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PARTE I

1.

Descripción densa: hacia una


teoría interpretativa de la cultura
i
En su libro Philosophy in a New Key, Susanne Langer observa que ciertas ide-
as estallan en el paisaje intelectual con una tremenda fuerza. Resuelven tantos pro-
blemas fundamentales en un momento que también parecen prometer que van a resol-
ver todos los problemas fundamentales, clarificar todas las cuestiones oscuras. To-
dos se abalanzan a esa idea como si fuera un fórmula mágica de alguna nueva ciencia
positiva, como si fuera el centro conceptual alrededor del cual es posible construir
un nuevo sistema general de análisis. El súbito auge de semejante grande idee, que
eclipsa momentáneamente casi todo lo demás, se debe, dice la autora, "al hecho de
que todos los espíritus sensibles y activos se dedican inmediatamente a explotarla.
La probamos en toda circunstancia, para toda finalidad, experimentamos las posibles
extensiones de su significación estricta, sus generalizaciones y derivaciones".
Pero una vez que nos hemos familiarizado con la nueva idea, una vez que ésta
forma parte de nuestra provisión general de conceptos teóricos, nuestras expectativas
se hacen más equilibradas en lo tocante a los usos reales de dicha idea, de suerte que
así termina su excesiva popularidad. Sólo unos pocos fanáticos persisten en su inten-
to de aplicarla umversalmente; pero pensadores menos impetuosos al cabo de un
tiempo se ponen a considerar los problemas que la idea ha generado. Tratan de apli-
carla y hacerla extensiva a aquellos campos donde resulta aplicable y donde es posi-
ble hacerla extensible y desisten de hacerlo en aquellos en que la idea no es aplicable
ni puede extenderse. Si era valedera se convierte entonces verdaderamente en una idea
seminal, en una parte permanente y perdurable de nuestro arsenal intelectual. Pero
ya no tiene aquel promisorio, grandioso alcance de su aparente aplicación universal
que antes tenía. La segunda ley de termodinámica o el principio de la selección natu-
ral o el concepto de motivación inconsciente o la organización de los medios de pro-
ducción no lo explica todo y ni siquiera todo lo humano, pero, sin embargo, explica
algo; de manera que nuestra atención se dirige a aislar sólo lo que es ese algo, a de-
sembarazamos de una buena porción de seudociencia a la que, en el primer entusias-
mo de su celebridad, la idea también dio nacimiento.
Que sea en realidad éste o no el modo en que se desarrollan los conceptos cien-
tíficos fundamentalmente importantes, no lo sé. Pero ciertamente este esquema enca-
ja en el concepto de cultura alrededor del cual nació toda la disciplina de la antropolo-
gía, la cual se preocupó cada vez más por limitar, especificar, circunscribir y conte-
ner el dominio de aquélla. Los ensayos que siguen, en sus diferentes maneras y en
sus varias direcciones están todos dedicados a reducir el concepto de cultura a sus ver-
daderas dimensiones, con lo cual tienden a asegurar su constante importancia antes
que a socavarla. Todos ellos, a veces explícitamente pero con más frecuencia en vir-
tud del análisis particular que desarrollan, preconizan un concepto de cultura más es-
trecho, especializado y, según imagino, teóricamente más vigoroso que el de E. B.

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Tylor, al que pretende reemplazar, pues el "todo sumamente complejo" de Tylor, cu-
ya fecundidad nadie niega, me parece haber llegado al punto en el que oscurece más
las cosas de lo que las revela.
El pantano conceptual a que puede conducir el estilo pot-au-feu tyloriano de te-
orizar sobre la cultura resulta palpable en lo que todavía es una de las mejores intro-
ducciones generales a la antropología, Mirrorfor Man de Clyde Kluckhohn. En unas
veintisiete páginas de su capítulo sobre el concepto de cultura, Kluckhohn se las in-
genia para definir la cultura como: 1) "el modo total de vida de un pueblo"; 2) "el le-
gado social que el individuo adquiere de su grupo"; 3) "una manera de pensar, sentir
y creer"; 4) "una abstracción de la conducta"; 5) "una teoría del antropólogo sobre la
manera en que se conduce realmente un grupo de personas"; 6) "un depósito de saber
almacenado"; 7) "una serie de orientaciones estandarizadas frente a problemas reitera-
dos"; 8) "conducta aprendida"; 9) "un mecanismo de regulación normativo de la con-
ducta"; 10) "una serie de técnicas para adaptarse, tanto al ambiente exterior como a
los otros hombres"; 11) "un precipitado de historia"; y tal vez en su desesperación el
autor recurre a otros símiles, tales como un mapa, un tamiz, una matriz. Frente a es-
te género de dispersión teórica cualquier concepto de cultura aun cuando sea más res-
tringido y no enteramente estándar, que por lo menos sea internamente coherente y
que, lo cual es más importante, ofrezca un argumento susceptible de ser definido (co-
mo, para ser honestos, el propio Kluckhohn lo comprendió sagazmente) representa
una mejora. El eclecticismo es contraproducente no porque haya únicamente una di-
rección en la que resulta útil moverse, sino porque justamente hay muchas y es nece-
sario elegir entre ellas.
El concepto de cultura que propugno y cuya utilidad procuran demostrar los en-
sayos que siguen es esencialmente un concepto semiótico. Creyendo con Max We-
ber que el hombre es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha
tejido, considero que la cultura es esa urdimbre y que el análisis de la cultura ha de
ser por lo tanto, no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia in-
terpretativa en busca de significaciones. Lo que busco es la explicación, interpretan-
do expresiones sociales que son enigmáticas en su superficie. Pero semejante pro-
nunciamiento, que contiene toda una doctrina en una cláusula, exige en sí mismo al-
guna explicación.

II
El operacionalismo como dogma metodológico nunca tuvo mucho sentido por
lo menos en lo que se refiere a las ciencias sociales y, salvo unos pocos rincones de-
masiado transitados —el conductismo skinneriano, los tests de inteligencia, etc.—
está en gran medida muerto en la actualidad. Pero así y todo, hizo un aporte impor-
tante que conserva cierta fuerza, independientemente de lo que uno pueda pensar al
tratar de definir el carisma o la alienación en términos operacionales: si uno desea
comprender lo que es una ciencia, en primer lugar debería prestar atención, no a sus
teorías o a sus descubrimientos y ciertamente no a lo que los abogados de esa cien-
cia dicen sobre ella; uno debe atender a lo que hacen los que la practican.
En antropología o, en todo caso, en antropología social lo que hacen los que
la practican es etnografía. Y comprendiendo lo que es la etnografía o más exactamen-
te lo que es hacer etnografía se puede comenzar a captar a qué equivale el análisis an-
tropológico como forma de conocimiento. Corresponde advertir enseguida que ésta

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no es una cuestión de métodos. Desde cierto punto de vista, el del libro de texto, ha-
cer etnografía es establecer relaciones, seleccionar a los informantes, transcribir tex-
tos, establecer genealogías, trazar mapas del área, llevar un diario, etc. Pero no son
estas actividades, estas técnicas y procedimientos lo que definen la empresa. Lo que
la define es cierto tipo de esfuerzo intelectual: una especulación elaborada en térmi-
nos de, para emplear el concepto de Gilbert Ryle, "descripción densa".
Ryle habla de "descripción densa" en dos recientes ensayos suyos (reimpresos
ahora en el segundo volumen de sus Collected papers) dedicados a la cuestión de, co-
mo él dice, qué está haciendo Le Penseur. "pensando y reflexionando" y "pensando
pensamientos". Consideremos, dice el autor, el caso de dos muchachos que contraen
rápidamente el párpado del ojo derecho. En uno de ellos el movimiento es un tic in-
voluntario; en el otro, una guiñada de conspiración dirigida a un amigo. Los dos mo-
vimientos, como movimientos, son idénticos; vistos desde una cámara fotográfica,
observados "fenoménicamente" no se podría decir cuál es el tic y cuál es la señal ni
si ambos son una cosa o la otra. Sin embargo, a pesar de que la diferencia no puede
ser fotografiada, la diferencia entre un tic y un guiño es enorme, como sabe quien ha-
ya tenido la desgracia de haber tomado el primero por el segundo. El que guiña el
ojo está comunicando algo y comunicándolo de una manera bien precisa y especial:
1) deliberadamente, 2) a alguien en particular, 3) para transmitir un mensaje particu-
lar, 4) de conformidad con un código socialmente establecido y 5) sin conocimiento
del resto de los circunstantes. Como lo hace notar Ryle, el guiñador hizo dos cosas
(contraer su ojo y hacer una señal) mientras que el que exhibió el tic hizo sólo una,
contrajo el párpado. Contraer el ojo con una finalidad cuando existe un código públi-
co según el cual hacer esto equivale a una señal de conspiración es hacer una guiña-
da. Consiste, ni más ni menos, en esto: una pizca de conducta, una pizca de cultura
y —voilá!— un gesto.
Pero todo esto no es más que el comienzo. Supongamos, continúa diciendo el
autor, que haya un tercer muchacho quien "para divertir maliciosamente a sus camara-
das" remeda la guiñada del primer muchacho y lo hace torpemente, desmañadamente,
como aficionado. Por supuesto, lo hace de la misma manera en que el segundo mu-
chacho guiñaba el ojo y el primero mostraba su tic, es decir, contrayendo rápidamen-
te el párpado del ojo derecho; sólo que este último muchacho no está guiñando el
ojo ni mostrando un tic, sino que está parodiando a otro cuando risueñamente inten-
ta hacer la guiñada. También aquí existe un código socialmente establecido (el mu-
chacho hará "el guiño" trabajosamente, exageradamente, quizá agregando una mue-
ca... los habituales artificios del payaso); y también aquí hay un mensaje. Pero aho-
ra lo que flota en el aire es, no una conspiración, sino el ridículo. Si los demás pien-
san que él realmente está haciendo una guiñada, todo su proyecto fracasa por entero,
aunque con diferentes resultados si los compañeros piensan que está exhibiendo un
tic. Y podemos ir aún más lejos: inseguro de sus habilidades mímicas, el supuesto
satírico puede practicar en su casa ante el espejo; en ese caso no estará mostrando un
tic, ni haciendo un guiño, ni remedando; estará ensayando; pero visto por una cáma-
ra fotográfica, observado por un conductista radical o por un creyente en sentencias
protocolares, el muchacho estará solamente contrayendo con rapidez el párpado del
ojo derecho, lo mismo que en los otros casos. Las complejidades son posibles y
prácticamente no tienen fin, por lo menos lógicamente. Por ejemplo, el guiñador
original podría haber estadofingiendouna guiñada, digamos, para engañar a los de-
más y hacerles creer que estaba en marcha una conspiración cuando en realidad no ha-
bía tal cosa; en ese caso, nuestras descripciones de lo que el remedador está remedan-

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do y de lo que el que ensaya ante el espejo está ensayando cambian desde luego en
consecuencia. Pero la cuestión es que la diferencia entre lo que Ryle llama la "des-
cripción superficial" de lo que está naciendo el que ensaya ante el espejo (remedador,
guiñador, dueño de un tic...), es decir, "contrayendo rápidamente el ojo derecho" y la
"descripción densa" de lo que está haciendo ("practicando una burla a un amigo al si-
mular una señal con el fin de engañar a un inocente y hacerle creer que está en mar-
cha una conspiración") define el objeto de la etnografía: una jerarquía estratificada de
estructuras significativas atendiendo a las cuales se producen, se perciben y se inter-
pretan los tics, los guiños, los guiños fingidos, las parodias, los ensayos de paro-
dias y sin las cuales no existirían (ni siquiera los tics de grado cero que, como cate-
goría cultural, son tan no guiños como los guiños son no tics), independientemente
de lo que alguien hiciera o no con sus párpados.
Como tantas de las pequeñas historias que losfilósofosde Oxford se compla-
cen en urdir, todo este asunto de la guiñada, la falsa guiñada, la imitación burlesca
de la guiñada, el ensayo burlesco de la falsa guiñada, puede parecer un poco artifi-
cial. Con la intención de agregar una nota más empírica me permito (sin hacer antes
ningún comentario explicativo) transcribir un extracto, bastante típico, de mi propia
libreta de campo para demostrar que, por redondeado que esté a los efectos didácticos,
el ejemplo de Ryle presenta una imagen bien exacta de la clase de estructuras super-
puestas, en cuanto a inferencias e implicaciones, a través de las cuales un etnógrafo
trata continuamente de abrirse paso.

Los franceses (según dijo el informante) sólo acababan de llegar. Instalaron


unos veinte pequeños fuertes entre este punto, la ciudad, y la región de Mar-
musha en medio de las montañas, y los instalaron en medio de los promonto-
rios a fin de poder vigilar el interior del país. Así y todo no podían garantizar
protección y seguridad sobre todo por las noches, de manera que aunque se su-
ponía que estaba legalmente abolido el sistema del mezrag (pacto comercial),
en realidad continuaba practicándose lo mismo que antes.
Una noche, cuando Cohén (que hablafluidamenteel beréber) se encontraba
allá arriba, en Marmusha, otros dos judíos comerciantes de una tribu vecina
acudieron al lugar para comprarle algunos artículos. Unos beréberes pertene-
cientes a otra tribu vecina trataron de irrumpir en la casa de Cohén, pero éste
disparó su escopeta al aire. (Tradicionalmente no estaba permitido que los ju-
díos tuvieran armas, pero en aquel período las cosas estaban tan inquietas que
muchos judíos las tenían de todas maneras.) El estampido llamó la atención de
los franceses y los merodeadores huyeron.
Pero regresaron a la noche siguiente; uno de ellos disfrazado de mujer llamó a
la puerta y contó cierta historia. Cohén tema sospechas y no quería dejarla en-
trar, pero los otros judíos dijeron: "Bah, si es sólo la mujer. Todo está bien".
De manera que le abrieron la puerta y todo el grupo se precipitó adentro. Die-
ron muerte a los dos visitantes judíos, pero Cohén logró encerrarse en un cuar-
to adyacente. Oyó que los ladrones proyectaban quemarlo vivo en el negocio
después de haber retirado las mercaderías; abrió entonces la puerta y se lanzó
afuera blandiendo un garrote y así consiguió escaparse por una ventana.
Llegó al fuerte para hacerse atender las heridas y se quejó al comandante local,
un tal capitán Dumari, a quien le manifestó que deseaba obtener su 'ar, es de-
cir, cuatro o cinco veces el valor de las mercaderías que le habían robado. Los
bandidos pertenecían a una tribu que todavía no se había sometido a la autori-

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dad francesa y estaban en abierta rebelión, de modo que cuando Cohén pidió au-
torización para ir con su arrendador del mezrag, el jeque de la tribu de Marmus-
ha, con elfinde recoger la indemnización que le correspondía por las reglas tra-
dicionales, el capitán Dumari no podía darle oficialmente permiso a causa de
la prohibición francesa del mezrag, pero le dio autorización verbal y le dijo:
"Si te matan, es asunto tuyo".
Entonces el jeque, el judío y un pequeño grupo de hombres armados de Mar-
musha recorrieron diez o quince kilómetros montañas arriba por la zona rebel-
de, en la cual desde luego no había franceses; deslizándose a hurtadillas se apo-
deraron del pastor de la tribu ladrona y de sus rebaños. Los de la otra tribu
pronto llegaron montados a caballo y armados para perseguirlos y ya estaban
dispuestos a atacar. Pero cuando vieron quiénes eran los "ladrones de las
ovejas" cambiaron de idea y dijeron: "Muy bien, hablaremos". Realmente no
podían negar lo que había ocurrido —que algunos de sus hombres habían des-
pojado a Cohén y dado muerte a sus dos visitantes— y no estaban dispuestos
a desatar una contienda seria con los de Marmusha porque eso supondría una
lucha con los invasores. Los dos grupos se pusieron pues a hablar y hablaron
y hablaron en la llanura en medio de millares de ovejas; porfindecidieron repa-
rar los daños con quinientas ovejas. Los dos grupos armados de beréberes se
alinearon entonces montados a caballo en dos extremos opuestos de la llanura
teniendo entre ellos el ganado; entonces Cohén con su negra vestidura talar y
sus sueltas pantuflas se metió entre las ovejas y comenzó a elegir una por una
a su placer para resarcirse de los daños.
Así Cohén obtuvo sus ovejas y retornó a Marmusha. Los franceses del fuerte
lo oyeron llegar desde lejos (Cohén gritaba feliz recordando lo ocurrido: "Ba,
ba, ba") y se preguntaron "¿Qué diablos es eso?" Cohén dijo: "Este es mi 'ar".
Los franceses no creyeron lo que en realidad había ocurrido y lo acusaron de
ser un espía que trabajaba para los beréberes rebeldes. Lo encarcelaron y le qui-
taron su ganado. Su familia que vivía en la ciudad, no teniendo noticias suyas
durante largo tiempo, creyó que había muerto. Pero los franceses terminaron
por ponerlo en libertad y Cohén regresó a su hogar, aunque sin sus ovejas.
Acudió entonces al coronel de la ciudad, el francés encargado de toda la región,
para quejarse de lo ocurrido. Pero el coronel le replicó: "Nada puedo hacer en
este asunto. No es cosa mía".

