Está en la página 1de 22

LA CRUZADA DE MACHARIUS

ÁNGEL DE FUEGO

“Angel of Fire” por William King

SÓLO PARA PERSONAL AUTORIZADO

Servicio de Publicaciones del Alto Estado


Mayor de la Guardia Imperial. Documento
clasificado como Alto Secreto. Sólo para
oficiales con autorización nivel Bermellón.
A mi hermano, el viento del norte, le pido que siempre
mantenga el camino abierto para ella, a mis hermanos,
los vientos del este y el oeste, que siempre la
acompañen y que nunca ande sola, a mi hermano, el
viento del sur, que impida que ningún mal se coloque a
su espalda... Hermanos esto os pido y que así sea
hasta el momento en que nos tengamos que volver a
encontrar...
“Oso”

EN MEMORIA DE SUSANA
WARHAMMER 40.000
ESTAMOS EN EL CUADRAGÉSIMO PRIMER MILENIO. EL EMPERADOR HA PERMANECIDO SENTADO E
INMÓVIL EN EL TRONO DORADO DE LA TIERRA DURANTE MÁS DE CIEN SIGLOS. ES EL SEÑOR DE LA
HUMANIDAD POR DESEO DE LOS DIOSES, Y EL DUEÑO DE UN MILLÓN DE MUNDOS POR EL PODER
DE SUS INAGOTABLES E INFATIGABLES EJÉRCITOS. ES UN CUERPO PODRIDO QUE SE ESTREMECE DE
UN MODO APENAS PERCEPTIBLE POR EL PODER INVISIBLE DE LOS ARTEFACTOS DE LA ERA
SINIESTRA DE LA TECNOLOGÍA. ES EL SEÑOR CARROÑERO DEL IMPERIO, POR EL QUE SE
SACRIFICAN MIL ALMAS AL DÍA PARA QUE NUNCA ACABE DE MORIR REALMENTE.

EN SU ESTADO DE MUERTE IMPERECEDERA, EL EMPERADOR CONTINÚA SU VIGILANCIA ETERNA.


SUS PODEROSAS FLOTAS DE COMBATE CRUZAN EL MIASMA INFESTADO DE DEMONIOS DEL ESPACIO
DISFORME, LA ÚNICA RUTA ENTRE LAS LEJANAS ESTRELLAS. SU CAMINO ESTÁ SEÑALADO POR EL
ASTRONOMICÓN, LA MANIFESTACIÓN PSÍQUICA DE LA VOLUNTAD DEL EMPERADOR. SUS ENORMES
EJÉRCITOS COMBATEN EN INNUMERABLES PLANETAS. SUS MEJORES GUERREROS SON LOS
ADEPTUS ASTARTES, LOS MARINES ESPACIALES, SUPERSOLDADOS MODIFICADOS GENÉTICAMENTE.
SUS CAMARADAS DE ARMAS SON INCONTABLES: LAS NUMEROSAS LEGIONES DE LA GUARDIA
IMPERIAL Y LAS FUERZAS DE DEFENSA PLANETARIA DE CADA MUNDO, LA INQUISICIÓN Y LOS
TECNOSACERDOTES DEL ADEPTUS MECHANICUS POR MENCIONAR TAN SÓLO UNOS POCOS. A PESAR
DE SU INGENTE MASA DE COMBATE, APENAS SON SUFICIENTES PARA REPELER LA CONTINUA
AMENAZA DE LOS ALIENÍGENAS, LOS HEREJES, LOS MUTANTES… Y ENEMIGOS AÚN PEORES.

SER UN HOMBRE EN UNA ÉPOCA SEMEJANTE ES SER SIMPLEMENTE UNO MÁS ENTRE BILLONES DE
PERSONAS. ES VIVIR EN LA ÉPOCA MÁS CRUEL Y SANGRIENTA IMAGINABLE. ÉSTE ES UN RELATO DE
ESOS TIEMPOS. OLVIDA EL PODER DE LA TECNOLOGÍA Y DE LA CIENCIA, PUES MUCHO
CONOCIMIENTO SE HA PERDIDO Y NO PODRÁ SER APRENDIDO DE NUEVO. OLVIDA LAS PROMESAS DE
PROGRESO Y COMPRENSIÓN, YA QUE EN EL DESPIADADO UNIVERSO DEL FUTURO SÓLO HAY
GUERRA. NO HAY PAZ ENTRE LAS ESTRELLAS, TAN SÓLO UNA ETERNIDAD DE MATANZAS Y
CARNICERÍAS, Y LAS CARCAJADAS DE LOS DIOSES SEDIENTOS DE SANGRE.
Apéndice 107D-5H

Transcripción de una grabación de audio encontrada entre los escombros del


bunker 207, Torre de Hamel, Kaladon, conteniendo información relativa a la
propuesta de canonización del Alto Comandante Solar Lord Macharius y a la
investigación por herejía y traición contra el Imperio del ex Alto Inquisidor
Hyronimus Drake.

Camina bajo la Luz del Emperador.

Supe que estaba muerto en cuanto el orko pateó la puerta.

Vez y media más alto que un hombre, con su enorme y fuerte puño aferrando una
enorme espada-sierra, el piel verde inspeccionó la sala del cuartel con unos ojos
inyectados en sangre. Echó hacia atrás su fea cabeza, abrió la boca mostrando sus
colmillos y lanzó un rugido de furia lo suficientemente fuerte como para despertar a los
propios muertos. Gruñó algo en su brutal lenguaje, como si esperara que lo
obedeciéramos. No lo haríamos, por supuesto, aunque lo hubiéramos entendido. Éramos
de la Guardia Imperial, los soldados del Emperador, y los orkos siempre se han contado
entre sus enemigos.

El piel verde no debería haber llegado tan al interior del bunker. Ese solo me hecho me
indicó que al menos toda una compañía de hombres ya había muerto. Demonios, por lo
que sabía, todo nuestro ejército podía estar muerto en los complejos de trincheras de la
Torre de Hamel.

Llevábamos ya varios días sin recibir ningún comunicado del Mando.

Antes de que pudiera dar ninguna orden, el xenos entró en la habitación. Su espada-
sierra surcó el aire, cortó el brazo de Bohuslav por el hombro y luego le arrancó la parte
superior del cráneo a Alaine, lanzando sesos, sangre y huesos volando por toda la
cámara. Detrás de mí escuché el ruido de asientos cayendo al suelo, mesas volcándose y
los confusos gritos de hombres uniformados de gris saltando de sus literas metálicas para
enfrentarse a este repentino horror, lo que último hubieran esperado encontrarse tan al
interior del complejo fortificado.

