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La Carreta Bruja
Esta historia sucedió a principios del siglo XX y tuvo por escenario un pueblecito
que está situado en las faldas noroeste del cerrito Santa Catarina, San Esteban, del
Departamento de San Vicente.
Era aquél un conglomerado apacible, tranquilo, hasta triste. Su clima agradable. El
tiempo allí parecía haberse detenido.
Las gentes eran humildes y crédulas hasta el fanatismo en cuestiones religiosas,
susceptibles a cualquier influencia o sugestión, temían todo lo que consideraban sobre-
natural y estimaban cosa común y corriente los maleficios, hechizos, fantasmas y espíritus.
Lógicamente, creían en toda la gama fantasmagórica de la rica mitología
vernácula: la Ziguanaba, el Cipitillo, el Duende, la Carreta Bruja, etc…
Su patrimonio era esencialmente la agricultura y sus diversiones sencillas y
escasas.
Las fiestas populares se concretaban a la celebración de los actos y ritos
religiosos, y sólo de cuando en cuando, en las tardes veraniegas o cuando la luna llena,
resplandeciente y tempranera bañaba con su plateada luz tejados y montes, al pie del
Cerro Pelón, sobre el hermoso gramal, al compás de violines y guitarras, los jóvenes de
ambos sexos, danzaban y cantaban.
Ese pueblecito aún hoy existe y es muy poco lo que ha cambiado; casi nada,
podría decirse. Todo está en el mismo lugar. El mismo cerro y las mismas casas con sus
cercos de piedras y de izotes o de palo-pique. La iglesia y las calles empedradas igual que
antes.
Fue allí, donde hace ya bastante tiempo vivió un hombre que poco después de
casarse enviudó. Su vida que tomó constante desesperación y martirio, pues nunca se
conformó con la pérdida de la mujer amada y todo le parecía injusto en su vida y sobre la
faz de la tierra; no había nada que lo consolara. Por eso, para mitigar su amargura, bebía.
Se embriagaba todo el tiempo y rehuía la amistad de sus coterráneos. Se convirtió en
solitario. Enfermó de misantropía.
Pasando el tiempo, su mirada, antaño soñadora, se convirtió en sombría oquedad
y triste expresión de un alma torturada; su sonrisa otrora alegre, cantarina, se trocó en
mueca forzada. Todo en él cambió. Las gentes murmuraban con misterio: -la finada se lo
quiere llevar para la religión de los iguales. También decían: -Los espíritus malos se han
posesionado de su alma. Otros más criticaban: -la finada le robó el alma y hoy es un
muerto que camina.
Se habló tanto de aquel hombre melancólico, que su vida se tornó un misterio
viviente y por simples e insignificantes que sus actos fueran, a las miradas furtivas de las
supersticiosas gentes adquirían significados diabólicos.
En la plaza y en la pila pública, donde la muchachada y las viejas se reunían
cotidianamente, siempre salía a rodar algún chiste o comentario alrededor del enamorado
de la parca, el discípulo de Satanás, el hombre pactado, etc…. Siempre de entre los
grupos salía un… yo vi; o un… dicen que… y brotaban las historietas más fantásticas,
absurdas y supersticiosas.
El hombre silente vivía a dos cuadras de la iglesia y a tres de la última casita que
estaba sobre las faldas mismas de donde comenzaba el cerro, sobre la calle principal que
va a topar a la iglesia del Calvario.
La casa era grande, de dos aguas y amplio corredor que daba al solar. El terreno
tenía un poco más de media manzana y estaba sembrado profusamente de árboles
frutales.
Para evitar que los traviesos birlones de lo ajeno saquearan sus haberes, el
paranoico levantó alrededor de su polígono un alto tapial de adobe que impedía, no sólo el
saqueo de frutas y aves de corral, sino hasta las miradas indiscretas que lo acosaban.
Eso, naturalmente, aumentaba la curiosidad y el misterio que rodeaba la vida del
hombre solo y callado.
La Cirinla, hija mayor de Juaquina, era, indudablemente, la muchacha más curiosa,
revoltosa, criticona y mentirosa del pueblo, razón por la cual se había llegado a los veinte y
más años de edad sin conseguir que cualquier hombre se fijara seriamente en ella. No
obstante, la Cirinla tenía una noble cualidad: sus chismes y relatos tenían la gracia picante
de la fábula y cuando contaba sus mentiras, las gentes se complacían escuchándola.
Hablando era salerosa y su mímica atrayente. En los grupos siempre sobresalía y
no paraba de contar historias.
En la boca de Cirinla el nombre del melancólico era una leyenda viva y
personificada que tomaba relieves insospechados.
Tantas anécdotas y misteriosas historias inventó, que hasta soñaba con su
personaje favorito. Así, poco a poco, ella misma fue creándose un mito hasta llegar a creer
en que sus propios cuentos eran realidad. Su fantasía le hacía vivir en un mundo de
ensueño, casi tangible. Su obsesión tomó proporciones de convicción y la adornó con los
más variados matices, y tanto pensaba en él, que inconscientemente, con esa sutileza
propia del amor secreto y vedado, se apasionó locamente de aquel hombre cuya
personalidad la intrigaba; la hacía soñar despierta y dominaba su alma. Por eso, ella lo
espiaba constantemente y llegó a convertir aquel personaje en parte fundamental de su
existencia.
Pronto, todo el pueblo sabía que Cirinla estaba apasionada del hombre misterioso,
y hasta los oídos del fabuloso misantrópico llegó la noticia. Mas, éste, sin el menor interés,
sin concederle importancia a la revoltosa, ignoró toda insinuación, toda provocación.
Premeditadamente inadvirtió aquellos ojos que lo perseguían en forma sistemática e
insistente.
***
Una noche de noctambulismo, el taciturno sorprendió a la Cirinla espiándolo por el
agujero de la chapa de la puerta y cuando ella menos se lo imaginaba, la puerta se abrió y
tirándola por el bazo la introdujo al interior de la casa entapialada.
Fue tanta la sorpresa que sufrió la espiona, que no tuvo tiempo ni valor de pedir
auxilio. Ni siquiera gimió.
Cirinla durmió aquella noche en su nuevo hogar y se convirtió en la mujer del
hombre pactado.
El paranoico tuvo un nuevo renacimiento en su vida, pero no encontró en Cirinla la
medicina que curara su melancolía y pronto volvió a su rutinaria vida de misántropo.
Bebía incansablemente y por las noches deambulaba por las faldas del cerro
contando estrellas y rumiando su vieja pasión por la difunta.
Cirinla pasó a ser la mujer también solitaria; pero no la abandonó su arraigada
costumbre de pesquisona, curiosa y criticona, y, como ya había satisfecho su curiosidad
con respecto al hombre que amaba entrañable y extrañamente, se interesó por descubrir
cuál era el misterio de su pasión y de averiguar las relaciones que su marido tenía con los
espíritus. Así, sigilosa, lo siguió al cementerio por las noches. Desde lejos, lo acompañaba
en sus paseos por el cerro; en las madrugadas, lo atisbaba hasta el Ojo de Agua cuando
iba a tomar baño. En fin, lo seguía subrepticiamente como una sombra a todas partes.
El hombre, ensimismado en su impenetrable soledad ni se ocupaba de los actos de
aquella mujer, que como accidente había llegado a su vida.
Un día, el silente anunció que haría un largo viaje hasta el Volcán de Izalco y que
estaría varios meses fuera de su casa. Preparó bastimento y en su mula prieta se fue,
dejando a la Cirinla con la espuela de la curiosidad metida entre pecho y espalda.
Desde aquel día, ella dispuso quedarse a dormir en la hamaca de pita trenzada
que tenía en la sala, con el objeto de estar siempre cerca de la puerta de calle y espiar a
todas horas a las gentes que pasaban sin que aquellas se dieran cuenta.
Así, de día y de noche, Cirinla permanecía atenta al menor ruido de pisadas o
chillidos de carretas que pasaban por la calle; ella, con la cara pegada a la puerta, miraba
por el hoyo de la cerradura y veía todo cuanto frente a su casa sucedía.
***
Un viernes 13, por la noche, Cirinla estaba ya encamisonada y dispuesta a dormir,
cuando oyó en el patio de la casa, en la galera del horno, unos ruidos raros. Era algo así
como gemidos profundos.
Los chanchos en el chiquero, inquietos, chillaban; las gallinas encaramadas en las
ramas del palo de jocote, trinaban en canto tembloroso y espeluznante como presagiando
peligro; los perros de la vecindad aullaban lastimeramente y la yegua de Serapio, el vecino
más próximo, amarrada al aceituno, relinchó y resopló impacientemente.
