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Perro Amor

Arturo Familiar

Colgué el teléfono. Desde donde estaba, en el sillón, miré desolado la calle por la
ventana. Era un día de febrero, de esos días en que uno maldice el invierno. La
tarde era oscura por las nubes, llovía lentamente, con melancolía... En resumen,
ese viernes prometía terminar terrible y definitivamente aburrido.
Escuché una especie de suspiro frente a mí. Ahí, junto a una chimenea que nunca
prendía (porque no es una verdadera chimenea) estaba tumbado Monseñor.
Monseñor era un rotwailler negro con café oscuro como todos los de su raza;
ladraba, gruñía, tragaba, destruía las pocas plantas del breve jardín delantero de mi
casa, orinaba y cagaba como todos los de su especie.
Esa tarde estaba, como imagino que estarían todos los rotwailler de Morelia, tan
aburrido como yo mismo. Me miraba con ojos de me da hueva esta pinche vida de
lluvias y frío todas las pinches tardes (en realidad, Monseñor era un poco
exagerado, pero qué le vamos a hacer).
La llamada que acababa de hacer (yo, no Monseñor) era mi última esperanza. Pero
al parecer, todos mis amigos tenían alguna boda, quince años, reunión familiar o
compromisos ineludibles.
Maldita sea, pensé como 30 mil veces esa tarde (exagero, sólo fueron dos o tres),
¿a quién chingados se le ocurre casarse en un día de lluvia y como a tres grados
centígrados? En fin, todo parecía indicar que esa noche la pasaría viendo televisión.
Monseñor volvió a suspirar. Parecía decirme ¿Te vas a quedar ahí sólo porque
ninguno de tus cuates tuvo la decencia de estar libre esta tarde? No, debes salir,
enfrentar la tarde. Vete al bar a emborracharte como sólo tú sabes hacerlo.
Me sentí avergonzado ante la mirada de Monseñor. Me levanté, tomé mi gabardina
y mi gorra de hombre interesante y me dispuse a salir a conquistar a alguna friolenta
chica. Al principio, Monseñor me miró con cara de aprobación.
Pero cuando vio que yo tomaba su collar y la cadena su expresión cambió. Lo noté
porque soy bien abusado; que yo saliera en esta tarde de perros estaba bien, pero
no entraba en sus planes que él me acompañara, por lo que, al parecer, no era en
realidad una tarde de perros.
Quiso resistirse, pero no lo permití; Monseñor, le dije, no están mis cuates, pero
dime ¿quién es el mejor amigo del hombre? Ante un argumento tan contundente y
certero no tuvo más remedio que acompañarme. Debo decir, en honor a Monseñor,
que todo el camino de la casa al bar se la pasó gruñendo, que es la forma perruna
de mascullar protestas.
II
El bar estaba solo. Cuando los meseros vieron a Monseñor intentaron impedirme el
paso, pero me mostré firme, alegué que no había nadie en el bar (bueno, casi nadie,
sólo dos chicas en una mesa arrinconada), defendí mis derechos y prometí una
buena propina.
Para mí pedí un tequila. Para Monseñor una cerveza en un plato hondo.
Jamás lo hubiera pensado de Monseñor; parecía un perro respetable, sin vicios,
capaz de autocontrolarse siempre que no pasara frente a él un gato u otro perro.
Pero se bebió la cerveza como si la vida le fuera en ello. Ante sus gruñidos y
ladridos le pedí otra.

