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LA HEREJÍA DE HORUS
Es una época de leyenda.
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Prólogo
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UNO
El viento de tormenta soplaba a través de la meseta de Ionus.
El calor del verano y los vientos secos habían levantado el polvo en
el aire de modo que ahora una capa de nubes acechaba en el
horizonte, titilando con relámpagos, como un moretón oscuro
manchado de ocre. Esta llanura había sido alguna vez un océano,
o eso decía la historia. Las aguas se habían drenado hacía mucho
tiempo, dejando polvo donde hubo un lecho marino y mesetas de
piedra que fueron montañas bajo las olas. Tumbas de reyes
muertos antaño miraban desde esas montañas hacia los
campamentos debajo. Incluso los que habían nacido en ellos los
llamaban campamentos. Eran el hogar de los millones que habían
sido expulsados de las ciudades, las colmenas del norte y del sur a
causa de la gran guerra a favor y en contra de la Unidad. Llenos
de callejones enredados a través de paredes hechas de chatarra y
tela. El humo se elevaba de los fuegos para cocinar, junto con los
gritos de los moribundos y las canciones de los vivos. Seguía y se
extendía rodando más allá de la vista para encontrarse con el
borde del mundo.
Esta era la tierra tomada por los perdidos. Un lugar que
evitar, incluso para los déspotas que anhelaban el dominio. Los
monarcas que habían excavado sus palacios y tumbas en las
montañas habían dejado su huella en la tierra en forma de
historias de reyes encantadores y cuentos de voces fantasmales
riéndose con la boca de sus palacios desiertos. El lugar estuvo
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—¿Máquinas voladoras?
—Flotando bajo. Rastreando el suelo con luces, como si
estuvieran buscando algo. Tenían armas.
—Ha llegado la guerra —dijo Coroban.
—Vamos hacia el oeste —sugirió Yel.
—Eso sería hacia las montañas —dijo Sigismund. Todos
sabían lo que quería decir. Las tumbas de las montañas y los
palacios en ruinas eran los lugares predilectos de las pandillas. Si
fueran directo hacia ellos...
—Habrán menos de ellos —dijo Yel—. Si están cazando no
estarán vigilando su propia parcela. Y si ha llegado la guerra,
prefiero arriesgarme en las cuevas fantasma que aquí abajo.
Sigismund no respondió.
—Sabes que tengo razón —dijo Yel después de un momento.
Miró a su alrededor, a los ojos fijos en ellos.
—¿A dónde vamos? —preguntó Siv. El chico era
nuevo. Lo habían encontrado caminando solo por
uno de los senderos polvorientos del sur.
Guardaba un trozo de pergamino que se negaba
a soltar, y ni él ni ninguno de los demás podía
leer. Ninguna lágrimas entonces, ni tampoco
ahora, solo una quietud que venía de
entender que nada de lo que estaba aquí
ahora permanecería luego. Sigismund
conocía la mirada. Era la suya propia.
—Irás a un lugar más seguro que este
—dijo, sosteniendo la mirada de Siv, antes
de volver a mirar a Yel y Coroban—.
Tendrán que irse ahora —prosiguió—. No sé
qué tan cerca están o cuánto tiempo puedo
distraerlos.
Empezó a moverse hacia la salida.
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encontrar.
—Mírate —llamó el Rey Cadáver—. Nos has hecho daño a
muchos de nosotros, pero no podemos morir. Gobernamos la
muerte, y ahora eres nuestra, pequeño. —El líder dio un paso lento
hacia adelante, el garrote descansando sobre su hombro, una hoja
larga suelta a su costado—. También encontraremos a tus amigos.
Sabemos que han huido. Los encontraremos. A algunos les
gustaría quitarnos una corona, ¿eh? Vivir como reyes…
Un relámpago, y el Rey Cadáver arremetió hacia adelante. El
garrote giró. Sigismund apenas logró saltar fuera de su alcance. El
líder medio tropezó con su camarada que aún yacía en el barro,
donde Sigismund lo había plantado. Sigismund levantó su barra
de metal por encima de su cabeza y la llevó abajo. El líder
retrocedió y agitó su arma en un arco cortante que silbó en el aire.
La multitud era un borrón de coronas manchadas y máscaras más
allá de la lluvia.
El Rey Cadáver retrocedió para balancearse. Sigismund
empujó la punta de la barra hacia adelante. No fue un golpe fuerte,
pero fue rápido y golpeó la máscara del líder. El plastek azul se
hizo añicos. El pandillero se tambaleó. Sigismund recogió la barra
nuevamente y cargó. El líder trató de levantar el brazo, pero la
barra silbó cuando se estrelló contra un costado de su cabeza. La
tosca corona se rompió y el pandillero se desplomó, la sangre se
esparció por el barro mientras caía la lluvia.
Sigismund casi se cae cuando el peso del golpe lo derribó. En
sus oídos podía escuchar un zumbido alto. La media luna de los
Reyes Cadáver parecía inmóvil, congelada mientras el momento se
movía del pasado al futuro. Sigismund sintió que el aire entraba
en sus pulmones. El momento se acumuló, reuniéndose en el
segundo estallido de gotas de lluvia golpeando el suelo.
