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Congreso

Psicoanálisis en el siglo XXI

Pensar el Espacio Analítico como Espacio


Transicional, y sus implicancias teóricas y
técnicas

Ps. Andrés A. Orfali P.

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1.- PUNTUALIZACIONES TEÒRICAS

En este apartado intentaré fundamentar teóricamente algunas de las ideas que


enunciaré para ser discutidas más adelante sobre el espacio analítico y espacio transicional.
Para ello elijo abrir este apartado con lo que entenderemos como transicionalidad. Para
Winnicott (Realidad y juego, 1971) el espacio transicional:

…es una zona intermedia de experiencia a la cual contribuyen la realidad interior y la


vida exterior. Se trata de una zona que no es objeto de desafío alguno, porque no se le presentan
exigencias, salvo la de que exista como lugar de descanso para un individuo dedicado a la
perpetua tarea humana de mantener separadas y a la vez interrelacionadas la realidad interna y la
exterior. (p. 19)

Una clínica centrada en la noción de espacio transicional aquí empleada,


necesariamente implica, según Coloma (2000), una reformulación en la conceptualización
del uso del setting analítico, entendiéndolo:

…como una producción de territorios existenciales en los que se dé la transicionalidad. El setting


psicoanalítico implicaría que el psicoanalista ordena cada vez la sesión de acuerdo a su
observación de la situación fáctica, como un espacio transicional, en el cual se posibilita que el
fracaso ambiental no se repita en su forma originaria, sino que se repita de un modo que favorezca
la regresión creativa. Vale decir, el método se crea cada vez y no es prefigurado según las
características determinadas desde una institución. Cuando ocurre esto último, pienso que el
encuadre y la neutralidad pertenecen al campo de lo ideológico… (p. 6) (Las cursivas son mías)

Ya Winnicott en 1962, definía que la posición del analista respecto al paciente


adoptaba algunas de las características de un fenómeno transicional, es decir, al tiempo que
el analista representaba para el analizado el principio de realidad, por ejemplo estando
atento al reloj, a la duración de la sesión, éste se constituía también para el paciente como
un objeto objetivo. Desde otro vértice, la transicionalidad de la relación entre paciente y
analista, necesariamente implica la adaptación del analista a las expectativas –y
necesidades– del paciente.
Considerando las ideas aquí reunidas, y la discusión que espero se realice después,
me adelantaré para decir que nos enfrentamos a la necesaria distinción entre técnica y

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tratamiento, noción que tiene sus primeros precedentes en la obra de Ferenczi. Como bien
señala Balint en Experimentos técnicos de Sandor Ferenczi (), “Aunque la técnica del
tratamiento psicoanalítico es quizás el tema favorito de Ferenczi (…), fue siempre el
tratamiento mismo lo que le importaba especialmente y no la construcción de un sistema
determinado.” (p. 205). Con Ferenczi se abre toda una discusión entorno a las ideas de
técnica y tratamiento, discusión que es desarrollada, entre otros, por el mismo Balint
(1979), cuando advierte sobre las limitaciones de la técnica clásica, los peligros de la
técnica kleiniana y los riesgos de la perspectiva winnicotiana del manejo de la regresión.
Liberando al psicoanálisis de su definición esencialista arraigada en la técnica
–indicaciones restrictivas, generalizaciones conceptuales– Winnicott señala una alternativa
de tratamiento, donde el analista tiene la libertad para practicar alguna otra cosa (manejo,
sostén, intervenciones) de acuerdo a las necesidades expresadas por el paciente, cosas que
demuestran la profunda adaptación que ha operado en su técnica. El estilo es el hombre o,
como señala Coloma (1993), la persona es el concepto eje y la referencia básica de todo
proceso psicoterapéutico.
Bion refería que “la respuesta es la desgracia de la pregunta”. Es este quizás el
espíritu que guía el tratamiento, la relación íntima entre dos personas atravesadas por la
incertidumbre. Coloma (1993) da cuenta de esta condición al decir que “… una
intervención puede ser terapéutica sólo si se reconoce la particularidad de los individuos
que están en contacto. Algo a lo cual los textos pueden referirse, pero no pueden
comprender.” (p. 132). Al pensar la psicoterapia desde lo escrito, nuestro actuar queda
fijado al carácter de lo que “habría que hacer” en psicoterapia, esquivando así cualquier
posibilidad de incertidumbre. Para Coloma (1997) el acto psicoanalítico es el espacio
privilegiado de la incertidumbre, en la medida que supera todo lo que pueda interpretarse
de él y que preserva en interior una experiencia sólo pálidamente transmitida por la palabra.
Es inevitable pensar aquí en la concepción de Winnicott sobre espacio transicional,
entendiéndolo como un lugar donde no se esperan respuestas para las preguntas, porque
éstas ni siquiera deben ser formuladas. En otras palabras, es en este espacio transicional de
incertezas donde transcurre la experiencia analítica.
Entonces ¿para qué realizar terapia si no podemos tener certeza alguna sobre lo que
le ocurre al paciente? Porque hay otro que sufre, y eso es insoslayable. Pero ¿Cómo

