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De Homero a Coelho: mujeres infieles en la literatura

Fotograma de la película ‘El amante de Lady Chatterley’, de Just Jaeckin.

Por Alicia García-Herrera. Jueves, 7 de diciembre de 2017

Literatura

Las mujeres con sombra terminan mal generalmente

Anna Karenina, León Tolstoi, cap. VI

La infidelidad femenina es un tema recurrente en la literatura de todos los tiempos, tanto es


así que las principales obras que forman parte del Olimpo literario toman como eje central el
adulterio de la mujer y hasta puede afirmarse, de hecho, que la historia de la literatura arranca
precisamente con una infidelidad, la de Helena de Esparta. Durante la Edad Media al nombre
de la famosa Helena se añaden los de otras infieles universales, como el de Lady Ginevra, que
traiciona al rey Arturo con Lanzarote; Isolda, amante de Tristán, o Francesca de Rimini, a quien
Dante Alighieri inmortaliza en La Divina Comedia como símbolo del adulterio y la lujuria.
Nuestro escritor más universal, Cervantes, no elude el tema de la casada infiel en su cuento El
viejo celoso. Tampoco lo evita Shakespeare en Otelo. Otelo sospecha de la traición de su
esposa, Desdémona, y aunque ésta es inocente decide matarla.

No obstante estos antecedentes, será durante la segunda mitad del siglo XIX y hasta el primer
cuarto del siglo XX cuando surjan las mejores novelas sobre mujeres infieles, novelas que
estarán dotadas de gran carga dramática y excepcional calidad literaria. La letra escarlata
(1850), de Nathaniel Hawthorne; Madame Bovary (1856) de Gustave Flaubert; Anna Karenina
(1877), de León Tolstói; La Regenta (1884), Clarín; Effi Briest (1894), de Theodor Fontane; El
velo pintado (1925), de W. Somerset Maugham; La señora Dalloway (1925), de Virginia Woolf;
El amante de Lady Chatterley (1928), de D. H. Lawrence constituyen buenos ejemplos de la
psicología femenina respecto al tema del triángulo amoroso. En el teatro español Valle Inclán
aborda la cuestión con evidente vis cómica y satirizante en el esperpento Los cuernos de don
Friolera (1921). A estas obras quizá debería añadirse como precursora Wuthering Heights
(1847), de Emily Brontë, a pesar de que el amor entre Heathcliff y Katherine no tiene más
expresión carnal que un apasionado beso casi a pie de tumba.

El modelo de heroína que se dibuja en todas estas novelas es el de una mujer casada por
razones independientes del afecto que descubre el amor en brazos de un hombre que no es su
marido. Las infieles literarias son mujeres pertenecientes a la buena sociedad, caracterizadas
por su belleza, cultura y refinamiento. Estas adúlteras hacen una elección consciente, pues
todas ellas se sienten con derecho a vivir un amor que les ha sido negado por un matrimonio
impuesto, como era habitual hasta la época victoriana. Este amor será inaceptable en un
marco histórico y social caracterizado por la represión religiosa y legislativa.

En efecto, en la cultura occidental la figura de Eva como símbolo de la tentación masculina ha


tenido un impacto muy negativo sobre la imagen de la mujer. Eva, que actúa por cuenta
propia, ha sido considerada la causa de la caída de la humanidad como Helena fue la causa de
la caída de Troya y de la muerte de valiosos guerreros. A Eva, por lo tanto, se la responsabiliza
de su propio pecado, del de Adán, del de todos los que nacen y, para los cristianos, también de
la muerte de Jesús, pues él se sacrifica para redimir a los hombres del pecado original. La
menstruación, el parto y los rigores de la maternidad son, en consecuencia, el justo castigo de
las hijas de Eva.

Esta concepción negativa de la mujer, de la que se salva la Virgen María, madre del hijo de
Dios, y unas cuantas mujeres escogidas, viene reflejada en varias frases bíblicas. Un ejemplo lo
tenemos en el Eclesiastés 7:26: «Yo he hallado más amarga que la muerte la mujer, la cual es
redes, y lazos su corazón; sus manos como ligaduras. El que agrada a Dios escapará de ella;
mas el pecador será preso en ella». San Pablo, en su primera carta a Timoteo, dice a propósito
de las mujeres: «Yo no permito que la mujer enseñe ni que ejerza autoridad sobre el hombre,
sino que permanezca callada». La teología medieval tampoco contempla con buenos ojos a la
mujer. San Tertuliano, San Agustín, Santo Tomás de Aquino o Martín Lutero la consideran,
como Platón y Aristóteles, inferior al hombre.

Isabelle Huppert en ‘Madame Bovary’, de Claude Chabrol.

