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Un día como hoy, frío y nublado, comenzó mi vida, mi historia…

Suena la puerta, alguien la está golpeando, quieren entrar. Papá intenta bloquear la puerta,

pone el cerrojo y agarra una daga esperando la entrada de quien sea que estuviese fuera e

intentando protegernos, a mí y a mamá. Rompen el cerrojo y entran cuatro hombres con

grandes espadas, espadas que brillaban en un día nublado y en poco tiempo se tiñen de rojo.

Un rojo intenso. Papá intentaba protegernos, pero fue en vano, al menos para él y mamá.

Me dejaron vivir, pero ver esa escena me mató sin necesidad de que salga sangre. En las

paredes escribieron, con la sangre de mis padres “La profecía “. Me llevaron junto a ellos,

querían que conociese a un hombre. Cuando llegamos al lugar en el que se encontraría el

hombre no estábamos solos, había cientos de niños, todos con los ojos rojos, estaban

anonadados, habían visto lo mismo que yo. Era una especie de teatro, a oscuras en el que

estábamos todos sentados y en el escenario, salió un hombre con una antorcha. Su objetivo no

era que le viésemos así que la antorcha era pequeña.

-Buenos días- Empieza el discurso -Os preguntareis que hacéis aquí y, para ahorraros las

preguntas, aquí la respuesta. Primero me voy a presentar, soy Reiss, aunque a partir de hoy,

para vosotros soy papá. Estáis aquí porque, uno de vosotros es el “elegido”, según la profecía.

¿Alguna pregunta? - Había muchas preguntas, pero nadie se atrevió a preguntar- Bueno, todos

está claro así qué cada uno a su habitación asignada.

Nos llevaron a una sala, cada uno tenía un número asignado que se me quedaría marcado

para siempre. Pusieron placas al rojo vivo, cada una con un número diferente y nos las

pusieron en el pecho. El dolor era insoportable, y cuando te asignan el número, tu nombre es el

número. Cuando nos hicieron la quemadura, nos dirigieron a una habitación. Había una

habitación por cada cuatro personas. Al llegar a mi habitación, había otros tres chicos que

llegaron antes que yo, pues tenían un número menor al mío. Los primeros números salían

antes. Ninguno nos hablamos, pero ya nos conocíamos. Éramos iguales. Nos pasó lo mismo.

Cuando pasó una semana empezaron los diálogos.

-Hola, soy Ciento setenta y dos- Dije.

– Noventa y dos- Dijo el más joven.


- Yo Ochenta- Respondió el alto.

- Ochenta y tres- Dijo el más mayor. Los tres al cabo del tiempo nos hicimos grandes amigos,

inseparables.

En nuestro grupo, yo era el bajito. Desde que los vi pensé en lo poco que duraría ahí.

Todos los días, a las cinco de la mañana nos despertaban con tambores. Nos reunían en el

patio, y allí empezaba nuestro día, aunque fuese de noche. Nos enseñaban técnicas de pelea

que utilizaríamos en los “Kemi”, unos combates que se realizaban una vez al mes. Ibas

peleando con diferentes chicos hasta llegar a la final, en la que si ganabas tenías el privilegio

de poder comer tres comidas al día por el resto del mes. Treinta era el que siempre ganaba, era

fuerte, rápido, ágil, audaz y todas esas cualidades y más le hacían el preferido de Reiss. La

final del Kemi de octubre fue entre Noventa y dos (mi compañero de cuarto) y Treinta. Noventa

y dos peleó hasta el final, pero Treinta le pegó sin remordimiento. Sonreía mientras le atizaba.

En ese momento, viendo como pegaban s mi compañero de cuarto y amigo, se me nubló la

vista. Mi único objetivo era ser el ganador del Kemi. El mejor.

Cuando nos despertaban a las cinco, mi motivación era única. Practicaba todas las técnicas

que nos enseñaban mil veces. Sudando, y llorando con un único objetivo, ganar.

Los primeros combates fueron sencillos, pero me tuve que enfrentar a otro de mis compañeros,

Ochenta. Gané, pero sin hacerle mucho daño. Llegué a la final y efectivamente, allí estaba

treinta, esperándome con su narcisista sonrisa. Empieza el combate, y me empieza a atacar sin

piedad. Consigo esquivar algunos golpes, pero recibo muchos otros. Cuando veía un hueco le

atacaba con toda la fuerza y velocidad, buscando su debilitamiento a largo plazo, cansándole y

pegándole. Gané el combate, y cuando me gire a ver a los demás que estaban viendo el

combate, vi que estaban eufóricos de que Treinta haya perdido, todos menos Reiss. Cuando

salí del círculo de combate se me acercó Reiss y me dirigió a su despacho.

- ¿Que has hecho? – Preguntó.

- ¿A que te refieres?

-Nadie nunca había ganado antes a Treinta. ¿Qué has hecho?


-Entrenar duro- Dije.

-Fuera de mi despacho- Dijo Reiss al entender que no iba a darle ninguna respuesta.

Días después, los profesores me trataron diferente, me trataban peor. Aunque yo era el

ganador del Kemi de ese mes a Treinta le seguían dando tres comidas, cosa que me disgustó.

Fui a hablar con Reiss sobre el tema pero el me dijo que le daban tres comidas porque Treinta

era el “Elegido”, salí del despacho disgustado pero con la ambición de seguir ganando.

Cada mes ganaba, me volví el mejor, y eso a Reiss le sorprendió.

-Eres el máximo ganador del Kemi, por tanto se te considerará el “Elegido”-Dijo con voz seria-

El “Elegido” no tiene amigos, ni familia, solo enemigos. Como Elegido que eres, tu misión es

acabar con la vida de tus compañeros de habitación, sino lo haces ellos acabarán contigo.

-Entendido- Dije sin otra opción de respuesta.

Al día siguiente, nos reunieron en el círculo de combate a mí y a mis compañeros de

habitación. La pelea fue muy dura, no les podía pegar, eran lo único que tenía. Ellos en cambio

me pegaban sin piedad, buscando la supervivencia, y entonces comprendí que yo tenía que

hacer lo mismo. Mis manos llenas de sangre y mi cabeza llena de culpa.

-Bien hecho Elegido, eres la pieza clave- dijo Reiss.

-¿La pieza?

-Sí, la pieza de mi puzle. Acompáñame.

Llegamos a un sitio iluminado por antorchas y un círculo de llamas. Había gente cubierta con

hábitos negros.

-¿Qué es esto?- Pregunté

-Lo marca la profecía: “Para la vida eterna, el elegido debe de ser enviado de vuelta”

-¿A que te refieres?- Volví a preguntar, pero esta vez con mucho temor.

-Debes de ser enviado de vuelta.


Me ataron a un tronco en el círculo de llamas mientras los hombres de hábito rezaban. Las

llamas aumentaban mientras oraban y lo único que podía hacer era llorar.

Me quemaron vivo. Llegó un punto en el que debería de sentir dolor y solo sonreía recordando

a mamá y papá. Cuando acabó la oración debería de haber muerto, y eso fue lo que sentía. Me

sentía en el paraíso, pero comprendí que con los pecados que hice me sería imposible llegar

allí y me di cuenta de que era el mismo lugar en el que me querían sacrificar. Entendí que la

vida eterna la conseguí yo y no Reiss. Me conseguí desatar al tronco y pegué a Reiss con

todas mis fuerzas, pero los demás hombres de hábito me agarraron y me enjaularon. Me dieron

como único modo de entretenimiento papeles y un carboncillo.

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