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La Escuela “Digestiva”

Françoise Dolto (La dificultad de vivir, Tomo II).

Interrogantes a la pedagogía
En el comienzo de mi practica médica, antes de la guerra del 39, conocí a niños inadaptados
escolares cuya psicología antisocial estaba ya fuertemente estructurada. Los acontecimientos
obligaron a las familias a emigrar de la ciudad hacia el campo.
Con gran sorpresa de mi parte, al volver a ver a algunos de ellos o recibir sus noticias, me entere
de su total recuperación caracterial y escolar, al contacto con las pequeñas escuelas de aldea, de
clase única. La madre de uno me dijo: “Al llegar allí, le advertía al maestro que el chico no sabía
nada y que, al examinarlo en Paris, los médicos habían preconizado métodos especiales. Su
retardo mental le impediría siempre concurrir a una escuela ordinaria, pero… ¿Qué hacer? Se
aburre y busca la compañía de otros niños”.
Entonces el maestro le dijo. “Envíelo de todos modos a la escuela; tengo niñitos. Si molesta en la
clase, entonces podrá permanecer en el patio y participar de los recreos; se hará de compinches”.
Y esa sola condición de asistente para distraerse reconcilió de entrada con la Escuela a ese niño
retardado y por completo inestable. Iba o no iba a la escuela, según quisiera. Después se
establecieron las afinidades entre los niños; el inadaptado-retardado se puso a escuchar a los
pequeños, que balbuceaban las letras.
Un buen día, sin que ni el maestro ni los padres se hubieran ocupado de ellos (esperaban la
creación de una escuela especializada en los alrededores), el ignaro había aprendido a escribir,
después a leer. Elegía entre los ejercicios propuestos por el maestro a uno de los grupos,
respondía a las preguntas formuladas a otro: En concreto, en tres años de vida transcurrida en el
campo, había alcanzado el nivel de conocimientos de los niños de su edad, que su llamado
“Consciente Intelectual”, medido según el test Binet-Simon de antes de la guerra estigmatiza como
probablemente irrecuperable. Otro caso me había asombrado de modo muy especial. Se trataba
del cuarto hijo de una familia numerosa, que vivía en las afueras.
Los padres eran obreros inteligentes. Este niño prometía, como se suele decir, en las clases
elementales. Hacia los nueve años fue enviado a una consulta médica, por una profunda alteración
de la atención, de la memoria y de la adaptación a la realidad, con aparición, desde hacia varios
meses, de dislexia y discalculia espectaculares, que sus primeros cuadernos escolares de ningún
modo manifestaban. Afectado por un estado de gran decadencia, que lo deprimía al punto de
simular indiferencia, su refugio preferido era un bosquecillo donde se ocultaba, encaramado a los
arboles. No dibujaba más que formas caóticas y disociadas, con un gran esfuerzo emocional,
siempre positivo, sin embargo.
La frecuentación escolar, que nunca había abandonado, se le había hecho insoportable y el
abandono familiar o lo que había experimentado así, a causa de una tentativa de envió a un semi-
pensionado cercano, lo había vuelto fóbico hacia todos los niños que no fueran sus muy queridos
hermanos y hermanas. No obstante, tenía un buen C.I.; ambos padres trabajan, una psicoterapia
en Paris era irrealizable; no se sabía qué solución hallar para esa grave situación.
Una pareja sin hijos, que explotaba una granja con dos o tres empleados adultos, a la que
habíamos conocido por intermedio de una asistente social rural, aceptó acoger a ese pequeño
ciudadano y hacerlo vivir allí, trabajando en los campos y con los animales, sin ninguna
escolaridad, a fin de liberarlo de esa pesadilla y hacerlo participar en las actividades de una vida
familiar de trabajo. Los padres y yo misma lo ayudamos a aceptar la partida para ese descanso en
el campo y sin escuela.
La distancia del poblado más próximo, a ocho kilómetros, justificaba la deserción escolar durante
algunos meses; forma de vida ilegal, herética para los hijos de gente “civilizada”, a quienes a una
buena salud física obliga a asistir a la escuela, aunque sufran lo que fuere (en tanto que un adulto
con surmenage o con depresión mental tiene opción de suspender por un tiempo su trabajo).
