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I am your Father

Se repetía la frase de Stars Wars en la antigua casetera VHS que mi papá me regaló para
navidad. Recuerdo la película con el olor a cigarros mentolados que desprendía de sus camisas
de cuadros, recuerdo mi habitación con botellas y películas por todos lados. Era la navidad del
94, lo sé porque ese año fue el mundial y México perdió en penales contra Bulgaria. Mi infancia
la recuerdo a partir de los mundiales y a partir de eventos importantes como que mi papá vino a
verme o ya tiene años que no nos viene a visitar. Ahora que han pasado seis años de su
fallecimiento y pienso que el tiempo perdido se pudo rebobinar en la casetera. Me gustaría estar
rebobinando todo mi pasado y ver todas las escenas recortadas o los detalles que nadie vio para
decirme, ahí estaría mi papá tomando una cerveza o quizás ahí estaría alegando con su Darth
Vader alterno. Pienso en su última llamada y en los más de 20 minutos que hablamos sin
intermedios.

Escribo esto mientras caliento mi sopa, busco mi celular y busco el último correo de mi padre,
todo al mismo tiempo, todo en la misma caja coleccionable de cigarros que me regaló con su
última pensión. No he tenido tiempo de ver lo cursi que ha quedado el recuerdo de no hablar de
él ni con él para decirle que yo tengo varias películas VHS, aun rayadas por él y por la memoria
de nombrarlo. Recuerdo la navidad del 94 porque también peleó con la encargada de Viana
porque no le cambiaron mis muñecos coleccionables, estaban repetidos y uno estaba roto, insistía
desde la ansiedad de no beber por varios días, estaba curado y venía del cuarto retiro espiritual.
Mi madre odia hasta la fecha toda película del espacio, le traen malos recuerdos que siempre se
rebobinan en su boda, ahí se estaciona su charla y los años de viuda.

Muchos de nosotros nos hemos preguntado el origen de nuestros pensamientos o cómo


recordamos el primer recuerdo y por qué. Eso platiqué por años con mi madre, que quisiera
recordar más películas con mi papá porque él siempre me dijo que el llanto de niños se calma
con la película Laberinto de David Bowie, mi mamá me calmaba con Osito Panda y el éxito de
Yuri. Cada uno tenía su forma de relacionarse con el llanto. En ese año había más lágrimas que
agua en la tubería, la crisis de mi familia comenzó desde que yo nací y eso pasó desde que el
transbordador espacial Challenger fue cayendo poco a poco hasta matar a sus tripulantes.
Nosotros no podíamos morir, mi papá andaba curado. Mi hermana jugaba a la casita, montaba
escobas y sábanas atravesadas entre las camas, decía que ella era un hada que cumplía deseos y
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ponía música. Escuchaba gritos por fuera, un balbuceo y llantos que seguramente servirían de
agua bendita para el día siguiente.

