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En 1871

Un día se contaron más de novecientos muertos. En el ce-


menterio, los ataúdes quedaron sin sepultura, formando in-
mensas pilas elevadas al aire libre, bajo un cielo gris y triste.
Aquel día toda la ciudad sufrió un estremecimiento de es-
panto, un nuevo estremecimiento que se agregaba a todos
los que ya había sufrido, porque nunca se había visto una
tragedia tan horrorosa. Las peripecias más crueles se suce-
dían sin cesar, variadas al infinito en sus formas, siempre
idénticas en el fondo. La enfermedad, el monstruo intangi-
ble, se apoderaba de los seres en silencio, los fulminaba con
el frío de la tumba, y en la lividez horrible de una descompo-
sición que era agonía, les arrebataba la vida silenciosamente,
sin una queja, sin un lamento, sin un sollozo. Y alrededor
de esos enfermos incurables y de esos muertos que irradia-
ban ellos mismos la muerte con sus emanaciones, alrededor
de los lechos hediondos y de los ataúdes cerrados, se veían
los mismos dramas. Ora la familia abnegada acompañaba
al deudo amado hasta el lugar de la eterna separación, ora
se veía llegar silenciosa la mano extraña que reemplazaba
al pariente o al amigo de esa última dolorosa tarea. Padres
que morían lejos del hijo prófugo, madres que cerraban los
ojos oprimiendo sobre sus senos un hijo de meses, mujeres y
hombres solos, sin un auxilio, sin una ayuda, personas enca-
jonadas vivas, que se despertaban en el cementerio; todos los
horrores, todos los sufrimientos, todas las desesperaciones al
lado de todas las sublimidades de la abnegación y de todas
las infamias de la cobardía. Había médicos que huían.
El pánico innominado de las multitudes, el terror insu-
perable de la impotencia, dominaba la población y extendía
sobre toda la ciudad el inmenso silencio de un cementerio.
174 Crónicas, folletines y otros escritos

Por las calles, los transeúntes apurados caminaban sin ruido,


cruzándose con los perros hambrientos que trotaban por la
orilla de las veredas, con la cola y la cabeza bajas, buscando
el rastro del amo muerto o un pedazo de carne abandonado.
Y no había carne. Las autoridades la vendían para salvar del
hambre a los pobres que no podían salir de la ciudad. Las
carretas sucias en que entraba de los mataderos pasaban al
lado de los coches fúnebres y los carros cargados de ataúdes
que iban lentamente al cementerio llenando las calles con el
ruido de sus barquinazos. De cuando en cuando largos ca-
rros de mudanza cargaban muebles en la puerta de una casa:
los ladrones, como los cuervos sobre los campos de batalla,
caían sobre las casas abandonadas a robar los mobiliarios.
El crimen corría tras la muerte. Era natural. Había médicos
que robaban el dinero que sus enfermos ocultaban debajo
de la almohada. Agonizantes lívidos firmaban testamentos
falsos. Sacerdotes caritativos se llevaban de las casas bajo sus
sotanas los crucifijos de plata. El Presidente de la Repúbli-
ca se fugaba, mientras el Gobernador de la Provincia hacía
levantar un campamento para los pobres a seis leguas de la
ciudad. Del extranjero llegaban socorros, dinero, medica-
mentos, carne que faltaba, médicos que había de sobra y no
servían para nada. Cada patán era un médico; un carpintero
estúpido curaba cincuenta enfermos, era un héroe durante
veinte y cuatro horas, comía gratis una semana, caía anula-
do a los quince días. También las sublimes ignorantes, las
hermanas de la caridad, preconizaban un licor, una poción
azucarada y alcohólica: era preciso tomarla en nombre de la
Santísima Trinidad.
Se hablaba despacio y en voz baja. No había más que
una sola cosa que comunicarse: fallecimientos. Y cada nue-
va noticia era una nueva exacerbación del espanto. Por eso
los parientes huían de los parientes y los amigos huían de
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los amigos, para escapar del contagio. Y la enfermedad no


