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CAPITULO 2: LA EPOCA DEL OTRO QUE NO EXISTE.

2.1 Discurso contemporáneo e impasse ético.

Del malestar freudiano al malestar actual. El malestar freudiano solidario de la renuncia


articulada al Ideal. Discurso contemporáneo y promoción del objeto de consumo.
Declinación del Nombre del padre. Ferocidad del imperativo de goce. Efectos en el
ordenamiento del lazo social. Goces desregulados del Ideal. El S1 en el lugar del Ideal.

Tomaremos, tal como hace Laurent (Miller, 2005), la proposición lacaniana:


podemos prescindir del padre como real a condición de servirnos de él como
semblante. Este lineamiento nos permitirá entender el pasaje del malestar en la
época freudiana al malestar contemporáneo. O en las palabras de Miller, de la
edad del malestar a la época del impasse ético.

Cuando Freud escribe El malestar en la cultura, enuncia un manifiesto


contra la moral sexual victoriana y su concomitante: la nerviosidad moderna, esto
es, la neurosis. Tal malestar es solidario de la represión articulada al Ideal. Toda la
sintomatología que el autor conceptualiza es el efecto de la operación de renuncia
pulsional, es decir, la limitación del goce en el terreno del principio del placer y la
introducción de una ganancia de otra índole, en el campo del dolor y el
padecimiento.

El padre es ahí el agente de la castración de goce. Y el síntoma neurótico


atestigua sobre el amor a él. He ahí la dimensión del Ideal que motoriza la
operación de la defensa, sofocando la satisfacción de la pulsión. Cuando el modo
de goce transindividual está ligado al Ideal el efecto es la castración, de lo que se
desprende la lógica de la moral de austeridad, abnegación, sacrificio, propia de la
modernidad y su renuncia al goce.

Ante la caída de la creencia en el Ideal, lo que se produce entonces es el


impasse ético propio de estos tiempos. Para comprender el pasaje del síntoma
moderno a las presentaciones subjetivas contemporáneas resultará necesario
apelar a la noción de identificación que en Freud habilita la conceptualización de la
perspectiva normativizadora (en términos de la asunción del tipo sexual, por
ejemplo).

El Ideal es un significante extraído por el sujeto del campo del Otro. En


Freud ese Otro es el padre. Es en nombre de este padre que opera la represión de
la moción libidinal incestuosa y el niño resigna la investidura de objeto materna. La
identificación simbólica, con el rasgo que el sujeto extrae del Otro, permite pensar
en Freud la constitución de la instancia psíquica de regulación del goce. He ahí el
Ideal.

Ahora bien, el Otro de la modernidad, el Padre como elemento ordenador


del discurso moderno, era un Otro dotado de consistencia. Las distintas figuras de
ese Otro, en el plano imaginario, permitían dar cuenta de un orden de autoridad
indiscutible, absoluto: el maestro, el juez, el médico, el gobernante. Todos
semblantes de un cierto saber que entrañaba en sí un orden de legalidad y un
principio de autoridad eficaz.

En la época actual asistimos por el contrario a una decadencia de los


semblantes de la autoridad que permiten verificar una hipótesis: el Otro no existe,
nunca ha existido, nunca existió. Lo que ha habido ha sido discursos que lo han
hecho existir en lo simbólico, fundando nombres y lugares donde situarlo y
dándole a esto un alcance performativo, esto es, real.

Ha habido maniobras del poder que han necesitado hacerlo existir. Así, han
instituido la ficción del Otro, de un Otro consistente, sólido, sobre el cual hacer
recaer el fundamento del sujeto y del lazo social. La religión primero y la política
después han sido los dispositivos pragmáticos que mejor han contribuido al
montaje de la ficción del Otro.

En Occidente, tal como plantea Legendre, el nombre de ese Otro ha sido el


Padre. Lacan se esfuerza por demostrar que el Nombre del Padre no es más que
un semblante, y como tal, se pluraliza. Tal es el hallazgo de la época en que
vivimos. El padre no existe. Hay padres. Tantos como sujetos dispuestos a ocupar
su función y hacerlo existir, en ese mismo acto.
Esta caída de la creencia en el Padre como referencia fundadora, como
principio lógico ordenador, produce en la sociedad actual efectos varios. Entre
ellos, algunos de los que nos interesan especialmente en razón de poder entender
la racionalidad de ciertos crímenes.

Las patologías de la identificación como signo de la época contemporánea


vienen a dar cuenta de las dificultades que se presentan a nivel de la constitución
subjetiva cuando el Otro ha perdido la consistencia que le daba la creencia. Dos
cuestiones en relación a esto.

Por un lado, la consistencia no debe ser pensada como un atributo del Otro.
El Otro, en su condición de semblante, sostenía su eficacia de la creencia que el
sujeto mantenía por él. Es decir, el riesgo de este planteo, es el malentendido que
lleva a pensar que antes había un Otro que se la bancaba, y luego decayó. Que
había un Otro y, que además, ese Otro se la bancaba siempre fue una creencia
neurótica, propiciada lógicamente por la institución del discurso. Lo que cayó, con
la época, fue la creencia en la existencia de ese Otro y aún más, en su condición
de fundamento. He ahí la inconsistencia actual.

Por otro, vale entonces formular la pregunta: si el Otro no existe, si es sólo


un semblante, cómo extraer de él un significante que valga como Ideal. Es decir,
afectada la dimensión de la creencia que sostenía al Otro en su lugar de saber
supuesto, cómo extraer de él un S1 que pueda ser elevado al estatuto del Ideal.

Y es que, efectivamente, los fenómenos contemporáneos testimonian


precisamente sobre esta proliferación de S1 que no alcanzan el estatuto del Ideal.
Tal como plantea Miller, el S1 es I mayúscula en épocas de desamparo, es decir,
en nuestro tiempo, el tiempo en que hemos verificado que el Otro no existe.