Citado textualmente y de manera aislada como "una nota metida en una bote-
lla", este pasaje da (como lo haría cualquier pasaje semejante presentado análogamen-
te) una buena idea de cuantas cosas entran en la descripción etnográfica aun del tipo
más elemental, da una idea de cuan extraordinariamente "densa" es tal descripción.
En escritos antropológicos terminados, incluso en los reunidos en este libro, este he-
cho (que lo que nosotros llamamos nuestros datos son realmente interpretaciones de
interpretaciones de otras personas sobre lo que ellas y sus compatriotas piensan y
sienten) queda oscurecido porque la mayor parte de lo que necesitamos para compren-
der un suceso particular, un rito, una costumbre, una idea o cualquier otra cosa, se
insinúa como información de fondo antes que la cosa misma sea directamente exami-
nada. (Revelar, por ejemplo, que este pequeño drama se desarrolló en lastierrasaltas
del centro de Marruecos en 1912 y que fue contado allí en 1968, determina gran par-
te de nuestra comprensión de ese drama.) Esto no entraña nada particularmente malo
y en todo caso es inevitable. Sólo que lleva a una idea de la investigación antropoló-

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gica que la concibe más como una actividad de observación y menos como la activi-
dad de interpretación que en realidad es. Apoyándonos en la base fáctica, la roca
firme (si es que la hay) de toda la empresa, ya desde el comienzo nos hallamos ex-
plicando y, lo que es peor, explicando explicaciones. Guiños sobre guiños sobre
guiños.
El análisis consiste pues en desentrañar las estructuras de significación —lo
que Ryle llamó códigos establecidos, expresión un tanto equívoca, pues hace que la
empresa se parezca demasiado a la tarea del empleado que descifra, cuando más bien
se asemeja a la del crítico literario— y en determinar su campo social y su alcance.
Aquí, en nuestro texto, ese trabajo de discernir comenzaría distinguiendo las tres dife-
rentes estructuras de interpretación que intervienen en la situación, los judíos, los be-
réberes y los franceses, y luego continuaría mostrando cómo (y por qué) en aquella é-
poca y en aquel lugar la copresencia de los tres elementos produjo una situación en
la cual el sistemático malentendido redujo la forma tradicional a una farsa social. Lo
que perjudicó a Cohén y junto con él a todo el antiguo esquema de relaciones socia-
les y económicas dentro del cual él se movía, fue una confusión de lenguas.
Luego volveré a ocuparme de esta afirmación demasiado compacta así como de
los detalles del texto mismo. Por ahora sólo quiero destacar que la etnografía es des-
cripción densa. Lo que en realidad encara el etnógrafo (salvo cuando está entregado a
la más automática de las rutinas que es la recolección de datos) es una multiplicidad
de estructuras conceptuales complejas, muchas de las cuales están superpuestas o en-
lazadas entre sí, estructuras que son al mismo tiempo extrañas, irregulares, no explí-
citas, y a las cuales el etnógrafo debe ingeniarse de alguna manera, para captarlas pri-
mero y para explicarlas después. Y esto ocurre hasta en los niveles de trabajo más
vulgares y rutinarios de su actividad: entrevistar a informantes, observarritos,elici-
tar términos de parentesco, establecer límites de propiedad, hacer censo de casas... es-
cribir su diario. Hacer etnografía es como tratar de leer (en el sentido de "interpretar
un texto") un manuscrito extranjero, borroso, plagado de elipsis, de incoherencias,
de sospechosas enmiendas y de comentarios tendenciosos y además escrito, no en las
grafías convencionales de representación sonora, sino en ejemplos volátiles de con-
ducta modelada.

ra
La cultura, ese documento activo, es pues pública, lo mismo que un guiño
burlesco o una correría para apoderarse de ovejas. Aunque contiene ideas, la cultura
no existe en la cabeza de alguien; aunque no es física, no es una entidad oculta. El
interminable debate en el seno de la antropología sobre si la cultura es "subjetiva" u
"objetiva" junto con el intercambio recíproco de insultos intelectuales ("¡Idealista!",
"¡mentalista!", "¡conductista!", "¡impresionista!", "¡positivista!") que lo acompaña,
está por entero mal planteado. Una vez que la conducta humana es vista como ac-
ción simbólica —acción que, lo mismo que la fonación en el habla, el color en la
pintura, las líneas en la escritura o el sonido en la música, significa algo— pierde
sentido la cuestión de saber si la cultura es conducta estructurada, o una estructura de
la mente, o hasta las dos cosas juntas mezcladas. En el caso de un guiño burlesco o
de unafingidacorrería para apoderarse de ovejas, aquello por lo que hay que pregun-
tar no es su condición ontológica. Eso es lo mismo que las rocas por un lado y los
sueños por el otro: son cosas de este mundo. Aquello por lo que hay que preguntar

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es por su sentido y su valor: si es mofa o desafío, ironía o cólera, esnobismo u orgu-
llo, lo que se expresa a través de su aparición y por su intermedio.
Esto podrá parecer una verdad evidente, pero hay numerosas maneras de oscure-
cerla. Una de ellas es imaginar que la cultura es una realidad "superorgánica", conclu-
sa en sí misma, con fuerzas y fines propios; esto es reificar la cultura. Otra manera
es pretender que la cultura consiste en el craso esquema de la conducta que observa-
mos en los individuos de alguna comunidad identificable; esto es reducirla. Pero aun-
que estas dos confusiones todavía subsisten e indudablemente subsistirán siempre, la
fuente principal del embrollo teórico que presenta la antropología contemporánea es
una concepción que se desarrolló como reacción a esas dos posturas y que ahora está
ampliamente sostenida; me refiero a la concepción, para citar a Ward Goodenough,
quizá su principal expositor, según la cual "la cultura (está situada) en el entendi-
miento y en el corazón de los hombres".
Designada de varias maneras, etnociencia, análisis componencial o antropolo-
gía cognitiva (una terminología fluctuante que refleja profunda incertidumbre), esta
escuela de pensamiento sostiene que la cultura está compuesta de estructuras psicoló-
gicas mediante las cuales los individuos o grupos de individuos guían su conducta.
"La cultura de una sociedad", para citar de nuevo o Goodenough, esta vez un pasaje
que ha llegado a convertirse en el locus classicus de todo el movimiento, "consiste
en lo que uno debe conocer o creer a fin de obrar de una manera aceptable para sus
miembros". Y partiendo de este concepto de lo que es la cultura resulta una concep-
ción, igualmente afirmada, de lo que es describirla: la exposición de reglas sistemáti-
cas, una especie de algoritmia etnográfica que, de ser seguida, haría posible obrar, co-
mo, o pasar (dejando de lado la apariencia física) por un nativo. De esta manera, un
subjetivismo extremado se vincula con un formalismo extremado, y el resultado no
ha de sorprender: un violento debate sobre si los análisis particulares (que se realizan
en la forma de taxonomías, paradigmas, tablas, árboles y otras ingenuidades) reflejan
lo que los nativos "realmente" piensan o si son meramente hábiles simulaciones,
lógicamente convincentes pero sustancialmente diferentes de lo que piensan los na-
tivos.
Como a primera vista este enfoque parece lo bastante próximo al que estamos
desarrollando aquí para que se lo confunda con él, conviene decir explícitamente lo
que los divide. Si por un momento dejamos a un lado nuestros guiños y nuestras
ovejas y tomamos un cuarteto de Beethoven como un ejemplo de cultura muy espe-
cial, pero sumamente ilustrativo en este caso, nadie lo identificará, creo, con su par-
titura, con la destreza y conocimientos necesarios para tocarlo, con la comprensión
que tienen de él sus ejecutantes o el público, ni (poner atención, en passant, a los re-
duccionistas y a los reificadores) con una determinada ejecución del cuarteto o con al-
guna misteriosa entidad que trasciende la existencia material. "Ninguna de estas co-
sas" tal vez sea una expresión demasiado fuerte, pues siempre hay espíritus incorregi-
bles. Pero que un cuarteto de Beethoven es una estructura tonal desarrollada en el
tiempo, una secuencia coherente de sonidos modulados —en una palabra, música—
y no el conocimiento de alguien o la creencia de alguien sobre algo, incluso sobre la
manera de ejecutarlo, es una proposición que probablemente se acepte después de
cierta reflexión.
Para tocar el violúi es necesario poseer cierta inclinación, cierta destreza, cono-
cimientos y talento, hallarse en disposición de tocar y (como reza la vieja broma) te-
ner un violín. Pero tocar el violín no es ni la inclinación, ni la destreza, ni el cono-
cimiento, ni el estado anímico, ni (idea que aparentemente abrazan los que creen en

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"la cultura material") el violúi. Para hacer un pacto comercial en Marruecos uno de-
be llevar a cabo ciertas cosas de determinadas maneras (entre ellas, mientras canta
uno en árabe curánico degollar un cordero ante los miembros varones adultos de la
tribu reunidos en el lugar) y poseer ciertas características psicológicas (entre otras, el
deseo de cosas distantes). Pero el pacto comercial no es ni el degüello, ni el deseo,
aunque es bien real, como hubieron de descubrirlo en una ocasión anterior siete pa-
rientes del jeque de Marmusha a quienes éste hizo ejecutar como consecuencia del ro-
bo de una mugrienta y sarnosa piel de oveja carente de todo valor que pertenecía a
Cohén.
La cultura es pública porque la significación lo es. Uno no puede hacer una
guiñada (ofingirburlescamente una guiñada) sin conocer lo que ella significa o sin
saber cómo contraer físicamente el párpado y uno no puede llevar a cabo una correría
para adueñarse de ovejas (ofingirtal correría) sin saber lo que es apoderarse de una
oveja y la manera práctica de hacerlo. Pero sacar de estas verdades la conclusión de
que saber guiñar es guiñar y saber robar una oveja es una correría para robar ovejas
supone una confusión tan profunda como tomar descripciones débiles y superficiales
por descripciones densas, identificar la guiñada con las contracciones del párpado o la
correría para robar ovejas con la caza de animales lanudos fuera de los campos de pas-
toreo. La falacia cognitivista —de que la cultura consiste (para citar a otro vocero
del movimiento, Stephen Tyler) en "fenómenos mentales que pueden [el autor quiere
decir "deberían"] ser analizados mediante métodos formales semejantes a los de la ma-
temática y la lógica"— es tan demoledora para un uso efectivo del concepto de cultu-
ra como lo son las falacias del conductismo y del idealismo de las cuales el cogniti-
vismo es una corrección mal pergeñada. Y tal vez esta falacia sea aun peor puesto
que sus errores son más refinados y sus deformaciones más sutiles.
La crítica generalizada de las teorías personales de la significación constituye
ya (desde el primer Husserl y el último Wittgenstein) una parte tan importante del
pensamiento moderno que no necesitamos exponerla aquí una vez más. Lo que se
impone es darse cuenta de que el fenómeno alcanza a la antropología, y especialmen-
te advertir que decir que la cultura consiste en estructuras de significación socialmen-
te establecidas en virtud de las cuales la gente hace cosas tales como señales de cons-
piración y se adhiere a éstas, o percibe insultos y contesta a ellos no es lo mismo
que decir que se trata de un fenómeno psicológico (una característica del espíritu, de
la personalidad, de la estructura cognitiva de alguien) o decir que la cultura es el tan-
trismo, la genética, la forma progresiva del verbo, la clasificación de los vinos, el de-
recho común o la noción de "una maldición condicional" (como Westermarck defi-
nió el concepto de 'ar, en virtud del cual Cohén reclamaba reparación de los daños su-
fridos). Lo que en un lugar como Marruecos nos impide a quienes nos hemos criado
haciendo señas captar la significación de las señas de otros no es tanto ignorancia de
cómo opera el proceso de conocimiento (aunque si uno supone que ese proceso ope-
ra de la misma manera en que opera en nosotros tal suposición contribuirá mucho a
que conozcamos menos de tal proceso) como falta de familiaridad con el universo
imaginativo en el cual los actos de esas gentes son signos. Ya que hemos nombrado
a Wittgenstein, podemos también citarlo ahora:

"Decimos de algunas personas que son transparentes para nosotros. Sin embar-
go, tocante a esta observación, es importante tener en cuenta que un ser huma-
no puede ser un enigma completo para otro. Nos damos cuenta de esto cuando
vamos a un país extranjero de tradiciones completamente extrañas para noso-

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tros; y, lo que es más, aun teniendo dominio de la lengua del país. No com-
prendemos a la gente. (Y no a causa de no saber lo que esas gentes se dicen
unas a otras.) No podemos sentirnos cómodos con ellas".

IV
Como experiencia personal la investigación etnográfica consiste en lanzarnos
a una desalentadora aventura cuyo éxito sólo se vislumbra a lo lejos; tratar de formu-
lar las bases en que uno imagina, siempre con excesos, haber encontrado apoyo, es
aquello en que consiste el escrito antropológico como empeño científico. No trata-
mos (o por lo menos yo no trato) de convertirnos en nativos (en todo caso una pala-
bra comprometida) o de imitar a los nativos. Sólo los románticos o los espías en-
contrarían sentido en hacerlo. Lo que procuramos es (en el sentido amplio del térmi-
no en el cual éste designa mucho más que la charla) conversar con ellos, una cues-
tión bastante más difícil, (y no sólo con extranjeros) de lo que generalmente se reco-
noce. "Si hablar por algún otro parece un proceso misterioso", observaba Stanley
Cavell, "esto puede deberse a que hablar a alguien no parece lo suficientemente mis-
terioso".
Considerada la cuestión de esta manera, lafinalidadde la antropología consiste
en ampliar el universo del discurso humano. Desde luego, no es ésta su única finali-
dad, también aspira a la instrucción, al entretenimiento, al consejo práctico, al pro-
greso moral y a descubrir el orden natural de la conducta humana; y no es la antropo-
logía la única disciplina que persigue estafinalidad.Pero se trata de una meta a la
que se ajusta peculiarmente bien el concepto semiótico de cultura. Entendida como
sistemas en interacción de signos interpretables (que, ignorando las acepciones pro-
vinciales, yo llamaría símbolos), la cultura no es una entidad, algo a lo que puedan
atribuirse de manera causal acontecimientos sociales, modos de conducta, institucio-
nes o procesos sociales; la cultura es un contexto dentro del cual pueden describirse
todos esos fenómenos de manera inteligible, es decir, densa.
La famosa identificación antropológica con lo (para nosotros) exótico —jine-
tes beréberes, mercachifles judíos, legionarios franceses— es pues esencialmente un
artificio para ocultarnos nuestra falta de capacidad para relacionarnos perceptivamente
con lo que nos resulta misterioso y con los demás. Observar lo corriente en lugares
en que esto asume formas no habituales muestra no, como a menudo se ha pretendi-
do, la arbitrariedad de la conducta humana (no hay nada especialmente arbitrario en
robar ovejas violentamente en Marruecos), sino la medida en que su significación va-
ría según el esquema de vida que lo informa. Comprender la cultura de un pueblo su-
pone captar su carácter normal sin reducir su particularidad. (Cuanto más me esfuer-
zo por comprender lo que piensan y sienten los marroquíes, tanto más lógicos y sin-
gulares me parecen.) Dicha comprensión los hace accesibles, los coloca en el marco
de sus propias trivialidades y disipa su opacidad.
Es esta maniobra, a la que suele designarse demasiado superficialmente como
"ver las cosas desde el punto de vista del actor", demasiado librescamente como el en-
foque de la Verstehen o demasiado técnicamente como "análisis émico", la que a me-
nudo conduce a la idea de que la antropología es una variedad de interpretación men-
tal a larga distancia o una fantasía sobre las islas de caníbales, maniobra que, para al-
gunos deseosos de navegar a través de los restos de una docena de filosofías hundi-
das, debe por eso ejecutarse con gran cuidado. Nada es más necesario para compren-

27
der lo que es la interpretación antropológica y hasta qué punto es interpretación que
una comprensión exacta de lo que significa —y de lo que no significa— afirmar que
nuestras formulaciones sobre sistemas simbólicos de otros pueblos deben orientarse
en función del actor.i
Lo cual significa que las descripciones de la cultura de beréberes, judíos o fran-
ceses deben encararse atendiendo a los valores que imaginamos que beréberes, judíos
o franceses asignan a las cosas, atendiendo a las fórmulas que ellos usan para definir
lo que les sucede. Lo que no significa es que tales descripciones sean ellas mismas
beréberes, judías o francesas, es decir, parte de la realidad que están describiendo; son
antropológicas pues son parte de un sistema en desarrollo de análisis científico. De-
ben elaborarse atendiendo a las interpretaciones que hacen de su experiencia personas
pertenecientes a un grupo particular, porque son descripciones, según ellas mismas
declaran, de tales interpretaciones; y son antropológicas porque son en verdad antro-
pólogos quienes las elaboran. Normalmente no es necesario señalar con tanto cuida-
do que el objeto de estudio es una cosa y que el estudio de ese objeto es otra. Es cla-
ro que el mundo físico no es la física y que una clave esquemática del Finnegan's
Wake no es el Finnegan's Wake. Pero, como en el estudio de la cultura, el análisis
penetra en el cuerpo mismo del objeto —es decir, comenzamos con nuestras propias
interpretaciones de lo que nuestros informantes son o piensan que son y luego las
sistematizamos—, la línea que separa la cultura (marroquí) como hecho natural y la
cultura (marroquí) como entidad teórica tiende a borrarse; y tanto más si la última es
presentada en la forma de una descripción, desde el punto de vista del actor, de las
concepciones (marroquíes) detodaslas cosas, desde la violencia, el honor, la digni-
dad y la justicia hasta la tribu, la propiedad, el padrinazgo y la jefatura.
En suma, los escritos antropológicos son ellos mismos interpretaciones y por
añadidura interpretaciones de segundo y tercer orden. (Por definición, sólo un "nati-
vo" hace interpretaciones de primer orden: se trata de su cultura.)2 De manera que
sonficciones;ficcionesen el sentido de que son algo "hecho", algo "formado",
"compuesto" —que es la significación d&fictio—, no necesariamente falsas o inefec-
tivas o meros experimentos mentales de "como si". Elaborar descripciones orienta-
das hacia el punto de vista del actor de los hechos relativos a un caudillo beréber, a
un comerciante judío y a un militar francés en el Marruecos de 1912 constituye clara-
mente un acto imaginativo, en modo alguno diferente de la elaboración de análogas
descripciones de, digamos, las relaciones que tenían entre sí un médico de provincias
francés, su boba y adúltera esposa y el fútil amante en la Francia del siglo XIX. En
el último caso, los actores están representados como si no hubieran existido y los
hechos como si no hubieran ocurrido, en tanto que en el primer caso los actores es-
tán interpretados como reales y los hechos como ocurridos. Esta es una diferencia de

1
No sólo de otros pueblos; la antropología puede ejercitarse en la cultura de la cual ella
misma forma parte y, en efecto, esto ocurre cada vez en mayor medida, lo cual tiene profunda
importancia, pero como plantea unos cuantos espinosos y especiales problemas de segundo
orden, por el momento dejaré a un lado este hecho.
2
El problema de los órdenes es ciertamente complejo. Los trabajos antropológicos basados
en otros trabajos antropológicos (los de Lévi-Strauss, por ejemplo) pueden ciertamente ser de un
cuarto orden o aún más, y los informantes con frecuencia y hasta habitualmente dan
interpretaciones de segundo orden; es lo que ha llegado a conocerse como "modelos nativos". En
las culturas ilustradas, en las que la interpretación "nativa" puede alcanzar niveles superiores (en
el caso del Magreb basta pensar e un Ibn Jaldún y en el caso de los Estados Unidos en Margaret
Mead) estas cuestiones se hacen verdaderamente intrincadas.