Pasaba la navidad del 94 y la cena ya estaba lista, olía a pavo y no estaba caliente, porque la
temperatura la tenía mi hermana con su fiebre. Es varicela, repetía mi papá mientras prendía el
televisor y nos enseñaba el resumen del año con Jacobo Zabludovsky. Vete por hielos y tráete los
vasos, decía mi madre sin vernos la cara. Nunca lo supe y difícilmente sabré el detrás de cámara
de cada escena navideña que realmente fueron pocas, mi familia siempre ha estado al borde de la
extinción, tal como las figuras coleccionables que de pronto desaparecen y no dejan rastro, mi
vaso de la película Batman Regresa se fue borrando o quizás nunca existió porque podría
pertenecer a una realidad alterna es decir, una nueva versión sobre la vida que pasó en boca de
mi madre, esta versión es lejana a lo que dice mi hermana. Todos en la mesa teníamos nuestro
propio multiverso de nosotros mismos. Hay que ver si aún no han cerrado la tienda, revisa si
hacen falta refrescos o vasos desechables quizás venga alguien a visitarnos, repetía con
insistencia mi madre que ya quiere irse a dormir. Deberíamos ver otra vez Volver al Futuro,
están pasando la saga en canal 5, podríamos ver Stars Wars ahora que duerma mi madre, repetí
en mi mente sin decirle a mi padre y se me olvidó recordarle con los años. Debería, es la palabra
prohibida porque así fracasé tantas veces como pareja o amigo que me llevó a muchos años de
terapia. Mi madre decía que siempre se me olvidan las cosas y que debí apagar la estufa que por
poco ocasiono un incendio, debí cerrar la puerta, pudieron entrar a robar y debí llamar a mi
hermana mientras platicó con un hombre mayor que su rostro se perdía entre la altura del
edificio. Era el cuarto piso número 403 y veía la inmensa Ciudad de México, tenía frío y tenía
mis tazos de los Looney Tunes. Esperaba a Karlita del 401 que jugaba conmigo y nunca llegó,
habían desocupado su departamento y lo supe varios meses después, el encierro y el miedo de la
gran metrópoli hacía que siempre me enterara de último de todo, excepto del especial sobre el
asesinato de Colosio en canal 2. Mi papá se decía priista y quizás por eso olvidó varios
cumpleaños pero no importaba, trajo la espada de Luke Skywalker que prende en la oscuridad,
mi hermana presumía su barbie bodas y mi mamá escondía las deudas que el PRI le había dejado
porque fue despedida.

Ella trabajó por quince años en el área de perfumería de Sanborns, jugábamos con las muestras
de cremas y hacíamos edificios tan grandes como en el edificio que estaban por lanzarnos por
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deber meses de renta. Teníamos que irnos, pero ese era el propósito de año nuevo. Esa navidad
del 94 duró años, sentía que el tiempo se congelaba tanto como el refrigerador verde de escarcha
que congeló las dos cervezas que mi papá tenía escondidas. Recuerdo que aporreó sus latas en el
bote de basura y salió corriendo. Pasaron los años en los comerciales de Gansitos, Coca Cola,
Pepsi Cards, tarjetas coleccionables, repetición de Volver al Futuro y el agua que había que
pedirle prestada al vecino para poder bañarnos.

Habían pasado años y seguíamos en la navidad del 94 porque los juguetes los guardé en la
cajonera para que mi mamá no los rompiera cuando me regañara, había que llenar los años con
cubetas y dejar la memoria en el fregadero para lavarla. El agua era tan dura que tenía manos
ásperas que nos tomaba del cuello y nos amenazaba con dejarnos solos y con los años no fue una
amenaza fue una predicción que fue marcando y poco a poco cada quién tomó su camino. Había
formas de encerrarse. Cuando al fin dejamos que se alejara la navidad del 94 los años nuevos
perseguían al fantasma de nuestra infancia perdida. Es como si nunca hubiera perdido Darth
Vader y nos mostraran que él siempre tuvo la razón, porque eso decía mi padre, que un líder
como el nuevo PRI, ocasiona que la gente no valore su esfuerzo.

El año nuevo se llevó la navidad del 94 y también mi espada nueva de Luke Skywalker, mi
mamá la había roto en la espalda de mi hermana por estarse viendo con un extraño a altas horas
de la noche, eso le comentó el conserje del edificio. Mi hermana se disfrazó de momia y jugó en
la casita que había montado con las sábanas y escobas rotas que había dejado mi mamá en el
camino. Lloré de miedo y se cayó la casa de juguete y llegó el aviso de desalojar en el mes de mi
cumpleaños, es decir, en enero.

La pirotecnia, los artistas de moda haciendo el brindis en la plaza del zócalo mientras comen
uvas y comienza la cuenta regresiva, 10. Se para mi hermana y coge el teléfono, 9 vuelve mi
padre, 8 mi madre llora atrás de la puerta, 7 me encierro entre las sábanas que alguna vez fueron
mi casa, 6, tocan la puerta, 5 mi hermana se esconde, 4 mi papá se quita el cinturón, 3 suena una
mochila con cascos de cervezas, 2 me grita mi madre para que cierre la puerta, 1 los vecinos
escuchan todo. Inicia el año nuevo. Feliz 1995.

