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Cuadernillo Ética Rivera López
Cuadernillo Ética Rivera López
2017
ÉTICA PROFESIONAL
2017
ISBN: en trámite
Ética profesional y derecho. Cuadernillo para alumnos
1ra. edición: 2019
Editado por Ediciones SAIJ de la Dirección Nacional del Sistema Argentino
de Información Jurídica.
Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, Sarmiento 329,
C.P. 1041AFF, C.A.B.A.
Correo electrónico: ediciones@saij.gob.ar
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y gratuita en: www.bibliotecadigital.gob.ar
Los artículos contenidos en esta publicación son de libre reproducción en todo o en parte,
citando la fuente.
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Director
página
Prefacio..................................................................................................................................................... 1
Introducción........................................................................................................................................... 3
página
4. Regulaciones comparadas...................................................................................................... 79
5. La jurisprudencia disciplinar en la República Argentina........................................... 82
6. Conclusiones.................................................................................................................................. 111
P r e f a ci o
Esta versión del manual está pensada en forma conjunta con el Cuadernillo
para Docentes. En especial, el Cuadernillo contiene un conjunto de ejercicios
y actividades para cada unidad, que ahora optamos por no reproducir.
I n t r o d u cci ó n
hemos optado solamente por realizar esta advertencia preliminar y explicar las razones
de nuestra elección. Queda claro, entonces, que (salvo indicación en contrario) en todos
y cada uno de los casos en los que utilizamos el masculino debe interpretarse que nos
referimos tanto a varones como a mujeres. Es posible que en ediciones futuras de este
manual lleguemos a una solución diferente y más satisfactoria al respecto.
Por ello, nuestro manual es, en algún sentido, contracultural. Si bien pensa-
mos que el conocimiento de los códigos y de la jurisprudencia disciplinar
es importante, sostenemos que es absolutamente insuficiente. Más aún, no
constituye el núcleo de interés de un curso de ética profesional. La mayoría
de los problemas éticos acuciantes que enfrenta un abogado, en cualquiera
de las múltiples posibles funciones que puede desempeñar, no son problemas
en los que se encuentre en riesgo el cumplimiento del código de ética vigente
(cualquiera que este sea). De hecho, el cumplimiento de los códigos estable-
ce, normalmente, una vara muy baja de exigencia.
La primera parte de este manual contiene tres capítulos de carácter más ge-
neral y teórico. Tratan de dar las herramientas conceptuales y filosóficas que
creemos necesarias para abordar los problemas que se analizan en el resto
del libro.
(3) Ver Nino (1989, pp. 92-96). Trataremos en el capítulo 1 la distinción entre moral po-
sitiva y moral crítica.
Capítulo 1
F u n da m e n tos d e f i los o f í a m o r a l
1. Introducción
Este capítulo es una introducción a las principales teorías en el campo de la
ética normativa (a veces llamada “filosofía moral”), que es una de las ramas
del área de la filosofía más general llamada “ética”.
Ante todo, debe aclararse que el relativismo moral no es una teoría amoral, es
decir, no es escéptico frente a la idea de que existe la moral. Considera que las
personas efectivamente tienen deberes morales y que existen buenas y malas
personas. Afirma que la moral existe, pero que es relativa a cada cultura, de
modo que no tiene sentido evaluar a las diferentes sociedades de acuerdo
con estándares objetivos. No es escéptico acerca de la moral, sino acerca de
la moral objetiva. Como tal, la tesis relativista es opuesta a la corriente moral
objetivista, de acuerdo con la cual hay principios morales objetivos a la luz de
los cuales deberían ser evaluadas las diferentes culturas. Tal como veremos
en la próxima sección, las teorías morales objetivistas se diferencian entre sí
por el tipo de principios que consideran objetivamente válidos, pero todas
ellas rechazan la tesis relativista de que los principios morales varían según
la cultura.
(1) Ver, por ejemplo, Harman (1996, pp. 3-64); Prinz (2007); Wong (1984, 2006).
Debe tenerse presente, asimismo, que el relativismo moral es, como toda
teoría ética o moral, una tesis normativa concerniente a lo que debe ser, no
una tesis descriptiva sobre lo que de hecho sucede en el mundo. Esta es
una distinción importante que generalmente es pasada por alto cuando se
habla del relativismo moral, en parte porque muchas afirmaciones propias
de un relativista moral son ambiguas, es decir que pueden ser interpretadas
como enunciados descriptivos o enunciados morales (normativos). Consi-
deremos, por ejemplo, el enunciado inicial: “Lo que es correcto o incorrecto,
bueno o malo, depende de la cultura en la cual estemos inmersos”. Esta
afirmación puede interpretarse como descriptiva si la entendemos como
la apreciación sociológica de que en diferentes culturas hay diferentes
creencias sobre lo que es moralmente correcto o bueno. Entendida de esta
forma, refiere a lo que se conoce como “moral social”. Sin embargo, tam-
bién puede interpretarse como un enunciado normativo si se entiende que
nuestros deberes morales realmente varían dependiendo de la cultura, de
forma tal que, al decidir cómo comportarnos, siempre debemos identifi-
car las creencias predominantes de la cultura en la que estamos inmersos.
Entendido de esta manera, alude a lo que se conoce como “moral crítica”
(Nino, 1989, p. 92).
Lo dicho en el párrafo precedente debería servir para ilustrar una falacia muy
común. Muchas personas intentan defender la teoría normativa del relativis-
mo moral, pero basándose en la apreciación sociológica de que existieron y
existen muchas culturas con diferentes códigos morales. Es un razonamiento
falaz, dado que se está intentando justificar una tesis normativa (sobre lo que
debe ser) apelando a una tesis descriptiva (sobre lo que es). Todos sabemos
que en nuestro planeta han habitado una gran diversidad de culturas. La pre-
gunta interesante es si lo que realmente debemos hacer varía en función de
si formamos parte de una cultura u otra. Para probar esta tesis normativa ne-
cesitamos argumentos normativos. La apelación a los hechos es irrelevante.
En otras palabras, decir que diferentes culturas adoptan diferentes creencias
sobre lo que es moralmente correcto o incorrecto, bueno o malo, no implica
necesariamente que aquello que realmente debamos hacer varíe de acuerdo
con las creencias predominantes. Bien podría suceder que lo objetivamente
correcto o bueno siempre haya sido lo mismo, pero que solo hayan ido varian-
do las creencias sobre ello. (2) No sería la primera vez que suceda. A modo de
ejemplo, durante mucho tiempo diferentes culturas tuvieron diversas creen-
cias sobre la forma de la tierra, lo cual no implica que la forma real de la tierra
haya ido cambiando de acuerdo con las creencias predominantes de cada
época. (3)
(2) La falacia de inferir lo que debe ser de lo que es es atribuida primeramente a David
Hume. También fue luego advertida por Henry Sidgwick, aunque generalmente se le
atribuye a G. E. Moore, quien la hizo conocida introduciéndola en Principia Ethica, §10
(Moore, 1993 [1903], pp. 61-62). En particular, Moore afirmó que lo bueno de algo (en un
sentido valorativo) no puede inferirse de sus propiedades naturales.
(3) Ver Timmons (2002, p. 52).
Otro error usual es creer que el relativismo moral implica un principio de to-
lerancia. De acuerdo con esta visión, todos debemos ser al menos un poco
relativistas, porque eso nos permite tener la mente más abierta y aceptar cul-
turas con diferentes estándares morales. Bien podría ser que esta sea la razón
por la que muchas personas abrazan el relativismo moral. Pero es un error. El
relativismo moral no implica tolerancia. A la luz del relativismo, si la toleran-
cia es buena o mala dependerá, justamente, de la cultura en la que estemos
sumergidos. Recuérdese que el relativismo moral, por definición, rechaza que
haya valores morales objetivamente válidos. Entonces no puede considerarse
que implique un principio universal de tolerancia. Para esta corriente de pen-
samiento la tolerancia es un valor más, como otros, de modo que será buena
o mala dependiendo de las creencias predominantes de la cultura en la que
nos encontremos. (4)
Hasta aquí hemos presentado errores comunes acerca de qué es, o qué im-
plica, el relativismo moral. Un interrogante diferente consiste en determinar
a qué tipo de cuestionamientos es vulnerable. Tal vez la crítica principal sea
que el relativismo moral nos permite llegar a conclusiones que prácticamente
nadie aceptaría; conclusiones tan anti-intuitivas que dan razones para dudar
seriamente de la plausibilidad de esta teoría. Sucede que, partiendo de la
premisa relativista, podríamos concluir que prácticas como la esclavitud son
permisibles, si las creencias predominantes de la cultura en cuestión así lo es-
tablecen. También podríamos concluir que no hay nada de malo en el maltrato
sistemático a la mujer en aquellas culturas cuyo código moral lo aprueba. Y lo
mismo se aplica a todo tipo de comportamientos que consideramos repug-
nantes como el canibalismo, el infanticidio o los castigos físicos a aquellos que
piensan diferente.
(4) Ver Graham (1996, pp. 44-59); Harrison (1976); Ivanhoe (2009); Kim y Wreen (2003).
2.2.1. Introducción
Imagine que se encuentra descansando plácidamente en su hogar y suena el
teléfono. Es un criminal de aquellos que suelen aparecer en las películas, a los
que les agrada colocar a ciudadanos comunes en dilemas éticos complejos.
Supongamos que esta persona le dice lo siguiente: “He secuestrado a diez
personas y voy a asesinarlas, salvo que usted salga a la calle ahora mismo y
mate a una persona. En caso de que lo haga, dejaré ir a los secuestrados en
libertad”.
Para que el ejemplo cobre interés es necesario tomar como verdaderos cier-
tos hechos. Debemos imaginar que es cierto que este individuo secuestró a
diez personas y que las asesinará en caso de que no matemos a una persona.
Tenemos que suponer también que efectivamente las dejará ir en caso de que
accedamos a su pedido. Finalmente, debemos imaginar que, de alguna forma,
el individuo puede enterarse de lo que hagamos, de modo que no podemos
mentirle.
Por un lado, podríamos pensar que nuestro deber moral es hacer lo que ge-
nerará las mejores consecuencias (o, al menos, lo que más probablemente
generará las mejores consecuencias). Si esto es así, entonces pareciera que
debemos informar sobre los daños más graves en pos de la seguridad de
todos los que habitan en el edificio. Por supuesto, eso perjudicaría a nuestro
cliente, lo cual sería una consecuencia negativa. Sin embargo, las consecuen-
cias positivas, en términos de la seguridad de varias personas, la superan am-
pliamente. Este es un razonamiento consecuencialista.
Por otro lado, podríamos pensar que nuestros deberes morales no dependen
enteramente de las consecuencias. Podríamos sostener que, como aboga-
dos, tenemos el deber de promover los intereses de nuestro cliente y que
ese deber existe con independencia de las consecuencias. Después de todo
no tenemos la culpa de que el arquitecto y otros profesionales hayan sido
negligentes. Tal vez pensemos que no estamos obligados a tomar acciones
positivas para proteger la salud de personas con las que no tenemos ningún
vínculo y deberíamos limitarnos a cumplir con nuestro deber de hacer lo me-
jor para nuestro cliente, independientemente de las consecuencias que ello
genere para otras personas. Este es un razonamiento que podría considerarse
deontológico.
(5) Este ejemplo tiene similitud con el caso del “posible derrumbe”, un caso real que
presentamos en el capítulo 6 sobre confidencialidad.
Nuestro objetivo en las próximas secciones será explicar en detalle estas dos
corrientes de pensamiento en la ética normativa.
2.2.2. Consecuencialismo
Tal como se explicó anteriormente, el consecuencialismo postula que las con-
secuencias son lo único relevante a la hora de evaluar moralmente el com-
portamiento humano. Si bien existen distintas corrientes dentro de la teoría
consecuencialista, sin duda, la más influyente es el utilitarismo, cuyos princi-
pales exponentes clásicos son Jeremy Bentham (2008 [1789]), John Stuart
Mill (1998 [1861]) y Henry Sidgwick (2017). Esta corriente se centra en un tipo
específico de consecuencia: el bienestar general definido como el resultado
de la suma del bienestar individual de cada persona que habita en la socie-
dad. Más precisamente, de acuerdo con la teoría utilitarista, tenemos un deber
moral de elegir, en cada situación, aquella acción que maximice el bienestar
general. Hay una discusión interna en el utilitarismo acerca de cuál debería
ser la definición de “bienestar”, pero la visión tradicional (que encontramos
paradigmáticamente en Bentham y, con modificaciones, en Mill) entiende el
bienestar en términos de placer o felicidad. (6)
Como puede apreciarse, uno de los rasgos destacados del utilitarismo es que
requiere absoluta imparcialidad a la hora de tomar decisiones. En efecto, el
utilitarismo está ciertamente comprometido con un cierto tipo de igualdad
que no acepta títulos de nobleza ni personas con privilegios. Todos son igua-
les en el sentido de que todos se encuentran sujetos al mismo cálculo del
bienestar general. Podría haber, de forma contingente, algunas personas que
resulten especialmente favorecidas, pero no lo serán porque sean especiales
o más importantes, sino porque ese favorecimiento contribuye a la maximi-
zación del bienestar colectivo. Por ejemplo, un doctor que está por descubrir
una vacuna contra un tipo de cáncer muy común y peligroso podría requerir
importantes subsidios estatales para su investigación. Serán beneficios que
investigadores que se dedican a temas diferentes no tendrán. Pero estos
beneficios no encuentran su justificación en características especiales de la
persona, sino en el hecho de que su otorgamiento maximizará (al menos pro-
bablemente) el bienestar general. En efecto, si el doctor se dedicara a otro
tema de menor importancia, tal beneficio estatal sería injustificado a la luz del
utilitarismo, ya que para esta corriente todos son iguales en la medida en que
todos deben ponerse al servicio del bienestar colectivo.
Este rasgo del utilitarismo, si bien tiene algunas implicancias atractivas, tam-
bién da lugar a conclusiones que nadie consideraría plausibles. Una de ellas
es que tendríamos que subordinar todos nuestros compromisos personales
y profesionales a la maximización del bienestar general. Supongamos que
tenemos el plan de hacer un picnic con nuestra familia el domingo. Aunque
(6) Para una explicación de este tipo de utilitarismo, ver Timmons (2002, pp. 106-121).
Para una explicación de formas alternativas de definir “bienestar general”, ver Kymlicka
(2002, pp. 13-20).
Otro ejemplo que a menudo es usado para ilustrar el mismo punto es el llama-
do “castigo al inocente”. Imaginemos que, en una sociedad profundamente
racista, una persona negra viola a una mujer blanca. Como consecuencia, la
ciudadanía, con la complicidad de funcionarios policiales, empieza a cometer
actos de violencia en contra de personas negras completamente inocentes.