era contagiosa. Pero la multitud es ignorante y el miedo es
idiota. Los médicos eran multitud y tenían miedo. Solos en
aquel naufragio, los miembros de una comisión que se lla-
mó popular, ayudados por todo género de auxilios, y una
municipalidad que carecía de todo, se sostuvieron firmes,
llevando a los hogares indigentes lo único que podían llevar:
ropas, alimentos, ataúdes. Esos hombres –eran numerosos–
velaban permanentemente, acudían a todas partes, y cuando
caían ellos mismos heridos por la enfermedad, tenían un en-
tierro sin concurrencia. Los que sobrevivieron tienen ahora
una cruz de fierro regalada por el pueblo.
¡Poca cosa! En aquel tiempo se les veía por la noche cru-
zar las calles como fantasmas; eran los únicos habitantes
que había de noche; llevaban sobre sus espaldas la cruz del
sacrificio estéril. No tenían miedo; pero eran multitud. No
sabían curar la enfermedad. Nadie sabía curarla. Había, sin
embargo, enfermos que sanaban. Casualidades. Los médi-
cos se atribuían el mérito de esas curaciones. Eran pedan-
tes. Y los pedantes no sabían siquiera como había entrado
a la ciudad la horrible peste. Las autoridades tampoco lo
sabían. Vagamente se decía aplicando al caso particular una
tesis general, que un enfermo había entrado del extranjero
y había muerto en una casa de la calle Balcarce, cerca del
Hospital de hombres. El barrio es sucio. La enfermedad en-
contró el terreno preparado, se propagó poco a poco alre-
dedor del punto inicial y ganó toda la ciudad, bajando como
una inundación cenagosa de la alta colina en que tomara
nacimiento. Hoy la leyenda es historia. Ahora se asegura
–o se sabe– que el primer muerto fue un marinero inglés.
Ese primer muerto fue enterrado en enero; en febrero los
cortejos fúnebres cortaban las hileras de coches del corso
carnavalesco, para pasar de una mitad a otra de la ciudad.
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Intersección de mascaradas. El gobierno costeaba las fiestas


públicas para ocultar los estragos progresivos de la enfer-
medad. La autoridad enmascaraba la muerte para ocultarla.
El avestruz escondía la cabeza para no ver al enemigo. Pero
así como tras la máscara carnavalesca estaba la muerte, tras
el carnaval estaba la cuaresma.
El mal creció. En marzo los muertos no bajaban de qui-
nientos por día. En abril se llegó al día de los novecientos
muertos. Era el viernes santo. En realidad, Dios debía ser
aquel día un cadáver. ¡Cuántos lo invocaron mentalmente en
las últimas luces de la agonía! En medio del adormecimiento
comatoso que precedía a la muerte, en el idiotismo repug-
nante del ser que se iba, solía haber relámpagos de concien-
cia, miradas de fuego, quejas apagadas, una que otra palabra.
Esa palabra, en los pobres de espíritu, era para Dios, que no
la escuchaba. El agonizando moría; había un alma más en el
purgatorio y un cadáver más en el depósito general de todas
las osamentas amarillosas que se arrojaban a la fosa común.
Bien felices los muertos enterrados. No les faltaba la palada
de tierra, que es el último patrimonio de todos los hombres.
Hubo algunos que no fueron enterrados nunca. Un hombre,
una mujer morían en un cuarto solos, sin medicamentos,
sin cuidados, sin alimentos; morían, como habían vivido,
profundamente ignorados, desconocidos. La enfermedad
los clavaba en el lecho, la sed los enloquecía, la muerte los
inmovilizaba. Así extendidos, rígidos, sucios, amarillos, se
pudrían entre sus propias cobijas y no salía al exterior de sus
casas ni la hediondez de su podredumbre. Cuando la epide-
mia pasó y esos cadáveres fueron encontrados, la autoridad
ocultó los horribles hallazgos. Era natural.
En el día terrible de los novecientos muertos no hubo sol.
El cielo azul de la ciudad estaba gris, una masa espesa de
nubes lo cubría completamente y dejaba caer una lluvia finí-
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sima que no era lluvia ni era niebla, pero que mantenía por
todo una humedad caliente y aceitosa. Ese día las iglesias
estuvieron desiertas y no resonaron bajo sus bóvedas las vo-
ces gangosas que todos los años repiten los mismos sermo-
nes de la agonía y de la soledad. Pero la piedad es profunda
y todo lo salva o pretende salvarlo cuando algo se opone a
su libre ejercicio. El hombre encuentra en sus sentimientos
religiosos fuerzas desconocidas para adorar a Dios. Por eso
se vieron en aquel viernes santo, personas que acudieron
enfermas a las iglesias; otras quisieron y no pudieron hacer-
lo. La imposibilidad absoluta las retenía en el lecho a cuya
cabecera velaba la muerte. En la desesperación causada por
esa imposibilidad, murieron muchos; quizás murieron por
esa misma desesperación. Los llevó al cementerio el mismo
carro de basura que llevaba a los impíos. Porque también
los carros de basura servían de coche fúnebre. En los con-
ventillos, en los cuartos angostos, cortos, bajos, oscuros y
sucios, los napolitanos y los gallegos, cubiertos de inmundi-
cia, morían por docenas, por carradas en cada habitación,
por centenares en la casa entera. La autoridad tenía para
ellos la mano dura. Calientes aún, los encajonaba, clava-
ba los ataúdes aplastándoles la cabeza cuando los cuerpos
eran demasiado grandes para el cajón, y los amontonaba
en los carros de basura para llevarlos hasta el Cementerio.
De paso, cuando el carro no iba muy cargado, recogía en el
camino algunos muertos más para no hacer viajes incomple-
tos. Abogados, corredores de bolsa, comerciantes, hicieron
así la última etapa de la existencia. Las basuras que habían
andado separadas en la vida, se reunían en la muerte. Mala
partida que jugaba el destino sin saberlo.
De una casa lujosa, rica, salía un ataúd de pino blanco.
El carro de basura se lo llevaba. ¿Era el entierro del caba-
llerizo o del sirviente? No. Era el dueño de casa que se iba,
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mientras los criados robaban su hogar abandonado. Porque


