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Alfonso Reyes (1981). ·“Breve visita a los infiernos”, en Obras completas de Alfonso Reyes, t.

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Los siete sobre Deva. Ancorajes. Sirtes. Al yunque. A campo traviesa.
México: Fondo de Cultura Económica (Letras Mexicanas): 69-73. Primera edición: Ancorajes, 1951.

BREVE VISITA A LOS INFIERNOS

Sabemos de los que buscan el desdoblamiento, o en general la reali­


zación de sus personalidades latentes, en el sueño continuado de la
novela, al modo como los niños juegan a perderse por los rincones
de su casa.
Sabemos de los que buscan algo parecido en las drogas, a la ma­
nera del Dr. Jekyll, que, de tanto entreabrirle la puerta a Mr. Hyde,
al fin se vio obligado a dejarle el pleno uso de su yo, abdicando de
sí mismo en otra personalidad antes reprimida.
Los adeptos de la droga suelen crear un mundo a veces congruente
en su extravagancia, a veces continuado en sus peripecias sobresal­
tadas; como si éstas vadearan los puentes, cada vez más frágiles e
inestables, de la vigilia, para seguir su ruta dudosa.
Así, al menos, se presentan los delirios de la marihuana, que pa­
recen, además, prestarse singularmente al vicio sociable, a la pesa­
dilla colectiva. La alucinación de uno encaja en la del otro, y entre
todos se van dando leyes lógicas que llegan a trabazón singular.
He aquí, al menos, lo que me han contado cuatro practicantes:
Juan, José, Jesús y Francisco.
Eran, por 1915, los días del hambre, los días terribles de la revo­
lución. Cada uno vivía como podía, y de milagro siempre. La guerra
exterior había cortado al país de toda comunicación con el mundo.
La revolución interna apenas le permitía bastarse a sí propio. Algu­
nos, desesperados, optaron por pasar la borrasca en sueños, como
aquel político y diplomático nuestro, tan bebedor, que se embria­
gaba antes de embarcar a manera de precaución contra el mareo.
Los excesos de marihuana a que se entregaron los cuatro amigos
por más de medio año los llevaron a insospechados lugares. Crearon
en tomo a ellos un ambiente de frecuentaciones sobrenaturales, que
poco a poco iba contaminando hasta a los meros testigos de su vicio.
Si, entre los cuatro, no llegaron a crear un dios, como lo hacían, en
su rapto, los coros dionisíacos, lograron por lo menos dar realidad
a un duende.
Valle-Inclán os habrá contado algo sobre los maravillosos efectos
de la yerba; la visión que ella produce obedece a la voluntad, de

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hubieran dado si de propósito las buscaran en pleno estado de luci­
dez; y que vivían en alojamientos superiores a sus recursos, a los
que les dio acceso la locura y nada más que la locura.
Ya los tenemos, pues, en casa acomodada y con dinero bastante;
aunque a la casa le faltaran los muebles, y al dinero la ley.
Bajo la droga, las cosas revelaban su auténtico nombre; es decir,
el de la reacción que provocaban en los sujetos. La puerta de resorte,
cuyos dos batientes fácilmente se cerraban sobre la mano, era objeto
de singular aversión, y vino a llamarse: “ Doña Puerta Machacá-
dedos” . Y al duende que poco a poco engendraron en su alucinación
colectiva, y que dio en perseguirlos hasta en sus instantes de lucidez
y hasta perseguía a sus amigos y contertulios — extraños a la dro­
ga— ; al duende que se manifestaba de pronto en chorros de agua
caídos quién sabe de dónde, y que obligaban al poeta López Velarde
a abrir el paraguas y a escapar de la nefanda compañía rezando el
Padrenuestro ; al duende bombero cuya tumultuosa aparición el ma-
rihuano Jesús saludaba con un grito de Hamlet: “ ¡Desorden de los
elementos! ¡Desorden de los elementos!” ; a ese duende le asignaron
el nombre vengador y denigrante de Nalgolapio, en irremediable de­
claración de guerra. Por cierto que, más tarde, cuando abandonaron
la droga y decidieron separarse para huir de su Nalgolapio, lo echa­
ban de menos y hasta lo invocaban en vano. Herido en su dignidad
de espectro, el duende aceptó por siempre el exorcismo. De paso,
deshizo la sociedad de los cuatro locos.
Entretanto, en los días heroicos, la marihuana obraba prodigios
y maravillas.
Francisco vestía siempre un chaqué usado, típica prenda del ce­
sante, que se iba poniendo ya tornasol, aunque fue en sus días color
de estornino, como las mulas de lujo en Las mil y una noches. Francis­
co era, de suyo, grave. Los amigos, en general, no se le atrevían
con sus bromas. Pero, caídos en trance de inspiración y aturdimien­
to, Francisco les concedía de cinco a diez minutos diarios para bur­
larse de su chaqué.
¡Oh, qué minutos de delicia! Al instante se creaba, ante los ojos
de los marihuanos, una ciudad evocada de las sombras. Era la ciu­
dad de Chaquetonia, donde las casas tenían figura de chaqué; eran
altas, delgadas y con las puertas largas; respondían a una arquitec­
tura gótica que, en tipos de impresor, se llama “ chupada” , y recor­
daban en todo las proporciones y la apariencia de Francisco. Los