El caos es tal que la situación va a degenerar en una guerra civil. (8) En este
caso, desde un punto de vista utilitarista, la solución podría ser decirle a la
población que el violador no fue una persona negra, sino una persona blanca
(7) Ver, por ejemplo, Brink (1989, p. 280). Un problema diferente es el que señala parte
de la literatura económica reciente, de acuerdo con la cual es difícil identificar, medir y
comparar todas las consecuencias de una cierta acción, así como también hacer com-
paraciones interpersonales de utilidad y balancear valores inconmensurables. Ver, por
ejemplo, Sen (1970).
(8) Este ejemplo fue inspirado en McCloskey (1965).
A pesar de este intento, muchos han insistido en que el utilitarismo aún falla
en rescatar aquellas intuiciones morales tan arraigadas. En efecto, si bien el
utilitarismo puede mostrar que en el mundo en el que vivimos lo que maxi-
miza el bienestar general es respetar los derechos individuales, esta contri-
bución no soluciona el problema, sino que lo confirma. Al demostrar esto el
utilitarismo está admitiendo que la única razón por la que está comprometido
con los derechos individuales es que son un medio para maximizar el bienes-
tar general; y, con ello, está aceptando que, si algún día este medio dejara de
ser eficiente, no sería problemático (moralmente hablando) renunciar a él. Así,
el compromiso del utilitarismo con los derechos individuales es contingente,
lo que no soluciona el problema intuitivo (ya que la intuición que el utilitaris-
mo no está logrando rescatar es precisamente que los derechos individua-
les deberían ser insensibles a consideraciones de utilidad) (Kymlicka, 2002,
pp. 28-32).
2.2.3. Deontologismo
El término “deontologismo” tiene su origen en la palabra griega “deon”, que
significa “deber”. De todos modos, aquí la etimología puede causar confu-
siones. No radica allí su diferencia con el consecuencialismo, dado que este
último también establece deberes. El rasgo distintivo del deontologismo es su
tesis de que la corrección moral de una cierta acción no depende (o, al menos,
no depende principalmente) de sus consecuencias, sino de rasgos inherentes
a la propia acción. El filósofo alemán Immanuel Kant (2006 [1785]), es con-
siderado el padre de la tradición deontológica, al punto tal que a veces los
(9) Este ejemplo fue tomado del voto del juez Oliver W. Holmes en el fallo Schenck v.
United States (249 US 47 (1919)).
Una forma de lidiar con los conflictos de deberes deontológicos fue propor-
cionada por el filósofo escocés David Ross. De acuerdo con este autor, cuan-
do dos deberes entran en conflicto, estos deben ser considerados “deberes
prima facie” (Ross 2003 [1930], 2000 [1939]). Estos deberes no representan
obligaciones morales definitivas, sino que son candidatos a calificar como
tales. De esta forma, los conflictos que surjan no constituyen un problema
para el deontologismo, puesto que no influyen en lo que estamos realmente
obligados a hacer. Lo que debemos hacer dependerá de qué deber prima
facie prevalezca en el caso concreto, que se convertirá en el deber definitivo.
Según Ross, este balance debe hacerse sopesando razones a favor y en con-
tra en cada caso concreto, utilizando una capacidad propia del ser humano a
la que el autor llama “juicio moral”, aunque no explica detalladamente en qué
consiste.
con Lorena y decirle la verdad. Después de todo, hay un engaño de por me-
dio y usted tiene la posibilidad de revelarlo. Por otro lado, quizás tenga que
contemplar que su amistad con Aníbal también es valiosa, y deba guardar el
secreto. Probablemente, diferentes personas lleguen a veredictos diferentes
usando lo que Ross llama “juicio moral”. Si esto es así, entonces la teoría de
Ross no es demasiado útil, dado que no arroja veredictos claros acerca de qué
debemos hacer en cada situación.
(10) Trataremos más en detalle las particularidades de estos servicios en nuestro país
y en los Estados Unidos en el capítulo 9. Aquí solo se presenta el caso a título ejempli-
ficativo.
(11) Para una introducción a la ética de la virtud, ver Trianosky (1990); Pence (1993); y
Annas (2006).
(12) Para una propuesta acerca de cómo se pueden clasificar las éticas de la virtud,
véase Oakley (1996) y Nussbaum (1999, pp. 170-179).
(13) Esta introducción está inspirada en la clara explicación de Amaya (2015).
Una teoría moral especialmente influyente que podría ser identificada como
una versión de la ética de la virtud es la que actualmente se denomina “ética
del cuidado”. El desarrollo de esta concepción fue especialmente impulsado
por la psicóloga y filósofa norteamericana Carol Gilligan (1982), quien advirtió
que las teorías morales tradicionales, como el kantianismo o el utilitarismo,
asumen una perspectiva moral determinada, más común en los varones, ex-
cluyendo así la visión femenina. A esta perspectiva, excluida por las corrientes
clásicas, la llamó “ética del cuidado”, en contraposición a la “ética de la justi-
cia”, más usual en el género masculino.
En el contexto de esta teoría, puede decirse que tenemos “cuidado” por una
persona cuando su bienestar está ligado al nuestro. Esto significa que la dicha
del otro nos genera un sentimiento positivo, no porque nos traiga un beneficio
concreto, sino simplemente porque nos encontramos vinculados de una forma
especial a él. A modo de ejemplo, imaginemos que uno de nuestros compañeros
de trabajo logra alcanzar una meta importante que beneficiará a toda la empre-
sa. Por un lado, podríamos alegrarnos porque eso redundará en un aumento de
nuestro salario. Obviamente, respetamos a nuestro compañero, reconocemos su
estatus de persona con dignidad y nunca incurriríamos en mentiras o engaños
que puedan perjudicarlo para obtener un beneficio personal. De hecho, quizás
nos sintamos moralmente inclinados a ayudarlo cuando esté en problemas, por-
que sabemos que tenemos el deber de hacerlo. Pero no nos definimos a noso-
tros mismos en términos de nuestra relación con él. No vemos en él un espejo de
nosotros mismos, de modo que su bienestar no está atado al nuestro.
Por otro lado, podríamos alegrarnos porque, dada la relación que tenemos
con nuestro compañero, vemos en su bienestar el nuestro propio. El hecho de
que el salario aumente puede satisfacernos, pero no es la razón principal de
nuestro regocijo. De hecho, si nuestro salario no aumentara (o incluso dismi-
nuyese un poco) seguiríamos teniendo el mismo sentimiento de júbilo dado
que nos definimos a nosotros mismos, en parte, en términos de esa relación.
3. Conclusión
En este capítulo introdujimos las corrientes principales en el campo de la ética
normativa: por un lado, el relativismo moral y, por el otro, diferentes doctrinas
no relativistas como el deontologismo, el consecuencialismo y la ética de la
virtud. Su comprensión resultará necesaria a lo largo de la obra para evaluar
el accionar de los abogados en casos concretos. Tal como aclaramos ante-
riormente, considerada desde una perspectiva normativa, la ética profesional
puede perfectamente ser entendida como una rama de la ética aplicada, que
consiste principalmente en aplicar teorías de ética normativa a casos concre-
tos. Es por eso que la discusión sobre la moralidad de diferentes conductas
adoptadas por los abogados resulta mucho más iluminadora cuando enten-
demos en qué consisten las diferentes teorías de ética normativa, sus ventajas
y sus desventajas. Ello, en definitiva, nos posibilitará adoptar una posición
crítica respecto de las diferentes normas positivas que actualmente regulan
el ejercicio de la profesión de abogado.
Capítulo 2
N a t u r a l e z a d e l a é t ic a p r o f e s i o n a l
1. Introducción
La idea de que existe una ética de las profesiones se ha naturalizado, hasta
cierto punto, en las sociedades contemporáneas: médicos, abogados, jue-
ces, arquitectos, contadores, enfermeras, periodistas, gerentes de empresa,
entre otros, suelen tener reglas de “deontología profesional”, algo así como
una normativa que regula la acción de los profesionales y establece sancio-
nes disciplinarias para las conductas consideradas impropias. Muchas veces
estas reglas son aplicadas por los propios profesionales, que se encuentran
colegiados en asociaciones. En este capítulo intentaremos entender este
fenómeno, explicar cuál es la razón por la que pueda haber una ética especí-
fica de las profesiones y de qué modo se puede traducir esa ética en normas
coercitivas.
Estos rasgos no constituyen, desde ya, una definición esencialista del concep-
to de profesión. Se trata más bien de rasgos que normalmente comparten lo
que llamamos “profesiones” y que les otorgan a estas actividades una suerte
de parecido de familia. Pero es posible que algunos de estos rasgos no estén
presentes en todas las profesiones, o que haya actividades en las que no re-
sulte claro si se trata de una profesión.
Una vez que tenemos una comprensión (aunque sea aproximada) del concep-
to de profesión, tendríamos que intentar aclarar qué debemos entender por
“ética” cuando nos referimos a una “ética profesional”. En el capítulo 1 hemos
hecho un recorrido por las principales teorías morales normativas, y podría-
mos entonces suponer que allí se encuentran las principales concepciones so-
bre la ética, es decir, sobre los criterios acerca del actuar éticamente correcto.
Efectivamente, pretendemos haber ofrecido allí un concepto más o menos
claro de lo que es la ética. Sin embargo, aunque necesario, esto es ahora insu-
ficiente, dado que en la expresión “ética profesional” se supone que hay un
elemento específico, particular, que atañe a las profesiones. Debemos enton-
ces determinar en qué consiste esa especificidad o particularidad y cómo se
conecta ese elemento específico con la ética general (esa que estudiamos en
el capítulo anterior).
En contraste con este tipo de moralidad de rol, parece existir una ética ge-
neral, un conjunto de deberes, derechos y responsabilidades que tenemos
por el solo hecho de ser agentes morales. Por ejemplo, tenemos el deber
(prima facie) de no matar, no dañar, ayudar a los demás (al menos hasta cier-
to punto), no mentir, actuar con equidad, entre muchos otros. Una pregunta
crucial que cualquier defensa de la ética profesional como moralidad de rol
debe responder es cuál es la relación entre la moralidad de rol y la moralidad
general, es decir, cómo se conectan los deberes que tenemos en función de
nuestros roles y vínculos particulares y los deberes que tenemos en función
de nuestra agencia moral. (2)
Hay roles que no son “naturales” como la paternidad, sino que obedecen a la
división del trabajo. David Luban presenta el caso (imaginario) de un emplea-
do de Oxfam, cuya función es conseguir camiones para trasportar comida
a una población en situación de hambruna en algún país extremadamente
pobre. El único modo de hacerlo es negociar con un líder local poderoso. Al
hacerlo, el empleado oye que este líder está por mandar a matar a alguien. Si
lo denuncia o advierte a la potencial víctima, su negociación fracasará y no
conseguirá el transporte. Si no lo hace, dejará morir a una persona inocente
para cumplir su rol dentro de la institución. (3)
El primer punto que debe notarse es que esta justificación no puede ser la
de la mera existencia del rol. En otras palabras, no sería adecuado responder
a la pregunta planteada diciendo que las acciones están justificadas porque
son las que realiza el que desempeña “bien” el rol. Por ejemplo, si un abogado
descalifica con artimañas el testimonio del testigo de la contraparte (a pesar
de saber que está diciendo la verdad), la justificación de esto no puede ser
“esto es lo que hace un buen abogado”, o “si uno no está dispuesto a hacer
este tipo de cosas, debe dedicarse a otra cosa”. Una justificación de este tipo
no es más que la autoafirmación del rol, no un argumento para justificarlo.
En rigor, tal como señala Luban, este esquema de justificación debe ser comple-
tado. El argumento resultante es algo más complejo (Luban, 1988, pp. 132-133;
Por otro lado, esta justificación indirecta de la moralidad de roles debe (ade-
más de justificar la institución que está en la base del rol) establecer con-
vincentemente cuáles son las acciones constitutivas o reglas que definen un
rol. ¿Es la confidencialidad absoluta parte esencial del rol del médico o del
abogado? ¿Es parte del rol profesional de un abogado agotar todos los re-
cursos legales para hacer prevalecer el interés de un cliente, cuales quieran
sean las consecuencias para terceros? Dado que los roles sociales no son in-
mutables ni están dados de un modo fijo de antemano, el mencionar que
determinado tipo de acciones pertenecen típicamente a un rol no termina
la discusión, dado que es posible cuestionar que ese tipo de acciones sea
verdaderamente necesario para la constitución de ese rol y el mantenimiento
de la institución a la que pertenece. (8) En algún sentido, la justificación del rol
es suficiente solo para justificar un núcleo de deberes profesionales, pero no
para determinar el contorno o alcance preciso de esos deberes. Este contor-
no es siempre discutible y, por ello, es necesario adquirir herramientas para
realizar una reflexión propia, en cada caso, acerca de si una acción se justifica
o no como parte del rol.
(8) Es importante advertir que no todos los autores aceptan este argumento a favor
de la separación entre la moralidad de rol y la moralidad general. Alan Gewirth, por
ejemplo, argumenta que esta separación (que él llama, precisamente, “tesis separatis-
ta”) solo podría justificarse hasta el punto en que la actuación del que detenta el rol (el
profesional, por ejemplo) no viola derechos fundamentales de otras personas (Gewirth,
1986).
(9) Para profundizar en algunos de estos problemas, véase Timmons (2002, pp. 138-142).
Estas ideas ya nos anticipan el tema del capítulo 3, en el que exploraremos los
diferentes modelos del rol profesional del abogado frente a la sociedad. Antes
de ello, sin embargo, queremos en la sección siguiente introducir la cuestión
de si las profesiones deberían autorregularse y cómo se justifica su monopolio
en el ejercicio profesional.
Veamos ahora cuáles son los argumentos para justificar el sistema de co-
legiación obligatoria, en los dos aspectos mencionados. El argumento más
extendido es que la colegiación obligatoria reduce los costos de informa-
ción de los potenciales usuarios del servicio profesional y, por lo tanto, pro-
tege sus intereses. La idea es que, siendo esta actividad técnicamente com-
pleja y referida a aspectos importantes de nuestras vidas (como la salud en
el caso de la medicina, o nuestros derechos en el caso de la abogacía), los
ciudadanos comunes tienen un interés muy fuerte en contratar servicios
profesionales idóneos. En un mercado desregulado, en el que cualquiera
pudiera ofrecer servicios profesionales y no hubiera ningún tipo de control
y regulación ex ante (es decir, antes de que ocurra algún daño), el costo
de información para adquirir servicios de calidad sería altísimo y recaería
sobre los consumidores de esos servicios. Este costo no solamente aparece
en el momento de elegir a un profesional, sino también durante la actua-
ción del profesional. Existe, de acuerdo con esta visión, una asimetría de
información entre el profesional experto y la persona lega, que hace que
esta última no pueda saber a ciencia cierta si está recibiendo un servicio
competente o adecuado.