El orko dio dos pasos más, a escasa distancia de donde yo estaba. Levanté mi escopeta y
apreté el gatillo. No me falló. Nunca me había fallado en treinta años de servicio. El poco
cerebro que el orko poseía quedó rociado contra la pared. El cuerpo se derrumbó. Sus
extremidades temblaban, la espada-sierra siguió rugiendo y comenzó a resbalar sobre el
suelo ensangrentado hasta detenerse, con sus dientes de metal rechinando contra la
pata de metal de una de las literas.

Más orkos corrieron por las escaleras de plascreto hacia la cámara, lanzando sus
bestiales gritos de batalla. Algunos de ellos disparaban sus armas al aire con salvaje
entusiasmo. Otros enarbolaban enormes cuchillos y unas hachas-sierra con
desmesurados dientes, rugiendo con obscena alegría al saber que pronto las usarían.

Volví a apretar el gatillo de la escopeta y disparé al primer orko que subía, lanzándolo
hacia atrás, entre sus hermanos. Eso los ralentizó lo suficiente como para que me diera
tiempo de preparar una granada y lanzarla entre ellos. Me zambullí, cubriéndome detrás
de una mesa de comedor volcada mientras la onda expansiva recorría la cámara. Miré al
resto de mi escuadrón. En su mayoría eran simples reclutas, poco mayores que yo
cuando me uní la Guardia Imperial. A eso se habían reducido las orgullosas legiones que
habían seguido a Macharius a través de la galaxia. Aquel fue un pensamiento muy triste.

Les grité que se prepararan. No tenía sentido decirles que montaran las bayonetas, no
había forma de que este triste grupo sobrevivirá a cualquier tipo de encuentro cuerpo a
cuerpo con los orkos. De todos modos, ya lo estaban haciendo algunos de los que aún
tenían sentido común. El resto andaba buscando a tientas sus armas. Uno o dos luchaban
por ponerse sus cascos y respiradores. Andropov estaba tratando de volver a ponerse las
botas.

-¡Preparad esos jodidos fusiles láser!- grité mientras me ponía en pie. Me aseguré
de que mi arma apuntara en la dirección correcta. -¡Al menos morid de pie, como si
fuerais hombres! ¡Infiernos! ¡Si disparáis con precisión, es posible incluso que
sobreviváis!

La mayoría de los guardias levantaron sus armas como si al menos supieran lo que se
suponía que debían hacer con ellas. Uno o dos de ellos estaban completamente
aturdidos. Probablemente fuera la primera vez que estaban tan cerca de un orko, lo cual
no es lo más adecuado para tranquilizar incluso a los más valientes. Si no comenzaban a
hacer algo, esta seguramente sería su última batalla.

-¡Se supone que sois soldados del Emperador!- bramé. Incluso es posible que
salpicara espumarajos de saliva por mis labios. Estaban empezando a mirarme como si
me tuvieran miedo. Eso era bueno, mejor que me tuvieran miedo a mí que los orkos. -
¡Disparad a esos malditos bastardos!

Uno de los pieles verdes seguía vivo pese a que uno de sus brazos apenas colgaba de su
hombro por una delgada tira de piel y carne. Los endiablados orkos son muy difíciles de
matar. Se alzó sobre sus piernas y rugió algo en un idioma que ninguno de nosotros
entendió. Apunté de nuevo con mi escopeta y apreté el gatillo. El impacto le golpeó en el
pechó y lo lanzó hacia atrás. Di un paso hacia adelante, pisoteé los dedos de su mano
sana y se los partí con mi bota claveteada de la Guardia Imperial del número 47 (12 en el
original, supongo que pulgadas), y luego le atice en el cráneo con la culata de mi escopeta.
Pensaras que ya debería saberlo. La culata rebotó contra los gruesos crecimientos óseos.
Diablos, apenas arañó la coriácea piel verde.
Di un paso hacia atrás y le pegué un tiro a bocajarro. Podía escuchar a más orkos
subiendo por las escaleras y sabía que la segunda oleada llegaría muy pronto. Miré hacia
atrás, hacia los críos que parecían mirarme en busca de liderazgo y les volví a gritar. Era
un lugar bastante extraño para preparar una última defensa, un dormitorio con paredes
grises de plascreto, con literas alineadas en dos de las paredes, taquillas en las otras y
algunas mesas metálicas y sillas dispersas por el centro de la habitación. Carteles de
propaganda adornaban cualquier espacio libre.

-¡Aquí vienen! ¡Maldita sea, preparaos!- les grite, apartándome de la línea de fuego.
No quería que me cortara por la mitad una ráfaga de rayos láser. Parecía que estábamos
a punto de ofrecer una última resistencia heroica en las entrañas de un bunker a medio
terminar en una fortaleza a medio construir sobre un atrasado planeta. Había recorrió un
largo y sangriento camino para morir aquí.

Los orkos entraron corriendo por la puerta. Era un punto de estrangulamiento en el que
murieron entre una lluvia de rayos láser, con su carne chisporroteando y quemándose
mientras caían. Pero eso no detuvo a los que estaban detrás. Nunca lo hacía. Se abrieron
paso a través de ellos, empujando a un lado a los heridos, pisoteando a los muertos,
desesperados por llegar a enfrentarse directamente con nosotros.

-¡Seguid disparando!- rugí, tan fuerte como los orkos. Si los pieles verdes llegaban al
cuerpo a cuerpo con estos críos, estaríamos acabados. -¡Si alguien deja de disparar,
le meto la escopeta por el culo y yo mismo apretaré el gatillo!

Siguieron disparando, pero los orkos siguieron llegando, moviéndose más rápido de lo
que uno pondría esperar de criaturas tan grandes y torpes. Me encontré a mi mismo
esquivando el hacha de energía de un monstruo casi del tamaño de un ogrete,
retrocediendo tan deprisa como podía. El orko enarboló de nuevo el hacha, preparando
otro golpe. Sentí como mi espalda chocaba contra una pared y supe que ya no podía
retroceder más. El hacha me pasó tan cerca que sentí en el aire la vibración provocada
por sus cuchillas. Me agaché por debajo del arco que formó el hacha y lancé un golpe con
la culata de mi escopeta, apuntando hacia su rodilla.

Más por simple suerte que por cálculo, el golpe le hizo añicos la rotula, el orko gruño y
cayó. Todavía se aferraba al hacha y trató de golpearme con ella. Me alejé y le disparé. La
fuerza del disparo le hizo volar por los aires.

Eché un vistazo a mí alrededor. No nos estaba yendo bien. Los orkos habían cogido a mis
muchachos y los estaban atravesando como una espada-sierra atravesaría una pierna
gangrenada. Volví a cargar mi escopeta y disparé contra otro orko, pero eso sólo llamó la
atención del resto.