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enfrentarnos a esta ausencia de certezas? Coloma (1997) frente a esta pregunta retoma la
idea de defensa maníaca en su sentido libidinal, como una función protectora, rescatando la
connotación positiva del furor curandis, o sea, la inspiración y el entusiasmo que
impregnan al profesional de una actitud de interés y pertinencia curativa indispensable en el
trabajo con un paciente, trabajo que nos enfrenta a un ambiente y a una realidad que se
resisten a ser aprehendidos, frente a los cuales la defensa maníaca se desenvuelve como
apremio a la vida.
La incorporación de la defensa maníaca en la labor terapéutica modifica la
concepción clásica de neutralidad. A diferencia de la técnica, en el tratamiento prevalece la
adaptación del analista a las necesidades del paciente. El analista-ambiente acepta la
responsabilidad por las fallas históricas que le son trasferidas en la actualidad de la sesión
por el paciente. De no hacerlo, se produce lo que Ferenczi ( )denominaba trauma bifásico,
es decir, la insinceridad hipócrita del analista, expresada en una neutralidad pasiva y
objetiva, repite la insinceridad de los adultos respecto del niño traumatizado, perpetuando
la situación de trauma. Afirmo nuevamente, y siguiendo a Coloma (1997), que: neutralidad
no es indiferencia.
Una concepción de espacio analítico como espacio transicional exige que el analista
sea usado como un objeto por el paciente, que deba disimularse ante éste para permitirle la
ilusión de que él es quien crea, proporcionando así una actitud de sentido frente a la vida y
una apercepción creadora de su ser-en-el-mundo. Heredándole para siempre la posibilidad
de la creatividad –la ilusión de creerse capaz de crear algo–, y de hablar su idioma propio
–su manera particular e idiosincrásica de encarnar el lenguaje. –

II.- A DISCUTIR

Ninguna lectura a posteriori de lo sucedido en un momento puede asir


verdaderamente lo ocurrido en aquel instante. Por tanto, nos queda el consuelo que, a pesar
de las transformaciones, siempre quedarán remanentes de la experiencia original, elementos
que permitirán dar cuenta de ella. Esos elementos fantasmagóricos son los que persigo
retratar en esta discusión.