Los Reyes Cadáver cargaron arrancando aullidos de sus
labios. Sigismund lanzó una estocada justo a tiempo para darle de
lleno a un pandillero con máscara de cobre. Otro estaba sobre él y
volvió a asestar un golpe, medio ciego. No golpeó nada, pero las
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DOS
Más tarde, solo recordaría los sueños que le llegaban. Lo
llevaron al cielo. Trató de resistirse, pero los gigantes de gris lo
arrastraron hacia las fauces de la máquina voladora mientras se
cernía sobre el suelo. Luego esa niebla blanca en el borde de su
visión que comenzó a formarse desde su cortadura en la azotea
terminó de abrirse paso a través de sus ojos y el mundo se le
escapó de las manos antes de que pudiera aferrarse a él.
Los sueños que le venían eran crueles. Figuras en harapos
blancos con coronas irregulares marchaban en la distancia. Sus
manos colgaban a los costados, rojas hasta el codo. Tintineaban
cadenas en sus pies. El seguía. La sangre goteaba de las yemas de
los dedos en la figura frente a él, golpeando el suelo blanco. Se
preguntó por qué lo seguía y trató de volverse para mirar detrás.
—¿Por qué te fuiste?
La voz lo detuvo cuando hizo ademán de volverse. Conocía la
voz, pero no estaba seguro de cómo. ¿Esa Siv? Coroban? ¿Del?
Quizás…
La fila de figuras frente a él se había detenido.
—Dijiste que evitarías que nos encontraran —dijo la figura
frente a él. Todavía estaba de espaldas. La voz era diferente.
Thera? ¿Uno de los otros? La cabeza coronada de la figura se
inclinó, los hombros redondeados y temblorosos.
—¿Por qué te fuiste?
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—Sigismund —dijo.
—Un nombre antiguo... Soy
Heliosa. —Señaló a la otra mujer de
túnica gris—. Y esta es mi hija,
Andrómeda, la decimosexta en llevar
ese nombre. Nombres antiguos…
Todos somos portadores de historia,
Sigismund, ¿lo sabías? Cada vida
convierte el pasado en futuro. Hay
dentro de todos los humanos un
principio de lo universal tratando de
expresarse. Para algunos, nunca tiene
la oportunidad de salir a la superficie.
A otros los rehace.
Levantó una mano y una maraña
de finas hojas de metal plateado se
comenzó a deslizar desde la oscuridad
de arriba. Sigismund notó surcos y canales esculpidos en una
plataforma de piedra. Estos bajaban por los lados hasta los
estanques de agua en el suelo.
—Vamos a hacerte algo terrible, Sigismund. Muchos, la
mayoría de los que se someten a esta transmutación, no
sobreviven. Puede que no sobrevivas, aunque algo me dice que no
permitirás que ese sea el caso. No si puedes evitarlo, y por mi
parte espero que vivas. No realizo estos ritos con la mayoría de los
aspirantes que se traen aquí, pero lo haré contigo... si me lo
permites.
—Matriarca Heliosa… —gruñó el gigante de gris, pero la mujer
llamada Andrómeda se adelantó.
—Esto transcurrirá como la Matriarca lo prefiera —dijo ella—.
Él tendrá su elección y permanecerás en silencio, a menos que
desees que detengamos la fabricación de tu raza.
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salpicadas de sangre.
—Se suspende el ejercicio. Han fallado —retumbó la voz del
comunicador—. Empezarán de nuevo dentro de diecisiete
minutos. Regresen al punto de inicio.
Rann y Geldoran miraron a Sigismund, quien dio media
vuelta y emprendió el regreso por el corredor.
—Estamos fallando por tu culpa —dijo Rann mientras metían
cartuchos en los cargadores. Sigismund lo miró. Rann se encogió
de hombros y metió otra bala en el cargador—. Tú también sabes
por qué, hermano. Eres rápido y veloz y puedes matar. Pero vas
solo, y así es como mueren los guerreros, así es como fracasamos.
Sigismund colocó el cargador en el cañón, lo preparó y lo
aseguró. Levantó la vista y se encontró con la mirada de Rann.
—¿En qué nos estamos convirtiendo? —preguntó.
—Ya lo sabes —dijo Geldoran—. Tienes los datos hipnóticos, lo
has oído de los maestros. Nos estamos convirtiendo en guerreros
de las Séptimas Legiones Astartes. Vamos a ser soldados en una
cruzada.
—¿Cruzada para qué? —preguntó Sigismund—. ¿Para quien?
—Para el Emperador —dijo Geldoran.
Sigismund negó con la cabeza.
Parecía que Geldoran iba a hablar de nuevo, pero Rann
levantó la mano.
—Nos estamos convirtiendo en monstruos, Sigismund —dijo
Rann. Sigismund asintió levemente—. Nos estamos convirtiendo
en cosas que aplastarán y matarán, y nuestra existencia creará
tanto terror como esperanza. Monstruos, la muerte encarnada. De
todas las cosas que han visto las estrellas, no habrán visto nada
como nosotros.
Sigismund asintió.
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TRES
—Hermano Sigismund.
Él levantó la vista y abrió los ojos. El sargento Iscus lo estaba
mirando.
—Hermano sargento —respondió Sigismund, y comenzó a
levantarse para saludarlo. Iscus puso una mano en la hombrera de
Sigismund para tranquilizarlo. La mano era de metal aceitado, las
servoarticulaciones, los micropistones expuestos como el hueso y
los tendones de un miembro con la piel desollada. El aumento
cibernético subía por todo el brazo de Iscus hasta desaparecer en
una curva bajo la protección del hombro. Su pierna derecha era
un aumento que terminaba en un pie de punta cuadrada, como
una versión miniaturizada de la pisada de un Titán de batalla.