Camino por las fotografías que se van pegando en el álbum de las ausencias, casi no hay
parientes ni amigos en los recuerdos familiares, se están sulfatando los rostros de los únicos tíos
que recuerdo de niño y se borra gran parte de mi infancia, camino al trabajo, hablo con mi esposa
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y pasa un niño frente a mi mientras me estaciono, me parece que tiene un golpe en el rostro y me
sonríe. Mi esposa me regaña por comerme sus chocolates en la madrugada, me lo dieron en el
trabajo me repite por más de tres veces. No logro concentrarme, me estacioné en el lugar
equivocado, estoy sintiendo ganas de llorar y no han depositado, si me enfermo me sale más
caro, pienso mientras veo que le he dado un golpe a una maceta y debo irme antes de que alguien
lo perciba y me cobre dinero que no tengo. Yo no sé qué pensaría mi padre si supiera que ya es
abuelo, que tengo un hijo de 4 meses y que se llama Leonardo.

Mi llamo Jorge al igual que mi padre abuelo y bisabuelo, rompí una tradición como en algún
momento rompí con círculos sociales, renuncié y me despidieron de múltiples trabajos en un
lapso de tres años, tuve problemas con la bebida, alejé a personas que me quisieron en algún
momento, pero estoy bien ahora solo tengo problemas con la comida y quizás ahora muera de
colesterol, un infarto o hígado graso y no de alcoholismo. Me hubiera gustado romper con
amistades tóxicas que tuve de niño como por ejemplo en la primavera del 95, conocí a Josué, un
chico que me regaló un hot wheels repetido, era la carroza del pingüino, lo recuerdo. Lo hizo el
día que mi papá se fue de la casa y no volvió, tuve que ir a buscarlo un año después para
finalmente vivir con él y vivir con toda la familia de nuevo. Mi tiempo se va en rupturas y
costuras constantes, soy un pantalón con tantos parches que ha perdido toda parte original de
compra. Ahora que recuerdo no es solo mi problema con la comida se me está deteriorando mi
memoria, esta a punto de romperse en tantos pedazos que me será difícil volver armar mi
infancia. Me queda el corazón que aún con la grasa y las rupturas amorosas se ha quedado
conmigo, escucha esta conversación mientras lee conmigo los últimos mensajes del celular de mi
padre. ¿Vas a venir a comer? Quisiera que veas que pude arreglar el lavabo, ya no gotea. Pídele a
tu mamá la receta del mole de olla, podemos cocinarla juntos.

Cuando conocí a Josué fue mi único amigo en la infancia, conocí los videojuegos, jugamos
Mortal Kombat, International Star Soccer y juntos terminamos Donkey Kong Country 2. Mi
madre me regañaba por quedarme en casa de mi amigo y pasar horas en las maquinitas, bajaron
mucho mis calificaciones, reprobé sexto de primaria y no volví a verlo. Por años intenté buscarlo
en redes hasta que supe que había muerto, lo supe en una nota policial que no se resistió a un
asalto en el febrero del 2006. Aún veo a Josué en el 95 con su corte de hongo y una cangurera
donde siempre tenía los carritos coleccionables que tanto nos gustaron, vivimos juntos la lejanía
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de nuestros padres, recuerdo que me contó que su papá tenía otra familia y yo no entendía lo que
me quería decir, solo veía su tristeza y seguíamos jugando, con Josué comimos pastel de
zanahoria que nos hacía su madre, no recuerdo su rostro pero sí sus manos quemadas, decía que
se había quemado porque se le cayó de niña el agua hirviendo que su mamá preparaba para
bañarse. Eran de Puebla lo recuerdo, también tenían su propia historia con el padre y por eso nos
contamos la misma historia en la distancia, en el olvido de ya no saber del otro.

Mi hermana mantuvo varios secretos en una caja de zapatos. ¿Estás fumando? ¿Por qué guardas
un hámster muerto en alcohol? ¿quién viene a verte? Pregunté por horas, por días, por años
enteros y recibí el mismo silencio. Con mi hermana todos los días se mantenían en lluvia,
escuchaba las cartas romperse y poco a poco fue rompiendo las pocas palabras que le quedaban,
se fue quebrando entre ramas y noches que se iban despejando en el teléfono, marcaba a la
misma hora y cerca de la media noche, escuché los susurros sin lograr distinguir charlas enteras,
solo el saludo y la despedida, esa fue la misma forma que me relacioné con ella, el saludo y la
despedida de la infancia y de la vida adulta.