III
A la tercera cerveza Monseñor se sentó en una silla. A la cuarta me preguntó (sí, me
preguntó con voz grave) ¿por qué vamos a brindar? Debí quedarme
sorprendido, pero en realidad me alegró saber que tenía con quien platicar.
Propuse, titubeando, brindar por ellas (ya medios chiles a uno siempre le da por
brindar por ellas). Salud, dijo, se bebió su cerveza de tres lengüetadas.
Él mismo se pidió la quinta y dejó al mesero sorprendido. En botella, por favor, dijo
al mesero. Y como el mesero se quedó estático contemplándolo con la boca abierta,
lo reprendió: Qué, ¿nunca oíste hablar a un perro? Ándale, mi chavo, que me estoy
secando.
El mesero corrió a la barra y platicó con el barman. Poco después llegó con la
botella. Gracias, mano, le dijo Monseñor con solemnidad. “Sí”, atinó a decir mientras
miraba con ojos enormes al perro que, ya completamente desinhibido por el alcohol,
tomó la botella con ambas patas y se la llevó a la boca.
Mis sentimientos fueron confusos. Pasaron vertiginosamente de la sorpresa a la
euforia por hacerme rico, luego la culpa por querer explotar de esa manera a
Monseñor, quien después de todo era mi mejor amigo. Así, surgió la alegría por
poder conversar con aquel compañero que había demostrado, desde que era un
cachorro, verdadera lealtad. Incluso aquella vez que lo castigué injustamente
cuando desaparecieron mis pantuflas y creí que él las había destrozado y enterrado,
y luego recordé que las había dejado en casa de una mujer a la que preferí no
volver a ver. Me sentía realmente culpable.
Lo siento, le dije. ¿El qué?, respondió cortésmente. Lo del otro día. Y le recordé el
asunto de las pantuflas. Oh, no te apures, me dijo. Lo bueno es que te deshiciste de
esa mujer.

IV
En la mesa arrinconada, las dos chicas cuchicheaban y nos miraban. De pronto se
levantaron y se dirigieron a nuestra mesa. ¿Podemos sentarnos con ustedes?
Preguntaron. Monseñor y yo las miramos asombrados y, debo decirlo, con cierta
indiscreción; estaban buenísimas. Luego nos miramos con cara de qué suerte
tenemos. Por supuesto, dijo Monseñor y me cai que tuvo que evitar un aullido.
Como Monseñor y yo estábamos frente a frente, de pronto me imaginé en la mayor
aventura jamás imaginada... por mí. Dos chicas para un servidor, y todo gracias a
Monseñor... Eres un gran amigo, pensé dirigiéndome a él.
¿De verdad hablas? Preguntó una de ellas (la mejor, habrá que decirlo).
Pregúntame lo que quieras preciosa, respondió Monseñor con acento de galán de
televisión. Aunque yo no lo veía, sabía que estaba moviendo el rabo alegremente.
Estaba hecho un casanova.
Lo demás está por demás decirlo. Hablamos mucho, chupamos mucho y su servidor
se vio obligado a pagar la cuenta de los cuatro. No me arrepiento; hasta ese
momento la noche prometía ser maravillosa.

V
Y fue maravillosa. Por lo menos para mí y Anastacia. Ellas pasaron a mi casa luego
del bar. No hablamos mucho, porque todo lo habíamos dicho ya. O por lo menos
esa afirmación es cierta para Anastacia y para mí.
Sin embargo Andrea, la mejor de las dos, parecía tener más que decir y mucho más
que escuchar. Interrogaba a Monseñor una y otra vez sobre las mismas cosas, y
Monseñor respondía con una paciencia infinita, pero con cierto brillo en los ojos
perrunos. Monseñor acompañaba cada frase con un “muñeca” o un “preciosa” o
cualquier otra palabra de ese tipo, y acercaba su morro a la cara de Andrea
y le daba pequeñas lengüetadas a las que ella respondía con una risita divertida o
nerviosa, vayan ustedes a saber.
De lo demás ya no sé qué pasó, porque con Anastacia entramos a mi cuarto,
cerramos y nos entretuvimos en asuntos que no viene al caso relatar. Luego de
mucho tiempo quedamos rendidos y más dormidos que un oso en invierno.
Nos despertó Andrea cuando fue por Anastacia. Apenas pude acompañarlas a la
puerta por el sueño y la cruda.