Llevaba la cabeza descubierta y su rostro y cráneo eran una
carcaza de cromo y carbono negro. Un par de ojos aumentados
brillaban en rojo por encima de la boca y la barbilla, los únicos
signos de que la cara había sido de carne.
Se decía que había perdido la mitad de su cuerpo a manos de
un nanofago devorador de carne en el asalto a Luna, cuando la
Gran Cruzada aún no había traspasado los límites del Sistema Sol.
Apenas quedó lo suficiente de él para reincorporarlo al servicio, y
estuvo a punto de ser enterrado en un Dreadnought, pero dijo que
prefería destrozar a los Tecnosacerdotes con lo que quedaba de su
cuerpo antes que dormir en un ataúd ambulante. Al menos esa era
la historia, y aunque nadie le pidió nunca que la confirmara, su
cuerpo era un testimonio de su servicio. Su escuadrón era el
segundo del 45vo Cuadro de Asalto de la Décima Cruzada de la VII
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existir.
Sigismund sintió que los motores del Land Raider giraban al
máximo. Una onda expansiva atravesó su cuerpo. Su casco se
iluminó con runas ámbar de advertencia. Sintió que la máquina
giraba con fuerza. La luz del compartimento pasó del ámbar al
rojo. Algo explotó en el aire cerca de él. Los impactos cantaron en
el casco del tanque. Se sacudió y golpeó en otra dirección. Los
arneses que sujetaban a los puños imperiales se abrieron de golpe.
Sigismund se puso en pie cuando el Land Raider volvió a
tambalearse. A su lado, Rann emitió un gruñido de risa a través
del altavoz de su casco.
—Pronunciad vuestros juramentos —dijo la voz del Sargento
Primero Iscus en el vox del casco, firme y clara sobre el rugido de
los motores.
—Que la guerra nos encuentre… —dijo Sigismund, y escuchó
su eco dentro del casco. El peso de las armas en sus manos se
sentía lejano.
—Que nos encontremos con que somos sus iguales… —Fueron
sus siguientes palabras. Un zumbido dividió el aire rojo cuando los
artilleros del tanque dispararon.
—Estamos acercándonos a la salida, la resistencia es alta —
dijo la voz plana del comandante de la máquina.
—Para que podamos levantarnos...
El ruido del motor aumentaba, el traqueteo de las orugas
vibraba a través del blindaje y la carne.
—Para que podamos derribar a nuestros enemigos.
Las orugas de la derecha entraron en
reversa a toda velocidad, haciendo
girar el Land Raider. Sonó otro
aullido de descarga láser. Los frenos
se activaron de golpe. Los pistones
de las puertas de asalto las abrieron
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Luego había hecho una señal con la mano y se había dado la vuelta
y salió corriendo. Él la había visto marchar y pensó en la mirada
de terror y desafío de sus ojos; le había parecido un recuerdo, un
relámpago que mostraba a la muerte bajo la lluvia que caía.
“Hemos venido a por vosotros..."
—Aquí están —dijo Rann. Sigismund y sus hermanos, así
como Sai y el grupo de Perros de la Guerra restantes, se
encontraban en una plataforma de piedra frente a la fachada. La
tormenta de la batalla se había convertido ahora en el protocolo de
la victoria. Como primeros guerreros en matar a un tirano brujo,
tenían el deber de reunirse con los refuerzos comprometidos en la
esfera de batalla. Para los guerreros de línea era un honor.
—La Octava… —dijo Rann—. No sabía que hubiera alguno de
ellos en la flota.
—No los había —gruñó Sai—. Esto empezó a escalar tan
pronto como las brujas mostraron la cara. Todo el sistema
es una amenaza maléfica de alto grado. Otras fuerzas
han sido arrastradas. No me sorprendería que el mando
del teatro bélico se intensificara rápidamente.
Esto va a ser una pelea desagradable, y es justo el
tipo de pelea que atrae a la Octava.
Por encima de ellos, los helicópteros de
combate se deslizaron mientras la luz del día se
desvanecía. Sus cascos eran del negro azulado de
la tinta. Sigismund vio que daban tres vueltas
antes de descender para posarse ante la fachada.
De las escotillas abiertas salieron guerreros con
armaduras casi negras. Uno de ellos, con la cresta
y las marcas de un teniente, subió los escalones
hacia Sigismund y los demás. Se detuvo a unos
pasos de ellos y esperó el breve instante que
tardaron los Perros de la Guerra y los Puños
Imperiales en saludar. Luego ofreció un breve
saludo propio.
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su altavoz.
—Esto sigue siendo una zona de guerra, hermanitos —dijo—.
Vuestra parte está hecha, pero la nuestra está empezando.
—¿Empezando? —dijo Sigismund.
—El aspecto brutal de la batalla está resuelto, pero hay dos
objetivos que siguen incompletos. El primero es que muchos
responsables y cómplices de esta abominación siguen viviendo,
han huido y se han desvanecido en las sombras. Serán
encontrados. La oscuridad es nuestra y no les ayudará.
—¿Y el segundo objetivo, teniente? —preguntó Sigismund.