A Cirinla naturalmente, se le puso la carne de gallina, pero haciendo de tripas
corazón, aguijonada por la curiosidad, candil en mano, se arrolló en camisón de dormir y
salió a ver qué era.
Desde la puerta del corredor, entreabierta, miró para todos lados y como no vio
nada, salió al patio y despacito, como alma en penas, medio agachada fue dando la vuelta
alrededor del horno, ¿y? … ¡no había nada!
Bueno, pensó, debe ser la peste que anda por hay rondado, y satisfecha su
curiosidad, nuevamente se acostó en su hamaca.
Sin poder conciliar el sueño pasó largo tiempo. Nunca podrá recordar cuánto
tiempo estuvo inmersa en vagos pensamientos, y … dám, dám, dám … era el reloj del
Cabildo que sonaba las doce campanadas anunciando la media noche. Cirinla,
murmurando: -¡Ave María, las doce! Se persignó y apagó el candil mas no consiguió
dormir. Al poco rato, procedente de la cuesta que baja de las faldas del cerro percibió el
ruido inconfundible de una carreta que rodaba sobre el empedrado de la calle central del
pueblo.
-¿Quién vendrá a estas horas para el centro? –se preguntó Cirinla. ¿Será Ignacio?
¿Higinio? ¿Anselmo? ¿Virgilio? ¿Honorio? ¿Quién será?
El ruido de la carreta, al caer las ruedas de piedra en piedra, se escuchaba cada
vez más claramente. El tilín, tilín, de las arandelas de hierro que separan las ruedas de los
pines que atraviesan el eje, al topar en las bufas, es característico, y el rozar tintineante de
la muñeca que de los largueros de la cama de a carreta cuelgan, al ser arrastrado por el
suelo, también es inconfundible.
Cirinla, desde su lecho mentalmente calculaba la distancia a que se aproximaba la
carreta.
Poco a poco los ruidos fueron más nítidos y ya se oía hasta el resuello de los
bueyes, el remascar cansado y baboso y el jadeo del fatigoso esfuerzo. También se oía el
azuzar de los boyeros, que exigentes hostigaban a los animales tractores.
Cirinla, escuchaba ensimismada tratando de reconocer las voces de los hombres.
Porque oía muchas voces que al unísono ajotaban a los cornudos; de entre las cuales
distinguía claramente la voz de su marido que en ensordinado zumbido, decía:
-¡Arre Cirinla! ¡arre! … ¡arre! ¡Cirinla! ¡arre! –
Y tronaban los chicotazos sobre los lomos de las bestias.
Cirinla sintió escalofríos que le corrían desde el atlas, hasta el coxis, por toda la
columna vertebral, y embozada de pies a cabeza con su perraje se encogió lo más que
pudo en la hamaca, temblando de miedo.
A cada instante los ruidos se aproximaban más y más a la casa de Cirinla, que
enroscada sudaba copiosamente. El gusano de la curiosidad le carcomía las entrañas.
Sentía irrefrenablemente deseo de oír y trataba de adivinar de quienes eran aquellas
voces y qué era lo que decían; pues voces y nombres eran de personas para ella
conocidas, y perturbada, con la cabeza hormigueante, trataba desesperadamente de
rezar; de recordar una oración cualquiera para acallar aquel horrendo bullicio que iba
tomando cada vez más angustiosas proporciones; mas, no lograba concentrarse en
ninguna oración y cuando más fuerte hacía, más claro oía las voces, el chirrido de las
ruedas y el tilín, . . . . tilín . . . . De los eslabones de cadenas arrastradas sobre el
empedrado.
En su grande y desesperado esfuerzo por orar, dos veces sintió o creyó sentir que
desfallecía; que perdía el conocimiento. Pero el gusanito de la curiosidad que se había
convertido en tremenda gusanera dentro de su cerebro, la hacía volver a la conciencia y la
empujaba, y le exigía poner atención.
La gusanera de la curiosidad pronto fue tomando poderosa fuerza que le impedía
tenazmente a oír y también le exigía ver qué era lo que afuera estaba aconteciendo.
Mientras tanto, la carreta avanzaba, avanzaba inconteniblemente por la calle empedrada y
Cirinla percibía hasta el olor peculiar a juelgo de buey; olor agridulce y a loroco mascado; a
sudor y a baba de rumiante.
No pudo más, sin lograr vencer el miedo que como garra acerada se le clavaba en
todo el cuerpo, pero al mismo tiempo vencida ella, irremediablemente por la brutal fuerza
de la curiosidad que la enloquecía; sin encender el candil, en la más absoluta oscuridad,
envuelta en el perraje, a tientas llegó hasta la puerta. Sudando por todos los poros y
temiendo hasta lastimarse las rodillas una contra la otra, aplicó su ojo al hoyo de la chapa
de la puerta y vio…!
En esos precisos momentos iba pasando frente a su casa el ruido de la carreta y lo
que miró la dejó petrificada de terror.
Era una carreta del tamaño normal de las carretas comunes; pero en las puntas de
los palos que componían el estacado, en cada estaca llevaba una calavera humana con
grotesca mueca de sonrisa.
La carga de la carreta consistía en un promontorio de cadáveres decapitados que
se retorcían como tentáculos de mil pulpos. Los arrieros, en vez de cabeza tenían un
pequeño manojo de zacate. En la mano izquierda aseguraban una puya y en la mano
derecha el mango de enorme látigo negro. Danzaban y haciendo estallar latigazos sobre
los cuerpos, gritaban:
¡Arre Pascaciaaa! . . . . ¡Arree Anastaciaaaa! . . . . ¡Plac! ¡sonaban los
chicotazos! . . . . ¡Arreee Canutaaaa! . . . . bestias chismosaaaaas! . . . . ¡Arreeee
Juaquinaaaa! . . . . ¡Arreee soooos! Arreee. . . . ¡Plac! . . . . ¡Arreeee! . . . . ¡Plac! Y
mientras mencionaban los nombres de todas las personas que ella conocía como
mentirosas, falsas e hipócritas, los chicotazos sonaban como estampidos de balazos en
los lomos desnudos de cuerpos torturados.
Inmediatamente fijó su atención en lo que iba delante de la carreta y vio,
apavorada, que el timón de la carreta, con el yugo, iban flotando en el aire a la altura
normal de bueyes; pero bueyes no había. La carreta iba caminando sola. Más adelante,
unos dos metros adelante del yugo, veía como en un sueño, algo así como sombras o
siluetas blanquecinas, dos columnas de mujeres que cabizbajas, con sus cabelleras en
espantoso desorden arrastraban cadenas y grillos. Gimiendo y sollozando a cada latigazo
avanzaban arrastrando penosamente los pies y las cadenas.
Con profundo dolor en el corazón; como si tuviera clavada una estaca en pleno
pecho, Cirinla, vio. . . . no, más bien adivinó que entre las mujeres de aquellas dos
columnas iba ella, su madre, y todas las otras gentes malas que merecen castigo por su
lengua viperina y con quienes había reído y gozado, calumniando, criticando y
chismoseando a los demás en la pila pública de la plaza del pueblo.
Con infinito pesar sintió que se arrepentía de todo cuanto de malo había hecho, y
reclinada contra la puerta lloró. Lloró acongojada sintiendo que un nudo amargo le atoraba
la garganta y que las lagrimas que corrían por las mejías eran de fuego líquido que le
quemaban la piel. Trató de mover el brazo derecho, pero lo sentía pesado como si fuera
de plomo y se negaba a obedecerle. Con tenaz y desesperado esfuerzo, por fin superó,
con su voluntad, aquel tremendo peso y haciendo la señal de la cruz se llevó la mano a la
frente para persignarse, no había terminado de decir: amén, cuando oyó: ¡dám! . . . . una
campanada del reloj público. La media, dijo Cirinla en un suspiro. Pero al instante comenzó
a oír el repicar alegre de las campanadas de la iglesia que convocaban a misa.
-¡Eh! Es el primer repique, pensó Cirinla, sintiendo instantánea e inmensa alegría
en su corazón, y como por encanto el miedo desapareció. Mas, siempre sentía íntima
angustia y desesperación, aflicción, como presintiendo algo fatal se retiró de la puerta y fue
a encender el candil. Llegó al cofre, sacó ropa limpia, y mientras se vestía, meditaba:
-Voy a misa y me confieso, de seguro el padre me va a poner una fuerte
penitencia, pero la cumpliré y comulgaré. Así, estando en gracia de . . . . ¿y si el padre no
me da la absolución? No, me la tiene que dar . . . . él, el otro día me pidió que llegara al
convento por la noche y yo de boba no fui. Si hoy me dice . . . . voy, y, así . . . . ya saliendo
. . . . bueno, ¡yo tengo que salvarme de cualquier modo! –
En aquellas turbias meditaciones estaba, cuando . . . . tilín, tilán, dilín dán . . . .
dám, dám.
