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En la misa de la Vigilia Pascual, a la hora de la comunión, la gente se levantaba en silencio, se

dirigía casi al fondo de la Iglesia por las dos naves laterales, luego volvía con pasitos apretados a
la nave central, avanzando casi hasta el coro, donde se entregaba la hostia. Allí, un obispo
avanzando en edad era el que distribuía la comunión, se podía avizorar en sus modos algún que
otro signo emergente del Resucitado. Lo ayudaban también; un cura de experiencia,
seguramente el párroco del lugar, el cual portaba su barbijo y sus inconfundibles gafas de
montura negra, y un par de mujeres de rostro curtido, quizás por la importancia de la tarea a
realizar, de esas eternas que cambian los gladiolos del altar antes de que no se pudran y cuidan
de Dios como un viejo marido cansado.

Sentado en la parte trasera de la Iglesia, más precisamente detrás del altar, esperando mi turno,
observé a la gente: sus ropas, sus espaldas, sus cuellos, el perfil de sus rostros. Por un segundo
fue como si la vista se me abriera y fue toda la humanidad, sus miles de millones de individuos,
los que descubrí atrapados en este fluir lento y silencioso: viejos y adolescentes, ricos y pobres,
mujeres y hombres, lunáticos y genios., todos raspándose los calzados en las losas frías y
cuadriculadas de esta catedral.

Entonces fue como si supiese lo que sería la resurrección y la asombrosa calma que la
precedería. Claro, duro solo un instante… Pero me ha dejado en el corazón la maravillosa certeza
de que: ¡En Dios nada se ha perdido! ¡Ningún ser humano ha estado solo y nadie más vivirá
olvidado! Ni mucho menos ninguna queja caerá en el vacío. Será Él, el Resucitado que de alguna
u otra forma nos acompañará en adelante...

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