28
no poca importancia, una diferencia que precisamente Madame Bovary encontraba di-
fícil de entender. Pero la importancia no reside en el hecho de que la historia de Ma-
dame Bovary fuera una creación literaria en tanto que la de Cohén fuera sólo una ano-
tación. Las condiciones de su creación y su sentido (para no decir nada de la calidad
literaria) difieren. Pero una historia es tan fictio, "una hechura", como la otra.
Los antropólogos no siempre tuvieron conciencia de este hecho: de que si bien
la cultura existe en aquel puesto comercial, en el fuerte de la montaña o en la corre-
ría para robar ovejas, la antropología existe en el libro, en el artículo, en la conferen-
cia, en la exposición del museo y hoy en día a veces en la película cinematográfica.
Darse cuenta de esto significa comprender que la línea que separa modo de representa-
ción y contenido sustantivo no puede trazarse en el análisis cultural como no puede
hacérselo en pintura; y ese hecho a su vez parece amenazar la condición objetiva del
conocimiento antropológico al sugerir que la fuente de éste es, no la realidad social,
sino el artificio erudito.
Lo amenaza, pero se trata de una amenaza superficial. El derecho de la relación
etnográfica a que se le preste atención no depende de la habilidad que tenga su autor
para recoger hechos primitivos en remotos lugares y llevarlos a su país, como si fue-
ran una máscara o una escultura exótica, sino que depende del grado en que ese autor
sea capaz de clarificar lo que ocurre en tales lugares, de reducir el enigma —¿qué cla-
se de nombres son ésos?— al que naturalmente dan nacimiento hechos no familiares
que surgen en escenarios desconocidos. Esto plantea varios problemas serios de veri-
ficación, o si la palabra "verificación" es demasiado fuerte para una ciencia tan blan-
da (yo preferiría decir "evaluación"), el problema de cómo hacer una relación mejor a
partir de otra menos buena. Pero aquí está precisamente la virtud de la etnografía. Si
ésta es descripción densa y los etnógrafos son los que hacen las descripciones, luego
la cuestión fundamental en todo ejemplo dado en la descripción (ya se trate de una
nota aislada de la libreta de campo, o de una monografía de las dimensiones de las de
Malinowski) es la de saber si la descripción distingue los guiños de los tics y los
guiños verdaderos de los guiños fingidos. Debemos medir la validez de nuestras ex-
plicaciones, no atendiendo a un cuerpo de datos no interpretados y a descripciones ra-
dicalmente tenues y superficiales, sino atendiendo al poder de la imaginación científi-
ca para ponernos en contacto con la vida de gentes extrañas. Como dijo Thoreau, no
vale la pena dar la vuelta al mundo para ir a contar los gatos que hay en Zanzíbar.

V
La proposición de que no conviene a nuestro interés pasar por alto en la con-
ducta humana las propiedades mismas que nos interesan antes de comenzar a exami-
nar esa conducta, ha elevado a veces sus pretensiones hasta el punto de afirmar: co-
mo lo que nos interesa son sólo esas propiedades no necesitamos atender a la conduc-
ta sino en forma muy sumaria. La cultura se aborda del modo más efectivo, conti-
núa esta argumentación, entendida como puro sistema simbólico (la frase que nos
atrapa es "en sus propios términos"), aislando sus elementos, especificando las rela-
ciones internas que guardan entre sí esos elementos y luego caracterizando todo el
sistema de alguna manera general, de conformidad con los símbolos centrales alrede-
dor de los cuales se organizó la cultura, con las estructuras subyacentes de que ella
es una expresión, o con los principios ideológicos en que ella se funda. Aunque re-
presente un claro mejoramiento respecto de la noción de cultura como "conducta

29
aprendida" o como "fenómenos mentales", y aunque sea la fuente de algunas vigoro-
sas concepciones teóricas en la antropología contemporánea, este enfoque hermético
me parece correr el peligro (y de manera creciente ha caído en él) de cerrar las puertas
del análisis cultural a su objeto propio: la lógica informal de la vida real. No veo
gran beneficio en despojar a un concepto de los defectos del psicologismo para hun-
dirlo inmediatamente en los del esquematismo.
Hay que atender a la conducta y hacerlo con ciertorigorporque es en elfluirde
la conducta— o, más precisamente, de la acción social— donde las formas culturales
encuentran articulación. La encuentran también, por supuesto, en diversas clases de
artefactos y en diversos estados de conciencia; pero éstos cobran su significación del
papel que desempeñan (Wittgenstein diría de su "uso") en una estructura operante de
vida, y no de las relaciones intrínsecas que puedan guardar entre sí. Lo que crea nues-
tro drama pastoral y de lo que trata por lo tanto ese drama es lo que Cohén, el jeque
y el capitán Dumari hacían cuando se embrollaron sus respectivos propósitos: practi-
car el comercio, defender el honor, establecer el dominio francés. Cualesquiera que se-
an los sistemas simbólicos "en sus propios términos", tenemos acceso empírico a
ellos escrutando los hechos, y no disponiendo entidades abstractas en esquemas unifi-
cados.
Otra implicación de esto es la de que la coherencia no puede ser la principal
prueba de validez de una descripción cultural. Los sistemas culturales deben poseer
un mínimo grado de coherencia, pues de otra manera no los llamaríamos sistemas, y
la observación muestra que normalmente tienen bastante coherencia. Sin embargo,
nada hay más coherente que la alucinación de un paranoide o que el cuento de un esta-
fador. La fuerza de nuestras interpretaciones no puede estribar, como tan a menudo
se acostumbra hacerlo ahora, en la tenacidad con que las interpretaciones se articulan
firmemente o en la seguridad con que se las expone. Creo que nada ha hecho más pa-
ra desacreditar el análisis cultural que la construcción de impecables pinturas de or-
den formal en cuya verdad nadie puede realmente creer.
Si la interpretación antropológica es realizar una lectura de lo que ocurre, divor-
ciarla de lo que ocurre —de lo que en un determinado momento o lugar dicen determi-
nados personas, de lo que éstas hacen, de lo que se les hace a ellas, es decir, de todo
el vasto negocio del mundo— es divorciarla de sus aplicaciones y hacerla vacua. U-
na buena interpretación de cualquier cosa —de un poema, de una persona, de una his-
toria, de un ritual, de una institución, de una sociedad— nos lleva a la médula mis-
ma de lo que es la interpretación. Cuando ésta no lo hace así, sino que nos conduce
a cualquier otra parte —por ejemplo, a admirar la elegancia de su redacción, la agude-
za de su autor o las bellezas del orden euclidiano— dicha interpretación podrá tener
sus encantos, pero nada tiene que ver con la tarea que debía realizar: desentrañar lo
que significa todo ese enredo de las ovejas.
El enredo de las ovejas —su robo, su devolución reparadora, la confiscación
política de ellas— es (o era) esencialmente un discurso social, aun cuando, como lo
indiqué antes, fuera un discurso desarrollado en múltiples lenguas y tanto en actos
como en palabras.
Al reclamar su 'ar, Cohén invocaba al pacto mercantil; al reconocer la reclama-
ción, el jeque desafiaba a la tribu de los ladrones; al aceptar su culpabilidad la tribu
de los ladrones pagó la indemnización; deseosos de hacer saber con claridad a los je-
ques y a los mercaderes por igual quiénes eran los que mandaban allí ahora, los fran-
ceses mostraron su mano imperial. Lo mismo que en todo discurso, el código no de-
termina la conducta y lo que realmente se dijo no era necesario haberlo dicho. Co-

30
hen, considerando su ilegítima situación a los ojos del protectorado, podría haber de-
cidido no reclamar nada. El jeque, por análogas razones, podría haber rechazado la re-
clamación. La tribu de los ladrones, que aún se resistía a la autoridad francesa, podría
haber considerado la incursión como algo "real" y podría haber decidido luchar en lu-
gar de negociar. Los franceses si hubieran sido más hábiles y menos durs (como en
efecto llegaron a ser luego bajo la tutela señorial del mariscal Lyautey) podrían ha-
ber permitido a Cohén que conservara sus ovejas haciéndole una guiñada como para
indicarle que podía continuar en sus actividades comerciales. Y hay además otras po-
sibilidades: los de Marmusha podrían haber considerado la acción francesa un insulto
demasiado grande,precipitándose en la disidencia; los franceses podrían haber intenta-
do no tanto humillar a Cohén como someter más firmemente a ellos al propio je-
que; y Cohén podría haber llegado a la conclusión de que, entre aquellos renegados
beréberes y aquellos soldados de estilo Beau Geste, ya no valía la pena ejercer el co-
mercio en aquellas alturas del Atlas y haberse retirado a los confínes de la ciudad que
estaban mejor gobernados. Y eso fue realmente lo que más o menos ocurrió poco
después cuando el protectorado llegó a ejercer genuina soberanía. Pero lo importante
aquí no es describir lo que ocurría o no ocurría en Marruecos. (Partiendo de este sim-
ple incidente uno puede llegar a enormes complejidades de experiencia social.) Lo
importante es demostrar en qué consiste una pieza de interpretación antropológica:
en trazar la curva de un discurso social yfijarloen una forma susceptible de ser exa-
minada.
El etnógrafo "inscribe" discursos sociales, los pone por escrito, los redacta. Al
hacerlo, se aparta del hecho pasajero que existe sólo en el momento en que se da y
pasa a una relación de ese hecho que existe en sus inscripciones y que puede volver a
ser consultada. Hace ya mucho tiempo que murió el jeque, muerto en el proceso de
lo que los franceses llamaban "pacificación"; el capitán Dumari, "su pacificador" se
retiró a vivir de sus recuerdos al sur de Francia y Cohén el año pasado se fue a su
"patria" Israel, en parte como refugiado, en parte como peregrino y en parte como pa-
triarca agonizante. Pero lo que ellos se "dijeron" (en el sentido amplio del término)
unos a otros en una meseta del Atlas hace sesenta años ha quedado conservado —no
perfectamente, por cierto— para su estudio. Paul Ricoeur, de quien tomé toda esta
idea de la inscripción de los actos aunque algún tanto modificada, pregunta: "¿Qué fi-
ja la escritura?"

"No el hecho de hablar, sino lo 'dicho' en el hablar, y entendemos por 'lo di-
cho' en el hablar esa exteriorización intencional constitutiva de lafinalidaddel
discurso gracias a la cual el sagen —el decir— tiende a convertirse en Aussa-
ge, en enunciación, en lo enunciado. En suma, lo que escribimos es el noema
('el pensamiento', el 'contenido', la 'intención') del hablar. Se trata de la signi-
ficación del evento de habla, no del hecho como hecho."
Con esto no queda todo "dicho", pues si los filósofos de Oxford recurren a
cuentitos, los fenomenólogos recurren a grandes proposiciones; pero esto de todas
maneras nos lleva a una respuesta más precisa de nuestra pregunta inicial "¿Qué ha-
ce el etnógrafo?": el etnógrafo escribe.* Tampoco éste parece un descubrimiento
3
O, también más exactamente, "inscribe". La mayor parte de la etnografía se encontrará
ciertamente en libros y artículos antes que en películas cinematográficas, registros, museos, etc.;
pero aun en libros y artículos hay por supuesto fotografías, dibujos, diagramas, tablas, etc. En

31
muy notable, y para algunos familiarizados con la actual "bibliografía" será poco
plausible. Pero, como la respuesta estándar a nuestra pregunta fue "El etnógrafo ob-
serva, registra, analiza —una concepción del asunto por el estilo del Vitú, vidi,
vinci—, dicha respuesta puede tener consecuencias más profundas de lo que parece a
primera vista, y no poco importante entre ellas es la de que distinción de estas tres
fases de conocimiento (observar, registrar, analizar) puede normalmente no ser posi-
ble y que como "operaciones" autónomas pueden no existir en realidad.
La situación es aún más delicada porque, como ya observamos, lo que inscribi-
mos (o tratamos de inscribir) no es discurso social en bruto, al cual, porque no so-
mos actores (o lo somos muy marginalmente o muy especialmente) no tenemos ac-
ceso directo, sino que sólo la pequeña parte que nuestros informantes nos refieren.4
Esto no es tan terrible como parece, pues enrealidadno todos los cretenses son men-
tirosos y porque no es necesario saberlo todo para comprender algo. Pero hace pare-
cer relativamente imperfecta la concepción del análisis antropológico como manipu-
lación conceptual de hechos descubiertos, como reconstrucción lógica de una reali-
dad. Disponer cristales simétricos de significación, purificados de la complejidad ma-
terial en que estaban situados, y luego atribuir su existencia a principios autógenos
de orden, a propiedades universales del espíritu humano o a vastas Weltanschaungen
a priori, es aspirar a una ciencia que no existe e imaginar una realidad que no podrá
encontrarse. El análisis cultural es (o debería ser) conjeturar significaciones, estimar
las conjeturas y llegar a conclusiones explicativas partiendo de las mejores conjetu-
ras, y no el descubrimiento del continente de la significación y el mapeado de su pai-
saje incorpóreo.

VI
De manera que la descripción etnográfica presenta tres rasgos característicos:
es interpretativa, lo que interpreta es el flujo del discurso social y la interpretación
consiste en tratar de rescatar "lo dicho" en ese discurso de sus ocasiones perecederas
y fijarlo en términos susceptibles de consulta. El kula ha desaparecido o se ha altera-
do, pero para bien o para mal perdura The Argonauts of the Western Pacific. Ade-
más, la descripción etnográfica tiene una cuarta característica, por lo menos tal co-
mo yo la practico: es microscópica.
Esto no quiere decir que no haya interpretaciones antropológicas en gran escala
de sociedades enteras, de civilizaciones, de acontecimientos mundiales, etc. En reali-
dad, en esa extensión de nuestros análisis a contextos más amplios, lo que, junto
con sus implicaciones teóricas, los recomienda a la atención general y lo que justifi-
ca que los elaboremos. A nadie le importan realmente, ni siquiera a Cohén (bueno...
tal vez a Cohén sí) aquellas ovejas como tales. La historia puede tener sus puntos

antropología ha estado faltando conciencia sobre los modos de representación —para no hablar
de los experimentos con ellos—.
4
En la medida en que la idea de "observación participante" reforzó el impulso del
antropólogo a compenetrarse con sus informantes y considerarlos antes personas que objetos, fue
una idea valiosa. Pero en la medida en que condujo al antropólogo a perder de vista la naturaleza
muy especial de su propio papel y a imaginarse él mismo como algo más que un transeúnte
interesado (en ambos sentidos de la palabra), este concepto fue nuestra fuente más importante de
mala fe.