A partir de ahí queda situado el problema: ¿en nombre de qué fundar la


renuncia al goce que sostenía en la modernidad el pacto de convivencia entre los
hombres y habilitaba la constitución del síntoma neurótico solidario de la
represión?
Frente al impasse del Ideal contemporáneo, la mayor identificación ofertada
por la cultura actual es la del consumidor. He ahí un S1 que orienta a los sujetos
contemporáneos en los senderos del discurso capitalista. Rechazada la dimensión
de la imposibilidad como castración estructural, cualquier gadget puede obturar la
falta en ser. La promoción del plus de goce viene a encontrar allí su fundamento.
Ante el eclipse del Ideal, proliferan los bienes de consumo y la vertiginosidad en el
alcance por acceder a la novedad de último momento.

He ahí el superyó de la época actual: el empuje al goce de la adquisición


del último bien de consumo, lo nuevo es un nombre del nuevo imperativo social.
En contraposición de la moral moderna de prohibición de goce y sacrificio, lo que
el discurso capitalista promueve en la lógica contemporánea no es otra cosa que
un empuje al goce desarticulado de cualquier renuncia. La renuncia, lejos de
constituir un imperativo, se torna algo a desestimar.

No sólo nada es imposible, sino que además del abanico de posibilidades


ofertadas por el mercado y la tecno-ciencia, ningún goce es renunciable. Si ya no
hay un nombre sobre el cual fundar la renuncia, entonces la misma pierde sentido.
El goce lejos de tornarse un objeto prohibido se torna un objeto accesible e
irrenunciable. La nueva imposibilidad es la de la renuncia. Ya no es posible
renunciar al goce. Este ha devenido el nuevo mandato actual.

He ahí el impasse de la civilización occidental contemporánea. Legendre se


pregunta:

“¿Qué sucede en la cultura cuando el poder de instituir la vida se pervierte


y maneja la normatividad ya sea en forma totalitaria ya sea en forma liberal, en un
sentido que promueve de hecho, la fantasía inconsciente del “todo es posible”, la
fantasía del no limite, es decir la eliminación de la desgarradura humana?” (Lo que
occidente no ve de occidente)

Su respuesta, la descomposición social. El hombre ultramoderno ha


renegado de lo fundamental considera el autor: su relación con el abismo. En ese
rechazo de lo real, se funda el descalabro de la sociedad contemporánea.
El managment y la tecno-ciencia han aplastado la dimensión patética
humana, renegando de la más profunda condición del hablante: su relación con el
dolor. El relevo queda en manos de la violencia. Asistimos al control del
desamparo como forma de ejercicio del poder.

El goce de la época ya no se sitúa a nivel del agente de la castración sino


del plus de goce. El efecto de esto es el fin de la culpabilidad. La presentación
contemporánea: el fenómeno de la corrupción generalizada que testimonia sobre
el impasse ético de nuestros tiempos.

En este contexto, cabe formular la pregunta: ¿qué tipo de subjetividades


produce la época? Y en todo caso, cómo incide la misma en la relación que el
sujeto contemporáneo puede tener a la ley –si consideramos que la misma implica
una posición del sujeto con relación al goce.
2.2 Declinación del Nombre del Padre y crisis de la jurisdicción. Incidencia
en el campo jurídico penal.

Función de la ficción jurídica. Función clínica del derecho. Que eficacia posible. El Padre
que no existe. Afectación de la función simbólica a partir de la verificación de su
inexistencia real. Crisis de la jurisdicción. Efectos en la relación del sujeto a la ley jurídica.
El impasse ético. Violencias.

Hemos abordado la declinación de la función paterna por la vía de situar la


caída en la creencia en el Otro y la verificación de su inexistencia real, ahí donde
el Nombre del Padre se ha revelado como un semblante.

Pues bien, pasemos a abordar ahora la declinación de la función paterna a


partir de situar esa increencia misma a nivel del padre. Es decir, el modo en que la
inexistencia del Otro afecta el ejercicio de la función paterna. Nos acercaremos por
esta vía a la función de nominación y que Lacan describió como padre del nombre.
Padre como aquel que en su transmisión, nombra al sujeto en su deseo.

Comenzaremos entonces por destacar el término elegido. Declinación.


Hablar de declinación y no de caída, supone despejar la creencia en la existencia
de un padre que alguna vez hubiera estado a la altura de su función.

La declinación del padre en su función permite situar la posición del sujeto


con relación a su deseo: lo deja caer. Quien cae no es el padre, ni su función, sino
que, lo que cae allí es el deseo que sostiene la función. Lo que el padre declina en
su transmisión es su deseo.

Ahora bien, tal declinación del deseo en la transmisión de un padre no es


sin consecuencias sobre la generación siguiente. Como ya hemos dicho lo que la
época produce como efecto no es sino un aflojamiento del vínculo con el Ideal
como aquel que ordena el campo de las renuncias. Es decir, lo que en esta época
se ve afectado no es sino el modo en que el Ideal (del sujeto, sea éste cual fuera,
pero en todo caso, cualquiera de los ideales de la modernidad valen para explicar
la lógica propia del fenómeno) incide sobre la renuncia al goce.
La renuncia ya no se propone en nombre de un Ideal transmitido por el
padre. El problema no es sólo que el padre no proponga una renuncia –porque él
mismo no la opere sobre su propia vida- sino que, cuando lo hace, si lo hace,
impone al hijo una renuncia desprovista de cualquiera de los sentidos que podría
ofrecer un ideal. De lo que se trata aquí es de la perturbación del campo del
sentido a partir del aflojamiento del lazo con el Ideal.