Deja de llorar, no azotes la puerta, no rompas tus fotos, ten cuidado con cortarte, no robes, cuida
tu azúcar, no le grites a mamá.

El silencio tiene propiedades amorfas que nubla ciertas voces, algunas veces la relación con los
ecos pasa por el pasado y se perpetúan en esa misma caja de zapatos. Si supiera más de mi
infancia, tendría que conocer bien las respuestas que estaban adentro de esa caja, los años entre
95 y 98 fueron quebrados de todo evento cronológico. Mucho nos explicamos cómo nuestra
memoria recuerda datos específicos de años, nunca recordamos en su totalidad los eventos más
importantes, porque hay algo que se quiebra y luego se dispersa en la ceniza del tiempo y entre la
memoria y el olvido viene a mi mente aquella cita de Kundera: “Querer el olvido es un problema
antropológico: desde siempre, el hombre sintió el deseo de reescribir su propia biografía, de
cambiar su pasado, de borrar sus huellas, las suyas y las de los demás. […] La lucha contra el
poder es la lucha de la memoria contra el olvido”. Nos quedamos solos y siguió lloviendo,
cuando nos dimos cuenta ya nos habíamos incendiado y solo recuperamos ciertos datos de
nuestra vida, como la fecha de mi graduación. La pirotecnia, las luces, el gato volador,
mayonesa, canciones de Elvis Crespo, la vida es un carnaval de Celia Cruz, comerciales de Pepsi
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Generation Next con Ronaldo y Jorge Campos en una cancha incendiada y nosotros guardando
los juguetes rotos de Star Wars. I am your Father, decía mi papá para interrumpirnos.

Ahora pienso en los últimos 20 minutos que hablamos cuando llegué a El Paso, Texas. Era mi
primera semana y le conté todo lo que estaba sucediéndome. Espérame voy por mi cigarro,
también quiero que veas las películas de Marvel, seguro te gustan, no olvides guardar bien tu
dinero, ahorra, no andes solo por la noche y ten cuidado con quién te juntas. Repetía que me
quería y que me convertí en su mejor amigo, ahí colgamos y prendí el calentón para bañarme.
Escribí unos poemas que me rechazaron en algunas revistas mexicanas, esperé varios certámenes
hasta que me llamaron para decirme que era mención honorífica en un premio fronterizo y ahí
despedí a mi padre. Me encerré en el hotel releyendo sus mensajes y sus audios mal grabados.
Esa noche lo desobedecí y fui al Oxxo a comprarme vodka, agua minera y unos Marlboro. Esto
consumiría mi papá a esta hora si estuviera en casa, si estuviera con su voz reseca y desgastada
por el humo y por la vida. Después de todo se cansa de ser Darth Vader y ahora puedo
entenderlo.

Quería usar una camisa que mi papá me regaló por última vez, pero no me quedó, estaba más
gordo. Repito el audio y escucho mis respuestas escuetas. Estoy en el aeropuerto de Houston, no
puedo escucharte bien, qué pasó. Agarra bien tu maleta, practica los diálogos en inglés que
estudiamos juntos para cuando pases con el oficial, no te pongas nervioso, de por si te vez
sospechoso y si tantito te quiebras te van a joder. Cerró el audio y le respondí hasta el otro día.

He querido recordar todos los audios, pero es el único que pude rescatar, perdí su celular y perdí
la última posibilidad de escucharlo, ahora su voz tiene forma y está creando su propia luz cuando
repito su nombre, pareciera que un fantasma que habita entre lo que escribo y recuerdo. Todo se
fragmenta y una parte se queda en terapia, la otra aún no la encuentro, pudiera estar en mi
próxima cena navideña o quizás yo sea el Darth Vader de mi hijo. No todos mis dramas serán
poesía, recuerdo los talleres literarios y la imposibilidad de ver lo cursi de mi escritura, es como
tocar las sagradas escrituras y hacer un chiste de ellas.