¡Shsss! El segundo, dijo Cirinla para sus camándulas. Sólo me lavaré la cara y la
boca y salgo corriendo. Debo oír toda la misa y confesarme. ¡Tengo que comulgar!
Secándose la cara estaba, cuando . . . tilín, tilán, dilín, dán . . . . dám, dám, dám . . .
.
¡A la pícara! Que ligeros esos repiques, pensó Cirinla. Y hablando a media voz, dijo
para sus escapularios: -Hoy sí, la misa va a comenzar. Me voy – y masticando sus
pensamientos apagó el candil y salió con rumbo a la iglesia.
Cuando llegó a la esquina próxima a su casa, al atravesar la bocacalle, notó con
extrañeza, que la oscuridad era completa y que la noche se sentía en su plenitud. Los
follajes de los árboles en los solares del vecindario proyectaban densa oscuridad y las
tinieblas se sentían crudas. No era igual a otras veces que había ido a misa de 5, cuando
ya los albores del sol se presentían, las sombras eran menos densas. Sin embargo
continuó su camino con la idea de no llegar tarde a misa.
*****
Ya en el atrio de la iglesia vio que las puertas de al lado por donde ella iba, estaban
cerradas. Qué raro –dijo para su reboso- el sacristán no ha abierto las puertas de este
costado. Caminó hasta la parte del frente que da a la plaza. Allí está el portón principal de
la iglesia, y . . . . ¡también cerrado!
-Ave María Purísima –dijo- ¿Qué es esto? – y dirigiendo la mirada al reloj del
Cabildo, vio que faltaban dos minutos para la una de la madrugada. Inmediatamente sintió
que el pelo se le paraba. La piel se le erizó. En la boca, la lengua se le engarrotó y un
estado de embotamiento general se apoderó de todo el cuerpo.
Haciendo esfuerzos sobrehumanos caminó de regreso hasta la esquina.
Arrastrando los pies, que sentía como si calzara botas de plomo y agarrada de la baranda
que circunda el atrio, respiraba dificultosamente. Quiso gritar, mas, la voz no alcanzaba a
salir de su garganta y a duras penas emitió un gemido opacado, con el sonido de un
saxofón al soplarlo y con sordina. Cerró los ojos y siempre arrastrándose caminó hasta la
puerta de su casa.
Como sonámbula, sin noción de su existencia ni de nada cuanto veía y tocaba,
empujó la puerta y entró. Despacio, lentamente en la oscuridad de la casa, que conocía
pulgada por pulgada, se arrastró hasta la hamaca y se sentó.
Sentía como idiota, como enajenada, como en letargo. Miraba a su alrededor y en
la penumbra adivinaba los objetos que contenía la sala. Corrió la vista hasta la puerta y se
dio cuenta que la había dejado con una hoja abierta completamente y la otra semi-cerrada.
No le dio importancia a ese detalle, porque en ese mismo instante . . . . ¡dám! . . . . la
campanada del reloj del Cabildo dio la una.
Dos minutos, pensó Cirinla, ¡desde la iglesia hasta aquí! ¡en un minuto hice una
cuadra! . . . . ¡y a mí me pareció un siglo! . . . .
En esos momentos, a lo lejos, en dirección de la iglesia, Cirinla oyó el inconfundible
chirrido de una carreta de rueda sobre calle empedrada. El corazón le dio un vuelco.
-Cómo, ¿otra vez? – rezongó ¡no! ¡no! ¡no puede ser! –
Pero el ruido se aproximaba cada vez más. No había duda de que venía en
dirección al cerro e iba a pasar nuevamente frente a su casa.
Aquí, frente a mi casa, pensó angustiada, y esta vez la puerta está abierta.
Su primera reacción le ordenó correr a cerrarla e hizo el intento de levantarse, pero
el cuerpo no obedeció a su voluntad. El tilín, tilín, de las cadenas ya se escuchaba
claramente y Cirinla calculaba que aquella maldita carreta iba llegando a la esquina de la
manzana de su casa. Hizo nuevamente el intento de pararse y por segunda vez fracasó.
Intentó una y otra vez y tantas veces fracasó como veces intentó. Un sudor helado le
brotaba de la frente y la respiración se le tomó entre-cortada.
Cuando las voces de los arrieros ya se oían inconfundibles y los nombres de las
mujeres sonaban en sus oídos como golpes de mazo sobre almohada, el gusanito de la
curiosidad hizo nuevamente su aparición en el cerebro de Cirinla.
Ver y oír claramente aquel macabro cortejo, verlo y oírlo desde allí donde estaba
sentada en su hamaca; ¡ en la penumbra de la sala de su casa y con la puerta
abierta! . . . .
-Bueno, yo he querido ir a cerrarla y no he podido, pensó la Cirinla a manera de
disculpa para consigo misma, aquí a mi casa no han de entrar y yo los veré bien a todos.
¡Ver a mi marido! ¡qué bueno! –
El bolongón, bolongón de las ruedas al pasar de una piedra a otra; el estridente
chirrido de las bufas y ejes; el claro tintineo de las arandelas y el sonido del hierro de las
cadenas arrastradas sobre el empedrado, ¡se hizo cada vez más fuerte, más fuerte, más
fuerte y más fuerte . . . . hasta convertirse en ensordecedor, en enloquecedor bullicio
resonando dentro del cráneo de la Cirinla.
Los primeros hombres con cabeza de zacate hicieron su aparición danzando
espectacular ballet y los chicotazos sonaban como fulminantes de pólvora reventados
sobre piedras, en los cuerpos de las agobiadas revoltosas, chismosas y mentirosas. El
cortejo avanzaba lentamente y las columnas de las agachadas iban pasando arrastradas,
gimiendo y sollozando. Apareció la carreta sin bueyes, y . . . . derrepente, la sala de la
casa de Cirinla se llenó de seres silentes que en la penumbra se deslizaban de un lado a
otro frenéticamente, dejando apenas sentir su presencia por el roce de sis vapóreos
cuerpos entre sí y en los objetos que había en la sala. En la oscuridad, ella no vio, más
bien presintió, adivinó, miró con los ojos de la intuición a los hombres con cabezas de
zacate que agarraban los manguillos de su hamaca y alzándola en peso, la mecían
violentamente, cada vez más fuerte hasta que topaba en el techo de la casa. En su
desesperación, Cirinla se aferró a la hamaca cada vez más. Los golpes contra las vigas
fueron cada vez más fuertes. Sentía la inmensa necesidad, la imperiosa necesidad de
desmayarse y sólo despertar hasta que toda aquella horrible pesadilla hubiera terminado,
pero los porrazos contra las vigas no le daban la mínima oportunidad de fugarse de la
realidad, al estilo mujer inglesa (desmayándose) y además, el demonio de la curiosidad se
había posesionado de ella en cuerpo y alma.
De improviso se hizo una gran claridad que ilumino la sala. La bulla cesó. La
hamaca paró de mecerse y ella, ensangrentada y aturdida, sintió vómitos. Arrojó sangre y
se fue de bruces. Cayó sobre su propia sangre vomitada y quiso incorporarse, mas todo
era inútil; la cabeza le zumbaba y la fiebre la consumía. Respiraba pesadamente;
agonizaba, sentía que la vida se le iba y allá, del fondo mismo de su subconsciencia,
sentía más que oía, el chirrido de la Carreta Bruja que se alejaba . . . . se alejaba con
rumbo al cerro. Cerró los ojos para aclarar la visión y cuando los abrió nuevamente, todo
estaba en penumbras. Parpadeó o creyó parpadear repetidas veces pero ya no logró ver
nada más.
Con el canto de un gallo lejano que anunciaba el nuevo día, la Cirinla murió. Murió
sobre el charco de su propia sangre de curiosa, chismosa, revoltosa, criticona y juzgona.
Al día siguiente los vecinos la hallaron allí tendida sobre el suelo con el rostro
hinchado y amoratado sobre el charco de sangre coagulada. Nadie nunca supo cómo
aquello sucedió; pero desde entonces la Carreta Bruja ya no se escuchaba rodar sobre el
suelo empedrado de las calles del apacible pueblecito.
LA CARRETA BRUJA
Los viernes, al filo de la media noche, la carreta sin bueyes bajaba por las desiertas calles
del apacible pueblo. Peculiar característica era el tilín, tilín que sus ruedas producían al
caer de piedra en piedra.