(15) Para una presentación de esta argumentación, véase Barton (2001, pp. 436-438);
y Ribstein (2004, pp. 304-315).
(16) Para una crítica general de esta clase, véase Barton (2001, pp. 438-450). En la mis-
ma dirección, pero referido a cualquier profesión, véase Edlin y Haw (2014).
(17) Véase Levin (2014).
Capítulo 3
C o n c e pci o n e s d e l a é t ic a
profesional de la abogacía
1. Introducción
¿Cuál es el límite de lo que puede hacer un abogado para hacer prevalecer
los intereses de su cliente, cuando ello es en detrimento de otros, o de la so-
ciedad? ¿Tiene la lealtad un límite ético, o el único límite es la ley? ¿Qué debe
hacer un abogado cuando no está de acuerdo con los objetivos del cliente?
Estas preguntas, y otras más concretas, serán objeto de este y de los capí-
tulos siguientes. Sin embargo, no es posible afrontarlas, especialmente si se
trata de casos concretos y específicos, sin antes considerar, en general, las
teorías acerca de qué es lo que hace de un abogado un buen abogado. En
otras palabras, tenemos que preguntarnos cuál es el modelo de abogacía que
está detrás de la respuesta a esas preguntas.
2.1. Un caso
Antes de discutir teóricamente, puede ser útil enfrentarnos con un caso con-
creto (y real): el caso del dispositivo intrauterino (DIU) “Dalkon Shield”; (1) un
producto que, en la década de 1970, produjo en Estados Unidos infecciones en
miles de mujeres y, en muchos casos, efectos más graves como la esterilidad.
El litigio suscitado en torno a este artefacto se concentraba en determinar si el
DIU poseía un defecto que había producido el daño en las mujeres. Los abo-
gados de la empresa, sin embargo, intentaron demostrar que los daños podían
producirse como consecuencia de las prácticas sexuales de las demandantes.
Para defender esta teoría, los abogados adoptaron una estrategia de interroga-
ción agresiva y humillante (conocida como la “lista negra de preguntas sucias”).
El juez permitió este tipo de interrogatorio. Las preguntas que realizaban in-
cluían detalles escatológicos sobre la vida sexual de las interrogadas, así como
acerca de los nombres y dirección de las personas con las que tuvieron relacio-
nes (en algunos casos, fuera del matrimonio). El objetivo, obviamente, no era,
en realidad, probar ninguna hipótesis plausible sobre el origen del daño, sino
intimidar a las demandantes para disuadirlas de testificar y de seguir adelante
con el litigio. ¿Es esta estrategia aceptable, aun cuando haya sido permitida o
tolerada por el juez? ¿Estaríamos dispuestos a participar de la estrategia (en
este caso, decidida por el estudio jurídico), sabiendo que el único propósito es
desacreditar a las testigos e inducirlas a que abandonen la demanda por miedo
a ser expuestas o humilladas públicamente?
(1) Véase Rhode (1998, p. 669); Wendel (2010, pp. 24-26). Aquí seguimos la versión de
Luban y Wendel (2017, pp. 348-349).
(2) Véase O’dair (2001, p. 134); Wendel (2010, p. 6); Dare (2009, pp. 1-14).
Bar Association. Allí se establece que el abogado “acatará las decisiones del
cliente concernientes a los objetivos de la representación y (…) consultará
al cliente en relación a los medios por los cuales esos objetivos serán per-
seguidos” (1.2 (a)). Del mismo modo, y en coincidencia con el principio de
neutralidad, en ese código se determina que “la representación de un cliente,
incluyendo la representación de oficio, no implica una aprobación de las opi-
niones o actividades políticas, económicas, sociales o morales del cliente” (1.2
(b)). Sin embargo, el mismo Código establece un límite al deber de fidelidad
al permitir al abogado (sujeto a la aprobación del tribunal) renunciar a la re-
presentación de un cliente si “el cliente insiste en realizar acciones que el abo-
gado considera repugnantes o con las cuales el abogado tiene un desacuerdo
fundamental” (1.16.(b)(4)).
(3) Esto es reconocido por autores críticos que veremos en la siguiente sección, como
Richard Wasserstrom y David Luban.
(4) Aquí y en lo que sigue nos basamos fuertemente en Luban (1983).
Sin embargo, hay dos observaciones que se pueden hacer sobre este argu-
mento. En primer lugar (y tal como señala Luban), este argumento, cualquiera
sea su mérito, solo se refiere al derecho penal. Sin embargo, la gran mayoría
de los litigios son civiles. Y en los juicios civiles las partes son simétricas; por
lo cual no es preferible que el acusado culpable sea declarado inocente antes
que el inocente sea culpabilizado. Ambas cosas son igualmente injustas. Por
ejemplo, es tan injusto que una persona que dañó culpablemente a otra no
pague la indemnización correspondiente como que una persona inocente sea
obligada a pagar una indemnización por un daño que no cometió. En el pri-
mer caso, la víctima inocente deberá hacerse cargo del costo del daño; en el
segundo lo hará el acusado inocente.
(6) Los argumentos consecuencialistas son más relevantes dado que son los que, en
general, se proponen para justificar los deberes especiales de un profesional hacia su
cliente. Como argumentos no consecuencialistas a favor del sistema adversarial, Luban
presenta la idea de que la competencia es intrínsecamente valiosa y el argumento “de
la fábrica social”, que es un argumento tradicionalista que propugna que es el mejor
sistema porque es el que tenemos (Luban, 1983, pp. 104-113).
(7) La obra clásica de Popper en la que propone su método científico es Popper (1980).
Por ejemplo, esta última se realiza a cambio de dinero, mientras que ello no
ocurre con la amistad; y la amistad es espontánea, no un acto deliberado
como ocurre en una relación abogado-cliente, entre otras. (10)
Otra línea de defensa del modelo estándar es la que sostiene que el rol par-
tisano del abogado (expresado en los tres principios que hemos visto) se
justifica porque promueve la autonomía del cliente. En la versión de Stephen
Pepper el argumento puede resumirse del siguiente modo: (11)
(10) Para críticas a Fried, véase (Freedman, 1978, pp. 196-199); Wendel (2010, pp. 39-40).
(11) Parafraseamos el argumento que aparece en Pepper (1986, pp. 616-617).
Algunos críticos al modelo estándar optan por señalar las limitaciones del
propio sistema adversarial. En su análisis de este sistema, David Luban
muestra que los principales argumentos en su favor son, al menos, discu-
tibles. Aun así, Luban no aboga por la abolición del sistema adversarial o
su reemplazo por un sistema inquisitorial. Al respecto, asume una posición
pragmática según la cual –dado que no tenemos certeza de que otro siste-
ma alternativo sería superior en términos de maximizar la justicia, y dados
los costos que implicaría producir un cambio de sistema– tenemos razones
pragmáticas para continuar con sistemas adversariales de litigación. Pero
dado que esta defensa es solo pragmática (es decir, no basada fundamen-
talmente en las virtudes del sistema), también señala sus límites. Según Lu-
ban, esta defensa solo permite avalar un principio de parcialidad limitado,
(12) Para esta objeción (que Wasserstrom mismo considera), véase Freedman (1978,
p. 195).
Veamos a continuación una primera versión de esta idea general. (15) Una de-
mocracia constitucional dirime sus diferencias ideológicas y de intereses fun-
damentalmente a través de la deliberación pública. Los ámbitos de delibe-
ración pública son diversos. Uno de ellos, quizá el que se ve más claramente
a primera vista, es el ámbito legislativo. Allí, los representantes del pueblo
deliberan públicamente para la creación o modificación de normas. El requisi-
to deliberativo restringe o morigera la lucha desnuda de intereses, dado que
los actores de la discusión no pueden argüir públicamente revelando intere-
ses privados. Tienen que “traducir” sus intereses en términos que puedan ser
aceptables por todos, es decir, en términos del discurso público.
Otro intento, más reciente, de defender el rol tradicional del abogado desde
una óptica no consecuencialista es el de Daniel Markovits. (16) El autor acepta
que el rol tradicional, partisano, que requiere el sistema adversarial implica
(14) Véase Luban y Wendel (2017) para una descripción de este pasaje.
(15) Para lo que sigue, véase Böhmer (2008, pp. 362-365).
(16) Véase Markovits (2008)
Resulta poco claro, sin embargo, hasta qué punto la propuesta de Markovits
se diferencia verdaderamente de las justificaciones tradicionales consecuen-
cialistas del modelo estándar basadas en el sistema adversarial -más allá del
hecho de enfatizar la legitimidad del sistema política (democrático) que es,
obviamente, un concepto más amplio-. Si la lealtad es valiosa porque es ins-
trumental para el buen funcionamiento del sistema, entonces el argumento es
el mismo. Si, en cambio, la lealtad tiene un valor “de primera persona”, es de-
cir, independiente de su rol dentro del sistema político, entonces no es claro
cuál es el sustento de este valor, más allá de que es necesario para preservar
la integridad del abogado.
Mencionemos una última teoría que pretende fundar los deberes éticos del
abogado en consideraciones institucionales y no en principios de moralidad
(17) Véase Markovits (2008, pp. 103-117). Allí el autor realiza una comparación con el
famoso ejemplo de Bernard Williams en el que Jim debe elegir entre permitir que un
dictador mate veinte prisioneros políticos o matar él mismo a uno de ellos. Hacerlo,
según Williams, optimiza los resultados desde el punto de vista imparcial (salva la vida
de 19 personas). Incluso puede ser la conducta correcta. Sin embargo, hacerlo afectaría
profundamente la integridad moral de Jim al convertirse en un instrumento de los pro-
pósitos perversos del dictador.
(18) En realidad, Markovits introduce otro valor, además de la fidelidad: la “capacidad
negativa” de desaparecer detrás del cliente, de estar al servicio del cliente. Markovits
toma esta idea del poeta John Keats, quien atribuía esta capacidad al poeta del conte-
nido que expresa y de su audiencia (Markovits, 2008, p. 93).
(19) Para más detalles de este argumento, véase Wendel (2010, pp. 24-26).
(20) Para un debate sobre la postura de Wendel, incluyendo críticas de Luban, Simon y
otros, así como una respuesta de Wendel; véase Wendel (2011, y los artículos del mismo
número de la revista).
Wasserstrom comienza por enumerar las razones por las cuales es habitual
que los abogados adopten una posición paternalista. Algunas de ellas son
plausibles. Por ejemplo, es habitual considerar que el involucramiento emo-
cional que suele tener el cliente en el caso puede conspirar contra una eva-
luación racional de las estrategias o conductas a adoptar. También es cierto
que el abogado posee conocimientos específicos de carácter técnico, lo cual
lo sitúa en una situación de superioridad natural en situaciones en las que ese
conocimiento es relevante.
Otras razones por las cuales los abogados adoptan una actitud paternalista,
en cambio, no son igualmente plausibles. Un caso que merece un comentario
específico es el uso y abuso de terminología o jerga supuestamente técnica.
El manejo de un vocabulario y un estilo esotérico muchas veces se confunde
con el elemento anterior, es decir, el conocimiento experto. Sin embargo, es
claro que existe un abuso del vocabulario inútilmente rebuscado, recargado
de latinismos y vocablos incomprensibles en el lenguaje utilizado por abo-
gados y funcionarios judiciales. (23) Obviamente, toda disciplina dispone de
(22) En lo que sigue nos basamos en buena medida en Wasserstrom (1975, pp. 15-24).
Este autor vincula el modelo estándar con el modelo paternalista, como perteneciendo
a una misma visión general de la abogacía. En principio, esta idea parece paradójica. En
efecto, si la crítica al modelo estándar de la abogacía consistía en que el abogado debía
ser más activo de lo que ese modelo establece, y que debía hacerse responsable por
las causas que defiende, puede parecer contradictorio que ahora ese mismo abogado
sea paternalista y asuma el control de la relación con su cliente. Y parece también con-
tradictorio que críticos como Wasserstrom o Luban sostengan una visión activista de la
abogacía (rechazando el modelo estándar) y, simultáneamente, defiendan la autonomía
del cliente (rechazando el paternalismo). Sin embargo, ambos problemas son, en buena
medida, independientes. La visión tradicional del rol del abogado es defensora de la
neutralidad moral del abogado y, a la vez, de la idea de que es el abogado el que mejor
puede determinar cuáles son los intereses del cliente, incluso mejor que el propio clien-
te. De todos modos, algunos defensores del modelo estándar, como Monroe Freedman,
son fuertemente anti-paternalistas (véase Freedman, 1978).
(23) Pensemos en expresiones como “autos”, “fojas”, “digesto ritual”, “el a quo”,
“ab initio”, “inoficiosa”, entre tantas otras, que son innecesariamente oscuras y difíciles
Para poder determinar cuándo una actuación paternalista está justificada pa-
rece necesario contar con un criterio general acerca de qué requisitos son
necesarios y suficientes para actuar paternalísticamente.
Un criterio que parece plausible fue propuesto por Dennis Thomson para el
caso de la medicina (es decir, para la relación médico-paciente). De acuerdo
con su posición, una intervención paternalista se justifica cuando cumple con
tres condiciones. En primer lugar, la capacidad de decidir de la persona afec-
tada tiene que estar disminuida o afectada (“impaired”). En segundo lugar,
las restricciones que se le imponen a la libertad de esa persona deben ser tan
limitadas en el tiempo como sea posible. Por último, el riesgo de daño por no
intervenir paternalísticamente debe ser severo e irreversible (citado en Luban,
1981, p. 465).
Con esta clasificación tripartita sobre lo que una persona dispone al tomar
una determinada decisión (sus deseos, sus intereses y sus valores), Luban
plantea y evalúa algunas de las opciones de intervenciones paternalistas. Las
alternativas relevantes son:
Simon presenta el caso (basado en una anécdota real) de una clienta que, en
el contexto del derecho procesal penal de Estados Unidos, debe decidir entre
aceptar un trato con el fiscal (“plea bargaining”) o ir a juicio. La clienta es una
mujer negra que fue acusada de abandonar la escena del crimen y escapar
luego de tener un accidente automovilístico con el querellante. En realidad,
según ella, la situación fue exactamente la contraria: fue el otro automovilista
(un hombre blanco) el que escapó. La policía, con un sesgo racista evidente,
tomó como cierta la versión del conductor e inició una causa penal contra
ella. El fiscal ofrece un trato que implica seis meses de “probation” (pena no
privativa de libertad) y la cancelación de este antecedente penal luego de un
año. Afrontar el juicio, por otro lado, tendría altas chances de éxito, pero no
es posible excluir la posibilidad de una condena, que implicaría una pena de
hasta seis meses de prisión efectiva.