La distracción pareció funcionar. Uno o dos de los muchachos que habían colocado las
bayonetas corrieron hacia los orkos con la desesperada furia de unos hombres que saben
que van a morir y quieren arrastrar a alguien con ellos a la tumba.

Uno de los orkos fue apuñalado cinco o seis veces antes de que se diera cuenta de lo que
estaba sucediendo. Bramó su ira y su furia antes de que cayera y fuera pisoteado por los
soldados. Unos cuantos orkos entraron en la habitación, patinando y tropezando sobre los
cadáveres y las entrañas de sus hermanos. Noté, y no por primera vez, que la sangre de
los orkos era verdosa y olía como los filetes de setas de Belial (mushroom steaks en el original).
Lancé otra granada solo para mantenerlos ocupados. Se llevó por delante otros pocos.

La habitación se había convertido en un violento caos en el que no había forma de saber


lo que estaba pasando. El aire estaba lleno de humo y del olor químicos de los explosivos
y a carne desgarrada. Los proyectiles láser parpadeaban entre la penumbra. El aire
parecía vibrar con el bramido de los orkos y el rugido de sus hachas-sierra. Una cabeza
rodó por el piso hacia mí, dejando un rastro de sangre. Andropov ya no tendría que
ponerse más las botas.

Caminé hacia adelante mientras gritaba.

-¡Conmigo, hombres del Séptimo!

Un orko estaba frente a mí. Le golpeé en toda la boca con la culata de mi escopeta. El
orko escupió los dientes y me apuntó con su arma. Dos hombres saltaron sobre él,
golpeándolo y apuñalándolo. El orko cayó, pero antes logró agarrar a uno de los hombres
y romperle el cuello. Se revolvió y vi como un cuchillo de combate sobresalía de su
cuello. Siguió moviéndose en el suelo, luchando contra el otro de mis hombres. Yo me
moví a su alrededor, incapaz de disparar sin acertar a Rostoky. De repente, el orko se
levantó y arrojó hacia un lado al soldado con la misma facilidad que yo hubiera tirado una
mochila. Eso me concedió una oportunidad. Mi escopeta rugió. El orko volvió a caer.

De repente, en uno de esos extraños cambios que se producen en las batallas, me di


cuenta de que solo quedaban unos pocos orkos en pie. Ya no estaban entrando más orkos
en la habitación. No había tantos como el pánico nos había hecho creer que había. Supe
entonces que podíamos vencer a esos bastardos si aún éramos lo bastante rápidos y
manteníamos la calma. Nadie le había dicho eso a los orkos, por supuesto. Luchaban
como si no tuvieran nada mejor que hacer que matarnos a todos y luego devorarnos, y
como si nosotros no tuviéramos voz en todo aquello.

-¡Luchad, perezosos bastardos!- grité. -¡Ya solo quedan tres!

En realidad quedaban aún cinco, pero, para que asustar más a los soldados. -¡Estamos
ganando!

Eso infundió valor a los muchachos. Lo proyectiles láser parpadeaban por todas partes y
acabaron con otro de los orkos. Un grupo de soldados de la Guardia se lanzó sobre uno
de los pieles verdes que quedaban y prácticamente lo hicieron pedazos. De repente ya
solo quedaban tres. Reduje el número a dos con un rápido disparo de mi escopeta.

Sin embargo, los orkos se mantuvieron firme, rugiendo y atacando con sus espadas. Uno
de ellos levantó algún tipo de Autogun (Fusil automático, nt) y disparó en mi dirección.
Esquivé la ráfaga arrojándome al suelo. Cuando levanté la cabeza vi que llevaba una
bayoneta clavada en el cuello. Me lancé sobre él, clavándole el cañón de mi escopeta en
su estomago y luego partiéndole la mandíbula de un culatazo. Un instante después, mis
muchachos se lanzaron sobre él, lo arrojaron al suelo y lo destrozaron. La batalla terminó
unos segundos después y para mi sorpresa, vencimos.

-Muy bien hecho, muchachos- dije. -¡Así es como se mata a los orkos!
Luego contamos las pérdidas. De los veinte hombres que habían estado conmigo, más de
la mitad habían muerto y varios más estaban tan mal que no tardarían en morir.
Vendamos a los heridos lo mejor que pudimos y al resto los cubrimos con cualquier
sabana o arpillera. A casi todos los cubrimos con las propias mantas de los muertos,
cogidas de sus literas. Lo peor fue sentarse entre aquellos que estaban tan malheridos
que ya no podíamos hacer nada por ellos.

-¿Es verdad que estuviste con Macharius?- preguntó Davis. Su voz era débil y gotas
de sudor corrían por su frente. Su piel tenía la antinatural palidez grisácea de un hombre
que había perdido demasiada sangre. -¿Es eso cierto, sargento?

Era de Dannerheim, uno de los mundos que se unieron a Macharius al final de su Gran
Reconquista. Supongo que se podría decir que lo conquistamos, aunque lo que realmente
hicimos fue devolverlos a la Luz del Emperador de la Humanidad.

Yo estaba sentado junto a él, esperando a que se fuera, un deber que he tenido que
desempeñar demasiadas veces, en muchos mundos y con muchos soldados, algunos de
los cuales eran amigos míos. Pude ver que estaba mirando las insignias de campaña de
mi guerrera. Allí estaban todas: Teradon, Karsk IV, Lucifer, y todos aquellos lugares por
los que habíamos seguido al Lord Alto Comandante. Tenía una insignia de cada uno de
ellos. Davis extendió una mano y aferró la mía. Apretó con tanta fuerza que pensé que
había muerto, pero él me miró con ojos febriles y habló.

-¿Es cierto?

No sé por qué era tan importante para él Tal vez solo quería saber que estaba muriendo
por algo, que estaba desempeñando un papel en la épica de la historia imperial. Quizás,
en ese momento, me vio como un hilo que lo conectaba con esa Gran Cruzada que
Macharius había llevado a través de las estrellas. Tal vez tan solo estaba sufriendo y
quería algo que lo distrajera durante sus últimos segundos antes de que sus ojos se
oscurecieran y caminara hacia la Luz del Emperador, o a lo que nos espera a todos más
allá de la muerte.

-Sí, hijo, es verdad- dije. -Estuve con él en Karsk IV, en Demetrius, y en una
docena de otros lugares.

-¿Era todo lo que me dijeron que era? ¿Era un santo? ¿El elegido de la Luz?

Me eché a reír. Era eso o llorar. Davis me miró con tanto dolor en sus ojos que me callé.

-¿Por qué te ríes?- su voz tenía un tono intensamente afilado, y supe que estaba a
punto de desvanecerse.
-No era nada de eso- dije. -No era un santo. Era un hombre, un gran hombre y,
en cierto modo, muy cruel.