El Gritón de Medianoche
-¡Qué cosa más horrible, he tata! ¡pero qué terribles alaridos daba aquel fantasma!
¡Es que es el merito Diablo!
-¡No! No confundás al Gritón de Medianoche, con el Diablo.
-¡Pero si es la mismísima cosa, hombre! –
-Te digo que no, fijate bien en la diferencia. El Diablo tiene poder para llevárselo a
uno, se presenta en todas partes y a cualquier hora; hace pactos, puede hacer rica a la
gente, en fin, el Diablo es casi tan poderoso como Dios, lo único es que para lo malo y
siempre que uno es mal inclinado, se lo lleva el Diablo. El Gritón, no. ¡Qué va! Se ve
entonces que no conocés al Gritón. Te voy a contar lo que a mí me pasó una noche, para
que veas como actúa el Gritón.
Este interesante diálogo se suscita entre mi tío Agustín y uno de mis primos, Jesús,
aprendiz de contador de cuentos mitológicos, que por ser el mayor de los hijos del tío
Agustín, se encargaba de amenizar las lindas nochadas, cuando la luna llena pintaba de
plateado el Valle de Molineros y los ranchitos pajizos tomaban espectrales formas
proyectando sus sombras en los patios donde los “volcanes” de maíz en tusa se
serenaban.
-En ese tiempo, yo estaba solterito; ni conocía a tu mamá. Yo vivía allá en la falda
del Cerro Pelón con mi nana y toda la familia. Así, de vez en cuando, salía a dar mis
vueltecitas de noche. A veces a velorios o si no, a fiestas. Bueno, el asunto es que siempre
que salía, nunca me faltaba mi cadejo. Era un cadejo blanco, pequeño; a veces iba
adelante, otras veces atrás. Yo nunca lo veía pasar al lado mío. En cuanto iba atrás, iba
adelante, pero aparecía asi nomás como desaparecía. Hombre y hoy que me acuerdo, vas
a creer hombre, no recuerdo haber visto que mi cadejo tuviera cola. Nunca me fijé en ese
detalle. Sólo me fijaba en que los ojos eran rojos y muy brillantes, como dos brazas que
echaban chispas; el hocico siempre entreabierto y echando baba, pero lo más
característico en él era el ruidito que hacían sus patitas al andar. Era un chasquidito como
el que hacen los cabros con los casquitos cuando andan.
Pues bien, una noche, cuando regresaba de una de mis paseadas; venía desde
allá por el rastro, cuando pasé por El Calvario oí una campanada. Creía que era la una. No
deje de asustarme un poco y apreté el paso. Cuando faltaba una cuadra para llegar al
Cabildo, para mi sorpresa, reparé en que mi cadejo no me venía cuidando y en la esquina
de la Plaza habían como 12 o más chuchos que andaban en brama.
¡Ah! Pensé con tristeza, aquí anduviera conmigo mi cadejo, todos esos chuchos
saldrían en disparada. Ya otras veces había acontecido así, cuando los chuchos me veían
o sentían la presencia de mi cadejo, salían disparados en desbandada aullando y no sé ni
para donde se iban.
Pues esa noche, no; mi Cadejo no iba conmigo y allá en la esquina estaba la gran
perrada. Aquel chucherío que daba miedo. Como pude, sin detenerme mucho tentando
con los pies logré descubrir dos piedras que recogí sucesivamente. No sé por qué, pero
generalmente cuando me armaba de un par de piedras, yo me sentía con más valor. Cada
piedra para mi representaba una defensa y también la posibilidad de atacar. Pero esa
noche las tales piedras no me dieron ningún valor. No sentí ninguna seguridad con
aquellas en las manos, por el contrario, las sentía pesadas; algo así como si me quemaran
y sentía deseos de tirarlas. A todo eso, entre pensamientos y reflexiones, me fui
aproximando a la esquina. Los perros ni notaban mi presencia. Yo iba a media calle. Ese
es un consejo que me dio mi tatita Indalecio. Decía que caminando uno a media calle,
saltando sobre las piedras del cordón, puede uno defenderse mejor de cualquier ataque,
de cualquier emboscada que a uno le hagan. Si el ataque es por equivocación, le da
tiempo a la gente de hablar y hacerse reconocer, y si no, aunque sea para correr hay
tiempo. Pero si uno va por el andén o pegado a la pared, cualquiera le atraviesa un puñal;
basta que se haga un tantito a la sombra del quicio de una puerta o de un zaguán o hasta
detrás de un poste.
Pues sí, esa noche todo me parecía extraño. Faltaba tal vez unos 20 metros para
llegar a donde estaba el grueso de perros, cuando todos, casi que instantáneamente se
quedaron quietos, hotando, con las orejas paradas y miraban de un lado a otro, asustados.
Al principio creí que era mi presencia la que había causado su extraña actitud y
lógicamente, me preparé para el ataque. Instintivamente busqué por todos lados donde
recoger algunas piedras más, pues mi arsenal era de apenas dos y no tenía mucha
seguridad en que pudiera dar en el blanco del que primero me atacara. Los perros, como
todos sabemos, son animales muy valientes y aunque a uno o dos se les peguen buenas
pedradas, los otros no paran el ataque. Distinto es con un garrote. Con un garrote largo, de
por lo menos un metro, uno puede descoyuntar el primero que se acerque, y así, tres o
cuatro de ellos dando alaridos de dolor, los otros entran en miedo y uno puede continuar
su camino aunque sigan ladrando.
Pues bien, la actitud de los chuchos fue para mí algo así como el aviso de un
peligro muy grande, pues en vez de ponerme atención y comenzar a ladrarme, unos
salieron despavoridos por un lado; otros, por otro; unos seis o siete comenzaron a aullar
feo. ¿sabés como aúllan? Es así como hacen los coyotes en noches de luna, así como
hacen también los lobos; es un . . . . auuuuuuu . . . . largo, lastimero, angustioso, que mete
miedo en la gente. Es ese aullido que hacen cuando la gente dice que la muerte, la peste o
el diablo andan rondando cerca.
En esos momentos a uno se le para el pelo. Como los chuchos salieron en
desbandada, metiéndose por los cercos de los solares, por todos lados, yo no sabía por
dónde venía el peligro que ellos presentían. No era yo, ni cosa parecida.
Me detuve un poco, así instintivamente, y miré hacia atrás de mí, calle abajo, el rumbo en
que yo venía y precisamente de ese lado sentí una fuerte oleada de aire tibio que me
envolvió y unos cuches barracos que andaban por allí gruñendo y chillando, también
salieron corriendo, huyendo de algo que yo, en esos momentos era incapaz de ver ni
comprender. Inmediatamente después de la ola de aire tibio, sentí una ráfaga de aire
fresco que en las ramas de los arbustos que formaban los cercos mecía con violencia las
hojas, produciendo aquel característico ruido que más bien es una especie de silbido o
seseo; algo así como un murmullo, por la calle empedrada, el aire arrastraba con violencia
la hojarasca y formaba remolinos, que a la débil luz del candil público, con las sombras
que las hojas proyectaban en su loca danza de embudo, crecían y decrecían
caprichosamente.
Todo eso lo miré en rápida sucesión de acontecimientos. Los perros todos
desaparecieron. Los cuches también desaparecieron chillando por entre los solares. Yo
quedé solito en aquella calle desierta. Tuve la horrible sensación de la más completa
soledad de mi vida. En esos momentos sentía que hasta la presencia de los perros, que al
principio consideraba mis enemigos, eran mi compañía y su fuga insólita me apavoraba.
Inmediatamente después, en la esquina de abajo, donde yo acababa de pasar, se
produjo un enorme, un tremendo alarido que en toda mi angustia interpreté como un
OOOoooooo! Era un grito ensordecedor. Algo así como un retumbo salido de una enorme
caverna.
Sentí que la cabeza se me agitaba; la sentí enorme. El pensamiento se me ofuscó;
la vista se me nubló y las fuerzas me abandonaron. Hubiera querido salir corriendo, gritar,
llorar, hacer algo, alguna manifestación de miedo, de pavor, de cualquier cosa; pero lo
único que en mí se producía era una horrible sensación de impotencia hasta del mínimo
movimiento. Estaba como clavado en el suelo. Yo no sé si solté o apreté más las piedras
que tenía en las manos. No analizaba, no razonaba, simplemente veía y oía.
En la cruz calle de donde yo venía poco antes, apareció una figura de hombre que
caminaba en mi dirección. Caminaba lentamente y con pasos largos, a media calle,
exactamente en dirección a donde yo estaba. Aquella figura venía avanzando lenta e
inexorablemente, y a medida que avanzaba, crecía, crecía, y ante mis ojos era algo así
como en un sueño, transparente y opaca. Haciendo un esfuerzo incalculable reuní todas
las fuerzas de mi voluntad y quise quitarme del medio de la calle, pero todo fue inútil.