El guerrero revestido de medianoche inclinó la cabeza, con la
mirada roja fija.
—El castigo por los crímenes cometidos aquí —dijo—. Esa
lección debe ser impartida. —Valloken miró alrededor del círculo
de Perros de la Guerra y Puños Imperiales—. Es una lástima que
hayas matado a la bruja que encontraste; los vivos pueden ser más
útiles que los muertos. No importa, habrá otras. —Se dio la vuelta
y se alejó, con su guardia de guerreros reuniéndose a su lado—.
Pueden marcharse. Este cumplimiento nos corresponde ahora.
Sai, Rann y Sigismund lo vieron partir.
—Les gusta asegurarse de ganarse su reputación, ¿verdad? —
dijo Rann.
Sai se desprendió de su máscara respiratoria y escupió. La
flema siseó mientras se comía la piedra del suelo. Luego se volvió
y levantó la mano. La sangre seguía coagulándose en los dedos
azules.
—Hoy hemos matado bien, hermanos —dijo—. Hacen honor a
su Legión, y a mí, luchando a mi lado. —Estrechó las manos de
cada uno de los Puños Imperiales con un apretón guerrero, y luego
se volvió hacia Rann y Sigismund—. Esta es la primera vez que
huelen la sangre de la guerra de la Legión, ¿eh? Espero que la
suerte de la guerra nos vuelva a reunir. Hasta ese día.
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CUATRO
Se arrodillaron en silencio. Veinte guerreros vestidos de
amarillo.
Todas sus armaduras eran diferentes, en cierta medida.
Algunos llevaban amalgamas de piezas antiguas y nuevas: el
yelmo con rejilla de la armadura "Hierro" Modelo III; un peto
segmentado y tachonado que debía proceder de los protodiseños
de la Terra pre-unificada; una coraza atornillada y estratificada
de una forma que no se ajustaba a ninguno de los patrones
estandarizados. Otros llevaban trajes que parecían el prototipo de
las unidades de reconocimiento, pero con colores que Sigismund
nunca había visto entre la Legión: un peto de azul intenso
salpicado de estrellas blancas, yelmos divididos entre el rojo y el
negro, o el gris y el bronce como el de un cañón, solo uno
mostrando el amarillo de la Legión.
Todos llevaban el puño negro cerrado, y todos mantenían su
vigilia en silencio, arrodillados, con la cabeza inclinada; no se
habían movido en tres horas. Ante ellos, la puerta del Templo se
abría en la oscuridad. Ninguna puerta o portón la cerraba, pero
cruzar ese umbral era la muerte para cualquiera que no fuera
convocado allí.
Un solo guerrero estaba de pie frente a la abertura. Una
espada desenvainada descansaba con la punta hacia abajo bajo
sus manos. Un tabardo negro cruzado colgaba sobre su
armadura. Llevaba la cabeza desnuda, y cicatrices y marcas de
aumento salpicaban la piel oscura de su coronilla por encima de
unos ojos pálidos y fríos. Un templario, uno de los guerreros
elegidos por el primarca Rogal Dorn para custodiar el Templo de
los Juramentos y con él el espíritu de la Legión que ahora
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comandaba.
Todos los guerreros de la VII Legión
vendrían, con el tiempo, a prestar sus
juramentos al Emperador y al Primarca. Los
primeros en llevar ese honor eran los guerreros
que habían ascendido a la Legión después de
que el primarca hubiera tomado el mando.
Ahora, cada vez que la Falange se encontraba
con un contingente de los Puños Imperiales, los
que nunca habían entrado en el Templo venían
a hacer sus juramentos bajo la mirada de los
Templarios. En el caso de los guerreros que
caían antes de poder llegar al Templo, uno de
sus hermanos llevaba su recuerdo y
pronunciaba el juramento de los caídos para
que su nombre quedara grabado en los muros y pilares junto a los
de los vivos.
En los años que le habían llevado desde los campamentos de
refugiados hasta su primer campo de batalla, Sigismund había
visto y comprendido al Imperio de la Humanidad y la VII Legión
como dispositivos de la verdad. A menudo era duro, pero tenía
una visión clara. El Imperio había desechado viejas y falsas
creencias y las había sustituido por nuevas y sencillas verdades.
Los templos de los dioses habían desaparecido, pero el Templo de
los Juramentos guardaba algo que, según imaginaba, los fieles del
pasado habrían llamado sagrado. Había algo en la quietud, en el
silencio, en la sensación de que el resto del universo podía arder
más allá de estos muros, podía asaltar y rugir y romper montañas
y aplastar a los poderosos, pero aquí siempre habría quietud y una
simple verdad.
—Levántense —dijo el templario ante la puerta. Los guerreros
se levantaron—. Acérquense si quieren entrar.
El primer guerrero dio un paso adelante. La espada del
templario se levantó para impedirle el paso.
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—Tu señor padre —dijo Voss—, ¿la primera vez que lo viste
fue cuando prestaste tu juramento?
—Sí —dijo Sigismund.
—Sólo habrá guerra, fueron las palabras que pronunció
entonces.
—Las palabras que dijo entonces deben haber dejado una
impresión.
—Las palabras de mi padre el día que juré no son la razón
por la que creo que esta cruzada nunca terminará.