Ante la imposibilidad material de tener al chico desocupado en el departamento, sin frecuentación
escolar, sin atención psicoterápica, los padres, afectados por la angustia deteriorante que había
entrañado el ensayo de semi-pensionado donde se desarrollo su terror al contacto con otros niños,
decidieron renunciar a los beneficios sociales derivados de que lo tomara a su cargo un Instituto
Medico-pedagógico y optaron por su instalación en el seno de la familia rural. Se les dio el consejo
de que el niño olvidara todo conocimiento escolar y que en sus cartas a los padres solo les enviara
dibujos.
Por su parte, ellos deberían escribirle una vez por semana, dándole las noticias familiares, que le
leerían quienes lo tenían a su cargo. A los ocho o nueve meses, el chico ya no sabía escribir las
letras ni los números, pero sus dibujos a los padres habían devenido coherentes, coloreados,
“normales” para su edad. Al decir de quienes lo albergaban, era amable, emprendedor, la más
eficaz de las ayudas, tanto en la granja como en el mercado semanal, donde se encontraba con
otros pequeños campesinos a quienes no temía.
Entonces, transcurrido un año, el granjero o la granjera le hicieron recomenzar el aprendizaje de la
lectura, la escritura y el cálculo, mediante un método elemental enviado desde Paris. El estudio
solo debía durar media hora por día. El niño curó tan felizmente que en algunos meses recuperó
todas las bases de la escolaridad, sin secuelas de dislexia ni discalculia. Al año siguiente,
permaneciendo siempre en la granja, gracias a los libros del programa que les envió su madre
recuperó los años que había perdido y después volvió a su hogar.
En la escuela, que había abandonado tres años antes, se mostró capaz de seguir en perfecta
forma de nivel de clase de los compañeros con quienes había comenzado; luego, en el curso
superior, demostró ser tan brillante como en los dos años de curso elemental. Tuve más tarde
noticias suyas. Después de obtener el certificado de estudios, entró como aprendiz, con miras a
devenir ayudante de laboratorio; más tarde, trabajando siempre en un laboratorio veterinario, curso
el bachillerato-único entre todos sus hermanos- a fin de seguir estudios de medicina veterinaria. He
citado estos ejemplos porque, junto con otros, me abrieron los ojos a la noción del desorden
afectivo, origen, o bien de afecto, de la desadaptación escolar.
En los casos en que sobreviven dificultades afectivas en los primeros años de vida, mezcladas o
no con desordenes orgánicos, el C.I. del niño llegando a la edad escolar disminuye, complicado o
no con un retardo motor y social. Desde el comienzo de mi práctica médica, estando en
conocimiento, por mi formación analítica, de la dinámica del inconsciente y de su eje edípico, puse
atención en el rol de la escolaridad obligatoria, perturbación o sostén, según la dinámica que
promueva o bloquee en un ser humano en curso de crecimiento; no por el solo hecho de los
métodos pedagógicos, sino por el hecho de la forma personal de reacción ante la situación escolar,
de acuerdo a como vive.
Cuanto el niño vive allí se inscribirá en su ser. Lejos de mi la idea de que la escuela, aun la más
tradicional en sus principios, sea nefasta en todos los casos. Pero dada la existencia de
instituciones que codifican normas estadísticas y eliminan alumnos de acuerdo a sus notas
escolares o a un comportamiento molesto para los demás, es muy difícil, por no decir imposible,
que esos niños a quienes la sociedad estigmatiza como inadaptados conserven la confianza en sí
mimos en medio de la familia infantil; sobre todo, es difícil para los padres hacer que sus hijos
tengan fe en el porvenir.
Se instala en la familia un conjunto de reacciones de angustia, secundarias al fracaso social que
representa la mala calificación escolar y, por contragolpe, se instala también en la cohesión
narcisista del sujeto y en su estructuración edípica. En ese sentido, cuando el psicoanalista se
ocupa del tratamiento de niños, no puede dejar de deplorar que el clima de toda escuela no sea
favorable, desde el punto de vista social, a la valorización de los más desheredados, accidentales
o genéticos, tanto como de los más dotados.
Sin segregación ni discriminación, esta realidad invalida aun mas a quienes, excluidos del lenguaje
comunicador y creativo, tienen más necesidad de ser sostenidos y auxiliados por el conjunto de los
seres adaptados. La forma de escolarización, centrada sobre un nivel homogéneo de inteligencia
actualizable y un ritmo común de productividad me parece una “aberración“ pedagógica. En efecto,
este sistema escolar es el que alimenta tantas neurosis en potencia, en los niños que han llegado a
la edad escolar obligatoria y que vivan en forma sana, con su ritmo, en su célula familiar, antes de
que sus boletines escolares se transformaran en el único criterio de valor.
