Está en la página 1de 9

I, 1 El estado religioso (3)

La observancia regular (o sea, observancia de la Regla)


Y la observancia exacta, minuciosa y perseverante de la Regla, con el ejercicio de las
virtudes pasivas que se llaman humildad, penitencia, mortificación, silencio, constituye también
una lenta muerte a uno mismo. “La penitencia más dura para el religioso es el renunciar a su
propia voluntad y consentir constantemente en la observancia de las Reglas” (San Francisco de
Sales).
Y nuestras Constituciones dicen (nº 22): “Darse con mayor ahínco a la práctica de la más
perfecta obediencia, pronta y alegre, es el medio más práctico de realizar el heroico plan de la
abnegación por amor y servicio de Cristo, y su manifestación más concreta”.
Y la Imitación de Cristo: “Tu viniste a servir y no a mandar. Sabe que estás llamado a sufrir
y a fatigar, no a estar ocioso y en habladurías. Aquí, luego, se prueban los hombres como el oro en
el crisol. Nadie puede vivir vida religiosa, si no quiere humillarse de todo corazón por amor de
Dios” (I, 18). La vida religiosa, entonces, tejida como está de múltiples renuncias diarias, puede
igualar y superar algunas veces al martirio.
Así, frente al sacrificio, cualquiera que éste sea y de donde quiera que venga, jamás el
religioso se mostrará sorprendido y mucho menos desamparado. Es una víctima y su vocación es
imitar a Cristo que sufre por amor a nosotros. Nunca será más religioso que en la hora en que, al
seguir más de cerca las huellas de Jesús Crucificado, llegue a ser como Él, víctima de la gloria de

1/9
I, 1 – Estado religioso 3

Dios. “Todo está en la Cruz, y morir allí. Y no existe otra vía que conduzca a la vida y a la
verdadera paz interior, sino la vía de la santa Cruz y de la mortificación cotidiana” (Imitación, II,
12).
Dice Santa Teresita, en la Historia de un alma: “Encontré la vida religiosa tal como me la
había figurado y no me sorprendió ningún sacrificio” (cap. VII).

Consumación por la caridad


Sin la caridad no se concibe el sacrificio perfecto. El amor es su principio, su centro, su fin,
su remate y algo así como su consumación. En realidad, se llega al sacrificio porque se ama,
porque se quiere amar cada vez más.
Antiguamente el holocausto era devorado por el fuego. El religioso, en cambio, por ser
víctima espiritual, será consumido por las llamas del amor. Su oblación y su inmolación no
alcanzarán todo su valor glorificador, santificador y redentor sino en la medida que la caridad las
vivifique y las acompañe. Sacrificarse puede ser locura o sabiduría, suicidio o martirio, cobardía
o heroísmo; todo depende del sentimiento que inspire ese gesto. Por ello, dice la Imitación de
Cristo: “Feliz quien comprende qué cosa es amar a Jesús y por amor a Jesús despreciarse a sí
mismo” (II, 7).
Cristo me amó y se entregó por mí (Ga 2, 20). Sin el amor de Jesús a su Padre y a la
humanidad, la Pasión resulta un enigma o un escándalo. Gracias al amor, todo se explica y se

2/9
I, 1 – Estado religioso 3

justifica. Cristo se inmola para revelar al mundo su inmenso amor al Padre: para que el mundo
conozca que yo amo al Padre… por eso lo hago (Jn 14, 31).
En el origen del sacrificio religioso, que sólo es una respuesta al sacrificio de Cristo, se
encuentra el amor. No hay muestra de amor más grande que la de dar la propia vida y esto la
realiza a diario el religioso “auténtico”, como víctima de amor inmolada sobre el altar del corazón:
in ara cordis. Sólo se abandona el mundo y se renuncia a todos los afectos humanos, para
consagrarse por entero y para siempre, en cuerpo y alma, al amor perfecto.
La vida religiosa, en todos sus aspectos, es una obra de amor profundo y desbordante. El
amor es el resumen de las reglas y el fin mismo de los votos. Es lo que dicen nuestras
Constituciones en el nº 4: “Los miembros de este Instituto, con la gracia divina, se proponen ante
todo buscar la perfección de la caridad, es decir, tender fervientemente a la santidad de vida por
y para la mayor gloria de Dios”.
Si en el cristianismo el amor es el gran mandamiento y la plenitud de la ley, ¡cuánto más
debe serlo en el estado religioso, dado que la caridad es el resumen de las reglas y el fin mismo de
los votos! Por ello dicen nuestras Constituciones (nº 4): “(…) A fin de «más imitar, parescer y
seguir a Cristo» por amor a Él, emiten votos de pobreza, castidad y obediencia (…)”.
Es sobre todo el corazón el que entra al servicio de Dios y hay que entregarlo, ofrecerlo e
inmolarlo “con olor de suavidad” (Ofrecimiento del cáliz en la Misa), porque la mayor gloria de
Dios radica en la irradiación de la caridad. Dice Santa Teresita: “Al fin he encontrado mi vocación;