Pienso en mi padre y huelo a incienso, es como si una fogata de mirra estuviera dentro de mis
ojos y ahora me arden. Balbucea mi sangre dentro de un maremoto, quizás esta es mi forma de
limpiarme. Necesito crear mi propio diluvio y construir un arca tan grande que entren todos los
animales que he sido.
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Homero Simpson

Cuando le hablamos a mi papá, cerró sus ojos tan fuertes que parecía que se había tragado el
globo ocular, perdió el habla como si se hubiera tragado las palabras, dejó de olernos e
identificarnos con el tacto. Escuchaba y eso era suficiente para conocerse los diálogos de Los
Simpson, todos sabíamos que la torpeza y el alcoholismo lo asociaban con la vida alegre y
nocturna que alguna vez tuvo. El cuarto era tan oscuro que un murciélago seguro se perdería
entre la espesura negra de la recámara. Recuerdo un sofá verde oliendo a orines de gatos y un
televisor tan viejo como la misma historia que me contaron de chico.

¿Qué dices papá? ¿Nos escuchas? ¿Sabes dónde estamos? ¿Qué necesitas? ¿Qué quieres hacer?
Yo creo que mejor lo metemos a bañar. Pero no quiere moverse, quiere seguir escuchando los
capítulos de Lo Simpson, insistió mi hermana mientras lo reacomodaba frente al televisor.
Teníamos meses que se la pasó sin decirnos nada ni sabemos qué le había pasado. ¿Llevarlo al
hospital y que lo revise un médico? Por supuesto que lo hicimos. Meses atrás, lo llevamos al
Seguro Social pero teníamos que esperar cuatro meses para su consulta, pasamos a las Farmacias
Similares y el médico nos pidió unos estudios que sólo en la Clínica de las Américas contaban
con dicho servicio. No teníamos dinero, tampoco sabíamos si tenía una pensión o seguro puesto
que siempre mantuvo todo en silencio en cuanto a sus cosas. Dejamos la televisión prendida por
toda la noche, no quiso comer, escupía y vomitaba todo. No quería agua, no tenía sed ni hambre,
pero sí respiraba y tarareaba con la garganta el intro de Los Simpson. Déjenlo en paz, ya no le
sigan la corriente, pinche viejo nomás se hace. Repetía mi madre en la lejanía mientras subía el
volumen de su televisor desde su cuarto. Que pase el siguiente caso, escuché la voz de la Dra.
Polo de Caso Cerrado. ¿Dejarlo moribundo y esperar “que se le quite”? también era una opción
latente, pero nuestra consciencia nos torturaba en pensar en: ¿Qué pasaría si se muere?, ¿Cómo
viviríamos con eso?
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Nos congeló el miedo y nos volvimos en sus vigilantes sin que él lo supiera o bueno, al menos no
teníamos la certeza que nos pudiera identificar. Mis amigos en la escuela me hacían burla, decían
que teníamos un zombi en forma de Homero Simpson, que mi familia era un capítulo del
especial de terror de la famosa serie y que yo era un Milhouse pero en gordo, que con los años yo
sería el nuevo Homero. Entrar y salir de casa eran un infierno, sentía la vergüenza de que todos
conocieran nuestro caso y sentía ansiedad de ver a mi padre inmóvil frente al televisor.
Empezaba a quedarme estático y pensativo, tenia miedo de no identificar si esa enfermedad o ese
mal fuera producto de la brujería. Recuerdo que mi mamá en una pelea le dijo que se largara con
la bruja greñuda, quizás fue eso. Mi papá continuó tarareando el intro de Los Simpson, a veces
tan fuerte que pareciera que un grito quería ser expulsado entre los sonidos guturales de su
garganta, es como si el mismo estuviera atrapado en su cuerpo, lo que veíamos de mi padre era
una versión falsa de si mismo. Cada hora, cada día y cada mes, era más cotidiano y
acostumbrarlos a verlo así, dejaron de hacer chistes en la escuela así que solo me burlaban por mi
peso y mis senos abultados por la gordura. Ten cuidado al sentarte en esa silla, la vayas a
romper, decía mi profe mientras guiñaba el ojo al resto del grupo, tú que estás gordito mejor vete
a la portería, me decía el profe de Educación Física.