El rostro de Davis se contrajo. Me di cuenta de que eso no era lo que él quería oír. ¿Pero
qué otra cosa podía decirle? Era la verdad, y una de las cosas que Macharius exigía era
que siempre dijéramos la verdad, a él y sobre él. Por supuesto, como cualquier otro
hombre, a menudo no quería escuchar la verdad cuando se le decía, pero esa fue una de
las cosas que le convirtió en lo que llegó a ser, que siempre lo exigía.

El chico parecía decepcionado, y no puedo culparlo por ello, yo le estaba negando su


último deseo, una confirmación de su fe en los santos. Puede que una vez hayan
caminado por el mundo, puede que hayan estado al lado del Emperador, y que tal vez,
allí en la oscuridad entre las estrellas, puede que algunos aún existan. El universo es
enorme y contiene muchas cosas extrañas que yo no he visto.

Todo lo que sé es que Macharius no era un santo. Quizás él fuera el general más grande
de los tiempos del Emperador. Era capaz de una gran bondad y una gran crueldad, pero
¿qué hombre no haría lo mismo si se le da la oportunidad? Y oportunidades es algo que
Macharius tuvo en abundancia.

Miré al muchacho, tenía los ojos muy abiertos y miraba hacia el techo con ese tipo de
mirada sin parpadear que dijo que ya nunca los cerraría. Extendí la mano izquierda y le
cerré los ojos. Miré a mi alrededor, a esa cámara llena de muertos y moribundos, y pensé
en Macharius y en todos los que lo habían seguido en su grandiosa y extraña cruzada
hasta los límites del universo conocido.

Pensé en el Lord Alto Comandante, y pensé en Ivan, Anton y Anna. Pensé en personas
que no había visto en tres décadas, pensé en Tiny, en el teniente y el Enterrador. Pensé
en que hoy casi había muerto, en que no tardaría en morir y me decidí escribir todo lo
que recuerdo. Tengo que escribir todo lo que sabía para que algún día pudiera ser
recordado: la verdad sobre Macharius y Drake, sobre su guerra santa para reclamar la
galaxia, la verdad de cómo habían sido y cómo murieron.

Así que por eso estoy aquí con esta placa de datos, haciendo esta grabación. Al menos
podré pasar el tiempo haciendo algo hasta que vuelvan los orkos.

Para mí todo en comenzó en Karsk IV. Así es como fue…


CAPITULO UNO

Desde los altos de Flamestrike Ridge pude contemplar el camino que conducía
directamente hacia el infierno.

En el horizonte, muy a lo lejos, vi volcanes recién nacidos lanzando enormes llamaradas


químicas. La roca fundida de los lagos de lava fluía alrededor de las islas formadas por
las cenizas acumuladas. Grandes depredadores con alas de cuero flotaban en las
corrientes térmicas sobre los infernales lagos. Puede que fueran pájaros, murciélagos, o
algún tipo de arpía mutante de las antiguas leyendas. Estaban demasiado lejos para
distinguir los siniestros detalles.

Se podía oler el azufre en el aire a una distancia de varias leguas góticas. El olor me hizo
toser y dejó un sabor sulfuroso en mi boca, que se mezcló con el ya peculiar sabor acre
de Karsk IV.

Hacia el sur, a lo largo de lo alto de la cresta, una batería de Basilisk apuntaban hacia el
cielo las huecas bocas de sus desgastados cañones. Las dotaciones ya habían realizado
todos los rituales adecuados y estaban girando sus armas hasta los noventa grados. Casi
esperaba que comenzaran a lanzar proyectiles en cualquier momento hacia los
burbujeantes pozos de alquitrán para probar su precisión.

-No creo que vayamos en esa dirección- señaló Anton, entrecerrando los ojos en
dirección a las llamas. Se sentó en una piedra naranja en la que ya había apoyado su fusil
láser. Había perdido peso y ahora parecía más alto y más delgado que nunca. Su
uniforme gris colgaba suelto sobre su cuerpo. Enormes círculos de sudor manchaban las
axilas de su sencilla guerrera. Su reciclador de oxigeno le colgaba del cuello y llevaba el
casco inclinado hacia atrás, mostrando la cicatriz que había recibido en Charybdis. La
herida había sido mal suturada y los restos de las costras de la cicatriz arrugaban su
carne en pequeñas crestas, haciendo que pareciera que un ciempiés se arrastraba justo
por debajo de la piel de su frente. Anton había recibido muchas cicatrices notables en su
carrera como soldados del Emperador, algunas de las conservaba en su cuerpo, pero las
otras las tenía en su mente

-Es verdad – respondí.

Me sequé el sudor de la frente y vi como un enorme geiser de lava saltaba hacia el cielo.
Enormes gotas de azufre ardiendo cayeron hacia atrás, salpicando el suelo. Era una
visión a la vez impresionante y extremadamente desalentadora, especialmente si sabías
que eso era un obstáculo entre nosotros y nuestro objetivo. Pronto tendríamos que
buscar un camino entre aquella masa de magna y fuego.

-¿Y por qué crees eso?


-Los tanques se hundirán en la roca fundida y todos nosotros nos ahogaremos.

-Moriríamos abrasados antes de ahogarnos- añadió Ivan. Su mandíbula protésica y


la capa de plastiacero que cubría la mitad de su arruinado rostro distorsionaban su voz,
convirtiéndola en algo no del todo humano. Era el legado del proyectil de un cañón orko,
en Jurasik. Ivan alzó los magnoculares que había recogido del cadáver de un coronel
cismático y entrecerró los ojos mientas miraba en dirección a las llamas. Todavía
conservaba la fuerte complexión del boxeador que había sido en los viejos tiempos,
cuando todavía trabajábamos en el factorum gremial de Belial. En medio de todo aquel
sofocante calor, él era el único de nosotros que no estaba empapado en sudor. Yo lo
envidiaba por eso. -La roca fundida se llama lava, y vamos a pasar por allí. Hay
un camino que pasa a través de ella. Lo sabrías si hubieras prestado atención
durante los informes de Su Señoría.

La cara de Anton se torció en una de sus muecas estúpidas. Tenía los amarillentos
dientes podridos tan comunes entre los trabajadores de la colmena de Belial. -¿Por qué
iba a hacerlo cuando te tengo a ti para que lo hagas por mí?

-Porque es posible que no siempre esté aquí para sacar tu flaco culo del
peligro- replicó Ivan, frotándose el parche desnudo de la parte superior de su brazo, allí
donde antes habían estado sus galones. Había vuelto a ser degradado por sus
borracheras, algo que sucedía con la misma regularidad que sus ascensos. Bebía gran
cantidad de alcohol para aliviar el dolor y librarse las continuas infecciones en la piel que
le habían dejado la operación de tecno-cirugía reconstructiva en su rostro.