Supuestos estos hechos (que incluyen que la clienta es, efectivamente, ino-
cente de lo que se le acusa), Simon analiza el modo de encarar la situación
por parte del abogado. (27) En primer lugar, es un abogado joven quien conver-
sa con la acusada y le presenta los pros y contras de ambas opciones, dejando
para el final el comentario de que, si acepta el trato, se habrá convalidado una
injusticia. Como consecuencia de esta conversación, la mujer (que es pre-
sentada como una persona principista) opta por afrontar el juicio e intentar
probar su inocencia, aun a riesgo de sufrir una pena de prisión. Sin embargo,
antes de que la decisión sea comunicada, un abogado más experimentado
(26) Para este ejemplo ha sido de ayuda el diálogo con varios miembros de la Defen-
soría General de la Nación, quienes me aportaron ejemplos de este tipo, entre otros.
(27) El caso es autobiográfico, de modo que el abogado fue el propio Simon, cuando
era un abogado joven e inexperto.
vuelve a hablar con ella. Le presenta los mismos argumentos que el anterior,
las mismas ventajas y desventajas de cada una de las dos opciones. Lo hace,
sin embargo, en otro orden, con otro énfasis, con otros detalles. La mujer,
finalmente, decide aceptar el trato. ¿Ha decidido “autónomamente”? ¿Había
sido la primera decisión “autónoma”?
(28) Véase Simon (1991, pp. 216-217). Este autor relata un ejemplo personal que ilustra
muy bien esta actitud. Cuando su hijo tenía unos meses, se planteó la cuestión de si
vacunarlo contra la tos convulsa. La información objetiva indicaba que existe una muy
baja probabilidad de reacción adversa a la vacuna, que puede derivar en daños serios
o incluso la muerte. Por otro lado, de no vacunar, existe una muy baja probabilidad de
contraer la enfermedad que, a su vez, posee una baja probabilidad de daños serios o
muerte. La ponderación de todos estos riesgos es, obviamente, muy compleja. Lo que
finalmente decidió la cuestión fue la pregunta: “si el bebé fuera su hijo, ¿qué haría?”, a
lo que el médico respondió: “lo vacunaría”. Esto bastó para que los padres decidieran
hacerlo con tranquilidad. Esta actitud es frecuente en pacientes y también en clientes:
“haga lo que a usted le parece mejor para mí”.
algo que se pueda presumir sino que, en todo caso, debería ser el resultado
de una conversación en la que la cuestión se plantee explícitamente.
4. Conclusión
Hemos discutido en este capítulo la cuestión de cuál debe ser el rol del abo-
gado frente a la sociedad. Nuestra primera pregunta fue cuál es el límite de
la fidelidad que un abogado debe tener respecto de su cliente cuando ello
impide cumplir con deberes morales generales. Para discutir esta cuestión co-
menzamos por describir el modelo tradicional o estándar, de acuerdo con el
cual ese deber de fidelidad es casi absoluto y exime al abogado de cualquier
responsabilidad por los daños que pudiera ocasionar (dentro de la ley) a tra-
vés de su servicio profesional. A su vez, un elemento crucial para determinar
la plausibilidad de este modelo es la justificación de un modelo adversarial
de resolución de conflictos (dado que es este sistema el que, supuestamente,
avala la existencia de ese deber fuerte de lealtad).
El segundo aspecto del rol profesional del abogado que hemos tratado en
este capítulo es el de la relación abogado-cliente y el problema del paternalis-
mo. Aquí también se confrontan una visión más tradicional, según la cual es el
abogado el que tiene que decidir qué se debe hacer, y una visión más despro-
fesionalizada, según la cual la última palabra debe ser del cliente. Intentamos
mostrar que, aun cuando en teoría la controversia podría ser saldada a favor
de una defensa fuerte de la autonomía del cliente, no dejan de existir casos
difíciles también en este tema: casos en los que los propósitos o estrategias
que desea realizar el cliente son claramente irracionales o contraproducentes,
o en los que la racionalidad o competencia del cliente se encuentran en dis-
cusión. En estos casos, debemos contar con criterios para determinar cuándo
se justifica intervenir paternalísticamente. Hemos ofrecido algunos ejemplos
que, desde ya, no agotan todos los posibles, pero pueden ayudar a la toma
de decisión en casos difíciles. Por último, planteamos dudas acerca de la po-
sibilidad de distinguir claramente entre los casos en los que el abogado actúa
paternalísticamente y aquellos en los que respeta la autonomía del cliente. Si
bien la distinción es conceptualmente clara, en la práctica es inevitable que
la decisión final sea frecuentemente el resultado de una compleja trama de
influencias, entre las cuales la del abogado es, sin duda, fundamental.
Capítulo 4
S o ci o l o g í a d e l a s p r o f e s i o n e s
del DerechO
1. Introducción
El propósito principal de este capítulo es ofrecer un conjunto de datos para
contextualizar el abordaje del resto de las temáticas del programa con infor-
mación empírica y regulatoria. A tal fin, el capítulo se divide en dos secciones.
La primera presenta un paneo de las distintas profesiones del derecho acom-
pañado de una selección de datos sobre los ámbitos de práctica de la aboga-
cía, su transformación y algunos aspectos sociodemográficos de quienes la
practican. El objetivo de esta parte del capítulo es advertir que las cuestiones
de ética profesional que enfrentarán en el resto de los capítulos del libro va-
rían según las diversas funciones y roles desempeñados por los profesionales
del derecho. Por ejemplo, es importante advertir que las normas de con-
flictos de intereses aplicables a un fiscal y a un profesional que practica la
profesión de forma privada pueden diferir en función de su rol. Además de
distinguir este espectro de funciones profesionales, la primera parte del ca-
pítulo ofrece también una caracterización de la variación de los ámbitos en
los que se puede practicar la profesión (tales como la práctica liberal, el em-
pleo estatal o la sociedad civil). Este perfilado de los roles y espacios de prác-
tica se acompaña, a su vez, con una selección de datos sociodemográficos
que ilustran la diversidad y segmentación de la profesión jurídica en distintas
jurisdicciones del país, lo cual también impacta en la diversidad de experien-
cias de los y las profesionales del derecho.
Abogados matriculados
Departamentos
En ejercicio Total
Azul 1176 2128
Bahía Blanca 1553 2573
Dolores 893 1414
Junín 931 1638
La Matanza 2505 3802
La Plata 10.374 14.094
Lomas de Zamora 6933 12.824
Mar del Plata 3428 6460
Mercedes 1739 3709
Morón 4995 10.266
Necochea 390 641
Pergamino 547 865
Quilmes 2822 4304
San Isidro 10.560 22.442
San Martín 4445 9.056
San Nicolás 933 1963
Trenque Lauquen 614 1126
Zárate-Campana 735 1251
Total 55.573 100.556
(1) Aunque sin datos cuantitativos, puede encontrarse una descripción del proceso de
afianzamiento de estas nuevas formas de ejercicio de la abogacía en Manso (2015) y
Vecchiolli (2012).
(2) En el capítulo 9, sobre acceso a los servicios jurídicos, damos un panorama muy
somero de estos recursos.
En el caso del Poder Judicial, las investigaciones de Beatriz Kohen sobre mu-
jeres juezas (2008) y su trabajo junto a Roberta Ruiz (2016) sobre el género
en el Poder Judicial de la ciudad de Buenos Aires muestran al menos dos ha-
llazgos sociológicamente importantes. Por un lado, se revela en qué medida
los estereotipos de géneros están presentes en la cultura judicial. Por otro
lado, se evidencia la existencia de un alto grado de conciencia de los opera-
dores judiciales acerca de las desigualdades que afectan a las mujeres y otras
minorías de género, así como también el hecho de que estos operadores le
adjudican al sistema la responsabilidad de erradicar estas desigualdades. En
la misma dirección, el estudio de Bergallo y Moreno (2017) ofrece un amplio
panorama empírico de iniciativas recientes tendientes abordar la agenda de
género en el ámbito del Poder Judicial. En especial, se estudian 23 programas
(oficinas, agencias) que intentan, desde diferentes perspectivas, enfrentar
esta problemática. En el ámbito privado de los grandes estudios, el estudio
de Bergoglio y Gastiazoro (2014) realiza una investigación sociológica sobre
datos de 1222 abogados de grandes estudios en la Argentina, revelando no-
tables diferencias de género, ya sea en la consideración de los méritos aca-
démicos, la antigüedad, la remuneración o los criterios de ascenso dentro de
la organización.
Capítulo 5
R e g u l a ci ó n y j u r i s p r u d e n ci a
d i s cip l i n a r d e l a s p r o f e s i o n e s
del derecho
1. Introducción
Al igual que en el capítulo anterior, en este capítulo introducimos un conjunto
de informaciones empíricas que consideramos relevantes, ya no de carácter
sociológico acerca de la profesión, sino acerca de cómo se encuentra, de he-
cho, regulada la profesión (especialmente en el plano disciplinario) y de cómo
los tribunales (especialmente los disciplinarios) interpretan esa regulación a
través de sus fallos.
Dimensión organizacional
¿Quién tiene competencias para regular, permitir el ingreso y la salida, supervisar y sancionar a
las y los abogados?
Un organismo profesional de colegiación obligatoria con fun-
ciones regulatorias, de supervisión y disciplina delegadas por
¿Quién regula la profesión?
el Estado: Colegio Público de Abogados de la Capital Federal
(CPACF).
Una combinación de organismos. En primer lugar, las universi-
dades que otorgan el título habilitante que certifica el estudio
de la carrera de Abogacía. Luego, el CPACF que regula las con-
¿Quién autoriza el ingreso a la diciones de ingreso a la matrícula. Según la ley, el Colegio tiene
práctica profesional? que cooperar con los planes de estudio académicos y debe
contar con una biblioteca especializada, pero no se conoce
cómo funciona esta regulación en el trabajo permanente con las
Escuelas de Derecho.
El CPACF no exige acreditaciones regulares en el tiempo y no
¿Quién monitorea la práctica ejerce otro monitoreo profesional más allá del control discipli-
de la profesión? nario. El pago de la matrícula es el único requisito formal para
mantener la afiliación activa al CPACF.
Está a cargo del Tribunal de Disciplina del CPACF que adminis-
tra los procesos de investigación y sanción según lo previsto
¿Quién controla la disciplina
procesalmente en su Reglamento Interno. Las apelaciones
profesional?
del Tribunal deben plantearse ante la Cámara Nacional en lo
Contencioso-Administrativo.
Contenidos regulatorios
¿Qué es lo que se regula y cómo?
Requisitos y criterios de ingreso a la profesión
Carrera de Abogacía en universidades públicas o privadas
reconocidas por el Ministerio de Educación de la Nación en
Título habilitante
cualquier lugar del país y regulada por la Ley de Educación
Superior.
Trámite de acreditación de
Sin examen. Acreditación de título universitario y otros docu-
título, antecedentes y proceso
mentos. Ceremonia de Jura. Acceso a la matrícula profesional.
de jura
Requisitos y criterios de permanencia en la profesión
Respeto de las normas de fondo que regulan la responsabilidad
Normativa profesional y ética civil, penal y administrativa, y las del Código de Ética emitido
por la Asamblea de Delegados del CPACF.
La legislación exige como deber fundamental del abogado
“atender a su permanente capacitación profesional.” Sin embar-
Formación continua
go, el cumplimiento de esta obligación no está específicamente
reglada y no se monitorea su cumplimiento.
Otro tipo de control o super-
No se requiere. Solo se exige pago de matrícula anual.
visión de matriculados
Régimen disciplinar y de responsabilidad
Reclamos de responsabilidad Están reguladas en los códigos y legislación de fondo y se
según normas de derecho de reclama ante los tribunales nacionales con competencia en la
fondo materia.
Las reglas de conducta profesional más específicas surgen
de los deberes estipulados por la ley que regula la profesión
y crea el CPACF y en el Código de Ética Profesional de esta
Reclamos de disciplina
institución. Se tramitan ante el Tribunal de Disciplina que ha
producido una jurisprudencia en ciertos tipos de faltas, según
se analiza en la unidad 5 de este cuadernillo.
El Tribunal de Disciplina
Existen, en líneas generales, dos supuestos en el Código de Ética en los cuales los
abogados resultan obligados a denunciar a sus colegas frente al CPACF. El prime-
ro se da cuando alguna actuación afecte los derechos y garantías de alguno de sus
clientes, y el segundo surge cuando el profesional se encuentra en conocimiento
de alguna conducta que afecte la dignidad de la abogacía.
Por último, la expulsión de la matrícula solo podrá tener lugar cuando el imputado
haya sido suspendido con anterioridad cinco o más veces dentro de los últimos
diez años del hecho, o bien cuando haya sido condenado a pena privativa de la
libertad por la comisión de un delito doloso, siempre que de las circunstancias del
caso se desprendiera que el hecho afecta el decoro y ética profesionales.
4. Regulaciones comparadas
El diseño de la regulación de la profesión en el plano del organismo regulador
y los contenidos de las reglas de conducta y otros deberes adoptados en la
ciudad de Buenos Aires no son las únicas modalidades vigentes en el país y
en el derecho comparado a la hora de regimentar la conducta de los profe-
sionales del derecho. Según el informe Directory of Regulators of the Legal
Profession (Directorio de Reguladores de la Profesión Jurídica), publicado por
la International Bar Association (IBA) en 2016, (5) se observa que, desde el
punto de vista de los organismos con competencias sobre la práctica de la
abogacía, las regulaciones del mundo se distinguen por lo menos en los si-
guientes planos:
Estos seis tipos de regulaciones también pueden ser utilizados para clasificar
los arreglos institucionales que regulan el ingreso a la profesión, el control du-
rante el ejercicio de su práctica a través de la definición de reglas de conducta
y los mecanismos disciplinarios. La siguiente tabla 3 sintetiza la proporción
que cada uno de estos modelos ocupa en el mundo para el total de los países
Regulación de la
Ingreso a la profesión Control disciplinario
Organismo profesión
responsable Nro. Porcentaje Nro. Porcentaje Nro. Porcentaje
países % países % Países %
Tribunales 27 12 42 19 27 12
Colegio Profe-
71 32 114 52 100 46
sional
Gobierno 22 10 17 8 16 7
Autoridad regu-
latoria indepen- 16 7 14 6 13 6
diente
Autoridad mixta 58 26 24 11 51 24
Modelo combi-
29 13 8 4 9 4
nado
223 100 219 100 217 100
Según el Informe de la IBA, entre 2011 y 2015 casi cuarenta naciones reforma-
ron sus regulaciones sobre la práctica profesional de la abogacía. La misma
fuente resalta que los patrones de cambio indican que las cuestiones más im-
portantes tenidas en cuenta para adoptar las reformas incluyen temas como:
Por último, otra de las tendencias recientes es el viraje de las viejas regulacio-
nes, casi totalmente centradas en el practicante individual, hacia normas que
incluyen un desarrollo considerable del ejercicio de la profesión en el marco
de instituciones integradas por varios profesionales de distinto tipo y tamaño.