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CINCO
Sigismund encontró el camino cerrado la primera noche que
llegó al Templo. Frente a la puerta estaba el templario. Era alto,
incluso para un Marine Espacial, de piel oscura sin pelo ni
marcas, sus ojos de un gris verdoso como un océano bajo una
nube de tormenta. Llevaba una gran espada al hombro, cuya hoja
era casi de su misma altura. Su armadura era de color negro
carbón y ámbar pulido.
—Deseo pasar dentro —dijo Sigismund.
—¿Quién eres tú para entrar en este lugar?
—Soy Sigismund, guerrero de la Séptima Legión.
—Has hecho tus juramentos. El camino está cerrado para ti.
Sigismund se arrodilló. Permaneció así durante doce horas,
en silencio, inmóvil, mientras la Falange entraba en su ciclo
nocturno. A partir de entonces, en cada ciclo nocturno acudía, y
esperaba, y escuchaba la lenta voz de la nave y el latido de sus
corazones. Cuando sonaba la campana para comenzar el día,
abandonaba el umbral y volvía a enfrentarse a la espada.
—¿Deseas fracasar? —preguntó Appius.
Sigismund levantó la vista de donde habían caído las cenizas
sobre el suelo de entrenamiento. La punta de la lanza del maestro
de armas estaba en su cuello, la punta descansando en la piel con
la misma delicadeza que el toque de la yema de un dedo. Appius
lo miraba, firme, paciente, esperando.
—Deseo convertirme en hermano del Templo —dijo
Sigismund.
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La quieres porque es una salida, una salida a todo lo que has visto
y ves en este mundo, la única manera de que termine. Pero
nuestros juramentos y nuestro deber son eternos. Morir en la
batalla significa que tu enemigo vivió. Cualquier enemigo al que te
enfrentes en la guerra debe acabar por tu mano. No hay excepción
a eso. La victoria, la victoria eterna, consiste en un solo golpe, una
sola muerte, para poder matar al siguiente, y al siguiente, y al
siguiente después de eso. —Appius levantó su daga—. Un corte a la
vez. Así es como creamos la eternidad: haciendo el siguiente corte
—¿Qué debo hacer? —preguntó finalmente Sigismund.
Appius se volvió hacia el estante de las armas, las colocó en su
sitio y sacó un hacha de dos manos.
—Encuentra la verdad y no necesitarás nada más. —Hizo un
rápido juego de cortes en el aire, se volvió hacia Sigismund, asintió
en señal de saludo y levantó el hacha—. Otra vez —dijo.
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SEIS
El Mano de Hierro lo miró con sus ojos azules mecanizados.
Sigismund encontró su mirada.
—Thos, centurión escudero del Clan Felg —dijo Sejanus,
desde un lado de Sigismund—. Él es fuerte. Extraordinariamente
fuerte, de hecho, pero no creas que va a ser lento. Puede moverse
como un relámpago cuando quiere.
Sigismund asintió, pero no apartó la mirada del Mano de
Hierro. Se estaba formando hielo en la cubierta. El control
atmosférico aún no se había restablecido en la nave enemiga, y la
temperatura interior seguía cayendo en picada. Su aliento le
nubló la vista por un segundo. Varios ojos lo observaban
alrededor de la cámara: guerreros de cuatro legiones, magos del
sacerdocio de Marte y sus guardaespaldas Myrmidon. Detrás de
la multitud, su presencia irradiando a través de la cámara como
la gravedad de las estrellas, estaban los primarcas: Horus, en
acero bruñido y blanco perla, rostro impasible, observando;
Ferrus Manus, con la mano plateada apretada bajo la mandíbula;
y junto a ellos, Rogal Dorn, con los brazos cruzados sobre el
pecho y el rostro sombrío.
Un círculo suelto yacía en el centro de la multitud. Las marcas
de la explosión y las quemaduras del asalto aún estaban frescas.
Sigismund podía sentir el dolor agudo de sus propias heridas, el
daño a su armadura como una vibración aguda en su columna. El
Mano de Hierro que estaba frente a él también tenía marcas de la
batalla: un corte ancho en la placa del pecho, lo suficientemente
profundo como para exponer el funcionamiento de la máquina
debajo. El rostro sobre el gorjal alto era de acero cepillado, sin
ningún intento de hacer parecer humanas sus facciones. Sólo
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este buque y otros similares. No son solo sus armas, sino también
su corazón y su cabeza, y son vulnerables.
—¿Vulnerables? —cortó Sejanus—. Han sido tan efectivos
hasta ahora que esta es la primera vez que los vemos.
—Vulnerables, sí —dijo Sigismund—. Después de que
destruyeron nuestra fuerza de exploración podrían haber esperado
a que llegaran más fuerzas y luego matarlas también. No lo
hicieron. Ellos huyeron. Temen que si se comprometen perderán,
y que si pierden, lo perderán todo. Si podemos sacar estos barcos y
luego atacarlos rápidamente y con fuerza concentrada, creo que
podremos ganar esta campaña.
—¿Cómo? —preguntó Horus, casi casualmente.
—Atacamos —dijo Sigismund—. Primero aquí… —Señaló
donde parpadeaba un grupo de marcadores rojos. La pantalla
cambió mientras indicaba puntos de la esfera de estrellas en
hololuz—. Luego aquí, luego aquí.
—¿Secuencialmente? —preguntó Sejanus.
Sigismund asintió.