Pude ver en la expresión de sus fríos ojos azules que estaba pensando en la muerte. La
muerte rondaba nuestras mentes desde que el nombre de Henrik salió en la lotería del
láser. Yo todavía miraba a mí alrededor con la esperanza de ver al viejo Henrik de pie por
allí, bromeando y ofreciéndome su petaca. Lo habíamos enterrado en un lodazal de
Charybdis seis meses antes.

Los pensamientos sobre la muerte eran habituales al comienzo de una campaña y era
muy posible que ésta fuera la más grande y peligrosa que en la que cualquiera de
nosotros hubiera participado, una Cruzada Imperial a gran escala, la primera en más de
veinte generaciones. Incluso Anton parecía pensativo. Se tiraba del labio inferior con sus
dedos grasientos. Su ceño fruncido hizo que la cicatriz en forma de ciempiés se retorciera
sobre su frente.

-Estás muy tranquilo, Leo- dijo Ivan, mirándome. -¿Otra vez pensando demasiado?

-Tengo que pensar por dos cuando Anton está cerca- le contesté.

-¡Ja, ja, muy gracioso!- dijo Anton. (¡Ha bloody ha! en el original, una típica expresión sarcástica de
desaprobación típica británica, nt)

-En ti eso ha sido una réplica inusualmente ingeniosa- le contesté.

-¿Te has tragado un lexicon?- me preguntó Anton. -Siempre tienes que usar
palabras grandilocuentes para demostrar que no eres estúpido. ¿O es que
estás tratando de sonar como el teniente y sus aduladores? Pasas mucho
tiempo con ellos en la cabina.

-Yo no soy el hombre que se unió a la Guardia Imperial pensado que de allí me
llevarían a los marines espaciales- me burlé. Ivan bufó.

-Tú también lo creías- dijo Anton. Había dejado de tirarse de su labio y ahora estaba
hurgando dentro de su oreja con el mismo dedo. -Sólo que ahora lo niegas- dijo, con
ese tono de niño ofendido que parte de él siempre sería.

Quizás tenía razón, pensé. Tal vez creyéramos eso en Belial, cuando todo lo que
sabíamos sobre el servicio como soldados era lo que leímos en las novelas de
propaganda que se imprimían con la bendición del gobierno planetario.

¿Era posible que hubiéramos sido tan ingenuos? Bien, fuera cual fuera nuestra
ingenuidad, había desaparecido gracias a diez años de constantes guerras en una docena
de mundos diferentes.

-Creo que puedo ver uno de los caminos de los que hablaba el teniente- dijo
Ivan. Cuando volvió la cabeza, pude las llamas reflejándose en las lentes de sus gafas de
campaña y en el metal de su mejilla. Le daba una apariencia demoniaca, como una
premonición de los sombríos acontecimientos venideros. -Cree que podremos pasar
por ellos y luego atacar a los herejes por el flanco.

-Eso tendría más sentido saltar sobre ellos- señaló Anton.

-Sí, nada mejor que caer sobre las baterías de defensa planetarias para reducir
las bajas- dije. -Menos mal que el general Sejanus está al mando, y no tú…

-Ese tipo de ataques que hacen los marines espaciales- dijo Anton, en tono
melancólico. -Me encantaría poder hacerlo una sola vez. O, al menos poder verlo.

Ivan sonrió.

-Somos la pobre y maldita Guardia Imperial. Nosotros hacemos la mayor parte


del trabajo para ver como otros llegan al final y se llevan todos los laureles.

-Eso sí tenemos suerte- afirmé. Las palabras salieron de mi boca con mayor amargura
de lo que pretendía, pero todos sabíamos que estaba hablando en serio. Si teníamos
suerte, viviríamos para ver como otros se llevaban los laureles. Muchos no lo verían. La
muerte de Henrik me había dejado pensado que los tres habíamos vivido más de los
razonablemente teníamos derecho a esperar. Era solo cuestión de tiempo que nuestros
nombres fueran pronunciados en La Última Lista de Revista (Last Roll Call en el original, un acto
para homenajear a los caídos en el que se leen primero los nombres de los vivos, que contestan, y se deja
para el final el de los muertos, que son llamados tres veces, sin que nadie conteste, claro, nt). Nuestras
probabilidades en contra se hacían mayores cada día que seguíamos respirando.
Tales eran las alegrías de un soldado del Emperador en el brillante amanecer del 41
Milenio. Probablemente siempre haya sido así.

Bajamos por la colina hacia un campamento rebosante de actividad. Decenas de miles de


soldados con uniformes grises pululaban sobre la reseca roca de Karsk IV. Cientos de
equipos de visio-ingenieros se arrastraban sobre los cascos de nuestros Baneblades,
Shadowswords y Leman Russ, inspeccionando sus blindajes, reparando las orugas,
probando la rotación de las torreras, elevando los cañones, entonando himnos de batalla
para apaciguar a los enojados espíritus de las enormes máquinas de guerra. El rugido de
los motores, el zumbido de los servo-mecanismos y el cántico de los técnicos llenaban el
aire. El olor de los escapes de la unidad blindad rivalizaba con el hedor de la atmósfera
planetaria. El aire vibraba con el rugido de los motores de los enormes vehículos. Hasta
que no lo hayáis visto, nunca podréis imaginar exactamente cuánto ruido y trabajo es
necesario para que un ejército de la Guardia Imperial esté listo para ponerse en marcha.

Por encima de todo se elevaban las monstruosas moles de las naves de desembarco en
las que habíamos descendido de la oscuridad eterna del espacio. Eran más grandes que
los Gargantes orkos y por las rampas abiertas de los vientres de sus cascos rugían Leman
Russ tras Leman Russ. Por las escotillas externas descendían continuamente compañías
de soldados. La Guardia Imperial había llegado con todas sus fuerzas a ese pequeño
puesto de avanzada en el desierto de Karsk IV. Formábamos parte de un gran plan que,
como de costumbre, nadie se había molestado en explicarnos. Por lo que sabíamos, un
ayudante podría haber clavado un alfiler en la parte incorrecta de algún mapa.

En el aire flotaba esa mezcla de excitación y miedo reprimido que siempre se ve al


comienzo de una campaña. Eso, combinado con el sencillo placer de tener tierra de
verdad debajo de nuestros pies y experimentar una gravedad natural. Cuando has estado
encerrado en una nave de guerra imperial durante meses, no puedes esperar el
momento de ver nuevamente un cielo, incluso aunque sea el de un mundo extraño en el
que te pueden matar.