Este giro hacia la inclusión de la firma como sujeto regulado y las relaciones
entre abogados dentro de una firma puede observarse en varios países eu-
ropeos, en América del Norte, pero también en América Latina, por ejemplo,
en Chile.
(6) Todos los casos citados están disponibles en la página web del CPACF: http://cpacf.
org.ar/inst_td_deberes_inicio.php
• Defensa diligente.
• Deberes de buen comportamiento o decoro (frente a los tribunales o frente
a otros colegas).
• Deberes de juego limpio (en la obtención de clientes).
5.1. Defensa diligente
Bajo este rótulo englobamos el deber general del profesional de ofrecer un
servicio eficiente desde el punto de vista técnico, dentro de las limitaciones
razonables que existen en el ejercicio de la profesión. Tal como ocurre con el
concepto de diligencia (y su opuesto, negligencia) en otras áreas del derecho,
las conductas no diligentes recorren un posible gradiente que va desde leves
descuidos hasta conductas gravemente negligentes, y, en el límite, casos de
daño o fraude intencional.
(7) Esta clasificación difiere de la que utiliza el CPACF para ordenar su jurisprudencia,
la cual sigue temáticamente los capítulos del Código de Ética.
Si bien la falta de una estrategia defensiva es una falta clara, no es claro que
una mala estrategia defensiva también lo sea. En el caso “Ríos”, del 20 de
octubre de 2004, la Sala III de la Cámara Nacional de Casación Penal sostuvo
que:
• El acusado tiene que probar no solo que la defensa fue deficiente sino tam-
bién que los errores del abogado fueron “tan graves que el trabajo del aboga-
do no satisfacía el derecho a un abogado de la Sexta Enmienda”.
• La defensa deficiente tiene que ser tal que sea probable que, si el abogado
hubiera defendido a su cliente adecuadamente, el resultado del juicio hubiese
sido diferente.
Como se puede observar, la Corte Suprema de Estados Unidos considera que,
efectivamente, algunas defensas pueden considerarse objetivamente malas
o deficientes, más allá de algunos casos obvios como el de no presentar de-
fensa alguna.
(8) Es evidente que cualquier acusado de cometer una falta de ética en el ejercicio
profesional de la abogacía puede defenderse, ya que para incurrir en una de estas faltas
de ética se necesita ser abogado.
segundo lugar, si bien el abogado podría haber alegado razones de peso que
le imposibilitaban ejercer el cargo, no lo hizo. En palabras de la Cámara:
En otro caso resuelto por la Cámara Nacional de Apelaciones, “G., R. R.”, del
12 de diciembre de 2008, se confirmó la sanción de multa a un abogado que
se había ausentado de la audiencia de debate en un juicio oral y público en
un caso correccional. El abogado apeló la sanción impuesta por el Tribunal de
Disciplina de la Capital Federal sobre la base de que no había podido asistir a
la audiencia por razones médicas. Sin embargo, la Cámara consideró inacep-
table esta excusa. Según la Cámara, el abogado violó el artículo 21 del Código
de Ética que establece: “Cuando el abogado renuncie al patrocinio o repre-
sentación, cuidará que ello no sea perjudicial a los intereses de su cliente”.
Según la Cámara, en este caso el abogado no tomó los recaudos necesarios
para que los intereses de su cliente no se vean perjudicados:
(9) Cabe destacar que la Cámara realiza un análisis de la falta de la norma ética como si
fuese la comisión de un delito. Habla de “tipo” y de “consumición”. Es un error muy común
de los tribunales de ética y los tribunales contencioso administrativos que evalúan infrac-
ciones a normas de ética asemejar estas infracciones a las infracciones de una norma pe-
nal. Sin embargo, esto es equivocado: no es un delito, sino una infracción administrativa.
En otro caso decidido por la misma cámara y la misma sala, “G., G. M.”, el
Tribunal de Disciplina sancionó a una abogada que no había impulsado
el proceso sucesorio de su cliente, a pesar de que el Tribunal había ordenado
la inscripción de la declaratoria de herederos en dos ocasiones en 2003. La
abogada apeló sobre la base de que, como en “Fischetti”, no era responsable
por su inactividad. Según la abogada:
En el caso “F, C. G.”, resuelto por el Tribunal de Disciplina del CPCAF, también
se resolvió que el abogado era responsable por lo que hacían personas a su
cargo. Sin embargo, en este caso se trataba de sus empleados. Los hechos del
caso eran los siguientes:
perciba”. He aquí uno de estos casos, “V., N. del V.”, resuelto por la Sala II del
Tribunal de Disciplina del CPACF:
También este otro caso, “R, M. s/conducta”, resuelto por la misma Sala del
mismo tribunal:
Sin lugar a dudas antepuso sus propios intereses –no solo au-
sentes de ética sino de legalidad– a los de sus clientes.
La justificación de este tipo de reglas, tal como se puede apreciar en los fallos
del Tribunal de Disciplina, es común en ambos supuestos: tanto el respeto
hacia el tribunal como hacia la contraparte (especialmente el letrado de la
contraparte) se funda en el hecho de que el abogado es un asistente de un
sistema, cuyo funcionamiento adecuado requiere un estilo respetuoso y no
injuriante.
En otra causa, “T. de T. G. D”, resuelto por la Sala III del CPACF, sí se refiere a
la utilización de expresiones inadecuadas:
El artículo 14 del Código del CPACF establece, como vimos, el deber de res-
peto frente a los colegas. Los tribunales disciplinarios suelen sancionar estas
faltas, tanto cuando la descalificación se dirige al colega que representa a la
contraparte, como a la contraparte misma. En el caso “A., J. M”, la Sala II del
CPACF sostuvo lo siguiente:
La justicia debe buscarse solo con las armas del saber. Cuando
se emplean expresiones indebidas el proceso se degrada y se
desjerarquiza. En la función del abogado y el servicio de justicia,
la defensa, aun con convicción y hasta con pasión, debe mante-
nerse dentro del marco del respeto”.
(10) Simulación de procedimiento ante una corte, muchas veces realizada en el contex-
to de una competencia.
En otro caso, “Peters”, resuelto por la Corte Suprema del Estado de Minneso-
ta, se trató una cuestión similar a la de “Mustafa”, esto es, la sanción de un
abogado por una conducta o comportamiento que no se produjo en el ejerci-
cio de la profesión. En este caso en particular, Geoffrey Peters, decano de la
William Mitchell College of Law, con sede en St. Paul, Minnesota, fue acusado
de acosar sexualmente a cuatro empleadas, de las cuales dos eran también
alumnas de la escuela de derecho. Para la Corte jamás hubo duda de que las
obligaciones éticas de los abogados se le extendían a Peters, a pesar de que
su conducta reprochable se cometió en su función de decano:
una causa y, más importante aún, prohíbe entrar en cualquier tipo de acuerdo
o convenio con personas patrocinadas por otro abogado sin el previo co-
nocimiento de este. Por otro lado, el artículo 16, más explícitamente prohíbe
realizar cualquier esfuerzo por atraer clientes de otro abogado. Estas reglas
limitan la competencia en el mercado de los servicios profesionales de aboga-
dos. No imaginamos reglas similares en otros mercados (por ejemplo, que no
estuviera permitido a un supermercado A tratar de convencer a los clientes
de un supermercado B que dejen de comprar en B y pasen a comprar en A).
La justificación de este tipo de restricciones a la competencia es controverti-
ble. En todo caso, puede buscarse en consideraciones realizadas en el capítu-
lo 2 (relacionadas con la colegiación y el monopolio profesional) y en el capí-
tulo 3 (relacionadas con el buen funcionamiento de un sistema adversarial de
litigación y, en general, del sistema judicial). La idea sería que si los abogados
gozan del privilegio de ejercer monopólicamente la representación legal y
son, de acuerdo con ello, asistentes de un sistema que tiende a maximizar las
resoluciones justas, entonces debe existir un conjunto de reglas más estrictas
que las existentes en un mercado normal respecto de cómo obtener clientes.
En el caso “B. J. A”, resuelto por el Tribunal de Ética del Colegio Público de
Abogados de Tucumán, los abogados Daniel Mendivil y Patricia del Valle Chi-
polari denunciaron que el abogado J. A. B. tuvo intenciones de quitarles el
cliente José Héctor Pasquet. Mendivil y del Valle representaban a Pasquet por
un caso de mala praxis. A pesar de que, según los abogados, estaban cum-
pliendo una labor correcta, Pasquet empieza “a tener una conducta esquiva
y distante pese a la constante e insistente búsqueda del mismo por parte de
los letrados”. En consecuencia, los abogados le piden por carta documento
a Pasquet que aclare su situación con respecto al patrocinio. Pasquet no res-
ponde a la carta. Tiempo después, Pasquet les comunica telefónicamente que
dudaba de continuar con el amparo que habían iniciado Mendivil y del Valle,
por el cual exigían que se le realizara una nueva operación, ya que el abogado
B. le había ofrecido, mediante sus servicios, obtener una indemnización por
el daño que padecía.
Según Mendivil y del Valle “esta situación es disvaliosa no solo para los letra-
dos sino también para el Sr. Pasquet, a quien se le ha generado una expecta-
tiva de indemnización inmediata con el fin de captar su atención”.
obstaculizó el trabajo de los abogados, ya que, según los hechos del caso, no
existió ese aviso. (12)
Por otra parte, según el Tribunal de Disciplina del CPACF no alcanza con que
el cliente avise del cambio o incorporación de un abogado para que el nuevo
abogado se libere de su deber de notificar. Tal fue el sentido de su decisión en
el caso “G. del S., E. C.”, entre otros:
(12) Este caso se resolvería de manera diferente de haber pasado en Capital Federal. En
Tucumán, a diferencia de Capital Federal, no existe una norma como el artículo 16, que
prohíbe tajantemente la captación de clientes de otro abogado.
En otro caso, “R., L. M.”, resuelto por la Sala III del Tribunal de Disciplina, se
establece en el mismo sentido que:
El aviso del profesional que ofrece consultas gratis, viola lo esta-
blecido en el art. 10 inc. e), y el art. 44 inc. f) de la ley 23.187, así
como el art. 10 inc. f) del Código de Ética, ya que en principio la
actividad profesional como regla general se presume onerosa.
Es decir, la publicidad que ofrece servicios gratuitos es engañosa para las nor-
mas de ética en tanto la actividad es en principio onerosa. Además de ofrecer
servicios que no pueden ser gratuitos, los abogados tampoco pueden inducir
al engaño respecto de los servicios que ofrecen. En el caso “V. de G. S.”, resuel-
to por el Tribunal de Disciplina de Abogados de la provincia de Córdoba, una
abogada promocionaba servicios de asesoría sobre un proyecto que otorgaba
beneficios previsionales a conscriptos. Según el Tribunal de Disciplina, esa pu-
blicidad violaba el artículo 21, inciso 7, apartado (a) de la ley 5805, que esta-
blece los deberes del abogado en la provincia de Córdoba. Específicamente,
el artículo 21, inciso 7, apartado (a) regula la publicidad de los abogados en
términos mucho más concretos que el del Código de Ética del Colegio Públi-
co de Abogados de la Capital Federal. Prohíbe “[h]acer publicidad que pueda
inducir a engaño u ofrecer soluciones contrarias o violatorias de las leyes”. En
este caso, el Tribunal consideró que la publicidad efectivamente era engañosa:
En el caso “M. P.”, el Tribunal de Disciplina del CPACF consideró que se había
violado el artículo 15:
Sobre esta cuestión, la Cámara consideró que había violado el artículo 21, inci-
so 21, de la ley 5805, redactado en términos similares al artículo 15 del Código
de Ética del CPACF: (13)
(13) La parte de este artículo que se aplica es la que dice que es deber del abogado no
“tratar de concertar arreglos o transacciones directamente con el adversario del propio
cliente y no con su abogado salvo que el colega lo autorizare expresamente o no hubie-
re aún abogado designado”.
6. Conclusiones
Los problemas que hemos tratado en este manual con profundidad (fidelidad,
paternalismo y autonomía del cliente, confidencialidad, conflictos de intere-
ses, selección de clientes, acceso a la justicia) no son los más frecuentes en la
jurisprudencia de los tribunales de ética de nuestro país (y en las instancias
posteriores de apelación). Es posible ofrecer varias conjeturas acerca de por
qué ello es así. Sin pretensión de exactitud o exhaustividad, mencionamos
algunas.
Capítulo 6
C o n f i d e n ci a l i d a d
1. Introducción
La confidencialidad es uno de los deberes más ampliamente reconocidos en
el ejercicio profesional de la abogacía. Forma parte del conjunto de deberes
de fidelidad o lealtad hacia el cliente. Si bien se trata de un deber que goza
de un consenso amplio (aunque no total, como veremos), la confidencialidad
es también uno de los que plantean más dificultades de interpretación. En
términos preliminares, el deber de confidencialidad es un deber especial que
los abogados tienen hacia sus clientes de no revelar a terceros cualquier infor-
mación aportada por el cliente, sin su consentimiento expreso.
la barrera para evitar que esa información sea utilizada continúe de manera
permanente. Esa barrera es el deber de confidencialidad. (2)
Así como hemos visto dos ejemplos relevantes de normativas locales, obser-
vemos lo que establecen códigos de ética en algunas jurisdicciones extran-
jeras. Tomaremos dos ejemplos: el Código de Deontología de los Abogados
de la Unión Europea (acordado en 1988 por delegaciones de 18 países de la
Unión Europea), y las Model Rules of Professional Conduct de la American
Bar Association (el código modelo a partir del cual los diferentes colegios
estaduales de Estados Unidos redactan sus propios códigos).
2.3.1. Forma parte de la esencia misma de la función del Abogado que sea
depositario de los secretos de su cliente y destinatario de informa-
ciones basadas en la confianza. Sin la garantía de confidencialidad
no puede existir confianza. Por lo tanto, el secreto profesional es un
derecho y una obligación fundamental y primordial del Abogado.