Terminé abrazando mi gordura hasta donde mis brazos me lo permitieron. Tomaba coca cola en
bolsita, embarré mis tazos de chetos y ensucié el logo de Escuela Primaria Francisco Montes de
Oca y me llené la boca de chocolates. Botarga, gordinflón, bodoque, pelota y michelín. Leía
entre labios a todo el que se me acercara. Gracias a la condición de mi padre me volví más ágil
para leer a las personas. En el verano del 97 vimos Titanic con todo y el intermedio de Cinema
Variedades, pudimos y aprendimos a leer un libreto de los actores, veíamos el movimiento de
ojos, en los cambios de cámara notábamos el apuntador en las orejas, esto sin contar en los
errores de producción, la película nos importó un carajo, mi hermana, mi mamá y yo,
concursamos en quién más detalles lograba identificar. Ese era nuestro super poder que nos había
heredado mi padre. El cine y las películas eran nuestra escapatoria de Los Simpson, de mi padre
y de mi escuela. El cine era nuestra catedral y éramos feligreses en las matinés del domingo,
éramos tres, en el hartazgo y en la comodidad de la condición o enfermedad, sepa yo. Lo
empezamos a dejar solo, cuando nos dimos cuenta estaba quedando abandonado.
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Mi hermana había decidido irse a vivir a Mérida, ahí obtuvo una beca para estudiar la
universidad y mi mamá quería alejarla de la Ciudad de México, sus amistades eran muy
alcohólicas y creía que la provincia se había convertido en su retiro espiritual. Mi mamá no quiso
irse a Mérida, prefirió vivir en Taxco, Guerrero. Se quedó a vender ropa y artesanía, ambas eran
independientes y no tenían muchos lazos amorosos, solo era costumbre y se veían como
roommates, alguna vez me confesó mi hermana. Yo me quedé cuidando a mi padre, era obvio
que nadie quería hacerse cargo y cuando me di cuenta, había dejado de estudiar y solo trabajaba
en la venta de perfumes robados que mi tío Julio me daba. Ya no tenía tiempo ni ganas por seguir
buscando mejorías, tan solo me acostumbré a verlo inmóvil. Hace mucho que había muerto y yo
era su féretro en este panteón llamado vida. Con el paso de los años perdió casi todo su cabello,
excepto dos pelos, engordó y su piel se fue tornando amarilla, era hepatitis, me comentó una
vecina que trabajaba como enfermera privada. Le empecé a pagar con los perfumes robados y
ella los revendía en su turno laboral. Luego ella dejó el edificio y no supe más, empecé una
jornada de enfermero con mi padre hasta que un día él abrió los ojos, los abrió tan grandes que
eran esferas blancas y un punto negro se formó dentro del iris. Parecía que estaba drogado o
quizás yo lo estaba, empecé a tener miedo y poco a poco perdí mi movilidad, las palabras se
fueron por mis ojos, me resecó la retina y empecé a quedar sordo. Me quedaba un poco de vista y
noté como mi padre se había parado, se puso una playera blanca y un pantalón de mezclilla, no
sabía si estaba alucinando o estaba en presencia de un milagro.

Mi hermana y mi mamá no estaban presentes, pero estoy seguro de que tampoco hubieran visto
los detalles que lo llevaron a la mejoría después de tantos años. La enfermera parece que se
equivocó y no es hepatitis, es simpsonitis. Una enfermedad que solo les pasa a quien ve todo el
día Los Simpson y olvidan todo sentido de responsabilidad. Mi papá lo había visto por años,
sufrió el abandono y pérdidas de sus sentidos y nuestra pobreza cada día nos superaba, yo era tan
pobre que ya no tenía dinero para mantenerme de pie, mi cuerpo me cobró una factura tan grande
que nunca me sacaría del Buró de Crédito, estaba solo, papá se había ido y ahora mi piel se
tornaba amarilla.
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Perro Aguayo

Mi papá nos dejó una carta diciendo que pronto nos veríamos, era raro porque nunca escribía
nada ni mucho menos avisaba cuando llegaba. Se fue y era extraño ver el baño limpio sin orines
salpicados, un lavabo sin pelos y una cama tendida de pulcra. Se fue y la casa está limpia y mi
mamá no llora, ni hace llamadas largas que agarran parte de su sueño.