Ante la complejidad de estos problemas, he estado siempre atenta para conocer los esfuerzos de
los maestros y los pedagogos, cualquiera sea su actitud personal frente a la psicoterapia individual,
la única que practico. Un niño llega a la edad de la frecuentación escolar obligatoria. Inscrito bajo el
nombre de su estado civil, ¿Quién es? ¿De donde viene? ¿Qué es lo que sabe? ¿Por qué esta
ahí? ¿Para hacer qué?
Denso de origen carnal, rico de experiencias afectivas, de fantasías incomunicadas, que hasta ahí
se expresaban en forma inconsciente en sus juegos mentales, verbales, corporales o manuales,
deberá, a lo largo de todos los años de escuela, fundir sus fantasías de originalidad única en el
mundo en una creatividad expresable, en un fruto social con valor de lenguaje. En nombre de los
valores de nuestra civilización, la escuela se propone darle todos los medios de informarse y luego
de orientar su elección para actuar en forma útil en la sociedad, ganar su derecho y su capacidad
de mantener el orden de su grupo restringido –la familia que procreará- y, manteniendo siempre su
cohesión individual original, promover la evolución del grupo étnico y lingüístico al que se haya
integrado.
¡Qué programa! No se trata solo de instrucción, sino también de educación. ¿Puede agregarse a
estos dos términos el adjetivo “pública”, cuando todo es un asunto personal? ¿No puede la
educación ser solo familiar, o no ser del todo? Volvamos al niño que ingresa a la escuela. Además
del marco arquitectónico, más o menos claro y amplio, con el constante zumbido de la presencia
obligatoria del alumnado, a horas fijas (sean cuales fueren sus ritmos biológicos de actividad y
reposo, de necesidades naturales; sean cuales fueren las variaciones de tiempo y estación)
encuentra allí personas grandes muy importantes.
De una entre ellas, en especial, el maestro o la maestra, respetado o temido pero nunca
indiferente, esperan mucho los padres, por el hecho de habérselo confiado, cualesquiera sean sus
motivaciones y su nivel cultural. ¿Quién es, pues, para el niño, ese adulto importante, portador de
un título de autoridad, que lo llama por su nombre, pero cuyo nombre y representación social
ignora la mayoría de las veces? Es “El” maestro, “La” maestra. El niño solo puede juzgarlo en
función de lo que oye decir a las personas de su ambiente, quienes, ellas mismas, hablan según
las fantasías residuales de su propia infancia escolar. ¿Quiénes son estos “compañeros”
desconocidos?
Solo puede considerarlos relacionándolos con los de su estatura y apariencia ya conocidos que ha
tenido oportunidad de frecuentar, en particular sus hermanos y hermanas, primos y allegados.
¿Qué cosa es ese “grupo”, esa masa de niños de la clase, ruidosos y aglomerados, a ninguno de
los cuales conoce? El niño no puede considerar, a priori, la clase sino de acuerdo a las fantasías o
las experiencias reales ya tenidas, en contacto con grupos que ha encontrado, el grupo familiar, los
conjuntos dependientes de instituciones, tales como el Patronato de Menores, la Colonia de
vacaciones, los internados de las salas de hospital.
La puerta de clase de cierra; toda fuga es imposible. Si la escuela es muy liberal y se omite la
formación en fila y, una vez cerrada la puerta, “la maestra” no mantiene a cada uno en actitud de
firme, el niño juzga a este grupo como similar a aquellos a los que han estado mezclado en la calle
o durante las vacaciones, caracterizado siempre por un líder agresivo a quien no atempera ninguna
ley paternal. Está la maestra y está la jungla de los niños; el está ahí, atrapado… y las palabras
oídas retornan: “¡Vas a ver en la escuela, ahí no hay bromas habrá que obedecer!”. ¿Qué es lo que
motiva a este niño a asistir a la escuela? ¿Quién desea verlo ahí? ¿Por qué razón está? ¿Con qué
fin? Cualquiera que sea su edad real, su “yo”, quiero decir su “mi-yo” puede o no haber surgido;
eso depende de su pasado familiar, es decir, de muchos factores emocionales y sociales.