Yo no sé si perdí el conocimiento o si nada aconteció; pero cuando el hombre llegó
exactamente donde yo me encontraba, era tan grande, tan grande, tan gigantesca su
figura, que sobre mí sólo se proyectó la sombra de su cuerpo y . . . . pasó.
Adelante, en la esquina próxima, otra vez el enorme grito, sólo que esta vez, la
fuerza del eco iba hacia arriba, con dirección al Cerro Pelón.
No puedo decir con certeza cuanto tiempo pasé en aquella posición ridícula de
impotencia. Sólo recuerdo que como un sonámbulo, como idiotizado, seguí mi camino. No
recuerdo cuando ni como llegué a mi casa. No sé como entré. No sé nada.
Al día siguiente, cuando desperté, estaba prendido en calentura. La boca se me
quemaba y la sed era tan grande que no podía ni hablar. Sentía la garganta hinchada y los
ojos me ardían.
Tres días pasé con la fiebre. Tres días que no sabían en mi casa, si viviría o
moriría.
Ese es el Gritón de Medianoche. Si hubiera sido el Diablo, yo no les estaría
contando el cuento, pues me hubiera llevado en cuerpo y alma.
-Pues hombre, tata, dijo Jesús, parece que usté tiene razón-
-Bueno, si te queda alguna duda, pregúntale a tu tío Juancho; a él le contó el
finado Grabiel lo que le pasó aquí mismo en el pueblo, cuando todavía no habían puesto
los postes de los faroles del alumbrado público-
-A ver, échense el cuentecito ese- dijo la Tina, que acurrucada, hecha un nudo,
sólo pelaba sus grandes ojotes recostada en el horcón del corredor del rancho.
Se hizo el más profundo silencio entre los concurrentes.
Un silencio expectante en que parecía hasta la respiración en suspenso.
-Pues bien dijo el tío, una noche, la luna como que escondida detrás del cañal;
estaba en cuarto menguante y salía ya bien entrada la noche. Hacía poco el patojo Beto se
había ido de la esquina en que los cuatro; Grabiel, Beto, el Muñeco y el Chele Arcadio,
estuvieron conversando. El Chele y el Muñeco se fueron primero, como Beto vive ahí
cerquita, se quedó un rato más, platicando.
Grabiel, que no sentía sueño, pues esos días andaba de cachetes embarrados con
la Chabelona, se acostó en la hamaca del corredor de la mediagua. Allí, fumándose un
puro estaba pensado en ir a dar una vueltecita onde la tal mujer. Lo único que lo detenía,
era que estaba cansado. Había trabajado todo el dia en el guatal. Había aguantado una
sequía bárbara, porque el sol estuvo tramado todo el día y para colmo de males, en la ida,
la mula se espantó y por allá, arrojó el tecomate. ¡catapush! ¡siso tres pedazos! ¡qué bravo
había pasado todo el día el finado! Y que aquel, cuando sendiablaba, ¡era terrible! ¡Dios
me guarde! ¡kiombre! ¡cuando pelaba aquellos sus ojotes kiasta parecía chivo horcado!
Pues yo creo que todo eso lihabía quitado el sueño.
La sequía, la chamuscada del sol, la quebrada del tecomate y la Chabelona, ¿qué
sueño liba dar?
Allí, acostado en la hamaca, con el puro en la boca, decidió ir a ver a la tal mujer.
Se sentó y tentando con los pies buscó los kaites. Agachado metiéndose el primero
estaba, cuando oyó el dán . . . . dán . . . . dán . . . . doce veces.
¡A la pushca! – dijo – sies la medianoche.
La luna como que quería, como que no quería, se asomaba por ratitos y luego,
¡zas! Se metía entre las nubes negras. Estaba en aquel fregar de aclara y no aclara.
Grabiel comenzó a caminar desganado, perezoso y llegó hasta la puerta de la
mediagua que da a la calle. Allí, siempre chupando el puro, se recostó a la puerta y
mirando hacia el lado del Calvario, vió toda la calle que tenía que andar, y todavía, al llegar
a la esquina de la iglesia, tenía que cruzar y caminar tres cuadras y media para abajo.
¡Ah! ¡qué lejos! Pensó. Nunca había sentido tanta pereza. Pero bien, así despacito,
voy a dar una mi vuelta; total ni tengo sueño.
Se enderezó el sombrero y agarró el machete cuto.
Despacio comenzó a caminar procurando alcanzar el centro de la calle. Habría
dado unos cuatro pasos cuando oyó el trémulo canto de las aves de corral que en los
solares vecinos hacían las gallinas, los jolotes y los patos. Ese es un canto característico
de cuando las gallinas presienten algo malo y tienen miedo. El chucho de don Ciriaco daba
aullidos lastimeros. Al momentito era un tremendo escándalo por todos lados. Los perros
no ladraban, aullaban como lobos; los caballos, burros y yeguas rebuznaban, resoplaban y
relinchaban. Todo ese escándalo duró apenas pocos segundos, lo suficiente como para
que Grabiel llegara hasta la bocacalle.
Allí fue la mayor tremolina; en el meritito centro de la cruzcalle se formó un
remolino de viento, polvo, hojas secas y chiribiscos que hasta zumbaban. De en medio del
remolino apareció un hombre alto y seco seco, que poniéndose las manos en la boca a
manera de bocina, soltó un grito tan fuerte, que más parecía sirena. Era un grito largo que
comenzó ronco y lo fue afinando, agudizando, hasta que terminó en silbido.
A medida que iba gritando, el hombre iba creciendo, se iba estirando para arriba;
de repente dejó de gritar y en la misma forma arremolinada desapareció.
Mientras tanto, Grabiel, a duras penas se mantenía en pie. Sintiendo la cabeza
más grande que el Cerro Pelón, y más pesada que un quintal de plomo, le daba vueltas y
vueltas. Las canillas le bamboleaban como trapos y horrible sensación de vómito lo
acometió. Quiso dar un paso hacia atrás, pero no logró moverse del sitio donde había
quedado como clavado. Ni era capaz de pensar. Al momento, en la próxima esquina,
nuevamente el terrible grito.
Entonces, advirtiendo que para él el peligro había pasado, con gran esfuerzo movió
la mano donde tenía el cuto, se lo llevó a la boca y lo mordió. Al roce de sus dientes con el
acero, un escalofrío le activó todos sus nervios. Ahí ya pudo dar el primer paso.
Con el cuerpo bañado en sudor frio y temblor de pies a cabeza, volvió sobre sus
pasos y fue a tirarse a la cama.
Del gran susto lloró y no supo nunca a qué horas se durmió.
Al finado, como se la llevaba de arrecho, siempre le pasaban cosas así de feas. Yo
creo que fue de eso que se murió, de tanto susto.
-Ya ven, si el Gritón de Medianoche fuera el Diablo, las cosas hubieran sido
diferentes –
-Pues hombre, es cierto -, confirmó Jesús.
Entre cuentos y cuentos, el grupo familiar no sintió el tiempo pasar. La luna estaba
hermosa y en el cielo las nubes corrían caprichosamente de Norte a Sur.
Gilberto, el hijo menor del tío Agustín, se levantó apresurado de su taburete y fue al
patio para orinar. Casi en el mismo instante se oyó una sucesión de campanadas: dán,
dán, dán . . . . –las doce, dijo Jesús-
A lo lejos, en dirección del cerro del pueblo, se oyó en esos momentos un aullido,
un fuerte grito ¡OOOOooooo . . . !
Gilberto entró corriendo a abrazarse a las canillas del tío Agustín.
-A la pícara, dijo éste, ese es el Gritón de Medianoche, vamos todos a acostarnos-
EL GRITON DE MEDIANOCHE
-¡Qué cosa más terrible, he tata! ¡pero qué terribles alaridos daba aquel fantasma! ¡Es que
es el meritito Diablo!
-No, no confundas al Gritón de Medianoche con el Diablo.
LA CHANCHA
Pues bien, ese tal Toribio era el que se transformaba en chancha.
El Cipitillo
EL CIPITILLO
Chiquito y barrigón, con enorme sombrero en la cabeza, frecuentaba los trapiches de las
moliendas de caña. Le gustaba comer y bañarse en las cenizas.
El Cadejo
-Ahora, les voy a contar lo que le paso a mi hermano Agustín; mis palabras no le
hagan riudo y Dios lo tenga en los cielos – comenzó diciendo, la autora de nuestros días.