Entonces, o bien el padre declina su deseo, dejando caer en su transmisión


la causa misma de su decir, o bien, declina el sentido de la misma. Ya sea, que lo
que deje caer sea la renuncia, o el Ideal que le otorga a esta un sentido. Las
consecuencias de uno u otro hecho no son las mismas.

Cuando el padre cede su renuncia –cuando no puede transmitir su


castración, cuando no logra dejarse afectar por una legalidad que lo excede y lo
antecede- entonces, lo que se transmite no es un deseo, sino que ahí se abren
todas las vicisitudes del campo del goce –goce exorbitante, fuera de cualquier
amarre.

Cuando lo que el padre cede es la transmisión del Ideal –es decir, cuando
lo que no logra es articular la renuncia con el campo del sentido- entonces lo que
se produce es un efecto de melancolización.

Pues bien, el discurso contemporáneo promueve el rechazo de lo imposible.


Lo imposible como categoría lógica pretende ser erradicado del discurso con el
que la época regula los lazos y las prácticas sociales. Así, el slogan publicitario de
una conocida marca deportiva promulga sin más: ‘imposible is nothing”. Es decir,
lo imposible no encuentra su lugar dentro del proyecto vital de los habitantes de la
posmodernidad o –la también llamada modernidad tardía. Cualquier planificación
del futuro de la vida de un sujeto de estos tiempos exige considerar que lo
imposible no tiene ya cabida. Cualquier anhelo es materializable y el deseo puede
ser realizado sin que haya obstáculo estructural alguno para tal fin. ‘Si lo deseas,
es posible’.
Cuando trabajamos con anterioridad la condición de renuncia sobre la que
se asienta la transmisión paterna, ubicamos de modo tangencial la lógica de lo
imposible. Situamos allí la referencia lacaniana sobre lo imposible del goce-todo y
asentamos la renuncia anudada a la prohibición paterna sobre el trasfondo de esa
imposibilidad.

¿Qué implica esto? Pues no otra cosa que el siguiente hecho: para que la
prohibición paterna tenga eficacia requiere de un fundamento. Que la renuncia que
afecte al padre esté asentada sobre una imposibilidad. Valga resaltar aquí la
lógica paradojal. Un padre no renuncia al goce posible. La renuncia redobla la
imposibilidad existente. Cuando un padre renuncia al goce incestuoso y parricida
lo hace sobre el fundamento de su imposibilidad. Es decir, esa imposibilidad debe
ser reconocida para que la prohibición sea efectiva.

Pues bien, es sobre este complejo anudamiento que se asienta el problema


de la época respecto de la función paterna y su principio de autoridad puesto en
cuestión diariamente desde los más diversos ángulos. ¿Cómo es posible fundar
una prohibición efectiva sin asentarla sobre el fundamento de un punto de
imposible? Vale decir, ¿cómo es posible transmitir una prohibición sin el asiento
lógico de un punto de imposibilidad respecto del deseo y el acto? Dicho de otro
modo, si todo es posible, ¿qué sentido tiene ya la prohibición?

Sobre este impasse se asienta la declinación de la función del padre en la


estructura. Nuevamente el mismo planteo: si lo imposible no está reconocido como
tal, si lo que se promueve es el avance sobre cualquier práctica, si cualquier
negociación es posible, o peor aún, si todo es negociable, entonces, ¿cuál es el
límite? ¿Cómo delimitar un campo infranqueable? ¿Cómo salvaguardar un
territorio como inviolable? ¿Qué lugar a lo sagrado si todo puede ser profanado
por el vicio del poder? Vale decir, ¿cómo es posible instituir un ‘No’ sobre ningún
fondo real?

He aquí entonces el impasse de la época. El rechazo de lo imposible, y el


aflojamiento del lazo con el Ideal deja planteado el problema. Esta misma lógica
puede servir para pensar las vicisitudes de la función judicial, en tanto el juez ha
sido uno de los semblantes del Nombre del Padre.

El texto de Oscar Sarrulle La crisis de la jurisdicción, quien ha inspirado


estas reflexiones despeja desde el campo del Derecho Penal estos interrogantes.

Para adentrarnos en el problema de la crisis de la jurisdicción y encontrar


alguna vía de reparación posible que permita pensar la inclusión del profesional de
la salud mental por la línea que Legendre (1989) nombra como función clínica del
derecho, retomemos la concepción freudiana de la justicia esbozada en el primer
capítulo.

La justicia es definida como “la seguridad de que el orden jurídico ya


establecido no se quebrantará para favorecer a un individuo” (Freud, 1930). Es
decir, la justicia supone un orden de seguridad. Seguridad aquí implica creencia.
La justicia implica la creencia en la función de jurisdicción. La justicia supone la
creencia que fundamenta la atribución de autoridad. El orden jurídico es
inquebrantable a partir de ser sostenido por dicha creencia en la seguridad de su
eficacia. La creencia fundamenta su legitimidad, en el mismo sentido en que lo
plantea Koejeve. La legitimidad del poder radica en la atribución de autoridad. Sin
la creencia, cae cualquier fundamento de eficacia posible.

Vale introducir entonces la pregunta: ¿qué podría pasar si cae dicha


creencia y no se sostiene ya más la atribución de autoridad? ¿Cuáles podrían ser
los efectos del aflojamiento de esta creencia que sostiene la atribución de
autoridad por la que se legitima el orden jurídico? Sin lugar a dudas, el primer
efecto inevitable sería la pérdida de legitimidad del orden jurídico y con ella, la
pérdida de eficacia.