La obligación del Abogado relativa al secreto profesional conviene al
interés de la Administración de Justicia, y al del cliente. Esta obliga-
ción, por lo tanto, debe gozar de una protección especial del Estado.
Las Model Rules, por otro lado, se encuentran más cerca de la normativa de la
Provincia de Buenos Aires, aunque con mayor grado de precisión. En la regla
1.6 dice:
Es importante resaltar que, de acuerdo con las Model Rules, todas estas ex-
cepciones son opcionales: el abogado tiene permitido revelar información
confidencial si se dan esos supuestos, pero no está obligado a hacerlo. Este
es un punto que ha sido discutido. Monroe Freedman, por ejemplo, sostiene
que la única excepción debería ser la de evitar la muerte de una persona.
Pero, en ese caso, la revelación debería ser obligatoria. (4) Esta posición pa-
rece plausible. Después de todo, si incumplir el deber prima facie de guardar
el secreto profesional cede frente a la importancia de salvar una vida o evitar
un daño irreparable, es natural pensar que, entonces, debería existir un deber
(3) Sobre la evolución de la regla (1.6) de las Model Rules sobre confidencialidad, véase
Vance y Wallach (2003-2004).
(4) Véase Freedman (1984, pp. 7-8). Este autor analiza la primera versión de las Rules.
Concede, también, que puede ser permisible (al menos en algunos casos) revelar infor-
mación para cumplir con una orden de un tribunal. Pero rechaza que lo sea para evitar
daños económicos a terceros o para cobrar honorarios.
de evitar ese daño, no una mera permisión. Un argumento que se aduce para
defender la mera permisión es que, de existir una obligación de revelar infor-
mación, los abogados se verían indebidamente inducidos a hacerlo en casos
dudosos, con el fin de evitar una sanción. Pensemos, por ejemplo, en el caso
en el que el abogado cree que es previsible que el cliente va a matar a alguien.
Si fuera obligatoria la revelación, el abogado tendería a revelar, aun cuando
su creencia no estuviera fuertemente justificada o fuera una mera sospecha.
Si no lo hiciera y finalmente el cliente cometiera el crimen, el abogado habría
incumplido su deber profesional. (5)
4. Argumentos consecuencialistas
Desde el punto de vista consecuencialista, el valor de la confidencialidad es
instrumental. Es un elemento necesario para generar confianza entre el abo-
gado y el cliente, lo cual es necesario para que el abogado pueda llevar a cabo
una representación óptima de los intereses o derechos del cliente. Que los
abogados sean capaces de representar competentemente a sus clientes es, a
su vez, un instrumento clave del funcionamiento del sistema de justicia, en la
medida en que este sea, en alguna medida importante, adversarial.
(6) Para una discusión de este argumento, véase Luban (1988, pp. 189-192).
(7) Véase Fischel (1998, p. 23).
(8) Véase Kipnis (2006). Vamos a adaptar el argumento de Kipnis, referido a la confi-
dencialidad médica, al caso de la abogacía.
(9) Kipnis (2006, p. 14) menciona, entre otros, el caso de pacientes que no confiaban
en el sistema de salud japonés en cuanto a mantener la confidencialidad de un posible
diagnóstico de VIH y, por ello, viajaban a Honolulu a realizarse el estudio correspon-
diente.
(10) Ver en esta dirección Boylan (2006).
(11) Una versión de este argumento se encuentra en Rhode (1998, pp. 226-228).
(12) Véase Luban (1988, pp. 192-197) para una discusión instructiva sobre este punto.
Monroe Freedman (1975) presenta el caso de una mujer que, habiendo matado a su
esposo en legítima defensa, no sabe que ello es una justificación y piensa que, si revela
lo que hizo, será castigada.
(13) Para una visión crítica de la regla de confidencialidad, véase Fischel 1998, artículo
que citamos brevemente por su defensa del argumento de Bentham. Su trabajo, sin
embargo, va mucho más allá de este argumento y señala numerosos problemas que, en
su opinión, tiene esta regla, y que, por razones de espacio, no podemos discutir aquí.
(14) Una versión ampliada de los hechos del caso puede encontrarse en la sentencia
de la Corte Suprema de California, de febrero de 1974, People v. Poddar (518 P.2d 342).
que solo se justifica revelar información confidencial si se hace para evitar una
“altísima peligrosidad futura” y, además, el cliente no consultó al abogado a
causa de ese hecho. Es importante que el Procurador habla aquí de una “auto-
rización” de revelar. De modo que la revelación de la información confidencial
para evitar la altísima peligrosidad futura es solo permisible, no obligatoria.
Coincide en esto con el criterio de las Model Rules.
(15) Para una lectura más amplia y extensa de los hechos del caso “Spaulding” véase
Cramton y Knowles (1998-1999).
Por esa razón, fue sometido a una operación, por la cual quedó
con severas y permanentes dificultades para el habla.
Hay varias aclaraciones que son importantes para discutir el caso adecua-
damente. (17) Spaulding era un menor, pero se encontraba a solo unos días
de alcanzar la mayoría de edad. Si hubiera sido un mayor, la sentencia inicial
no podría haber sido revisada, de acuerdo con la legislación vigente en ese
momento en Minnesota. Esto habría implicado que Spaulding no podría haber
recibido una compensación adecuada.
Como hemos visto, las reglas de ética profesional han ido modificándose con
el tiempo. Las Model Rules, que hemos visto más arriba, fueron incorporadas
por la American Bar Association en 1983. Antes de ello, las diferentes jurisdic-
ciones utilizaban como modelo el Model Code of Professional Responsibility,
creado en 1969. En el momento en el que ocurrieron los hechos de “Spaul-
ding”, la normativa modelo eran los Canons of Professional Ethics. Este có-
digo no incluía ninguna excepción al deber de confidencialidad. Esto implica
que los abogados Arveson y Rosengren habrían sido sancionados si hubieran
revelado a Spaulding la información acerca del aneurisma sin el consentimien-
to de Zimmerman y Ledermann. Si observamos la regla 1.6 tal como estaba
redactada en las Model Rules de 1983 (ver más arriba), también la información
sobre el aneurisma estaba protegida por el deber de confidencialidad. Recién
la modificación de 2003 incorpora la excepción aplicable al caso (“Prevenir la
muerte o el daño físico sustancial con un grado razonable de certeza”).
En primer lugar, hay que señalar que el abogado de Spaulding, Roberts, de-
bería haber solicitado y analizado las pericias realizadas por la contraparte.
En segundo lugar, es discutible que el médico que descubrió el aneurisma,
el Dr. Hannah, no haya debido informar a Spaulding acerca de esa dolencia.
Es cierto que no se trataba de un médico tratante, sino contratado por los
abogados de Zimmerman y Ledermann. Sin embargo, es por lo menos du-
doso que, desde el punto de vista de la ética profesional de la medicina, no
exista un deber de informar al paciente de una condición altamente riesgosa,
cualquiera sea la condición por la cual el médico está actuando. (18) En tercer
lugar, y como bien señala Cramton (1999), los abogados de Zimmerman y Le-
dermann cometen sin duda una falta preliminar e independiente a la cuestión
de si deben informar a Spaulding acerca del aneurisma. Esta falta consiste en
no informar a sus clientes de la cuestión y de no consultar cuál es su opinión
acerca de lo que deben hacer.
Hechas todas estas advertencias, quedaría por discutir el núcleo del proble-
ma: si (independientemente de que exista o no un permiso disciplinar de ha-
cerlo, o de si Zimmerman y Ledermann hubieran dado o no su consentimiento
para hacerlo) los abogados de la defensa tenían el deber moral de advertir a
Spaulding de su riesgo, aun a costa de que el costo de la indemnización resul-
tara mucho mayor para su cliente.
Dejamos la discusión para el aula o la reflexión del lector. Cabe señalar, fi-
nalmente, que este caso toca, aunque tangencialmente, un deber que suele
estar incorporado en la normativa disciplinar, a saber, el deber de buena fe. (19)
Se podría afirmar que los acusados y sus abogados, en algún sentido, están
aprovechándose de un error de la parte opuesta. Más concretamente, están
beneficiándose de la negligencia o la falta de pericia de los abogados de la
contraparte. Se podría argumentar que, además de un deber directo de evitar
un riesgo de daño irreparable, existe aquí un deber de buena fe de advertir
a la contraparte del error o la negligencia. Obviamente, este deber de buena
fe es, como todos, prima facie (existe “en principio”) y debe competir con el
(18) El punto es discutible, pero no afecta a nuestro tema. Aun cuando consideremos
que el Dr. Hannah cometió una falta ética, esto no releva a los abogados de Zimmerman
y Ledermann de su obligación de informar (si es que concedemos que la tienen).
(19) En el Código de Ética del CPACF aparece en el art. 10 (a): “Utilizar las reglas de
derecho para la solución de todo conflicto, fundamentado en los principios de leal-
tad, probidad y buena fe”. El deber de lealtad se refiere genéricamente a adoptar una
posición partisana de defensa de los intereses del cliente, cosa que hemos discutido
en el capítulo 3. La probidad se interpreta normalmente como el deber de actuar con
honestidad y diligencia frente al propio cliente. La buena fe, en cambio, se refiere a la
conducta del abogado respecto de la contraparte en un litigio o negociación.
deber de defender celosamente los intereses del propio cliente. De ahí el ca-
rácter dilemático de este y los demás casos que estamos tratando.
(20) Una versión ampliada de los hechos del caso puede leerse en Belsey (2016,
pp. 149-153). Véase también Joy y McMulligan (2008).
(21) Se parece al caso “Tarasoff” en el hecho de que el daño a prevenir está relacionado
con un delito penal, pero aquí el propio profesional (ahora un abogado, no un médico)
está representando a su cliente en un caso penal.
Un punto que merece aclararse sobre este caso es la diferencia que existe entre
el deber de confidencialidad y una institución del derecho procesal norteameri-
cano, que es el “privilegio abogado-cliente”. Ambas normativas apuntan a res-
guardar al cliente de la revelación de secretos, pero lo hacen de modo diferen-
te. El deber de confidencialidad es un deber profesional general, cuya violación
acarrea sanciones disciplinarias. El privilegio abogado-cliente es una norma del
derecho procesal que establece que, en un litigio, aquella información que viole
ese privilegio (es decir, que sea provista por el abogado sin el consentimiento
del cliente) no podrá ser utilizada en sede judicial como evidencia o testimonio
válido. En cualquier caso, la distinción entre ambas normativas es una peculia-
ridad del derecho estadounidense que no existe en otras jurisdicciones.
razonablemente crea que la divulgación de esa información sea necesaria para prevenir
un acto delictivo que el abogado razonablemente crea que es probable que cause la
muerte o una lesión física significativa a un individuo.
(25) Hemos visto que la American Bar Association reemplazó el Model Code por las
Model Rules en 1983. Sin embargo, algunas jurisdicciones de los Estados Unidos siguen
teniendo como modelo el Model Code.
(26) La decisión de la Corte de Apelaciones puede encontrarse en http://openjurist.
org/513/f2d/568/hull-v-celanese-corporation
(27) Las citas son de la decisión de la Corte de Distrito de Nueva York, que funciona
como la primera instancia judicial. La resolución puede encontrarse en http://law.justia.
com/cases/federal/district-courts/FSupp/375/922/1669594/
(28) El Código de Nueva York se divide en cánones que explican los conceptos más
generales del Código y reglas específicas para situaciones en los que se violan esos
principios generales.
(29) Algo que no aclara la Corte de Apelaciones es cómo iniciar una demanda autó-
noma que no violara el canon 9. Delulio seguiría teniendo información confidencial y
podría compartirla con sus nuevos abogados.
(30) Véase Luban (1988, pp. 179-180).
7. Conclusión
A través de la discusión de los principales argumentos justificatorios y de
algunos casos emblemáticos, hemos querido mostrar la enorme complejidad
del problema de la confidencialidad abogado-cliente. Se trata de uno de esos
problemas en los que, si bien todos acordamos en un núcleo de casos fáci-
les (por ejemplo, casos en los que el abogado viola la confidencialidad para
beneficiarse o por negligencia), existe un contorno de casos difíciles que se-
guirán siendo controvertidos. Es posible que un abogado nunca se tope con
uno de esos casos, aunque quizá no sea improbable que, en alguna ocasión,
lo haga. Es importante, por ello, estar preparado para entender la magnitud
del dilema y tomar una decisión informada y reflexiva.
Capítulo 7
C o n f l ic t o s d e i n t e r e s e s
1. Introducción
La existencia de conflictos de intereses es uno de los fenómenos más extendi-
dos y más complejos de la práctica de la abogacía en cualquiera de sus moda-
lidades. Además, es uno de los más difíciles de regular, especialmente porque,
como veremos, no siempre se trata de conductas que violan de hecho alguna
norma ética o legal, sino de situaciones en las que se considera razonable
prohibir ciertas conductas porque podrían constituir una violación o porque
puede sospecharse que existe una violación de normas o principios de con-
ducta profesional. Esto hace que se trate de casos muchas veces dudosos o
discutibles. Por lo mismo, se trata de uno de los problemas más interesantes
e intrincados de la práctica profesional.
Por otro lado, un conflicto de intereses puede darse, no entre dos intereses
ajenos (de aquellos a los cuales el profesional debe fidelidad, confidenciali-
dad, etc.), sino entre un interés ajeno y uno propio. Aquí cumplir con el deber
hacia un cliente entra en conflicto con satisfacer un interés del propio profe-
sional. Obviamente, este tipo de conflicto es cualitativamente diferente al an-
terior, al menos por el hecho de que nadie tiene la obligación de satisfacer su
propio interés. Así, en este caso, el conflicto es entre algo que el profesional
debe hacer y algo que quiere (o desea, o puede desear) hacer. En cambio, en
un conflicto de obligaciones, el conflicto es entre dos cosas que el profesional
debe hacer. No existe una terminología específica para este tipo de conflictos,
pero podríamos llamarlos “conflictos de intereses en sentido estricto”. A con-
tinuación, estudiaremos estos dos tipos de conflictos por separado.
3. Conflictos de obligaciones
Los conflictos de obligaciones pueden ser de diverso tipo. Kipnis realiza dos
distinciones interesantes. Una de ellas es habitual y, como veremos, es recogi-
da por algunos códigos de ética. Se trata de la distinción entre conflictos de
obligaciones simultáneos y sucesivos (Kipnis 1986, p. 288).