32
culminantes y decisivos, "grandes ruidos en una pequeña habitación"; pero aquel pe-
queño episodio no era uno de esos momentos.
Quiere decir simplemente que el antropólogo de manera característica aborda
esas interpretaciones más amplias y hace esos análisis más abstractos partiendo de
los conocimientos extraordinariamente abundantes que tiene de cuestiones extrema-
damente pequeñas. Enfrenta las mismas grandes realidades políticas que otros —los
historiadores, los economistas, los científicos políticos, los sociólogos— enfrentan
en dimensiones mayores: el Poder, el Cambio, la Fe, la Opresión, el Trabajo, la Pa-
sión, la Autoridad, la Belleza, la Violencia, el Amor, el Prestigio; sólo que el antro-
pólogo las encara en contextos lo bastante oscuros —lugares como Marmusha y vi-
das como la de Cohén— para quitarles las mayúsculas y escribirlas con minúscula.
Estas constancias demasiado humanas, "esas grandes palabras que nos espantan a to-
dos", toman una forma sencilla y doméstica en esos contextos domésticos. Pero
aquí está exactamente la ventaja, pues ya hay suficientes profundidades en el mundo.
Sin embargo, el problema de cómo llegar, partiendo de una colección de minia-
turas etnográficas como el incidente de nuestras ovejas —un surtido de observacio-
nes y anécdotas—, a la descripción de los paisajes culturales de una nación, de una é-
poca, de un continente, o de la civilización no es tan fácil de eludir con vagas alusio-
nes a las virtudes de lo concreto y de mantener bien firmes los pies en la tierra. Para
una ciencia nacida en tribus indias, en las islas del Pacífico y en las comunidades
africanas y que luego se sintió animada por mayores ambiciones, éste ha llegado a
ser un importante problema metodológico, un problema que por lo general fue mal
manejado. Los modelos que los antropólogos elaboraron para justificar su paso des-
de las verdades locales a las visiones generales fueron en verdad los responsables de
socavar toda la empresa antropológica en mayor medida que todo cuanto fueron capa-
ces de urdir sus críticos: los sociólogos obsesionados con muéstreos, los psicólogos
con medidas o los economistas con agregados.
De estos modelos, los dos principales fueron: el de Jonesville como modelo
"microcósmico" de los Estados Unidos, y el de la isla de Pascua como caso de prue-
ba y modelo de "experimento natural". O bien los cielos metidos en un grano de are-
na, o bien las más remotas costas de la posibilidad.
Decretar que Jonesville es Estados Unidos en pequeño (o que Estados Unidos
es Jonesville en grande) es una falacia tan evidente que aquí lo único que necesita ex-
plicación es cómo la gente ha logrado creer semejante cosa y ha esperado que otros
la creyeran. La idea de que uno puede hallar la esencia de sociedades nacionales, de ci-
vilizaciones, de grandes religiones en las llamadas pequeñas ciudades y aldeas "típi-
cas" es palpablemente un disparate. Lo que uno encuentra en las pequeñas ciudades y
aldeas es (¡ay!) vida de pequeñas ciudades o aldeas. Si la importancia de los estudios
localizadosy microscópicos dependiera realmente de semejante premisa—dequecap-
tan el mundo grande en el pequeño—, dichos estudios carecerían de toda relevancia.
Pero por supuesto no depende de esto. El lugar de estudio no es el objeto de es-
tudio. Los antropólogos no estudian aldeas (tribus, pueblos, vecindarios...); estu-
dian en aldeas. Uno puede estudiar diferentes cosas en diferentes lugares, y en locali-
dades confinadas se pueden estudiar mejor algunas cosas, por ejemplo, lo que el do-
minio colonial afecta a marcos establecidos de expectativa moral. Pero esto no signi-
fica que sea el lugar lo que uno estudia. En las más remotas provincias de Marruecos
y de Indonesia me debatí con las mismas cuestiones con que se debatieron otros cien-
tíficos sociales en lugares más centrales: la cuestión, por ejemplo, de cómo se expli-
ca que las más importunas pretensiones a la humanidad se formulen con los acentos

33
del orgullo de grupo; y lo cierto es que llegué aproximadamente a las mismas con-
clusiones. Uno puede agregar una dimensión, muy necesaria en el actual clima de
las ciencias sociales, pero eso es todo. Si uno va a ocuparse de la explotación de las
masas tiene cierto valor la experiencia de haber visto a un mediero javanés trabajan-
do en la tierra bajo un aguacero tropical o a un sastre marroquí cosiendo caftanes a la
luz de una lamparilla de veinte bujías. Pero la idea de que esta experiencia da el cono-
cimiento de toda la cuestión (y lo eleva a uno a algún terreno ventajoso desde el cual
se puede mirar hacia abajo a quienes están éticamente menos privilegiados) es una
idea que sólo se le pude ocurrir a alguien que ha permanecido demasiado tiempo vi-
viendo entre las malezas.
El concepto de "laboratorio natural" ha sido igualmente pernicioso, no sólo
porque la analogía es falsa —¿qué clase de laboratorio es ése en el que no se puede
manipular ninguno de los parámetros?—, sino porque conduce a la creencia de que
los datos procedentes de los estudios.etnográficos son más puros o más importantes
o más sólidos o menos condicionados (la palabra preferida es "elementales") que los
datos derivados de otras clases de indagación social. La gran variación natural de las
formas culturales es, desde luego el gran (y frustrante) recurso de la antropología, pe-
ro también es el terreno de su más profundo dilema teórico: ¿cómo puede concillarse
semejante variación con la unidad biológica del género humano? Pero no se trata, ni
siquiera metafóricamente, de una variación experimental porque el contexto en que
se da varía junto con ella, de manera que no es posible (aunque hay quienes lo inten-
tan) aislar la y de la x y asignarles una función propia.
Los famosos estudios que pretenden mostrar que el complejo de Edipo era al re-
vés entre los naturales de las islas Trobriand, que los roles sexuales estaban inverti-
dos entre los chambuli y que los indios pueblo carecían de agresión (todos ellos eran
eran característicamente negativos, "pero no en el sur") no son, cualquiera que sea su
validez empírica, hipótesis "científicamente demostradas y aprobadas". Son interpre-
taciones o malas interpretaciones a las cuales se llegó, como en otras interpretacio-
nes de la misma manera y que son tan poco concluyentes como otras interpretacio-
nes, de suerte que el intento de asignarles la autoridad de experimentación física no
es sino un malabarismo metodológico. Los hallazgos etnográficos no son privilegia-
dos, son sólo particulares. Considerarlos algo más (p algo menos) los deforma y de-
forma sus implicaciones, que para la teoría social son mucho más profundas que la
mera primitividad.
Otra particularidad es ésta: la razón de que prolijas descripciones de remotas in-
cursiones para robar ovejas (y un etnógrafo realmente bueno hasta llegaría a determi-
nar qué clase de ovejas eran) tengan importancia general es la de que dichas descrip-
ciones presentan al espíritu sociológico material concreto con que alimentarse. Lo
importante de las conclusiones del antropólogo es su complejo carácter específico y
circunstanciado. Esta clase de material producido en largos plazos y en estudios prin-
cipalmente (aunque no exclusivamente) cualitativos, con amplia participación del es-
tudioso y realizados en contextos confinados y con criterios casi obsesivamente mi-
croscópicos, es lo que puede dar a los megaconceptos con los que se debaten las cien-
cias sociales contemporáneas —legitimidad, modernización, integración, conflicto,
carisma, estructura, significación— esa clase de actualidad sensata que hace posible
concebirlos no sólo de manera realista y concreta sino, lo que es más importante,
pensar creativa e imaginativamente con ellos.
El problema metodológico que presenta la naturaleza microscópica de la etno-
grafía es real y de peso. Pero no es un problema que pueda resolverse mirando una re-

34
mota localidad como si fuera el mundo metido en una taza de té o el equivalente so-
ciológico de una cámara de niebla. Ha de resolverse —o en todo caso se lo manten-
drá decentemente a raya— comprendiendo que las acciones sociales son comentarios
sobre algo más que ellas mismas, y que la procedencia de una interpretación no deter-
mina hacia dónde va a ser luego impulsada. Pequeños hechos hablan de grandes cues-
tiones, guiños hablan de epistemología o correrías contra ovejas hablan de revolu-
ción, porque están hechos para hacerlo así.
vn
Y esto nos lleva por fin a considerar la teoría. El vicio dominante de los enfo-
ques interpretativos de cualquier cosa —literatura, sueños, síntomas, cultura— con-
siste en que tales enfoques tienden a resistir (o se les permite resistir) la articulación
conceptual y a escapar así a los modos sistemáticos de evaluación. Uno capta una in-
terpretación o no la capta, comprende su argumento o no lo comprende, lo acepta o
no lo acepta. Aprisionada en lo inmediato de los propios detalles, la interpretación
es presentada como válida en sí misma o, lo que es peor, como validada por la su-
puestamente desarrollada sensibilidad de la persona que la presenta; todo intento de
formular la interpretación en términos que no sean los suyos propios es considerado
una parodia o, para decirlo con la expresión más severa que usan los antropólogos
para designar el abuso moral, como un intento etnocéntrico.
En el caso de este campo de estudio, que tímidamente (aunque yo mismo no
soy tímido al respecto) pretende afirmarse como una ciencia, no cabe semejante acti-
tud. No hay razón alguna para que la estructura conceptual de una interpretación sea
menos formidable y por lo tanto menos susceptible de sujetarse a cánones explíci-
tos de validación que la de una observación biológica o la de un experimento físico,
salvo la razón de que los términos en que puedan hacerse esas formulaciones, si no
faltan por completo, son casi inexistentes. Nos vemos reducidos a insinuar teorías
porque carecemos de los medios para enunciarlas.
Al mismo tiempo, hay que admitir que existe una serie de características de la
interpretación cultural que hacen el desarrollo teórico mucho más difícil de lo que
suele ser en otras disciplinas. La primera característica es la necesidad de que la teo-
ría permanezca más cerca del terreno estudiado de lo que permanece en el caso de cien-
cias más capaces de entregarse a la abstracción imaginativa. En antropología, sólo
breves vuelos de raciocinio suelen ser efectivos; vuelos más prolongados van a parar
a sueños lógicos y a confusiones académicas con simetría formal. Como ya dije, to-
do el quid de un enfoque semiótico de la cultura es ayudarnos a lograr acceso al mun-
do conceptual en el cual viven nuestros sujetos, de suerte que podamos, en el senti-
do amplio del término, conversar con ellos. La tensión entre la presión de esta nece-
sidad de penetrar en un universo no familiar de acción simbólica y las exigencias de
progreso técnico en la teoría de la cultura, entre la necesidad de aprehender y la nece-
sidad de analizar es, en consecuencia, muy grande y esencialmente inevitable. En rea-
lidad, cuanto más se desarrolla la teoría más profunda se hace la tensión. Esta es la
primera condición de la teoría cultural: no es dueña de sí misma. Como es insepara-
ble de los hechos inmediatos que presenta la descripción densa, la libertad de la teo-
ría para forjarse de conformidad con su lógica interna es bastante limitada. Las gene-
ralidades a las que logra llegar se deben a la delicadeza de sus distinciones, no a la
fuerza de sus abstracciones.
Y de esto se sigue una peculiaridad en la manera (una simple cuestión de he-

35
cho empírico) en que crece nuestro conocimiento de la cultura... de las culturas... de
una cultura...: crece a chorros, a saltos. En lugar de seguir una curva ascendente de
comprobaciones acumulativas, el análisis cultural se desarrolla según una secuencia
discontinua pero coherente de despegues cada vez más audaces. Los estudios se reali-
zan sobre otros estudios, pero no en el sentido de que reanudan una cuestión en el
punto en el que otros la dejaron, sino en el sentido de que, con mejor información y
conceptualización, los nuevos estudios se sumergen más profundamente en las mis-
mas cuestiones. Todo análisis cultural serio parte de un nuevo comienzo y termina
en el punto al que logra llegar antes de que se le agote su impulso intelectual Se mo-
vilizan hechos anteriormente descubiertos, se usan conceptos anteriormente desarro-
llados, se someten a prueba hipótesis anteriormente formuladas; pero el movimiento
no va desde teoremas ya demostrados a teoremas demostrados más recientemente, si-
no que va desde la desmañada vacilación en cuanto a la comprensión más elemental,
a una pretensión fundamentada de que uno ha superado esa primera posición. Un es-
tudio antropológico representa un progreso sí es más incisivo que aquellos que lo
precedieron; pero el nuevo estudio no se apoya masivamente sobre los anteriores a
los que desafía, sino que se mueve paralelamente a ellos.
Es esta razón, entre otras, la que hace del ensayo, ya de treinta páginas ya de
trescientas páginas, el género natural para presentar interpretaciones culturales y las
teorías en que ellas se apoyan, y ésta es también la razón por la cual, si uno busca
tratados sistemáticos en este campos se ve rápidamente decepcionado, y tanto más si
llega a encontrar alguno. Aquí son raros hasta los artículos de inventario y en todo
caso éstos sólo tienen un interés bibliográfico. Las grandes contribuciones teóricas
están no sólo en estudios específicos —y esto es cierto en casi todos los campos de
estudio— sino que son difíciles de separar de tales estudios para integrarlas en algo
que pudiera llamarse "teoría de la cultura" como tal. Las formulaciones teóricas se
ciernen muy bajo sobre las interpretaciones que rigen, de manera que separadas de és-
tas no tienen mucho sentido ni gran interés. Y esto es así no porque no sean genera-
les (si no fueran generales no serían teóricas), sino porque enunciadas independiente-
mente de sus aplicaciones, parecen vacías o perogrulladas. Puede uno (y en verdad es
ésta la manera en que nuestro campo progresa conceptualmente) adoptar una línea de
ataque teórico desarrollada en el ejercicio de una interpretación etnográfica y emplear-
la en otra, procurando lograr mayor precisión y amplitud; pero uno no puede escribir
una Teoría General de la Interpretación Cultural. Es decir, uno puede hacerlo, sólo
que no se ve gran ventaja en ello porque la tarea esencial en la elaboración de una te-
oría es, no codificar regularidades abstractas, sino hacer posible la descripción densa,
no generalizar a través de casos particulares sino generalizar dentro de éstos.
Generalizar dentro de casos particulares se llama generalmente, por lo menos
en medicina y en psicología profunda, inferencia clínica. En lugar de comenzar con
una serie de observaciones e intentar incluirlas bajo el dominio de una ley, esa infe-
rencia comienza con una serie de significantes (presuntivos) e intenta situarlos den-
tro de un marco inteligible. Las mediciones se emparejan con predicciones teóricas,
pero los síntomas (aun cuando sean objeto de medición) se examinan en pos de sus
peculiaridades teóricas, es decir, se diagnostican. En el estudio de la cultura los signi-
ficantes no son síntomas o haces de síntomas, sino que son actos simbólicos o ha-
ces de actos simbólicos, y aquí la meta es, no la terapia, sino el análisis del discurso
social. Pero la manera en que se usa la teoría —indagar el valor y sentido de las co-
sas— es el mismo.
Así llegamos a la segunda condición de la teoría cultural: por lo menos en el

36
sentido estricto del término, esta teoría no es predictiva. Quien pronuncia un diag-
nóstico no predice el sarampión; simplemente manifiesta que alguien tiene saram-
pión o que a lo sumo anticipa que es probable que a breve plazo alguien lo adquiera.
Pero esta limitación, que es bien real, ha sido en general mal interpretada y además
exagerada porque se la tomó como que significaba que la interpretación cultural es
meramente postfacto; que, lo mismo que el campesino del viejo cuento, primero ha-
cemos los agujeros en la cerca y luego alrededor de ellos pintamos el blanco de tiro.
No se puede negar que hay algo cierto en esto y que a veces se manifiesta en lugares
prominentes. Pero debemos negar que éste sea el resultado inevitable de un enfoque
clínico del empleo de la teoría.
Verdad es que en el estilo clínico de la formulación teórica, la conceptualiza-
ción se endereza a la tarea de generar interpretaciones de hechos que ya están a mano,
no a proyectar resultados de manipulaciones experimentales o a deducir estados futu-
ros de un determinado sistema. Pero eso no significa que la teoría tenga que ajustar-
se a solamente a realidades pasadas (o, para decirlo con más precisión, que tenga que
generar interpretaciones persuasivas de realidades pasadas); también debe contemplar
—intelectualmente— realidades futuras. Si bien formulamos nuestra interpretación
de un conjunto de guiños o de una correría de ovejas después de ocurridos los he-
chos, a veces muy posteriormente, el marco teórico dentro del cual se hacen dichas
interpretaciones debe ser capaz de continuar dando interpretaciones defendibles a medi-
da que aparecen a la vista nuevos fenómenos sociales. Si bien uno comienza toda
descripción densa (más allá de lo obvio y superficial) partiendo de un estado de gene-
ral desconcierto sobre los fenómenos observados y tratando de orientarse uno mis-
mo, no se inicia el trabajo (o no se debería iniciar) con las manos intelectualmente
vacías. En cada estudio no se crean de nuevo enteramente las ideas teóricas; como ya
dije, las ideas se adoptan de otros estudios afines y, refinadas en el proceso, se las
aplica a nuevos problemas de interpretación. Si dichas ideas dejan de ser útiles ante
tales problemas, cesan de ser empleadas y quedan más o menos abandonadas. Si con-
tinúan siendo útiles y arrojando nueva luz, se las continúa elaborando y se continúa
usándolas.5
Semejante concepción de la manera en que funciona la teoría en una ciencia in-
terpretativa sugiere que la distinción (en todo caso relativa) que se da en la ciencias
experimentales o de observación entre "descripción" y "explicación", se da en nues-
tro caso como una distinción aún más relativa entre "inscripción" ("descripción den-
sa") y "especificación" ("diagnóstico"), entre establecer la significación que determi-
nadas acciones sociales tienen para sus actores y enunciar, lo más explícitamente
que podamos, lo que el conocimiento así alcanzado muestra sobre la sociedad al que
se refiere y, más allá de ella, sobre la vida social como tal. Nuestra doble tarea con-
siste en descubrir las estructuras conceptuales que informan los actos de nuestros su-
5
Hay que admitir que esto tiene algo de idealización. Porque las teorías rara vez son
decididamente descartadas en el uso médico, sino que se hacen cada vez más improductivas,
gastadas, inútiles o vacuas y suelen persistir mucho después de que un puñado de personas (aunque
éstas son frecuentemente muy apasionadas) pierda todo interés por tales teorías. Ciertamente en
el caso de la antropología, más difícil resulta el problema de eliminar de la bibliografía ideas
agotadas que obtener ideas productivas, y se dan discusiones teóricas en mayor medida de lo que
uno preferiría, discusiones que son más críticas que constructivas; carreras completas se han
dedicado a apresurar la defunción de nociones moribundas. A medida que progresa nuestro campo
cabría esperar que este control de la mala hierba intelectual llegue a ser una parte menos
prominente en nuestras actividades. Pero, por el momento, la verdad es que las viejas teorías
tienden menos a morir que a ser reeditadas.

