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La vida de Wittgenstein
Ludwig Wittgenstein nace en el seno de una de las familias más ricas del imperio
Austrohúngaro, rodeado de lujos y en una Viena llena de cultura. Es educado por tutores en
su casa hasta los 13 años, edad en la que entra a una escuela técnica. Posterior a esto, inicia
una carrera en ingeniería mecánica, a través de la cual desarrolla su interés en los
fundamentos de la matemática. Siguiendo estos intereses, estudia brevemente con Gottlob
Frege, quien le recomienda continuar sus estudios en Cambridge con Bertrand Russell.
Introducciones
Esta introducción puede dividirse en dos apartados, el primero donde Russell muestra
el contexto y explica el Simbolismo que Wittgenstein construye en el Tractatus, mientras que
el segundo apartado se refiere a lo místico y, de manera más general, a las tesis principales
del texto. Russell presenta mal el Tractatus solo en cuanto al segundo apartado se refiere, por
ejemplo, al afirmar que:
“Para que una cierta proposición pueda afirmar un cierto hecho, debe haber,
cualquiera que sea el modo como el lenguaje esté construido, algo en común
entre la estructura de la proposición y la estructura del hecho. Ésta es tal vez la
tesis más fundamental de la teoría de Wittgenstein.” (2017, p. 140).
Esta tesis, conocida como teoría pictórica del significado, a pesar de ser de relevancia
central al Simbolismo construido en el Tractatus, no es una tesis central del Tractatus. Si este
fuera el caso, el Tractatus sería un tratado de lógica y poco más, precisamente como fue leído
por el Círculo de Viena. Respecto a la tesis central del Tractatus, Wittgenstein escribió:
The book's point is an ethical one. I once meant to include in the preface a
sentence which is not in fact there now but which I will write out for you here,
because it will perhaps be a key to the work for you. What I meant to write,
then, was this: My work consists of two parts: the one presented here plus all
that I have not written. And it is precisely this second part that is the important
one. My books draws limits to the sphere of the ethical from the inside as it
were, and I am convinced that this is the ONLY rigorous way of drawing those
limits. In short, I believe that where many others today are just gassing, I have
managed in my book to put everything firmly into place by being silent about
it. (1967, p, 143).
Pero que sean la unidad básica no implica que existan sin un hecho al que estén
adjuntos, porque es esencial al objeto que haga parte de un hecho, por lo que toda posibilidad
de los hechos ya está en el objeto. Así pues, no hay nada accidental en la lógica porque
implicaría que hay una posibilidad de hechos que no esté en el objeto, lo que no puede ser el
caso según lo antes dicho.
Por último, en esta sección de aforismos podemos ver los primeros esbozos de la
teoría pictórica del significado, pues (refiriéndose a si el mundo no tuviera substancia) “sería
entonces imposible pergeñar una figura del mundo (verdadera o falsa).” (Wittgenstein, 2017,
2.0211). De esta manera, la relación pictórica entre la lógica y el mundo descansa sobre los
objetos como unidad básica, porque de no serlo no habría un grupo de elementos que se
pudiesen contrastar entre la pintura y lo pintado.
Continuando con la escalera, la figura lógica de los hechos, que constituyen los
estados de cosas, es el pensamiento. Siguiendo el aforismo 3.01, al pensar lo que hacemos es
hacernos una figura del mundo, en el sentido que se puede hacer una representación en
geometría. En este sentido de figuración, “representar en el lenguaje algo «que contradiga la
lógica» es cosa tan escasamente posible como representar en la geometría mediante sus
coordenadas una figura que contradiga las leyes del espacio” (Wittgenstein, 2017, 3.032.) Por
lo tanto, nuestras posibilidades de figuración vienen determinadas por la lógica subyacente a
nuestro lenguaje, lo que se intenta describir en el Tractatus.
