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Antropología y política:

Con tri bución a una polémica

Javier San Martín

El objetivo y la justificación de la presente ponencia se implican mutuamente; en


ella se pretende, en primer término, llamar modestamente la atención sobre las rela­
ciones que unen la politización de la Antropología y el problema de su definición como
ciencia. Ahora bien, el resultado de la discusión de tal asunto no es indiferente al marco
institucional en el que se desarrollan estos CoLoquios; porque si la politización de la
Antropología es la responsable de que aún sea considerada como la ciencia de los primiti­
vos, de los atrasados, de los pueblos tradicionales, iletrados, etc ., es decir, de todos aque­
llos pueblos y culturas marginales que parecen hallarse en vías de extinción (como pue­
blos o como culturas), el hecho de que el Museo do Pobo GaLego con voq ue estos coloq uios
obligaría a clarificar o iniciar una discusión en torno al punto de si el estudio antropoló­
gico de un pueblo significa o implica automáticamente su clasificación en un tiempo ya
superado . El discurso de esta ponencia está orientado a mostrar que tal postura, que
obviamente es la responsable de la crisis de objeto y de identidad que actualmente
padece la Antropología , es una postura que refleja todavía la situación colonial e implica,
por lo tanto, una politización de la Antropología que hay que superar.
En segundo término qUIsiera contribuir a rehabilitar epistemológicamente las pro­
puestas, o por lo menos alguna de ellas, de la An tropología clásica americana, porque en
ella se anuncia un motivo q u e es necesario tener en cuenta de cara a la superación de las
dificultades epistemológicas anunciadas anteriormente; es preciso, en efecto, superar esa
concepción de la Antropología como estudio de los otros situados en un tiempo pasado;
sólo esa actitud dinamizadora de la Antropología de la Escuela boasiana, se corresponde­
ría con el marco institucional e estos CoLoquios, que pretenden impulsar la Antropolo­
gía no para desactivar 10 tradicional y diferencial, recluyéndolo en las vitrinas de un
Museo , sino al contrario, para reIvindicarlo como un modo de realización grupal y perso­
nal más allá de la esterilizadora uniformización que se extiende por doquier y que la
concepción de la Antropologla como ciencia de los otros como pasado, legitima, y al
legitimar, impulsa . Hacer L-"n tropología de Galicia y en Galicia no es sólo hablar de un
pasado, sino también de un presente y de un futuro. Aunque en esta corta ponencia no se
pueden mostrar todas las conexiones aquí anunciadas, tal es el trasfondo desde el que
están concebidas estas líneas. Por otro lado, sólo pretendo exponer resumidamente algu­
nos de los puntos que en otros lugares he tocado con más amplitud.
En la primera parte expondré los dos modos de ver la relación de la política y la
Antropología, así como la diferente conexión de cada uno de ellos con la epistemología y
en consecuencia con la actual crisis de la Antropología . La segunda parte estará dedicada
a exponer el motivo inspirador de la Antropología americana desarrollada en torno a
Boas y que se centra en el cambio de actitud que la Escuela boasiana introdujo en la
Antropología y que permitió el desarrollo de la concepción de la Antropología como
estudio del hombre a través de los otros. La razón de dedicar estas líneas a la Antropolo­
gía americana es doble ; en primer lugar, me parece percibir una radical diferencia en la
comprensión del objeto de la Antropología en América y en Europa y creo que tal dife­
rencia se remonta a una concepción distinta del lugar que los otros ocupan, por lo que

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también han de ser necesariamente distintos los planteamientos en torno a la relación
entre la política y la Antropología. En segundo lugar, creo que al rechazar como episte­
mológicamente estéril el llamado particularismo boasiano, como suelen hacer los antropó­
logos de inspiración más o menos marxiana, se rechaza indiscriminadamente todo
motivo boasiano, sin parar mientes en que de esa Escuela provienen principios que
difícilmente se podrían rechazar en una Antropología crítica actual y sólo desde los
cuales se puede plantear con corrección la cuestión del lugar de la Antropología. Para
terminar, expondremos en la tercera parte algunos rasgos de la Antropología diseñada en
los capítulos anteriores y que ofrecen el punto de partida para mostrar la conexión lógica
de la Antropología con la deontología profesional. Nuestro objetivo es recordar que la
Antropología no puede ser una «ciencia natural», sino, como decía Evans-Pritchard, una
de las «humanidades», porque, en todo caso, el humanismo es la condición epistemológica
decisiva para un estudio científico de la humanidad; para lo cual la Antropología debe
recuperar la intención filosófico-moral que inspiró el saber del hombre en el Renaci­
miento y en la Ilustración. Sólo de ese modo, por otro lado, se conseguirá superar la crisis
de identidad que sufre.

l. Uso político y determinación política en la Antropología.

Desde principios de los años 60 se debate la Antropología en una profunda crisis a la


que en absoluto es ajeno el cambio general de la situación política en el mundo. El
diagnóstico correcto de tal crisis exige clarificar las relaciones que la An tropología man­
tiene o ha mantenido con la política. Mas existen dos modos de tratar las relaciones de la
Antropología y la política; uno que, poniendo la política después de la Antropología, se
centra en el uso que de los conocimientos antropológicos se puede hacer por parte de los
políticos; el otro, por el contrario, sitúa la política antes e insiste en la determinación
política de la Antropología, no sólo en el sentido de que un interés político guía la selec­
ción de temas que habría que investigar, sino en el sentido de que el modelo o paradigma
general desde el cual se proyecta el marco categorial de la Antropología es reflejo de la
situación política misma .
La preocupación por la relación entre la Antropología y la política es un tema
relativamente reciente en la Antropología tanto europea como americana . Masivamente
sólo ocupa la atención de los antropólogos a raíz del descubrimiento del proyecto Camelot
del Departamento de Defensa de los EE.UU. Este proyecto, conocido como «Programa
contra la insurrección» o de «Profilaxis insurreccional», era un plan para cuatro años
dotado de seis millones de dólares para estudiar en América Latina con ayuda de antro­
pólogos, sociólogos y psicólogos sociales la situación de aquellas poblaciones que eran
sospechosas de una posible revolución o de un alineamiento no proamericano, con el
objetivo de poder poner los remedios contrainsurreccionales a tiempo y de todos modos
evitar una posible revuelta armada. El proyecto no parecía ser especialmente secreto,
pero en un momento dado y gracias al encargo hecho a un antropólogo, que se había
desplazado a Chile, de observar la disposición de científicos sociales chilenos para partici­
par en el Proyecto, las fuerzas políticas y los científicos de Chile investigaron el Proyecto
con la consiguiente repercusión en los EE.UU., donde también fue especialmente inves­
tigado, hasta que por fin quedó cancelado sin haber sido puesto en marcha.
Sin embargo, los sucesos en torno al Proyecto supusieron una llamada de atención a
los científicos sociales sobre las posibles consecuencias de sus in vestigaciones, iniciándose
en América una amplia discusión sobre la responsabilidad social de la investigación social
y en especial de la Antropología. Todos esos hechos se plasmaron en una abundante
literatura que abarca desde mitades de la década del 60 poco más o menos, hasta el año
1975, también aproximadamente. La polémica fue igualmente estimulada por la guerra
del Vietnam, contra la que ya en 1966 se pronunció la American Anthropological Associa­
tion) y por los programas de investigación etnológica de Tailandia, que estaban financia­
dos o utilizados por el Advanced Research Proyects Agency (ARPA) , también del Depar­
tamento de Defensa y cuyos fines de «profilaxis insurrecciona!» se mencionan en el título
mismo del programa llamado «Contrainsurrección en Tailandia: el impacto de los pro­
gramas de acción económica, social y política». Este último programa, dotado con un
millón de dólares, ha dado lugar en la literatura antropológica a un dicho que sintetiza el
espíritu de estos proyectos: «un antropólogo contra 10.000 guerrilleros» .