¿Por qué padre, madre o hermano mayor lo han llevado allí? ¿Para desembarazarse de él? ¿Por
qué es necesario ir a la escuela? ¿Le han dicho sus padres que, si le gustara, aprendería todo lo
que ellos saben por haberlo aprendido en la escuela, o bien es porque hay que tener un maestro o
una maestra, como ellos tienen un patrón? Oye a los padres hablar del patrón, del jefe opresor y
de sus exigencias del “trabajo”, a causa del cual están fatigados y de mal humor. Pero también
sabe que reciben dinero a fin de mes. Los papás y las mamás que trabajan, todo niño lo sabe,
ganan dinero. Si, en este niño, el “mi-yo” ha surgido, “mi-yo voy a la escuela”, “mi-yo” estoy en esa
clase” se siente promocionado. ¡Que es “mi-yo”? Sabemos que, detrás de esta expresión, se oculta
una fantasía infraverbal, un “mi-mi padre…yo “, un “mi-mi madre…yo”.
En el curso de la estructuración edípica, el niño es llevado a la identificación deseada,
fantasmática, con uno de los polos de la pareja genitora. O bien, este “mi-yo”, con referencia a un
hermano, a una hermana, mayor o menor, está en la fantasía en pareja de doblete “grande-
pequeño”, que le es referente. Este “mi –yo”, aun cooptado en forma estrecha a una fantasía
edípica (o para edípica, hermano o hermana), ¿Qué viene a buscar a la escuela que satisfaga su
deseo? De todos modos, le es preciso defender su posición ya conocida, que le garantiza su
integridad aseguradora “Mi-mi padre” o “Mi-mi madre” no puede transformarse en “mi-el maestro
dice…” o “mi-la maestra dice…”, seguido de una verdad mas valorizadora que la pronunciada por
el padre o la madre.
Y si un compañero ocupa el puesto admirado o electivamente teme que lo tenía el hermano o la
hermana, su “yo” en la casa puede sentir en peligro su estatuto asegurador. E l niño se modifica;
no es ya el que hasta ahí había creído ser, su válido y autentificado el-mismo. Si la escuela
absorbe los valores afectivos antes de la resolución edípica, la relación en familia deviene penosa,
desprovista de seguridad. Sentirse más cómodo fuera de la familia que en el grupo familiar hace
vacilar el orden de su valor narcisista, rompiendo las líneas de fuerzas de la organización edípica
en curso. El niño no está solo para defenderse. Bastantes padres inmaduros experimentan también
cierta incertidumbre si el niño desplaza estima, admiración, atención, deseo de identificación y
valor, hasta ese momento volcados a su interrelación, sobre la relación que teje con su maestra o
su escuela.
¡Qué decir de la lucha solapada del hermano o la hermana, dejado de lado a favor de un
compañero elegido! ¡Cuántos nuevos problemas afectivos! En toda nueva experiencia vivida, un
ser humano, cualquiera sea su edad, debe, por una fantasía inconsciente, guardar algo intacto de
lo vivamente experimentado, su mi-yo, su el mismo anterior a la experiencia. Ese algo, la imagen
del cuerpo, es garantía de su narcisismo preservado, que busca experimentar en modelos que
conoce para sentirse un ser y sumergirse en la nueva aventura emocional. Ilustrando este
planteamiento, expondremos la historia del niño, que para sentirse presente en el grupo, llevó una
manzana; una cosa suya, conocida, que respalda el “mi-yo”, pasada a devenir el mi-yo, integrable
entonces, con su objeto privilegiado, al nuevo medio que se le asociara. Con lo cual no queda roto
el lazo intimo viviente consigo mismo.
El niño espera un destino escolar-del que admite una ventaja promocional a través de las fantasías
constitutivas edípicas. ¿Qué quiere decir? Quiere decir que, en su aventura de escolar, va a
privilegiar todo lo que respalde sus fantasías: seducción de los padres y, por transferencia, del
maestro. Identificación agresiva con la imagen profundamente sentida como rival, deseos, celos. Si
el Edipo y su angustia crítica lo hacen en forma inconsciente culpable, provoca por los
acontecimientos de la escuela, reproches, castigos paternos, desconcierto materno; busca con
avidez actualizar una castración salvadora. Es en absoluto preciso que su incapacidad insoportable
sea “culpa de otro”; que se consuele, en su desgracia, de ser víctima injustamente.