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En la opción teórica de concebir el espacio analítico como espacio transicional
diferencio dos vertientes. Una en relación a implicancias metateóricas en la práctica
psicoanalítica; la otra, a reformulaciones de los lineamientos teórico-técnicos clásicos.
Indispensable para pensar el espacio analítico como espacio transicional es, pensar
primero la distinción entre técnica psicoanalítica y tratamiento psicoanalítico. El dato
insoslayable desde el cual parte y se define –o debería hacerlo– cualquier perspectiva
psicoterapéutica, es la existencia de un sujeto único que sufre y solicita ayuda desde su
padecer. Quien lo haga desde la técnica, acude a generalizaciones que le posibiliten
aproximaciones a la explicación total del sufrimiento del paciente. El costo de estas
generalizaciones es ignorar la particularidad de cada sujeto, omisión garantizada por la
estabilidad que proporciona el texto, lo escrito, lo que dice cómo deben hacerse las cosas.
Quien ayuda desde el tratamiento, se arriesga a la experiencia siempre abierta, siempre
novedosa, de un encuentro con otro, otro que evade la total comprensión de su complejidad.
Es una repetición, y no una generalización, pues ignorar lo novedoso que hay en la
repetición de una experiencia implica condenar al sujeto a una experiencia des-esperada,
carente de asombro y absurda.
Trabajar desde la perspectiva que el psicoanálisis tiene razón de ser como una
práctica arraigada en la noción de tratamiento –idea que posee sus precedentes en la obra de
D. W. Winnicott–, implica asumir ciertos supuestos meta teóricos fundamentales.
La experiencia psicoterapéutica, por ser siempre abierta, hace necesario ubicar al
analista como alguien que trabaja desde y en la incertidumbre, es decir, desde la ausencia
de certezas, tanto de su capacidad de comprender las preguntas que le formula su paciente
como de su capacidad a dichas interrogantes. El analista, en este sentido y siguiendo a
Lacan, se configuraría como un sujeto supuesto saber, alguien que para ayudar al paciente
debe suponer que sabe, y alguien que para el paciente supuestamente sabe. Esta ineludible
incertidumbre limita y amplía al mismo tiempo. Limita porque establece las fronteras a
nuestra comprensión, de la palabra, y amplía porque señala una sombra, una zona que se
insinúa más allá, y que siempre se esconde cuando se la intenta aprehender. No sería
posible aprehender lo Real de la experiencia del paciente a través del lenguaje, menos aun
de un imaginario teórico. Según entiendo, para Coloma, el fundamento del acto
psicoanalítico se ubica en aquella zona innombrable e intraducible entre paciente y analista,

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zona que impone limitaciones a nuestro actuar, pero que al mismo tiempo, al observarlo
–falsearlo- desde lo imaginario, se conforma como la única posibilidad –ilusoria- de abrir la
existencia hacia la esperanza de un cambio. Necesariamente será a través de lo imaginario
que se producirá la posibilidad de rearticulación del orden simbólico que sustenta el
discurso del sujeto.
Una segunda consideración metateórica necesaria, antes de hablar del espacio
analítico configurado como espacio transicional, es hablar de creatividad. Desde Winnicott,
el espacio transicional emerge como una tercera zona de existencia, articulando la
subjetividad y experiencia del individuo con su realidad externa. En cierta medida, este
espacio, al no formular la pregunta acerca del fenómeno transicional, acoge en sí el
fundamento de la incertidumbre. En este espacio, el ambiente que se disimula sostiene la
ilusión del niño–paciente, permitiéndole creer que crea, estableciendo así la posibilidad de
emergencia de la creatividad, de un verdadero self que se muestra a través de un gesto
espontáneo. La creatividad es el territorio por excelencia de la apertura ex – istencial, de la
incertidumbre, de lo no predecible. Al mismo tiempo, no puede existir creatividad sin
marco, marco que delimite, que haga resaltar aquello que de otra forma se perdería en lo
infinito. Sin embargo, no podría ni debería sofocar el gesto del niño, sino más bien
disimularse o hacer creer al niño que se disimula. Pero, si bien el marco se disimula, debe
gradualmente oponer su resistencia. A través del fracaso, de la frustración, el ambiente
introduce en el sujeto la discontinuidad, la necesidad de otro que no es él, la exigencia de
un falso self protector que posibilite la relación autónoma independiente con otro.
Entender el espacio analítico como un espacio transicional, con las consideraciones
metateóricas señaladas, tiene consecuencias directas en las concepciones técnicas con que
se aborda la clínica. La primera consideración reformula la idea de setting o encuadre. El
encuadre no puede ser concebido solamente como un espacio para fijar variables que
permitan la regresión del paciente hacia sus conflictos primarios, a la manera señalada por
Ida Macalpine, dejando traslucir un modelo aséptico de la relación con el paciente. El
encuadre desde la perspectiva que aquí se ofrece para pensar, no es algo que pueda
predeterminarse en el terapeuta respecto a su comportamiento, sino que debe entenderse
como un espacio transicional, es decir, un espacio de creatividad que permita la emergencia
de la novedad del material del paciente en cada sesión. El terapeuta se ubicaría desde una