—La primera fuerza de ataque se mueve de
una zona a la siguiente, objetivos de
bienes de capital prioritarios, máxima
aplicación de material. Entonces la
fuerza de asalto vuelve a entrar y
ataca.
—Obligando a una escalada —dijo
Sejanus.
Sigismund asintió.
—Tenemos una fuerza de reserva a la
sombra de cada fuerza principal.
Cuando las macronaves enemigas
atacan, la fuerza de la sombra ataca —
Hizo una pausa, miró a los ojos que lo
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Sejanus sonrió.
—Tan directo como dicen. Sin bailar con las palabras, sin
velar el propósito: un corte al centro mediante la palabra o la
espada —Hizo una pausa. Sigismund permaneció en silencio—.
¿Puedo cruzar el piso? —preguntó Sejanus, señalando el círculo de
cenizas.
—Por supuesto —dijo Sigismund. Sejanus ingresó al suelo de
lucha. Sigismund notó que, como él, el capitán estaba descalzo. El
Lobo Lunar hizo una pausa, flexionando los dedos de los pies en la
ceniza, volviendo la vista hacia el techo abovedado y las paredes de
piedra, asintiendo con agradecimiento. Su piel era muy oscura, y
la corta peineta que le bajaba por el centro del cuero cabelludo era
de un gris que hacía juego con el de sus ojos. Sigismund lo conocía
por su reputación: no podías conocer las victorias y los honores de
los Lobos Lunares sin conocer a Hastur Sejanus, capitán de la
Cuarta Compañía y miembro del Mournival, el cuarteto de
consejeros cercanos a Horus Lupercal. Honorable y letal, como lo
describían todos los que le conocían. Antes de la sesión
informativa de esa mañana, Sigismund nunca se lo había
encontrado en persona, pero al verlo moverse se dio cuenta de que
al menos la mitad de su reputación era cierta. Esperaba que el
resto también lo fuera.
—Me temo que estoy aquí para hablarte de una ruptura en la
hermandad de las Legiones —dijo Sejanus— y de tu participación
en ella.
—Hablé de lo que vi en mi posición de batalla, hermano —dijo
Sigismund—. Es así de simple.
Sejanus sonrió y sacudió la cabeza con tristeza.
—Me temo que en algunos asuntos rara vez es tan simple,
incluso si el resultado debe serlo.
—Las decisiones tácticas no son mías y, perdóneme, aunque
me pide que le llame por su nombre, no soy capitán del Mournival
ni comandante del más alto rango. Soy teniente de los templarios.
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SIETE
—Soy Kharn. Tú eres Sigismund. Te saludo como caballerizo
del primarca y comandante de esta flota expedicionaria —Dio
media vuelta y se acercó a otro grupo de otros guerreros, vestidos
de blanco y azul en el borde del foso de la arena.
Sigismund sintió que Boreas se tensaba a su lado. Los dos
estaban de pie al borde de un círculo de arena bordeado por un
alto muro de metal gastado y picado. Los guerreros con Khârn
iban con la cabeza descubierta, el cuero cabelludo tachonado con
implantes de agresión. Varios vestían armaduras de metal y cuero.
La mayoría tenía los brazos o los hombros desnudos. Uno sostenía
un escudo con cara de losa y un yelmo en forma de sabueso
ocultaba su rostro. Sigismund escuchó los gruñidos de breves
palabras entre los guerreros, puntuados por disparos de risa. Una
vez, Khârn miró por encima del hombro a los Templarios, pero
aparte de eso, fue como si Sigismund y Boreas no estuvieran allí.
Más guerreros comenzaron a entrar, fluyendo hacia las
plataformas de observación sobre el foso. Sigismund esperó,
observando. Sus ojos seguían los balanceos casuales de las armas
en las manos de los Devoradores de Mundos, la habilidad y la
comprensión letal en los movimientos, nada casual en verdad, solo
letal. Khârn se inclinó más cerca del luchador con el yelmo de
sabueso y luego señaló con la cabeza a Sigismund y Boreas. La
cabeza del sabueso se inclinó con un movimiento y el guerrero se
acercó, con la armadura tintineando mientras se movía.
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ahora.
Kharn se echó a reír, el sonido rodó por el pozo como el
disparo de pistones, y luego estuvo al alcance de la mano de
Sigismund, la voz ya no era un rugido sino un chirrido.
—No se burlan de mí, templario —Sus ojos estaban muy
abiertos, sus dientes al descubierto—. Este es nuestro terreno,
¿comprendes? Nuestra verdad. La sangre de nuestros hermanos
ha caído sobre esta arena. Éramos Perros, pero no somos tontos.
Este es nuestro terreno. Soy un hijo de este lugar, todos lo somos,
y nadie se burlará de mí.
Sigismund sacó la espada del suelo, invirtió su empuñadura y
se la tendió a Kharn con el pomo por delante.
—Esta es la espada de un defensor de los juramentos de mi
Legión. Fue hecha por un herrero olvidado asesinado por
maestros crueles. Es la espada que lleva mi palabra. Es mi espada,
Khârn. Te la ofrezco en esta arena.
Kharn miró fijamente la empuñadura de la espada, el rostro
repentinamente congelado, incierto.
—No soy objeto de burlas —dijo Sigismund.
Kharn lo miró, luego alargó la mano y tomó la espada. La
levantó, sus ojos recorriendo el acero ondulado.
