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I, 1 El estado religioso (1)

Naturaleza del estado religioso


Uno de los caminos más seguros para imitar a Cristo y una de las formas más auténticas y
más ricas de la espiritualidad cristiana lo constituye el estado religioso, modo estable de vivir en
común, en el cual, agrupados los fieles bajo una Regla aprobada por la Iglesia, no se contentan con
guardar los mandamientos, sino que, practicando los consejos evangélicos de pobreza, castidad y
obediencia, se esfuerzan por alcanzar el ideal trazado por el Señor: sed perfectos vosotros, como
perfecto es vuestro Padre celestial (Mt 5, 48).

Origen divino
El estado religioso no es hallazgo de los hombres. Si prescindimos de sus múltiples y
variadas formas accidentales y lo consideramos en su esencia inmutable, no hay duda de que es
de institución divina. Los fundadores que, al correr de los siglos y bajo la inspiración del Espíritu,
han ido suscitando Órdenes y Congregaciones, no han hecho más que realizar, concretándola y
adaptándola, la idea fundamental del Señor, como constructores de una obra de la cual Cristo es el
arquitecto. Dios ha sido verdaderamente el primer fundador de los Institutos religiosos y “jamás
debemos creer que los hombres, guiados por su invención, hayan comenzado un tipo de vida tan
perfecto como es el de la religión” (SAN FRANCISCO DE SALES).

Consejos evangélicos

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El Evangelio no se contenta con dibujarnos de manera borrosa e imprecisa la vida


consagrada, sino que traza con palabras claras y terminantes sus rasgos esenciales y característicos:
pobreza, castidad y obediencia.
Y así nos enseña, con referencia a la pobreza: Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto
tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos (Mt 19, 16). Relacionado a la castidad:
Hay hombres que se han hecho eunucos por amor al Reino de los cielos (Mt 19, 12), ya que no les
es dado a todos saborear y realizar este ideal de pureza. Y, respondiendo como un eco a esta
enseñanza del Maestro, proclama San Pablo la dignidad excelsa de la virginidad: Acerca de las
vírgenes no tengo precepto del Señor, pero puedo dar consejo, como quien ha obtenido del Señor
la misericordia de ser fiel (1Co 7, 5).
En lo que atañe a la obediencia, se encuentra su expresión más tajante en el “ven y
sígueme”? Seguir a Jesús, es decir, imitarlo, y de un modo singularísimo, en su completa y
perfecta obediencia. Toda su vida no fue más que un gran acto de amor, dentro de la sumisión a su
Padre y un fíat de conformidad y abandono a la voluntad divina. Obedecer era el alimento de su
alma.
Vida de pobreza, de castidad y de obediencia: éste es el programa sublime, aunque no
obligatorio, con que convida nuestro Señor a las almas magnánimas, sedientas de santidad.
“Todos saben que las Órdenes religiosas deben su origen y su razón de ser a aquellos
sublimes consejos evangélicos, que propuso nuestro Divino Redentor a los que, al correr de los

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siglos, quieren conquistar la perfección cristiana, almas fuertes y generosas que, con la oración y la
meditación, con santas austeridades y con la práctica de determinadas reglas se esfuerzan en
escalar las cumbres más altas de la vida espiritual” (Cartas Apostólicas, de León XIII).

Una paradoja
Siempre aparecerá el cristianismo como una paradoja viviente. Locura para unos, para otros
escándalo, mientras que para nosotros, los creyentes, es solamente una verdad profunda y una
realidad divina. El estado religioso, prolongación y perfección de la vida cristiana, nos ofrece
también el mismo aspecto paradójico: sacrificar su alma para salvarla, perderlo todo para
encontrarlo todo. Y aquí es donde de modo maravilloso la pobreza se convierte en
enriquecimiento, la humillación en exaltación, la virginidad en paternidad, la esclavitud en
liberación, el martirio en bienaventuranza y la muerte en vida.
Estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios (Col 3, 3). Estoy
crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí (Gal 2, 20).
Holocausto de amor en honor de Dios, convertido para el alma que lo ofrece en prodigiosa
fuente de vida, ése es el doble aspecto de la vida consagrada.

I. EL ESTADO RELIGIOSO COMO “SACRIFICIO”

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¿Qué se viene a buscar a la vida consagrada? ¿Será la paz y, con ella, el secreto del
apostolado vigoroso, de una perfección más exquisita y de la seguridad de la salvación? Móviles
excelentes son éstos, pero contaminados a veces de egoísmo espiritual y faltos en parte de
amplitud de miras y de desinterés, por haber colocado en primer plano, a causa de la ignorancia o
de un error de perspectiva, lo que siempre debe permanecer en el segundo. Se ha pospuesto la
gloria divina a la consecución de intereses personales y parece que uno se ha hecho religioso,
primeramente para sí y después para Dios.