Concretando, toda una gama de motivaciones, parásitos inconscientes lo acompaña a la escuela,
con sus maniobras de angustias y rodeos, de tensiones y depresiones que caracterizan ese largo
periodo crítico. Ningún niño llega a la escuela, semejante a algún otro en el aspecto emocional, y
su “estar” en la escuela, su deseo o su rechazo de instrucción está siempre edípicamente
erotizado. En los casos más sanos sucede siempre así, al menos hasta los nueve años. El grupo
de su clase, las tareas propuestas, pueden ser para el niño, si deviene participante pasivo y celoso
realizador –lo que se llama un buen alumno disciplinado- un factor de regresión a posiciones
anteriores desgenitalizadas, lo que bloquea su evolución edípica y social en una neurosis obsesiva
escolar.
¡Y bien, maestros y padres se felicitan de ello! Con sus métodos tradicionales, la escuela en gran
medida representa de nuevo la actitud digestiva, de relación con el otro, de la época infantil
parásita de la madre. Solo mencionaré, como prueba, los bebés anoréxicos y vomitadores que más
tarde, al llegar a la escuela, son niños sordos, inactivos o bien glotones ingurgitadores de lecciones
que recitan en forma textual, “sabidas a la perfección”, olvidando de inmediato el contenido
racional. En cuanto al comportamiento corporal y verbal en clase de esos alumnos disciplinados,
que causan agrado, es la perfecta imitación simiesca del prototipo propuesto por el maestro:
buenos alumnos de quienes no hay nada que decir, que dan satisfacción, pero que, a veces,
“podían hacerlo mejor” (sic).
Todo en ellos parece en orden, en tanto que este muchachito o esta niñita, que iban a devenir
muchacho o muchacha, han quedado vacios de deseos y desarrollan, en forma neurótica, una
forma de ser de nene cebado y juicioso, que prefiere estudiar que jugar y cuyo boceto de persona
responsable queda por mucho tiempo o para siempre estropeado. ¿Por qué, pues, esa escuela
“digestiva” ha tenido y tiene aún tanto éxito? Dice al pequeño: “Capta los sonidos y sus signos y
hazlos de nuevo”. Dice el mayor: “Capta los sonidos y sus signos y hazlos de nuevo”. Dice el
mayor. “Capta las lecciones, recítalas, haz tus deberes en un cuaderno llevado de esta manera,
escribe lo que todos deben escribir del mismo modo… ¡y cuidado quien copia de su vecino, quien
mira el libro, quien habla con otro! Estas palabras de orden manducatorias y defecatorias
corresponden a la escuela primaria tradicional. Vivirla reporta buenas notas y estas, en los
exámenes, designan las élites. ¿Por que? La repetición tiene un valor asegurador. Lo creativo es
incomparable, hace correr riesgos.
Lo que no es repetitivo no puede juzgarse; es incodificable. Cuando la escuela se llama “nueva”, a-
tópica, entonces todo puede suceder; ese “todo” es lo que angustia a los maestros y a los padres
(y, a priori, a los niños) que están tranquilos con los métodos de la escuela tradicional, hecha de
individuos, cada uno silencioso y aislado, inmovilizado, solo frente al maestro transfusor de
palabras irrefutables. En esa organización escolar del tiempo, del espacio, impuesta a los maestros
y a los alumnos, no hay lugar para una intención de conocimiento, para una elección, para una
visión creadora lentamente madurada, un proyecto de investigación cultural absorbente, surgido de
una auténtica angustia humana, único fermento de fecundidad cultural. Ningún tiempo para hablar,
deambular, pasearse en grupos, discutir con los maestros las experiencias personales, las penas y
alegrías aportadas por la disciplina vigente, hacer preguntas…preguntas… No.
Cabezas inmóviles, que deben escuchar al maestro mirándolo, con bocas cerradas, manos
reducidas al solo dedo del lápiz o la pluma, y todo eso desde la primera edad, cuando esos
jóvenes seres humanos encerrados no son todavía de palabra, dueños de sus fantasías.
Manipulación de objetos, hormigueos, aparición de necesidades naturales, falta de atención,
sensaciones erógenas, son el tributo a ese desconocimiento.