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escucha no saturada teóricamente, apoyándose en un marco inspirado en lo psicoanalítico,
es decir, el terapeuta hablaría desde su identificación con la perspectiva psicoanalítica, así
como desde la identificación de sus figuras parentales (padres, profesores, analista,
maestros, etc.). En este sentido, el carácter psicoanalítico de nuestro trabajo no lo otorgaría
un setting preformado, ni las prescripciones técnicas de la intervención por sí mismas, sino
la mente de un analista que escucha lo que dice el paciente y que piensa
psicoanalíticamente la sesión. No obstante la centralidad de la escucha analítica no
saturada, es fundamental no perder de vista que si estamos hablando de espacio
transicional, estamos hablando de la necesidad de un marco, de referentes insoslayables,
flexible dependiendo del paciente y sus necesidades. Me refiero a lo que Winnicott llama la
actitud profesional del analista, así como también a la asimetría necesaria de la relación de
ayuda, y de la “neutralidad”.
Al reformular la idea de setting como espacio transicional, necesariamente se
modifica la concepción tradicional de neutralidad, incorporando la importancia del uso del
objeto-analista, reformulando también la noción de abstinencia y aceptando la importancia
terapéutica que puede tener en sus momentos la satisfacción de las necesidades del
paciente, por ejemplo en el momento de hacerse cargo de la falta ambiental. Para Coloma,
la neutralidad es la condición se la sesión por la cual el analista preserva el setting de
manera de conducirlo a objetivos terapéuticos, no es regulación prevista del
comportamiento psicoanalítico, es decir, no se encuentra definido a priori por ciertas
características. Al igual que el encuadre, la neutralidad posee sentido en cuanto referente
básico en el espacio mental del analista. Por otro lado, en palabras de Coloma, la
neutralidad no es indiferencia, la indiferencia del analista no haría más que reeditar la falla
ambiental; como refiere Ferenczi en su noción de trauma bifásico, sería no reconocer ni
validar el sufrimiento del paciente, así como la responsabilidad el ambiente; o en términos
de Winnicott, sería no generar la posibilidad de descongelamiento del trauma por parte del
ambiente-analista. Así entendida, la neutralidad no ejerce función terapéutica, si no más
bien, perpetuaría los sucesos que dieron paso a la patología. Por el contrario, lo terapéutico
estaría dado por la adaptación que el terapeuta hace de su técnica al paciente y sus
necesidades, evitando la tradicional adaptación requerida desde el paciente al artefacto
analista. La neutralidad implica, por tanto, una actitud de atención a las propias emociones

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y a las emociones del paciente transformándolas en información “útil” para el uso de los
recursos terapéuticos. Serán estos recursos, junto a la neutralidad, los que, usados
espontánea y creativamente, distancien al analista, pero no lo alejen de su paciente, es decir,
que le permitan ayudarlo pero no ignorarlo.
La transferencia, y el énfasis que se establece en su aspecto novedoso, posee
importantes consecuencias en la concepción de tratamiento. En toda transferencia, como
repetición de patrones relaciones, siempre ha de existir un aspecto novedoso, distintivo y
único. Será esta novedad en la repetición la que permita, por medio de la esperanza,
reformular la experiencia originaria del paciente, o en términos de Winnicott, descongelar
el momento del trauma de la carencia. Desconocer la novedad en la repetición condena al
paciente a perder toda esperanza de encontrar su idioma propio. Por otro lado, el éxito del
ambiente se sustenta en que el ambiente –al igual que la terapia– pueda generar un espacio
transicional capaz de recibir la transferencia de los derivados de la posición
esquizoparanoide, es decir, de los aspectos no integrados del sujeto. Lo que al no
depositarse en un espacio transicional, el sujeto lo congela como fracaso del ambiente.
Desde otra perspectiva, al hablar de trasferencia podemos retomar algunos puntos
señalados cuando me refería al sujeto supuesto saber. Vale decir, siguiendo a Lacan, la
trasferencia es ese supuesto saber atribuido al sujeto analista, y que hacia al final de análisis
éste debe desfallecer con aquél; es además, el desfallecer del supuesto saber de ese analista
sobre el paciente como sujeto. O sea, se debe conservar la creencia del saber que existe
fuera del sujeto, como ajeno al paciente, pero a la vez, el sujeto-paciente debe hacerse cargo
de la competencia y responsabilidad por el propio saber. Es por esto que, para que se
establezca una relación analítica, basada en la necesidad de ayuda, el analista debe
prestarse a ser usado como objeto sobre el cual se trasfiere ese conocimiento del paciente
sobre sí mismo. En este sentido, la labor analítica consistiría en, poco a poco, frustrar esa
ilusión de omnisciencia del analista impuesta por paciente, mostrando paulatinamente a
través de sus interpretaciones e intervenciones, como señala Winnicott, los límites de su
comprensión. En este sentido, la instalación del desconocimiento, la incertidumbre, se
constituye como el organizador del trabajo psicoanalítico.
Antes de abordar el tema de la trasferencia y sus relaciones con el espacio
transicional y el sujeto supuesto saber, es necesario aclarar la idea de desfallecimiento. Se