Pasamos junto a una columna de Chimeras. Sus dotaciones estaban sentadas entre sus
mochilas y petates, revisando sus fusiles láser y sus máscaras recicladoras. Ivan
intercambió saludos con algunos hombres que conocía. Ahora había muchas menos caras
familiares que cuándo, hace ya años, abandonamos Belial.

Pensé en lo diferente que era el entorno que me rodeaba de mi viejo mundo industrial, a
medio sector de distancia. Belial era un lugar de clima frío, mucho más frío que este, y
mucho más densamente poblado. También había extensos yermos entre las ciudades
colmenas, por supuesto. Belial estaba lleno de escombreras y desiertos de cenizas, los
desechos de miles de años de producción industrial al servicio del Imperio.

Aquí, los yermos eran el resultado del continuo movimiento de las placas tectónicas y la
acción de enormes volcanes. Esto creaba pirita, la fuente de riqueza del planeta y la
verdadera razón por la que el Grupo de Batalla Sejanus, del Segundo Ejército de
Macharius, estaba en el planeta. Este mundo nos proporcionaría los proyectiles que
alimentarían nuestros tanques y cañones en los cientos de mundos por los que
atravesaría la cruzada de Macharius. Necesitábamos controlar este planeta para que la
guerra santa pudiera continuar.

Aparentemente, el gobernador rebelde de Karsk IV tenía unas ideas diferentes. En los


largos años del cisma que precedieron al comienzo del 41 Milenio, su familia se había
convertido en una poderosa organización. Controlaban todos los mundos industriales de
los muchos planetas de este sistema. El gobernador ya no se veía a sí mismo como el
representante del Emperador. Él creía ser el gobernante absoluto de todo lo que le
rodeaba. Afirmaba ser un descendiente del propio Emperador y que había sido bendecido
por el Ángel de Fuego que montaba guardia a la derecha del Emperador. De nosotros
dependía convencerlo de todo lo contrario. Necesitaba aprender que el Imperio había
regresado con todo su esplendor. Los viejos malos tiempos habían terminado. La
estabilidad del gobierno del Emperador se estaba extendiendo de nuevo sobre este
sector.

Nosotros formábamos parte de la punta de lanza de un ejército formado por millones de


soldados enviados para recuperar miles de mundos perdidos hace ya mucho tiempo y
privados de la Luz del Emperador. Bajo el mando del Lord Alto Comandante, habíamos
cruzado las infinitas profundidades del espacio para llevar la palabra del Emperador a los
perdidos y los abandonados.

Caminamos a lo largo de una gran columna de Leman Russ con sus motores al ralentí, sin
moverse hacia ninguna parte. Los tripulantes sacaban las cabezas por las torretas y
miraban a su alrededor. Algunos les gritaban a los conductores de los transportes de
tropas, preguntándoles la causa del atasco. Pero sí realmente hubieran querido saberla,
hubieran usado la red de comunicaciones. Los tres estábamos avanzando más deprisa
sobre nuestras simples botas que toda la columna acorazada.

Pronto vimos la causa de los problemas. Uno de los tanques se había atascado en un foso
lleno de polvo, retrasando a toda la formación. Un equipo de visio-ingenieros y sus
enormes drones mecánicos estaban colocando una placa de metal frente al Leman Russ,
esperando que sus orugas lograran hacer tracción sobre ella. Otro equipo estaba uniendo
con cadenas el gancho de remolque del tanque atascado con el del carro de combate que
tenía frente a él para que pudiera ayudar a desatascar al vehículo atrapado.
Aumentamos nuestro paso para no quedar atrapados por los equipos de rescate. Frente a
nosotros había una enorme llanura cubierta por miles de tiendas de campaña
semiesféricas. En las áreas despejadas entre las zonas de descanso, las compañías
marchaban, hacían ejercicios o cavaban letrinas. A la Guardia Imperial le gusta mantener
siempre ocupados a sus soldados.

-Míralos- indicó Anton, señalando con un brusco movimiento de su delgado brazo hacia
una compañía de nuevos reclutas. -Todavía deberían estar en la schola.

Su oficial nos miró mientras pasábamos a su lado, pero no dijo nada, probablemente
porque, en el fondo, estuviera de acuerdo. Tal vez viera las insignias de las campañas en
nuestros pechos. Teníamos muchas más que él.

Había muchas caras nuevas entre la multitud, reemplazos procedentes de los batallones
de entrenamiento para cubrir las bajas que habíamos sufrido en Charybdis. Tenían la
mirada fresca y optimista que yo conocía demasiado bien. Yo mismo había tenido esa
misma mirada no hacia tanto tiempo.
Ivan lanzó el bajo silbido que solía utilizar para imitar una sonrisa. La prótesis le impedía
sonreír. -¿Vas a enseñarlos?

No solo eran sus rostros los que parecían limpios y frescos. Sus uniformes eran tan
nuevos que casi deslumbraban. Sus fusiles láser aún brillaban con la capa de gel de
aceite que tenían cuando los enviaron recién salidos desde los factorums del Templo. Los
recién llegados estaban sonriendo, desordenados y no muy acostumbrados a su nueva
situación. Algunos de ellos no vivirían lo suficiente para entender nada, pronto morirían.
Yo lo sabía. Ya lo había visto antes.

-Apenas valen mi tiempo- respondió Anton. -Esperemos unos meses, veamos


quienes sobreviven y luego decidiremos a quién enseñamos.

Aquello era una crueldad, pero los dos asentimos con la cabeza. Ayudaríamos a estos
recién llegados en todo lo que pudiéramos y haríamos todo lo posible para mantenerlos
con vida, porque eso nos ayudaría a nosotros a seguir con vida, pero no intimaríamos con
ellos hasta que no viéramos quienes vivían y quienes morían.

Eso era siempre difícil de saber. Aquellos que se sentían más seguros, los que le habrían
jurado al Emperador que sabían lo que estaban haciendo, muy a menudo eran los
primeros en dejarse coger por una bala. Los idiotas, los incompetentes, los descuidados,
muchas veces te sorprendían y resultaban ser buenos soldados.

Lo que quiero decir es que, viendo como era Anton el primer día, ¿quién hubiera dicho
que iba a sobrevivir a diez años de continua violencia? Supongo que lo mismo se podría
decir de mí. Recordando como éramos cuando nos alistamos, Ivan era el único por el que
habría apostado, y mirad lo que le había sucedido.

Caminamos hasta el Indomable. Miré cariñosamente el número 10 dibujado en su lateral


bajo las letras en gótico imperial con su nombre. Durante gran parte de mi carreta como
soldado imperial, ese viejo tanque había sido mi guardián y mi arma. Se cernía sobre
nosotros como una gran montaña de ceramita y plastiacero. El Baneblade proyectaba
una fría y larga sombra, incluso sobre la cálida superficie de Karsk IV. Su feroz presencia
nos dios la bienvenida al único hogar real que habíamos conocido en casi una década.