Ahora bien, es necesario entonces preguntar: ¿qué es lo que produce la


caída de esa creencia? ¿Cuál puede ser uno de los elementos que intervenga en
el aflojamiento de esa creencia con la consecuente pérdida de atribución de
autoridad? Puede rápidamente responderse este interrogante: cualquier acción
cuya naturaleza ponga de manifiesto el privilegio por parte de un representante del
Estado del interés de un individuo por sobre el de la comunidad cuando tal acción
de privilegiar dicho interés implique el quebrantamiento del orden jurídico o bien,
una maniobra de encubrimiento del quebrantamiento anterior efectuado por parte
de ese individuo.

Esto es, la desigualdad de los sujetos ante la ley explicitada por el Estado
vía la vulneración del orden a través de la representación de sus autoridades
judiciales. Como saldo de esa desigualdad en la esfera penal, la impunidad.
Entonces, cualquier acción llevada a cabo por el Estado que tenga como objetivo
asegurar la impunidad de un delito en el fuero penal o bien, la consecución de un
beneficio en el fuero civil, y que implique por tanto favorecer a un individuo en
perjuicio de la comunidad, supone la realización de una injusticia, y por tanto, la
afectación del orden de creencia necesario para la atribución de autoridad que
sostiene la legitimidad del orden jurídico y su eficacia.

De ahí al estallido del tejido social y la explosión de los lazos no hay más
que un pequeño paso.

Siguiendo a Sarrulle, recordaremos: Jurisdicción: decir el derecho. Implica


como tal la dimensión de enunciación y aún más, el decir mismo. Esto es, el hecho
de que cuando alguien habla, transmite en su mensaje algo más que un simple
significado –sea este cual fuere. Cuando un sujeto toma la palabra, el efecto de
transmisión que esta puede alcanzar supone la posición misma desde la cual este
sujeto habla.

La enunciación implica no sólo el nivel del enunciado, implica a su vez, la


posición desde la cual ese enunciado es formulado. Cuando alguien habla, habla
no sólo sin saber muchas veces lo que dice –diciendo probablemente más de lo
que espera- sino que a su vez, lo hace sin saber desde dónde habla y quien es el
Otro que habla en él.

El decir implica la dimensión del cuerpo. Los efectos de una transmisión van
más allá de la dimensión del enunciado y los efectos de significación. Lo que se
produce a partir de un decir que produce una transmisión es un efecto que toca lo
real. Es decir, atañe al corazón de la cosa misma.

¿Qué puede significar entonces que hay un decir que tiene por objeto de la
transmisión el derecho? Jurisdicción entonces, decir el derecho, implica el acto
mismo por el cual quien enuncia una sentencia produce una transmisión. Una
sentencia judicial habla. Y se dice que el juez habla a través de sus fallos.
Entonces, he ahí el objeto de la disquisición. Decir el derecho implica transmitir.
Una sentencia judicial implica una transmisión. Y qué es lo que se transmite sino
un principio de autoridad que legitima el orden jurídico establecido.

La enunciación de una sentencia judicial es un acto justo. Es decir, implica


por definición la puesta en juego de los elementos con los que la cultura se
sostiene: la cesión del poder individual a favor de un poder colectivo –el de la
comunidad- y a partir de allí, la institución de un orden jurídico que establece un
criterio de autoridad legítimo. En tal principio de autoridad radica la cohesión de la
comunidad y sus lazos sociales. La crítica a esa legitimidad constituye el pilar
central de la argumentación abolicionista.

Ahora bien, ¿cuál debe ser la posición de enunciación de aquel sobre quien
recae semejante función? Sarrulle, remitiendo a Szczaranski propone como
referencia el vuelo en una jaula. Es decir, se trata de una enunciación acotada,
ordenada por un cierto límite. Ahora, vale preguntar: ¿cuál es ahí el límite que al
juez se le impone? Podría responderse prontamente, el juez no está por fuera de
la legalidad que transmite. Es decir, su autoridad se legitima a través de su propia
afectación por la ley. Esto es, el juez mismo debe estar alcanzado por el orden
que intenta hacer cumplir y la legalidad debe ser el principio por el cual regule su
función.

Si el ejercicio de la misma se viera desvinculado del atravesamiento de la


ley, cuando la ley misma no tuviera sobre él su alcance, cuando el juez en su
función se hubiere corrido del ordenamiento jurídico para dejarse alcanzar por los
vicios del poder y la impunidad, entonces, el vuelo habría desbordado la jaula, y la
legitimidad de su autoridad habría sido derribada por el golpe certero del goce de
su función.

La función del juez, debe ser una función desprovista de goce, vaciada del
vicio del poder y las prerrogativas de su investidura. El juez, como sujeto está tan
afectado por la legalidad que transmite como aquel que realice sobre él una
atribución de autoridad. Sin dicha afectación la legitimidad de su función cae por
tierra. El deseo del juez es asegurar la justicia. Volar en una jaula implica dejarse
sujetar por el lazo de la ley que regula la convivencia entre los hombres y hace de
la justicia una seguridad vital.

Cuando un padre o un juez, declinan su función de transmisión de ese


orden de legalidad que les es propio (el deseo, o el orden jurídico), lo que dejan
caer en ese acto de declinación no es otra cosa que la verdad que los sujeta y al
mismo tiempo, que funda el lazo social.

Sobre las consecuencias de ese dejar caer, es posible ubicar los efectos
más estragantes. Que el padre no esté sujetado por un deseo sino habitado por la
dimensión de un goce exorbitante o bien que un juez no regule su vuelo en una
jaula sino que se deje conducir por los afanes personales o bien embates del
poder, eso no es sin consecuencias a nivel del lazo con el hijo, o bien, de la
regulación del lazo entre los hombres.

Las ambigüedades en la función del padre y del juez deben cada una ser
sometidas al análisis de la interrogación. La pregunta sobre el propio ejercicio de
la función se vuelve una condición crucial para poder realizar la misma con la
mayor responsabilidad posible. Es decir, se trata de estar a la altura de dar una
respuesta por lo que se ha dicho, vale decir, por lo que se ha hecho. Tal es la
dimensión ética del asunto.