Si permanecen bien despiertos, esos seres están sometidos a sus sensaciones, a sus sentidos, a
todas las variaciones del medio natural… ¡y es preciso, sobre todo, escuchar al profesor! ¿Acaso
no hemos oído decir a los mejores maestros: “una cabeza bien hecha mejor que bien llena”. ¿Una
cabeza? No: un jarro hecho con molde, mientras que el niño, el ser humano, es carne, piel, aliento,
emociones, movimientos y fantasías y que la cultura es aquello testimoniado en lenguaje
ordenado, como lo es toda expresión justa: palabra, dibujo, escultura, objeto, música, deporte o
danza. Cuando un niño es recibido en una clase -un “grupo”- y puede observar a los otros, hablar,
responder a quien le habla, vivir y respirar, eso es ya estar entre los humanos y en una sociedad.
Si el maestro, al pronunciar el nombre de cada uno, lo hace con la intención de presentarlos entre
si y de lamentar con sinceridad la ausencia de quien no responde al llamado, encargando a uno de
los más cercanos que averigüe en nombre de todos, ese es entonces el centro del grupo y asegura
la cohesión.
Contemplar, sin hacer otra cosa a un compañero trabajando en algo, concentrado en una tarea
emprendida con libertad en la que se expresa y se complace; ver este trabajo recibido por los otros
como necesario; ver al maestro -el adulto-presente, atento, asistir y autorizar los intercambios
alegres del grupo y también invitar a cada uno a expresar en forma verbal su opinión; asistir a la
elaboración de ideas a propósito de este testimonio de uno solo; ver que escucha a todos los niños
por igual; ver esbozarse nuevos proyectos suscitados por este trabajo; todo esto, para el niño que
es un testigo, constituye a la vez una invitación a la cultura y a la sociedad, más convincente que
toda “lección magistral”, que todo “deber” escrito respondiendo a una orden, que toda lección
aprendida, recitada, anotada. Todos los esbozos en potencia que sus fantasías han encerrado
prudentemente hasta ahí, acurrucados en el corazón de ese niño silencioso, solitario, comienzan a
desenvolverse buscando su expresión.
Su lengua se suelta, sus gestos se cargan de intencionalidad, ávidos de encontrar a estos otros
que le han revelado el derecho a existir. La presencia de un adulto atento a no imponerse, juega su
rol ordenador (por ser imagen adulta, imagen atractiva, acabada) para todos esos niños. Ese niño
deviene entonces un ser, con el nombre y la carne originada en su padre y su madre, consciente
de ser una fuente que puede hacer brotar con palabras, emociones manifestadas y actos que
podrán unirse a la corriente viva de los intercambios de su clase. Algunos dirán que no se puede
encarar semejantes métodos liberales más que para niños ya mayores, inteligentes, normales dese
el punto de vista caracterial, deseosos de aprender, de conocer, de producir obras personalizadas.
No todo ser humano es capaz de alcanzar este nivel de cooperación. Si los niños están mezclados,
con el nivel intelectual o de desarrollo psicomotor demasiado diferente, no hay clase ni programa
posibles.
¡Desembaracemos la clase de perezosos, de inestables, de alborotadores, de distraídos y
malintencionados!!. Y a estos, agruparlos juntos! ¡Y bien, no! Todo ser humano es lenguaje
humano y toda expresión surge de su individualidad, que es siempre ordenada por otros, si lo
acogen como humano, con palabras que lo respeten. En tanto que está vivo- aunque aun no hable,
o se haya tornado mudo con relación al lenguaje que se habla alrededor de él-, el ser humano
respira y sus intercambios respiratorios, en un medio humano acogedor, se acompañan de
fantasías de satisfacción que estructuran y aclaran su imagen. Se siente acogido en una impresión
de “ser más”, por el solo hecho de otras presencias humanas, que lo aceptan sin destruir su forma
de presencia ante los otros, sin imponerle la carga de un “parecer” otro -que aquel que manifiesta.
Cuando un grupo, a ejemplo de su guía, el maestro, acepta o tolera con benevolencia a un nuevo
miembro en su seno, atento a toda expresión que produzca como una prueba necesaria de su
presencia, necesaria también al grupo, la impresión de “ser mas” que este manifiesta engendra en
ese miembro menor del grupo un sentimiento de “ser mas” contagioso y liberador de sus trabas
internas. Si con respecto a determinadas disciplinas, los niños que no tienen ningún interés están
interesados y ocupados en otra cosa, no por ellos están alejados del grupo escolar en su conjunto.
Es elocuente el rol positivo de las regresiones toleradas, de las crisis caracteriales no seguidas de
expulsión escolar, “para dar un ejemplo” los primeros días de clase, en los primeros recreos
después de las vacaciones, después de largas ausencias por enfermedad o en los días de
problemas familiares vividos por uno u otro niño, cuando el maestro sabe conservar su hogar, su
lugar y mantener a cada uno de los alumnos del grupo con la atención puesta en sus propias
ocupaciones en curso.