-¡Buenos días, señoras! ¿Un agradable paseo?

La resonante voz del cabo Hesse retumbó desde una barbeta lateral. Estaba desnudo
hasta la cintura, y sobre su barriga se veían sus tatuajes de engranajes dentados.

-¡Vete a la mierda!- contestó Anton.

-Supongo, soldado Antoniev que querrías decir “Váyase a la mierda, cabo”-


respondió alegremente Hesse. Murmuró algo a alguien en el interior del tanque.
Quienquiera que fuera le tendió una llave inglesa y comenzó a apretar las tuercas del
anillo de la escotilla. El esfuerzo hizo que su cara regordeta se ruborizara. El sudor
goteaba desde sus mejillas hasta el metal mientras susurraba las adecuadas
invocaciones. Hesse siempre podía encontrar algo para reparar en el vehículo. Esa era su
especial orgullo y su alegría. Realizar cualquier reparación que no fuera tan técnica como
para que necesitara ser efectuada por un visio-ingeniero era su particular
entretenimiento.

-Eso, vete a cagar, cabo, de parte del soldado Antoniev- gritó Anton.

-Solo tú podrías cagarla cuando tratas de inventarte una réplica ingeniosa,


Antoniev- se rió Hesse entre dientes. –De todas formas, el descanso ha terminado.
Saca tus herramientas y ponlas a trabajar. Y no me refiero a tocarme los…

-Ja, ja, muy gracioso- replicó Anton.

-Eso ya lo has usado hoy- señalo Ivan. -Lo vas a desgastar.

-Ja, ja, muy gracioso- repitió Anton. Su silueta de espantapájaros ya estaba casi junto a
la escalerilla de metal en el costado del Baneblade. Subió a la barbeta lateral y se tumbó
junto a Hesse, inspeccionando los servos del mecanismo de rotación. Pronto discutieron
alegremente sobre la falta de presión en el sistema hidráulico. Se podían decir muchas
cosas sobre Anton, pero cuando se trataa de máquinas, él sabía perfectamente lo que se
hacía. Era lo mismo que el factorum de Belial. Por supuesto, si se necesitara algún
trabajo más complejo, tendrían que llamar a los tecno-sacerdotes. Los sacerdotes de esa
hermandad mecánica eran tan celosos de sus prerrogativas como los mecánicos del
Gremio Factorum de Belial.

Trepé por el acantilado de metal y me introduje en las entrañas del Baneblade. Olía a
aceite, plastiacero y aire reciclado. Pero al menos estaba más fresco que el exterior. Caí
junto al depósito de combustible y corrí por el corredor en dirección a la cabina. Al llegar
allí, me sorprendió encontrar a un extraño revisando los controles. Tenía el aspecto
perfectamente aseado de los recién llegados. Él se movía como si estuviera nervioso, con
sus dedos tamborileando sobre el altar de control. Parecía estar contemplando un
problema matemático particularmente difícil. Tenía todo el aspecto de un abstraído
estudiante.

-Esa es mi silla- dije. El recién llegado levantó la vista, sorprendido.

-Lo siento- se disculpó, levantándose tan rápidamente que golpeó su cabeza donde el
techo se inclinaba sobre el puesto del conductor. Hice una mueca de simpatía. Yo era
conocido por hacer lo mismo. Era un muchacho alto, algo más alto que yo. Tenía el pelo
castaño y rizado. Sus ojos eran de un color azul pálido. Sonrió nervioso, mostrando unos
dientes sorprendentemente sanos.

Me dejé caer en mi asiento e inspeccioné los controles. No parecía que hubiera hecho
ninguna oración, pero siempre era buena idea verificarlo. Uno de nuestros Leman Russ
había caído por un precipicio porque un novato había metido la marcha atrás y el
conductor se había emborrachado tanto con líquido refrigerante que olvidó comprobarlo.
O eso decía la historia.

El chico alargó una mano limpia, con las uñas bien cuidadas. -Matosek- se presentó. -
Adrian Adrianovitch Matosek.

Miré su mano hasta que la retiró. -Siéntate, novato- le dije. -Y no toques nada hasta
que yo diga que puedes hacerlo.

Murmuré la primera oración del conductor, bajé el periscopio y lo bloqueé. Giré mi gorra
de conductor y me la puse de lado para que la visera no chocara contra el ocular. Al mirar
a través de él pude ver claramente el torturado cielo sobre nosotros y lanzar otra mirada
al llameante mar de lava del horizonte. Ajusté el ángulo de visión hasta que vi la
pendiente que nos rodeaba y al resto de tanques y artillería allí alineados, preparándose
para ponerse en movimiento.

Cerré los ojos, pedí la bendición del espíritu de la máquina y mis manos comenzaron a
danzar sobre el altar de control, realizando los gestos rituales de oración y control. El
espíritu de la gran máquina de guerra todavía estaba dormido.

Observé como las agujas de los voltímetros subían y bajaban en respuesta a mis
oraciones. Toqué los pedales de motor con mis pies y escuché el rugido de los grandes
motores. Comprobé que el embrague para comprobar que todo estaba en su lugar y
luego invoqué al espíritu tutelar del Baneblade para que lo vigilara.

-Tampoco hables hasta que termine - dije.

Él se calló, medio huraño, medio asustado. Reprimí una sonrisa. Sabía muy bien lo que
era sentarse en esa silla. El viejo Grigor había hecho conmigo exactamente lo mismo
cuando por primera vez vi el interior de un Baneblade. Bueno, aprendería observando y
repitiendo, lo mismo que hice yo, ese era el aprendizaje básico de un tanquista imperial.

Continué hablando.

-Hemos realizado algunas reparaciones chapuceras en el Número Diez, en el


blindaje de babor, hacia la popa. Tendrás que cubrir ese costado siempre que te
sea posible. Coloca el carro con el costado de estribor hacia el enemigo
siempre que puedas y los artilleros moverán las torretas para compensar.
Tendrá que ser así hasta que podamos realizar las reparaciones adecuadas. Ya
hemos enviado la solicitud de requisición, la mandamos desde Charybdis.
Cualquier década de esta nos llegaran los repuestos.

El novato asintió y mantuvo la boca cerrada. Lo estaba haciendo bien hasta ahora. -La
unidad motriz número dos tiene tendencia a sobre-revolucionarse a bajas
velocidades. Deberás aplacar al espíritu-máquina cuando eso suceda. Puede
ser muy temperamental, recuérdalo.

-De acuerdo.

