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Nuestra sociedad va muy rápido, todo lo queremos para ya, todo debe ser inmediato, no
tenemos tiempo, no tenemos minutos, no podemos esperar; el comportamiento en las vías
es reflejo de eso.
Un semáforo peatonal suele ponerse en verde cada uno o dos minutos. Si sos peatón y vas
a cruzar una calle, ¿por qué no esperar ese minuto? ¿De qué sirve poner en peligro tu vida?
Cada tres días muere un peatón en Medellín; son más de 100 peatones que mueren cada
año en nuestra ciudad, más de 1.700 en el país, muchas veces por no esperar el semáforo.
Hace unos días EL COLOMBIANO informaba que en Medellín teníamos más víctimas
fatales por incidentes de tránsito que por violencia armada en lo corrido del año; una de las
principales causas de esta pandemia es el exceso de velocidad, el afán de llegar. Nuestra
sociedad va muy rápido, todo lo queremos para ya, todo debe ser inmediato, no tenemos
tiempo, no tenemos minutos, no podemos esperar; el comportamiento en las vías es reflejo
de eso.
Vale la pena detenernos un momento a pensar en las consecuencias de ese afán, en los
riesgos innecesarios que corremos, en los peligros que generamos al afanarnos. Esta
reflexión debe darse en toda la sociedad, en las alcaldías que están elaborando planes de
desarrollo, en las empresas transportadoras de quienes dependen millones de usuarios
diariamente, en las plataformas de domicilios que tienen miles de motociclistas en las calles
y en cada persona que sale a la calle con una vida y una ilusión que no deberían
intercambiarse contra un par de minutos.
El Verdugo, de A. Koestler
Cuenta la historia que había una vez un verdugo llamado Wang Lun, que vivía en
el reino del segundo emperador de la dinastía Ming. Era famoso por su habilidad y
rapidez al decapitar a sus víctimas, pero toda su vida había tenido una secreta
aspiración jamás realizada todavía: cortar tan rápidamente el cuello de una
persona que la cabeza quedara sobre el cuello, posada sobre él. Practicó y practicó
y finalmente, en su año sesenta y seis, realizó su ambición.
Era un atareado día de ejecuciones y él despachaba cada hombre con graciosa
velocidad; las cabezas rodaban en el polvo. Llegó el duodécimo hombre, empezó
a subir el patíbulo y Wang Lun, con un golpe de su espada, lo decapitó con tal
celeridad que la víctima continuó subiendo. Cuando llegó arriba, se dirigió
airadamente al verdugo:
-¿Por qué prolongas mi agonía? -le preguntó-. ¡Habías sido tan
misericordiosamente rápido con los otros!
Fue el gran momento de Wang Lun; había coronado el trabajo de toda su vida. En
su rostro apareció una serena sonrisa; se volvió hacia su víctima y le dijo:
-Tenga la bondad de inclinar la cabeza, por favor.