37
jetos, lo "dicho" del discurso social, y en construir un sistema de análisis en cuyos
términos aquello que es genérico de esas estructuras, aquello que pertenece a ellas
porque son lo que son, se destaque y permanezca frente a los otros factores determi-
nantes de la conducta humana. En etnografía, la función de la teoría es suministrar
un vocabulario en el cual pueda expresarse lo que la accción simbólica tiene que de-
cir sobre sí misma, es decir, sobre el papel de la cultura en la vida humana.
Aparte de un par de artículos de orientación que versan sobre cuestiones más
fundamentales, es de esta manera cómo opera la teoría en los ensayos reunidos aquí.
Un conjunto de conceptos y de sistemas de conceptos muy generales y académicos
—"integración", "racionalización", "símbolo", "ideología", "ethos", "revolución",
"identidad", "metáfora", "estructura", "rito", "cosmovisión", "actor", "función", "sa-
grado" y desde luego la "cultura" misma— está entretejido en el cuerpo etnográfígo
de descripción densa con la esperanza de hacer científicamente elocuentes meras ocu-
rrencias aisladas.6 La meta es llegar a grandes conclusiones partiendo de hechos pe-
queños pero de contextura muy densa, prestar apoyo a enunciaciones generales sobre
el papel de la cultura en la construcción de la vida colectiva relacionándolas exacta-
mente con hechos específicos y complejos.
De manera que no es solamente interpretación lo que se desarrolla en el nivel
más inmediato de la observación; también se desarrolla la teoría de que depende con-
ceptualmente la interpretación.
Mi interés por el cuento de Cohén, lo mismo que el interés de Ryle por los
guiños, nació de algunas ideas muy generales. El modelo de "la confusión de len-
guas" (la concepción según la cual el conflicto social no es algo que se dé cuando,
por debilidad, falta de definición o descuido, las formas culturales dejan de obrar, si-
no más bien algo que se da cuando, lo mismo que los guiños burlescos, esas formas
están presionadas por situaciones o intenciones no habituales para obrar de maneras
no habituales) no es una idea que extraje del cuento de Cohén. Se la debo a colegas,
estudiantes y predecesores.
Nuestra en apariencia inocente "nota metida en una botella" es algo más que
una pintura de los marcos de significación dentro de los cuales actúan mercaderes ju-
díos, guerreros beréberes y procónsules franceses, y hasta algo más que una pintura
de sus recíprocas interferencias. Es un argumento en favor de la idea de que reelabo-
rar el esquema de relaciones sociales es reacomodar las coordenadas del mundo experi-
mentado. Las formas de la sociedad son la sustancia de la cultura.

vni
Existe un cuento de la India —por lo menos lo oí como un cuento indio— so-
bre un inglés que (habiéndosele dicho que el mundo descansaba sobre una platafor-
ma, la cual se apoyaba sobre el lomo de un elefante el cual a su vez se sostenía so-
bre el lomo de una tortuga) preguntó (quizá fuera un etnógrafo, pues ésa es la mane-
ra en que se comportan): ¿y en qué se apoya la tortuga? Le respondieron que en otra
tortuga. ¿Y esa otra tortuga? "Ah, sahib, después de ésa son todas tortugas."
6
El grueso de los siguientes capítulos se refiere más a Indonesia que a Marruecos, pues sólo
ahora comienzo a encarar las dificultades de mis materiales relativos al norte de África que en su
mayor parte fueron reunidos recientemente. El trabajo sobre el campo realizado en Indonesia se
desarrolló en 1952-54, 1957-1958 y en 1971; en Marruecos en 1964, 1965-1966, 1968-1969 y
1972.

38
Y ésa es verdaderamente la condición de las cosas. No sé durante cuánto tiem-
po sería provechoso meditar en el encuentro de Cohén, el jeque y Dumari (el tiempo
de hacerlo quizá se haya pasado); pero sé que por mucho que continúe meditando en
ese encuentro no me acercaré al fondo del asunto. Tampoco me he acercado más al
fondo de cualquier otra cosa sobre la cual haya escrito en estos ensayos que siguen o
en otros lugares. El análisis cultural es intrínsecamente incompleto. Y, lo que es pe-
or, cuanto más profundamente se lo realiza menos completo es. Es ésta una extraña
ciencia cuyas afirmaciones más convincentes son las que descansan sobre bases más
trémulas, de suerte que estudiar la materia que se tiene entre manos es intensificar
las sospechas (tanto de uno mismo como de los demás) de que uno no está encaran-
do bien las cosas. Pero esta circunstancia es lo que significa ser un etnógrafo, aparte
de importunar a personas sutiles con preguntas obtusas.
Uno puede escapar a esta situación de varias maneras: convirtiendo la cultura
en folklore y colectándolo, convirtiéndola en rasgos y contándolos, convirtiéndola
en instituciones y clasificándolas, o reduciéndola a estructuras y jugando con ellas.
Pero éstas son escapatorias. Lo cierto es que abrazar un concepto semiótico de cultu-
ra y un enfoque interpretativo de su estudio significa abrazar una concepción de las
enunciaciones etnográficas, para decirlo con una frase ahora famosa de W. B. Gallie,
"esencialmente discutible". La antropología, o por lo menos la antropología interpre-
tativa, es una ciencia cuyo progreso se caracteriza menos por un perfeccionamiento
del consenso que por el refinamiento del debate. Lo que en ella sale mejor es la preci-
sión con que nos vejamos unos a otros.
Esto es muy difícil de ver cuando nuestra atención está monopolizada por una
sola parte de la argumentación. Aquí los monólogos tienen escaso valor porque no
hay conclusiones sobre las cuales informar; lo que se desarrolla es meramente una
discusión. En la medida en que los ensayos aquí reunidos tengan alguna importan-
cia, ésta estriba menos en lo que dicen que en aquello que atestiguan: un enorme au-
mento de interés, no sólo por la antropología, sino por los estudios sociales en gene-
ral y por el papel de las formas simbólicas en la vida humana. La significación, esa
evasiva y mal definida seudo-entidad que antes muy contentos abandonábamos a los
filósofos y a los críticos literarios para que frangollaran con ella, ha retornado ahora
al centro de nuestra disciplina. Hasta los marxistas citan a Cassirer; hasta los positi-
vistas citan a Kenneth Burke.
Mi propia posición en el medio de todo esto fue siempre tratar de resistirme al
subjetivismo, por un lado, y al cabalismo mágico, por otro; tratar de mantener el
análisis de las formas simbólicas lo más estrechamente ligado a los hechos sociales
concretos, al mundo público de la vida común y tratar de organizar el análisis de ma-
nera tal que las conexiones entre formulaciones teóricas e interpretaciones no queda-
ran oscurecidas con apelaciones a ciencias oscuras. Nunca me impresionó el argu-
mento de que como la objetividad completa es imposible en estas materias (como en
efecto lo es) uno podría darriendasuelta a sus sentimientos. Pero esto es, como ob-
servó Robert Solow, lo mismo que decir que, como es imposible un ambiente per-
fectamente aséptico, bien podrían practicarse operaciones quirúrgicas en una cloaca.
Por otro lado, tampoco me han impresionado las pretensiones de la lingüística es-
tructural, de la ingeniería computacional o de alguna otra forma avanzada de pensa-
miento que pretenda hacernos comprender a los hombres sin conocerlos. Nada podrá
desacreditar más rápidamente un enfoque semiótico de la cultura que permitirle que
se desplace hacia una combinación de intuicionismo y de alquimia, por elegantemen-
te que se expresen las intuiciones o por moderna que se haga aparecer la alquimia.

39
Siempre está el peligro de que el análisis cultural, en busca de las tortugas que
se encuentran más profundamente situadas, pierda contacto con las duras superficies
de la vida, con las realidades políticas y económicas dentro de las cuales los hombres
están contenidos siempre, y pierda contacto con las necesidades biológicas y físicas
en que se basan esas duras superficies. La única defensa contra este peligro y contta
el peligro de convertir así el análisis cultural en una especie de esteticismo sociológi-
co, es realizar el análisis de esas realidades y esas necesidades en primer término. Y
así llegué a escribir sobre el nacionalismo, sobre la violencia, sobre la identidad, so-
bre la naturaleza humana, sobre la legitimidad, sobre la revolución, sobre lo étnico,
sobre la urbanización, sobre el status social, sobre la muerte, sobre el tiempo y ante
todo sobre determinados intentos de determinadas personas para situar estas cosas
dentro de un marco comprensible, significativo.
Considerar las dimensiones simbólicas de la acción social —arte, religión, ide-
ología, ciencia, ley, moral, sentido común— no es apartarse de los problemas exis-
tenciales de la vida para ir a parar a algún ámbito empírico de formas desprovistas de
emoción; por el contrario es sumergirse en medio de tales problemas. La vocación
esencial de la antropología interpretativa no es dar respuestas a nuestras preguntas
más profundas, sino darnos acceso a respuestas dadas por otros, que guardaban otras
ovejas en otros valles, y así permitirnos incluirlas en el registro consultable de lo
que ha dicho el hombre.

40
PARTE H
2.

El impacto del concepto de cultura


en el concepto de hombre
i
Hacia elfinalde su reciente estudio de las ideas empleadas por pueblos tribua-
les, La Pensée Sauvage, el antropólogo francés Lévi-Strauss observa que la explica-
ción científica no consiste, como tendemos a imaginar, en la reducción de lo comple-
jo a lo simple. Antes bien consiste, dice el autor, en sustituir por una complejidad
más inteligible una complejidad que lo es menos. En el caso del estudio del hombre
puede uno ir aún más lejos, según creo, y aducir que la explicación a menudo consis-
te en sustituir cuadros simples por cuadros complejos, procurando conservar de algu-
na manera la claridad persuasiva que presentaban los cuadros simples.
Supongo que la elegancia continúa siendo un ideal científico general; pero en
ciencias sociales muy a menudo se dan desarrollos verdaderamente creativos apartán-
dose de ese ideal. El avance científico comúnmente consiste en una progresiva com-
plicación de lo que antes parecía una serie hermosamente simple de ideas, pero que
ahora parece intolerablemente simplista. Una vez producida esta especie de desencan-
to, la inteligibilidad y, por lo tanto, la fuerza explicativa reposan en la posibilidad
de sustituir por lo abarcado pero comprensible lo abarcado pero incomprensible a
que se refiere Lévi-Strauss. Whitehead ofreció una vez la siguiente máxima a las
ciencias naturales: "Busca la simplicidad y desconfía de ella"; a las ciencias sociales
podría haberles dicho: "Busca la complejidad y ordénala".
Ciertamente el estudio de la cultura se ha desarrollado como si se hubiera se-
guido esta máxima. El nacimiento de un concepto científico de cultura equivalía a la
demolición (o, por lo menos, estaba relacionado con ésta) de la concepción de la na-
turaleza humana que dominaba durante la Ilustración —una concepción que, dígase
lo que se dijere en favor o en contra de ella, era clara y simple— y a su reemplazo
por una visión no sólo más complicada sino enormemente menos clara. El intento
de clarificarla, de reconstruir una explicación inteligible de lo que el hombre es,
acompañó desde entonces todo el pensamiento científico sobre la cultura. Habiendo
buscado la complejidad y habiéndola encontrado en una escala mayor de lo que jamás
se habían imaginado, los antropólogos se vieron empeñados en un tortuoso esfuerzo
para ordenarla. Y el fin de este proceso no está todavía a la vista.
La Ilustración concebía desde luego al hombre en su unidad con la naturaleza
con la cual compartía la general uniformidad de composición que habían descubierto
las ciencias naturales bajo la presión de Bacon y la guía de Newton. Según esto, la
naturaleza humana está tan regularmente organizada, es tan invariable y tan maravi-
llosamente simple como el universo de Newton. Quizás algunas de sus leyes sean di-
ferentes, pero hay leyes; quizás algo de su carácter inmutable quede oscurecido por
los aderezos de modas locales, pero la naturaleza humana es inmutable.

43
Una cita que hace Lovejoy (cuyo magistral análisis estoy siguiendo aquí) de
un historiador de la ilustración, Mascou, expone la posición general con esa útil lla-
neza que a menudo encontramos en un escritor menor
"El marco escénico [en diferentes tiempos y lugares] ciertamente cambia y los
actores cambian sus vestimentas y su apariencia; pero sus movimientos internos sur-
gen de los mismos deseos y pasiones de los hombres y producen sus efectos en las
vicisitudes de los reinos y los pueblos'.1
Ahora bien, no cabe menospreciar esta concepción, ni tampoco puede decirse,
del concepto a pesar de mi referencia a su "demolición", que haya desaparecido com-
pletamente del pensamiento antropológico contemporáneo. La idea de que los hom-
bres son hombres en cualquier guisa y contra cualquier telón de fondo no ha sido re-
emplazada por la de "otras costumbres, otras bestias".
Sin embargo, por bien construido que estuviera el concepto iluminista de la
naturaleza humana, tenía algunas implicaciones mucho menos aceptables, la princi-
pal de las cuales era, para citar esta vez al propio Lovejoy, la de que "todo aquello cu-
ya inteligibilidad, verificabilidad o afirmación real esté limitada a hombres de una
edad especial, de una raza especial, de un determinado temperamento, tradición o con-
dición carece de verdad o de valor o, en todo caso, no tiene importancia para un hom-
bre razonable".2 La enorme variedad de diferencias que presentan los hombres en
cuanto a creencias y valores, costumbres e instituciones, según los tiempos y luga-
res, no tiene significación alguna para definir su naturaleza. Se trata de meros adita-
mentos y hasta de deformaciones que recubren y oscurecen lo que es realmente huma-
no —lo constante, lo general, lo universal— en el hombre.
Y así, en un pasaje hoy muy conocido, el doctor Johnson consideraba que el
genio de Shakespeare consistía en el hecho de que "sus personajes no están modifica-
dos por las costumbres de determinados lugares y no practicadas por el resto del mun-
do, o por las peculiaridades de estudios o profesiones que pueden influir sólo en un
pequefio número, o por los accidentes de transitorias modas u opiniones".3 Y Racine
consideraba el éxito de sus obras de temas clásicos como prueba de que "el gusto de
París... coincide con el de los atenienses; mis espectadores se conmovían por las
mismas cosas que en otros tiempos arrancaban lágrimas a los ojos de las clases más
cultivadas de Grecia".4
Lo malo de este género de opinión, independientemente del hecho de que suena
algún tanto cómica procediendo de alguien tan profundamente inglés como Johnson
o tan profundamente francés como Racine, está en que la imagen de una naturaleza
humana constante e independiente del tiempo, del lugar y de las circunstancias, de
los estudios y de las profesiones, de las modas pasajeras y de las opiniones transito-
rias, puede ser una ilusión, en el hecho de que lo que el hombre es puede estar entre-
tejido con el lugar de donde es y con lo que él cree que es de una manera inseparable.
Precisamente considerar semejante posibilidad fue lo que condujo al nacimiento del
concepto de cultura y al ocaso de la concepción del hombre como ser uniforme. Cua-
lesquiera que sean las cosas que afirme la moderna antropología —y parece que en
un momento u otro afirmó casi todas las cosas posibles—, hoy es firme la convic-
ción de que hombres no modificados por las costumbres de determinados lugares en

1
A. O. Lovejoy, Essays ¡n the History of Ideas (Nueva York, 1960), pág. 173.
2 Ibíd, pág. 80.
3
"Proface to Shakespeare", Johnson on Shakespeare (Londres, 1931), págs. 11-12.
4
Del Prefacio de Iphigénie.