—Puedes quedártela —dijo, y
giró la hoja antes de hundirla de
nuevo en el suelo—. Prefiero la mía.
Además, es mejor que no hagas eso
con una espada desconocida.
Kharn miró por encima del
hombro al más cercano de los
Devoradores de Mundos en el foso.
—Skraloc, hermano, tendrás
que encontrar otro para estar al
lado. Delvarus, estarás con este
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OCHO
Salía humo del cadáver de la ciudad. Sigismund pudo olerlo
cuando se abrieron las puertas de la cañonera. Prometio. Plastek.
Carne. Espeso humo enrollándose en una niebla hacia el cielo
azul.
—Dientes del infierno —siseó Rann a su lado.
La cañonera se inclinó. La ciudad llenaba la vista más allá de
la puerta abierta. Las botas de Sigismund se clavaron en el suelo,
sus músculos se movieron para mantenerlo firme ante la vista que
tenía delante. El rugido de los motores era ensordecedor a su
espalda, el rugido de una tormenta.
Podía ver la cuadrícula y el viento de las carreteras. Montones
de escombros que antes eran edificios. Paredes irregulares.
Agujeros donde habían ventanas. La sombra de las montañas
circundantes arrastrándose por el suelo, una marea lenta, la luz
del nuevo día perturbando la tranquilidad de las sombras. Fuegos
en naranja y negro rodando a la base de las columnas de humo.
Sin fuego de artillería. Sin el parpadeo del apuntador. Ni un
parpadeo de explosiones o ráfagas de polvo en elevación. Silencio.
Silencio que podía sentirse a través del estruendo de la cañonera.
Sus ojos encontraron las formas azul negruzcas de los tanques
y máquinas de guerra entre las ruinas, figuras al borde de las
hogueras.
—Bloquear objetivos —dijo Sigismund—. Despliegue de
combate inmediato.
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y luego hacia la plaza y la ciudad velada por el humo. Humo de
cadáver. Cubierto de grasa. Varios postes rodeaban la plaza, trozos
de metal clavados en el suelo. Cuerpos atravesados colgaban de
ellos, uno apilado sobre otro. Algunos de los postes habían
comenzado a doblarse con el peso. Había sangre en la fuente en el
centro de la plaza, sangre y montones de piel fresca y desollada.
—Saca tus fuerzas de esta zona de batalla —dijo Sigismund
con los dientes apretados—. Estás relevado. Hazlo ahora.
—¿Relevado? —una voz burlona se elevó detrás de él—. No
estoy seguro con qué autoridad das esa orden.
Sigismund se enderezó y se dio la vuelta. El guerrero que
había hablado estaba apoyado contra los restos chamuscados de
una estatua, con los brazos cruzados y una alabarda de cadena con
púas a su lado. Su cara estaba muy pálida, una maraña de
cicatrices atravesaba los refinados rasgos como grietas en el
mármol. Miró a Sigismund con ojos negros en negro.
—De acuerdo con las convenciones y
reglas que rigen estos asuntos, tengo el
mando aquí. Así que, a menos que
traiga nuevas órdenes de una
autoridad superior, en nombre
de la Octava Legión tendré que
rechazar su solicitud.
—Sevatar —gruñó Rann.
—Fafnir —sonrió
Sevatar, luego asintió al
Señor de la Noche que
aún estaba tirado en el
suelo—. Krukesh,
levántate.
Sigismund dio un
paso hacia Sevatar. La
plaza se había quedado
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en silencio, tensa.
—¿Qué has hecho aquí? —
preguntó.
—Hemos hecho lo que ordenó
nuestro señor padre, hemos hecho
lo necesario.
—¡Esto! —Sigismund apuntó
con su espada al humo que se
arremolinaba y al lugar que había
sido una ciudad detrás de los
postes—. Esto no es necesario.
Sevatar se encogió de hombros.
—No voy a discutir puntos de diferencia filosófica. La verdad
es que encuentro que son tan tediosos como insignificantes.
Sigismund respiró hondo, pero Sevatar volvió a hablar.
—Más concretamente, son irrelevantes. Tenemos trabajo que
hacer. Puedes quedarte, pero algo me dice que podrías encontrarlo
desagradable.
Sevatar se dio la vuelta. Sigismund realizó un corte con un
movimiento desplegado en un parpadeo de acero. La guja de
Sevatar recibió el golpe, y de repente ambos estaban cara a cara,
con las armas entrelazadas.
—Un golpe sin previo aviso —siseó Sevatar entre dientes—.
¿No va eso más bien en contra del honor y la justicia? Por favor,
no me digas que te he juzgado mal.
Sigismund miró a los ojos negros en negro. Sostuvo la espada
con firmeza.
La sonrisa de Sevatar se contrajo.
—Noté que no activaste el campo de energía. ¿Fue por
preocupación por mi seguridad, o estás tratando de dejar claro
algún punto? Eres noble y justo, y yo soy un asesino cruel, o algo
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NUEVE
El sol se elevó sobre la meseta vertiendo oro pálido sobre el
suelo y cambiando las sombras del azul de la noche al púrpura de
la piel amoratada. En lo alto, las estrellas falsas de las naves
apiladas en la órbita alta parpadeaban en el cielo iluminado.