La analogía que hemos establecido entre la jurisdicción como función del


juez y la transmisión de un padre en su función nos permite ahora ubicar un punto
más de comparación, esta vez, en razón de cernir el fundamento mismo de las
funciones y su punto de vacilación o desequilibrio. Es decir, cómo es posible
pensar la crisis de la jurisdicción a partir de situar los alcances que la época tiene
sobre la función paterna misma.

Es decir, la tesis de este planteo consiste en afirmar que la crisis de la


jurisdicción se explica a partir de situar la estructura de la función paterna y su
punto de variación en la época.

La función de la jurisdicción expresa de modo paradigmático la declinación


de la función del padre cuyo asidero lógico no es otro que el rechazo de lo
imposible como fundamento de cualquier verdad.

Un juez, en el menester de hacer justicia, dictando una sentencia que


transmita una verdad y que restaure la vigencia de la norma cuestionada por el
hecho delictivo, puede eventualmente ceder en su función.

Un juez puede ceder en su función de renunciar al goce del ejercicio de su


praxis, o bien puede ceder en su función al dejar caer el Ideal que orienta su
acción. En cualquiera de los dos casos, de lo que se trata es de una declinación
de la función que imprime las más serias consecuencias sobre el tejido social.

Es decir, si aquel que debe por su investidura transmitir un principio de


ordenamiento que se funda en cierto orden de autoridad, cede su propia causa en
el ejercicio de su función, es decir, cede no sólo su propio norte sino también las
razones, el fundamento, de su práctica, esto no es sin consecuencias a nivel del
lazo entre los hombres; precisamente porque quien debe transmitir la legalidad
declina su función, es precisamente por eso, que no es posible esperar que la
convivencia entre los hombres responda a otra lógica que la del desarreglo y el
caos. Los así llamados linchamientos, o bien, actos de justicia por mano propia –
con la impropiedad que estas denominaciones implican- parecen venir a constituir
una muestra de lo que puede acontecer a nivel del tejido social cuando el principio
de autoridad que lo funda, cae.

Ahora bien, más allá de la función jurisdiccional como transmisión de un


orden de legalidad, puede pensarse en atribuir al ejercicio de la función del juez
otros alcances. En este sentido, se inscribe la perspectiva desde la cual Legendre
(1989) propone lo que denomina función clínica del derecho a partir de considerar
el fundamento simbólico de la jurisdicción, su raigambre genealógica y su eficacia
performativa.

En esta línea, el juez, aparece situado en el lugar del Otro, como semblante
de autoridad, revestido con el emblema del legítimo ejercicio de su función de
transmisión de la norma. La escena en la que se incluye, reproduce los montajes
histórico-tradicionales a través de los cuales la sociedad se ha constituido. En tal
sentido, el autor plantea la escena judicial como una escena de ritual, litúrgica, en
la que se actualizaría la dimensión de la transmisión filiatoria, genealógica.

En este mismo orden, sería la institución judicial y dicho montaje escénico


lo que permitiría restituir en los casos en los que la retórica filiatoria se ha visto
fallida en su inscripción y la relación del sujeto a le ley se ha visto por esto
trastocada, algo de la legalidad inherente a la constitución del orden social.

El proceso judicial adquiere desde esta perspectiva una eficacia clínica, en


el punto en que incide directamente sobre la subjetividad de las partes, y
especialmente, sobre la dimensión subjetiva de quien afronta la imputación jurídica
en calidad de acusado. El reproche que le dirige el Estado a través de la figura del
fiscal, y cuya legitimidad es merituada por el juez en su función de autoridad,
actualiza, en su enunciación, la vigencia de la norma transgredida.

El autor busca subrayar la importancia de la inscripción del proceso y la


función jurisdiccional dentro de una lógica de valor altamente simbólico,
recuperando así, el alcance performativo de un juicio.

El ejercicio de la jurisdicción se soporta por tanto de la raigambre normativa


que funda el orden social, restaurando su valor quebrantado por el ilícito y
actualizando su vigencia en cada acto. El efecto alcanza a la comunidad toda e
impacta según Legendre directamente en el sujeto juzgado. A esta última
dimensión, el autor le da un alcance clínico. La función del derecho adquiere para
él una eficacia nueva.
“Los procesos intentados contra los asesinos tienen una sola justificación:
separar de su crimen al que mata, hacer que su parte maldita se convierta en su
parte de sacrificio. Esto se llama juzgar”. (Legendre, 1996) He ahí la función
clínica del derecho.

El hombre ultramoderno reniega del soporte simbólico y el anclaje real de


los montajes genealógicos normativizantes. El riesgo, plantea el autor, es convertir
el proceso judicial en un acto burocrático, desprovisto como tal del alcance
realizativo y del efecto subjetivante de la transmisión de la ley.

Quizás a no otra cosa alude Nietzsche (1887) cuando enuncia: “durante


milenios los malhechores sorprendidos por la pena no han tenido respecto de su
falta sentimientos distintos de Spinoza “algo ha salido inesperadamente mal aquí”,
y no: “yo no debería haber hecho esto””. Tal puede ser efectivamente el efecto en
la transmisión cuando quien, debe transmitir la ley, declina su función, haciendo de
su acto, un mero gesto burocrático, vaciándolo del alcance realizativo del mismo.

Ahora bien, si siguiendo la lógica anteriormente esbozada que permite


situar el semblante de la autoridad del juez en la línea del padre, y habiendo
ubicado ya, las variaciones que la época introduce respecto de la caída en la
creencia del Otro, podríamos preguntarnos, más alá de la declinación que puede
oficiar un padre o un juez en el acto de transmisión de la ley, qué alcance tiene a
nivel de la instancia judicial y su función clínica, el hecho de que efectivamente, el
hombre ultramoderno, ya no ubica al padre (ni al juez, ni al maestro, ni al médico)
en el lugar de una autoridad que introduce para sí un efecto de regulación de
goce.