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Pero la utilización política de la Antropología no se reduce a estos casos recientes.
De hecho, tal utilización es coextensiva con la historia misma de la Antropología, pues ese
es el tenor de las encuestas mandadas realizar por los reyes españoles en América, o del
empleo de conocimientos antropológicos en los llamados programas indigenista, que tie­
nen como objetivo lograr un cambio de mentalidad en comunidades étnica y cultural­
mente diferenciadas, para conseguir integrarlas en los circuitos económicos y políticos
del Estado. En realidad, en este apartado deberíamos incluir todo el ámbito de la llamada
«Antropología Aplicada», la cual siempre termina reduciéndose a programas de impulso
del desarrollo económico previsto bien por la economía capitalista occidental, o por la
planificada de los países del Este europeo.
Ahora bien, el hecho de que el antropólogo siempre parece haber estudiado grupos
de gente con escaso o nulo acceso y control de las fuentes estratégicas de la riqueza y del
poder situaría al antropólogo en una peculiar posición, pues toda la información que
pueda obtener, gracias a la benevolencia de la comunidad estudiada, podría ser utilizada
precisamente para romper más aún la autonomía de esos pueblos, acentuando su depen­
dencia; la información del antropólogo podría dañar a esos pueblos, con lo que quedarían
lesionados principios éticos fundamentales generados en la relación del antropólogo con
la comunidad estudiada, que de ese modo se vería vilmente engañada. El título mismo
del proyecto Camelot, camaleón, denuncia la inmoralidad del mismo, pues en él, el
científico social se convertiría en un vulgar espía.
Esta situación sirvió de partida, primero, para denunciar el compromiso político de
los antropólogos con la política colonial y postular como actitud opuesta la necesidad de
un compromiso a favor de los oprimidos en una Antropología militante, que siempre
partiera de las aspiraciones de los pueblos estudiados en la Antropología . Parece como si
los defensores de esta actitud, K. Gough, G.D. Berreman y G. Gjessing, adoptaran la
misma postura que la implícita en el proyecto Camelot, pero al revés; es decir, parecen
partir de la existencia de una Antropología neutral que puede ponerse al servicio bien de
los opresores, bien de los oprimidos, hasta el punto de que K. Gough propone estudiar la
revolución (no abortarla como pretendía el proyecto Camelot) como un hecho más del
mundo etnológico, por ejemplo, como los culto cargo. Estos autores, pues, por lo menos en
lo que se refiere a K. Gough y G.D. Berreman, no parecen cuestionar la naturaleza
misma de la Antropología en cuanto ciencia, sino que más bien parecen denunciar sus
desviaciones, dando a entender que la Antropología social o cultural existe por lo menos
en cuanto idea intencional (véase Berreman, 1968; Gjessing, 1968; Gough, 1968).
En el mismo nivel se sitúa Jorgensen, quien partiendo de la situación específica de
la investigación antropológica trata de deducir la necesidad de un código deontológico
que debería ser exigido en la práctica de la investigación antropológica. (Jorgensen, 1971).
Pero tampoco en este caso parece ponerse en cuestión el carácter científico de la Antro­
pología. La cuestión moral o la responsabilidad social parece ser una cuestión posterior.
La duda moral no es realmente una duda intelectual sobre la construcción misma de
objeto antropológico .
Es obvio que la discusión pública de la legitimidad moral de esta utilización política
de la Antropología debía tener efectos negativos para el poder institucionalizado, pri­
mero porque al llamar la atención sobre tal utilización invalidaba su posible puesta en
marcha, y en segundo lugar porque no podía dejar de tener efectos ilustradores sobre las
verdaderas relaciones de poder, lo cual no suele ser del agrado de quienes detentan ese
poder. Por eso, una vez llegados a esta situación, esa ciencia tenía que perder interés para
las instituciones políticas, por lo que tenía que verse envuelta en una crisis de recursos,
posibilidades de trabajo, empleo de sus graduados, etc. Los aires de crisis que a este
respecto se respiran en los EE.UU. son coherentes con la situación anteriormente
descrita!.
Ahora bien , la presencia de estos problemas en la literatura americana de esos años
tal vez estaba ocultando un enfoque distinto del problema, que además era anterior y
mucho más profundo y que, si bien fue fundamentalmente desarrollado en Europa,
tampoco era desconocido en América . En este sentido, tal como observa Lepenies (1977,
47), los debates del «Simposio sobre responsabilidades sociales» (véase Current Anthro­
pology, 1963), pudo representar un retroceso en el nivel teórico o en la línea argumenta­
tiva que ya se había iniciado en Europa y que más que seguir las relaciones de la Antropo­
logía y la política se fija en las relaciones de la política y la Antropología, cuestión que, en