Como observa Richard Epstein (1991), este rasgo permanente del deber de
confidencialidad incrementa enormemente la posibilidad de conflictos de
obligaciones. La información confidencial es un bien que queda inevitable-
mente en manos del abogado (o del estudio jurídico) y que él no tiene permi-
tido usar, aun luego de terminada la relación con un cliente. Pero cumplir con
esta obligación puede comprometer el deber de fidelidad hacia nuevos clien-
tes que tengan intereses adversos con los clientes pasados. Por otro lado,
Epstein muestra que la probabilidad de que ocurran conflictos de obligacio-
nes se incrementa con algunos rasgos típicos del ejercicio actual de la aboga-
cía. En primer lugar, se incrementa en la medida en que los estudios jurídicos
aumentan su tamaño. Dado que el deber de confidencialidad, en principio,
abarca a todos los abogados de un estudio, ya que cuanto más grande es un
estudio, más probable es que un nuevo cliente tenga intereses adversos con
otro cliente actual o uno pasado (Epstein 1991, p. 586). En segundo lugar, se
incrementa la probabilidad de que se den conflictos de obligaciones cuando
aumenta la movilidad de abogados entre diferentes estudios jurídicos. Cuan-
do un abogado abandona un estudio para pasar a otro, “lleva” consigo toda
la información confidencial del estudio anterior y, por lo tanto, aceptar repre-
sentar clientes que tengan intereses adversos a los clientes anteriores pue-
de generar un conflicto de obligaciones (Epstein 1991, p. 587). Por ejemplo,
supongamos que, en ocasión de su trabajo en el estudio A, el abogado X ha
obtenido información confidencial sobre un cliente Y que tuvo una contro-
versia, o estuvo negociando un contrato importante con la compañía Z. Al
cambiar de trabajo, X se incorpora a un estudio jurídico del que la compañía
Z es cliente. Este escenario plantearía un conflicto de obligaciones porque X
cuenta con información sobre Y que puede ser útil para defender los intereses
de su nuevo cliente Z.
En la práctica, las murallas chinas son más habituales en los estudios jurídicos
de tamaño grande. En los pequeños, resulta más difícil aislar a los integrantes
(1) Artículo 17 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación; ver, también, el artícu-
lo 63 del Código Procesal Penal de la Nación.
(2) A modo de ejemplo, ver la Guía de Conducta Judicial de Australia, disponible en:
https://aija.org.au/publications-introduction/guidelines/guide-to-judicial-conduct/. En
otras jurisdicciones, en cambio, la regla no es tan extrema. Por ejemplo, la Guía de Con-
ducta Judicial de Canadá brinda una serie de parámetros. En primer lugar, el juez debe-
ría apartarse cuando en su tarea como abogado conoció información confidencial de la
parte involucrada. En segundo lugar, cuando las circunstancias del caso provoquen que
una persona en forma razonable sospeche que el juez, en ese caso en cuestión, puede
no ser imparcial. Además, agrega que el juez no debería apartarse de la causa innece-
sariamente porque ello aumentaría la carga de trabajo de sus colegas y llevaría a que
la Justicia se torne más lenta. Ver Ethical Principles for Judges, disponible en: https://
www.cjc-ccm.gc.ca/cmslib/general/news_pub_judicialconduct_Principles_en.pdf
Otra distinción que realiza Kipnis, y que es especialmente útil para el ejerci-
cio de la profesión, es entre conflictos de obligaciones actuales y potencia-
les. (4) En los ejemplos que hemos visto, el conflicto es actual en el sentido de
que el abogado tiene en la actualidad (o en el presente) obligaciones cuyo
cumplimiento conjunto es especialmente improbable, dado que cumplir uno
de ellos atenta contra el cumplimiento del otro. Pero podría ser el caso de que
esas obligaciones en conflicto no existan en la actualidad (o al menos una de
ellas no exista en la actualidad), pero sea previsible que tal conflicto pueda
surgir en el futuro. En estos casos, el conflicto es potencial: puede existir en el
futuro si, en el presente, se toman ciertas decisiones.
(3) Supreme Court of the State of New Mexico, Mercer v. Reynolds, diciembre de 2012.
(4) Ver la discusión en Kipnis (1986, pp. 283-291).
(5) Ver la formulación del caso en Kipnis (1986, p. 284). El ejemplo no toma en cuenta
cuestiones de derecho procesal que podrían impedir que el conflicto se actualice. Por
ejemplo, dadas ciertas reglas procesales, el juez no podría imponerle a Juan la obliga-
ción de indemnizar a sus amigos si ellos no le iniciaron una causa judicial. El punto que
quiere hacer Kipnis queda, de cualquier modo, bien ilustrado.
Estos, sin embargo, no son los únicos conflictos de intereses en sentido estric-
to. Son, en realidad, solo un tipo de conflictos, que Kipnis (1986, p. 291) deno-
mina “personales”. En ellos, el profesional (sea abogado, médico o político)
tiene la posibilidad de evitar el conflicto simplemente renunciando al interés
propio que está en juego: el médico puede rechazar los viajes, los jugadores
pueden rechazar el dinero que les ofrece el club contrario, el abogado puede
no cobrar comisiones por realizar derivaciones, y así sucesivamente.
Por el contrario, existen algunos conflictos que son, de algún modo, inheren-
tes a la actividad profesional. Específicamente, son inherentes al hecho de
que se trate, en todos los casos, de actividades onerosas, rentadas. Kipnis
(1986, pp. 296-297) llama a este tipo de situaciones “conflictos estructurales”.
En un sentido importante, son inerradicables porque surgen cualquiera sea el
tipo de contrato que el abogado realice con su cliente. El caso fundamental de
conflicto de intereses estructural es el del cobro de honorarios. Merece, por lo
tanto, un tratamiento separado (lo que se hará en la sección 3 de este capítulo).
El Código de Ética del CPACF dedica dos parágrafos al problema de los con-
flictos de intereses (art. 19, parágrafos g y h): (6)
Como se puede observar, esta lista contiene una prohibición, la sexta, que
busca evitar un conflicto potencial de obligaciones. El resto pretende evitar
conflictos de intereses en sentido estricto.
Como en los otros tipos de conflicto, el abogado puede cumplir su tarea dili-
gente y honestamente, a pesar de la existencia del conflicto. En este tipo de
conflicto estructural, además, la existencia del conflicto es inevitable (dado
que el abogado tiene que cobrar honorarios de algún modo).
(8) Esta lista está tomada de diversos supuestos contemplados en las Reglas de Ética
elaboradas por el Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires (2005), disponi-
bles en: http://www.colabogados.org.ar/reglasdeetica/reglasdeetica.php
(9) Artículo 36 de las Reglas de Ética elaboradas por el Colegio de Abogados de la
Ciudad de Buenos Aires
(10) Artículo 36 de las Reglas de Ética elaboradas por el Colegio de Abogados de la
Ciudad de Buenos Aires. Cuando se trate de un estudio jurídico con abogados con di-
ferentes categorías (socios, asociados, juniors, etc.), el estudio debe asegurarse de que,
cualquiera sea la categoría del abogado a cargo del asunto, este esté calificado para
proveerlo –muchas veces, los clientes se quejan de que los abogados junior del estudio
no están a la altura del valor-hora que el estudio les cobra–.
hecho, obligatorio. (12) Es más, el deber de trabajar pro bono podría enten-
derse como parte de un deber de contribuir al acceso a la justicia. (13) Es
importante mencionar que los deberes éticos de los abogados no cambian
si el cliente es pro bono. Es decir, los abogados son tan pasibles de mala
praxis como por cualquier otra actuación profesional por las que les pa-
guen. El conflicto surge porque los abogados que trabajan gratis podrían
tener un incentivo para descuidar los intereses de los clientes que no les
pagan honorarios.
En todo caso, lo importante para el abogado es ser consciente de que la
modalidad de pago de honorarios no es inocua y puede generar incentivos
inadecuados que produzcan un servicio menos que óptimo para con el clien-
te.
(12) Ver, por ejemplo, los artículos 55, 56 y 57 de la Ley 23.187 de Ejercicio de la Abo-
gacía, que regula el ejercicio profesional en CABA. La ley establece la obligación del
CPACF de establecer un consultorio jurídico gratuito para personas que carezcan de
recursos. Desarrollamos este punto más en detalle en el capítulo 9.
(13) Nuevamente, ver el capítulo 9 sobre acceso a la justicia.
(14) Ver Regla 1.13.
Las Model Rules también regulan a quién y cómo los abogados deben co-
municar algunas decisiones cuestionables de los empleados. Como regla ge-
neral, el abogado de una organización debe aceptar las decisiones que esta
tome. Sin embargo, cuando piense que una decisión de un empleado o de
otro integrante de la organización puede conllevar a la violación de un deber
legal de la organización, debe actuar del modo que considere mejor para la
organización. (18) Ello puede implicar que el abogado tenga que informar a las
autoridades de la organización sobre la situación potencialmente conflictiva.
En caso de que las autoridades de la empresa no actúen en tiempo y forma
respecto de la violación de este deber legal, el abogado está autorizado a
revelar la información a las autoridades judiciales, pero solo si el abogado
está convencido de que la violación de ese deber legal resultará en un daño
sustancial a la empresa.
¿Califican como clientes los integrantes reales de la clase que no forman par-
te del grupo de integrantes representativo de la clase? En Estados Unidos,
por ejemplo, los tribunales han dicho que todos los integrantes de la clase
califican como clientes. (22) No obstante, también han dicho que el abogado
tiene la facultad de llegar a un acuerdo extrajudicial con la parte demanda-
da incluso si los integrantes de la clase no incluidos como representativos
se oponen. (23) También puede haber conflictos de intereses entre los inte-
grantes de la clase en relación al monto de la compensación: los tribunales
podrían establecer indemnizaciones con diferentes valores y la pregunta
(21) Aquí seguimos el análisis para Estados Unidos de Zitrin, Langford y Cole
(2014, pp. 315-339).
(22) Kleiner v. National Bank of Atlanta, 751 F. 2d 1193, 1207, n. 28 (11th Cir. 1985), citado
en Zitrin, Langford y Cole (2014).
(23) Kincade v. General Tire and Rubber Company, 635 F.2d 501 (5th Cir. 1981), citado en
Zitrin, Langford y Cole (2014).
Capítulo 8
Ac e p t a ci ó n y r e c h a z o d e c l i e n t e s
1. Introducción
¿Debe un abogado aceptar cualquier causa o cliente, aun el más abyecto o
aberrante? ¿O debe poner algún límite? ¿Es responsable un abogado por los
casos que acepta representar? En el capítulo 3 hemos visto que, de acuerdo
con lo que hemos llamado “concepción tradicional” (o modelo estándar) de la
abogacía, el abogado no es responsable por las acciones del cliente (siempre
que no sean claramente ilegales). Por otro lado, modelos alternativos cues-
tionan estos principios de neutralidad y no responsabilidad. Esta discusión se
aplica a las decisiones que toma un abogado en el curso de su asesoramiento
letrado, pero uno podría estar tentado a extender las conclusiones acerca de
este tipo de decisiones a la decisión inicial de aceptar o rechazar un determi-
nado cliente. Sin embargo, son dos clases de decisiones diferentes y, como
veremos, los criterios para evaluarlas no son necesariamente los mismos. Aquí
nos enfocaremos en esa decisión inicial: la de aceptar o rechazar un cliente
por razones morales.
... no critico [a Wilmer, Cutler & Pickering] por [hacer todo lo que
está en su poder en beneficio de sus clientes]. Critico la elección
de los clientes por los que eligieron hacer todo lo que está en
3) “Elección del cliente como decisión moral”: esta visión (que es la que de-
fiende el propio Freedman) considera que la elección del cliente es una
decisión sobre la cual el abogado tiene responsabilidad y debe ser públi-
camente justificable. Sin embargo, una vez que esa decisión ha sido adop-
tada, rigen los principios de neutralidad, parcialidad y no responsabilidad
propios de la concepción tradicional. Así, el abogado queda al servicio de
la autonomía del cliente, quien tiene que decidir los medios apropiados
para defender sus intereses, dentro del marco de la ley.
(2) Exponemos a continuación una síntesis del argumento que se encuentra en Rivera
López (2010 y 2015).
Ahora bien, esta razón es solo prima facie, es decir, una razón moral que apoya
la no aceptación, pero que podría ser desplazada o superada por razones en
sentido contrario. Una de ellas parece fundamental: la existencia de un dere-
cho de defensa, es decir, de un derecho de todo ciudadano a tener represen-
tación legal de sus intereses. Veamos brevemente qué se sigue de aceptar la
existencia de este derecho, fundamental en toda democracia constitucional.
¿En qué situación queda entonces el abogado que, con sus conocimientos
técnicos, acepta representar a esa persona? Por un lado, podemos decir que
está ayudándolo a realizar algo que es injusto o inmoral, por lo cual el he-
cho de ayudarlo podría considerarse también injusto o inmoral. Por otro,
podemos decir que está ayudándolo a realizar algo a lo cual tiene derecho:
defender su causa ante los jueces. El derecho a la defensa en juicio es un
derecho que todas las personas tienen y que obliga al Estado a garantizar
que ninguna persona quede sin defensa legal. Ahora bien, el caso en el que
ese derecho estuviera en peligro (por ejemplo, porque ningún abogado es-
tuviera dispuesto a aceptar la defensa) es relativamente excepcional. En la
gran mayoría de los casos, existen numerosos abogados dispuestos a acep-
tar la defensa (o, cuando esto no ocurre y se trata de una acusación penal,
el Estado provee la asistencia jurídica a través de abogados de oficio). (4)
Siendo esto así, y bajo el presupuesto de la libertad de actuación (que vimos
al comienzo del capítulo que existe en casi todos los órdenes disciplinarios),
un abogado tiene razones morales para no aceptar una causa que es mani-
fiestamente inmoral. Tiene derecho a aceptar, pero hacerlo es moralmente
incorrecto. (5)
(7) Bayles obviamente no cita a Kennedy, porque su artículo es muy anterior. Bayles
sostiene que esta visión es más o menos estándar, aunque no cita ninguna fuente es-
pecífica.