Vale entonces dejar al menos esbozado el interrogante: ahí donde la época


devela la condición del Otro en su calidad de semblante, qué eficacia clínica
posible para la función jurisdiccional ahí donde quien es juzgado no instituye al
juez en el lugar de otro con mayúsculas, y lejos está de creer en el anclaje
simbólico de su investidura ni muchos menos en su valor permofativo, real.
2.3 Referente Clínico

El psicoanalista en la época del Otro que no existe. El desamparo de una vida sin la ficción
del Padre. El campo jurídico penal. Dispositivos de intervención. ¿Qué intervención
posible? Clínica del desamparo. La orientación por lo real: prescindir del Nombre del Padre
a condición de servirse de él como semblante.

EL CONSUMO DE DROGA: ENTRE EL DUELO IMPOSIBLE y LAS


2
IDENTIFICACIONES FALLIDAS

El siguiente trabajo intenta pensar el consumo de drogas en su relación con


el duelo y la falla en las identificaciones constitutivas del sujeto. La referencia
clínica dispara en este caso los interrogantes.

El objeto perdido organiza para Freud la dinámica del deseo en el sujeto. Es


a partir de la inscripción de esa pérdida que el aparato puede funcionar regulado
bajo la lógica del principio de placer y en el campo del deseo. El deseo es
efectivamente para el autor esa moción regrediente que pugna por recuperar la
experiencia perdida.

Ahora bien, lo que el aparato inscribe como pérdida no es más que la falta
de objeto. Es decir, que no hay en el campo del lenguaje objeto que pueda
responder en términos de satisfacción sino de modo parcial, eso es lo que es leído
a partir de la operación de represión primaria como pérdida. Es decir, la pérdida
implica como tal una operación de lectura de la falta.

La inscripción de la falta de objeto en términos de pérdida implica el registro


simbólico. En tanto, tal como plantea Lacan, en lo real, nada falta. Es a partir de la
lectura operada desde lo simbólico que es posible inscribir un agujero en lo real.
Ahora bien, es preciso que, a esa falta, horadada en lo real desde lo simbólico, se
le permita la inscripción en lo imaginario. Es decir, es preciso lograr también

2
Trabajo presentado en el Congreso de Investigaciones y Prácticas en Psicología de la Facultad de Psicología
de la UBA. 2014.
producir un agujero en lo imaginario. Agujero que en lo imaginario es socavado
desde lo simbólico mismo.

¿Qué ocurre cuando no es posible operar esa pérdida en lo imaginario?


¿Es decir, qué ocurre cuando no es posible inscribir un -φ, cuando no es posible
constituir un imaginario no especular que conecte con un S1 y oriente al sujeto con
relación al deseo del Otro permitiéndole al mismo tiempo, su separación? ¿Y
acaso no hay que decir que no es otra cosa que esto el trabajo que implica la
función del duelo? ¿Acaso dicho trabajo no conlleva la realización de la operación
de castración articulada a la privación que como tal reactualiza la pérdida?

Quizás haya que pensar al consumo de drogas en una estricta relación con
los efectos de melancolización como saldo de un duelo imposible.

Recorte del caso

Dolores tiene 26 años, es una de las mayores de nueve hermanos. Arroja


en la primera entrevista lo que empezará a delinearse como la lucha contra un
cierto empuje: dice llorando amargamente. “No quiero drogarme más”. Consume
desde los diecinueve años. Interrogada en relación a este punto, liga su iniciación
a lo que sitúa como la separación de quien fuera su “primer hombre”, el padre de
sus dos primeras hijas.

El modo en que relata el momento de su iniciación en el consumo de


drogas es verdaderamente significativo. F. su pareja hasta entonces, cae preso.
Luego de varios meses desde la detención, el hermano más chico de Dolores le
vende a ésta una cierta información: “veinte pesos me costó enterarme que F. me
engañaba”. Según refiere, la noticia comprada a su hermano hacía mención a la
infidelidad de F. con otra mujer. Es allí donde Dolores ubica su iniciación en la
droga.

Ella había permanecido con él durante cuatro años de convivencia, viéndolo


drogarse, sin participar por entonces del consumo. Al recibir la noticia sobre el
engaño interroga a F. sobre la veracidad del comentario y en el punto en que éste
asume su infidelidad y le manifiesta. “hacé tu vida”, ella sitúa al respecto: “ahí
decidí probar cómo era eso por lo que me dejaba”.

Dolores se ubica como una mala madre: “una hija de puta”. Tiene cinco
hijos. De cuatro hombres distintos. Cuando ella se droga no los ve. A ellos los cría
su madre. Piensa qué hará cuando salga. Teme volver a consumir. Piensa que si
no va a su casa se va a internar en la villa y eso la conduce siempre al punto del
consumo.

Formula entonces el conflicto: a su casa le cuesta volver. Allí está su padre.


Éste abusó de ella cuando era una niña de once años. Le pregunto si ha contado
esto antes. Sólo una vez pero no ha vuelto a hacerlo desde entonces. “Se lo conté
a un chico pero se enojó tanto que quería ir a matarlo. Desde ahí no lo conté más”.
Ubica entonces la razón de su silencio: “es mi papá y aunque haya hecho eso yo
lo amo”. Redobla el argumento de la justificación: “él en esa época se drogaba y
tenía otra mujer además de mi mamá.”

No quiere decir por vergüenza –según afirma luego- que le había contado a
alguien más el abuso sufrido. Se trata de su madre. Define a ésta como “tapadora,
negadora”.