Esto pasó en el 99 y era septiembre, llovía por horas. Los cristales temblaban de miedo porque el
aire los iba a quebrar, nosotros ya estábamos quebrados desde hace muchos años, aún de adulto,
sigo quebrado, cada día me caigo en pedazos. Era 1999 y la lluvia barrió con las colillas de
cigarro que daban al patio, no había latas de cerveza ni golpes en la puerta. Solo rayos que de
pronto iluminaban la sala para enfatizar el vacío. Estábamos solos y mi mamá nos tapaba, ella
tenía frío y se tapó con una toalla roja, no había más cobijas. Nomás que pase la lluvia no vamos
a las luchas, no estamos lejos y los niños pagan la mitad. Decía mi mamá mientras nos arropaba.
A mí me gusta el Vampiro canadiense y es muy guapo, decía mi hermana. Yo nunca había ido a
una función y esa noche los rayos esparcieron su diluvio, la luz parpadeaba como señal de
agonía, desconecten todo, cierren las ventanas que se mete el agua, trae unas veladoras por si se
va la luz, tráeme esa ropa vieja para pegarla debajo de la puerta, revisen si no está entrando el
agua en la otra recámara, no jueguen con el fuego, no corran, no se empujen, tráeme el paraguas
por si tengo que salir, replicó mi madre a toda velocidad, sentíamos su prisa al hablar y
tratábamos de movernos lo más rápido, no había agua pero sí sentíamos el diluvio. Así deben de
gritar en las luchas, pensé. Nos daba miedo los rayos y aún siento escalofríos cuando lo recuerdo.

Quizás mi padre era Canek o un luchador enmascarado, por eso se fue y el plan de llevarnos a la
lucha era coincidencia con mi madre. Quizás mi padre quería que fuéramos tras él sin importar la
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lluvia. Quizás mi padre quería que estuviéramos juntos de la forma más cursi y el arrabal de la
lucha como nuestro testigo. Mi madre ya no hablaba de llevarnos a las luchas y mi hermana soltó
en un llanto, lloró tanto que parecía contagiada por la lluvia y estaba a punto de sacar rayos por
los oídos. Falta que la lluvia me alcanzara por dentro.

Me encerré con mi hermana y le conté que un día mi padre iba a morir de tanto ver Los Simpson,
que nos estaba olvidando y que, para ya no pelear con mi mamá, se fue con sus amigos a ver la
serie. Mi hermana andaba enojada, decía que no quería verlo porque le pegaba mucho, además
me recordó cuando rompió mi espada de Luke Skywalker, que mejor nos fuéramos a ver las
luchas, que seguro me gustaría.

Ese día nunca había sentido tanta ansiedad por ir, quizás ese fue mi inicio al mundo de los
ansiolíticos que ahora vivo. Las sensaciones por ir a las luchas las tengo presente, recuerdo que
logramos convencerla, pidió un radio taxi para llevaros a seis calles del recinto, llegamos con los
ojos llorosos porque mi hermana me contagió y también lloví por dentro. El diluvio trae la paz y
nuestra paz se veía hacia el camino a las luchas, el cielo se abrió cuando nos formamos en la
taquilla y el paraíso estaba al entrar al espectáculo. Estábamos en las butacas con la humedad de
los impermeables amarillos que mi mamá nos puso y el ruido de la arena era más fuerte que los
rayos que escuchábamos por fuera.