Bayles considera e intenta refutar numerosas objeciones, entre las cuales qui-
zá la más relevante sea que, si aceptamos este principio de la no diferencia,
muchas conductas que intuitivamente nos resultan aberrantes podrían estar
moralmente justificadas. (8) Un sicario podría justificar los homicidios que co-
mete (o por lo menos muchos de ellos) si fuera cierto que si él no aceptara
el encargo, otro sicario lo haría. Un colaboracionista durante el régimen nazi
podría justificar sus actos aberrantes sosteniendo que si él no lo hiciera otro lo
haría. Bayles responde a esta objeción sosteniendo que si uno pensara (como
ocurre en el caso del sicario o del colaboracionista) que el efecto de ser si-
cario o de colaborar es moralmente aberrante objetivamente, uno debería
no solamente rechazar la oferta, sino hacer todo lo que estuviera a su alcan-
ce para evitar ese efecto aberrante. Sería inconsistente (como ocurre, según
Bayles, con el argumento estándar) rechazar la oferta, pero solo si uno cree
que otro aceptará (e, incluso, recomendando a otro que aceptará). No. No
recomendaríamos a otro sicario o a otro colaboracionista. Esto muestra que
la situación del abogado frente a un cliente con objetivos inmorales no es
análoga a estas otras situaciones. En el caso del abogado, concluye Bayles,
si estamos dispuestos a permitir que otro acepte (o incluso a recomendar
a otro), entonces no puede haber ningún obstáculo moral para no hacerlo
uno mismo. Podríamos continuar objetando esta respuesta, pero dejamos esa
continuación en manos de estudiantes o lectores.
4. Conclusiones
Nuestro tema en este capítulo excede, ciertamente, aquello que pueda ser
abarcado por la regulación disciplinar. Es, sin embargo, materia de reflexión
de muchos abogados. Después de todo, determinar qué tipo de clientes uno
estará dispuesto a aceptar implica determinar el perfil de la carrera profesio-
nal que uno quiere o está dispuesto a recorrer. Se trata, en definitiva, de una
elección fundamental en la vida profesional. Las diversas posiciones que he-
mos analizado son, ciertamente, defendibles con buenos argumentos. Lo que
es inescapable es adoptar alguna, y uno debería hacerlo con argumentos en
los que uno genuinamente cree.
(8) Para el argumento y la respuesta de Bayles, véase Bayles (1986, pp. 433-434).
Capítulo 9
Acc e s o a l a j u s t ici a e i g u a l d a d d e
recursos legales
1. Introducción
La temática del acceso a la justicia y la distribución de los recursos legales
es una parte fundamental de la ética profesional, especialmente (aunque no
únicamente) en sociedades (como las nuestras) en las que existen altos nive-
les de pobreza, exclusión y desigualdad. Si bien el tema obedece a una única
preocupación originaria general, es importante distinguir dos cuestiones dife-
rentes que muchas veces se confunden, pero son, al menos en gran medida,
independientes.
En los dos parágrafos siguientes, trataremos las dos cuestiones que hemos
distinguido por separado: el acceso a recursos legales mínimos y la cuestión
de la igualdad de los recursos legales.
Por su lado, las Model Rules (el código modelo de la American Bar Associa-
tion, que hemos utilizado frecuentemente para comparar diversas normati-
vas) prevé un deber de trabajo gratuito (pro bono) en su regla 6.1:
Esto fue, a su vez, reafirmado por el fallo “Ferrari” de la Corte Suprema argen-
tina (ya mencionado en el capítulo 2). (2) Allí la Corte sostiene que el CPACF
es:
Tanto la ley como la Corte dejan en claro que entre las funciones que el Es-
tado ha delegado al Colegio se encuentra la de proveer servicios jurídicos
gratuitos a aquellas personas que lo necesiten. Así, el Colegio tiene la res-
ponsabilidad legal de articular los mecanismos necesarios para asegurar el
acceso a la justicia. La ley que regula el ejercicio profesional en la Ciudad de
Buenos Aires data de 1985 y el fallo “Ferrari” de 1986. En ese momento, el pro-
blema del acceso a la justicia tenía dimensiones muy diferentes a las actuales.
Por un lado, el índice de pobreza era sustancialmente menor; por otro lado,
no se había producido aún la reforma constitucional de 1994, que amplió los
derechos reconocidos y los mecanismos de acceso a derechos a través del
Poder Judicial. Por último, se desconocía el impacto que la nueva cultura de
los derechos generaría en la práctica constitucional argentina.
(2) CSJN, “Ferrari, Alejandro Melitón c/Estado Nacional (P. E. N.) s/amparo”, 26/06/ 1986.
(3) Ver http://www.cpacf.org.ar/files/reglamentos/reglamento_consultorio_juridico_gra-
tuito.pdf
El trabajo que, hasta donde sabemos, ofrece datos más aproximados para
elaborar tal diagnóstico es el que fue realizado por la Facultad de Derecho de
la Universidad de Buenos Aires en 2017 (Subsecretaria de Acceso a la Justicia,
2017), (4) que es el primer relevamiento sobre el tema que pretende ofrecer
conclusiones a nivel nacional. El estudio mide fundamentalmente lo que de-
nomina “necesidades jurídicas insatisfechas”. Se trata de problemas jurídicos
(situaciones que afectan los derechos de una persona) que no pueden ser
resueltos por la propia persona y frente al cual se no ha encontrado una reso-
lución satisfactoria. Nótese que el concepto de necesidad jurídica insatisfecha
es más amplio que el de falta de acceso a la justicia o falta de recursos legales,
dado que es posible que una necesidad jurídica quede insatisfecha por otras
razones, diferentes de la falta de recursos. De cualquier modo, resulta una
aproximación útil. De acuerdo con los resultados de este estudio, el 19% de la
población general ha tenido alguna vez necesidades jurídicas insatisfechas.
Este porcentaje se incrementa cuando se focaliza en colectivos vulnerables.
(4) Existen otros trabajos, pero con alcance más acotado. Por ejemplo, el realizado por
la Fundación CIPPEC en el partido de Moreno (provincia de Buenos Aires) en 2004, y el
realizado por la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ) en 2013 en la ciudad
de Buenos Aires, Gran Buenos Aires, Neuquén y Santiago del Estero (ambos pueden
accederse desde las páginas de las respectivas instituciones).
En efecto, asciende al 34,8% para personas pobres, al 26% para personas dis-
capacitadas, y al 60,5% para pueblos originarios.
Si bien el estudio ofrece un panorama mucho más detallado que el que trans-
cribimos aquí, resulta todavía insuficiente para determinar cuál es la propor-
ción de la población que, si tuviera una necesidad jurídica, no podría satisfa-
cerla. Garantizar el acceso a la justicia implica tomar decisiones que suponen
distribuir recursos escasos. Para hacerlo de manera eficiente y honrando, al
mismo tiempo, los compromisos igualitarios, necesitamos contar con infor-
mación mucho más completa que nos permita tomar decisiones informadas.
Más allá de estos esfuerzos incipientes o dispersos, resulta muy difícil pen-
sar el problema del acceso a la justicia sin información que permita medir la
magnitud del problema y, a partir de allí, tomar decisiones de distribución de
recursos que sean efectivas.
dado que de ella depende cuál sea el alcance de ese derecho, tanto en cuanto
a la cantidad de recursos que deben ser destinados a garantizarlo como en
cuanto a la amplitud de temas y áreas del derecho que abarca.
El derecho penal ofrece un caso claro, no controvertido, y que resulta útil para
comenzar la discusión. En efecto, el derecho de un acusado a un defensor se
infiere directamente de una garantía constitucional: el derecho a la defensa en
juicio. A su vez, este derecho tiene sólidas bases filosófico-políticas. El dere-
cho penal es el único que imparte castigos, el más importante de los cuales es
la prisión, es decir, la pérdida de la libertad. Por ello, su aplicación requiere un
cuidado especial, y un control por parte del potencial afectado que garantice
que ninguna persona pueda ser injustamente castigada. Por otro lado, en un
juicio penal, la parte acusadora es, fundamentalmente, el Estado. El Estado
posee todas las herramientas y poderes para llevar adelante la acusación, y
también puede excederse y abusar de ese poder. Por ello, un derecho penal li-
beral debe establecer una serie de restricciones al poder del Estado sobre los
individuos y, en este caso, sobre los acusados. El derecho de defensa es una
de esas restricciones. Es una garantía mínima de que el proceso penal será
controlado por el acusado, quien, además, tendrá una voz en ese proceso. (11)
¿Qué ocurre fuera del derecho penal? En una causa civil típica, las partes
son simétricas en un sentido en el que no lo son en una causa penal. Ahora
no es el Estado contra un individuo, sino que son dos personas privadas las
que entablan la disputa. Ciertamente, no existe controversia acerca de que el
derecho a acceder a los tribunales se encuentra garantizado constitucional-
mente siempre que entendamos este derecho como un derecho negativo, es
decir, como la no existencia de ninguna exclusión que, a través de una norma
explícita, prohíba a ciertas personas acceder a los tribunales (realizar una de-
manda o defenderse frente a una demanda). Sin embargo, el derecho al acce-
so a la justicia es más que un derecho negativo. Es el derecho positivo a que
el Estado garantice que toda persona posea los recursos legales suficientes
para poder llevar a cabo la acción de demandar o defenderse de un modo
suficientemente idóneo. Esto implica una acción del Estado (o de otros) y la
disposición de recursos económicos para solventar el servicio jurídico.
La pregunta, entonces, podría ser: ¿por qué debería estar obligado el Esta-
do (o la sociedad) a disponer recursos económicos para permitir a personas
privadas (que carecen de dichos recursos) acceder (en forma mínimamente
suficiente) a los tribunales para realizar demandas o defenderse frente a de-
mandas de otras personas privadas? Nótese que, fuera del derecho penal (en
el cual, como vimos, existe un servicio estatal de abogados, y una obligación
En definitiva, y más allá del argumento puntual de Luban, parece que la justifi-
cación general de un derecho a tener acceso a un mínimo de recursos legales
se relaciona con nuestras instituciones democráticas y el principio de igualdad
ante la ley. Esta idea puede relacionarse con algunas de las posiciones que
hemos explicado en el capítulo 3 acerca de las diferentes concepciones de
la abogacía, según las cuales el rol del abogado es ser un traductor de los
intereses del cliente en términos públicos, es decir, en términos que puedan
ser defendidos en un debate o deliberación pública. En la medida en que la
representación de un abogado es necesaria para que una persona común
pueda expresar sus razones en un debate público (en este caso, un debate
judicial), todas las personas deben tener acceso a ciertos servicios legales,
dado que todos poseemos un igual derecho a expresar nuestras razones en
la deliberación pública. Esto es parte constitutiva de lo que significa tener un
derecho a la igualdad ante la ley.
Sin embargo, la enorme mayoría de los litigios no son de esta clase. Son de
naturaleza civil y se desarrollan entre dos partes particulares (en algunos
casos, una de esas partes es el Estado, pero no nos referiremos a esos casos
aquí). El Estado, en los casos civiles, oficia de juez imparcial, pero son las
partes, al menos en gran medida, las que se ocupan de llevar adelante los ar-
gumentos que serán relevantes para la decisión del juez. En estos casos, el re-
clamo por mayor igualdad entre las partes se torna más atractivo. Uno puede
razonablemente pensar que deberían existir reglas relativas a la distribución
de los recursos legales entre las partes.
Una vez aceptada esta premisa (TRRL), debemos establecer cuál es el fin de
todo proceso judicial. La idea de Wertheimer es que el objetivo es siempre
obtener una sentencia justa, es decir, aquella que le otorga la razón a la par-
te que, jurídicamente hablando, tiene razón. Con este fin, el sistema judicial
ha instituido un sistema que, en mayor o menor medida, es adversarial. Se
supone que, como hemos visto en el capítulo 3, este sistema maximiza las
probabilidades, a largo plazo, de obtener sentencias justas. En él, las partes
son muy activas y son las que proveen los argumentos jurídicos y las eviden-
cias que, luego, un juez imparcial evalúa con el fin de tomar una decisión. El
carácter activo de las partes explica, por otro lado, por qué la premisa TRRL
es muy plausible: de lo que las partes hagan depende cuál sea el material
que el juez tiene para decidir. Y la calidad de ese material depende, plausi-
blemente, de la calidad de los servicios jurídicos con que cuenten las partes,
lo cual, obviamente, está correlacionado con el costo económico de esos
servicios.
decidir esto, debemos agregar una tercera premisa, bastante obvia, según la
cual no existe una correlación entre poseer la razón en un litigio y poseer más
recursos puestos al servicio de ese litigio. La conclusión de todo esto parece
ser que el PIRL optimiza la cantidad de sentencias que favorecen a quien
realmente tiene razón. Permítaseme esquematizar el argumento del siguiente
modo (para mayor claridad cambiamos el orden de las premisas):
• Premisa 1: el fin del sistema judicial es maximizar a largo plazo las sentencias
justas (aquellas que le dan la razón a quien tiene razón).
• Premisa 2: el sistema adversarial es el mejor sistema para cumplir con este
propósito.
• Premisa 3: dentro del sistema adversarial, no existe una correlación entre lle-
var la razón en un litigio y la cantidad de recursos legales invertidos en él.
• Premisa 4 (TRRL): los recursos legales invertidos ejercen una influencia en el
resultado de un litigio dentro del sistema adversarial.
• Conclusión (PIRL): igualar los recursos legales optimiza el fin del sistema de
adjudicación de obtener sentencias justas.
El PIRL puede ser objeto de numerosas críticas, tanto teóricas como prác-
ticas. Se puede argumentar, por ejemplo, que este principio, por más con-
ducente que sea para obtener sentencias justas, está en conflicto con otros
derechos o valores fundamentales, como la propiedad, la autonomía o la li-
bertad de expresión. En efecto, igualar (aunque sea de modo aproximado) los
recursos legales de las partes de un litigio puede implicar, en muchos casos,
restringir la capacidad de una de ellas de destinar recursos económicos para
ese fin. Esto, obviamente, representa una limitación a la libertad y al derecho
de propiedad. Además, si realizar un argumento en sede judicial puede con-
cebirse como una forma de expresión pública, limitar esas capacidades puede
concebirse como una limitación a la libertad de expresión.
7. Conclusiones
En una democracia constitucional, todas las personas deberían tener un ac-
ceso igualitario a la justicia. Lo que hemos hecho en este capítulo es un
análisis de esta afirmación en diferentes sentidos. Por un lado, hemos ad-
vertido los diferentes derechos que esta afirmación implica: el derecho a
un acceso mínimo a recursos legales y el derecho a una cierta igualdad de
recursos legales. También hemos contrastado esta afirmación con la reali-
dad en términos de acceso a la justicia, arribando a la conclusión de que, a
pesar de carecer de datos fiables que nos permitan hacer un diagnóstico del
problema y de las posibles soluciones, la situación en países desigualitarios
como el nuestro es grave y no existen mecanismos institucionales suficientes
para garantizar el derecho en cuestión. Por último, hicimos un ejercicio teóri-
co explorando algunas teorías acerca del fundamento del derecho a recursos
legales mínimos y a la igualdad en los procesos judiciales.
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