Ubica entonces el abuso sufrido en primer lugar a los nueve años, luego a
los once, por parte de su padre, y finalmente, a los doce por parte de su tío
paterno. Respecto a esto último dice: “me abusó mal”. Interrogada acerca de el
“mal”, responde: “para minimizar lo de mi papá”.

Empieza a perfilarse entonces alguna versión del padre: éste violó a su


hermana menor cuando ésta tenía doce años. A Dolores sólo la manoseó. Tal es
la diferencia que ella ubica con relación a los episodios. Fue su padre según
refiere quien las indujo a la delincuencia. Él robaba y se drogaba. Al tiempo que
ubica que las preservó de la prostitución.

Su transmisión es resumida por Dolores de la siguiente forma: “con mis


hermanas teníamos dos caminos, trabajar o robar, pero no prostituirnos. Mi papá
tenía chicas que trabajaban para él. Mi mamá a veces era una de ellas. Pero a
nosotros no nos dejó meternos en eso.”

Respecto de su madre ubica la función de ésta con relación a los abusos.


Del abuso de su tío, habló en el momento en que sucedió para evitar que la
envíen a su casa. Ella dice “mi mamá pensaba sacarme de encima mandándome
a la casa de él, y ahí le tuve que decir lo que había pasado para que no me
mande”. El abuso paterno fue explicitado a su madre recién a los 19 años. Su
madre le contestó que debía estar sobria para que le creyeran. El plural usado por
ésta la exime de responsabilidad y pareciera dejarla a los oídos de Dolores en un
lugar de inocencia antes que de complicidad.

Su madre le dijo que ella está más tranquila sabiendo que Dolores está
encerrada en la cárcel. Se afana en aclarar que al principio esto le hizo ruido pero
que luego comprendió que su madre se preocupa mucho por ella. Ésta le dijo:
“cuando estás afuera yo estoy esperando que me digan que te pasó algo malo”.
Apertura hacia la interrogación del deseo materno. Escucha la equivocidad. La
desmiente rápidamente.

El efecto de una interrogación suspendida permite sin embargo desplegar


otra pregunta crucial. ¿Qué lugar para Dolores? Si su casa implica un lugar de
conflicto en relación con un padre no sujeto a la ley, si el afuera de ésta conlleva el
riesgo de la muerte, pareciera que el único lugar posible sea el del encierro. ¿Será
posible interrogar esto de modo tal que se habilite el encuentro de otro lugar?

Comienza a desplegar una respuesta: teme drogarse al salir en libertad.


Hay un chico que le gusta mucho y a quien tiene muchas ganas de ver. Él se
droga. Puede imaginar que si va a su encuentro, esto implicará una recaída.

Dolores se apresura entonces a conducir la interrogación hasta el lugar del


cierre de la escena: pide una conclusión. Recurro entonces a la didáctica en
términos de una herramienta que permita delinear los bordes del enigma. Le
ofrezco el artilugio lacaniano sobre los tiempos lógicos. Instante de ver; tiempo
para comprender; momento de concluir. Interrogo: por qué se apresura entonces
en efectuar la operación de conclusión. Vuelvo a insistir: ¿qué pasa con su
posición en el lugar del intervalo, en el intermedio? Dolores afirma: “entiendo,
nosotros estamos en el tiempo de comprender”.

Su respuesta parece ubicar el punto en que se sitúa su primer intento de


relación al inconsciente. Empieza a dibujarse en transferencia alguna escena
dentro de la cual inscribir su posición deseante, a partir del lugar ofrecido allí para
el encuentro con la dimensión pulsional. Tiempo por ahora de no anticipar ninguna
conclusión apresurada.

No obstante, la contingencia hace aparecer la repetición. Le anuncio mis


vacaciones, y mi vuelta en dos semanas. Protesta en demasía, declara que no me
puedo ir. A mi regreso ya no pide entrevistas. La llamo y no asiste. Hasta que en
un encuentro logrado a partir de una invitación insistente explica que le cuesta
retomar. No puede desde entonces sostener el espacio con la continuidad con que
venía haciéndolo.

En medio de este cuadro, el juez le concede la libertad bajo una condición


explícita: la realización de un tratamiento de rehabilitación de las drogas. Dolores
acepta fugándose del centro de puertas abiertas al día siguiente a su internación.
Luego de seis meses de permanecer en la clandestinidad, tal como ella nombra lo
que considera fuera su estado durante ese tiempo, la joven reingresa al
establecimiento penal psiquiátrico.

En la entrevista de reingreso, D. relata lo que fuera la ocasión de su


detención. Encontrándose en la puerta de su domicilio, la joven asiste a una
escena que la subleva. Presencia cómo personal policial captura a dos jóvenes
vecinos suyos. Es entonces cuando ella increpa al agente policial desafiándolo:
“agarráme a mí, pero a ellos dejálos”. Dolores se apresura a aclarar en su relato
que se trataba de pibes “sanos” (“roban sí pero no se drogan”). Recuerda con
cierta inquietud que, mientras ella desplegaba su interpelación a la autoridad, otro
de los agentes de policía, compadeciéndose de ella le dijo: “andáte morocha que
todavía estás a tiempo”, respecto de lo cual, ella se interroga, “y yo no me fui, me
quedé ahí, me hice detener, no sé por qué”. (Hace el gesto de ofrecer sus brazos
para que la esposen).

Dolores transcurre un largo lapso de tiempo encerrada en su celda,


negándose a asistir a las entrevistas. El día de su cumpleaños me acerco a
saludarla a su celda. Pide hablar. Es entonces cuando refiere estar mejor. Su
madre ha venido a verla luego de varios meses de no hablarle, enojada como
estaba por su arresto. Una de sus hijas le ha escrito una carta. Es entonces
cuando ella relata lo sucedido con posterioridad a su fuga.