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podría establecer una comparación entre la ilusión que mantiene el espacio transicional
respecto a otro, y la ilusión que sostiene la trasferencia del saber de sí del paciente al
analista. Aunque al parecer ambas coinciden en lo ilusorio y la creencia en la ilusión
existente en el paciente-niño del saber de la madre-ambiente-analista, no obstante, sus
destinos difieren considerablemente. Mientras el supuesto saber perteneciente al analista
debe desfallecer al final del análisis, el espacio trasnsicional, como restos y amparo de
ilusión, debería permanecer en el paciente más allá de los límites de su experiencia
analítica.
En una concepción de lo psicoanalítico como tratamiento, Coloma señala que la
centralidad de la interpretación, como herramienta por excelencia, debe dar paso a una
noción más amplia de intervención. En este sentido es necesario terminar con la “distinción
aristocratizante” de la interpretación como el oro puro y las demás intervenciones
(actuaciones del terapeuta, managment, holding, confrontación, señalamiento, etc.) como
plomo indeseable y no psicoanalítico. En otras palabras, cualquier intervención, incluida la
interpretación, posee un mismo valor y status terapéutico.
Coloma conceptualiza la interpretación como una intervención que sucede en el
orden de lo imaginario y que contiene en sí misma el inevitable “fracaso del pensar”, del
comprender. La palabra funciona en ausencia, y siempre fracasa en traer de vuelta la cosa,
la experiencia. La palabra es y siempre se marchita. Darle a la interpretación un carácter
central en el trabajo psicoanalítico es sostener la fantasía que por sí sola ella va producir
una rearticulación simbólica. Es necesario señalar, que esta rearticulación simbólica no es
equivalente al insight, en cuanto a que, cuando el insight se convierte en una comprensión
explicativa de lo que le pasa al sujeto, o cuando se encuentra como un ordenamiento
cartesiano de causas y efectos, no hay articulación simbólica posible. Esta sólo puede
devenir tal cuando el insight es producto de una intervención del analista que entre en el
campo simbólico del sujeto rearticulándolo. Sin embargo, el analista puede renunciar a la
búsqueda constante de insight en virtud de su pensar psicoanalítico y de su creencia en lo
que necesita el paciente, la inspiración terapéutica de su labor. Podría ser que en algunos
casos, como es en el caso Judy de Massud Khan, lo terapéutico sea realizar managment,
holding, fortalecer las defensas, etc., renunciando así a la sistemática interpretación
penetrante en busca del insght. Para un enfoque más tradicional de interpretación, las