Empezaron la lucha de enanos, veíamos a Mascarita Sagrada brincar los cielos, luego llegaron
las luchas de Pimpinela que besó a los dioses del Olimpo y por último La diabólica y Martha
Villalobos encendieron el coliseo que reclamaba sangre. Mi hermana y yo nunca parpadeamos,
estábamos estupefactos con la boca abierta, mi madre se emocionaba y gritaba con todo el
arrabal. Sentía una felicidad tan grande que olvidé a mi padre durante la función, me dolía el
pecho de tanta música que vibraba dentro de mí. Ese es mi novio, gritó mi hermana al ver al
Vampiro canadiense, me daba ternura y miedo al mismo tiempo, una sensación de vivir y morir.
La ausencia de mi padre era y es el conflicto de cualquier historia de mi vida, lo dictaba mi
remordimiento. Dicha ausencia la sentí de adulto cuando mis parejas se alejaron de mi por mi
ansiedad, luego se fueron mis amigos por mis ínfulas de superioridad y sentirme un superhéroe o
un luchador. He preferido vivir del recuerdo de aquella lucha y ver la emoción de mi hermana
con el Vampiro. Grité de emoción y sentí la liberación que cualquier retiro espiritual pudiera
darme, pero esa espina del padre no me liberó por completo, algo faltaba.
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Llegó el Perro Aguayo y llevó a su hijo. Sentí un nudo en el estómago que iba apretándome hasta
dejarme sin aire. Lo recuerdo y suspendo todo, suspendo mi vida y la dejo en un ropero para
volver a ella cuando me sienta mejor. Me abandono y alejo todo de mí. Me desprendo, me
desconecto y distancio a todos mis yos que caben dentro de mí. Fumo cigarros sin saber fumar,
bebo sin saber tomar y todos los yos están en el recuerdo del Perro Aguayo con su hijo. Ahí sentí
el celo y la envidia. Yo quería un padre luchador que subiera al ring de la vida y al mundo cursi
de nuestra cotidianidad. Quisiera que se aburriera de vivir conmigo, que odiáramos al mundo
mientras lo despedazábamos junto, que le hiciéramos martinetes a nuestros propósitos de año
nuevo, que voláramos como Mascarita Sagrada y aplastáramos nuestra suerte, que sintiéramos el
despido de la derrota, que nunca ganemos nada y aun así apostemos por estar juntos. Ahí supe
que podré morirme mil veces y jamás iba a ser el hijo del Perro Aguayo, que no tendría una
leyenda a mi lado. Que mi nombre iba a desaparecer entre los tetramillones de nombres
olvidados a través de la historia y que no importaba mi existencia, sentí cómo el universo y el
gúgol con su corona de diez mil sexdecillones me veía con cara de irme a chingar a mi madre. I
am your Father, replicó mi oído y sangró tanto que volvió a desprender la tormenta dentro de mí.
Maldije y blasfemé mi nombre, supe que el odio tiene más profundidades que el mismo Satán no
llega. Recorrí los círculos de Dante y rompí el multiverso oscuro de todos los males y
enfermedades que la humanidad aun no produce y luego volví a la arena, volví a sentirme solo.
El Perro Aguayo había ganado y el júbilo del público estaba de su lado. Qué alivio pensé, ese no
sería mi padre, porque él y yo nunca ganamos.

Volví a desprenderme este recuerdo después de terapia, después de mis sesiones en neuróticos
anónimos, lo hablé con mi círculo de nuevas masculinidades, fui testigo de Jehová, luego
mormón, luego ateo, luego, cristiano, volví a ser católico, entré a doble AA, luego a retiros
espirituales y por último pedí un consejo en un en vivo a Luisito Comunica, para que alguien me
dijera cómo no sentirme tan solo.

Dicen que la lucha libre es falsa y que todo es circo, maroma y teatro. Los dolores en el pecho
que siento sí son reales, no tengo soplos en el corazón ni enfermedades mortales, tampoco soy
víctima, soy solo resultado de malas apuestas que hacemos en la vida y en el ring de las
decisiones. Mi padre ahora escucha y lee conmigo los recuerdo de la cartelera, pareciera que se
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sienta a mi lado mientras escucho en mi oído el destapar de la lata, una breve tos y luego un
encendedor que se prende. Huele a humo cada anécdota que pasa por mis manos.

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