3/9
I, 1 – Estado religioso 3

mi vocación es el amor”. En realidad, ésa es la vocación de todos los religiosos, llamados a la


santidad, cuyo principio, esencia, medida y coronamiento es la caridad.
También el sacrificio debe ser consumado por Dios y esta consumación sólo puede hacerse
por amor. Lo mismo que el hombre muele el trigo y mata los animales para consumirlos y
alimentarse con el pan y la carne y los transforma en una vida superior, en su propia vida, así
también el alma inmolada por Dios y para Dios con el sacrificio de su profesión religiosa, tiene
que ser consumida por Dios.
Así el estado religioso se nos presenta como “la perfección de la caridad en la perfección del
sacrificio” (Bossuet).

Y en la muerte
Sin embargo, este sacrificio no será perfecto, absoluto y definitivo más que a la hora de la
muerte. Muchas veces en la oración y en la Misa el religioso ha renovado sus votos y su sacrificio,
pero los renueva sobre todo en la hora suprema de la muerte, al ofrecerse a Dios en oblación total
y eterna, al aceptar con abandono y con espíritu de religión, para gloria del Padre y para la
salvación del mundo, la muerte que va a herirlo, más que nunca como víctima de amor, y podrá
decir, unido a Cristo, su Consummatum est. Se acabó, mi sacrificio está consumado.

4/9
I, 1 – Estado religioso 3

II. EL ESTADO RELIGIOSO, FUENTE DE PERFECCIÓN


Siendo como es la religión, el primero de los deberes de la humanidad respecto a su Creador,
se nos revela también como fuente y manantial de beneficios individuales y sociales. Lo mismo
sucede con el estado religioso: glorifica a Dios y enriquece el alma.

Contrato indisoluble
Mirando a su origen, el estado religioso es de institución divina y la profesión religiosa de
votos es, por su misma naturaleza, un acto eminentemente santo. Bajo cierto aspecto, los lazos que
unen el alma a Cristo son más indisolubles que los que encadenan a los esposos de la tierra, ya que
la muerte, en vez de romperlos, no hace más que eternizarlos. Se es de Cristo, lo mismo que el
sacerdote, para siempre.
Por un impulso de amor completo y casto nos entregamos sin reservas a Cristo, el cual, a su
vez, se nos dona todo entero. Mi amado es para mí y yo para mi amado, dice el libro del Cantar de
los Cantares (2, 16). Entrega recíproca que termina en una fusión espiritual y en cierta especie de
identificación con la persona amada.

Intimidad de amor
El amor cristiano es solamente un pálido bosquejo de la intimidad que desde entonces se
inaugura entre Cristo y el religioso. Toda su vida la comparte con Aquel al que ha entregado todo
su ser: trabajos, gozos, sufrimientos, oraciones. A lo largo de la jornada el buen religioso piensa en

5/9
I, 1 – Estado religioso 3

Cristo, lo adora, lo sirve y, sobre todo, lo ama y le repite sin cesar bajo formas siempre nuevas que
Él es todo para su alma y que no vive más que para Él, para procurar su gloria y contento.
Lleno de empeños y trabajos, el buen religioso se da a ellos sin que por esto se entregue a la
disipación; en las tareas de su oficio o en las observancias de la Regla, vuelve siempre a Cristo –
por la presencia de Dios- como la abeja a la flor.
Cristo es para el religioso su roca fuerte, su amigo fiel que lo sostiene en los momentos de
dificultad. A Él invoca en los momentos de tentación y sobre Él se apoya para superar las
dificultades y los peligros. Su vida la comparte con Cristo, por quien ha dejado el mundo y ha
hechos votos de pobreza, castidad y obediencia.

Realeza
Después del sacerdote, nada más grande que el religioso. Si es verdad que el “servir a Dios es
reinar”, ¡qué soberanía y qué majestad la de una vida consagrada exclusivamente hasta la muerte al
servicio del Altísimo! ¡Qué grandeza la de la servidumbre religiosa!
El alma es también reina por su hermosura espiritual, por su estado de santidad, por el fulgor
de sus virtudes, brillantes joyas de una corona inmortal. Reina por la sublimidad de su sacrificio,
por la irradiación de su castidad, por los esplendores de su pobreza y por el heroísmo de su
obediencia. Reina por la plaza reservada que ocupa en la Iglesia y en el Cuerpo místico de Cristo,
del cual es miembro selecto, por el despojo que ha hecho de sí para darse al exclusivo servicio de

6/9
I, 1 – Estado religioso 3

nuestro Señor.