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todo caso, debería anteceder a la pregunta por el uso político de la Antropología. El
distinto nivel de profundidad de ambos tipos de planteamiento se puede constatar sólo
considerando que mientras en el primer caso en absoluto se roza la cuestión del objeto de
la Antropología y por consiguiente su carácter científico, en el segundo la discusión afecta
a la entraña misma de la Antropología, a su naturaleza científica, pues no es sólo una
duda moral sobre los conocimientos antropológicos, sino ante todo una duda intelectual
sobre la misma Antropología. De ahí tam bién que la crisis que hemos mencionado ante­
riormente sea de naturaleza profundamente distinta a la que motiva o que es resultado
de este otro enfoque. Baste a título de ejemplo mencionar el comienzo mismo de un libro
decisivo en esta polémica y que podría ser considerado como la suma de las reflexiones
que venían aflorando ya desde hacía años, el de Gerard Leclerc, Antropología y colonia­
lismo, que, dedicado precisamente al estudio de la determinación política de la Antropo­
logía, empieza mencionando la dificultad que los antropólogos tienen para definir su
objeto: «Son numerosas las dificultades encontradas por los antropólogos contempo­
ráneos, dejando por un instante su práctica en suspenso, cuando tratan de definir el
objeto de su disciplina» (1972, 13).
Desde esta perspectiva el problema no radica en que los descubrimientos antropoló­
gicos puedan ser usados con fines políticos y que en los años del imperialismo -o
neocolonialismo- haya podido ser proyectada una investigación en esa dirección, sino en
que la Antropología, por lo menos desde el siglo XIX, desde el momento, pues, en que,
según se dice, nace como ciencia, es un saber politizado que responde a un interés consti­
tuido y articulado en el seno de una política agresiva; la Antropología del siglo XIX es el
saber sistemático que el Occidente colonial y agresor recopila en torno a aquellos seres
que previamente han sido agredidos y que son mantenidos en una situación de depen­
dencia colonial. La Antropología es un saber sobre los otros constituidos como tales en
una mirada politizada que se genera en la agresión colonial.
Por todo ello, la relación entre la política y la Antropología constituye un problema
nuclear de la epistemología de la Antropología, porque un saber constituido en unas
condiciones de agresión no puede sino reflejar la situación en que ha sido puesto el ser
agredido; en esas condiciones las afirmaciones antropológicas se han de convertir en
ideológicas, primero porque en un plano teórico, que se corresponde a un plano práctico,
deforman violentamente la realidad, al tener que adaptarla, en el evolucionismo, a un
esquema cuyo único objetivo sería reducir las diferencias reales entre los pueblos para
mantener la diferencia decisiva, la que mediaba entre nosotros, los sujetos agresores, y
los otros, los objetos agredidos. En segundo lugar, porque una vez constituidos los otros
como objetos sometidos, la Antropología siguió viviendo de esa positivación, aunque
rechazará en el plano teórico los errores flagrantes del evolucionismo.
Por eso un estudio de la relación entre la política y la Antropología es, sobre todo, un
ejercicio del desenmascaramiento y de la sospecha frente al conocimiento antropológico,
que ante todo debe preguntarse qué sentido y alcance científico puede tener un conoci­
miento de un sujeto agredido, de una persona marginada, de un otro disminuido, que
trata de ocultar y desconectar precisamente el hecho de la agresión. N o se debe olvidar
que la Antropología prácticamente siempre ha estudiado, y lo sigue haciendo, grupos
alejados de las fuentes estratégicas; la Antropología se ha especializado en el estudio de
grupos oprimidos; el conocimiento antropológico que oculte tal punto de partida debe ser
señalado de antemano con un índice de sospecha y en ningún caso podría ser admitido
como un conocimiento antropológico, como propio de los hombres en general; es decir, se
debe desconfiar del uso teórico de tales conocimientos en un doble sentido, primero en
cuanto a la relación que esos otros mantienen con «lo que son» en tales circunstancias,
pues su «poder ser» suele verse reducido en tales estudios a «lo que SOD» bajo el colonia­
lismo; y en segundo lugar, en relación a lo que tales conocimientos puedan representar
para conocer la especie.
Si la Antropología del siglo XIX se proyectó como ciencia de los primitivos, y la
clásica del XX se pensó como ciencia natural de las sociedades ágrafas, necesariamente
ha de desaparecer en la medida en que desaparezcan los primitivos y esas pequeñas
comunidades abordables desde una perspectiva natural. Tal es la razón de que la Antro­
pología se halle en una profunda crisis de objeto, y no sólo porque efectivamente estén
desapareciendo los otros que ella estudiaba, los indígenas, que de ser primitivos en el
evolucionismo o de ser miembros integrados de sistemas naturales en equilibrio (funcio­

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nalismo) han pasado a ser indigentes del sistema económico mundial (cfr. Levi-Strauss,
1984,20), aunque en todo caso dotados de una voluntad política que se les negaba tanto en
el evolucionismo como en el funcionalismo como fiel reflejo del trato que se les daba en la
política colonial. Mas desde una perspectiva epistemológica no parece justificarse una
ciencia de la indigencia que no parte precisamente del carácter contingente de la indi­
gencia . Ahora bien, si no es posible una legitimidad epistemológica de una ciencia de los
indigentes, no se ve muy bien por qué lo sería de los otros colonizados. Si la desaparición
del colonialismo lleva a la pérdida de objeto por parte de la Antropología, es que en
realidad nunca tuvo ese objeto , o tal vez no estaba dónde creía que estaba.
La pregunta por la relación entre la Antropología y la política se nos convierte, de
ese modo, en una crítica interna de la Antropología, no sólo porque en ella se descubran
falsas interpretaciones, como puede ser el caso de la mentalidad prelógica, o la de la
secuencia de la familia Morgan, o incluso el carácter de hecho antropológico atribuido al
llamado totemismo, sino fundamentalmente porque se ve afectada en cuanto a su propia
definición como ciencia. La crisis de la Antropología está, pues, en relación con la dificul­
tad o imposibilidad de seguir manteniendo la pertinencia científica de un objeto que se
constituyó como tal en la agresión colonial; la dificultad de determinar el objeto de la
Antropología y el lugar que la Antropología ocupa en el conjunto de las ciencias está en
estrecha conexión y dependencia de la intrínseca politización de la Antropología.
Esta conclusión, firmemente establecida en la década de los 70 y que en todo caso ha
penetrado en las conciencias de los antropólogos europeos, entre quienes se olfatea aires
de profunda crisis, no es tampoco una «invención reciente», si bien las obras de Leclerc o
de Robert Jaulin han podido servir para darle forma precisa y contenido sustancial; la
problemática, sin embargo, arranca de mucho antes. En 1960 tiene ya Levi-Strauss clara
conciencia de la naturaleza de la crisis que le era inherente a la Antropología. En el texto
antes citado (Levi-Strauss, 1984), que proviene de 1960 y se titula L'avenir de l'ethnologie,
asume Levi-Strauss un hecho sumamente sintomático y que tal vez los profesionales de
la Antropología no hayan reflexionado en toda su trascendencia epistemológica, a saber,
eÍ rechazo opuesto a la etnología por los antiguos pueblos colonizados... y la intolerancia
creciente de cara a la encuesta etnográfica» (1984, 20). Indudablemente, conocía Levi­
Strauss las razones de ese rechazo, que no radicaban tanto en la posible utilización de esa
información (en el sentido del proyecto Camelot o del ARPA) cuanto en la degradación
que la actitud misma antropológica occidental conllevaba.
Seguramente conocía Levi-Strauss la anécdota que cuenta R. Jaulin de que dos
africanos fueron en 1955 al Museo del hombre de París a protestar contra la etnología,
pues «no toleraban ser tomados como objeto de ciencia; se sentían deshumanizados»
(1970,235); el sentido de esta protesta es el que recoge Levi-Strauss en el artíc u lo de 1966
citado por Llobera, cuando habla de que la Antropología es hija de esa era de violencia, de
modo que «su capacidad para evaluar más objetivamente los hechos que pertenecen a la
condición humana refleja a nivel epistemológico un estado de cosas en que una parte de
la humanidad trataba a la otra como un objeto» (véase, Llobera, 1975, 375 s.).
Ahora bien, esta postura que, como hemos visto, está ya en la conciencia de los
antropólogos europeos en 1960, no es a su vez sino fruto de las críticas que los propios
pueblos colonizados, precisamente por entonces en vías de descolonización o ya descolo­
nizados, estaban efectuando a la Antropología europea, durante los años 1950 en adelante.
Resulta ilustrativo recoger algunas de las citas aportadas por el propio Leclerc para
comprender la correlación de aquellas palabras de Levi-Strauss y el sentiq.o de la crítica
africana a la Antropología europea. Llama la atención de este contexto la clarividencia de
Griaule, quien ya en 1951 decía que «el saber de Occidente sobre las culturas africanas
elaborado por la Antropología reposa en una tradición occidental de ignorar a los demás,
de superioridad en sí, y, digámoslo, de incapacidad para concebir una mentalidad en que
nuestro propio pensamiento no sea considerado como natural, indispensable, el único
racional, el único posible» (Leclerc, o.c., 179); por eso, según Leclerc, Griaule se sitúa «en
la línea divisoria que lleva de la fase de reglamentación y gestión del colonialismo (indi­
rect rule, política indígena) a la de la crítica global del colonialismo» (o.c., 181).
Pero esta tarea no la asumirán tanto los europeos como los intelectuales del Tercer
Mundo, que a partir de esos años inician una crítica de las tesis de la Antropología del
siglo XIX, percibiendo, por ejemplo, el senegalés Cheikh Anta Diop con claridad «la
relación entre las concepciones monistas y unilineares del evolucionismo y la práctica

