraña reunión festiva acudió un grupo selecto de parlamentarios, ministros, generales de las fuerzas
armadas y de la policía, jueces, fiscales y empresarios. Esta y otras celebraciones secretas eran una muestra
representativa de las vastas redes y ramas de corruptela en la década de 1990.
Las redes de corrupción tenían, al centro, la íntima e intrincada alianza entre Fujimori y Montesinos. El
primero se ocupaba fundamentalmente de la política y actuaba como imagen mediática populista; y el segundo
negociaba secretamente con el alto comando militar y reunía fondos ilegales en medio de múltiples otras tareas
de inteligencia desde el SIN, su cuartel general de espionaje. Durante la fase final del régimen de Fujimori,
Montesinos mantenía enlaces con casi todas las ramas de la estructura de corruptela que controlaba el poder,
manipulaba la información pública, saboteaba a la oposición y daba el mal ejemplo a los rangos inferiores de
funcionarios y a la sociedad en general. El tamaño, alcance y composición de esta red fueron asombrosos (...).
Fujimori contaba con un núcleo interno de parientes a cargo de los intereses familiares que giraban
alrededor de su poderoso cargo. Víctor Aritomi Shinto, casado con Rosa, hermana de Fujimori, fue nombrado
embajador del Perú en Japón en 1991, un puesto clave que mantuvo hasta los últimos días del régimen.
Hábilmente, Fujimori y Aritomi utilizaron la nacionalidad japonesa, que podía otorgarles protección e impunidad.
Entre otras varias operaciones, Aritomi usó su inmunidad diplomática para transportar con regularidad los
ingresos ilícitos de Fujimori al Japón, en montos manejables como para lavarlos sin dejar huellas evidentes.
Además, la secretaria personal de Fujimori hizo transferencias bancarias a Aritomi de los fondos ilegales que el
presidente recibía en el Perú. Aritomi también solicitó donaciones y fondos de socorro humanitario que se
canalizaron a la familia Fujimori.
Además, el poder y la influencia corruptora ejercida por Montesinos en el poder judicial se hicieron casi
absolutos después de 1992. Los jueces de la Corte Suprema y de los juzgados superiores y provinciales
conformaron una red de prevaricación y cohecho que otorgaba decisiones y sentencias a favor de intereses
privados y políticos protegidos por Montesinos. Un aliado principal de Montesinos en la Corte Suprema fue el juez
Alejandro Rodríguez Medrano, quien convocaba a otros jueces para presionarles a dictaminar según lo requerido
por el asesor presidencial. En un caso particularmente vergonzoso, Montesinos le entregó al presidente de la Corte
Suprema el borrador de una resolución favorable a la apelación de Fujimori para postular a la presidencia del país
por tercera vez, no obstante los impedimentos constitucionales. El juez en cuestión y los miembros de la sala
constitucional de la Corte Suprema se reunieron con Montesinos en el SIN para tratar sobre dicha resolución, que
luego aprobaron oficialmente.
Desde su supuesta reforma en 1992, todo el sistema judicial estaba plagado de «innovaciones»
institucionales que servían como incentivo para los jueces mediocres y corruptos, y como castigo para los
honrados. Aproximadamente cincuenta jueces de cortes superiores y provinciales colaboraron en la red judicial
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de Montesinos. En otro caso notorio, Blanca Nélida Colán, la fiscal de la Nación y cabeza del Ministerio Público,
desestimó diversas acusaciones formales contra Montesinos. Durante su larga permanencia en el cargo (1992-
2001), la fiscal accedió a una vida de considerable lujo que luego no pudo justificar al ser encausada judicialmente.
El soborno de las autoridades electorales para que llevaran a cabo el fraude fue particularmente
escandaloso. En diciembre de 1999, José Portillo, el jefe de la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE), y
aproximadamente cuarenta asociados vinculados a los congresistas Absalón Vásquez y María Jesús Espinoza
falsificaron parte de las miles de firmas necesarias para la inscripción de Perú 2000, el rebautizado movimiento
político de Fujimori. El fraude fue expuesto por informes de investigación publicados en El Comercio. Para la
falsificación se usaron padrones confidenciales de votantes de elecciones anteriores. Además, un aparato
sofisticado de espionaje telefónico masivo, que suministraba información directamente a Montesinos, fue
instalado en la sede central de la ONPE. Portillo, así como Alipio Montes de Oca, el jefe del Jurado Nacional de
Elecciones (JNE), visitaban a Montesinos en el SIN regularmente. Invariablemente, el JNE rechazaba todas las
quejas legales presentadas contra las maniobras reeleccionistas e inconstitucionales de Fujimori.(…)
Varios representantes elegidos por la oposición en el Congreso fueron sobornados por Montesinos para
que cambiaran de bando en cuestiones claves, suministraran información confidencial acerca de los partidos de
oposición o apoyaran en secreto a la bancada fujimorista en las votaciones. Este tipo de soborno se había venido
dando desde por lo menos 1992, pero se intensificó después de las elecciones de 2000 porque la bancada
fujimorista ya no tenía la mayoría. Los congresistas sobornados asistían a reuniones individuales y secretas con
Montesinos en el SIN para concertar los pagos. Algunos recibieron dinero directamente de manos del asesor. Cada
congresista tránsfuga tenía su precio. El más notorio fue el caso de Alberto Kouri, quien recibió 60.000 dólares
para cambiar su lealtad partidaria inmediatamente después de las elecciones de 2000.
La investigación sobre las actividades de otro de los congresistas tránsfugas, Jorge Polack, resulta bastante
reveladora de los tratos realizados entre Montesinos y los dueños de medios de comunicación con el objetivo de
manipular la opinión pública. Polack —el acaudalado propietario de Radio Libertad, una radioemisora e