Desde la antigüedad las leyes han sancionado de una manera contundente el adulterio
femenino. En el Derecho Romano la infidelidad de la mujer se consideraba una ofensa grave
contra las instituciones de la propiedad y la herencia, especialmente cuando era cometida por
mujeres de clase alta. Las penas podían ser patrimoniales o la muerte de adúltera y amante a
manos del propio esposo o del padre. La venganza de sangre se mantiene en el Derecho
castellano medieval, en el Fuero Juzgo (siglo VIII), las Partidas (siglo XIII) y las Leyes de Toro
(1505). El propio esposo podía ser penado si consentía el adulterio. Una alternativa a la
venganza de sangre eran las «cartas de perdón de cuernos», documentos de carácter notarial
que permitían restablecer el honor del marido burlado.

Aunque en la Recopilación de 1686 se mantiene la pena de muerte por adulterio, lo cierto es


que fue decayendo en la Edad Moderna. Unos de los pocos casos documentados de
ejecuciones públicas, justamente una a la que Cervantes pudo asistir de niño, sucedió en
Sevilla en 1555, donde quedó probado ante el juez por el marido el adulterio de su mujer con
un mulato. Domínguez Ortiz declara tener documentado únicamente un caso en el siglo XVII
en que se intentó llevar a cabo la ejecución pública de unos adúlteros también en Sevilla, pero
terminó en fracaso y en un gran escándalo –la ejecución fue impedida por los religiosos que
asistían a los reos y la gente del pueblo, que facilitó la huida de los sentenciados–. La pena
sigue vigente en la Novísima Recopilación, en el Código Penal de 1928 y en el de 1944, con el
paréntesis de la República, donde se elimina, y perdura hasta el año 1963. Observamos por
tanto que no hablamos del hombre del cromagnon, sino de nuestra historia reciente.

En desagravio al sistema español decir que la situación no era muy distinta en las leyes
francesa, belga e italiana de la época. En algunos países centroeuropeos se mantuvieron penas
de multa hasta casi los años noventa del pasado siglo mientras que en otras culturas (las
anglosajonas, escandinavas y en la Europa del Este) desapareció como tal.

Los países de religión musulmana siguen sancionando penalmente el adulterio femenino, con
muchas variaciones en cuanto a las penas aparejadas. En muchos se persigue de oficio (Libia,
Bharein, Quatar, Kuwait, Emiratos Árabes, Yemen o Mauritania) y en tres de ellos, Arabia
Saudí, Irán y Sudán, sigue vigente la pena de muerte para la mujer adúltera, saco en el que se
incluye incluso la mujer objeto de abusos o violaciones. Por este motivo merece darse un
especial valor a la literatura árabe escrita por mujeres que, sin abordar específicamente el
tema del adulterio femenino, ha intentado muchas veces romper los temas considerados
tradicionalmente tabú, como sexo y religión. La egipcia Latifah al-Zayyat se erigió durante los
sesenta en todo un referente literario, al igual que la radical Nawal al-Saadawi. Hay que
mencionar también nombres como el de la siria Ghada al-Samman, Salwa al-Neimi o Fadila al-
Faruk. Internet ha traído el nacimiento de toda una generación de escritoras que se ocupan de
los problemas afectivos de la mujer y se enfrentan a los sectores más conservadores, que
reclaman una vuelta a la censura.

Helena de Troya, infiel universal.


En Occidente las grandes conquistas femeninas en materia de igualdad, con el reconocimiento
de derechos ligados a la sexualidad femenina y el decaimiento de las leyes que sancionan el
adulterio, junto a la aceptación social del divorcio, hacen que desde las décadas centrales del
siglo XX el tema comience a ser menos tratado. Con todo, no desaparece del panorama
literario, aunque las nuevas novelas aportan cambios en el enfoque. Destacan en este período
El último encuentro (1942), de Sándor Márai, una verdadera apología a la amistad entre dos
hombres que se confiesan muchos años después los sentimientos que provocó en ambos una
misma mujer; obras en tono de humor como Doña Flor y sus dos maridos (1966), de Jorge
Amado, y en nuestro país Las edades de Lulú (1989) de Almudena Grandes, en la que la
protagonista no deja nada por explorar en el ámbito de la sexualidad y el deseo. La mayor
igualdad y libertad de la mujer en el siglo XXI y el debilitamiento del modelo patriarcal en la
sociedad occidental llevarían a pensar que en nuestros días el triángulo amoroso como tema
literario no tendría tanto interés como en un contexto histórico caracterizado por la represión.
No es así, sin embargo, como acreditan fenómenos editoriales como Adultery, de Coelho
(2014), un boom a los pocos días de su publicación. Y no lo es porque, aunque las leyes han
cambiado en el mundo occidental, aunque el peso de la moral judeocristiana resulta más
liviano, no ha cambiado el concepto masculino del honor ni quizá nuestros prejuicios o nuestra
propia cortedad de miras.