VI
Me despertó Monseñor en la madrugada; como a las 12 del día. Sentía que alguien
martillaba mi cabeza y mi pecho con verdadera desconsideración. Alguien tendrá
que escucharme, pensé antes de abrir los ojos con buenas ganas de practicar kung
fu y tudi cuan do.
Pero ya con los ojos bien abiertos (exagero, estaba adormilado) comprobé que los
martillazos en mi cabeza eran por la cruda, y en el pecho eran provocados por
Monseñor que brincaba sobre mí, con la boca abierta en una sonrisa perruna y el
rabo frenético.
Vamos, monseñor, le dije, es muy temprano para ir a pasear. ¿Temprano? Replicó.
¿Estás loco? Anda, mi buen amigo, levántate y vamos por un menudo picosito y
unas cervezas… Este dolor de cabeza me está matando.
Brinqué de la cama sobresaltado. De manera que no era un sueño, Monseñor
hablaba, y correctamente, como un caballero inglés… Bueno, más bien alemán,
aunque sin acento… En fin, habla como todo un rotwailer muy bien educado (debo
decir que me sentí orgulloso). Como pude, porque la cruda era de ésas que ya no
hay, me vestí (dejé el baño para un mejor momento), me dirigí a la salida con
Monseñor pisándome los talones, tome el collar y la cadena y me volví para
ponérsela.
Al verme, Monseñor retrocedió alarmado, me miró con reproche y me preguntó
¿qué demonios piensas hacer? Ponerte el collar, dije como agarrado en falta.
¿Y quién te crees que soy? ¿Un perro? Bueno, la pregunta me desconcertó.
Efectivamente, en apariencia era un perro, pero razonaba y hablaba como un
hombre. En fin, ante tal disyuntiva mejor opté por quedarme callado, con
los brazos colgados, la cadena asida con flojera y los ojos pelones.
Deja eso en paz, continuó con tono conciliador y vámonos. Sí, dije sin saber qué
decía. Abrí la puerta y ya íbamos para afuera cuando pensé que realmente no era
una buena idea ir con Monseñor a la fonda, sentarnos a la mesa, pedir un par de
menudos y sendas cervezas y ponernos a platicar como buenos cuates luego del
reventón… No, no era buena idea.
Y se lo dije. Al principio se ofendió, me reprochó, me acusó de racista, me recordó
que lo castigué sin razón, me reclamó afectar su dignidad, pero terminó
comprendiendo que el mundo es ingrato y que si se ponía a platicar corría un
verdadero riesgo de ser secuestrado y esclavizado.

VII
Fue una hora más tarde cuando me lo confesó; luego de la tercera chela habló de
su maravillosa noche con Andrea, de su voz, de su cabello, de la suavidad de su
piel, de aquellos ojos soñadores, de la voz dulce, cristalina y musical, de sus…
Bueno, en conclusión, Monseñor estaba enamorado.
En la plática nos tomamos como un cartón y medio de cervezas, y le hubiéramos
entrado a más si no fuera porque sonó el teléfono. Era Anastasia que acaba de
superar la cruda, pero no un trauma por solidaridad; según ella Monseñor había
tratado de propasarse con Andrea.
Pero cómo podría propasarse un perro que no es del todo perro con alguien. Bueno,
creo que podría, pero por lo que me dijo el bueno de Monseñor ella le dio pie… En
fin. Creo que el problema es que ella pensó que mi perro era sólo un perro que
habla, mientras que Monseñor se asumía como un humano con pelos y aspecto
extraño, pero humano al fin de cuentas.
Y sólo por ese razonamiento, sólo por reflexionar cómo veía cada uno ese
encuentro de la noche anterior (Monseñor afirmó y afirmó que Andrea le acariciaba
la panza y el pescuezo con una cachondería y un enamoramiento inimaginable)
terminé más pedo que si me hubiera tomado el cartón yo solo.

VIII
Tres días más tarde, cuando regresé por la noche del trabajo, me encontré a
Monseñor tumbado, con el teléfono junto a él.
Algo le pasó, me dijo en cuanto me vio. No la localizo. Y hace poco alguien contestó
su teléfono y luego colgó. Yo creo que la secuestraron, tenemos que hacer algo.

La verdad es que no le había pasado nada; ella no quería hablar con Monseñor. Le
tenía miedo, se tenía miedo a sí misma y… Bueno, ésas son conjeturas; no le
quería contestar y ya.
Es increíble lo que un rotwailer respetable puede adelgazar en sólo tres días de no
comer. La cosa es que mi buen amigo estaba irreconocible: flaco, ojeroso, etcétera
(una pasadita por internet me hizo desistir de la frase trillada de Oscar Athié). No
caminaba, se arrastraba. Estaba enfermo y pálido de tanto no dormir (o por lo
menos así lo habría descrito Acuña).
Así que me vi obligado a hacer de tripas corazón, sacar el tequila, dos caballitos y
mirar a mi amigo fijamente para decirle, con toda solemnidad (como el caso lo
ameritaba): tenemos que hablar de hombre a hombre.