contra muy escasos sirvientes abnegados, hubo miles de ca-
nallas. Uno de ellos, una mulata, el día de los novecientos
muertos, llamaba a una amiga –otra canalla– en la calle del
Paraguay y la invitaba a acompañarla a ver el cadáver de “la
señora mayor”. La mulata hablaba en voz baja y reía con una
risa canalla, levantando las comisuras de los labios, movien-
do al reír la piel de la cabeza con una raya al medio del crá-
neo. La amiga resistía. Tiburcia insistió, logró convencerla y
las dos mujeres, tomadas del brazo, entraron a una casa de
hermoso aspecto, cuya puerta-cochera, de cedro lustrado,
estaba completamente cerrada.
La casa era de un solo piso, alta, pintada al aceite con
un color gris azulado. Tenía tres ventanas de reja fundida,
persianas corridas, la puerta a la izquierda, en lo alto del
parapeto, copas de mármol para las plantas. El zaguán era
ancho; en cada pared había un hueco para calzar las hojas
de la puerta cuando se abrían; esos huecos, como el resto de
los muros, estaban pintados del mismo color que el frente
de la casa; en los contornos corrían orlas de guarda griega,
color azul oscuro; el techo, cubierto con un cielorraso de
yeso, mostraba en el centro un rosetón destinado a sostener
un farol, pero que no sostenía nada: se veía asomar el tubo
de estaño para la provisión del gas.
Una puerta de hierro, pesada, con dibujos que casi ser-
vían de celosía, y pintada de verde oscuro, separaba el za-
guán del primer patio. Cuando esa puerta de hierro se abría,
sonaba en lo alto de su batiente una fuerte campanilla, de
timbre desagradable. Al ruido de la campanilla acudía un
gran mastín, enorme, que no ladraba ni mordía.
A la izquierda del visitante que entraba, estaba el primer
patio, más largo que ancho, circundado en tres costados por
una galería, sostenida sobre columnas de orden compuesto,
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debajo de la cual se abrían las puertas de las habitaciones,


cerradas con celosías de madera color de cedro. En el fondo
del patio una pieza cerraba el cuadro. En el segundo zaguán,
idéntico al primero, pero con cielorraso de lona empapelado
y sin rosetón para farol, daba acceso al segundo patio, sin ga-
lería, con una balaustrada que lo separaba del camino para
la entrada del carruaje, cuyas ruedas habían dejado huellas
visibles en el piso desde la puerta de calle hasta la del jardín,
que ocupaba todo el fondo de la casa. En medio del segundo
patio se levantaba rígidamente un brocal de mármol blanco
en arco de hierro fundido y pintado de verde. Era brocal de
aljibe y se tiraba agua en balde de bronce con cadena de hie-
rro acerado. El fondo del patio era cuadrado por la cochera
y pesebre, con habitaciones para sirvientes.
En el costado izquierdo se veía una habitación con ven-
tana sobre el patio y la puerta de la cocina, por entre cuyas
batientes brillaban los azulejos de fogón y los muros. Sobre
esa habitación y la cocina, de un metro de ancho, que ter-
minaba, cerca de la cochera, en una escalera de cedro de
curva incómoda y baranda de hierro fundido con pasamano
de madera. Todo estaba sucio y por entre las rendijas de al-
gunas piedras del piso asomaban yuyos que crecían libre-
mente. Todas las puertas y ventanas estaban cerradas, menos
la puerta de la cocina y de la primera habitación de altos que
se encontraba al subir la escalera.
Las mulatas subieron silenciosamente esa escalera y entra-
ron a esa primera habitación. Era una pieza cuadrada, con
ventana al norte, blanqueada con yeso, limpia y amueblada
pobremente. Una mesa con hule, tres sillas, una cómoda en-
chapada en caoba oscura, cuadros de santos en las paredes,
una alfombra raída, delante de una mesa de luz y al lado
de la mesa de luz, en un rincón, una gran cama de hierro
verde. Sobre el revuelto lecho, en cobijas, se extendía rígido
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un cadáver de mujer en enaguas, con las manos amarillosas