44
realidad no existen, que nunca existieron y, lo que es más importante, que no podrí-
an existir por la naturaleza misma del caso. No hay, no puede haber un escenario
donde podamos vislumbrar a los actores de Mascou como "personas reales" que se
pasean por las calles haraganeando, desentendidas de sus profesiones y exhibiendo
con ingenuo candor sus espontáneos deseos y pasiones. Esos actores podrán cambiar
sus papeles, sus estilos de representación y los dramas en que trabajan; pero —como
el propio Shakespeare desde luego lo observó— están siempre actuando.
Esta circunstancia hace extraordinariamente difícil trazar una línea entre lo que
es natural, universal y constante en el hombre y lo que es convencional, local y va-
riable. En realidad, sugiere que trazar semejante línea es falsear la situación humana
o por lo menos representarla seriamente mal.
Consideremos el trance de los naturales de Bali. Esos hombres caen en estados
extremadamente disociados en los que cumpleatoda clase de actividades espectacula-
res —clavan los dientes en las cabezas de pollos vivos para arrancarlas, se hieren
con dagas, se lanzan a violentos movimientos, profieren extraños gritos, realizan mi-
lagrosas hazañas de equilibrio, imitan el acto sexual, comen heces— y lo hacen con
tanta facilidad y de manera tan repentina como nosotros caemos en el sueño. Esos es-
tados de rapto son una parte central de toda ceremonia. En algunos casos, cincuenta
o sesenta personas caen una tras otra ("cual una hilera de petardos que va estallando",
como hubo de decirlo un observador), y salen del trance a los cinco minutos o varias
horas después sin tener la menor idea de lo que han estado haciendo y convencidas, a
pesar de la amnesia, de que han tenido la experiencia más extraordinaria y más pro-
fundamente satisfactoria. ¿Qué conclusión puede uno sacar sobre la naturaleza huma-
na a partir de esta clase de cosas y de los millares de cosas igualmente peculiares que
los antropólogos descubren, investigan y describen? ¿Que los naturales de Bali son
seres peculiares, marcianos de los Mares del Sur? ¿Que son lo mismo que nosotros
en el fondo pero con ciertas costumbres peculiares, aunque realmente incidentales,
que nosotros no tenemos? ¿Que tienen dotes innatas o que instintivamente se ven
impulsados en ciertas direcciones antes que en otras? ¿O que la naturaleza humana
no existe y que los hombres son pura y simplemente lo que su cultura los hace?
Con interpretaciones como éstas, todas insatisfactorias, la antropología inten-
tó orientarse hacia un concepto más viable del hombre, un concepto en el que la cul-
tura y la variedad de la cultura se tuvieran en cuenta en lugar de ser consideradas co-
mo caprichos y prejuicios, y al mismo tiempo un concepto en el que sin embargo
no quedara convertida en una frase vacía "la unidad básica de la humanidad", el princi-
pio rector de todo el campo. Dar el gigantesco paso de apartarse de la concepción de
la naturaleza humana unitaria significa, en lo que se refiere al estudio del hombre,
abandonar el Edén. Sostener la idea de que la diversidad de las costumbres a través de
los tiempos y en diferentes lugares no es una mera cuestión de aspecto y apariencia,
de escenario y de máscaras de comedia, es sostener también la idea de que la humani-
dad es variada en su esencia como lo es en sus expresiones. Y con semejante refle-
xión se aflojan algunas amarrasfilosóficasbien apretadas y comienza una desasose-
gada deriva en aguas peligrosas.
Peligrosas porque si uno descarta la idea de que el Hombre con "H" mayúscula
ha de buscarse detrás o más allá o debajo de sus costumbres y se la reemplaza por la
idea de que el hombre, con minúscula, ha de buscarse "en" ellas, corre uno el peligro
de perder al hombre enteramente de vista. O bien se disuelve sin dejar residuo alguno
en su tiempo y lugar, criatura cautiva de su época, o bien se convierte en un soldado
alistado en un vasto ejército tolstoiano inmerso en uno u otro de los terribles deter-

45
minismos históricos que nos han acosado desde Hegel en adelante. En las ciencias
sociales estuvieron presentes y hasta cierto punto aún lo están estas dos aberracio-
nes: una marchando bajo la bandera del relativismo cultural, la otra bajo la bandera
de la evolución cultural. Pero también hubo, y más comúnmente, intentos para evi-
tar aquellas dos posiciones buscando en las estructuras mismas de la cultura los ele-
mentos que definen una existencia humana que, si bien no son constantes en su ex-
presión, son sin embargo distintivos por su carácter.

n
Los intentos para situar al hombre atendiendo a sus costumbres asumieron va-
rias direcciones y adoptaron diversas tácticas; pero todos ellos, o virtualmente todos,
se ajustaron a una sola estrategia intelectual general, lo que llamaré la concepción
"estratigráfica" de las relaciones entre los factores biológicos, psicológicos, sociales
y culturales de la vida humana. Según esta concepción, el hombre es un compuesto
en varios "niveles", cada uno de los cuales se superpone a los que están debajo y sus-
tenta a los que están arriba. Cuando analiza uno al hombre quita capa tras capa y ca-
da capa como tal es completa e irreductible en sí misma; al quitarla revela otra capa
de diferente clase que está por debajo. Si se quitan las abigarradas formas de la cultu-
ra encuentra uno las regularidades funcionales y estructurales de la organización so-
cial. Si se quitan éstas, halla uno los factores psicológicos subyacentes —"las nece-
sidades básicas" o lo que fuere— que les prestan su apoyo y las hacen posibles. Si
se quitan los factores psicológicos encuentra uno los fundamentos biológicos —ana-
tómicos, fisiológicos, neurológicos— de todo el edificio de la vida humana.
El atractivo de este tipo de conceptualización, independientemente del hecho de
que garantizaba la independencia y soberanía de las disciplinas académicas estableci-
das, estribaba en que parecía hacer posible resolverlo todo. No había que afirmar que
la cultura del hombre lo era todo para él a fin de pretender que constituía, ello no
obstante, un componente esencial e irreductible y hasta supremo de la naturaleza hu-
mana. Los hechos culturales podían interpretarse a la luz de un fondo de hechos no
culturales sin disolverlos en ese fondo ni disolver el fondo en los hechos mismos.
El hombre era un animal jerárquicamente estratificado. Una especie de depósito evo-
lutivo en cuya definición cada nivel —orgánico, psicológico, social y cultural— te-
nía asignado un lugar indiscutible. Para ver lo que realmente el hombre era, debía-
mos superponer conclusiones de las diversas ciencias pertinentes —antropología, so-
ciología, psicología, biología— unas sobre otras como los varios dibujos de un pa-
ño moiré; y una vez hecho esto, la importancia capital del nivel cultural (el único
distintivo del hombre) se pondría naturalmente de manifiesto y nos diría con su pro-
pio derecho lo que realmente era el hombre. La imagen del hombre propia del siglo
XVIII que lo veía como un puro razonador cuando se lo despojaba de sus costumbres
culturales, fue sustituida a fines del siglo XIX y principios del siglo XX por la ima-
gen del hombre visto como el animal transfigurado que se manifestaba en sus cos-
tumbres.
En el plano de la investigación concreta y del análisis específico, esta gran es-
trategia se dedicó primero a buscar en la cultura principios universales y uniformida-
des empíricas que, frente a la diversidad de las costumbres en todo el mundo y en dis-
tintas épocas, pudieran encontrarse en todas partes y aproximadamente en la misma
forma, y, segundo, hizo el esfuerzo de relacionar tales principios universales, una

46
vez encontrados, con las constantes establecidas de la biología humana, de la psicolo-
gía y de la organización social. Si podían aislarse algunas costumbres del catálogo
de la cultura mundial y considerarse comunes a todas las variantes locales de la cultu-
ra y si éstas podían conectarse de una manera determinada con ciertos puntos de refe-
rencia invariables en los niveles subculturales, entonces podría hacerse algún progre-
so en el sentido de especificar qué rasgos culturales son esenciales a la existencia hu-
mana y cuáles son meramente adventicios, periféricos u ornamentales. De esta mane-
ra, la antropología podría determinar las dimensiones culturales en un concepto del
hombre en conformidad con las dimensiones suministradas de análoga manera por la
biología, la psicología o la sociología.
En esencia, ésta de ninguna manera es una idea nueva. El concepto de un con-
sensus gentiwn (consenso de toda la humanidad) —la noción de que hay cosas sobre
las cuales todos los hombres convendrán en que son correctas, reales, justas o atracti-
vas y que esas cosas son por lo tanto, en efecto, correctas, reales justas o atracti-
vas— estaba ya en la Ilustración y probablemente estuviera presente en una forma u
otra en todas las edades y en todos los climas. Trátase de una de esas ideas que se le
ocurren a casi todo el mundo tarde o temprano. Pero en antropología moderna su de-
sarrollo —que comenzó con la elaboración en la década de 1920 de lo que Clark
Wissler llamó "esquema cultural universal", que pasó por la presentación que hizo
Bronislaw Malinowski de una lista de "tipos institucionales universales" a princi-
pios de la década de 1940 y que llegó a la elaboración que hizo G.P. Murdock de una
serie de "comunes denominadores de la cultura" durante la segunda guerra mundial y
después de ella— agregó algo nuevo. Agregó la noción de que (para citar a Clyde
Kluckhohn, quizás el más convincente de los teóricos del consensus gentiwn) "algu-
nos aspectos de la cultura asumen sus formas específicas sólo como resultado de ac-
cidentes históricos; otros son modelados por fuerzas que propiamente pueden llamar-
se universales".5 De esta manera, la vida cultural del hombre está dividida en dos:
una parte es, como las vestiduras de los actores de Mascou, independiente de los
"movimientos internos" newtonianos de los hombres; la otra parte es una emana-
ción de esos movimientos mismos. La cuestión que aquí se plantea es: ¿puede real-
mente sostenerse este edificio situado a mitad de camino entre el siglo XVEH y el si-
glo XX?
Que se sostenga o no depende de que pueda establecerse y afirmarse el dualis-
mo entre aspectos empíricamente universales de cultura, que tienen sus raíces en rea-
lidades subculturales, y aspectos empíricamente variables que no presentan tales raí-
ces. Y esto a su vez exige: 1) que los principios universales propuestos sean sustan-
ciales y no categorías vacías; 2) que estén específicamente fundados en procesos bio-
lógicos, psicológicos o sociológicos y no vagamente asociados con "realidades sub-
yacentes", y 3) que puedan ser defendidos convincentemente como elementos centra-
les en una definición de humanidad en comparación con la cual las mucho más nu-
merosas particularidades culturales sean claramente de importancia secundaria. En es-
tos tres puntos me parece que el enfoque del consensus gentiwn fracasa; en lugar de
dirigirse a los elementos esenciales de la situación humana se aparta de ellos.
La razón por la cual no satisface la primera de estas exigencias —la de que los
principios universales propuestos sean sustanciales y no categorías vacías o casi va-
cías— es la de que no puede hacerlo. Hay un conflicto lógico entre afirmar, por
ejemplo, que "religión", "matrimonio", o "propiedad" son principios universales em-
5
A. L. Kroeber. ed., Anthropology Today (Chicago 1953), pág. 516.

47
píricos y darles un contenido específico pues, decir que son universales empíricos
equivale a decir que tienen el mismo contenido y decir que tienen el mismo conteni-
do implica ir contra el hecho innegable de que no lo tienen. Si uno define la religión
de una manera general e indeterminada —por ejemplo, como la orientación funda-
mental del hombre frente a la realidad— entonces no puede al mismo tiempo asignar
a esa orientación un contenido en alto grado circunstanciado, pues evidentemente lo
que compone la orientación fundamental frente a la realidad en los arrebatados azte-
cas, que en sacrificios humanos elevaban al cielo corazones palpitantes arrancados a
pechos vivos, no es la orientación fundamental de los mansos zuñí bailando en gran-
des masas para dirigir sus súplicas a los benévolos dioses de la lluvia. El ritualismo
obsesivo y el politeísmo insondable de los hindúes expresa una concepción muy di-
ferente de lo "realmente real" de la concepción categóricamente monoteísta y del aus-
tero legalismo del islamismo suní. Aun cuando uno procure mantenerse en planos
menos abstractos y afirmar, como lo hizo Kluckhohn, que es universal el concepto
de una vida después de la muerte, o como lo hizo Malinowski, que el sentido de la
providencia es universal, nos encontramos frente a la misma contradicción. Para ha-
cer que la generalización de una vida después de la muerte resulte igual para los con-
fucianos y los calvinistas, para los buddhistas zen y los buddhistas tibetanos, debe
uno definirla en términos muy generales, en verdad tan generales que queda virtual-
mente evaporada toda la fuerza que parece tener. Y lo mismo cabe decir del sentido
de la providencia, la cual puede cubrir bajo sus alas tanto las ideas de los navajos so-
bre las relaciones de los dioses y los hombres como las ideas de los naturales de las
islas Trobriand. Y lo mismo que con la religión ocurre con el "matrimonio", "el co-
mercio" y todo lo demás que A JL. Kroeber llama acertadamente "falsos universales",
incluso en lo que respecta a algunos aparentemente más tangibles. El hecho de que
en todas partes la gente se acople y genere hijos, el hecho de que tenga cierto sentido
de lo mío y de lo tuyo y se proteja de una u otra manera de la lluvia y del sol no
son hechos falsos ni, desde ciertos puntos de vista, carentes de importancia; pero difí-
cilmente puedan ayudarnos mucho a trazar un retrato del hombre que sea fiel a éste
por su semejanza y no una vacua especie de caricatura a lo "John Q. Public".
Lo que afirmo (que debería ser claro y espero que sea aún más claro dentro de
un instante) es, no que no se puedan hacer generalizaciones sobre el hombre como
hombre, salvo que éste es un animal sumamente variado, o que el estudio de la cultu-
ra en nada contribuye a revelar tales generalizaciones. Lo que quiero decir es que
ellas no habrán de descubrirse mediante la busca baconiana de universales culturales,
una especie de escrutinio de la opinión pública de los pueblos del mundo en busca
de un consensus gentium, que en realidad no existe; y quiero decir además que el in-
tento de hacerlo conduce precisamente al género de relativismo que toda esta posi-
ción se había propuesto expresamente evitar. "La cultura zuñí valora la contención",
dice Kluckhohn, "la cultura kwakiutl alienta el exhibicionismo del individuo. Estos
son valores contrastantes, pero al adherirse a ellos los zuñí y los kwakiutl muestran
su adhesión a un valor universal, la valorización de las normas distintivas de su pro-
pia cultura".6 Esto es claramente una evasión, pero sólo es más aparente y no más
evasiva que las discusiones de los universales de la cultura en general. Después de to-
do ¿qué nos autoriza a decir, con Herskovits, que "la moral es un principio univer-
sal, lo mismo que el goce de la belleza y algún criterio de verdad", si poco después
nos vemos obligados, como hace este autor, a agregar que "las múltiples formas que
6 C. Kluckhohn, Culture and Behavior (Nueva Yode, 1962), pág. 280.

48
toman estos conceptos no son sino productos de la particular experiencia histórica
de las sociedades que las manifiestan"?? Una vez que abandona uno la concepción de
la uniformidad, aun cuando lo haga (como los teóricos del consensus gentium) sólo
parcial y vacilantemente, el relativismo continúa siendo un peligro real que puede
empero evitarse sólo encarando directa y plenamente las diversidades de la cultura hu-
mana (la reserva de los zuñí y el exhibicionismo de los kwakiutl), abarcándolas den-
tro del concepto de hombre, y no eludiéndolas con vagas tautologías y trivialidades
sin fuerza.
Desde luego, la dificultad de enunciar universales culturales que sean al propio
tiempo sustanciales impide también que se satisfaga la segunda exigencia que tiene
que afrontar el enfoque del consensus gentium, el requisito de fundar esos universa-
les en particulares procesos biológicos, psicológicos o sociológicos. Pero todavía
hay algo más: la concepción "estratigráfica" de las relaciones entre factores cultura-
les y factores no culturales impide esa fundamentación del modo más efectivo. Una
vez que se ha llevado la cultura, la psique y el organismo a "planos científicos sepa-
rados", completos y autónomos en sí mismos, es muy difícil volver a unirlos.
El intento más común de hacerlo es utilizar lo que se llaman "puntos de refe-
rencia invariantes". Estos puntos habrán de encontrarse, para citar una de las más fa-
mosas enunciaciones de esta estrategia ("Hacia un lenguaje común para el ámbito de
las ciencias sociales", memorándum elaborado por Talcott Parsons, Kluckhohn, O.
H. Taylor y otros a principios de la década de 1940).

En la naturaleza de los sistemas sociales, en la naturaleza biológica y psicoló-


gica de los individuos que los componen, en las situaciones externas en las
que éstos viven y obran, en la necesidad de coordinación de los sistemas socia-
les. En [la cultura]... estos focos de la estructura nunca se ignoran. De alguna
manera deben "adaptarse" o "tenerse en cuenta".
Se conciben los universales culturales como respuestas cristalizadas a estas rea-
lidades ineludibles, como maneras institucionalizadas de llegar a un arreglo con
ellas.
El análisis consiste entonces en cotejar supuestos universales con postuladas
necesidades subyacentes y en intentar mostrar que hay cierta buena correspondencia
entre ambas cosas. En el nivel social, se hace referencia a hechos tan indiscutibles
como el de que todas las sociedades para persistir necesitan que sus miembros se re-
produzcan, o que deben producir bienes y servicios, de ahí la universalidad de cierta
forma de familia o cierta forma de comercio. En el plano psicológico, se recurre a ne-
cesidades básicas como el crecimiento personal —de ahí la ubicuidad de las institu-
ciones educativas— o a problemas panhumanos, como la situación edípica; de ahí la
ubicuidad de los dioses punitivos y de las diosas que prodigan cuidados. En el plano
biológico se trata del metabolismo y de la salud; en el cultural, de hábitos alimenta-
rios y procedimientos de cura, etc. El plan de acción consiste en considerar subyacen-
tes exigencias humanas de una u otra clase y luego tratar de mostrar que esos aspec-
tos culturales que son universales están, para emplear de nuevo la imagen de Kluck-
hohn, "cortados" por esas exigencias.
Otra vez aquí el problema no es tanto saber si existe de una manera general es-
ta especie de congruencia, como saber si se trata de una congruencia laxa e indetermi-
7
M. J. Herskovits, Cultural Aníhropology (Nueva York, 1955), pág. 364.