-Mi hermano era un hombronazo, alto, fornido, chele, pelo castaño liso; su mirada
serena y apasionada. A pesar de ser un labrador, sus gustos y maneras eran delicados y
su voz grave y apacible. Desde muy joven había sido el chin chin en el corazón de todas
las muchachas del pueblo. Las mujeres se lo disputaban secreta y públicamente.
Tín, por su modo de ser cordial y atento, hacía muchos amigos y por causa de su
raro magnetismo entre las féminas, esos amigos, íntimamente lo envidiaban y a veces
hasta lo odiaban. Los enamorados y los novios lo tenían como peligroso rival, y los
casados lo consideraban una amenaza, un peligro constante.
A sus espaldas, le ponían apodos a cual más significativo: El Pollo Tín, Boca
Chiche, El Barzón, Cascabel sin Gato, Saco sin Fondo, Molinillo Fiestero, etc., y los viejos,
acrecentaban: Gallito en Tejo, Chimbolito en Agua, Divino Rostro, etc…
Las mujeres hacían comentarios según su edad y condición.
Los hombres contaban anécdotas, a veces exageradas e increíbles.
Tin, por su parte, consciente de su personalidad y emotivamente bien equilibrado,
no se dejaba arrastrar por vicios ni pasiones. Raramente asistía a fiestas o bailes y cuando
iba, por compromiso inexcusable, su permanencia era corta y sabía hacer derroche de
amabilidad, cortesía y caballerosidad.
El sabía muy bien que con su actitud excitaba el deseo y la pasión de las mujeres;
conquistaba el interés de los posibles suegros y suegras e imponía respeto entre los
hombres.
Muchas viudas y casadas sabían por experiencia, que Tín era un caballero muy
discreto y a pesar de su juventud, un modelo de hombría, cumplidor y valiente hasta la
osadía.
Muchas jóvenes tenían en Tín el amante delicado y comprensivo, dispuesto a
cualquier sacrificio para mantener sus honras, y sus amores eran secretísimos.
Caminaba casi siempre solo, y por las tardes, a la hora del crepúsculo, se tumbaba
sobre la grama en el llano de las faldas del cerrito, con los ojos perdidos en el horizonte.
De sus cuitas amorosas con nadie hablaba, solo hablaba a los demás, de asuntos
de trabajo; el maicillo, el camalotal, los ejotes, los hijos de piña, la huerta, la yegua parida,
etc. Y cuando algún amigo le incitaba a pláticas acerca de aventuras románticas, él,
sonreía torciendo un poco la boca y con mirar desconfiado contestaba con monosílabos:
sí, no,… comentarios sobre la personalidad de tal o cual mujer; eso queda para los
infelices, decía e inmediatamente cambiaba de tema la conversación.
En verdad, Tín era un tipo raro; gustaba mucho de cuidar personalmente de su
yegua baya. No gustaba de armas de fuego y su mayor entretenimiento consistía en
contemplar la naturaleza.
La familia Méndez Castro, vivía al pie del cerrito de Santa Catarina, Departamento
de San Vicente. Tín era el único hijo varón. Sus cuatro hermanas se esmeraban porque él
anduviera siempre presentable y cuidaban escrupulosamente de todo lo que su hermano
precisaba para mantener el orgullo de la familia. Así Tín, siempre se sentía rodeado de
solícitos cuidados, mimos, cariño, amor y comprensión. Por esas positivas razones, él,
nunca había pensado casarse y abandonar su hogar o llevar al seno de la familia personas
extrañas que estorbaran o eclipsaran el afecto filial que recibía y prodigaba.
En realidad, las aventuras románticas de Tín, eran muchas y frecuentes. Los dedos
de las manos y pies, no le alcanzarían para contarlas y en cualquier momento disponía de
las hembras que quisiera, sin mayores compromisos. No era raro, pues, que se le viera a
cualquier hora de la noche volver montado en su yegua, o se le encontrara caminando por
las calles o caminos, principalmente cuando las noches eran iluminadas por la luna o la
bóveda celeste bordada de brillantes, rubís y diamantes, invitaba al romance, a las cuitas
y al amor.
A los 113 años de vida, la abuelita materna de Tín, un día no despertó y cuando las
nietas fueron a saludarla a su lecho, la encontraron más fría que un terrón de arcilla.
Claro, desde hacía ya algunos tiempos se esperaba su deceso y no fue una gran
sorpresa.
Con el tiempo suficiente habían comprado el cajón, las candelas, los candelabros,
naipes, fósforos, etc…
Después de unos cuantos llantos a gritos de algunos miembros de la familia, se
acordó que lo mejor era no enterrarla aquel mismo día y hacerle velorio.
Se organizó un perfecto cuatro de comisiones y mientras unos iban a sacar la
partida de defunción; otros, avisaban a los parientes y amigos más lejanos; otros hablaron
con la niña Juaquina para que hiciera los puros y a la comadre Cheba para los cigarrillos
pata de cabro. Entre las muchachas, auxiliadas por primos, tíos y vecinos, se dividieron en
grupos. Unos, se encargaron de acarrear el agua; otros, de hacer los tamales, las
quesadías, el pan; matar los patos, gallinas y jolotes; otros, hacían el café, chocolate,
rajaban leña, barrían los patios, adornaban de luto la casa y acarreaban sillas de las
vecindades.
El día todo había sido para los Méndez, un día de trabajo agotador, pero
naturalmente, habían dado cumplimiento y con la ayuda espontánea de parientes y
amigos, repartían tamales, pan, café, guaro, cigarrillos y puros.
Desde temprano se formaron las ruedas de hombres y mujeres que jugando
conquián, chucho, viva la flor, poker y burro contado, acompañaban a la familia doliente.
Poco a poco, a medida que las sombras de la noche avanzaban, los grupos de
jugadores fueron encendiendo las velas y candiles de gas.
Los Méndez Castro, iban y venían en el interior y fuera de la casa, de un lado para
otro, saludando y contestando saludos.
Repartían comidas y bebidas y recibían flores y coronas y también condolencias.
Entre los concurrentes, no todos jugaban, las ancianitas habían organizado un rezo
alrededor del féretro e donde la abuelita, más seria que un decreto de impuestos y más
tiesa que un bastón, indiferente a la barahúnda, pasaba sus últimos momentos sobre la faz
de la ingrata tierra que la vio gozar, sufrir y vegetar.
Otros grupos se entretenían en jugar a escode el anillo, pispisigaña, adivinanzas
con penitencias y sol sobrisol que manda mi rey señor.
Un velorio, en verdad, es algo complejo. Quien quiera puede darse cuenta del
interesante espectáculo que presenta un velorio.
A simple vista, el cuadro es de dolor; los cortinajes negros en balcones, ventanas y
puertas; el cajón rodeado de coronas de ciprés y flores blancas con su olor peculiar; las
gentes de negro, los dolientes con sus ojos enrojecidos por la fatiga del llanto, el polvo de
la barrida del patio y el humo del fuego donde se cocen los tamales, el café y el horno del
pan. Mas, entrando un poco en el velorio, el observador se da cuenta que allí hay comidas,
bebidas y diversiones adecuadas a la ocasión. Además de los grupos que rezan, se
forman grupos que juegan, cuentan pasajes históricos, chistes, anécdotas y cuentos de
toda naturaleza.
En el corredor de la casa de los Méndez, se había formado uno de esos grupos,
integrado por los hombres más distinguidos del pueblo. Después de los saludos, los
primeros que se reunieron comenzaron a hablar de las virtudes de la centenaria abuela
que yacía tiesa en aquellos momentos; después de aquella generación virtuosa, sana y
resistente, decían, no había otra; se trataba nada menos que de la generación de
principios de 1800. ¡Ah! ¡qué tiempos aquellos! Suspiraban los viejos alisándose los
bigotones, algunos ya canosos.
La conversación siguió animándose a medida que nuevos personajes aumentaban
la rueda y el grupo serio y parsimonioso ahondaba su interesante asamblea cada vez más,
después que las palanganas circulaban con las copas llenas de licor.
Así, después de los temas de las nobles costumbres, la honra, el honor, la
educación, el civismo; después de largos y fantasiosos comentarios, entraron en el
apasionante tema de las creencias y supersticiones.
Lo simpático de este tipo de reuniones y sus pláticas, es que se habla de todo.
Inapropiadamente se pasa de un tema a otro y los exponentes hablan a voluntad, sin
preocuparse del tiempo ni de si los demás creen o no lo que se les cuenta. Allí todo es
bueno y bien creído; sobre todo cuando el narrador es un viejo de cabeza y bigotes
blancos, piel arrugada y más aún, si menciona nombre de personas y de lugares por todos
conocidos y que han sido testigos presenciales de los sucesos narrados.