instrumento valioso de su propia campaña electoral— había sido elegido al Congreso en el año 2000 como
integrante del partido de oposición Solidaridad Nacional. Polack fue acusado de recibir cerca de medio millón de
dólares de Montesinos. Al parecer, este habría sido el soborno más grande dado a un congresista tránsfuga.
Además, en agosto de 2000, la red radial de Polack habría recibido pagos por 118.000 dólares de tres compañías
bajo el control de Montesinos y sus agentes para que emitiera avisos políticos. Polack, asimismo, fue sindicado
por colaborar con uno de los agentes confidenciales del asesor presidencial que estaba a cargo de los equipos de
vigilancia telefónica. No obstante, Polack sería solo la punta del viciado témpano mediático.
Los magnates de los medios de comunicación de masas fueron los mejor pagados por Montesinos, debido
a su papel estratégico en la información pública. Dado que solo una parte menor de la población accedía a los
medios impresos, el jefe de espías puso conscientemente la mira en la emisión televisiva como el medio de
comunicación más influyente para sus fines. Los medios de comunicación no fueron censurados ni controlados
directamente por el gobierno. Esta engañosa «libertad» de expresión y de prensa fue la cobertura para incesantes
y bien orquestadas campañas mediáticas que apoyaban el «autoritarismo electoral» de Fujimori. El soborno de
los magnates y celebridades mediáticas a cambio del respaldo político a Fujimori y de lanzar campañas de
difamación contra la oposición fue una de las formas más perniciosas de corrupción que manejaron las altas
jerarquías del gobierno.
Los participantes más notorios en la corrupción de los medios fueron José Francisco y José Enrique
Crousillat, padre e hijo entonces propietarios de América Televisión, canal 4. Dicha estación televisiva ofrecía
programas parcializados, conducidos por Laura Bozzo, la anfitriona de denigrantes reality shows, y otros
presentadores. Los Crousillat le vendieron la línea editorial de su emisora a Montesinos, desde por lo menos 1997,
en cerca de 600.000 dólares mensuales. Montesinos arregló el refinanciamiento de la deuda de siete millones de
dólares que los Crousillat tenían con el Banco Wiese y garantizó el pago de seis millones de dólares a los Crousillat,
a través de la Caja de Pensiones Militar Policial-Banco de Comercio, que se encontraba bajo control financiero de
agentes montesinistas. Los Crousillat amasaron fortunas personales de aproximadamente cinco millones de
dólares en bienes raíces y en cuentas offshore en el Caribe y en Panamá.
Montesinos aludía a este grupo de magnates mediáticos como el «equipo». Un video grabado en 1999
mostró a Ernesto Schütz, presidente del directorio de Panamericana Televisión, canal 5, negociando con
Montesinos por más de 12 millones de dólares para que vendiera su línea editorial y atacara a la oposición. Schütz
tuvo que contentarse con 1,5 millones de dólares al mes por un total de 9 millones. Los hermanos Samuel y Mendel
Winter tal vez recibieron menos por la venta de su contenido editorial, pero quedaron agradecidos, pues lograron
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apropiarse del canal 2 en 1996, gracias a la persecución contra Baruch Ivcher, el principal accionista. Ivcher se vio
obligado a exiliarse y fue privado de su ciudadanía peruana después de que le retirase su respaldo a Fujimori y
emitiera informes reveladores sobre la tortura y el espionaje telefónico. Genaro Delgado Parker, un importante
accionista de canal 13 que tenía crónicos problemas legales, le prometió a Montesinos que despediría al periodista
independiente César Hildebrandt a cambio de una sentencia favorable en una disputa por la propiedad de acciones
del canal.(…)
La prensa amarilla, a la cual se conocía colectivamente como la «prensa chicha», atendía a las masas mal
informadas. Los propietarios y editores de estos pasquines mostraban gran imaginación en propagar insultos
estrambóticos, desinformación y manipulación sociopolítica. Los más exitosos en este tipo de periodismo y sus
campañas «psicosociales» fueron los hermanos Alex y Moisés Wolfenson (este último un congresista fujimorista
elegido en 2000), editores de El Chino. Otros propietarios de periódicos chicha como Rubén Gamarra (La Yuca) y
José Olaya (El Tío) fueron sindicados por recibir cuantiosos subsidios impropios en 1999. Augusto Bresani, un
periodista cercano al SIN, trabajó con Montesinos y el publicista Daniel Borobio en la transmisión tanto de titulares
como de dinero a los editores de la prensa chicha. Bresani no solo recibía dinero de Montesinos sino también, a
partir de 1997, de importantes corporaciones privadas decididas a prestar respaldo a Fujimori y sus campañas
sucias. Entre los principales contribuyentes de la prensa chicha figuraron compañías extranjeras y grupos
empresariales nacionales. En marzo y abril de 1998, la prensa chicha lanzó una virulenta campaña de difamación
contra prominentes periodistas independientes que iban descubriendo los aspectos más escabrosos del régimen,
en particular aquellos que publicaban informes acerca de las fechorías de oficiales militares y de inteligencia en
La República, entre ellos Fernando Rospigliosi, Ángel Páez y Edmundo Cruz. La manipulación de la prensa amarilla,
complementada con amenazas de muerte y acusaciones de traición, representaba una censura ex post facto que
caía pesadamente sobre los periodistas más honrados. (Quiroz 2013: 466-483, 495-505)

Bibliografía

QUIROZ, Alfonso (2013) Historia de la corrupción en el Perú. Lima: Instituto de Estudios Peruanos / Instituto de
Defensa Legal.
ZAPATA, Antonio (Coord.) (2015) Perú: la búsqueda de la democracia 1960-2010. Tomo 5. Madrid: Fundación
MAPFRE y Penguin Random House.

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