49
nada. No es difícil referir ciertas instituciones humanas a lo que la ciencia (o el senti-
do común) nos dice que son exigencias de la existencia humana, pero es mucho más
difícil establecer esta relación en una forma inequívoca. No sólo casi toda institu-
ción sirve a una multiplicidad de necesidades sociales, psicológicas y orgánicas (de
manera que decir que el matrimonio es un mero reflejo de la necesidad social de repro-
ducción o que los hábitos alimentarios son un reflejo de necesidades metabólicas es
incurrir en la parodia) sino que no hay manera de establecer de un modo preciso y ve-
rificable las relaciones entre los distintos niveles. A pesar de las primeras aparien-
cias, aquí no hay ningún serio intento de aplicar los conceptos y teorías de la biolo-
gía, de la psicología o de la sociología al análisis de la cultura (y, desde luego, ni si-
quiera la menor sugestión del intercambio inverso) sino que se trata meramente de
colocar supuestos hechos procedentes de niveles culturales y subculturales unos jun-
to a los otros para suscitar la oscura sensación de que existe entre ellos alguna clase
de relación, una oscura especie de "corte". Aquí no hay en modo alguno integración
teórica, sólo hay una mera correlación (y ésta intuitiva) de hallazgos separados. Con
el enfoque de los niveles nunca podemos, ni siquiera invocando "puntos de referencia
invariantes", establecer genuinas interconexiones funcionales entre factores cultura-
les y factores no culturales; sólo podemos establecer analogías, paralelismos, suges-
tiones y afinidades más o menos convincentes.
Con todo, aun cuando yo esté equivocado (como muchos antropólogos lo sos-
tendrán, según admito) al pretender que el enfoque del consensus gentium no puede
presentar ni universales sustanciales ni conexiones específicas entre fenómenos cul-
turales y fenómenos no culturales que los expliquen, todavía queda pendiente la cues-
tión de si tales universales deberían tomarse como los elementos centrales en la defi-
nición del hombre, o si lo que necesitamos es una concepción de la humanidad funda-
da en un común denominador de un orden más bajo. Esta, desde luego, es una cues-
tión filosófica, no científica; pero la idea de que la esencia de lo que significa ser hu-
mano se revela más claramente en aquellos rasgos de la cultura humana que son uni-
versales, y no en aquellos que son distintivos de este o aquel pueblo, es un prejuicio
que no estamos necesariamente obligados a compartir. ¿Es aprehendiendo semejantes
hechos generales —por ejemplo el de que el hombre en todas partes tiene alguna cla-
se de "religión"— o aprehendiendo la riqueza de este o aquel fenómeno religioso
—el rapto de los naturales de Bali o elritualismoindio, los sacrificios humanos de
los aztecas o la danza para obtener lluvia de los zuñí— como captamos al hombre?
¿Es el hecho de que el "matrimonio" es universal (si lo es) un indicio tan penetrante
de lo que somos como los hechos relativos a la poliandria del Himalaya o esas fan-
tásticas reglas de matrimonio australianas o los elaborados sistemas de precio de la
novia de los bantúes de África? El comentario de que Cromwell era el inglés más tí-
pico de su tiempo precisamente porque era el más estrambótico, puede resultar perti-
nente también aquí; bien pudiera ser que en las particularidades culturales de un pue-
blo —en sus rarezas— puedan encontrarse algunas de las más instructivas revelacio-
nes sobre lo que sea genéricamente humano; bien pudiera ser que la principal contri-
bución de la ciencia de la antropología a la construcción —o reconstrucción— de un
concepto del hombre pueda consistir pues en mostrarnos cómo hallarlas.

50
m
La principal razón de que los antropólogos se hayan apartado de las particulari-
dades culturales cuando se trataba de definir al hombre y se hayan refugiado en cam-
bio en exangües principios universales es el hecho de que, encontrándose frente a las
enormes variaciones de la conducta humana, se dejaban ganar por el temor de caer en
el historicismo, de perderse en un torbellino de relativismo cultural tan convulsivo
que pudiera privarlos de todo asiderofijo.Y no han faltado ocasiones de que se mani-
festara ese temor: Patterns of Culture de Ruth Benedict, probablemente el libro de
antropología más popular que se haya publicado en los Estados Unidos, con su extra-
ña conclusión de que cualquier cosa que un grupo de personas esté inclinado a hacer
es digno del respeto de otro, es quizá sólo el ejemplo más sobresaliente de las desaso-
segadas posiciones en que uno puede caer al entregarse excesivamente a lo que Marc
Bloch llamó "la emoción de aprender cosas singulares". Sin embargo tal temor es
un espantajo. La idea de que a menos que un fenómeno cultural sea empíricamente
universal no puede reflejar nada de la naturaleza del hombre es aproximadamente tan
lógica como la idea de que porque la anemia afortunadamente no es universal nada
puede decirnos sobre procesos genéticos humanos. Lo importante en la ciencia no es
que los fenómenos sean empíricamente comunes —¿de otra manera por qué Bec-
querel estaría tan interesado en el peculiar comportamiento del uranio?—, sino que
puedan revelar los permanentes procesos naturales que están en la base de dichos fe-
nómenos. Ver el cielo en un grano de arena es una triquiñuela que no sólo los poe-
tas pueden realizar.
En suma, lo que necesitamos es buscar relaciones sistemáticas entre diversos
fenómenos, no identidades sustantivas entre fenómenos similares. Y para hacerlo
con alguna efectividad, debemos reemplazar la concepción "estratigráfica" de las rela-
ciones que guardan entre sí los varios aspectos de la existencia humana por una con-
cepción sintética, es decir, una concepción en la cual factores biológicos, psicológi-
cos, sociológicos y culturales puedan tratarse como variables dentro de sistemas uni-
tarios de análisis. Establecer un lenguaje común en las ciencias sociales no es una
cuestión de coordinar meramente terminologías o, lo que es aún peor, de acuñar nue-
vas terminologías artificiales; tampoco es una cuestión de imponer una sola serie de
categorías a todo el dominio. Se trata de integrar diferentes tipos de teorías y concep-
tos de manera tal que uno pueda formular proposiciones significativas que abarquen
conclusiones ahora confinadas en campos de estudio separados.
En el intento de lanzarme a esa integración desde el terreno antropológico para
llegar así a una imagen más exacta del hombre, deseo proponer dos ideas: la primera
es la de que la cultura se comprende mejor no como complejos de esquemas concre-
tos de conducta —costumbres, usanzas, tradiciones, conjuntos de hábitos—, como
ha ocurrido en general hasta ahora, sino como una serie de mecanismos de control
—planes, recetas, fórmulas, reglas, instrucciones (lo que los ingenieros de computa-
ción llaman "programas")— que gobiernan la conducta. La segunda idea es la de que
el hombre es precisamente el animal que más depende de esos mecanismos de con-
trol extragenéticos, que están fuera de su piel, de esos programas culturales para orde-
nar su conducta.
Ninguna de estas ideas es enteramente nueva, pero una serie de recientes pun-
tos de vista registrados tanto en la antropología como en otras ciencias (cibernética,
teoría de la información, neurología, genética molecular) las ha hecho susceptibles
de una enunciación más precisa y les ha prestado un grado de apoyo empírico que an-

51
tes no tenían. Y de estas reformulaciones del concepto de cultura y del papel de la
cultura en la vida humana deriva a su vez una definición del hombre que pone el
acento no tanto en los caracteres empíricamente comunes de su conducta a través del
tiempo y de un lugar a otro, como sobre los mecanismos por cuya acción la ampli-
tud y la indeterminación de las facultades inherentes al hombre quedan reducidas a la
estrechez y al carácter específico de sus realizaciones efectivas. Uno de los hechos
más significativos que nos caracterizan podría ser en definitiva el de que todos co-
menzamos con un equipamiento natural para vivir un millar de clases de vida, pero
en última instancia sólo acabamos viviendo una.
La concepción de la cultura desde el punto de vista de los "mecanismos de con-
trol" comienza con el supuesto de que el pensamiento humano es fundamentalmente
social y público, de que su lugar natural es el patio de la casa, la plaza del mercado y
la plaza de la ciudad. El pensar no consiste en "sucesos que ocurren en la cabeza"
(aunque sucesos en la cabeza y en otras partes son necesarios para que sea posible
pensar) sino en un tráfico de lo que G. H. Mead y otros llamaron símbolos significa-
tivos —en su mayor parte palabras, pero también gestos, ademanes, dibujos, soni-
dos musicales, artificios mecánicos, como relojes u objetos naturales como joyas—
cualquier cosa, en verdad, que esté desembarazada de su mera actualidad y sea usada
para imponer significación a la experiencia. En el caso de cualquier individuo particu-
lar esos símbolos ya le están dados en gran medida. Ya los encuentran corrientemen-
te en la comunidad en que nació y esos símbolos continúan existiendo, con algunos
agregados, sustracciones y alteraciones parciales a las que él puede haber contribuido
o no, después de su muerte. Mientras vive los utiliza, o utiliza algunos de ellos, a
veces deliberadamente o con cuidado, lo más frecuentemente de manera espontánea y
con facilidad, pero siempre lo hace con las mismas miras: colocar una construcción
sobre los sucesos entre los que vive para orientarse dentro del "curso en marcha de
las cosas experimentadas", para decirlo con una vivida frase de John Dewey.
El hombre necesita tanto de esas fuentes simbólicas de iluminación para orien-
tarse en el mundo, porque la clase de fuentes no simbólicas que están constitucional-
mente insertas en su cuerpo proyectan una luz muy difusa. Los esquemas de conduc-
ta de los animales inferiores, por lo menos en mucha mayor medida que en el hom-
bre, les son dados con su estructura física; las fuentes genéticas de información orde-
nan sus acciones dentro de márgenes de variación mucho más estrechos y que son
más estrechos cuanto más inferior es el animal. En el caso del hombre, lo que le es-
tá dado innatamente son facultades de respuesta en extremo generales que, si bien ha-
cen posible mayor plasticidad, mayor complejidad y, en las dispersas ocasiones en
que todo funciona como debería, mayor efectividad de conducta, están mucho menos
precisamente reguladas. Y ésta es la segunda fase de nuestra argumentación: si no es-
tuviera dirigida por estructuras culturales —por sistemas organizados de símbolos
significativos—, la conducta del hombre sería virtualmente ingobernable, sería un
puro caos de actos sin finalidad y de estallidos de emociones, de suerte que su expe-
riencia sería virtualmente amorfa. La cultura, la totalidad acumulada de esos esque-
mas o estructuras, no es sólo un ornamento de la existencia humana, sino que es
una condición esencial de ella.
En antropología algunos de los testimonios más convincentes en apoyo de es-
ta posición se deben a los recientes progresos de nuestra comprensión de lo que solía
llamarse la ascendencia del hombre: el surgimiento del homo sapiens al destacarse de
su fondo general de primate. De estos progresos tres tienen importancia capital: 1)
se descartó la perspectiva secuencial de las relaciones entre la evolución física y el de-

52
sarrollo cultural del hombre en beneficio de la idea de una superposición interactiva;
2) se descubrió que el grueso de los cambios biológicos que engendraron al hombre
moderno a partir de sus progenitores más inmediatos se produjeron en el sistema ner-
vioso central y muy especialmente en el cerebro; 3) se advirtió que el hombre es,
desde el punto de vista físico, un animal incompleto, un animal inconcluso, que lo
que lo distingue más gráficamente de los no hombres es menos su pura capacidad de
aprender (por grande que ésta sea) que las particulares clases de cosas (y cuántas co-
sas) que debe aprender antes de ser capaz de funcionar como hombre. Consideremos
cada uno de estos tres puntos.
La tradicional visión de las relaciones entre el progreso biológico y el progre-
so cultural del hombre sostenía que el primero, el biológico, se había completado pa-
ra todos los fines antes que el segundo, antes de que comenzara el cultural. Es decir,
que esta concepción era nuevamente estratigráfica: el ser físico del hombre evolucio-
nó por obra de los habituales mecanismos de variación genética y de selección natu-
ral hasta el punto en que su estructura anatómica llegó más o menos al estado en
que la encontramos hoy; luego se produjo el desarrollo cultural. En algún determina-
do estadio de su historia filogenética, un cambio genético marginal de alguna clase
lo hizo capaz de producir cultura y de ser su portador; en adelante su respuesta de
adaptación a las presiones del ambiente fue casi exclusivamente cultural, antes que
genética. Al diseminarse por el globo, el hombre se cubrió con pieles en los climas
fríos y con telas livianas (o con nada) en los cálidos; no modificó su modo innato de
responder a la temperatura ambiental. Confeccionó armas para extender sus hereda-
dos poderes predatorios y sometió a la acción del fuego los alimentos para hacer dige-
rible una mayor proporción de éstos. El hombre se hizo hombre, continúa diciendo
la historia, cuando habiendo cruzado algún Rubicón mental llegó a ser capaz de trans-
mitir "conocimientos, creencias, leyes, reglas morales, costumbres" (para citar los
puntos de la definición clásica de cultura de Sir Edward Tylor) a sus descendientes y
a sus vecinos mediante la enseñanza y de adquirirlos de sus antepasados y sus veci-
nos mediante el aprendizaje. Después de ese momento mágico, el progreso de los ho-
mínides dependió casi enteramente de la acumulación cultural, del lento crecimiento
de las prácticas convencionales más que del cambio orgánico físico, como había ocu-
rrido en las pasadas edades.
El único inconveniente está en que un momento semejante no parece haber
existido. Según las más recientes estimaciones, el paso al modo cultural de vida tar-
dó en cumplirse varios millones de años en el género homo; y extendido de esta ma-
nera ese paso comprendió no un puñado de cambios genéticos marginales sino una
larga, compleja y estrechamente ordenada secuencia de cambios.
De conformidad con la opinión actual, la evolución del homo sapiens —el
hombre moderno— comenzó con su inmediato predecesor pre sapiens en un proceso
que se produjo hace aproximadamente cuatro millones de años con la aparición de
los ahora famosos australopitecos —los llamados hombres monos del África meri-
dional y oriental— y que culminó con el surgimiento del sapiens mismo, hace sola-
mente doscientos o trescientos mil años. De manera que, por lo menos formas ele-
mentales de actividad cultural o protocultural (simple fabricación de herramientas, ca-
za, etc.) parecen haberse registrado entre algunos de los australopitecos, y esto indica
que hubo un traslado o superposición de un millón de años entre el comienzo de la
cultura y la aparición del hombre tal como lo conocemos hoy. Las fechas precisas
—que son tentativas y que la ulterior investigación puede alterar en una dirección o
en otra— no son importantes; lo que importa aquí es que hubo un solapamiento, y

53
que fue muy prolongado. Las fasesfinales(finales hasta la fecha, en todo caso) de la
historia filogenética del hombre se verificaron en la misma gran era geológica —lla-
mado el período glacial— en que se desarrollaron las fases iniciales de su historia
cultural. Los hombres tienen días de nacimiento, el Hombre no lo tiene.
Esto significa que la cultura más que agregarse, por así decirlo, a un animal
terminado o virtualmente terminado, fue un elemento constitutivo y un elemento
central en la producción de ese animal mismo. El lento, constante, casi glacial creci-
miento de la cultura a través de la Edad de Hielo alteró el equilibrio de las presiones
selectivas para el homo en evolución de una manera tal que desempeñó una parte fun-
damental en esa evolución. El perfeccionamiento de las herramientas, la adopción de
la caza organizada y de las prácticas de recolección, los comienzos de organización de
la verdadera familia, el descubrimiento del fuego y, lo que es más importante aunque
resulta todavía extremadamente difícil rastrearlo en todos sus detalles, el hecho de va-
lerse cada vez más de sistemas de símbolos significativos (lenguaje, arte, mito, ri-
tual) en su orientación, comunicación y dominio de sí mismo fueron todos factores
que crearon al hombre un nuevo ambiente al que se vio obligado a adaptarse. A medi-
da que la cultura se desarrollaba y acumulaba a pasos infinitesimalmente pequeños,
ofreció una ventaja selectiva a aquellos individuos de la población más capaces de
aprovecharse de ella —el cazador eficiente, el persistente recolector de los frutos de
la tierra, el hábil fabricante de herramientas, el líder fecundo en recursos— hasta que
lo que fuera el protohumano Australopithecus de pequeño cerebro se convirtió en el
homo sapiens plenamente humano y de gran cerebro. Entre las estructuras cultura-
les, el cuerpo y el cerebro, se creó un sistema de realimentación positiva en el cual
cada parte modelaba el progreso de la otra; un sistema en el cual la interacción entre
el creciente uso de herramientas, la cambiante anatomía de la mano y el crecimiento
paralelo del pulgar y de la corteza cerebral es sólo uno de los ejemplos más gráficos.
Al someterse al gobierno de programas simbólicamente mediados para producir arte-
factos, organizar la vida social o expresar emociones el hombre determinó sin darse
cuenta de ello los estadios culminantes de su propio destino biológico. De manera li-
teral, aunque absolutamente inadvertida, el hombre se creó a sí mismo.
Si bien, como ya dije, se produjo una serie de importantes cambios en la ana-
tomía global del género homo durante este período de su cristalización —forma cra-
neana, dentición, tamaño del pulgar, etc.—, mucho más importantes y espectacula-
res fueron aquellos cambios que evidentemente se produjeron en el sistema ne/vioso
central, pues en ese período el cerebro humano y muy especialmente el cerebro ante-
rior alcanzaron sus grandes proporciones actuales. Aquí los problemas técnicos son
complicados y controvertidos; pero el punto importante es el de que si bien los aus-
tralopitecos tenían la configuración del torso y de los brazos no muy diferente de la
nuestra y la configuración de la pelvis y de las piernas por lo menos insinuada hacia
nuestra forma actual, sus capacidades craneanas eran apenas mayores que las de los
monos, es decir, la mitad o una tercera parte de las nuestras. Lo que separa más dis-
tintamente a los verdaderos hombres de los protohombres es aparentemente, no la
forma corporal general, sino la complejidad de la organización nerviosa. El período
de traslado de los cambios culturales y biológicos parece haber consistido en una in-
tensa concentración en el desarrollo neural y tal vez en refinamientos asociados de va-
rias clases de conducta (de las manos, de la locomoción bípeda, etc.) cuyos funda-
mentos anatómicos básicos (movilidad de los hombros y muñecas, un ilion ensan-
chado, etc.) ya estabanfirmementeasegurados. Todo esto en sí mismo tal vez no
sea extraordinario, pero combinado con lo que he estado diciendo sugiere algunas