Muchos niños se autoregularizarían en sociedad si no sintieran oprobio punitivo, contagio de
angustia o ávida curiosidad mórbida en el maestro o en los alumnos, en respuesta a sus
manifestaciones regresivas o impulsivas de angustia o de lesión narcisista. En cuanto a los hurtos
de lápices, gomas reglas o aun de meriendas, son a veces necesarios raptos fetichísticos, o bien
actos depredadores deliberados, cometidos por niños que no se sienten capaces de servirse de
sus propios utensilios escolares o de mantenerlos en buen estado de uso. Estos comportamientos
son propios de niños que, por razones personales, están siempre frustrados.
En una de las observaciones mencionadas por A. Vazquez y F. Oury. Hacia una pedagogía
institucional, aparece el caso de un maestro que utilizó una asamblea del grupo, en forma de
requisitoria, contra un niño depredador, ladrón y solapado, y su sola presencia aseguradora le
permito a ese niño, abrumado por todos, no sumirse en un desamparo narcisista de impotente, sin
esperanza de gracia. Este ejemplo y tantos otros, tomados en forma directa de la vida del grupo
pedagógico, nos muestran la eficiencia de esa otra concepción de la escuela. El niño desordenado,
inadaptado, es llevado a devenir cooperador; con su pudor respetado, a pesar de los actos que el
grupo con razón estigmatiza, se siente listo para defender su individualidad de otra manera que
con actitud salvaje y solitaria.
El niño incapaz, perverso, ladrón, solapado, es en apariencia perjudicial e inútil para cada uno y
para el grupo en conjunto, que sintiéndose perturbado, desearía excluirlo. Pero, con este motivo,
dramáticas sesiones de la asamblea del grupo le han conferido un medio de coherencia más firme,
un sistema de intercambio de reflexiones con las que el paria de ayer, de difícil integración, ha
salido de su aislamiento perturbado, recibió una imagen de sí y, respaldado por el maestro,
paternante o maternante para este, como para todos los demás, obtuvo provecho de su
experiencia y comenzó a integrarse en el núcleo social. Momentos así, contados en forma tan
simple, reclaman de todos lo que los leen su carácter psicoterápico auténtico.
Volvamos al trabajo escolar en común, es decir, a las adquisiciones de conocimientos culturales y
a la ejecución de trabajos de alumnos sin derechos de autor, a justo titulo, por lo demás, ya que
solo y librado a sí mismo, ningún ejecutante hubiera realizado lo que, en el grupo, es capaz de
crear sosteniendo, exigido, fecundado por la viva corriente de ideas intercambiadas. Con
semejante realidad escolar, la imaginación retoma su valor. Se la tolera ya en los jardines de
infantes clásicos, pero se la encauza y se la limita para entrar en silencio en la escuela común,
donde ya no tiene lugar.
Por el contrario, en este otro tipo de escolaridad, cualquiera sea el nivel mental, el carácter, la
forma de espíritu y las opciones de cada uno, se percibe que la imaginación está en el centro, en la
palanca de toda la vida escolar: siempre y de mas en mas instada a expresarse por la boca de
cada niño. Liberada, la imaginación se encarna, si puede decirse, en actos manifestados en forma
cultural, donde nadie, cualquiera sea su nivel ético, es juzgado con contravención con la ética
institucional del gran conjunto estructurado que se llama La Escuela. Esta, en cambio, reclama su
condición de lugar viviente, donde en cada clase de edad, cada uno contribuye, con su expresión
verbal, gráfica, manufacturada, caracterial, a crear la vida.
Si cada grupo de una misma edad, si no cada clase, tuviera un taller con un técnico responsable y
pudiera concurrir en cualquier momento, para hacer allí un trabajo, libre o dirigido a voluntad; una
biblioteca bien provista y si cada uno pudiera utilizar a su gusto el tiempo disponible, no hay duda
de que los niños educados en semejantes viveros de individuos socializados, devendrían, cada
uno según sus dotes naturales, adolescentes creativos. Si. Pero…se dirá, ¿Qué sería entonces de
la función del profesor, del maestro? ¿Cómo conformarlo, ya que en este tipo de escuela ya no es
él el maestro, sino el grupo, no es así? Si, es el grupo que se inicia en la vida social, pero no sin el
eje del maestro, incluido en el grupo al que ordena y coordina.