Al borde de la media noche, Agustín haló un taburete y se sentó entre dos de los
que formaban la rueda de los distinguidos, para oír los cuentos de los ancianos, y, cuando
menos esperaba, fue invitado para que refiriera alguna de sus experiencias. Querían oír a
nuestro héroe narrar, sin duda, alguna aventura romántica y conocer más de cerca a
aquel personaje que ya, a edad bisoña, era todo un personaje serio y respetable; pero él,
sonriente, comenzó diciendo:
-Pues a mí, hace poco me pasó una cosa rara – en esos momentos los
espectadores unos a otros se miraron maliciosamente entre sí, comprendiendo la
importancia del personaje que había tomado la palabra y, con la máxima atención, todos
quedaron en silencio – venía de dar una vueltecita de por allá abajo, cuando después de
pasar por el atrio de la iglesia, cerca de la otra esquina, oí un ruido de pasos como
casquitos de cabro que me seguían. Sin detenerme, miré para atrás y vi un chuchito
blanco que me seguía como a cinco pasos de distancia. Inmediatamente después pensé
que era el cadejo. No le di mayor importancia y seguí caminando seguro de que era el
animal bueno.
Dos cuadras más acá, después del solar de Juan, sentí que los pelos de la cabeza
se me paraban y como saliendo del cerco, se me apareció un hombre con el machete en
mano parado a unos pocos pasos frente a mí, en plan de ataque, y con voz ahuecada, me
dijo: -“Gallo, se te legó la hora” – y sin más nada dio un salto, tirándome un filazo, que yo
creí que en realidad, era el fin. No sé ni cómo me barrí hasta la mitad de la calle, dispuesto
a juntar una piedra para repeler el ataque, pero en ese momento, el perrito blanco que me
seguía, se lanzó como una flecha en medio de los dos y asaber como enredó las canillas
de mi atacante; lo que sí sé es que aquel a quien en ningún momento pude reconocer,
cayó al suelo y se entabló una feroz lucha con el animalito. Yo, sinceramente, no hubiera
querido estar en los pantalones de mi adversario. El infeliz rodaba y gemía como si lo
estuvieran ahorcando. Aquello era un remolino que en el suelo se confundía con el polvo.
Lo más raro del asunto es que en ningún momento el perrito ladró. La lucha duró unos
cinco minutos y derrepente vi que el infortunado atacante salió arrastrándose, a gatas y a
saltos huyó cuesta abajo, pero antes de pegar desesperada carrera, se volvió diciéndome:
-“Que te valga que te defendió el Cadejo, hijo de…”-
Yo, seguí mi camino, pero apreté el paso y todo mi cuerpo temblaba. Me sentía
cansado y sin resuello. Caminaba al centro de la calle y con una piedra en cada mano. Al
llegar allí, - y levantando la mano indicó para la esquina que formaba el cruce de calles –
ya mi cadejo blanco iba delante de mí. De la calle transversal apareció otro perro del
mismo tamaño que el mío, pero aquel era de color negro, y con un gruñido saltó al ataque.
Yo, sin saber qué hacer, me quedé parado, pues aunque hubiera querido salir corriendo,
no lo hubiera logrado, no podía ni moverme; las canillas no me obedecían, las sentía flojas
y me parecía que estaban pegadas las plantas de mis pies al suelo.
Entre gruñidos horribles, los dos cadejos se revolcaban en feroz batalla campal.
Aquello más bien parecía huracán.
Respiré varias veces a fondo y recé el Credo en Dios Padre.
Estaba bañado en un sudor helado. Me encontraba ya cerquita de mi casa, pero
hubiera querido que la tierra se abriera y me tragara.
Lo que en mi interior sentía era terrible, una angustia, desesperación, asfixia,
surumbera; me sentía todo chueco. Pensaba en que el Cadejo Negro era el merito diablo,
y si vencía al Cadejo Blanco, yo estaba frito. Irremediablemente perdido. De segurito que
me llevaría el Diablo. Quise gritar y con todas mis fuerzas hice el esfuerzo; pero de la
garganta no me salió ni un tan solo gemido. Haciendo grandes esfuerzos miraba, pero el
cerro, las piedras, las casas, todo daba vueltas a mi alrededor. Cerraba y abría los ojos
rápidamente para ver si lograba aclarar la visión, pero era demás, todo estaba entre
penumbras y giraba; danzaban todos los objetos y las estrellas se confundían con los
árboles, casas, piedras y cerro.
Al buen rato, no podría ni siquiera calcular cuento tiempo, el remolino de aire y
polvo en que se habían envuelto los cadejos, se fue disipando y por fin desapareció.
Un fuerte olor a cacho quemado llegó hasta mí y con los ojos medio nublados pude
ver al centro de la cruzcalle. Sentado sobre su cola, estaba mi Cadejo Blanco, oteando y
mirándome. Sus ojos eran como dos brasas rojas que echaban chispas y el hocico
puntiagudo entre abierto dejaba caer al suelo ligones de baba y espuma.
Con movimientos involuntarios me persigné y, como si aquello hubiera sido un
conjuro, se me quitó el miedo, y desapareció el Cadejo.
Yo como sonámbulo, paso a paso, haciendo grandes esfuerzos llegué hasta mi
casa.
Por eso hoy, dijo después de hacer una pausa y mirar tristemente a todos sus
oyentes, juro, y rejuro y contrajuro, que no vuelvo a quedarme tan noche en la calle y
menos hasta allá por el rastro, sobre todo si es viernes.-
EL CADEJO
Era una especie de perro pequeño que seguía a las personas pero no les hacía daño.
Aunque a veces la gente no lo veía, pero oía los característicos pasos semejantes a
pisadas de cabro! Los había negro para los hombres y blanco para las mujeres.
La Ziguanaba
LA ZIGUANABA
Figura mitológica errante por quebradas y ríos, en noches de luna se presentaba a las
gentes lavando y carcajeando burlesca. Afiladas y puntiagudas uñas, largos cabellos y
sarcástica.
El Duende
Fue un caso muy sonado el que sucedió a una joven de nombre Graciela, cuando
tenía 16 años de edad. Sus facciones delicadas reflejaban todo el encanto y belleza de las
flores de mayo. Su cuerpo todo exhalaba la fragancia exquisita del nardo tempranero.
Aquella boca que por capricho de la naturaleza parecía estar siempre esperando
un beso, cuando dibujaba una sonrisa era capaz de enloquecer el más cuerdo o de curar
al más loco; nunca había pecado en la caricia del ósculo romántico.
Cuando aquellos ojos castaño claro dirigían sus pupilas hacia algún mortal, aquél,
de seguro deseaba morir en ese mismo instante para quedar definitivamente en el cielo,
pues los ángeles no han de tener tan divino mirar.
El cabello claro, ondulado, sedoso y brillante, más parecía pedazo de celaje de
octubre, haciendo dichoso marco en el angelical rostro de la encantadora criatura.
Si el gran Rafael la hubiera visto, indudablemente las vírgenes que pintó hubieran
sido más bonitas.
Toda ella era un bello sueño y su gracia era tanta que hacía la desgracia de su
modesta familia, pues todo el mundo lamentaba, y sin reparos lo expresaba, que Graciela
viviera en el pobre hogar de sus padres.
En realidad, los padres de Graciela eran sumamente pobres; pobrísimos
podríamos decir. Vivían en un mal oliente mesón destartalado que estaba sobre la 10a.
avenida sur, media cuadra al sur de la Policía Nacional, en el mero corazón de San
Salvador.
La niña Enriqueta, madre de Graciela, desde que la muchachita tenía doce años,
advirtió que su hija era asediada constantemente por los hombres, razón por la cual tuvo
que resignarse a que la suerte de la cipota estaba echada; no obstante, como madre de
sanos principios religiosos, sentíase obligada a defenderla y guiarla en su maravillosa pero
perseguida existencia.
Graciela iba a la “Escuela Pública 5 de Noviembre”, y era constantemente
acechada por los muchachos.
Cuando ella cumplió los 14 años, ya había terminado sus estudios primarios y no
pudiendo costearse estudios superiores, pasó a un taller de modas, como aprendiza.
Su vida se deslizaba entre constantes galanteos, pero ella, modesta como era,
seguía la vida normal de las jóvenes de su edad y de su época. Así, cuando cumplidos 16
años, comenzó a padecer de la vorágine de pasiones que despertaba en los hombres que
la miraban, y desesperada, trató voluntariamente de esquivar el mundo y buscó abrigo en
las soledades de su inocencia y las cuatro paredes del cuartucho del mesón donde vivía.
La compañía fiel y abnegada de su abuela, semi-ciega, a veces la consolaba en su
desesperación.