-Eso es todo por ahora. Veamos si puedes realizar los rituales básicos.
Él se encogió de hombros y miró su panel de control. Era, más o menos, un duplicado del
mío. No hay nada raro en ello. Los sistemas de control redundantes son una característica
del Baneblade Mark V producido en las Forjas de Callan. Dicen que son diferentes de los
modelos marcianos, pero yo no lo sé. Nunca he estado en el interior de ninguno.

No pasó nada cuando movió las palancas de control. Y no pasaría hasta que se
presionara un interruptor de mis controles, lo que probablemente significaría que yo
estaba muerto, o tan gravemente herido que todo me daría igual. O yo pulsara el
interruptor y le pidiera a la máquina que le entregara el control. Lo miré. Era un buen
chico, cuidadoso. Volvió a dejarlo al ralentí cuando terminó. Yo no me iba a arriesgar,
pese a que no se estaba comunicando directamente con el espíritu del tanque.

-¿Qué le sucedió?

-¿A quién?- pregunté, aunque ya sabía a quién se refería. En tanques como este, uno se
suele sentar sobre la silla de un muerto.

-Al qué se sentaba aquí antes que yo.

-Murió- contesté. -Riesgos del oficio.

-Veo que ya se han conocido- dijo una voz detrás de nosotros. Tenía el relajado tono
de alguien que vivía en la parte superior de la colmena, alguien nacido para mandar. Me
volví para mirar al teniente. Era un hombre grande, con un rostro con una mirada lúgubre
y una sombra de barba en su enorme mandíbula de la que nunca podía librarse. Su
uniforme estaba cubierto de galones y trenzas. Sus charreteras con águilas estaban
enormemente adornadas. Llevaba su amplio pecho cubierto por las medallas de las
campañas en las que había participado. Siempre he sospechado que los elaborados
uniformes de nuestros oficiales habían sido diseñados como un deliberado contraste a las
sencillas guerreras de los simples soldados de nuestro regimiento. Simbolizaban la
diferencia de clase, a nuestros gobernantes, en Belial, siempre les ha gustado hacer ese
tipo de cosas.

Detrás del teniente estaba su adjunto, como una luna orbitando alrededor de la presencia
planetaria del teniente, esperando poder reflejar algo de su autoridad. Su decorado
uniforme era apenas algo menos elaborado que el del teniente. El adjunto no parecía
mucho mayor que el novato. Estaba tratando de parecer relajado, como el teniente.
Puede que dentro de unos veinte años hubiera dominado el truco, pero, por alguna razón,
lo dudo. El teniente había nacido tal como era. O tal vez lo habían creado en un tubo de
ensayo, como lo habían sido algunos de los cismáticos.

-Sí, señor- afirmé. No contesté tan rápido como el novato. El chico todavía conservaba
la disciplina y las ganas de complacer a los mandos en los campo de entrenamiento.
-Muy bien- señaló el teniente. -Soldado Lemuel, espero cuides del soldado
Matosek. Explícale los controles, asegúrate que de que no nos meta en un lago
de lava y todo lo demás.

-Ya ha empezado, señor- intervino el novato, sin darse cuenta de que su respuesta no
era necesario. El teniente solía decir esas cosas para mantener alta la moral,
especialmente la suya.

-No esperaba menos- contestó el teniente, con un motivador tono de confianza. Me


sentí halagado, muy a pesar mío.

El teniente se reclinó en su sillón de comandante e invocó sus controles. Las consolas de


mando emergieron del piso del casco y se colocaron en su lugar alrededor de su sillón
cuando el espíritu del antiguo tanque respondió a sus oraciones. El adjunto se colocó dos
pasos por detrás del teniente, y se puso a estudiar unas pantallas como si su vida
dependiera de ello. Tal vez algún día fuera así. El teniente estudió las imágenes
hololíticas.

-No me gusta cómo está la presurización de la torreta dos- señaló el teniente en


el silencioso murmullo que las clases altas siempre utilizan para indicar que no deberías
estar escuchando, pero que aunque lo estuvieras, no les importaba en absoluto.

-Tiene razón, teniente- dijo el adjunto. Probablemente en su escuela privada le habían


dado lecciones diarias de adulación y un diploma en servilismo. -¿Señor, quiere que
hable con los equipos de reparación?

-Hesse lo está revisando con Antoniev- comentó el teniente. Por su expresión, se


hubiera podido pensar que el adjunto se imaginaba que el teniente había descubierto eso
por algún medio sobrenatural en lugar de haberlo ordenado esta mañana. -Si hay que
arreglar algo, lo pediremos a través de los canales apropiados y con las
ofrendas adecuadas.

-Muy bien, señor- respondió el adjunto.

-Bueno, parece que todo está en orden, creo que ya va siendo hora de que
llevemos la palabra del Emperador a los herejes- el teniente pareció sincero al decir
eso. Ese era su don. -¿Qué piensas, soldado Lemuel?

-Creo que lamentaran habernos visto, señor- afirmé con la adecuada cantidad de
estúpido entusiasmo y malicia sanguinaria. Eso era lo que el teniente esperaba de un
habitante de la zona baja de la colmena ¿y quién era yo para decepcionarlo?

-Eso pronto lo sabremos- dijo mientras sacaba su pipa de uno de sus bolsillos, luego la
llenó de hierba y la encendió. Sabía que iba a pasar algo grande. Durante unos segundos,
el teniente fumó tranquilamente, lanzando humo como un Baneblade en una helada
mañana de Belial. Se le veía extrañamente complacido, como siempre lo estaba cuando
estaba a punto de comunicarnos buenas o malas noticia. -Sera mejor que mañana
demos un buen espectáculo.
-¿Y eso por qué, señor?- pregunté. El adjunto me fulminó con la mirada. Él mismo
hubiera querido hacer esa pregunta, aunque probablemente ya supiera la respuesta.

-Porque estaremos siendo observados por los ojos del mismísimo Lord Alto
Comandante Macharius.

-¿Está en Karsk IV, señor?- yo estaba tan impresionado como el teniente quería que lo
estuviese. Macharius era el general con más éxitos que el Imperio había producido en
todo un milenio, aunque hay que recordar que eso fue antes de las campañas de las que
obtuvo su verdadera gloria.

-Pronto lo estará- dijo el teniente. -Su nave está en órbita.

Parecía que Karsk IV era aún más importante de lo que pensábamos si el Lord Alto
Comandante había venido en persona para supervisar el comienzo de la campaña.

-Es posible que mañana tengamos una inspección sorpresa. Ni una palabra de
esto a nadie- dijo el teniente, dándose un toque en la aleta de la nariz. También yo
podría haberle guiñado un ojo. Si él no hubiera querido que yo hablara con la tripulación,
él nunca me hubiera dicho nada.

También podría gustarte