Carácter teocéntrico
Los autores antiguos, ascetas y teólogos, captaron mejor, a nuestro entender, el profundo
sentido teocéntrico de este tipo de vida. Certeramente y como por instinto colocan a Dios en su
puesto: el primero. Si se abandona el mundo, no es tanto por gusto e interés propio, por muy
sagrado que éste sea, como por el honor y la gloria de Dios.
Conforme a este espíritu teocéntrico y sobrenatural dicen nuestras Constituciones, “Es
para Miles Christi un honor inestimable poder existir para la gloria de Dios y para la total,
abnegada y definitiva consagración a Jesucristo” (Constituciones, 3). “Los miembros de este
Instituto, con la gracia divina, se proponen ante todo buscar la perfección de la caridad, es decir,
tender fervientemente a la santidad de vida por y para la mayor gloria de Dios” (Constituciones,
4).

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El servicio de Dios
San Benito, en el prólogo de su Regla, llama a la casa religiosa, una “escuela del servicio
del Señor”, y llama al religioso un soldado alistado bajo la bandera de Cristo Rey. “Miles Christi,
ya que aspiramos a luchar bajo el mando de Jesús, pues somos ‘soldados suyos con especial título
y sueldo’. Ese nombre significa, por consiguiente, una esperanza de socorro y en él se expresa la
exacta realidad: Miles Christi espera de su Rey eterno y Señor universal, como de su Jefe, la orden
de combate, la seña de partida y su destino” (Constituciones, 7).
¡Servir! El religioso es por vocación un “servidor”. Servidor de Dios y consagrado a Él,
lo mismo que Jesús al venir al mundo, no para ser servido, sino para servir (Mt 20, 28). Servir a
Dios: adorarlo, darle gracias, dirigirle oraciones y amarlo es la obligación fundamental y el fin
primario del estado religioso. De aquí nació la feliz expresión “entrar en el servicio de Dios”, tan
exacta y llena de sentido, tan rica en consecuencias prácticas; pero expuesta a no ser, al menos
para el mundo, más que una fórmula hueca e insustancial.
Al que se alista y compromete en el estado religioso, Dios le dice: “Es preciso que no
olvides jamás que estás a mi servicio personal y exclusivo, y por Mí has de hacer todas las cosas y
las has de hacer con todo tu corazón y lo mejor que sepas”.
“Todos los que se alistan en esta mínima milicia de Cristo pretenden destacarse, con el
inmenso auxilio de la gracia, en el servicio insigne de la más noble de las causas, que es la gloria
de Dios, hasta el total sacrificio y abnegación de la propia vida, por un apasionado y puro amor a

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Jesucristo, y deseo de su honra y de la salvación de las almas que Él redimió” (Constituciones, 10).
Para abogar y tratar de salvar a la Trapa (en épocas muy graves de Francia), visitaba un
día Dom Chautard a Clemenceau (Primer Ministro francés) y le decía: “Sepa, señor Presidente,
que, antes que roturadores, labradores o fabricantes de quesos, somos adoradores de Dios. No son
nuestras abadías lo que con frecuencia se imaginan: explotaciones agrícolas o fábricas de cerveza;
una abadía es la Casa de Dios”.
La misma palabra religioso lo indica también con toda claridad. “Se llaman religiosos,
dice Santo Tomás, aquellos que por entero se consagran al servicio divino” (II-II, 186, 1). No es,
entonces, el nombre de “religioso” una denominación caprichosa o una simple etiqueta-reclamo,
sino un nombre programa que expresa de un modo perfecto la naturaleza y las funciones del que lo
lleva.
“Se llama religioso a este estado por razón del fin último y principal al que se ordena, que
no es otro que el mismo Dios. El servicio de Dios es su principal objetivo. Los que lo abrazan se
consagran de un modo especial y por completo a Dios, y por esto mismo se los llama por
excelencia religiosos” (Suárez).
Si todo cristiano es esencialmente un ser religioso por sólo su Bautismo, lo es el doble y
eminentemente al hacerse religioso. El religioso, personificación viviente de la religión, la primera
de todas las virtudes morales, no existe más que para Dios y no vive más que para el culto de
Dios. Esta es su razón de ser y el fondo mismo de su vocación.

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“Enajenación de toda nuestra libertad, los votos religiosos son la más hermosa expresión
de nuestra generosidad para con Dios, desde que nos entregamos completamente a Él hasta el
último acto que realicemos en la vida, como expresión de la voluntad firme y constante de
corresponder a todas las gracias y mociones del Espíritu Santo en nuestras almas” (Constituciones,
28).