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intervenciones arriba descritas pueden ser entendidas como indeseables actuaciones del
analista, muestra de su incompetencia y dificultad para pensar lo que está ocurriendo en una
sesión. En un enfoque centrado en la intervención, como el que se pretende en este texto
desarrollar, esas “actuaciones” son la expresión de la capacidad de pensar analítico del
terapeuta.
Esta concepción de intervención creo restituye el lugar del sentido común en el
trabajo analítico, estableciendo un cambio en la actitud del analista hacia el paciente. Ya
Winnicott lo refería en su frase: “Si escuchamos lo que dicen las madres”, destacando la
imperiosa necesidad del analista de estar atento a los señalamientos que ofrece el paciente
en su discurso. Desdeñar estos señalamientos, que de su realidad hace el paciente, es
desdeñar la posibilidad de reconocer el saber que posee éste sobre sí mismo,
trasformándose el analista en un ambiente omnisciente que “sabe” más bien que
“supuestamente sabe”. Las reorientaciones o refutaciones de las intervenciones del analista,
por parte del paciente, no aparecerían necesariamente como expresiones resistenciales a la
evolución de la cura. Es importante considerar que estas reacciones del paciente pueden ser
además entendidas como señales de compromiso de éste con su tratamiento, muestras de su
madurez con función de mensaje. Un ejemplo paradigmático de esto puede ser lo que
sucede en torno al silencio en sesión. Desde un vértice que no lo comprende como
resistencia, se puede pensar como el desarrollo del paciente de la capacidad para estar solo
en compañía de alguien, o como el tránsito, siempre intenso e inabarcable del terapeuta, de
él por áreas de la falla básica. El silencio se torna así polisémico, heterogéneo,
impredecible.
Finalmente, y como ya se señaló, la interpretación puede ser también entendida
como la más palpable expresión del fracaso en la comprensión del analista. Es por medio de
ello que el paciente lograría, poco a poco, reinstalar en él el saber sobre sí mismo. A través
de la interpretación, el analista desfallece. Sin embargo, esta frustración que impone toda
palabra, todo ambiente, es un hecho inevitable y necesario para la adquisición de
autonomía, para el descubrimiento de un idioma propio. El fracaso del ambiente configura
un vacío que el paciente debe “cubrir” por medio del saber propio, del falso self relacional
que resguarda la creatividad. Es la falibilidad inevitable del analista lo que restituiría la
capacidad del paciente de hablar desde y sobre sí mismo. De alguna forma, el papel del

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analista tiene algo de trágico, en cuanto no puede escapar a un destino que de antemano
conoce: que su figura se disuelva en el tiempo, abandonado por el paciente, olvidado su
nombre... No podría ser de otro modo. Así el destino de los fenómenos transicionales.
A cambio de entregar la posibilidad de la creatividad, responsabilidad y del idioma
propio, debe uno evaporarse... no puede ser de otro modo...

III.- REFERENCIAS

- Winnicott, D. W.
- Khan, M.
- Coloma, J.
- Balint, M.
- Brodski, G.
- Dor, J. Introducción a la lectura de Lacan. Edit. Gedisa. BB.AA.

A modo de abstract

En la opción teórica de concebir el espacio analítico como espacio transicional


diferenció dos vertientes. Una en relación a implicancias metateóricas en la práctica
psicoanalítica; la otra, a reformulaciones de los lineamientos teórico-técnicos clásicos.
Indispensable para pensar el espacio analítico como espacio transicional es, pensar
primero la distinción entre técnica psicoanalítica y tratamiento psicoanalítico. El dato
insoslayable desde el cual parte y se define –o debería hacerlo– cualquier perspectiva
psicoterapéutica, es la existencia de un sujeto único que sufre y solicita ayuda desde su
padecer. Quien lo haga desde la técnica, acude a generalizaciones que le posibiliten
aproximaciones a la explicación total del sufrimiento del paciente. El costo de estas
generalizaciones es ignorar la particularidad de cada sujeto, omisión garantizada por la
estabilidad que proporciona el texto, lo escrito, lo que dice cómo deben hacerse las cosas.
Quien ayuda desde el tratamiento, se arriesga a la experiencia siempre abierta, siempre
novedosa, de un encuentro con otro, otro que evade la total comprensión de su complejidad.

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Es una repetición, y no una generalización, pues ignorar lo novedoso que hay en la
repetición de una experiencia implica condenar al sujeto a una experiencia des-esperada,
carente de asombro y absurda.

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