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Breve historia de la juventud

El éxito de la sociedad en crear, mantener y expandir las condiciones para el


florecimiento de la juventud solo se manifiesta a cabalidad cuando esa juventud se
torna a criticar despiadadamente a la sociedad que la produjo.
Surgió hace menos de 200 años, cuando el incipiente movimiento obrero
arrancó a sus hijos de las garras de los patrones y les apuntaló unas horas al día
para su educación y una pizca de tiempo libre. Desde entonces, la juventud ha
estado en constante expansión a lo largo de varios ejes, entre los que destacan el
género, la clase social y el número de años que constituyen esta etapa de la vida.
Recordemos que hasta las primeras décadas del siglo pasado tan solo los varones
eran jóvenes; las mujeres pasaban directamente de la infancia a la madurez una
vez completados los vertiginosos cambios físicos de la pubertad.
La juventud no es otra cosa que una forma de des-biologización de los
seres humanos a través de la desvinculación entre la madurez fisiológica y la
autosuficiencia. Ningún animal es joven: los grandes carnívoros mamíferos
transitan abruptamente entre los juegos infantiles que los entrenan para la caza a
la necesidad de cazar por sí mismos para no morirse de hambre. De igual forma,
las hijas de los campesinos y de los primeros obreros jugaban un día a las
muñecas y al siguiente era un bebé de carne y hueso lo que tenían entre los
brazos. En la actualidad, sociedades enteras se organizan todavía bajo el principio
del tránsito casi instantáneo entre niñez y edad adulta, debido a la extrema
pobreza que obliga a los menores a hacerse cargo de sí mismos y de sus familias.
La juventud, por definición, es la protección de una parte de la población de la
urgente necesidad de la autosuficiencia. Allí donde los púberes, hombres y
mujeres, no están exentos de ganarse la vida por sí mismos, no hay juventud.
Aunque el germen de la juventud estuvo latente desde los tiempos antiguos, con la
Academia y otros centros de formación para los varones que alcanzaban la
pubertad, fue la clase trabajadora, a punta de huelgas y movilizaciones para limitar
la jornada de trabajo y el empleo infantil, la que empezó a democratizar la juventud
haciéndola accesible para los niños desprovistos de los privilegios conferidos por
la fortuna o la noble cuna. La reacción de la burguesía y el Estado a esta
proliferación de plusvalía juvenil fue brutal; consistió en inmolar a los
recientemente creados “jóvenes” en las guerras imperialistas. Los despachos de
John Reed desde el frente oriental en la I Guerra Mundial, por ejemplo, ofrecen
una devastadora descripción de este holocausto juvenil que no dejó de ser política
de Estado en el mundo occidental hasta la Guerra de Vietnam.
Una vez que la juventud cobró consciencia de sí misma se movilizó primero
para detener el genocidio en su contra, a través del rechazo a la conscripción, y
luego para consolidar su espacio en la sociedad con demandas como la cobertura
educativa universal. Fueron jóvenes los que pugnaron por una política educativa
nacional en México, y jóvenes fueron también los que mantuvieron la gratuidad de
la educación superior. En ambos casos, lo que estaba en juego era la creación y
permanencia de un entramado institucional que permite la existencia de la
juventud en nuestro país.
Al institucionalizar a la juventud las sociedades se dieron a sí mismas el
motor de cambio más eficaz. La juventud, en tanto liberada de las necesidades
económicas más inmediatas (no tiene dependientes económicos ni tiene la
urgencia de reproducirse como fuerza de trabajo –literalmente: sobrevivir y
trabajar al día siguiente-), funciona como una aristocracia en el sentido aristotélico,
los cuadros partidistas de Lenin o la intelectualidad contra-hegemónica de
Gramsci: educada y con una visión del bien común, está en una inmejorable
posición para desatar la crítica del status quo. He aquí una de las confusiones más
comunes en la izquierda: no son los jóvenes más pauperizados y marginados (una
contradicción en términos bajo esta línea argumentativa, pero útil para ilustrar la
crítica que aquí se presenta) los más proclives, estructuralmente hablando, a la
revuelta contra el régimen de acumulación y su representación política; son
precisamente los jóvenes, aquellas personas suspendidas por encima de las
vicisitudes cotidianas de las relaciones de producción (aunque no exentas de sus
efectos a largo plazo), los que detonan los grandes momentos de cambio social.
Es en este sentido que se entiende la relación dialéctica entre la sociedad y su
juventud. El éxito de la sociedad en crear, mantener y expandir las condiciones
para el florecimiento de la juventud solo se manifiesta a cabalidad cuando esa
juventud se torna a criticar despiadadamente a la sociedad que la produjo. Fue así
con la generación de los años 60 en los Estados Unidos, Francia, México, entre
otros países, y así parece ser ahora con las grandes manifestaciones juveniles en
países como Brasil, donde según el sentido común izquierdista no debían haber
ocurrido, dados los grandes avances del gobierno en el combate a la pobreza y la
desigualdad social.
Ahora bien, esa misma exención económica de la juventud que la impulsa a
combatir el status quo, también le opaca la visión de los excesos de su pasión
transformadora. No es casual que el movimiento obrero organizado, por lo
general, se haya mantenido a la expectativa frente a las grandes oleadas de
movilización juvenil. Muchas veces, algunos arreglos institucionales que están en
el blanco de la indignación, como la Bolsa Família para los jóvenes brasileños, las
ordenanzas sobre salario mínimo en Nueva York para los Occupy Wall Street, y la
tímida apertura de los medios para los jóvenes del #YoSoy132 en México, son
producto de procesos de cambio que no por ser discretos son menos arduos para
los que los han impulsado pacientemente durante años.

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