Holocausto espiritual
Hay en el catolicismo un acto de culto que contiene y resume toda la Religión, acto
soberanamente glorificador de la Trinidad y redentor de la humanidad: el sacrificio de Jesucristo.
La Iglesia nació de la cruz y, continúa viviendo del altar.
¿Cómo puede sorprendernos, entonces, encontrar el sacrificio en la misma entraña de la vida
consagrada? ¿Qué es un religioso? Una hostia. ¿Y la vida religiosa? Una Misa mística. El más
grande servicio que a Dios puede prestarse y la gloria mayor que podemos procurarle es inmolarse
por él, a ejemplo de Jesús.
“El hombre que se entrega y se consagra a Dios, muerto para el mundo y viviendo para Dios,
es un sacrificio” (San Agustín), “un verdadero holocausto” (Santo Tomás). Nuestra profesión de
votos es un sacrificio y los votos que pronunciamos, una espada espiritual que nos inmola al
Salvador de las almas.
Después de la Misa y del martirio, éste es el más perfecto de todos los sacrificios, el más

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agradable a Dios y el más fecundo para esta vida y para la eternidad.


En efecto, en este tipo de vida encontramos todos los elementos constitutivos del sacrificio:
oblación, consagración, inmolación y consumición de la víctima.

Oblación
La oblación es el prólogo del sacrificio. Comienza el sacerdote por ofrecer en la Misa el pan
sobre la patena y el vino dentro del cáliz y no se debe olvidar el respeto y la veneración que la
Iglesia otorga por anticipado a lo que será muy pronto la carne y la sangre de Cristo: lo coloca
sobre el altar, lo bendice, lo inciensa.
Todos los religiosos hacemos primeramente esta oblación. En nuestra profesión, con un gesto
de adoración y amor, nos hemos ofrecido y entregado a Dios por completo y para siempre. El don
de sí mismo es lo que el Señor espera y exige del que pretende entrar a su servicio.
El fondo de toda vida religiosa es “entregarse”. La vida religiosa es un holocausto y éste
consiste ante todo en la entrega total de sí mismo a Dios.

Universal
En el nacimiento de la vida consagrada, y sirviéndole de introducción y de asiento, se
encuentra, por lo tanto, un acto magnánimo de renuncia y de generosidad: la ofrenda completa e
irrevocable de mi personalidad, de mi ser, de mis potencias y de mi actividad. Todo lo hemos

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recibido del Creador y todo se lo devolvemos. Hemos cedido a Dios definitivamente el dominio
radical de todo cuanto somos y de todo cuanto tenemos: ya no soy más para mí, sino para Él :
“Totus tuus sum!”.
Nos hemos desprendido de nosotros mismos para convertirnos, según todo el rigor de la
frase, en propiedad inalienable de Dios. Para Él nuestro cuerpo y nuestra alma, convirtiéndolos así
en hostia de expiación. Para Él nuestras facultades espirituales y sensibles: la inteligencia para
creer, adorar; rezar y alabar; el corazón para amar; la voluntad para servir; los sentidos y todos los
miembros del cuerpo para hacer de ellos, con la castidad y con la mortificación, armas de justicia
e instrumentos de santidad (cfr. Rm 6, 13.19).
Entonces se realiza la oración de San Ignacio: “Tomad Señor y recibid toda mi libertad, mi
memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; Vos me lo diste, a Vos,
Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia
que esta me basta”.
Se verifica también el ofrecimiento de toda actividad interna o externa, física, intelectual,
moral y social, ya que el siervo abnegado sólo trabaja para su Señor. Dios, propietario del árbol, lo
es igualmente de sus frutos. Pensamientos, deseos, quereres, afectos, oraciones, trabajos,
sufrimientos, ocupaciones de toda índole; el mismo descanso se convierte en otros tantos actos
religiosos, porque todo lo que se hace en honor de Dios y en servicio suyo pertenece de lleno a la
religión (cfr. II-II, 186, 1).

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Se entrega y se sacrifica todo hasta el punto de que la menor reserva se cambiaría en un robo
sacrílego. Decía Bossuet: “Considerad y reflexionad seriamente que la acción que vais a ejecutar
es un sacrificio y que constituirá un execrable sacrilegio el reservaros la más mínima parte de
aquello que, por una oblación solemne, entra en la posesión del Altísimo”.
Lo mismo que siempre soy hombre, siempre soy religioso; en todo y por todo obro como
consagrado, igual que obro como hombre. Vida incomparable la nuestra, orientada como está,
hasta en sus detalles más insignificantes, hacia la gloria de Dios.

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