El siguiente escalón de la escalera nos lleva a la proposición con sentido, esto es,
aquella que tiene un valor de verdad. La tesis central de esta sección presenta el problema al
que se enfrenta la filosofía:
La mayor parte de las proposiciones e interrogantes que se han escrito sobre
cuestiones filosóficas no son falsas, sino absurdas. De ahí que no podamos dar
respuesta en absoluto a interrogantes de este tipo, sino sólo constatar su
condición de absurdos. La mayor parte de los interrogantes y proposiciones de
los filósofos estriban en nuestra falta de comprensión de nuestra lógica
lingüística. (Wittgenstein, 2017, 4.003).
Que las cuestiones filosóficas sean absurdas quiere decir que no tienen un valor de
verdad, esto es, no es posible establecer una relación de correspondencia entre su proposición
y el hecho del mundo que esta representa. Por esto la imposibilidad de una respuesta, de estas
proposiciones solo puede decirse que no refieren a nada. A partir de esta concepción de lo
absurdo, se pueden establecer los primeros paralelismos entre Wittgenstein y Kant, pues
“Consiguientemente, ningún objeto es determinado mediante una categoría pura en la que se
prescinda de toda condición de la intuición sensible, que es la única posible para nosotros.”
(Kant, 2005, p. 193). Así como Kant encuentra imposible acceder a objetos que no sean una
intuición sensible posible, Wittgenstein encuentra absurdo referirse a proposiciones que no
tengan un referente.
Siguiendo lo que fue presentado en el aforismo 1.21, se explicita que “de una
proposición elemental no puede inferirse ninguna otra.” (Wittgenstein, 2017, 5.134). De esto
se sigue que la creencia en la causalidad sea una mera superstición, dado que de un estado de
cosas particular no puede deducirse otro. Así, la libertad de la voluntad queda dada en que no
podemos conocer las acciones futuras en el presente en tanto toda inferencia es a priori.
Que los límites de mi lenguaje sean los límites de mi mundo significa que “lo que no
podemos pensar no lo podemos pensar; así pues, tampoco podemos decir lo que no podemos
pensar.” (Wittgenstein, 2017, 5.61). De esta manera, el solipsismo se cae porque pretende
decir aquello que no podemos pensar, en la medida en que el que el mundo sea mi mundo se
muestra en los límites de mi lenguaje.
Esto guarda relación con el hecho de que ninguna parte de nuestra experiencia
es tampoco a priori. Todo lo que vemos podría ser también de otra manera. En
general, todo lo que podemos describir podría ser también de otra manera. No
hay orden alguno a priori de las cosas. (Wittgenstein, 2017, 5.634).
A partir de este aforismo podemos ver otro paralelismo entre Kant y Wittgenstein,
pues no hay un orden a priori de las cosas, esto es, sin el límite que es el sujeto, de la misma
manera que Kant afirma “sin las condiciones formales de la sensibilidad, las categorías puras
sólo poseen una significación trascendental, pero carecen de uso trascendental, ya que éste es
imposible en sí mismo por faltar a las categorías las condiciones de cualquier uso” (Kant,
2005, p.193). Así, el yo filosófico, que no se corresponde con el sujeto en un sentido
psicológico, es un concepto central para ambos filósofos.
Un último paralelismo
Cuando se asienta una ley ética de la forma «tú debes...» el primer pensamiento
es: ¿y qué, si no lo hago? Pero está claro que la ética nada tiene que ver con el
premio y el castigo en sentido ordinario. Esta pregunta por las consecuencias de
una acción tiene que ser, pues, irrelevante. Al menos, estas consecuencias no
deben ser acontecimientos. Porque algo correcto tiene que haber, a pesar de
todo, en aquella interpelación. Tiene que haber, en efecto, un tipo de premio.
(Wittgenstein, 2017, 6.422).
Incluso en estos aforismos finales del Tractatus, hay lugar a un último paralelismo
entre Wittgenstein y Kant, puesto que ambos filósofos toman como punto importante la
imposibilidad de establecer las consecuencias de una acción como parámetro para una ley o
sistema éticos. Así mismo, tienen en común la idea de que la carga moral debe residir en la
acción en sí misma, por ende, debería haber algo en dicha acción que refleje el llamado a
actuar bajo la buena voluntad.