IX
Al principio no me creyó, me dijo que yo estaba celoso, que se la quería bajar, que
en el fondo no aceptaba su condición, que yo era un egocéntrico
controlador; en su momento de más furia hasta me gruñó, peló los dientes, aventó
las orejas para atrás y erizó los pelos del pescuezo.
Yo, desde luego, intenté hacerlo entrar en razón. Le hablé de la amistad y de la vieja
frase de que un amigo puede herirte con la verdad etcétera. Luego le dije que
creyera lo que quisiera, que al fin y a mí no me importaba.

Esas palabras nunca fallan; Monseñor dejó su aire arisco, cerró sus abiertas fauces
agresivas y dijo: está bien… Sólo dijo está bien. Y luego de un rato de silencio
agregó: “Igual y tiene miedo”.
Yo sentí pena por mi amigo. Ciertamente ella tenía miedo, y mucho. Pero además
ella no quería saber nada de un perro enamorado… de ella. Pero sentí mucha
lástima por Monseñor, así que le dije una mentira piadosa: Déjala descansar, estoy
seguro que
después de un tiempo entenderá que el amor de su vida eres tú.
X
Mi mentira piadosa fue descubierta poco más tarde; uno o dos días después de
aquella conversación Anastasia me llamó al trabajo. Desde que oí su voz
supe que algo iba mal. No recuerdo sus palabras, pero resumiendo su rollo de 20
minutos, me dijo que no debía perder el tiempo y correr a casa; Monseñor
podría cometer una locura.
Llegué patinando, abrí la puerta apresuradamente y encontré a Monseñor, o lo que
quedaba de él, gimiendo desconsoladamente en un rincón. Ni siquiera me puedo
suicidar, dijo cuando me vio. En efecto, junto a él estaba una cuerda, un frasco de
plástico lleno de pastillas (afortunadamente no lo pudo abrir; eran purgantes) y una
pistola (de diábolos). Tengo patas de perro, agregó. Yo guardé silencio un momento
hasta que me atreví a responder. Monseñor, le dije con acento solemne y mirándolo
a los ojos, eres un perro.
En otro momento me hubiera mirado torvamente, me hubiera gruñido y me hubiera
mentado la madre, pero estaba tan jodido que gritó con voz de falsete: ¡Soy un
hombre en el cuerpo de un perro! Me quedé callado y con la boca abierta. Eso fue lo
que yo llamo un argumento contundente e inobjetable, como en los mejores años
del PRI. Decidí que mi deber sagrado era ayudarlo.

XI
E hice todo lo humanamente posible. Le hablé a Andrea y usé los argumentos más
conmovedores, ¿crees que soy zoofila?, me dijo después de escucharme, y me
colgó el teléfono. A Monseñor le presenté las perras más coquetas y guapas de la
ciudad, ¿crees que soy zoofilo?, fue su respuesta.
Quise llevarlo con una sicóloga, de hecho hablé con una, creo que es usted quien
necesita ayuda, me dijo, y estuve a punto de terminar en la Casa de la Risa.
Convencí a un siquiatra de que lo viera, pero llegó a la conclusión de que los tres
(él, Monseñor y yo) sufríamos esquizofrenia (él y yo con alucinaciones, y monseñor
con fragmentación de la personalidad).
Conseguí contratar algunas chicas perversas para que lo atendieran, pero él las
miró con desdén. La única mujer que vale la pena, dijo en un gemido, es Andrea.

XII
El estado de Monseñor fue de mal en peor, hasta que una noche me miró, fuiste un
gran amigo, me dijo, y dejó de sufrir para siempre.
Me gasté todos mis ahorros para darle un entierro digno a mi mejor amigo. Andrea,
desde luego, fue al velorio y lloró como Magdalena, en el entierro hasta se
desmayó. ¡Monseñor, por qué te tenías que morir!, gritaba, y también ¡Yo te amaba,
¿ahora qué haré yo sola y sin ti?! Sentí más pena por Monseñor que por ella.

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