Con todo, los cambios en los roles femeninos hacen que en el siglo XXI la cuestión del adulterio
como tema literario se plantee en otros términos. A diferencia de las heroínas decimonónicas,
la infiel literaria actual es una mujer independiente desde una perspectiva económica,
atractiva y de éxito que busca sobre todo la satisfacción de su libido, sofocada por una vida
conyugal que tiende a la monotonía o que viene marcada por el desafecto. También puede ser
consecuencia del deseo de aventura, de la búsqueda de emociones nuevas para recuperar la
ilusión de vivir o el reencuentro con un antiguo amante (v.gr. Linda en Adultery, que se vuelve
a encontrar con Jacob König, con quien había tenido un romance adolescente). La solución al
conflicto suele ser invariablemente perjudicial para la mujer. El hombre infiel, por lo general un
individuo narcisista y egocéntrico, sale por lo general bien parado.

La historia de la literatura occidental nos muestra, por lo tanto, que la infidelidad siempre
tendrá peores consecuencias para la mujer, que devendrá en catástrofe no solo para ella
misma sino también para su círculo inmediato, especialmente para los hijos, a diferencia de lo
que sucede cuando el hombre es infiel –piénsese por ejemplo en Helena de Troya frente
Odiseo, quien vive grandes aventuras amorosas durante su viaje de regreso a Ítaca y que, lejos
de ser objeto de reproche moral, es admirado por saber disfrutar de toda clase de placeres–.
A pesar de que el modelo patriarcal heredado de la época de los griegos está en crisis, en la
actualidad la mujer sigue obteniendo, literaria y socialmente, un reproche moral mayor que el
del hombre cuando se involucra en un triángulo amoroso. Se la responsabiliza, se la culpabiliza
y se la estigmatiza, como también al cónyuge «burlado». Es llamativo que en muchas novelas,
como en la vida, con frecuencia la mujer no asume el papel de seductora sino de seducida –a
veces por verdaderos depredadores, maestros en el arte de la seducción–. Un caso muy
explícito es el de Anna Karenina. El conde Vronsky, un galán muy apreciado entre el público
femenino, persiste en su galanteo hasta que Anna decide dejar de lado todas las convenciones
sociales y abandonar a su marido, a quien desde luego no ama, para vivir abiertamente su
historia de amor. La pareja, sin embargo, no será aceptada por la sociedad rusa, que proyecta
sobre Anna todo su rencor. Una de sus mayores detractoras será la princesa Betsy
Trubetskaya. La princesa margina a Anna como adúltera, a pesar que ella misma le confesó
haber sido infiel a su esposo varias veces, naturalmente de forma encubierta, una muestra de
la hipocresía de la sociedad rusa. Vronsky, sin embargo, queda exonerado y puede reanudar su
vida social con total impunidad, lo que será el principio del fin de Anna.

La reprobación social hacia la mujer se extiende incluso al cónyuge que conoce la relación
extramatrimonial de la infiel y la consiente o perdona, un tema que se aborda con maestría en
el film de los setenta La hija de Ryan. Como explicación a este fenómeno apunta Coelho en
Adultery: «los hombres engañan porque está en su sistema genético. La mujer lo hace porque
no tiene la suficiente dignidad, y además de dar su cuerpo siempre termina entregando un
poco de su corazón. Un verdadero crimen. Un robo. Peor que asaltar un banco, porque si
alguna vez ella es descubierta (y siempre lo es), causará un daño irreparable a la familia. Para
los hombres, es sólo un ‘error estúpido’. Para las mujeres, es un asesinato espiritual de todos
las que la rodean de cariño y que la apoyan como madre y esposa».

Fotograma de ‘Las edades de Lulú’, de Bigas Luna.

Vemos por lo tanto que la literatura ha venido considerando –y sigue considerando– la


infidelidad femenina como un atentado contra el orden social establecido, razón por la que, en
los libros, como en la vida, lleva aparejada una pena moral mayor para la mujer y peores
consecuencias personales y sociales. El sentido común nos dice, sin embargo, que en una
sociedad igualitaria alejada de esquemas patriarcales el reproche inherente al engaño
amoroso debería ser idéntico para hombre y mujer, todo ello sin mencionar que debería ser
tratado como asunto privado, no público, puesto que en teoría ya no lo es. Es una disonancia
sobre la que tendremos que reflexionar en estos tiempos en los que la frecuente vivencia del
amor extraconyugal genera tantas dosis de sufrimiento y, sobre todo, estar muy atentos a lo
que nos va diciendo la literatura, el mejor espejo de la vida.

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