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suerte que el sujeto, en mitad de la calle, ordena y dice: “ ¡Que
ande la tierra bajo mis plantas!” Y la tierra se echa a andar, con
teoría y procesión de paisajes, como en los telones rodantes del Par-
sifal. Y la montaña viene a Mahoma ; o, en fin, la casa del sujeto viene
a su encuentro sin que éste se dé el trabajo de moverse.
(Nota: Mallarmé, o porque lo oyó decir en Inglaterra, o porque
lo inventó para tener algo que contar en sus Martes, aseguraba que
Thomas de Quincey nunca ingirió tanto opio como pretendía, y
que más bien se había documentado en Coleridge. Ignoramos lo que
haya de auténtico en el “ caso Cocteau” . Hemos dudado de que Don
Ramón abusara tanto de la marihuana como él lo dejaba entender.
Baudelaire, como nosotros, se informó de segunda mano sobre los
“ paraísos artificiales” . ¡A y, y aún se asegura que respecto a otros
menos lejanos!)
Pero nada de esto vale la visión de los cuatro marihuanos de Mé­
xico, el año del hambre, por 1915, cuando los más desesperados de­
cidieron sortear en sueños la tormenta. No fue aquello un caos, sino
un universo excéntrico, edificado sobre inverosímiles columnas, que­
bradizo como elegante. Tal me lo contaron Juan, José, Jesús y Fran­
cisco. Si ellos me engañaron, habrán sido en todo caso finos poetas.
¿Cómo sucedió, pues, que Juan, José, Jesús y Francisco — arras­
trados en una vida inconsciente y a la duermevela— se encontraron
un día viviendo a costas de un monedero falso? Y al siguiente, eran
ya sus cómplices activos.
Francisco, el más puro o el más inepto, asomado siempre a la ven­
tana, no tenía más oficio que vigilar y, a ser necesario, dar la voz
de alarma. Se limitaba, como dice el pueblo, a “ echar agua” .
Los otros tres trabajaban en los troqueles del maestro ; luego pasa­
ban la moneda y, en fin, lo pasaban lindamente. Y de veras que es
tan vil el dinero que merece ser bastardeado.
¿Cómo sucedió, pues, que, dando trastazos de ebrios, Juan, José,
Jesús y Francisco se encontraron otro día instalados en una casa de
los antiguos fondos eclesiásticos, casa venida a menos, pero no sin
cierto tufillo de su antigua grandeza, y donde ocupaban y compartían
una vivienda espaciosa y destartalada?
Eso no lo sabremos nunca, ni ellos mismos lo saben: misterios son
de su borrachera, que los hacía atar todas las realidades de algún
modo nuevo y desusado.
Así vemos que se creaban relaciones equívocas, con las que nunca

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crepúsculos trepaban haciendo solapas sobre el cielo. A discreta al­
tura de la tierra, comenzaba a soplar una leve brisa, la cual man­
tenía en vibración perpetua las faldas de los chaqués. En aquel
espacio combo y torcido, las formas alambicadas se torturaban para
encontrarse y meterse unas en otras: caricatura de las físicas no
euclidianas que hoy se discuten ya en los salones, pero que en aquella
época desdichada no habían llegado a nuestro suelo. El gran chaqué
de Francisco era el elefante que sostenía el mundo, y desde él se pro­
longaban las líneas todas del espacio. José, Juan y Jesús se desternilla­
ban de risa.
Francisco, en tanto, crucificado entre las ilusiones geométricas,
como araña de su tela cautiva, permanecía inmóvil y callado. Inmóvil
sobre todo: sostén, Atlas mantenedor del equilibrio, agobiado bajo
la ciudad de Chaquetonia, Sansón que temiera sacudir los hombros
por no echar abajo las claves y aplastar a los filisteos.
Y prosigue el cuento.
Juan, José, Jesús y Francisco, en estado de inspiración, aseguran
que cedían a un demiurgo cuyos principios eran tan imperiosos
como los de este otro triste demiurgo que nos gobierna a los hombres
cuerdos, y cuyas llamadas leyes naturales, según Boutroux, son meras
contingencias. Hoy sabemos ya que las normas tenidas por inexora­
bles no son más que precipitaciones de frecuencia estadística. Hoy
nos asombran menos esos nuevos universos posibles que ya se venden
y se compran en el mercado. Pero ¡en el año del hambre, en 1 9 1 5 ... !
Cierto día, Juan y José, por ejemplo, jugaban al escondite. Era
una inmensa estancia sin muebles, con pavimento ajedrezado de bal­
dosas blancas y negras. Resolvieron fijar la reglas del juego, las leyes
de la alucinación voluntaria, pues no había de veras dónde escon­
derse en aquella sala de los pasos perdidos. Y he aquí cómo esta­
blecieron su “ contrato social” (tan valedero, al fin, como el otro) :
— Convengamos — dijo Juan— en que yo soy visible cuando me
pare en los cuadros blancos, e invisible en los cuadros negros. Y
ahora tú me buscas y me ves aparecer y desaparecer según el caso.
Y José, en efecto, padecía dócilmente aquel engaño convenido; y
Juan se le escondía en los cuadros negros, sin que pudiera dar
con él.
Pero, de pronto, sobrevino la maravilla:
— No te muevas ahora — dijo José a Juan— . Que te estoy viendo.
Te veo apenas, te veo como transparente. ¿Qué pasa?

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Pasaba algo muy serio y que da mucho en qué pensar sobre la va­
lidez del mundo al que solemos conceder pleno crédito y confianza
absoluta. Las leyes convencionales del juego habían ido mucho más
allá de lo previsto, grabándose por su fuerza propia en las realida­
des empíricas y transformándolas a su impacto. Juan era entre invi­
sible y visible, Juan era transparente, porque se había detenido sobre
una baldosa descolorida, que un tiempo había sido negra y el des­
gaste había vuelto gris, es decir: entre negra y blanca.
¿Qué pacto preside a este sueño, a esta alucinación, a este juego
de reglas un día voluntariamente convenidas, que llamamos el mun­
do? ¿A orillas de qué Pactolo del alma, en qué aurora de embria­
guez y conciencia cambiamos el diálogo de mentiras en que luego
habíamos de creer a ojos cerrados?

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