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uniformizante que es el colonialismo» (Leclerc, o.c., 195). En el Congreso de intelectuales
de París de 1956 se tiene ya plena conciencia de lo que representan los conceptos de la
Antropología: el negro ha sido convertido en bárbaro «el día en que el blanco se ha dado
cuenta de la ventaja de la Barbarie», dice el malgache J. Rabemananjara (Leclerc, o.c.,
196).
Pero no sólo se critica la Antropología del siglo XIX, sino también la del XX, aquélla
que se creía anclada en sólidos fundamentos, pues creía mediante la observación partici­
pante haber superado toda visión etnocéntrica; la Antropología del siglo XX está mon­
tada sobre una visión reductora y objetivante de los otros, lo que en el fondo no es sino
reflejo de la violencia colonial. El carácter reductor inherente a la aproximación propia
de la Antropología es especialmente patente en la Antropología social británica, pues
para ello es esencial comprender el conjunto de la cultura en relación -se dice en
función de- a la estructura social. El sentido de la cultura no estará en lo que quienes la
viven dicen, sino en la función que cumple en relación a la estructura social. La cultura
es un producto de la vida social que utiliza una especie de retícula especular como
instrumento de su existencia o consolidación. Los mitos, lo sabemos, no serían para
Malinowski más que una carta de lo social que legitimaría la estructura social; la religión
no es, en definitiva, sino una representación de lo social útil para convertir en deseable a
los individuos la necesaria coerción social, sin que tenga otra sustancia (Durkheim). Por
eso el cambio de las relaciones sociales, que necesariamente arrastraría un cambio de la
estructura especular que las legitima, no plantea ningún problema, porque los otros no
son en ese contexto más que objetos de la estructura social; ni el colonialismo ni la
aculturación o deculturación dramática a la que se han visto sometidos la mayor parte de
los pueblos de la Tierra constituyen para el antropólogo ningún problema, porque no son
un problema científico, al no existir individuos afectados por el cambio de esa cultura.
Pues bien , en la medida en que este enfoque puede ser consustancial a la Antropología, la
descolonización implica necesariamente el rechazo del enfoque antropológico , que no es
sino el modo cómo el Occidente se acostumbró a mirar a los otros sometidos en la
colonización.
La consideración, por lo tanto, de las relaciones entre la Antropología y la política no
lleva sólo a pedir un código deontológico, sino también y fundamentalmente a la exigen­
cia, mucho más grave, de un replanteamiento total de la naturaleza y sentido del saber
antropológico, pues éste ni puede ser proyectado como un saber nuestro sobre los otros, y
mucho menos como un saber en el cual los otros sean sólo objetos. El rechazo que los
otros hacen de la Antropología es coherente con el rechazo a ser ellos objetos que no
puedan convertirse en sujetos , porque saben en definitiva que en la cuestión del objeto la
Antropología sigue viviendo de la brecha desde la que fue concebida en el siglo XIX y que
sigue siendo eficaz en la Antropología del siglo XX, la brecha que existe, a saber, entre los
evolucionados colonizadores y los evolucionan tes, que dice Luc de Heusch (1973, 344).

JI. La propuesta boasiana como un ensayo de superación de la determinación polí­


tica de la Antropología.

Empecemos considerando las raíces de la crítica de la Antropología americana a la


europea. La actitud crítica que Herskovits mantiene respecto al funcionalismo europeo
(cfr. Leclerc, O. C., 173 ss.) así como el motivo de los esfuerzos de la American Anthropolo­
gical Association por hacer aprobar por las Naciones Unidas una declaración redactada
por ella sobre los Derechos Humanos, se basan en la postura crítica frente al colonialismo
postura que se deriva de la teoría del relativismo cultural; y aunque en esta ponencia no
vamos a entrar a fondo en este tema, es necesario exponer algunos puntos claves que
llevan del relativismo cultural a la crítica al colonialismo, sobre todo porque en ellos se
anuncia un modelo nuevo de Antropología . Por eso, si bien es cierto que el artículo de
Boas «Los límites del método comparativo de la Antropología», que puede ser conside­
rado como <da primera expresión delrelativismo cultural» (Bohannan-Glazer, 1973,83),
no habla de ninguna conexión del colonialismo y la Antropología evolucionista, es evi­
dente que en él se inaugura una línea de pensamiento que dará lugar a comprender esa
conexión; en él, además, se ponen las bases de una nueva Antropología que se irá desarro­
llando poco a poco y desde la cual se podrá demostrar la limitación de la Antropología
europea por un lado y por otro, el sentido correcto de una Antropología más allá del
condicionamiento político del imperialismo, una Antropología que no se presenta como

