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sima que no era lluvia ni era niebla, pero que mantenía por
todo una humedad caliente y aceitosa. Ese día las iglesias
estuvieron desiertas y no resonaron bajo sus bóvedas las vo-
ces gangosas que todos los años repiten los mismos sermo-
nes de la agonía y de la soledad. Pero la piedad es profunda
y todo lo salva o pretende salvarlo cuando algo se opone a
su libre ejercicio. El hombre encuentra en sus sentimientos
religiosos fuerzas desconocidas para adorar a Dios. Por eso
se vieron en aquel viernes santo, personas que acudieron
enfermas a las iglesias; otras quisieron y no pudieron hacer-
lo. La imposibilidad absoluta las retenía en el lecho a cuya
cabecera velaba la muerte. En la desesperación causada por
esa imposibilidad, murieron muchos; quizás murieron por
esa misma desesperación. Los llevó al cementerio el mismo
carro de basura que llevaba a los impíos. Porque también
los carros de basura servían de coche fúnebre. En los con-
ventillos, en los cuartos angostos, cortos, bajos, oscuros y
sucios, los napolitanos y los gallegos, cubiertos de inmundi-
cia, morían por docenas, por carradas en cada habitación,
por centenares en la casa entera. La autoridad tenía para
ellos la mano dura. Calientes aún, los encajonaba, clava-
ba los ataúdes aplastándoles la cabeza cuando los cuerpos
eran demasiado grandes para el cajón, y los amontonaba
en los carros de basura para llevarlos hasta el Cementerio.
De paso, cuando el carro no iba muy cargado, recogía en el
camino algunos muertos más para no hacer viajes incomple-
tos. Abogados, corredores de bolsa, comerciantes, hicieron
así la última etapa de la existencia. Las basuras que habían
andado separadas en la vida, se reunían en la muerte. Mala
partida que jugaba el destino sin saberlo.
De una casa lujosa, rica, salía un ataúd de pino blanco.
El carro de basura se lo llevaba. ¿Era el entierro del caba-
llerizo o del sirviente? No. Era el dueño de casa que se iba,
178 Crónicas, folletines y otros escritos