cruzadas sobre el pecho, sosteniendo un crucifijo de palo y
con el rostro cubierto por un pañuelo blanco. En la mesa
de luz ardía una vela de estearina en un candelabro alto de
bronce, amarillo, que no se sabía si iluminaba a la muerta o a
la Virgen de una pililla de agua bendita colgada en la pared.
Las enaguas de la muerta, demasiado cortas, dejaban des-
cubiertas las piernas del cadáver, demacradas hasta la exa-
geración, vestidas con medias de hilo blanquísimas. Las dos
permanecieron algunos minutos silenciosas ante el cadáver,
hasta que oyeron ruido de pasos fuertes en el primer patio.
– ¿Qué te parece la gordura?, preguntó Tiburcia.
– ¡Calláte, mujer!, le contestó su amiga riéndose.
– No juegues con los muertos. ¿Quién había de decir que
ese demonio tenía esas cachirlas?
Los pasos se acercaron. Eran los enterradores. Traían un
ataúd de pino blanco, que subieron fácilmente hasta la habi-
tación y colocaron en el suelo. Luego uno de ellos, paseando
una mirada en derredor de la pieza, destapó brutalmente el
rostro de la difunta. Era una anciana de fisonomía levemente
severa que había encontrado en la muerte una expresión de
inmóvil tranquilidad semejante a las de un embalsamado;
los ojos abiertos opacamente brillantes, miraban con cierta
expresión aterrante, y el color amarillo de la tez parecía una
pintura desleída en agua y extendida sobre el rostro.
– Hijita, esto da miedo, dijo Tiburcia, y salió del cuarto.
Su compañera la siguió y bajaron juntas la escalera, mien-
tras los enterradores abrían la cómoda y se guardaban pa-
ñuelos de seda y toallas turcas dentro de sus camisas. Bus-
caron joyas y no encontraron. En el cajón de la mesa de luz
había doce pesos y varias recetas de médico; dejaron éstas y
se guardaron los otros. Luego cada uno tomó el cadáver por
un extremo y brutalmente lo arrojaron al ataúd con un ruido
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seco que repercutió en la cocina, donde las mulatas lanzaron


un grito de coquetería dirigido a los gallegos enterradores.
El cajón era corto para el cadáver; la cabeza quedaba casi de
fuera; el más robusto de los enterradores se hincó en el suelo
y con el puño cerrado la empujó fuertemente. Los huesos de
la anciana rechinaron y la cabeza entró en el cajón, clavando
la barba sobre la tabla del pecho y con la mitad de la tren-
za canosa fuera del ataúd. En seguida colocaron la tapa del
cajón; por el extremo correspondiente a la cabeza, asomaba
el cabello de la muerta. Detalle insignificante. El cajón fue
atado con una cuerda y descendido a pulso desde la galería
de la habitación al patio; luego, cargado en hombros por
los enterradores y seguido de las dos mulatas, fue sacado a
la calle y arrojado violentamente a un carro de basura, cuyo
conductor hizo seguir viaje a los caballos, sin incomodarse a
dar vuelta para mirar. Los enterradores siguieron al carro y
las mulatas volvieron a entrar a la casa hablando en voz baja.
Así quedaba sola en el mundo, Elena Gómez, con su her-
mosura de tipo griego, una fortuna y diez y ocho años. Su
única guía, su abuela, no había querido salir de la ciudad.
Ella, espantada, había ido a San Isidro. La juventud tuvo
razón contra la ancianidad. La nieta sobrevivió, mientras la
abuela murió sola en una habitación de sirvientes, sin una
voz amiga que le dijera una última palabra de adiós. Vestida
por su criada, después de muerta, fue al cementerio en un
carro de basura y se hundió con el cajón que la llevaba en
una fosa común, entre dos camadas de cal, al lado de otros
que habían ido como ella, sin nombre, sin filiación y sin pro-
cedencia, anónimos del espantable momento, desaparecidos
al día siguiente, olvidados muy pronto.

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