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el ,e~tudio de los primi ti vos, sino como estudio del hom bre, tal como rezará el título del
cla~lco hbro de ~all?h Linton. Este diseño de una Antropología que trasciende el exotismo
y yene como Ob]etl:'? el estudi? d~l hombr~ permite hacer de la Antropología un pilar
baslco de la formaclOn Unlversltana de los Jovenes. Es obvio que no podemos recorrer
todas las etapas de este camino, por lo que nos limitaremos a mencionar algunos de los
hitos fundamentales que sirvieron de constitución o inspiración a la Escuela boasiana
principalmente aquéllos que tienen una referencia política y que contribuyen a dar u~
nuevo sentido a la Antropología que la Antropología europea debería recuperar para
poder superar la tradición positivista del siglo XIX que pervive todavía en Europa.
El nuevo camino emprendido por la Antropología de Boas arranca de la necesidad
de establecer con toda precisión los datos de la Antropología, lo cual es imposible al
margen de lo que los datos significan en una cultura; el rechazo de la comparación que
sirve en base al evolucionismo se basa en la necesidad de ver los datos culturales desde
dentro de la cultura a la que pertenecen. Es ilustrativo el caso del uso de máscaras citado
por Boas. El uso de máscaras no es por sí mismo un dato antropológico, e.d. no sirve para
comparaciones de ningún tipo que sean significativas, porque en unos sitios se las utiliza
para esconderse y defenderse de enemigos místicos, en otros para simular que se es un
espíritu determinado; en otros para representar a un familiar difunto; en nuestra cul­
tura, en fin, para que los compañeros de farsa no nos reconozcan. En todos estos casos un
comportamiento semejante significa cosas profundamente distintas.
Con esas precisiones aparentemente tan sencillas, expuestas por Boas en 1896, se
iniciaba toda una nueva exigencia metodológica que orientaba la investigación antropo­
lógica por un nuevo camino, pues obligaba a precisar el sentido concreto que los hechos
antropológicos tenían, para lo que era necesario situarlos en el seno de una cultura; con
ello se abría el camino al estudio de la cultura de cada pueblo como un conjunto de rasgos
interrelacionados. Por eso, para Boas, su método es «en muchos aspectos mucho más
seguro. Un estudio detallado de las costumbres en sus relaciones a la cultura total de la
tribu que las practica, y, en conexión con su distribución geográfica entre las tribus
vecinas, nos aporta casi siempre un medio de determinar con considerable precisión las
causas históricas que llevan a la formación de las costumbres en cuestión y a los procesos
psicológicos que actúan en su desarrollo». (Boas, 1896, en Bohannan-Glanzer, O.C ., 89). El
resultado de este método no podía ser otro que el de una intensa revalorización de la
diferencia y la particularidad histórica , pues cada pueblo tiene su propia historia.
Hemos dicho ya que este escrito de 1896 no aflora ningun a referencia ni evaluación
política, aunque las tesis en él defendidas debían llevar inexorablemente a ella. Así, el
escrito que sigue a éste en el tiempo y en importancia, The mind of Primitive Man de
1911, y que no es sino una recopilación de artículos publicados anteriormente, está ya
dedicado a refutar una tesis profundamente política, la creencia en la superioridad de la
raza blanca , que es la base de todo racismo y en última instancia también del evolucio­
nismo. Boas pretende mostrar que el éxito cultural no depende de la biología y que
además el éxito cultural mismo que identificamos con nuestra civilización no deja de ser
relativo. Ya en el primer capítulo circunscribe el prejuicio que quiere combatir; la
importancia del texto para una crítica política puede recomendar transcribir algunas de
sus frases más destacadas:
«No sólo creemos en una estrecha relación entre r aza y cultura, sino que estamos dispuestos a mantener la
superioridad de nuestra ra za so bre todas las demás ... La superio r idad de nuestras invenciones, el alcance de
nuestros conocimientos científicos, la complej idad de nuestras instituciones sociales... crean la impresión de que
nosotros, los pueblos ci v ilizados, hemos dejado muy atrás las etapas en que se hallan detenidos otros grupos; así
ha s urgido la suposición de una supe r ioridad innata de las naciones europeas y s us descendientes.. . La convicción
de que las naciones euro peas poseen una aptitud superior sustenta nuestras impresiones respecto a la significa­
ción de las diferencias de tipo entre la r aza euro pea y las de otros continentes, o aún de las diferencias entre
varios tipos europeos ... (de m odo que) en el espíritu de los investigadores se halla arraigada la idea de que
esperamos encontrar en la raza blanca el tipo superior de hombre ... (Por eso ) el juicio sobre el estado mental de
un pueblo se ba sa generalmente sobre la diferencia entre su estado social y el nuestro; cuanto mayor sea la
diferencia entre s us pro cesos intelectuales, emoci onales y morales y los que hallan en nuestra civilizac ión, tanto
más severo será ese juicio». (Boas, 1911 , pp . 19-22).

El objetivo de Boas en la serie de artículos reunidos en esta obra es someter «a


riguroso análisis» esas suposiciones, que no son sino las que sustentan ideológicamente
toda política colonial. Con muchos años de antelación nos parece oír en las palabras de
Boas aquéllas mismas que anteriormente citábamos de Griaule.