54
conclusiones sobre la clase de animal que es el hombre, conclusiones que están, se-
gún creo, bastante alejadas no sólo de las del siglo XVIH, sino también de las de la
antropología de los últimos diez o quince años.
Lisa y llanamente esa evolución sugiere que no existe una naturaleza humana
independiente de la cultura. Los hombres sin cultura no serían los hábiles salvajes
de Lord ofthe Flies de Golding, entregados a la cruel sabiduría de sus instintos ani-
males, ni serían aquellos nobles salvajes de la naturaleza imaginados por la Ilustra-
ción y ni siquiera, como lo implica la teoría antropológica clásica, monos intrínseca-
mente talentosos que de alguna manera no lograron encontrarse a sí mismos. Serían
monstruosidades poco operantes con muy pocos instintos útiles, menos sentimien-
tos reconocibles y ningún intelecto. Como nuestro sistema nervioso central —y
muy especialmente la corteza cerebral, su coronamiento de calamidad y gloria— se
desarrolló en gran parte en interacción con la cultura, es incapaz de dirigir nuestra
conducta u organizar nuestra experiencia sin la guía suministrada por sistemas de
símbolos significativos. Lo que nos ocurrió en el período glacial fue que nos vimos
obligados a abandonar la regularidad y precisión del detallado control genético sobre
nuestra cultura para hacernos másflexiblesy adaptarnos a un control genético más
generalizado aunque desde luego no menos real. Afinde adquirir la información adi-
cional necesaria para que pudiéramos obrar nos vimos obligados a valemos cada vez
más de fuentes culturales, del acumulado caudal de símbolos significativos. De ma-
nera que esos símbolos son no meras expresiones o instrumentos o elementos corre-
lativos de nuestra existencia biológica, psicológica y social, sino que son requisitos
previos de ella. Sin hombres no hay cultura por cierto, pero igualmente, y esto es
más significativo, sin cultura no hay hombres.
En suma, somos animales incompletos o inconclusos que nos completamos o
terminamos por obra de la cultura, y no por obra de la cultura en general sino por
formas en alto grado particulares de ella: la forma dobuana y la forma javanesa, la
forma hopi y la forma italiana, la forma de las clases superiores y la de las clases in-
feriores, ía forma académica y la comercial. La gran capacidad de aprender que tiene
el hombre, su plasticidad, se ha señalado con frecuencia; pero lo que es aún más im-
portante es el hecho de que dependa de manera extrema de cierta clase de aprendizaje:
la adquisición de conceptos, la aprehensión y aplicación de sistemas específicos de
significación simbólica. Los castores construyen diques, las aves hacen nidos, las
abejas almacenan alimento, los mandriles organizan grupos sociales y los ratones se
acoplan sobre la base de formas de aprendizaje que descansan predominantemente en
instrucciones codificadas en sus genes y evocadas por apropiados esquemas de estí-
mulos exteriores: llaves físicas metidas en cerraduras orgánicas. Pero los hombres
construyen diques o refugios, almacenan alimentos, organizan sus grupos sociales o
encuentran esquemas sexuales guiados por instrucciones codificadas enfluidascartas
y mapas, en el saber de la caza, en sistemas morales y en juicios estéticos: estructu-
ras conceptuales que modelan talentos informes.
Vivimos, como un autor lo formuló claramente, en una "brecha de informa-
ción". Entre lo que nuestro cuerpo nos dice y lo que tenemos que saber para funcio-
nar hay un vacío que debemos llenar nosotros mismos, y lo llenamos con informa-
ción (o desinformación) suministrada por nuestra cultura. La frontera entre lo que es-
tá innatamente controlado y lo que está culturalmente controlado en la conducta hu-
mana es una línea mal definida yfluctuante.Algunas cosas, en todos sus aspectos y
propósitos, están por entero intrínsecamente controladas: no necesitamos guía cultu-
ral alguna para aprender a respirar, así como un pez no necesita aprender a nadar.

55
Oirás cosas son casi seguramente culturales: no se nos ocurre explicar sobre una ba-
se genética por qué algunos hombres confían en la planificación centralizada y otros
en el libre mercado, aunque intentar explicarlo podría ser un ejercicio divertido. Casi
toda conducta humana compleja es desde luego producto de la interacción de ambas
esferas. Nuestra capacidad de hablar es seguramente innata; nuestra capacidad de ha-
blar inglés es seguramente cultural. Sonreír ante estímulos agradables y fruncir el ce-
ño ante estímulos desagradables están seguramente en alguna medida determinados
genéticamente (hasta los monos contraen su cara al sentir malsanos olores); pero la
sonrisa sardónica y el ceño burlesco son con seguridad predominantemente cultura-
les, como está quizá demostrado por la definición que dan los naturales de Bali de un
loco, el cual es alguien que, lo mismo que un norteamericano, sonríe cuando no hay
nada de qué reír. Entre los planes fundamentales para nuestra vida que establecen
nuestros genes —la capacidad de hablar o de sonreír— y la conducta precisa que en
realidad practicamos —hablar inglés en cierto tono de voz, sonreír enigmáticamente
en una delicada situación social— se extiende una compleja serie de símbolos signi-
ficativos con cuya dirección transformamos lo primero en lo segundo, los planes
fundamentales en actividad.
Nuestras ideas, nuestros valores, nuestros actos y hasta nuestras emociones
son, lo mismo que nuestro propio sistema nervioso, productos culturales, productos
elaborados partiendo ciertamente de nuestras tendencias, facultades y disposiciones
con que nacimos, pero ello no obstante productos elaborados. Chartres está hecha de
piedra y vidrio, pero no es solamente piedra y vidrio; es una catedral y no sólo una
catedral, sino una catedral particular construida en un tiempo particular por ciertos
miembros de una particular sociedad. Para comprender lo que Chartres significa, para
percibir lo que ella es, se impone conocer bastante más que las propiedades genéricas
de la piedra y el vidrio y bastante más de lo que es común a todas las catedrales. Es
necesario comprender también —y, a mi juicio, esto es lo más importante— los
conceptos específicos sobre las relaciones entre Dios, el hombre y la arquitectura
que rigieron la creación de esa catedral. Y con los hombres ocurre lo mismo: desde
el primero al último también ellos son artefactos culturales.

rv
Cualesquiera que sean las diferencias que presenten las maneras de encarar la de-
finición de la naturaleza humana adoptadas por la Ilustración y por la antropología
clásica, ambas tienen algo en común: son básicamente tipológicas. Se empeñan en
construir una imagen del hombre como un modelo, como un arquetipo, como una
idea platónica o como una forma aristotélica en relación con los cuales los hombres
reales —usted, yo, Churchill, Hitler y el cazador de cabezas de Borneo— no son si-
no reflejos, deformaciones, aproximaciones. En el caso de la Ilustración, los elemen-
tos de ese tipo esencial debían descubrirse despojando a los hombres reales de los ade-
rezos de la cultura; lo que quedaba era el hombre natural. En la antropología clásica
el arquetipo se revelaría al discernir los caracteres comunes en la cultura y entonces
aparecería el hombre del consenso. En ambos casos, el resultado es el mismo que el
que suele surgir de todos los enfoques tipológicos de los problemas científicos en ge-
neral. Las diferencias entre los individuos y entre los grupos de individuos se vuel-
ven secundarias. La individualidad llega a concebirse como una excentricidad, el ca-

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racter distintivo como una desviación accidental del único objeto legítimo de estudio
en la verdadera ciencia: el tipo inmutable, subyacente, normativo. En semejantes en-
foques, por bien formulados que estén y por grande que sea la habilidad con que se
los defienda, los detalles vivos quedan ahogados en un estereotipo muerto: aquí nos
hallamos en busca de una entidad metafísica. El Hombre con H mayúscula es aque-
llo a lo que sacrificamos la entidad empírica que en verdad encontramos, el hombre
con minúscula.
Sin embargo, este sacrificio es tan innecesario como inefectivo. No hay ningu-
na oposición entre la comprensión teórica general y la concepción circunstanciada,
entre la visión sinóptica y la fina visión de los detalles. Y, en realidad, el poder de
formular proposiciones generales partiendo de fenómenos particulares es lo que per-
mite juzgar una teoría científica y hasta la ciencia misma. Si deseamos descubrir lo
que es el hombre, sólo podremos encontrarlo en lo que son los hombres: y los hom-
bres son, ante todo, muy variados. Comprendiendo ese carácter variado —su alcance,
su naturaleza, su base y sus implicaciones— podremos llegar a elaborar un concepto
de la naturaleza humana que, más que una sombra estadística y menos que un sueño
primitivista, contenga tanto sustancia como verdad.
Y es aquí, para llegar porfinal título de este trabajo, donde el concepto de cul-
tura tiene un impacto sobre el concepto de hombre. Cuando se la concibe como una
serie de dispositivos simbólicos para controlar la conducta, como una serie de fuen-
tes extrasomáticas de información, la cultura suministra el vínculo entre lo que los
hombres son intrínsecamente capaces de llegar a ser y lo que realmente llegan a ser
uno por uno. Llegar a ser humano es llegar a ser un individuo y llegamos a ser indi-
viduos guiados por esquemas culturales, por sistemas de significación históricamen-
te creados en virtud de los cuales formamos, ordenamos, sustentamos y dirigimos
nuestras vidas. Y los esquemas culturales son no generales sino específicos, no se
trata del "matrimonio" sino que se trata de una serie particular de nociones acerca de
lo que son los hombres y las mujeres, acerca de cómo deberían tratarse los esposos
o acerca de con quién correspondería propiamente casarse; no se trata de la "religión"
sino que se trata de la creencia en la rueda del karma, de observar un mes de ayuno,
de la práctica del sacrificio de ganado vacuno. El hombre no puede ser definido sola-
mente por sus aptitudes innatas, como pretendía hacerlo la Ilustración, ni solamente
por sus modos de conducta efectivos, como tratan de hacer en buena parte las cien-
cias sociales contemporáneas, sino que ha de definirse por el vínculo entre ambas es-
feras, por la manera en que la primera se transforma en la segunda, por la manera en
que las potencialidades genéricas del hombre se concentran en sus acciones específi-
cas. En la trayectoria del hombre, en su curso característico, es donde podemos dis-
cernir, aunque tenuemente, su naturaleza; y si bien la cultura es solamente un ele-
mento que determina ese curso, en modo alguno es el menos importante. Así como
la cultura nos formó para constituir una especie —y sin duda continúa formándo-
nos—, así también la cultura nos da forma como individuos separados. Eso es lo
que realmente tenemos en común, no un modo de ser subcultural inmutable ni un es-
tablecido consenso cultural.
Por modo extraño —aunque pensándolo bien quizá no sea tan extraño—, mu-
chos de nuestros sujetos estudiados parecen comprender esto con mayor claridad que
nosotros mismos, los antropólogos. En Java, por ejemplo, donde desarrollé buena
parte de mi trabajo, la gente dice llanamente: "Ser humano es ser javanés". Los ni-
ños pequeños, los palurdos, los rústicos, los insanos, los flagrantemente inmorales
son considerados adurung djawa, "aún no javaneses". Un adulto "normal", capaz de

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obrar de conformidad con un sistema de etiqueta en alto grado elaborado, que posee
delicado sentido estético en relación con la música, la danza, el drama y los diseños
textiles, que responde a las sutiles solicitaciones de lo divino que mora en la calma
de la conciencia de cada individuo vuelta hacia adentro, es sampundjawa, "ya java-
nés", es decir, ya humano. Ser humano no es sólo respiran es controlar la propia res-
piración mediante técnicas análogas a las del yoga, así como oír en la inhalación y
en la exhalación la voz de Dios que pronuncia su propio nombre: "hu Allah". Ser
humano no es sólo hablar, sino que es proferir las apropiadas palabras y frases en
las apropiadas situaciones sociales, en el apropiado tono de voz y con la apropiada
oblicuidad evasiva. Ser humano no es solamente comer; es preferir ciertos alimentos
guisados de ciertas maneras y seguir unarígidaetiqueta de mesa al consumirlos. Y
ni'siquiera se trata tan sólo de sentir, sino que hay que sentir ciertas emociones dis-
tintivamente javanesas (y esencialmente intraducibies) como la paciencia, el desape-
go, la resignación, el respeto.
De manera que aquí ser humano no es ser cualquiera; es ser una clase particu-
lar de hombre y, por supuesto, los hombres difieren entre sí, por eso los javaneses
dicen: "Otros campos, otros saltamontes". En el seno de una sociedad se reconocen
también diferencias: la manera en que un campesino cultivador de arroz se hace hu-
mano y javanés es diferente de la manera en que llega a serlo un funcionario civil.
Esta no es una cuestión de tolerancia ni de relativismo ético, pues no todos los mo-
dos de ser del hombre son considerados igualmente admirables; por ejemplo, es in-
tensamente menospreciado el modo de ser de los chinos que allí viven. Lo importan-
te es que hay diferentes modos de ser, y para volver a nuestra perspectiva antropoló-
gica digamos que podremos establecer lo que sea un hombre o lo que puede ser un
hombre haciendo una reseña y un análisis sistemático de esos modos de ser: la bravu-
ra de los indios de la llanura, el carácter obsesivo del hindú, el racionalismo del fran-
cés, el anarquismo del beréber, el optimismo del norteamericano (para enumerar una
serie de rasgos que no quisiera yo tener que defender como tales).
En suma, debemos descender a los detalles, pasar por alto equívocos rótulos,
hacer a un lado los tipos metafísicos y las vacuas similitudes para captar firmemente
el carácter esencial de, no sólo las diversas culturas, sino las diversas clases de indivi-
duos que viven en el seno de cada cultura, si pretendemos encontrar la humanidad ca-
ra a cara. En este ámbito, el camino que conduce a lo general, a las simplicidades re-
veladoras de la ciencia pasa a través del interés por lo particular, por lo circunstancia-
do, por lo concreto, pero aquí se trata de un interés organizado y dirigido atendiendo
a la clase de análisis teóricos a los que me he referido —análisis de la evolución físi-
ca, del funcionamiento del sistema nervioso, de la organización social, de los proce-
sos psicológicos, de los esquemas culturales— y muy especialmente atendiendo a su
interacción recíproca. Esto significa que el camino pasa, como ocurre en toda genui-
na indagación, a través de una espantosa complejidad.
"Dejadlo tranquilo por un momento", escribió Robert Lowell, refiriéndose no
al antropólogo como podría uno suponer, sino a ese otro indagador excéntrico de la
naturaleza del hombre, Nathaniel Hawthorne:
Dejadlo tranquilo por un momento
Y entonces lo veréis con su cabeza
Inclinada, cavilando y cavilando,
Con los ojos fijos en alguna brizna de hierba,
En alguna piedra, en alguna planta,

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En la cosa más común del mundo,
Como si allí estuviera la clave.
Y luego se alzan los alterados ojos,
Furtivos, frustrados, insatisfechos
De la meditación sobre lo verdadero
Y lo insignificante.8
Inclinado sobre sus propias briznas, piedras y plantas, el antropólogo también
cavila sobre lo verdadero y lo insignificante, vislumbrando, o por lo menos así lo
cree, fugaz e inseguramente, la alterada, cambiante, imagen de sí mismo.

8
Reimpreso con el permiso de Farrar, Slraus & Giroux, Inc., y Faber & Faber de "Hawthor-
ne", en For íhe Union Dead, pág. 39, Copyright (1954) de Roben Lowell.

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