¿Y si los conflictos de un solo niño desbordasen por agresión posesiva y llegara a imponerse al
conjunto del grupo, transformado en monada pasiva, donde cada uno ya no encontraría su sitio
más que sometiéndose a la imaginación, la seducción o la autoridad del más fuerte y menos
cultural, es decir, del mas asocial? Si las asambleas de clase son bien llevadas, no creo en la
realidad de este riesgo. Es muy cierto que no todos los maestros actuales están preparados,
porque no han sido seleccionados por sus condiciones de líder pedagógico de grupos sino por
haber pasado por las horcas caudinas de los exámenes con cúmulo de conocimientos librescos.
Es verdad que los programas de horarios parcelados implacables que se imponen a los maestros,
proveen un menú regular y equilibrado para dar como alimento a una clase que presta atención.
Pero absorber conocimiento sin tener apetito no conduce en absoluto a su asimilación. El estilo
digestivo de la enseñanza permite observar y juzgar por comparación, a los maestros y el mismo
sistema de clasificaciones permite juzgar a los alumnos que están a la cabeza o a la cola en la
clase. ¿Pero no llegarán a ser, todos ellos, ciudadanos entre los demás, mezclados todos,
entonces, desde su edad adulta?
Dado que hay cada vez más inadaptados, más fracasos escolares; ya que los métodos actuales
han conducido a este estado catastrófico, ¿no hace falta buscar alguna otra cosa? La psicoterapia
individual de los más deteriorados o de los más cercados por su familia no es la solución. Los
médicos graduados y los psicólogos no bastarían para eso. Se pueden dar respuestas prácticas,
válidas, a los problemas angustiosos de la instrucción y la educación, a condición de desplazar en
forma definitiva la enseñanza tipo, con un maestro tipo, con lecciones tipo, para un alumno tipo, de
nivel homogéneo tipo.
El adulto con vocación de pedagogo, por los avatares de su propia historia libidinal, no es más un
sabelotodo que un niño que escucha en forma pasiva a sus superiores jerárquicos, en la misma
medida en que estos, trasformados en administradores, están alejados de los contactos cotidianos
con las generaciones en ascenso, lejos de los problemas prácticos. Los pedagogos son
descubridores de espíritus, descubridores de tesoros humanos todavía embotados en la
incubadora, familiares o ya hundidos en su impotente soledad (niños considerados inadaptados).
Solo es preciso que, por el hecho del estilo obligatorio de las escuelas llamadas ordinarias, no
tengan acceso niños cada vez más numerosos; o bien todavía, que la mala suerte de tener un
cociente intelectual normal o superior, obligue a los niños no caracteriales a no poder aprovechar a
los mejores pedagogos ni los métodos nuevos y vivos.
Estos métodos serían excelentes para esos niños como para los inadaptados o indeseables, que
son los únicos en aprovechar, poco a poco las mejores escuelas; que constituyen la clientela de
esos establecimientos, elegidos por su inferioridad mental y su inadaptación social y que, por esa
circunstancia, forman grupos distanciados de las grandes corrientes sociales y culturales. Además,
con la prolongación obligatoria de la vida escolar hasta casi la edad adulta, tanto los inadaptados
como sus maestros se mantienen aislados, sin relaciones sociales.
No obstante, tanto unos como otros, devenidos hombres o mujeres todos esos alumnos, ¿no serán
reconocidos como buenos para votar, para pagar impuestos, para unirse aun ignorándose, por el
hecho de la incapacidad de la escuela para instruirlos y educarlos en un marco común, con
métodos vivientes y amables; para que todos puedan tener experiencias sociales, los
conocimientos que deseen, directamente utilizables para su vida actual, tanto en su familia como
en los contactos con el mundo que los rodea? Ya sé.
Para eso hacen falta locales, talleres, bibliotecas, salones libres, claustros, patios de recreo
suficientes y también adultos que quieran mas el desarrollo de los niños que el dominio sobre ellos,
decididos a permitir a los niños expresarse, más que a indicarles lo que deben pensar y saber;
suscitar su voluntad de crear más que revisar sus logros. Pero nada es imposible y el porvenir de
nuestra juventud bien vale el esfuerzo.

Ref.- Dolto, F. (1997) La dificultad de vivir, Tomo II. Buenos Aires, Ed. Gedisa.

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