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Boas tiene idea clara, en primer lugar, de la inadecuación de cualquier argumento
para legitimar la superioridad de la raza blanca; pues el he:ho de que un grupo hu~ano
alcance cierto grado de evolución a la edad de «cIen mil anos y otro a la edad. de cIento
cuatro mil» (o.c ., 25), no significa absolutamente nada, pues se explIca (~s~t:sfa~~orIa­
mente cómo debido al azan> (o.c., 30), pues lo que «guió a las razas a la clvllJzaclOn, al
parecer, se debe más al poder de los acontecimientos históricos que a sus fac~ltades
innatas» (o.c., 31). Con esto rechazaba Boas toda teoría de una mentalIdad superIor del
blanco, nivelando, por lo tanto, los diversos pueblos, haciendo de la humanidad «ur: todo»
(o.c., 33). Las diferencias de juicio y percepción que podemos encontrar entre los IndIVI­
duos de diversas culturas no deben «buscarse en ninguna peculiaridad fundamental de la
mente del hombre primitivo, sino más bien en el carácter de las ideas tradicionales por
medio de las cuales se interpreta cada nueva percepción» (o.c., 202). El individuo está
moldeado por su propia cultura. Por eso no le será difícil refutar las tesis de Levy-Bruhl,
quien, según Boas, no se basa para sus conclusiones en «un estudio de la conducta indivi­
dual, sino de las creencias y costumbres tradicionales del pueblo primitivo» y sigue Boas
en una comparación atrevida pero muy significativa: «Es probable que si no tomáramos
en cuenta el pensamiento del individuo en nuestra sociedad y sólo prestáramos atención
a las creencias corrientes , llegaríamos a la conclusión de que prevalecen entre nosotros
las mismas actitudes características del hombre primitivo» (o.c ., 144). Por el contrario,
cuando en un pueblo hay innovaciones de carácter cultural, religioso o técnico «la actitud
mental de los individuos que así desarrollan las creencias de una tribu es exactamente
análoga a la del filósofo civilizado»; los innovadores de cualquier pueblo demuestran la
misma capacidad intelectual que los filósofos entre nosotros. Por eso «las diferencias
entre el hombre civilizado y el hombre primitivo son en muchos casos más aparentes que
reales» (o.c ., 147) .
Pero ¿no es la cultura occidental más compleja y por lo tanto más desarrollada o
evolucionada? Boas concede que eso se cumple en lo que se refiere a lo tecnológico que
implica un desarrollo acumulativo, pero no pasa lo mismo en otros sectores de la vida
cultural, por ejemplo, en el caso del lenguaje, pues «muchas lenguas primitivas son
complejas . Menudas diferencias de punto de vista son expresadas por medio de formas
gramaticales; y las categorías gramaticales del latín, y más aún las del inglés moderno,
parecen rudimentarias comparadas con la complejidad de las formas psicológicas o lógi­
cas que reconocen las lenguas primitivas, pero que en nuestro lenguaje no son tenidas en
cuenta» (o.c., 178). Lo mismo ocurre con el sistema de obligaciones mutuas entre los
individuos o en el caso de la religión, sectores en los que no es posible mostrar un
desarrollo de lo simple a lo complejo.
Pero Boas no se quedará sólo en estas consideraciones; en su obra iniciará uno de los
caminos más interesantes de la Antropología actual, en el que se detecta un intento de
recuperación de la intención filosófico-moral del saber del hombre anterior al siglo XIX,
a saber, la crítica de nuestra propia cultura, que Boas sabe deslizar entre líneas. Para
Boas es difícil, si es que es posible, proponer una regla para evaluar las diversas culturas
y que se refiera a la totalidad cultural y mucho menos cuando esa cultura está dividida en
es tractos, pues según ve Boas, nuestra situación: «Difícilmente podría hallarse en parte
alguna una mayor ausencia de valores culturales que la que refleja la vida interior de
algunos estratos de nuestra propia civilización» (o.c., 202). Por eso, un antropólogo no
puede dejar de considerar la participación diferencial en la cultura, pues «aunque la
productividad cultural del pueblo íntegro puede ser de alto mérito, la valoración psicoló­
gica debe tomar en cuen ta la pobreza o cultura de las grandes masas» (o.c., 208); por eso se
puede concluir, que, si bien es cierto que en algunos aspectos la cultura occidental es más
avanzada que otras , en otros aspectos no sólo no es menos avanzada, sino que es tal que ha
creado unos estratos poblacionales que en absoluto participan de lo progresivo que tal vez
pueda haber en esa cultura; en otros aspectos, por fin, la cultura occidental y las otras
culturas están en direcciones distintas porque cada una ha elegido una combinación de
valores determinada tan perfectamente legítima como otra. Es cierto que nosotros valo­
ramos nuestra cultura como la mejor, pero sólo porque participamos en ella y porque
«controla todas nuestras acciones desde el instante en que nacemos, pero es ciertamente
concebible que pueda haber otras civilizaciones, basadas quizás en tradiciones diferentes
y en un diferente equilibrio de emoción y razón, que no tengan menos valor que la
nuestra , aunque quizás no sea imposible apreciar sus valores sin haber crecido bajo su
influencia . La teoría general de la valoración de las actividades humanas, según surge de

288
la investigación antropológica, nos enseñ a una mayor tolerancia de la que profesamos
actualmente » (o.c ., 227). No hay , pues, un progreso absoluto, porq ue toda valoración
supone haber elegido un punto de referencia; para nosotros este p u nto de referencia está
constituido por el modo de ser de la cultura occidental; pero tal m odo es uno más entre
muchos otros posibles .
De es te modo, la crítica al evolucionismo, que inicialmente era una crítica estricta­
mente m e t odológica, dará lugar a una crítica mucho más sustan tiva, que termina siendo
además una crítica política ; pues lo que Boas termina criticando es el racismo que es la
ideología que en definitiva subyace al evolucionismo y que de un modo confesado o
latente pasa de la superioridad tecnológica de la cultura occidental a la superior idad de la
raza blanca . Boas empieza desmontando el argumento de la superioridad de la raza
blanca, para pasar después a refutar el argumento del mayor valor absoluto de la cultura
occidental. No refutará Boas el funcionalismo, pero en el modo como introduce la nueva
exigencia metodológica está también implícita la crítica a un funcionalismo que pres­
cinda del significado y sentido que la cultura tiene para los individuos .
Ahora bien, según Boas ¿qué pueblos estudia la Antropología? , por el talante de
estas obras primeras deberíamos contestar que las sociedades primitivas . Sin embargo,
todo el libro que estamos comentando, pero espec ialmente el capítulo XII, está lleno de
referencias a nuestra propia cultura, la cual presenta multitud de hechos análogos a los
que se pueden ver en otros pueblos. Boas no se pregunta si la relatividad de los usos que
él descubre en nuestra cultura no ha podido ser captada por él sólo una vez que se ha
dotado de una percepción más amplia gracias a la convivencia con gentes de otros usos. Si
para Boas parece que la etnología es «estudio de la vida primitiva», mediante ese estudio
se demuestra que esa vida es parecida, análoga o semejante a la nues tra y que los proce­
sos que en ella tienen lugar son idénticos a los que tienen lugar entre nosotros; lo que
implica que ese estudio no es sino aplicación o descubrimiento (todo depende del lugar en
que situemos la investigación) de categorías aptas para pensar la especie humana como
un todo.
P or eso, en el entorno de Boas se diseña un nuevo modelo de Antropología , que
antropólogos tales como Margaret Mead o Clyde Kluckhohn o Ralph Linton llevarán a
término con formulaciones precisas . Baste citar , sin detenernos en ello, la intención de
Margaret Mead, según la cual la Antropología no sería estudio de los otros, sino de nos­
otros a través de los otros. Mead no va a Samoa a estudiar la adolescencia samoana sin
más, sino la adolescencia en general, la samoana y la americana, si bien sólo puede captar
el carácter de la americana si previamente ha variado la perspectiva lo suficiente como
para poder captar lo esencial del fenómeno. Igualmente, sus estudios comparativos de los
roles sexuales de pueblos de Nueva Guinea le permiten acceder a una visión enorme­
mente rica y matizada del carácter de la sexualidad humana. Por eso, Kluckhohn defi­
nirá la Antropología o estudio de los otros como un espejo para nosotros, un espejo para el
hombre. El distanciamiento, el alejamiento es en este contexto condición imprescindible
para romper la perspectiva inmediata desde la que no podemos captar la estructura
invariable de los fenómenos humanos; sólo de ese modo podemos estudiarnos a nosotros
mismos y por lo tanto a todos los hombres. Ahí radica también la razón de que Linton
proponga a su introducción a la Antropología un título tan audaz como El estudio del
hombre. Es evidente que en Europa tales audacias e r an impensables.
En la misma dirección se mueven las aportaciones de la llamada «Escuela de Cul­
tura y personalidad» que ha dado origen a las actuales etnopsicología y etnopsiquiatría, o
si se quiere, a la psicología y psiquiatría transculturales. Devereux, etnopsiquiatra de
orientación psicoanalista, se plantea conscientemente elaborar un concepto de Cultura
aplicable al hombre como un todo y no sólo a una parte de la humanidad. Ese concepto le
permite, por otro lado, mostrarse críticamente respecto a nuestra cultura, ahondando en
lo que hemos visto que iniciaba Boas. No hace falta decir que el proyecto de «Cultura y
personalidad» que nace en el seno de la Escuela boasiana es un intento de aplicar catego­
rías freudianas a la Antropología y que los ensayos de Freud están también orientados a
pensar la génesis de la cultura en general, aunque, por otro lado, Freud trabaje con
esquemas evolucionistas.
Resumamos ahora los pasos de nuestra argumentación. Hemos mencionado como
punto de partida la toma de postura de la Antropología americana, por mediación de
Herskovits, contra el colonialismo, procurando fundar tal actitud en los principios de la