Luego de aquel episodio, Dolores permaneció un mes sin consumir drogas.


Dicha abstención fue interrumpida luego del encuentro con quien fuera su primer
hombre, aquel por quien ella refiere haberse iniciado en el consumo de drogas.
Este muchacho, actualmente rehabilitado, que se encontraría trabajando en
relación de dependencia, no habría hecho otra cosa más que ofrecerle la
posibilidad de un préstamo. Ofreciéndole dinero prestado para que Dolores
pudiera armarse un puesto en una feria. Al día siguiente del encuentro –y del
ofrecimiento- la joven retoma el consumo de drogas. Nuevamente, aparece allí la
pregunta. Para ella, el enigma. Siguiendo su acostumbrada modalidad, Dolores
responde con una versión del deseo del Otro. “Él quiere que me rescate”.

Retoma cierta continuidad en las entrevistas. Empieza a interrogar el lugar


de la droga en su economía psíquica. Describe a la droga con las características
de una persona. Por momentos parece situar a la droga en el lugar de la Otra. Le
señalo estas características. Propone: “la droga tiene identidad, es como que
existe. Hay que quitarle a la droga esa identidad”. Efectivamente la droga toma
cierta consistencia para Dolores. Aparece articulada a lo que ella llama el agujero,
el vacío, el abandono materno. La droga evita que ella registre al Otro. La droga
entra con las entrevistas en la vía del sentido. Dolores ubica con claridad el modo
en que al nacer su primera hija, ella no podía alimentarla, sentía por ella un
profundo rechazo, no quería cargarla, ella sólo quería estar con el padre de la
niña. Un día su madre le dijo llorando que no podía entender cómo podía
comportarse así. “Desde ahí me aferré a ella compulsivamente”. Algo en la
modalidad vincular interpone la compulsión en el lugar del deseo regulado por la
falta. Cuando comenzó a drogarse dejó a sus hijas y ya no le importó.

Está cansada de su soledad. Se siente sola. Piensa que lo está porque no


recibe visitas. Piensa que esto es así (lo ubica con respecto a sus hermanas, no
en relación a su madre o su padre) porque ella los defraudó. Volvió a drogarse.
Ella había prometido no hacerlo y reincidió. Modo de sostener la respuesta
respecto de su lugar en el Otro.

Aparece en ella la pregunta: que es para los otros que no vienen a verla.
Comienza a desplegar su pregunta por su lugar en el deseo del Otro. Ubica allí el
dolor de su madre por la pérdida de su hijo al momento de su llegada al mundo.
Recuerda lo que decía su padre. “vos viniste a llenar un agujero”. Su formulación:
“yo tengo un gran agujero en el alma. No sé cómo llenarlo. Ni con cinco hijos ni
con todos los hombres, nunca lo pude llenar”.

Dolores enuncia: “hablemos del agujero. Yo no me quiero caer más ahí”. Su


madre no podía sostenerse en la vida. Dolores declara: “si no podía sostenerse
ella cómo nos iba a contener a nosotros para que no nos cayéramos.”

Una pieza faltante

En el transcurso de los encuentros con Dolores tengo oportunidad de


entrevistar a la madre de la paciente. Se trata de una mujer de 55 años, cuya
mejor descripción cuadra con lo que podría calificarse como una mujer cansada,
arrasada por el dolor, sometida a algún padecimiento tristemente
conservado…desvastada. Vástago, hijo.

Dos hitos marcan la historia que esta mujer tiene para contar.

Dos años antes de nacer Dolores muere un hijo de esta mujer, un niño de
tres años que pierde la vida en un accidente doméstico que parece sumir desde
entonces y para siempre a su madre en la tristeza. El niño cae a una acequia,
existente en el fondo de una casa de una provincia del interior (M.) donde la
familia vivía antes de mudarse a Buenos Aires.
La madre de Dolores dice con relación a este hecho que el padre de la
joven siempre le dirá que ella vino a tapar un agujero, agujero cuya referencia la
madre ubicará como el dolor por la muerte de este niño.

Teniendo D. 15 años su madre parte nuevamente hacia M., lugar de


residencia anterior, dejando a la joven al cuidado de sus parientes. Lo hace, según
refiere, por indicación del médico, a partir del diagnóstico realizado por entonces
sobre el hermano de Dolores. El joven, dos años menor que ella había comenzado
a consumir drogas. Su madre decide viajar con él para alejarlo del entorno que lo
arrastraba hacia el consumo. Dolores se precipita en una relación con quien luego
señalará como causa de su iniciación en la adicción.

Parece que Dolores no tarda mucho tiempo en orientarse rápidamente


acerca del deseo materno. Se precipita a concluir qué es lo que quiere su madre y
se ofrece toda allí para colmar la falta inconmensurable de un hijo muerto.
Identificada al niño caído, hace del objeto resto, su modo de vida.

Vale entonces la pregunta: ¿constituye la droga en este caso, un elemento


que Dolores toma en la línea de las identificaciones? Es decir, ahí donde las
mismas no parecen constituirse al modo histérico, ¿será acaso que la droga viene
a representar para Dolores algún camino en la orientación respecto del deseo del
Otro?

El consumo de drogas puede estar vinculado a una patología del duelo que
de cuenta de un cierto fracaso en la constitución de las identificaciones y de la
falla en la operación de separación. En el recorte tomado como referencia clínica,
resta la inscripción del objeto perdido en el campo imaginario. La no inscripción del
–φ, es decir, la falla en la operación de castración no logra operar la lectura de la
privación que implica la pérdida de un hijo haciendo fracasar por tanto el trabajo
del duelo, y con este, la falla en la identificación constitutiva del narcisismo del
sujeto.

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