Un día, Graciela estaba con su plato de frijoles salcochados, comiéndose sus
tortillas con una tira de queso fresco, sentada sobre un banco a la orilla de la desvencijada
mesa, cuando de un ángulo inlocalizado, le cayó un terrón de pared en la comida. Ella, sin
pretensión ninguna, contó a su abuela el hecho. –Mire mamita, me cayó tierra en los
frijoles – dijo simplemente.
La abuela un poco contraída contestó: ¡Adiós madre, todo tiene que sucederte a
vos!
Graciela casi no comió y más tarde, olvidado ya el incidente, fue a lavar los trastos
de la cena.
Agachada fregando las sartenes, jarros y platos, estaba, cuando volvió a recibir,
entre medio de la modesta vajilla, otro terronazo. Aún sin prestarle mayor atención al
detalle, terminó sus quehaceres y a la luz del foco de 25 w, se puso a leer una revista,
mientras llegaba la hora de acostarse. Estaban en esos momentos cerca de ella; sus
padres, su abuelita y una joven vecina. Serían las siete de la noche y era un día martes 7
de junio. De repente, de lo alto del techo cayó a los pies de Graciela otro terrón, que al
estrellarse contra el suelo se pulverizó, dejando en el lugar del impacto una especie de
estalagmita en miniatura.
El susto fue general, pues el terrón era de regulares proporciones. -¿Quién hijo de
… estará tirando? – dijo airadamente el padre de Graciela, que con sus palabrotas no
respetaba ni a la anciana madre.
Fue entonces que Graciela narró los dos casos que esa misma tarde le habían
acontecido. Como era natural, la familia quedó sorprendida.
-¿Quién podrá ser? Hay que ponerse en cuidado – dijo la madre. Y al cuarto de
hora, más o menos, un grito de Graciela hizo que la luz fuera en el acto nuevamente
encendida.
-Papá, papá, alguien me toco la pierna, -dijo Graciela entre sollozos.
El padre se tiró de su lecho y con un garrote en la mano fue a registrar todos los
rincones y debajo de las camas. Nada encontró. – Persígnate hija – recomendó la madre,
visiblemente preocupada.
-A lo mejor fue alguna rata que pasó sobre vos – dijo el padre, no muy seguro de lo
que decía.
Nuevamente apagaron la luz y después de rezar un rosario combinado entre
abuela, madre e hija, todo quedó en silencio.
A eso de las diez y media; aunque todos estaban ya dormidos, nítidamente oyeron
el golpe de algo pesado y grande que cayó al centro del cuarto. Sin embargo, nadie dijo
nada y en atenta espera, quedaron despiertos, como presintiendo algo más grave. Al
momento, oyeron un ruido tan alarmante que obligó al padre a encender nuevamente la
luz.
-¿Qué fue eso? Me pareció oír que todos los trastos se habían caído del cajón y
que la mesa y las sillas también habían sido volcadas; algo así como una trifulca – dijo el
hombre.
- Yo también la oí, pero primero oí que cayó al centro del cuarto algo así como un
saco de ladrillos o piedras – dijo Graciela.
- Sí, todos oímos eso – aseveró la madre.
Pues bueno, ahí ésta nuevamente la luz encendida y todos miraban sin
comprender nada y asustados, que en el suelo no había bultos de ninguna clase y que las
cosas estaban en sus respectivos lugares de costumbre.
-¡A la gran puxa! Esto no me está gustando nada, dijo el papá de Graciela,
tenemos más de nueve años de vivir aquí y nunca había sucedido nada semejante, ¿Qué
diablos pasará?
- Calláte niño, no mencionés a ese animal; mañana voy a confesarme y a contarle
todo al cura – dijo la ancianita.
Hasta después de pasadas las doce de la noche, las personas de aquella casa
pudieron entrar en sosiego. Al día siguiente, temprano, Graciela se levantó, igual que de
costumbre y se dirigió al baño.
Aquella mañana, el agua de la pila estaba, a diferencia de todos los días, sin el frío
agresivo del hielo de la noche; por el contrario, estaba tibiecita, agradable y con olor a
rosas frescas.
La moza comenzó a bañarse y cuando estaba pasándose el paste por las piernas,
notó cinco parches morado-verdosos, a manera de marcas que tenía sobre el muslo
derecho. Eran las huellas de la invisible mano que la tocara la noche anterior.
Desde aquel día, todas las horas de su vida, en todas partes, Graciela sentía la
presencia de alguien que la espiaba constantemente.
Si estaba leyendo, al terminar la página, un aire suave la daba vuelta a la hoja, si
iba a tomar agua, encontraba el vaso ya servido; si iba a dormir, oía músicas suaves,
arrulladoras; al despertar, sentía olores agradables; en fin, por todos lados sentía la
presencia de alguien.
La abuelita se confesó y comulgó. El cura de La Merced le dio agua bendita y a
Graciela le colgaron escapularios y medallas en el pescuezo y en las cuatro esquinas del
cuarto echaron agua bendita.
Sin embargo, Graciela y su familia siempre oían ruidos, veían moverse los objetos,
sentían olores, les apagaban la luz, les tiraban piedras y les tocaban el cuerpo, de noche,
en lo oscuro.
La vida se les torno imposible.
En tan desesperante situación, consultaron el caso a la comadre Juancha; la mujer
del zapatero que vino de Olocuilta. Se lo consultaron, con la recomendación de que no lo
fuera a divulgar, porque era cosa fea.
A su vez, la Juancha consultó a la ña Toña, pero en confianza; porque pobrecita la
Chelita, estaba vigilada por los espíritus y no hallaban que hace con ella.
La ña Toña, en secreto, le contó a ña Paca; siempre en secreto, para que nadie lo
supiera; ña Paca, le contó a ña Julia, que tenía gran confianza con la Lola; también se lo
contó en secreto porque la Lola era una tumba para guardarle sus secretos; y así, el
secreto siguió el expedito camino de lo confidencial y lo secreto, hasta que todo el barrio
ignoró todo, menos el “secreto”.
La comadre Tomasa, la tortillera y la ña Toña, aconsejaron que Chelita tomara
ciertas pociones medicamentosas para alejar de su lado al Duende. Un brebaje de hojas
de ruda con siete dientes de ajo en jugo de limón, era efectivamente un excelente antídoto
contra los espíritus, y el Duende, que era sin lugar a dudas quien la perseguía, no iba a
aguantar aquel olor desagradable; porque si eso continuara así, el Duende no la dejaría
casarse, hasta que se aburriera de ella.
-¡Uh! Dios me guarde, -dijo la Chabelona, ¡Cómo puede ser eso!, ¡Cipota tan bonita
vaya a quedarse solterona! ¡toco madera!
-Aquí, dijo la Cheba, sólo iyendo a ver al ñor Juancho. El sabe desos volados.
En efecto, ñor Juancho sabía que el Duende era un espíritu enamorado que
siempre buscaba a las muchachas más bonitas y no las dejaba en paz hasta que les veía
algo que a él no le gustaba.
La cura es fácil y sencilla; Graciela sólo tenía que ser desaseada y lo más
recomendable era que fuera a comer al excusado.
Esa misma noche todo el mundo sabía lo que Graciela tenía que hacer para retirar
al Duende y al día siguiente a la hora del desayuno, Graciela agarró su plato con frijoles
colados y se fue a sentar al cajón del excusado de foso, y tratando de hacer sus
necesidades fisiológicas, se puso a comer, tarariando una canción y aparentando estar a
su gusto en la práctica de aquella acción antihigiénica.
Ella sentía la presencia de alguien que la atisbaba y el mal olor del cuartito le
provocaba náuseas, pero con todo y el natural repudio a su antinatural acto, allí sentada
comió y hasta lambió el plato.
Varias veces le cayeron tetundasos en la espalda, pero se hizo indiferente y
cuando ya se disponía a salir del retrete, involuntariamente el plato deslizó de sus manos y
ella con movimiento rápido quiso agarrarlo en el aire y logró alcanzarlo en el momento en
que con la otra mano sostenía el papel sucio que acababa de usar. Sin darse cuenta de
sus actos, llevó a su boca el papel y entre los labios retuvo aquella inmundicie. En el
mismo instante oyó una carcajada a sus espaldas.
Desde aquel día, Graciela y su familia no volvieron a oír ni sentir ninguna otra cosa
que les perturbara su tranquilidad.
El Duende se retiró.
EL DUENDE
En efecto, nor Juancho sabía que el Duende era un espíritu enamorado que siempre
buscaba a las muchachas más bonitas y no las dejaba en paz hasta que les veía algo que
a El no le gustaba.