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Abuelita en mi nariz

Por Silvia Elena Mora

Abro la puerta, apenas doy un respiro y en una pequeña bocanada de aire se rellena la
cabeza del olor a humedad de las paredes, a perfume de gardenias, a sopa de fideos,
taquitos de queso fresco, crema para la cara, chocolate, café, jabones…
Con esos olores de nuevo estoy en la resbaladilla, siento el metal frío y huelo su
crema, abuelita está junto a mí, dice que ya me lance, que no tenga miedo, que soy tan
valiente… Y me sorprendo de que ella lo diga tan segura pues nunca me he sentido
intrépida.
Aún con los ojos cerrados sabría donde me encuentro, el olor es tan característico.
Con el aroma de gardenias regresan a mi mente como un torbellino las tardes en las que con
aguja e hilo en mano me dice cómo bordar, cómo deben quedar solo líneas verticales en la
parte trasera del punto de cruz, al tiempo que deshace lo que está malhecho. Y aunque es
buena con las tijeras para desbaratar mis desastres, lo compensa con las pláticas
encantadoras de cuando era niña, de lo que hoy no son más que calles comunes, pero que
ella conoció como canales con trajineras; de su propia abuela, seguro más exigente que la
mía, a quien le horrorizaba que aprendiera a nadar por la indecencia de usar un traje de
baño con tan poca tela; de su enfermiza y cariñosa mamá, quien la impulsó a terminar al
menos la educación primaria pues su abuela no lo creía necesario; de los mareos que la
aquejaban desde pequeña y que le impedían hacer viajes largos en coche; de los bailes en
los que siempre brillaba ( y yo que no sé bailar); de su fe en Dios…
Abro el librero, y el olor de hojas viejas, de páginas amarillentas, de una tinta que ya
no existe hoy me lleva a las tardes en las que repasa las letras conmigo, y me enseña a leer,
me cuenta de su tío y de cómo la eligió para leerle cada día, y cómo esa fortuna la envolvió
en un mundo lleno de libros y aventuras, mundo al que quería que yo también entrara, y al
final me convence cuando me presta Los Tres Mosqueteros, un tomo grande que olía a
haber estado guardado mucho tiempo en el librero, y aunque le faltan las primeras páginas,
ella me las cuenta, retomo el libro y me fascina, Athos, Porthos y Aramis, y claro
D’Artagnan nos acompañan en charlas que ella mezcla con chocolates… Y de ahí saltamos
a otros libros amados por ella, y me asombra que recuerde emocionada recovecos de las
historias, detalles de los personajes de narraciones que leyó hace años y que yo apenas
estoy leyendo. Busco algunos de esos libros… pero no están.
Al fondo de la sala, bajo un espejo de un metro de ancho, hay un mueble que tiene
más de treinta portarretratos con las fotos de los primos y mis tíos, de mis papás el día de su
boda, las de mis hijos y mis sobrinos, la de ella y el abuelo, las de mis hermanos y la mía…
Se trataba de que no faltara nadie. Aunque todos los que tenemos nuestra foto ahí sabemos
que tenemos un lugar en su corazón, también sabemos que un día, en un arranque de
limpieza separó las impresiones que debía conservar de las que quería desechar, y se
deshizo justo de las equivocadas, o sea: quemó las mejores fotos… una catástrofe familiar
que aún hoy lamentamos. En el interior de esa cómoda están los discos de Pedro Infante,
los de Los Panchos y Eydie Gormé, el de rondas infantiles y el de cuentos… Quizá también
estén el de Glenn Miller y los de las rondallas. Si pongo atención, puedo oírla tararear Oh
qué amigo nos es Cristo o Toda una vida.
Paseo por la cocina y el aroma de la sopa de fideos, de los tacos con queso me
llenan la cabeza y me transportan a nuestras charlas favoritas sobre novios, bailes,
amigos… sonrío cuando casi la escucho decir “canija escuincla” porque ella es mi cómplice
y sabe que le he dado alas a un pretendiente, o porque no he dejado de llorar por el novio
que a ella le caía bien, y hasta ha soltado unas lágrimas conmigo mientras intentamos
resolver porqué se ha ido.
El piloncillo de las gorditas me regresa a las fiestas en las que toda la familia se
reúne, cuando nos llama a todos los primos “los amores”, y pone cara de felicidad y soporta
nuestras pláticas, aunque sé que está cansada o quizá ya se mareó y solo quiere volver a su
cama. Percibo apenas el olor de entomatado lleno de pasas y almendras con el que celebra a
mamá en su cumpleaños.
Paso por el comedor, veo su colección de tazas y dedales, metida en la vitrina que
abro y se me impregna el olor a madera y café, a los terrones de azúcar que aún están en los
cajones, y al revolotear un ligero aroma a chocolate puedo verla poniendo un panecillo
delante de mí, y ve cómo me atraganto con él, y hasta que doy el último bocado me dice:
—¿Por qué no me preguntaste si quería?
Y me siento tan avergonzada porque no puedo traer el panecillo de vuelta, por no
tener un mínimo gesto de cortesía, pero aprendo la lección.
Un paso más allá está la sala con su mesita de centro, los floreros de cristal y las
carpetas, y el dulcero que con esmero llenaba, del que aún se desprenden esos aromas a
dulce de leche de unas figuras de frutitas, de perfumados corazones color pastel y de
caramelos macizos con pasitas.
El pasillo huele a Chaparritas de mandarina, piña y uva como las que trae para
sorprendernos cuando dice que cada uno tiene su propio refresco.
Saco un cajón de la cómoda, ahí están los cuentos y los colores que tiene preparados
para cuando vamos a visitarla; antes cuando éramos más pequeños tenía pijamas y mudas
extras de ropa por si nos quedábamos a dormir. En otro cajón hay manteles, servilletas y
carpetas, y en otro los dibujos infantiles de los nietos.
En otro cajón que huele a plata sobre gelatina están los álbumes con las fotos que de
milagro se salvaron, de mamá, de mis tíos, del abuelo, de sus primas, de los pasteles de
pastillaje, y la veo con mamá haciendo pasteles, llevándonos en brazos, pero evitando salir
en las fotos. Hay muchas caras que no conozco, pero la reconozco a ella en un tiempo con
fondos sepia, siempre delgada, con falda o vestido.
Meto por un segundo la nariz en el baño, la veo llenándose la cara con esa crema
blanca que a mí me huele a viejita, pero que a ella le gusta. Hay ahí dentro un cóctel de
aromas a jabón, champú, bálsamos y los perfumes franceses que solo usa cuando va a salir
o vienen visitas. Me habla sobre la importancia de verse siempre arreglada, justo cuando
toma unas pinzas para eliminar unos pelitos de las cejas mientras se refleja en un espejo
redondo; con el cabello recién teñido y cortado en el salón de belleza.
Estoy lista para salir, abro la puerta, y como un instinto vuelvo la mirada y recorro
todos los rincones de su casa. Sé que abuelita se fue hace mucho, pero basta una ráfaga de
aroma a crema, a sopa de fideos bien sazonada, a taquitos de queso fresco, a libros
antiguos, a chocolate o dulces, y estaré de nuevo aquí…

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