289
Escuela boasiana. Este rechazo del colonialismo era plenamente coherente con el pro­
yecto de una Antropología que se sitúa más allá de la brecha colonial y que es capaz de
dar al estudio de los otros un sentido positivo como la construcción de una atalaya desde
la que vernos también a nosotros mismos. Para ello era necesario haber asegurado la
noción de diferencia, lo que hace Boas, y en segundo lugar, la de relativismo cultural en
su triple acepción de relatividad del individuo a su sistema cultural y social, de relativi­
dad de los hechos culturales a la totalidad cultural, y, por fin, de relatividad de la idea de
progreso; por último, y como consecuencia de todo ello, era preciso ver nuestra propia
cultura como una más. Desde ese momento se abría la posibilidad de plantear de nuevo el
papel de la Antropología en el contexto de las ciencias humanas; pues si lo que imposibi­
litó ver la posición de la Antropología en el conjunto del saber, y que ha terminado por
arrastrarla a una profunda crisis de identidad ha sido la positivación del saber antropoló­
gico propia del siglo XIX, continuado en la Antropología clásica del XX, las perspectivas
abiertas por Boas ponen la base de una nueva actitud. Frente a esa positivación reacciona
Boas mediante la crítica del método comparativo, que conlleva primero a la necesidad de
fijarse en lo diferencial, que sólo se consigue introduciéndose en la totalidad de la cul­
tura, trascendiendo, por lo tanto, las manifestaciones inmediatas, trascendiendo lo
positivo.
En un segundo momento se sacarán las consecuencias políticas inherentes a la
crítica anterior, refutando, por un lado, la creencia en la superioridad de la raza blanca y
en un segundo momento, la idea de un progreso absoluto . Desde ese momento, carece
totalmente de sentido cualquier proyecto antropológico que reduzca su objeto al estu­
dio de unos pueblos determinados. No deja de ser sintomático y plenamente coherente
que sea en el contexto de la Antropología americana boasiana en el que se dé la amplia­
ción deL objeto de la Antropología al estudio de las sociedades complejas, primero de los
caracteres nacionales, después de culturas como p.e. la japonesa y por fin de pueblos
concretos de los propios EE.UU. Puede ser que los estudios sobre los caracteres naciona­
les o sobre la cultura japonesa sean fallidos en su ejecución, pero no creo que sean
incorrectos en cuanto a la intención que los origina. Sólo una Antropología que rechace
con toda contundencia cualquier brecha racial en la especie y que por lo tanto se pro­
yecte como estudÍo del hombre, será capaz de superar la radical politización originaria
que contamina el saber antropológico desde el siglo XIX y perdura aún en el XX.
No me voy a detener en las condiciones epistemológicas de esa ciencia ni en las
exageraciones particularistas, en que, sin lugar a dudas, incurrieron los boasianos. Sólo
creo que el particularismo que se puede detectar en algunas tesis de R. Benedict y al que
cada vez se fue haciendo más proclive el propio Boas no es propio del Boas de 1896, ni
siquiera del talante de The Mind. A mi entender, es un error confundir los principios
fundantes de la Escuela boasiana con el particularismo a ultranza, sin percatarse de que
en aquellos principios se puede detectar un ensayo de superación de la radical politiza­
ción de la Antropología europea. Tampoco queda descalificada la Antropología ameri­
cana por el hecho de que sus posturas epistemológicas hayan madurado en un mundo en
el cual la diferencia y el colonialismo podían ser interiores a la propia sociedad ameri­
cana. Aunque el contexto de descubrimiento no es el de validación, no cabe la menor
duda de que fueron las especiales condiciones de América, en comparación con las de
Europa, las que permitieron proyectar una Antropología americana, que a diferencia de
la europea «no depende ya enteramente de la naturaleza de los que se ocupa» (cfr. M.
Augé, p. 186 s.), por lo que, trascendiendo el exotismo, es capaz de diseñar una ciencia que
está lejos de la conciencia de los antropólogos europeos.
Es muy sintomática a este respecto la ceguera con que en Europa se ha recibido el
proyecto estructuralista de Levi-Strauss, pues de él se ha discutido ampliamente las
aportaciones sustantivas en torno al parentesco, al alcance del concepto de totemismo o
sobre los mitos; pero ha pasado desapercibida la novedad epistemológica que en Europa
representa como diseño de una Antropología del «espíritu humano», es decir, de las
estructuras invariantes del hombre. No es casual el profundo respeto de Levi-Strauss
para con Boas; en cierta medida, un aspecto de la intención de Levi-Strauss se acerca
significativamente a la de Boas: es necesario profundizar al máximo en las diferencias sin
saltarse una etapa necesaria. Levi-Strauss parte, ante todo, de la más atenta considera­
ción de las diferencias, aunque no para quedarse en ellas y enclaustrarlas monádica­
mente, sino para descubrir tras ellas las estructuras lógicas e invariantes de la actuación
del «espíritu humano». También los boasianos pusieron a su modo las bases para pensar

290
una Antropología como ciencia general del hombre. Luc de Heusch, discípulo crítico de
Levi-Strauss, expresa con precisión la intención epistemológica de Levi-Strauss: frente a
«los discípulos de la Radcliffe-Brown en Inglaterra y en otras partes (que) dudan, con
ciertas excepciones (Leach especialmente), en aceptar la trasmutación de una Antropo­
logía social, cuyos trabajos descriptivos fueron particularmente notables, en una ciencia
más general y más abstracta ... la Antropología estructural invita a los etnógrafos a dialo­
gar no sólo con sus propios informadores, sino también con los informadores de los
demás, a mantener un discurso general sobre el sentido de la condición humana» (Luc de
Heusch, 1973, 9).

JII. Antropología, política y moral.