Libertad
Es reina sobre todo por el soberano dominio de uno mismo. No abundan los esclavos en la
vida consagrada y, en cambio, hormiguean y pululan los esclavos en el mundo: esclavos del
pecado, de las pasiones, del respeto humano y de los caprichos y tiranías de la moda, las más
ignominiosas de las esclavitudes. De ellas se ha liberado definitivamente el religioso. “Los
mundanos corren por la libertad a la esclavitud: vosotros, al contrario, llegáis a la libertad por el
camino de la dependencia”, dice Bossuet.
Decía Jesús a los judíos que habían creído en Él: “Si os mantenéis fieles a mi Palabra,
seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,
31-32). Cristo es la Verdad, y siguiéndolo a Él alcanzamos la perfecta libertad. Nadie es tan libre
como el religioso que trata de vivir con perfección su propia vocación.
La casa religiosa es una fortaleza, no una prisión. La primera y principal de las soberanías
consiste en la conquista de uno mismo y en el completo señorío de su alma. ¡Qué felicidad poder
gritar como San Francisco, después de abandonarlo todo por Cristo: Deus meus, et omnia! ¡Mi
Dios y mi todo!, y encontrarse así libre de la servidumbre del mundo, de los atractivos mundanos y
de los afectos de la tierra. Es la libertad de que gozan los hijos de Dios..., como los religiosos!

Opulencia

7/9
I, 1 – Estado religioso 3

Posee, por último, el estado religioso la opulencia de la realeza. Al que lo sigue por el camino
de los consejos evangélicos, Jesús le promete el ciento por uno aquí abajo y, por añadidura o más
bien como recompensa, la vida eterna.
El ciento por uno son todas esas gracias preciosas e incontables de preservación, de luz, de
fuerza, de pureza, de fervor, de amor y de perseverancia, a las que hay que añadir las de medio,
estímulo, edificación y apostolado.
Vida de virtud, “donde, como dice San Bernardo, la vida es más pura, las caídas más raras,
más pronta la vuelta a Dios, el caminar más seguro, más frecuentes las efusiones de la gracia, más
profunda la paz, más consolada la muerte, donde se abrevia el purgatorio y se gana un Cielo
hermoso”. En una palabra, la vocación religiosa es el llamamiento de Dios a una santidad
eminente y una de las señales más seguras de predestinación.

Sacerdocio
Si todo cristiano, por su Bautismo, ya pertenece a la tribu sacerdotal por su incorporación a
Jesús-Sacerdote, ¡cuánto más quien profesa los consejos evangélicos! Dice San Pedro: también
vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un
sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo
(1Pe 2, 9). Porque, en unión con Cristo, el religioso se ofreció al mismo, el día de su profesión,
como víctima voluntaria, amorosa y permanente para gloria de Dios y por la salvación de la
humanidad. La vida consagrada en lo más hondo de su contenido es un holocausto espiritual con el

8/9
I, 1 – Estado religioso 3

cual, a ejemplo del Salvador, el alma consagrada es al mismo tiempo el sacrificador y la víctima.
“El mismo religioso en persona es el que en la profesión de sus votos desempeña la función
de sacrificador y de sacerdote. ¿Por qué? Porque es él mismo el que se obliga, él mismo el que se
consagra, él mismo el que se entrega; en una palabra, él mismo el que se inmola y se sacrifica.
Dios está presente en este sacrificio para aprobarlo; el ministro que actúa en nombre de la Iglesia
asiste a él para aceptarlo; el pueblo fiel está allí como espectador para dar testimonio y
comprobarlo, pero el que lo hace es el mismo religioso y nadie lo puede hacer por él”
(Bourdaloue), y, porque lo realiza con plena libertad, por eso su sacrificio reviste un carácter único
de verdad, de fecundidad, de santidad, de estabilidad y de perpetuidad.
Tanto más que en este holocausto la víctima se ha escogido a sí misma como tal. El
religioso por sí mismo y personalmente es el que en la profesión de sus votos ocupa el puesto de
la hostia y de la víctima, porque lo que ofrece en su sacrificio es nada menos que a sí mismo y
todo lo que puede pertenecerle y, al ofrecerse a sí mismo, hace a Dios la ofrenda más preciosa, la
más honrosa y la más completa.

9/9

También podría gustarte