Por otra parte, también es relevante mencionar que tales procesos para comprender
qué acción tiene una carga moral es por implicación de esta, consideremos el caso de
"Robar". Para Kant, cuando uno ejecuta esta acción; está mal no por las consecuencias sino
porque Robar como tal implica como concepto, ver a la persona que es robada como un
medio para tus fines (al quitarle sus pertenencias contra su voluntad) y no un
fin-en-sí-mismo.
En este proceso de dejar atrás la escalera, se presenta uno de los aforismos que más
cuestiones abiertas parece dejar, al decir que “El mundo del feliz es otro que el del infeliz”.
(Wittgenstein, 2017, 6.43). Para empezar a dilucidar el sentido de este aforismo, es
importante referirse al aforismo 6.373, en el cual se establece que el mundo es independiente
de mi voluntad. Si este no fuera el caso, el feliz y el infeliz podrían compartir el mundo
porque ambos modificarían un mismo mundo, en la medida en que el mundo puede ser
modificado por la voluntad. Por esta salvedad, la única manera en la que se modifica el
mundo a través de la voluntad es a través de su límite, es decir el yo filosófico.
De esta manera, cuando una persona es feliz no está cambiando los hechos del mundo
sino que cambia sus límites, su mundo crece o decrece, mas el contenido de los hechos del
mundo no cambia precisamente porque es independiente de la voluntad. Esto no es más que
la consigna de “el sujeto no pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo.”
(Wittgenstein, 2017, 5.632) puesta en práctica.
Lo místico
Como antes se estableció que las ciencias naturales están limitadas a lo expresable en
términos de lenguaje, el problema de la vida no puede ser tratado desde las ciencias, ni aún
contestando a todas las preguntas de la ciencia. Referenciando a lo que solo puede ser
asemejado a la filosofía taoísta, Wittgenstein cree que el sentido de la vida solamente puede
ser respondido por la desaparición del problema:
La solución del problema de la vida se nota en la desaparición de ese problema.
(¿No es ésta la razón por la que personas que tras largas dudas llegaron a ver
claro el sentido de la vida, no pudieran decir, entonces, en qué consistía tal
sentido?) (Wittgenstein, 2017, 6.521).
La última cuestión tratada en estos aforismos finales es la del escepticismo, del que se
dice que “el escepticismo no es irrebatible, sino manifiestamente absurdo, cuando quiere
dudar allí donde no puede preguntarse.” (Wittgenstein, 2017, 6.51), puesto que como todo lo
que puede ser expresado lo puede ser claramente, cualquier pregunta debe poder ser
respondida. Si la pregunta no puede ser respondida, es porque esta no pudo ser formulada
claramente y por lo tanto no hay lugar a una pregunta en primer lugar.
“La visión apocalíptica del mundo es, rigurosamente hablando, aquella según la
cual las cosas no se repiten. No resulta insensato creer, por ejemplo, que la
época científica y técnica sea el principio del fin de la humanidad; que la idea
del gran progreso sea una ilusión que nos ciega, al igual que la idea del
conocimiento completo de la verdad; que en el conocimiento científico no hay
nada de bueno ni de deseable y que la humanidad que se esfuerza por
alcanzarlo se precipita en una trampa. No es para nada claro que lo anterior no
sea cierto”. (Bouveresse, 2006, p. X)
Por último, en el apartado más crítico de los presentes, el autor propone que el gran
énfasis en la ciencia y la técnica no son bondades que nos dirigen a un conocimiento
completo o aun bien mayor, sino que son una gran trampa en la cual la humanidad está
cayendo de manera ingenua. No solo se cae en la trampa por la ciencia en sí, sino porque
todos los problemas que se desprenden de la ciencia también se intentan solucionar de una
manera científica, como quien cava más hondo tratando de salir de un hoyo. De esta manera,
solo queda decir que “De lo que no se puede hablar hay que callar.” (Wittgenstein, 2017, 7).
Referencias
Engelmann, P. (1967). Letters from Ludwig Wittgenstein, with a Memoir. Basil Blackwell.
Bouveresse, Jacques (2006). Wittgenstein: la modernidad, el progreso y la decadencia. Juan
C. González y Margarita M. Valdés (trad.). México, DF: UNAM, IIF.