Hemos visto las dos posibilidades de tratar la relación de la Antropología y la polí­
tica, así como la superación de una de ellas; vamos a sacar algunas conclusiones sobre el
carácter de la Antropología derivado de las anteriores consideraciones.
Sabemos, en primer lugar, que la crítica del Tercer Mundo a la Antropología fu n­
cionalista procedía del carácter cosificador reductor que tal Antropología implicaba;
frente a esto, yo defiendo la necesidad de que la Antropología sea una ciencia a introducir
efectivamente entre las humanidades, lo cual significa que es un saber presto siempre a
entender la vida de los otros como una biografía, como un drama con su sentido en el cual
los personajes eligen sus propios caminos, aunque siempre dentro de unas coordenadas
temporales y espaciales, es decir, dentro de unos ámbitos de determinación y de libre
opción. Sólo cuando a los otros se les impone un sentido, como ocurre en el colonialismo,
aparecen como sociedades determinadas. Precisamente , la Escuela bosiana insistirá en
este aspecto propio de las diversas sociedades de elegir, frente a los determinismos
ambientales, su propio destino. Dentro del conjunto de posibilidades humanas, cada
pueblo construye a lo largo de la historia su propio sentido.
Eso conlleva a su vez a ver a los otros no como a modelos pasados de nuestra propia
civilización; si es cierto que en algunos aspectos podemos estar más adelantados, p.e. en el
tecnológico, ya sabemos que no podemos decir lo mismo p.e. en el sistema afectivo, o en
los lazos de solidaridad, en la cuestión de la orientación en la vida, en el disfrute del
placer, etc... En multitud de aspectos el desarrollo tecnológico ha podido suponer un
retroceso en el disfrute de la vida. Es preciso, pues, en todo caso, rechazar o reajustar la
idea de primitividad; y no para predicar o promover la conveniencia de que los otros se
mantengan en el estado de desarrollo tecnológico que tenían antes de la colonización,
sino en el sentido, primero, de que son ellos quienes tienen que decidir qué hacer, y en
segundo lugar, que en cualquier caso, para la Antropología los modos tradicionales de
enfocar la vida, de dar un sentido a la existencia humana, son tan valiosos como los
occidentales y en muchos casos más. Todo ello lleva a postular una Antropología trans­
cultural desde la cual podríamos evaluar las funciones de la cultura y determinar hasta
qué punto unas culturas cumplen mejor que otras esas funciones. Aquí se abre una
brecha qrítica para nuestra propia cultura.
Esá actitud crítica para el presente fue lo que motivó primero la eclosión de la
actitud antropológica en el Renacimiento, y después el espíritu ilustrado, desde los cuales
el saber del hombre no es sólo un saber práctico sobre los otros que nos enseñe a interac­
tuar con ellos; ni tampoco un saber técnico (como lo ha sido en el evolucionismo y el
funcionalismo), sino un saber emancipatori0 2 • El interés emancipatorio que subyace a
ese saber es el que también se puede detectar en el proyecto de Levi-Strauss, tal vez a su
pesar, o en contra de interpretaciones excesivamente literales de un pensamiento entre­
gado en los espacios de pentagramas musicales. El mismo proyecto está presente en la
etnopsiquiatría y en cuantos piensan la Antropología como una ciencia de todos, en la
cual los otros tienen la doble función de servirnos para pensarnos y para evaluarnos. No
es de extrañar, primero, que Leclerc relacione la Escuela boasiana con la ilustración: «Al
relativizar la cultura occidental, al ahogarla en un pluralismo cultural, la ideología cultu­
ralista (e.d . la Escuela bosiana) pretende llenar y superar la función asumida por la de
las Luces de fines de siglo XVIII» (o.c., p. 175); yen segundo lugar, que termine el libro
con un estudio de la intención ilustrada. No es de extrañar tampoco que Levi-Strauss
reclame a Rousseau como funddor de la etnología. Y aquí no nos interesarían tanto las
razones levi-straussianas, que explico en el libro antes mencionado (San Martín, 1984,
cap. II), sino el hecho de que Rousseau es en esta cuestión un ilustrado genuino, repre­

291
sentante de ese espíritu para el cual el otro, el «salvaje», es siempre un pun to de en cuen­
tr o, u n punto con cu o estudio aprendemos sobre nosotros m ism os. Los ilustrad os u tili­
zan el conocimien to del otr o como elemento mediador de n uestro propio conocimiento.
Incluso los fundadores del método comparativo, tales como Lafiteau, trabajan pensando
en nosotros . El conocimiento de los otros es el rodeo necesario para u n a verdadera
Antropología, pues sólo desde él se p uede obtener la perspectiva adecuada n para obje­
tivar a los demás, sino para lograr un conocimiento adecuado de nosotros m ismos.
Creo que desde esta perspectiva es necesario volver a estudiar el espíritu de la
Il ustración , pues, com o dice Levi-Strauss, la etnología «se mantiene den tro de la tradi­
ción fil osófica del siglo XVIII» (cfr. en Llobera, 1975 ,22 ), e.d. esa tradición s 'nseparab1
de la constitución del objeto d e la Antropología. Sólo la positivación de los otros, e.d. su
reducción a obje to , la politizació n de la r elación a los otros que tiene lugar en el siglo XIX
con el desar rollo m asivo del colonialismo, reprime esa intención y proyecta un sabe r
sobre los otros, que sólo nos habla de n uestro pasado.
M i opinión, para termina r , es que la base filosófico-mor al desde la que , por otro
lado, se proyec tó desd e el Renacimiento el saber del hombre, es también la fuente de esa
de on tología q ue po tula Jorgensen como necesaria para la Antr opología y cuya funda ­
m entación preocupa a los antr opólogos americanos. Con ello se vería que la relación
entre esa moral de la cien cia y la cien cia efec tiva no es sólo contingente, sino lógica, como
concluye Hans P . Dürr, yendo más allá de los planteamientos de Jorgensen, Berreman,
G ou gh y Gjessing (cfr. Dürr, 1970, 75). En mi opinión, sin esa base, la An tropología no
sería verdadera ciencia, aunque nos mostrase secuencias válidas sobre el comporta­
miento h uman o.
Cuando a los otros se les señala los caminos que tienen que andar, porque, com o en
el cuento de A licia, todos los caminos pertenecen a la reina, podemos describir por dó nde
se camina per o n o por dónde se quisiera ir; no podremos entender, en todo caso, el
camino que los otros perdieron y que para una Antropología cien tifica sería absoluta­
m ente necesario conocer; más aún, para situar a los otros como punto de encu e n tro, es
necesario resti tuirles el protagon ismo que antaño tuvieron, porque sólo desde él son
ve rdaderamen te otros, y sólo entonces podremos ver en ellos otra luna del cielo y no un
pálido y degen erado reflejo de nuestras propias miserias. En definitiva , lo que estamos
tratando de decir es, sencilla m ente, y utilizando una frase del propio Dürr , que ((e l
h umanismo es el presupuesto para u n estudio cien tífico de la h u man idad» (o.c., ib.).

NOTAS

1 La presente ponencia ex pues ta en resu men en los Colo quios de Sa ntiago ha ten ido en cuenta las observa­
ciones crí ticas q ue hiciera la Dra . C omas.
2 Este es el tema fundamental de mi libro La Antropología, ciencia humana y ciencia crítica, Montesinos,
Barcelona, 1985.

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