Sigismund observó cómo cambiaba la luz. Desde aquí, en lo
alto de un balcón al costado del estrado imperial, el mundo debajo
parecía desnudo, los módulos de aterrizaje y los motores de
guerra se hacían pequeños por la distancia, las figuras
individuales eran invisibles a menos que se movieran juntas e
incluso entonces apenas perceptibles. Aquí había ejércitos que
habían conquistado la galaxia una vez y tenían la fuerza y el poder
para hacerlo de nuevo. Los Devoradores de Mundos, los Mil
Hijos, los Portadores de la Palabra, los Lobos Lunares, los
Ángeles Sangrientos, los Cicatrices Blancas, los Hijos del
Emperador, la Guardia de la Muerte, todos en masa, y con ellos
las Legiones de Titanes, las dinastías de Caballeros, los grandes
ejércitos, las reuniones de cruzada, las cohortes de tributo, las
formaciones de legado... una y otra vez más allá del horizonte a
ambos lados de la gran carretera triunfal bajo el estrado imperial,
que se elevaba como una montaña solitaria sobre el arco achatado
del mundo.
Ullanor, el lugar de la victoria. Aquí el Emperador había
destruido el más grande de los reinos orkos. Se había llamado a
un triunfo para marcar esa victoria, pero este fue un triunfo como
pocos. Representantes de cada una de las Legiones Astartes
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verdadero comienzo.
—El señor de la guerra Horus todavía tiene una cruzada que
completar —dijo Sigismund.
—Así es, y es una tarea difícil también. La verdad es que no le
envidio. Necesitará cada gramo de su habilidad para reunir
nuestras fuerzas y completar la Cruzada.
—¿Los otros primarcas han recibido bien este cambio de
mando?
—Algunos sí —dijo Dorn—. Algunos ven la mano de Horus
más fácil de influenciar. Otros ven ventajas en su cercanía a mi
brillante hermano. Otros... no ven esto con buenos ojos, o ven el
regreso del Emperador a Terra como un motivo de preocupación
más que de alegría. —Dorn negó con la cabeza—. El Señor de la
Guerra ahora debe superar todo esto y más, una batalla que se
librará dentro de las Legiones y que se debe ganar incluso cuando
la guerra exterior se aprieta. Él tendrá éxito. No permitirá que
nada se interponga en su camino y obtendrá la victoria; no conoce
otra forma de vivir.
—¿Y tuvieron noticia de tu promoción
como pretoriano de Terra?
—Este momento era del Señor de la
Guerra. Siete de nuestros hermanos e
innumerables guerreros de la Cruzada
vinieron aquí y vieron la confianza que mi
padre, nuestro Emperador, tiene en Horus.
En una época en la que hemos derrotado a
déspotas y tiranos, ¿qué otra razón hay para
semejante espectáculo? —Dorn señaló el
estrado y la meseta por donde había
pasado la procesión triunfal—. Nuestra
nueva tarea no debía robar atención a
aquello que el Imperio necesitaba
entender: que Horus es el Señor de la
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La verdad de la espada
Las puertas y los techos traquetearon en los campamentos de
refugiados. Cordones de estática comenzaron a acumularse en los
cables que iban desde las cometas eléctricas hasta sus ataduras. El
olor de la tormenta era denso en la nariz de Sigismund. Podía
escuchar los gritos de las bandas asesinas, lejos pero acercándose,
mientras corrían con la tormenta. El suelo debajo de él se
inclinaba hacia abajo desde el risco de piedras que sobresalía de la
expansión. La barra de metal yacía en el polvo entre sus pies
donde estaba sentado. Cerró los ojos, por un segundo.
—¿Puedo sentarme contigo?
Sigismund abrió los ojos y miró hacia arriba. Un hombre se
paró junto a él. Su rostro era oscuro y delgado. Una capa azul
andrajosa colgaba sobre una armadura maltrecha y despareja. Sus
ojos eran muy oscuros. Sigismund empezó a levantarse, a abrir la
boca, pero el hombre le indicó que se quedara quieto con un gesto.
—¿Puedo sentarme contigo? —preguntó el hombre de nuevo.
Sigismund asintió.
—Sí —dijo, y de repente se dio cuenta de que sus miembros y
su cuerpo estaban revestidos con una armadura de batalla, sus
manos no estaban desnudas sino cubiertas de ceramita amarilla.
El hombre se agachó junto a Sigismund y miró hacia donde la
mancha gris amarillenta de la tormenta se había apoderado del
horizonte.
—No estamos aquí —dijo Sigismund—. Esto fue hace mucho
tiempo. Estoy contigo en Ullanor, no aquí. Es un sueño.
—Siempre hemos estado aquí —dijo el hombre.
Sigismund sintió que sus ojos se cerraban por un segundo, y
un obturador borroso de años cruzó su visión.
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Créditos
John French es el autor de varias historias de la Herejía de
Horus, incluidas las novelas Solar War, Mortis, Praetorian of
Dorn, Tallarn, y Slaves to Darkness, la novela The Crimson Fist y
los dramas de audio Dark Compliance, Templar, y Warmaster.
Para Warhammer 40,000 ha escrito Resurrection, Incarnation y
Divination como parte de The Horusian Wars y tres dramas de
audio vinculados: Agent of the Throne: Blood and Lies, ganador
del premio Scribe, así como Agent of the Throne: Truth and
Dreams y Agent of the Throne: Ashes and Oaths. John también
ha escrito la serie Ahriman y muchos relatos cortos.
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